I
INDIANA JONES Y EL CETRO SAGRADO DE LOS INCAS ndiana Jones es una marca registrada de Paramount Pictures & LucasFilms Ltd. |
Novela por Fernando Jorge Soto Roland |
NOVELA
I
CUENCA DEL AMAZONAS
1941
Fue un ruido
ensordecedor. Un sonido fuera de lugar. Algo que no concordaba con aquella
selva, ni con aquella tribu. En un primer momento produjo pánico. Más tarde,
desconcierto. Sólo en el crepúsculo, los chamanes trataron de dar una respuesta
al extraño episodio consultando a los viejos espíritus de la selva, que
permanecieron mudos.
No supieron qué
hacer ni decir. Los más valientes guerreros se negaron a internarse en la
floresta y verificar la fuente de esa misteriosa luminiscencia que se proyectaba
desde el Sagrado
Roquedal, después que el estampido sacudiera toda la maloca.
Jamás habían sentido una explosión tan poderosa. Ningún mito ancestral les
hablaba de lenguas de fuego tan rojas, naranjas y amarillas, quemando la
arboleda circundante. No había monstruo legendario que, en su afán por poner fin
al mundo, hubiera podido producir semejante conmoción. Los Mojewewekes eran testigos de un
episodio sin precedentes en la tradición oral. Los ancianos desconocían el
origen de semejante descarga y sólo atinaron ordenar subirse a los árboles más
altos para, desde lejos, ver las poderosas llamaradas elevarse hacia el cielo,
compitiendo con la mortecina luz de un sol que se ocultaba detrás del
horizonte.
Lo desconocido
repelía y al mismo tiempo acicateaba la curiosidad de toda la comunidad. Para
cuando las horas pasaron, y en plena nocturnidad pudo percibirse que la
incandescencia agonizaba poco a poco sin consecuencias nefastas para la
población, el cacique en persona se puso en movimiento sin reclamar escolta. Esa
tarde casi se había roto la línea jerárquica a causa del espanto. No estaba
dispuesto a vivir otra vez una situación de anarquía semejante. Iría solo. Él y
su sombra enfrentarían el misterio. Recuperaría parte del prestigio perdido y,
si salía con vida, regresaría a la aldea con la autoridad intacta de siempre; y
el poder suficiente para castigar la cobardía de su escolta personal. La sangre
real debía ser respetada a costa de desencadenar el caos en el aquel infierno
verde del Amazonas. La tradición de mando se recuperaría. De lo contrario una
guerra civil los arrastraría a todos a la debilidad y a la extinción, en manos
de las tribus enemigas vecinas.
Caminó por espacio
de una hora. Conocía el sendero de memoria, aún de noche. Sabía reconocer la
silueta de cada árbol en particular. Y la contextura del piso, en sus pies
descalzos, le indicaba mejor que nada por dónde cortar camino o qué opción más
corta tenía por delante para alcanzar la fuente incandescente de luz, que
aparecía y desaparecía detrás de los cientos de arbustos que lo rodeaban.
Siguió avanzando.
Apretó la larga lanza de bambú con la mano y la elevó por encima del hombro
derecho, con la punta en dirección a la luz. Avanzó más. Con cada paso que daba
el calor aumentaba y su rostro cobrizo, pintado con franjas rojas y azules en
las mejillas, empezó a mostrar el efecto de la temperatura elevada. Las mejillas
empezaron a latirle a causa del calor. Se abrió paso por encima de una palmera
derribaba y quedó boquiabierto ante la dantesca escena que se representaba ante
sus ojos.
Allí, a sólo
treinta metros desde donde él estaba, la selva había sido destruida por las
llamas, formando un claro de cenizas, troncos retorcidos y humo. En el centro
mismo del escenario, una estructura enorme —hecha de un material que el
jefe desconocía— parecía clavada de punta, levantando hacia el cielo una
grandiosa aleta dorsal, semejante a la de los peces del río.
Avanzó más. Sorteó
como pudo centenares de piezas carbonizadas y, venciendo el asombro, golpeó con
la punta de la lanza una plancha lisa y brillante, que reflejaba el fuego que
sobrevivía por doquier. Oyó un sonido seco y la aleta se desmoronó,
dándole apenas tiempo a correrse para salvar su vida. Millones de chispas
saltaron para todos lados. Dos troncos que permanecían de pie, completamente
calcinados, también se derrumbaron y una masa sanguinolenta de carne quemada,
grasa friéndose y músculos retorcidos vino a caer junto a los pies del
cacique.
La miró con
cuidado. Giró la cabeza en varias posiciones para tratar de encontrarle un
sentido a esa asquerosa presencia. Y la encontró al cabo de un minuto Era un
hombre. El cadáver de lo que había sido un ser humano hacía sólo horas. Estaba
irreconocible. La mitad de un rostro corroído por las llamas y una dentadura
tiznada por el incendio, eran lo único que permitían identificarlo.
El jefe se
tranquilizó. No era un prodigio sobrenatural lo que lo había asustado tanto a su
gente. Aquello era un mero accidente. Un pájaro metálico se había
estrellado. Otro más, aunque con una fuerza y capacidad destructiva que
desconocía. En años anteriores había sido testigo de accidentes similares, pero
ése en nada se parecía a los anteriores. Hizo memoria y recordó que, en su
niñez, un objeto semejante había caído muy cerca de la aldea de su padre. Muchos
árboles se derrumbaron entonces o encendieron como antorchas de paja. Pero el
área destruida que se desplegada delante suyo superaba unas cuatro o cinco veces
a la de su infancia.
Recorrió el
perímetro del impacto. Detrás de una columna de humo negro distinguió las dos
alas quebradas en varias partes y los restos de una carlinga vidriada. Se acercó
a ella. El vidrio estaba derretido por las altas temperaturas y sendos objetos
brillantes parecían titilar en medio de la humareda. Planchas, tornillos,
soportes y alerones; caños, cajas y asientos sin sus tapizados subsistían
desperdigados por todas partes, consumiéndose gradualmente por el fuego.
Entonces, vio algo
que le llamó poderosamente la atención: sobre las ramas de un árbol centenario,
colgando de milagro, una plancha de acero se balanceaba de un lado a otro, como
si fuera un insólito péndulo rectangular. Se quedó mirándola extasiado. De haber
sabido leer hubiera identificado el origen del aparato siniestrado por la
simbología y texto impreso en la superficie de la pieza:
Ë CRUZ ROJA
INTERNACIONAL Ì
II
SIETE AÑOS
DESPUÉS...
ISLA
TUAMOTU
PACIFICO SUR
1948
Con cuarenta y nueve años sobre sus
espaldas y decenas de exploraciones por el mundo, Indiana Jones aún se mantenía
en forma. No le faltaban cicatrices ni moretones por todo el cuerpo, pero él los
tomaba como recordatorios de instancias peligrosas y aventuras pasadas, casi a
modo de tatuajes. Podía reconstruir muchas de sus azarosas escapadas en manos de
tribus salvajes, batallones nazis o asesinos a sueldo con sólo pararse desnudo
frente a un espejo.
¡Qué poco humanitarismo quedaba en el
mundo!, pensaba al verlas; e inmediatamente le venían a la mente las
imágenes de la Segunda Guerra Mundial. Un instante después el recuerdo se
retrotraía a 1916, a las trincheras europeas de la Primera Gran Guerra en
donde también se había desempeñado como soldado voluntario en el ejército belga.
El mundo ya no era el mismo. Había perdido su inocencia. Las antiguas
proyecciones de una humanidad más casta, pura y generosa se habían ido por la
cloaca cultural de los últimos años, arrastradas por los campos de
concentración, los bombardeos, Hitler y las invasiones armadas. Él era testigo y
protagonista de un siglo cruel. Un siglo de angustias, sinsabores y miedos. Pero
siempre había salido bien parado. La suerte parecía acompañarlo y, con poco
esfuerzo, podía recordar contextos en los que cualquier otro hombre menos
afortunado hubiera perdido la vida.
Pero la situación
en la que estaba en ese momento no parecía anunciar una próxima cicatriz, sino
más bien un orificio profundo en la sien y toda su masa encefálica estampada
contra una roca.
—No quisiera
hacerle daño, doctor Jones. Pero si insiste en su tozudez, tendré que apretar
del gatillo. Y le aseguro que no será nada agradable para ninguno de los dos...
Podría mancharme la camisa.
Indy esbozó una
sonrisa cáustica, lanzando rayos de ira con la mirada.
Y no era para
menos.
Ese maldito
holandés lo tenía retenido desde hacía más de media hora. Sus tres esbirros lo
habían golpeado reiteradamente en el rostro y en la boca del estómago. En verdad
le dolía mucho el cuerpo, pero la bronca contenida inyectaba tanta adrenalina en
su venas que cada trompada, por potente que fuera, resultaba ser menos
dolorosa.
Odiaba a ese
sujeto. Su nombre era Natasius van Strate y representaba los intereses de
una prestigiosa galería de arte europea.
Alto, morocho, bien
vestido y oliendo a azahares, Van Strate, era el aristócrata típico del norte
europeo: educado y culto, pero capaz de matar a sangre fría a cualquier opositor
que se le cruzara en el camino de alguna pieza artística de su interés.
E Indiana Jones se
había interpuesto entre él y el Aku Kava Kava
—Por última vez
—dijo el holandés acercando el rostro al del arqueólogo, brillándole fuertemente
sus ojos azules —. ¿En dónde está la estatuilla? ¿En qué parte de esta maldita
isla la escondió ,doctor Jones?
Indy contrajo el
abdomen en la espera de una nueva trompada.
—Ya se lo he dicho
—ladró con rabia contenida—. ¿Acaso no me entiende? No lo tengo. No lo tuve
nunca —mintió—. De todos modos, aunque supiera en dónde está, no se lo
diría...
—...¿Aún a costa de
su propia vida?
—¿Mi vida corre
peligro?
Van Strate lanzó
una carcajada.
—¡Ah!... ¡Maldito
hijo de perra! De seguro me está tomando por idiota, Jones. Eso me incomoda
tanto como perder la reliquia que busco.—Y le propinó un puñetazo en las
costillas del lado izquierdo.
Indy dobló todo su
cuerpo conteniendo el dolor.
—No quiero caer en
actitudes bárbaras —ladró el holandés—, pero me obligas a hacerlo.
Era algo
insignificante a primera vista, pero el hecho de que Van Strate empezara a
tutearlo no era una buena señal. Indy sabía que tomarse esa actitud de confianza
era propia de los verdugos que se disponían a lo peor. Les insuflaba cierto aire
de superioridad sobre la víctima. Debía hacer algo rápido.
La playa en la que
estaban se extendía combándose en una bahía bordeada de altas y frondosas
palmeras. Sus arenas brillaban con los rayos del sol y un mar cristalino como el
vidrio traía y llevaba constantemente olas espumosas, blancas, llenas de vida; y
el rumor del océano apagaba un tanto las voces de los esbirros de Van Strate
que, a sólo tres metros de Indy, unían con cuerdas dos gruesos troncos.
Indiana dirigió los
ojos hacia ellos.
—¿Acaso se dispone
a abandonar la isla en balsa? —preguntó sin perder la ironía.
Van Strate
sonrió.
—¿Por qué hacerlo
en balsa si tenemos un velero? Ese aparatejo es para ti. ¿Nunca surfeaste
atado entre tiburones?...¡Es una experiencia irrepetible! ¿Conocías esa
práctica?
Indiana se limpió
la comisura sangrante de sus labios pasándose la lengua y entornó la vista.
—Sí —respondió
secamente—. Solían usarla los japoneses con los prisioneros de guerra, en el
Pacífico.
—Muy bien
informado, amigo Jones. Así es, los japoneses la inventaron. ¡Imagínate! ¡Tantos
meses aburridos en islotes sin nada qué hacer!... ¡Nada mejor para divertirse y
pasar el tiempo con algún que otro americano! —y lanzó una estruendosa
carcajada.
Indy tenía que
extender la charla. Debía prorrogar lo más posible la pomposa alocución del
holandés. Estaba obligado a salvar su propia vida. Tenía que hacer una
composición de lugar y arriesgarse. El momento de la diplomacia se acababa.
—Veo que tomaste
muy rápidamente los malos hábitos de tus amigos —repuso, al tiempo que con
disimulo comprobaba cuán fuertes estaban sus muñecas atadas a la espalda.
—¿Amigos?...¡Já!...
¡Qué idiota eres, Jones!... ¿Amigos, dices? ¿Los japoneses?...¡Já, já, já...!
Esos idiotas kamikazes jamás fueron mis amigos. Digamos que me hice pasar por
uno de ellos para beneficiarme profesionalmente. ¡No te imaginas las piezas de
porcelana del siglo XI que logré exportar a Holanda mientras duró la guerra!
—Seguramente muchas
habrán terminaron en las vitrina del Tercer Reich...
Van Strate lo
observó, clavándole sus fríos ojos azul marino.
—No podría negar
eso, Jones. Los nazis también me beneficiaron en mucho. Pero ya ves, ninguno de
ellos está ya entre nosotros. En cambio, yo sigo más poderoso que antes. Más
rico y con más proyectos.
—La guerra resultó
ser un gran negocio...
Van Strate esbozó
una sonrisa.
—¿Sabes algo?...
Tienes razón. Hay momentos en que extraño esos buenos tiempos. No había nada
comparable a negociar con esos estúpidos fanáticos. ¡Era tan sencillo
embaucarlos!...Pero no pierdo las esperanzas, Jones. Algún día volverán y
entonces yo estaré preparado para negociar nuevamente con sus limitadas
inteligencias.—Miró de soslayo a sus esbirros que terminaban de atar los troncos
y volvió la atención hacia Indy.— Bueno —dijo suspirando—, el tiempo se te acaba
doctor.¿Todavía quieres mantener el secreto de la estatuilla o prefieres nadar
con los peces?
—No la
tengo...
—¿Acaso crees que
ese maldito dios polinesio puede salvarte la vida? ¡No seas tan supersticioso
Indiana Jones! Que esa tonterías queden para los nativos de esta isla miserable.
¿Pero tú?... Tú no puedes creer en esas boberías ¿O sí?
—Hay más cosas en
el cielo y la tierra de lo que tu imaginación concibe, Hamlet.
Van Strate lazó una
carcajada contenida.
—¡De verdad lamento
matarte, Jones! Eres un contrincante digno e inteligente. Vale la pena charlar
contigo. Lástima que no estemos del mismo lado del negocio.
Uno de los matones
se sacudió la arena adherida en sus manos contra el pantalón y se acercó al
holandés.
—Listo, señor. Ya
está preparada.
—Bien. Acondicionen
a mi amigo.—Giró sobre sus botas y se alejó media docena de pasos. Se
detuvo, volvió la vista a Indy y exhibió una sonrisa tan blanca como el marfil.—
Es hora de despedirnos, doctor Jones. De verdad siento mucho nuestros
desencuentros. ¡Saludos a los escualos! —Y sacudió la mano derecha como quien
despide a un niño pequeño.— Hasta nunca.
Indy sintió como
dos manos pesadas y gruesas lo elevaban desde el piso como si no pesara nada. El
matón era un verdadero gigante. Con casi dos metros de altura y más de 130
kilos, ese polinesio de rasgos mongólicos y cabello tan oscuro como el carbón no
parecía tener sentimientos de ninguna clase. Era inútil tratar de convencerlo de
algo. Respondía a van Strate como un perro guardián y nunca prestaría oídos a
las disquisiciones de Indy. Sólo le quedaba una opción. Una opción que lo ponía
en clara desventaja, no sólo por la potencia física del grandulón sino por la
superioridad numérica. Ellos eran tres. Él uno. La opción: golpearlos a todos y
huir.
La cuerda que lo
maniataba por la espalda no cedía. Seguía tan tensa como al principio. Tenía los
dedos adormecidos por la presión y la mala circulación sanguínea. Sólo esperaba
que lo destaran al momento de amarrarlo a la balsa. Esa era su única
esperanza.
Van Strate se alejó
por la playa en dirección a un bote. Subió a él y dos de sus hombres remaron
unos cien metros hasta el velero.
Puesto de pie, Indy
dio un vistazo rápido de su peligrosa situación. Un matón lo sujetaba del brazo
derecho, caminando a su lado; el segundo sostenía la balsa en posición vertical,
con una pistola colocada en la cintura; el tercero, a modo de anfitrión, lo
esperaba con un rictus salvaje a medida que se acercaba a él.
—Desátalo —dijo e
Indy tensó sus músculos.
No bien las cuerdas
se aflojaron de sus muñecas decidió actuar.
—Quédese quieto
—repuso el grandote mientras le aflojaba las ataduras.
Fue cuestión de
segundos.
Bastó un fuerte
empujón con los hombros para que el matón fuera despedido contra la arena de la
playa, al tiempo que la pierna derecha de Indy salía despedida con furia e
impactaba en la ingle del segundo captor, que cayó de rodillas lanzando un
alarido de dolor. Acto seguido, y dejándose guiar por la adrenalina, el puño de
Indy se proyectó contra el rostro del que sostenía la balsa. Le dolieron los
nudillos cuando impactaron contra su nariz, antes de que sacara el arma. Giró
velozmente y le propinó una soberana patada en la cara al primer grandulón que
intentaba reincorporarse del suelo.
Ya era suficiente.
No debía continuar allí. Se acomodó el sombrero y corrió a toda velocidad en
dirección a la selva que bordeaba la playa.
No había ingresado
aún en el follaje cuando escuchó el sonido del primer disparo.
En el milenario
panteón de la Polinesia, los Aku Kava Kava eran deidades secundarias de
gran arraigo entre la gente común. Cada aldea adoraba a uno diferente y
representaban a los espíritus de los antepasados que, según los mitos locales,
rondaban por las noches en busca de ofrendas. Nada había más peligroso que
negarse a sus voluntades. Celosos y vengativos, los Aku Kava Kava
inspiraban respeto y temor entre sus fieles. Desde los días de los primeros
exploradores europeos del siglo XVII, sus estatuillas, moldeadas en madera de
toromiro, dura y resistente, se habían convertido en trofeos preciados y muy
cotizados. Sólo dos museos en todo el mundo poseían en sus vitrinas piezas
antiguas originales. El resto o habían sido quemadas por el afán fanático de los
misioneros franceses, o permanecían escondidas en perdidas cajas fuertes de
coleccionistas privados. Nadie estaba seguro de que esto último fuera cierto. De
hecho, la mayoría de los especialistas sostenían que sólo quedaban intactas tres
estatuillas y era la tercera la que Indiana Jones había ido a buscar a la isla
Tuamotu, por recomendación del curador del museo de la universidad en la que
trabajaba.
—Sería un honor
para nuestra institución tenerla, Indy. —Le había expresado Marcus Brody en la
puerta misma de su oficina, hacía diez días.— Obtener un Kava Kava es como tener
una Mona Lisa polinesica. Creo que deberíamos hacerle caso a ese tal
profesor Shih, viajar a las islas y verificar si la pieza es auténtica. ¿Qué te
parece? ¿No te vendrían bien una vacaciones en el Pacífico sur?
Y a Indy le
vinieron bien.
Aceptó viajar sin
estar al tanto de los pormenores que se les vendrían encima como alud. De haber
sabido que el profesor Shih sería muerto por un dardo envenenado horas después
de que le entregara la estatuilla; o que Van Strate organizaría una persecución
por la isla, eliminando a todos los que se relacionaran con la reliquia, lo
hubiera pensado dos veces. Pero ya era tarde. Estaba corriendo por una selva
húmeda y retorcida, perseguido por tres asesinos prestos a darle un tiro entre
ceja y ceja.
Cuando llegó a la
aldea, tenía casi tres horas de marcha forzada pesándole en las piernas.
Transpiraba copiosamente, estaba agitado y ansioso. Levantó su sombrero fedora y
secó las gotas de sudor que le perlaban la frente. Echó un rápido vistazo a la
media docena de chozas y gritó a viva voz:
—¡David!...¡Estoy
aquí!...
Le dolió la
garganta al pronunciar el llamado. La tenía reseca y el corazón parecía
salírsele del pecho.
—¡Soy yo,
Indiana!...
David Morewest era
un estudiante avanzado de arqueología. Cursaba el último semestre en la cátedra
de la Indy era titular y había sido especialmente recomendado por Marcus Brody
para que lo acompañara. Tenía veintinueve años de edad, era inteligente,
aplicado y con muchas ganas de prosperar en el negocio.
—No se arrepentirá,
profesor Jones —le había dicho el muchacho—. Le prometo que pondré todo mi
conocimiento en el trabajo.
Y no había mentido.
Era capaz de identificar artefactos polinesios a primera vista y fue mayúscula
la sorpresa de fallecido profesor Shih
al reconocer su capacidad casi innata.
—Un buen discípulo,
doctor Jones —había sentenciado mirando al famoso arqueólogo—. Ha sembrado
correctamente, amigo mío. Puede morir en paz...
Pero en ese
instante, lo último que Indy quería era morir. Menos aún en esa isla
sofocantemente húmeda, a miles de distancia de su hogar, de sus libros, de sus
seres queridos.
—¡David! —Volvió a
gritar casi con desesperación—. ¿Dónde demonios...?
De pronto el
esterillado de una de las chozas se corrió y Morewest apareció con una colt en
su mano derecha.
—Profesor, ¿está
solo?...
Indiana dio un leve
suspiro y avanzó dos pasos.
—¡Gracias a Dios!
—dijo—.Pensé que...
—¡Deténgase,
profesor Jones!—exclamó el muchacho elevando el cañón del arma—. No me ha
respondido... ¿Está solo?
Indy levantó los
brazos a un costado del tronco.
—¡Sí, estoy solo,
maldita sea!
Morewest oteó los
contornos de la aldea. Estaba asustado y alerta como un gato. Una vez seguro,
dejó de encañonar a Indy y lentamente caminó hacia él.
—¡Profesor, Dios
mío, esto es una locura! ¡Han liquidado a tres de los nuestros! ¡Los mataron!
¡Los mataron por esa bendita estatuilla! ¡Están dementes! —Y se lanzó sobre
Indiana con lágrimas en los ojos, abrazándolo.
—David,
tranquilízate —prorrumpió Indy—. Escúchame, por favor.—Morewest seguía
histérico— ¡Escuchame!—Ladró el arqueólogo separándolo de sí—. ¡Escúchame!
Tenemos que sacar el Aku ya mismo de este lugar. ¿Dónde lo pusiste?...
Morewest lo observó
con temor.
—¿Aún lo tienes,
verdad? —preguntó el arqueólogo.
El muchacho no
respondió. Tenía la mirada desorbitada.
—¡David!—exclamó
Indiana frunciendo el seño—. ¿Aún lo tienes?...
Morewest giro la
vista hacia la punta del cerro más cercano. Indy lo siguió con la mirada y
mantuvo la respiración.
—¿Allá arriba?...
—masculló por lo bajo.
Morewest movió
afirmativamente la cabeza.
—Es un sitio
seguro, profesor Jones. Hay muchas cuevas. Temí que me lo arrebataran. No se me
ocurrió otra cosa.
Indy suspiró.
—Hiciste bien —dijo
palmeándole el hombro—. No te preocupes.
Miró el cerro con
más detalle. Debía tener unos seiscientos metros de altura. Estaba tapizado de
árboles y la ascensión, calculó, les llevaría unas cuatro horas.
—Debemos partir ya
mismo —dijo con firmeza—. Aunque de seguro nos sorprenderá la noche a medio
camino. —Se apartó del joven y preguntó:—¿Cuándo fue que sorprendieron a los
porteadores y al guía?
—Menos de dos horas
atrás... No les dieron tiempo a nada. Sólo yo atiné a escabullirme en la selva.
Sentí disparos y alcancé a ver cómo los asesinaban a los tres. ¡Fue
terrible!
—Tranquilízate,
David. Tenemos que mantener la calma..
Morewest lo observó
de arriba abajo. Recién entonces advirtió la sangre seca en la comisura de los
labios de su profesor estrella.
—¿Lo atacaron?
—Una leve
escaramuza, nada grave —desestimó tocándose la herida.
—¿Y que haremos con
la estatuilla una vez que la recuperemos?—Inquirió Morewest temeroso.
Indy guardó un leve
silencio. Volvió a mirar la montaña que tenía por delante y repuso:
—No lo sé... Algo
se me ocurrirá.
Y sin decir más
encararon la ladera del cerro con determinación.
Era como la boca
negra y profunda del infierno. Un hoyo oscuro que se abría entre las rocas y que
repelía e invitaba a entrar al mismo tiempo. Indy estaba agotado. Ya no era el
muchachón resistente de antaño y la ascensión se hacía notar en cada uno de los
músculos de su cuerpo. David Morewest sólo presentaba una leve agitación.
—Es esta, profesor
—aseveró el estudiante señalando la entrada de la cueva—. Ahí tiene la marca que
dejé.
A un costado, sobre
un roquedal lleno de verdín, podían leerse con claridad sus iniciales “DM”.
—Buen trabajo,
David—alegó Indy—. Ahora, rescatemos la estatuilla y salgamos de aquí.
Tal como Indiana
Jones había anticipado, hicieron cumbre con la luna llena colgada del
firmamento. Era una noche perfecta, clara, estrellada y sin nubes. Aún en
sombras el calor se dejaba sentir. El sobrecogedor poder de la naturaleza,
seguía condicionando los movimientos de ambos exploradores.
Morewest encendió
una rama a modo de antorcha e ingresaron.
—¿Qué tan
importante es esta reliquia para que tanta gente muriera? —preguntó el chico
sorteando las rocas desprendidas que yacían en el suelo de la caverna.
—Mira, David —le
respondió—, en estos casos se juntan dos cosas: el valor económico de una pieza
extraña, como lo es ésta; y el valor simbólico, que posee. Te sorprenderías cuán
importante es esto último...
—¿Valor simbólico?
¿Para quién? ¿Para Van Strate?...
Jones no respondió
y siguió marchando.
La cueva era larga
y ancha, con paredes húmedas y tapizada de líquenes y musgos. Costaba caminar.
Había que hacerlo con precaución, ya que la superficie del piso era resbaladiza.
Cabía la posibilidad de doblarse un tobillo y volver imposible la huída de ese
lugar. Pocos sospechaban cómo una tontería como esa podía complicar las
cosas.
Siguieron
avanzando. Giraron hacia la derecha en un recodo de la caverna. Fue entonces
cuando Morewest exclamó:
—¡Allí está,
apoyada sobre aquella piedra!
Indiana se le
adelantó con presteza. Levantó un bolso de cuero de regular tamaño y metió su
mano por la hendidura. Una media sonrisa se le dibujó en la cara.
—Buen trabajo,
David —dijo levantando la reliquia—. Buen trabajo...
El Aku Kava
Kava sonreía. Su perfecto tallado en madera, hecho por manos anónimas hacía
centenares de años, recreaba el rostro de una deidad horrible; un híbrido de
hombre con pájaro que con sólo observarlo infundía temor. Los ojos eran
exageradamente grandes. Tenía el seño fruncido y por debajo de su nariz
aguileña, una fila de dientes muy pronunciados sobresalían de la boca dándole la
apariencia de diabólica sonrisa. Medía unos veinte centímetros de altura y todo
su torso mostraba un cuerpo descarnado, con delgadas y filosas costillas a ambos
lados. Nada tenía que ver esa estatuilla con los cánones occidentales de
belleza.
—Bien, es hora de
salir de aquí —dijo Indy acomodándose su sombrero.
Guardó el
Aku en su bolso y giró en redondo, en dirección a Morewest.
El muchacho seguía
con la antorcha en la mano, pero algo raro se le dibujaba en la cara. Tenía una
mirada extraña.
—¿Te sientes bien?
—preguntó Jones.
No dieron tiempo a
que Morewest respondiera.
Como por arte de
magia, y saliendo las sombras circundantes, cuatro siluetas se iluminaron por la
luz del fuego.
Natasius Van
Strate, con su pistola apuntándole al chico en la cabeza, dio un paso hacia
Indiana.
—Buenas noches,
doctor Jones —saludó con ironía—. ¿Acaso pensabas que me ibas a sacar de encima
tan fácilmente? No somos tan sencillo de perder...
Los ojos de Indy se
inyectaron con sangre. Apretó la mandíbula y amagó con tirar un puñetazo.
—¡Quieto, amigo
mío! —ladró el holandés amartillando el arma—. ¿O quieres tener otro cadáver
sobre tu conciencia?...
Morewest estaba
pálido.
—Discúlpeme,
profesor —carraspeó el muchacho—. Pero le juro que a este hombre lo vi muerto,
con sangre en la cabeza— dijo señalando a uno de los sujetos, cobrizo y bajo,
que acompañaban a Van Strate.
El holandés miró
sonriendo al nativo.
—¡Resultaste ser un
buen actor, Miloka!—clamó el holandés
—¡Maldito traidor!
—explotó Indy al reconocer en la penumbra de la cueva al guía aborigen que había
contratado a instancias del profesor Shih; y que había dejado junto con Morewest
un día antes.
—¡No seas inocente,
Jones! —prorrumpió Van State—. Es la ley del mercado. La ley de la oferta y la
demanda... ¿Acaso tú no trabajas para otros? Miloka optó por un mejor sueldo,
eso es todo. No lo juzgues mal...
—Debió pagarme lo
que le sugerí sin regatear, doctor Jones —agregó el polinesio.
—Lo tendré en
cuenta para la próxima vez —agregó Indy.
Van Strate extendió
su brazo en dirección al bolso. Hizo un gesto que revelaba prisa.
—Dámelo, Jones.
Hagamos las cosas rápido. Quiero abandonar esta maldita isla lo más pronto
posible.
Indy extrajo el
Aku con parsimonia.
—Tu sabes que esto
debería estar en un museo —dijo al tiempo que se lo entregaba.
—¡Déjate de
coleccionismo inútil! —ladró—. Tengo mejores planes para esta estatuilla.
Van Strate tomó la
reliquia y la revisó rápidamente. Acto seguido se la dio a uno de sus esbirros,
el mismo que horas atrás fabricara la fallida balsa para Indiana, en la playa.—
Llévala al globo. Partimos en minutos.
Indy quedó
sorprendido.
—¿Globo?...—interrumpió—¿Qué globo?
Van Strate lanzó
una estruendosa carcajada que retumbó en la fría galería de la caverna.
—¿Cómo crees que
llegué a esta cima antes que tú?...¡En un globo aerostático, idiota! No bien
Miloka nos informó sobre el paradero del Aku lo inflamos y surcamos los aires...
Lamento no llevarte de regreso conmigo, Jones.
Hizo un movimiento
leve y seco de cabeza en dirección a su matón. El grandulón cerró el puño e,
inopinadamente, lo estampó con fuerza contra la quijada de Indy, que voló hacia
un costado, quedando tendido en el suelo.
—Ahora sí, me
despido de ti... permanentemente —repuso Van Strate con firmeza y encauzó sus
pasos hacia la entrada de la cueva—. Monwo —dijo dirigiéndose al matón—, trae al
chico con nosotros y dispone las cosas para que el doctor Jones encuentre su
tumba en esta caverna.
Aturdido por la
fiereza de la inesperada trompada, Indy vio como Van Strate era fagocitado por
la oscuridad, seguido por Morewest y sus esbirros. La luz de la antorcha se fue
empequeñeciendo hasta desaparecer e Indiana Jones quedó completamente a
oscuras.
A tientas, se
reincorporó apoyándose contra el muro rocoso que podía sentir con la palma de
las manos. Fue entonces cuando escuchó seis tiros. Seis fuerte tiros que venían
del exterior.
¡Morewest!,
pensó Indy. ¿Estaban fusilando al chico?
Pero bastaron tres
segundos para cambiar de hipótesis.
Un temblor
descomunal, que parecía aún más fuerte por la ceguera temporal a la que estaba
condenado, le reveló a Indy que acababan de demoler el ingreso a la cueva... La
habían bloqueado.
¡Querían sepultarlo
vivo!...
El globo
aerostático semejaba un hongo gigante. Apostado en la cumbre misma del cerro
flotaba a medio metro del suelo, sostenido por un ancla de hierro.
Van Strate ya había
subido a la barquilla con uno de sus hombres y daba las últimas ordenes antes de
partir. Estaba nervioso y exultante por el triunfo conseguido. Tenía el trofeo
que tanto deseaba.
—Monwo,
¡apresúrate! Sube al chico...
El grandulón
titubeó un segundo
—¿Qué hacemos con
el nativo, patrón? —preguntó señalando al guía.
Miloka lo miró
sorprendido.
—Me dijeron que iba
con ustedes...—arguyó.
Van Strate movió la
cabeza de un lado a otro, negativamente.
—¡Lastima, no hay
espacio acá adentro! —Y desenfundando su pistola le gatilló un tiro en el
corazón. Miloka se desplomó como un muñeco de felpa contra las rocas de la
cumbre.
—¿Qué
esperas?—gritó Van Strate volviendo sus ojos a Monwo —¡Salgamos de aquí!
La diminuta cabeza
de pólvora del fósforo chisporroteó y, como en el Génesis, “Se hizo la
luz”.
Indiana Jones no
fumaba, pero siempre tenía a mano una caja con cerillas. El único inconveniente
era que le quedaba sólo una y tenía que aprovecharla al máximo.
Sin darle tiempo a
la llama, que ascendía presurosa por la varilla de madera, buscó en el piso de
la caverna la bolsa en la que Morewest había escondido la estatuilla.
Estiró el brazo, la
agarró y la acercó al fuego ya mortecino por el movimiento de la mano.
La tela se encendió
y el radio visual se amplió consideradamente. Una vez más debía actuar con
celeridad.
Tambaleándose,
corrió hacia la entrada de la cueva.
El tal Monwo había
hecho un trabajo a medias, nada prolijo. La improvisaba antorcha se sacudía por
el viento que se colaba por los brechas que quedaban entre de las piedras,
apiladas una encima de otra.
Si se apuraba y
apartaba rápido las rocas recién amontonadas quizás tendría una
oportunidad.
Monwo cortó amarras
y el globo inició su lento ascenso.
Van Strate movió
una manivela y la bocanada de helio apresuró la subida, sacudiendo la barquilla
de caña de un lado para otro.
El holandés sonreía
de oreja a oreja. Se asomó por el borde del canasto como despidiéndose de la
isla y, entonces, lo vio.
—¡¿Jones?!
No podía creer lo
que observaba: Indy estaba a punto de manipular su látigo en dirección al
globo.
Sacudió el brazo
con fuerza y como si fuera una culebra entrenada el látigo se desenrolló con
pasmosa velocidad. Alcanzó uno de los laterales de la barquilla y la punta se
enrolló en uno de los tirantes que sujetaban al inmenso balón de tela.
—¡Mátalo, Monwo!
—gritó desaforado Van Strate—¡Mátalo! ¡Maldita sea, mátalo o impedirá que
subamos! ¡Es mucho peso!
Indy jaló hacia
abajo y el látigo se tensó como la cuerda de un violín. Lo agarró con ambas
manos y levantó sus piernas con la clara intención de impedir el despegue. Debía
generar más peso. Tenía que abortar la huída y poco lo importó la posibilidad de
caer muerto por la lluvia de balas que, desde la barquilla, salían del caño de
la pistola de Monwo.
De pronto quiso
hacer pie, pero le fue imposible. Miró hacia abajo y apretó instintivamente los
nudillos: estaba siendo levantado hacia el cielo a más velocidad de lo que había
supuesto. Cinco segundos más tarde, Indiana Jones colgaba de su látigo prendido
al globo aerostático, bamboleándose de una lado hacia otro para impedir que los
proyectiles le dieran en el cuerpo.
—¡Rayos! —exclamó
al ver cómo la copa de los árboles se hacían más y más pequeñas a sus pies. Ya
era tarde. No podía soltarse. De hacerlo se mataría.
Van Strate asomó
medio cuerpo fuera de la barquilla y miró hacia abajo.
—¡El muy cerdo está
ahí, Monwo! —gritó exasperado— ¿Qué esperas para matarlo?
El matón recargó su
pistola con celeridad. Le temblaban las manos de los nervios.
—Veo muy poco,
señor —se excusó—. Está oscuro. Además, ese condenado se zarandea de una lado
para otro. No sé si podré darle.
Entonces, Natasius
Van Strate giró sobre sí mismo y cambió de planes.
Estiró el brazo,
tomó la válvula de regulación y la giró hacia la izquierda.
—Si quiere dar un
paseito, se lo daremos.
El globo flotaba
sobre la ladera de la montaña. De haber querido disfrutar del paisaje, Indy
hubiera alimentado su espíritu con el panorama de una selva negra, densa y
compacta, rodeaba de mar. Aquella isla era un paraíso terrenal. Pero la
situación no daba para ese disfrute de turista. La vida del arqueólogo pendía,
literalmente, de un hilo.
Un sensación
extraña en la boca del estómago le indicó a Indy que el globo descendía
lentamente.
“¿Van a
bajar?”,
pensó aferrándose con fuerza al mango del látigo. No era lógico.
Pero no se
equivocaba...
—¡Jones!—le gritó
el holandés— ¿Me escuchas?
La voz de Van
Strate llegó nítida a sus oídos.
—¡Te voy a
arrastrar por cuanto árbol encuentre en el camino, maldito bastardo!
La brisa
proveniente del mar agitaba los pantalones de Indy y un brusco descenso del
aparato aflojó por una décima de segundo la tirantes del látigo.
“¡Dios, voy a
matarme!”, pensó; pero de inmediato sintió que algo le raspaba la suela de
los zapatos.
Eran las copas de
los árboles que se le acercaban.
Iba a chocar con
ellos. Era inevitable.
Desde lo alto podía
escuchar la voz excitada del traficante holandés.
“¡Hijo de perra!”...
Una portentosa rama
dio contra su pierna derecha e Indy perdió fuerza en uno de sus brazos.
Repentinamente se sintió colgar de una sola extremidad y la palma transpirada de
la única mano que se aferraba al látigo empezó a deslizarse lentamente.
Otro tronco golpeó
sus muslos, y otra rama, y otra... Un ruido ensordecedor le invadió los
tímpanos: estaba chocando contra el follaje y podía sentir una seguidilla
lacerante de golpes en todo el cuerpo.
Entonces, la mano
de Indy perdió el extremo del látigo.
Fue como ingresar
en un torbellino claroscuro. Todo le dio vueltas y miles de sombras irregulares
se dibujaron, indefinidas, a través de los párpados entreabiertos del
arqueólogo, mientras caía y golpeaba; golpeaba y caía sin cesar entre las ramas,
en dirección al piso de la isla.
III
DOS SEMANAS
DESPUÉS...
BARNETT
COLLEGE
NEW YORK
—¡Ya no estoy para
esos trotes, Marcus! —declaró Indiana Jones desde su escritorio, atiborrado de
libros, formularios y exámenes sin corregir desde hacía días. —Este maldito
hombro me duele horrores...
Marcus Brody caminó
hacia él con parsimonia.
—¡Indy, por favor!
—sonrió desestimando el comentario—. ¡Caíste desde casi treinta metros de
altura!...¡Tuviste mucha suerte! Cuando se lo comenté a tu padre se sorprendió y
no pudo contenerse al compararte con un gato.
Indiana se acomodó
en la silla y gesticuló con un dejo de amargura.
—A esta altura ya
no sé cuantas son las vidas que me quedan —expresó.
—No las cuentes,
dicen que trae mala suerte—y arrojó una carcajada corta y contenida. Se acomodó
frente a su ex-pupilo y lo miró fijamente a los ojos.—No te quejes. Pudo haber
sido mucho peor.
—Sí —asintió Indy
viéndolo con el afecto de un hijo—. En verdad Van Strate se equivocó al bajar
con el globo. Las ramas me amortiguaron la caída. De haber subido por encima de
las copas de los árboles no estaría charlando aquí contigo.
Hizo un corto
silencio, jugueteó con su lápiz sobre una hoja de papel y frunció el seño. Una
presión en el pecho le anunció la consabida ola de angustia que parecía nacerle
en el estómago, y que lo perseguía desde hacia días. Finalmente inquirió:
—¿Aún no se sabe
nada de él, verdad?
Marcus negó con la
cabeza.
—Nada.
—¡Ése criminal
holandés! —chilló Jones—. Si tiró a David en el mar, jamás lo
encontraremos.
—El padre no pierde
las esperanzas.
—Pobre hombre... No
me gustaría estar en sus pantalones.
—Según tengo
entendido ha contratado gente para que ubiquen a Van Strate.
—No creo que sirva
de nada. Se esconde como un topo. Además —agregó desalentado—, jamás admitirá lo
sucedido y será imposible probar que lo asesinó. Sin un cuerpo, no hay
crimen.
Marcus se rascó la
frente.
—Es cierto, pero
pensemos en positivo, Indy. Quizás el muchacho pudo...
—...pudo
sobrevivir. ¡Tengo pruebas de ello!
El vozarrón provino
desde la puerta de la oficina. Era de un tono varonil, agudo y claro. Un acento
inconfundiblemente británico.
Indy levantó la
vista. Marcus giró sobré sí mismo sorprendido.
Sir Mortimer
Morewest estaba parado debajo del marco de la entrada. Vestía con
elegancia.
—Les ruego me
disculpen no me haya anunciado, caballeros —dijo avanzando con señorial porte,
al tiempo se que quitaba un fino sombrero bombín color gris claro y extendía su
mano a Marcus—. El vicerrector me indicó el camino y me tomé la libertad de
entrar sin golpear. ¿Doctor Brody, supongo?...—preguntó, aprisionando la palma
de Marcus—. Es un placer. Soy el padre de David.
Brody respondió al
saludo con ímpetu en sus dedos.
—El gusto es mío,
señor. Un placer. Le presentó al profesor Jones, al Doctor Indiana Jones.
Indy se reincorporó
rápido de la silla y estiró la mano.
—Sir
Mortirmer...—articuló con respeto.
—Lamento conocerlo
en una situación tan desgraciada, doctor Jones —dijo Morewest—. David siempre me
escribía mucho sobre usted. En verdad lo admira. ¡No se imagina lo feliz que se
puso cuando se enteró que podía llevar a cabo un trabajo a su lado!
A Indy se le secó
la garganta.
—Siento no haber
podido ayudarlo como debía.
Mortimer Morewest
desatendió el comentario. Infló el pecho, miró a ambos catedráticos con
solemnidad y repitió:
—Tengo pruebas de
que mi hijo aún está con vida.
Indy miró extrañado
a Marcus y volvió la atención hacia el noble británico.
—¿A qué se refiere?
—preguntó.
—A esto... —y
extrajo del bolsillo de su sobretodo una fotografía blanco y negro—. La sacaron
hace cuatro días.
Indiana la agarró y
observó con detenimiento.
No cabía duda de
que era una ampliación sacada a partir del original. En ella se veía, de
espaldas, el inconfundible perfil de David Morewest en medio de una muchedumbre
vestida de vivos colores primarios. Parecía ser una procesión religiosa
desplegada por una callejuela angosta, enmarcada por muros de inmensas piedras
perfectamente ensambladas.
Indy reconoció de
inmediato el lugar.
—El Hatun Coriyoc,
“la calle de las grandes rocas” —dijo con seguridad meridiana.
Sir Mortimer
sonrió.
—Efectivamente,
doctor Jones. No se equivoca. Es el Hatun Coriyoc, en Perú.
—Pero... —titubeó
Marcus—, ¿qué es lo hace su hijo en la ciudad de Cusco?...
—Por lo que veo
—intervino Indy—, participando en una ceremonia de “pago”. Una antigua tradición
andina en la que, por medio de procesiones y ofrendas, se agradece a los dioses
tutelares de la región los dones recibidos a lo largo del año. Es una fiesta
popular a la que concurre mucha gente; una práctica que viene de la época de los
incas y que, actualmente, se ha cristianizado un tanto. Vean, observen esas
pancartas, al fondo, con el perfil de la Virgen...
—Sí, pero, miren
aquí arriba —dijo Morewest señalando en el ángulo superior derecho de la placa—.
¿Reconocen a ese hombre de espaldas?
Indy se mordió el
labio superior.
—¡Van
Strate!...
—Así es, profesor.
El secuestrador de mi hijo.
Marcus se acercó a
la foto y la contempló con detenimiento.
—Discúlpeme, Sir
Mortimer —repuso finalmente, casi con timidez—, pero no me parece que su hijo
esté sufriendo presión alguna. Van Strate está muchos pasos por delante de él.
No comprendo...
—Es lo que yo
tampoco entiendo —contestó el inglés—. Y me tiene muy preocupado.
Indy volvió a su
escritorio pensativo con la foto en la mano. Caminaba muy lento, sopesando las
palabras que quería pronunciar.
—Sir Morewest —dijo
mientras hilvanaba los conceptos—, si por casualidad usted ha estado pensando en
una eventual asociación entre su hijo y Natasius Van Strate, le diré que es poco
probable en verdad. ¿Qué sentido tuvo someterse a todos los inconvenientes que
ya conoce, si David tenía la estatuilla en su poder desde hacía un día? No es
lógico. Se la hubiera entregado antes.
—No sólo no es
lógico, doctor Jones —intervino Morewest con potente acento—. ¡Es imposible!
Nunca se me cruzó eso por la mente. Mi hijo sabe lo que está bien y lo que está
mal. Sabe distinguir lo que es un delito.—Hizo un breve silencio, como queriendo
tranquilizar su involuntario exabrupto—. Lo que yo creo—continuó— es que por
alguna razón que desconocemos, Van Strate lo ha obligado a estar con él.
Indy miró a Marcus
con un brillo muy particular en sus ojos. De inmediato, Brody captó de antemano
la frase que su amigo diría. Lo conocía demasiado.
—Es momento de
actuar —sentenció Jones—. Tengo que partir ya mismo para Perú, antes de que Van
Strate se desvanezca otra vez.
—Sabes que la
universidad apoyará la iniciativa —respondió Marcus con idéntico brillo en la
mirada—. Sólo tendré que convencer a dos o tres miembros del Consejo Académico.
Los mismos de siempre...
—También tiene mi
más absoluto apoyo, doctor Jones —confirmó Sir Morewest visiblemente contento—.
En realidad había venido a ofrecerle todos mis recursos para encontrar a David.
Quiero recuperar a mi hijo.
Indy experimentó
una bocanada de energía en todos sus músculos; incluso, hasta el dolor del brazo
pareció desaparecer. Estaba una vez más en movimiento y no había nada que le
insuflara tanta adrenalina como reiniciar un trabajo inconcluso.
—Lo encontraré,
señor —dijo con vehemencia—. Juro que lo haré.
Como de costumbre,
momentos antes de cualquier partida, Indiana Jones estaba hiperactivo. Iba y
venía de una habitación a otra de su casa; armando las valijas y proyectándose
mentalmente a miles de kilómetros de distancia, en dirección a su futuro
destino.
Marcus Brody,
sentado en un sillón del living, lo miraba con cierta desazón. Con la nostalgia
propia de un viajero que no puede realizar la travesía.
—...Entonces, ¿ya
combinaste el encuentro con el contacto de Sir Morewest? —preguntó elevando la
voz.
Indy se asomó desde
la puerta de su cuarto.
—Ese tema está
listo, Marcus—contestó—. Hablé con él hoy por la mañana. En dos días tendremos
una entrevista.
—Bien. Esperemos
que ese tipo no pierda los rastros de Van Strate.
—Según Sir Mortimer
es un excelente investigador privado —dijo volviendo a su tarea de empaque—; y
creo que ha dado prueba de ello. Ese holandés hijo de perra ha dejado de ser el
“topo” de antaño.
—Debe estar
poniéndose viejo...
Indiana volvió a
asomar el rostro. Sonreía.
—Nos
estamos poniendo viejos —agregó, volviendo a su equipaje tendido sobre la
cama
Marcus lo siguió en
la ironía.
—Viejos, pero más
sabios, mi queridísimo amigo.
Indy repensó la
frase unos segundos mientras acomodaba una camisa.
—Ojalá que esa
sabiduría me permita terminar el trabajo rápidamente
—En esta ocasión
corres con ventaja...—aseveró Marcus desde el living.
—¿Te refieres a mis
amigos en Perú?
Brody asintió con
un “ahá”.
—Marcus —alegó
Indiana—, hace mucho tiempo que no viajo por allí.
—De todos modos, no
habrás olvidado quiénes son los principales traficantes de antigüedades de la
zona. ¿O sí?...
—Eso es como andar
en bicicleta —pronunció el arqueólogo—: una vez que se aprende, nunca se olvida. Si Van Strate viajó para vender el
Aku Kava Kava en el mercado negro, de seguro daré con las mismas personas
con las que él trató. De ese modo llegaré a David y a la estatuilla
—En ese caso, no
pierdo las esperanzas de tenerla en el museo.
Indiana salió del
cuarto; caminó hacia el sofá y se desplomó frente a su amigo. Las maletas
estaban listas. Sólo restaba esperar la salida del hidroavión desde el puerto de
New York, cinco horas más tarde.
IV
CUARENTA Y OCHO
HORAS MÁS TARDE...
PUERTO DE EL
CALLAO
LIMA, PERÚ
La bruma marina se
elevaba desde la superficie del Pacífico cubriendo el ancho muelle del puerto
limeño. Una media docena de bares permanecían abiertos, a pesar de lo avanzado
de la noche; y la fauna portuaria, compuesta por marineros, traficantes,
estibadores y tránsfugas, ponían en escena un cuadro que, a simple vista, podía
ser calificado sencillamente como peligroso. El aire de la costa, denso y
pegajoso, lo impregnaba todo y un permanente olor a pescado indicaba a las
claras que se estaba en el principal centro exportador de productos marinos de
América del Sur. El Callao tenía una larga historia. Era el más importante nexo
que Perú tenía con el resto del mundo y, como en todo puerto, allí se congregaba
lo mejor y lo peor de allende los mares.
Indiana Jones
avanzó por el muelle con paso firme. Tenía las mandíbulas apretadas e intentaba
no demostrar en su rostro sentimiento alguno. Una mera sonrisa, una simple cara
relajada o una mirada sin personalidad, hubieran sido suficientes para que
cualquiera lo provocara de palabra; presumiendo que la cordialidad era sinónimo
de debilidad. Tenía que mostrarse rudo, por dentro y por fuera. Su aspecto
clásico, de sombrero fedora, campera gastada de cuero, camisa con corbata,
pantalones amplios y duros zapatos marrones, exteriorizaba la faceta más mundana
del arqueólogo, la más dura; a tal punto que nadie hubiera sospechado que ese
extravagante gringo, con látigo a la cintura, era un profesor
universitario.
1948 se había
inaugurado de un modo no muy halagüeño para los peruanos. La democracia,
derrocada por un cruento golpe de Estado, protagonizado por militares, se había
diluido entre tiros y actos de fuerza; y en la Casa de Gobierno un general, que
parecía no tener escrúpulos, pretendía autoproclamarse Presidente de la Nación a
través de una elección amañada y fraudulenta, con el fin de legitimar su estadía
en el Poder.
El clima político
que se respiraba era tan pesado como la bruma del puerto. Por doquier podían
verse soldados armados, apostados en las avenidas y paseos públicos. La censura
a la prensa era un hecho y la violación a la Carta de los Derechos Humanos
—promulgada por la ONU ese mismo año— una actividad corriente. La letra muerta
de las buenas intenciones seguía siendo la regla en un mundo que, tras dos
guerras bestiales, parecía no haber aprendido nada.
Indy siguió
caminando, ahora con un trozo de papel en la mano derecha, que había sacado del
bolsillo de su campera. Tenía un nombre escrito de su propio puño y letra: BAR
TUMI. El lugar del encuentro.
A poco de caminar
sobre el maderamen del andén, lo vio. Un cartel oxidado, que colgaba sólo de un
extremo, reproducía con letras descoloridas por el salitre del mar, el texto que
Indiana Jones tenía garabateado en el papel.
Se acomodó el
sombrero. Miró a un lado y otro del muelle y entró.
El calor
humano, acumulado entre las paredes del recinto, impactaron en su nariz. Un
olor ácido, mezcla de transpiración, alcohol y tabaco, le dieron la bienvenida.
El aire era viscoso; tanto que Indy imaginó poder cortarlo con una tijera. La
iluminación, escasa, sólo le permitía ver un amasijo de sombras en movimiento,
indicándole que el local estaba lleno de parroquianos. Pero bastaron unos pocos
minutos para acostumbrar las pupilas a lo mortecino del ambiente y moverse en él
con absoluta seguridad.
A menos de diez
metros de distancia, en una mesa destartalada, apoyada contra la pared del
fondo, un sujeto levantó el brazo, invitándolo a que se le acercara.
Incluso de lejos se
notaba que era un individuo fornido, de rasgos europeos y un traje claro de
hilo, bastante desteñido, que no concordaba con el clima general del sitio. Indy
lo reconoció de inmediato: era Frederik Castelao, el investigador privado
contratado por Mortimer Morewest para ubicar a su hijo.
Tras las
presentaciones del caso, Indy tomó asiento y pidió una cerveza. A poco de
empezar la charla, advirtió que la locuacidad era la característica más
destacada de su informante.
—Me alegro mucho de
que haya llegado rápido, doctor Jones —dijo el investigador—. Las cosas en este
país están muy feas y creo que mis idas y venidas han despertado la suspicacia
de los nuevos dueños del gobierno. A esta gente no le gusta mucho ver a un
extranjero sacar fotos y hacer averiguaciones. Mañana mismo me marcho de aquí.
Ya tengo el pasaje reservado. No quiero pasar un día más en este hervidero de
violencia.—Extrajo del bolsillo de su chaqueta un puñado de fotos y un papel
escrito en letra manuscrita, y lo puso sobre la mesa—. Aquí tiene toda la
información que conseguí. Parte de ella se la transmití al inglés por correo
hace una semana, pero seguí investigando y nuevas cosas, muy interesantes, han
ido surgiendo. Mire —dijo notablemente orgulloso por su trabajo—, ese tal Van
Strate ha estado en la ciudad de Cusco haciendo muy buenos contactos con
traficantes de antigüedades, especialmente con huaqueros, con ladrones de
tumbas. Por lo que sé, todavía no vendió la estatuilla; y, si me permite la
opinión, no creo que la venda. Ha estado dado muchas vueltas. Si quisiera
sacársela de encima y meterla en el circuito del mercado negro, ya lo hubiera
hecho, ¿no cree?...—Indy atinó a responder, pero Castelao no le dio tiempo—. En
cuanto al chico, doctor Jones, éste lo sigue al holandés a todos lados. Además,
claro, de estar acompañado permanentemente por un oriental llamado Monwo. ¿Lo
conoce?...
—Vagamente... No
hemos intimado.
—Mejor así. Ese
tipo es un matón. Creo que sería capaz de matar a alguien si Van Strate se lo
ordenara... Aléjese de esa bestia, amigo.
—Gracias por el
consejo.
—Otra cosa —agregó
el detective excitado por sus propio
discurso—. El holandés ha estado participando en ceremonias y rituales
sincréticos; esos que combinan lo indio con lo cristiano. Y al parecer, con gran
devoción. No sé...; no comprendo por qué lo hace. No da con el tipo. De todos
modos, le dejo el dato por si le interesa.
Indy levantó
levemente su mano izquierda con gentileza y una media sonrisa en los
labios.
—Si me permite,
Frederik—dijo—, quisiera hacerle una pregunta.
—¡Oh, disculpe
usted! Soy un charlatán por naturaleza. Mi madre siempre me decía que...
Indy subió las
cejas y movió la cabeza de un lado a otro, resignado
—Le ruego me
perdone de nuevo —sonrió Castelao—. No hablo más. Adelante, le oigo. ¿Qué quiere
saber?
Indiana Jones se
acomodó en la silla y reclinó su cuerpo hacia delante.
—¿Cuándo fue la
última vez que vio a Van Strate? —preguntó.
Castelao
titubeo.
—Hace un par de
días. Cuando hablé por teléfono con usted.
—¿Y sabe en dónde
está ahora?
La boca de Castelao
se torció en un gesto de decepción.
—No..., señor.
—¿Le perdió el
rastro?
—Bueno..., mire...,
yo en verdad lo tenía ubicado. Paraba en una casona a las afueras de la ciudad,
propiedad de un militar que ahora ocupa un cargo importante en el Cusco, el
coronel Adán Palomino Pampañaupa. Lo seguí durante una semana hasta esa
dirección, pero... —se tomó la sien derecha preocupado y terminó confesando:—
desde hace un día y medio no supe nada más de él, ni del muchacho. Ese maldito
parece haberse desvanecido en el aire. Se borró. Desapareció. Ya no está en ese
lugar. Ayer, cuando dejé Cusco, todavía no lo tenía ubicado. —Carraspeó,
aclarándose la garganta—. Pero, de todas maneras—agregó—, le estoy dando muchas
pistas a seguir, doctor Jones... Me he ganado el sueldo.
Indy masajeó su
barbilla. Las cosas no parecían ser tan simples; como siempre las complicaciones
eran parte de su vida. El Topo conservaba sus antiguas mañas. Después de
todo, no estaba tan viejo como había creído al ver su foto en la
universidad.
—¿Qué más puede
decirme de ese militar? —inquirió Indy
—¿Del coronel Adán
Palomino?
—Sí.
—No mucho.
Simplemente que es un soldado de carrera; que ha participado en el golpe de
Estado activamente y que por ello ha sido recompensado con el mando del Quinto
Regimiento, con asiento en Cusco. Además, tiene fama de ser una persona
instruida en temas incaicos. Dicen que publicó en revistas no especializadas
teorías muy personales sobre el origen de ese pueblo que, claro, fueron
rechazadas por los académicos de la universidad local. Habría que ver qué dicen
ahora, que él tiene el poder...—sonrío por lo bajo—. Por último, y casi me
olvidaba —agregó—, Palomino colabora asiduamente con sociedades de beneficencia
y la cruz roja.
—Un buen
samaritano...
—Efectivamente,
doctor —sonrió sarcástico.
Indy se puso de pie
y le estrechó la mano, dando por concluida la reunión.
—Bien —dijo—, creo
que ya sé por donde empezar.
—No le recomiendo
ir a ver al coronel —sugirió el detective con aire paternalista.
—No; no estaba
pensando en él.
—Mejor así, amigo
—repuso Castelao, reincorporándose—. Y deje —esgrimió al notar que Indy amagaba
pagar las bebidas consumidas—, yo invito.
Juntos salieron al
muelle. El frío había aumentado y la neblina era más espesa. Caminaron hacia la
calle más cercana, en donde Castelao había dejado estacionado un auto de
alquiler.
—Venga conmigo,
doctor Jones —ofreció—. Lo alcanzaré hasta Lima si desea.
Indy le estrechó la
mano con firmeza.
—Se lo agradezco,
Frederik; pero prefiero regresar en taxi. Dadas las circunstancias, no es bueno
que nos vean juntos. Una vez más, gracias por todo.
Se despidieron.
Castelao se subió a
un Ford modelo 39 e Indy giró sobre sus talones en dirección opuesta.
No había dado una
docena de pasos cuando el arqueólogo sintió una tremenda explosión; cuya onda
expansiva lo despidió con fuerza hacia delante, revolcándolo en el piso húmedo
por varios metros.
Recién cuando
reincorporó la mitad de su cuerpo, y miró en dirección del automóvil, se percató
de éste estaba en llamas, con el chasis retorcido como si fuera de papel y el
cadáver de Frederik Castelao, ladeado sobre lo que segundos antes había sido una
portezuela. El pobre tipo estaba muerto. Quemado. Desfigurado.
La bomba cobarde,
que le quitara la vida al detective, había cumplido con su siniestro
propósito.
|
V
FERROCARRIL TRANSANDINO
4300 METROS
SOBRE
EL NIVEL MAR
Era un vagón antiguo, sucio y con asientos de
madera tan duros como el acero. Nada confortable, ese tren que partiera de la
Estación Central de Lima con destino a la ciudad de Cusco, tenía, en cada uno de
sus pernos ya oxidados, una larga historia de dependencia y colonialismo.
Producto de una inversión británica realizada hacía más de un siglo, la Compañía
Ferroviaria Transandina Wolf & Trevor venía transportando seres humanos,
animales y mercaderías de un lado a otro de la cordillera ininterrumpidamente.
Esas trochas angostas que atravesaban en pocas horas diversos pisos ecológicos,
pasando de la costa desértica al paisaje de montaña, abrupto y nevado, para
luego descender a la humedad de las selvas orientales, constituía el camino
obligado, más barato y accesible, que podía encontrarse en esas alteradas
latitudes.
Desde su partida al
amanecer, pocas horas después del atentado, Henry “Indy” Jones dormitaba
atravesado entre dos asientos, intentando descansar y calmar la ansiedad que lo
agobiaba, acostumbrándose al traqueteo permanente del tren. No había podido
alcanzar el sueño profundo; la imagen de Castelao, destruido por la explosión,
lo perseguía, desconcentrándolo y
evitando que pudiera pensar metódicamente. Sólo la intuición funesta de
sentirse vigilado le ocupaba la cabeza ;y sus músculos doloridos le anunciaban,
con cada movimiento del tren, que estaba agotado.
¡Qué bueno sería
pegarse una ducha, calzarse las pantuflas y disfrutar de un buen libro recostado
en el sofá de su casa! ¡Qué lejos parecían estar esas mínimas comodidades!
Había embarcado en
el vagón de cola subrepticiamente, casi como un espía; escabulléndose entre la
multitud que abordaba aquel largo tren de más de trece furgones. Tenía pensado
llegar al Cusco al anochecer. Un día completo de viaje. Una larga travesía y la
esperanza futura de encontrar a Van Strate, a David Morewest y la estatuilla, lo
más pronto que le fuera posible. Para ello tenía acudir a viejos conocidos; a
personajes no muy bien vistos por las autoridades e incluso por sus propios
colegas. Debería meterse en el místico mundo de los huaqueros; tratar con ellos,
comprarlos si fuera necesario; recuperar la confianza que una vez le habían
ofrecido, al ayudarlo en una excavación arqueológica.
Pero de eso hacía
muchos años e Indy sabía que la gente, como el mundo, cambiaba.
Solía decirse en el ámbito
universitario que el saqueo de tumbas era la segunda profesión más antigua de la
historia después de la prostitución; y que ambas compartían tres herramientas de
disuasión, permanentemente desatendidas: las leyes, la moral y los peligros
físicos. Tanto en una como en otra, las penas judiciales, la culpa y los riesgos
de salir herido físicamente eran un hecho. Aún así, los ladrones de tumbas
(huaqueros) y las cortesanas habían
conseguido vencer las trabas temporales, adaptándose a cada época y
autojustificándose con argumentos que, en ciertas ocasiones, podían sonar
lógicos.
El comercio ilegal de arte precolombino era
una especialidad en constante
crecimiento, desde hacía unos cinco años. Floreciente y lucrativo, el mercadeo
de tiestos, cerámicas, y esculturas talladas en piedra, poseían una atracción
inmensa; explicable no sólo por la belleza intrínseca de las piezas que se
traficaban, sino por otra serie de factores que las hacían codiciadas.
Uno de esos factores era el exotismo que simbolizaban. Una pieza de
cerámica mochica o nazca, era sinónimo de misterio, de cultura perdida; incluso, de algo muy de
moda por entonces: lo étnico. Por
otra parte, la exploración de nuevos sitios arqueológicos tras la guerra
—inaccesibles y desconocidos por la mayoría— había generado una nueva, barata y
amplia oferta de objetos, a los que se podía tener acceso sin desembolsar
grandes fortunas. Por último, sin por ello ser menos importante, el creciente
aumento de inversores en el campo del arte había alimentado el contrabando del
que se nutría Natasius Van Strate.
Criticados por los arqueólogos, débilmente
denunciados por coleccionistas y curadores de museos, o ineficientemente
perseguidos por la policía, los ladrones de tumbas eran plaga, en lo que antaño
fueran territorios del Tahuantinsuyo o
gran Imperio de los Incas. En el Perú y Bolivia se los conocía como huaqueros[1] y sus actividades se desarrollaban
en todos los pisos ecológicos del área andina. No había desierto, montaña o
selva que no hubieran sido visitadas por estos conspicuos personajes; que
constituían el escalón más bajo de un trafico de vasijas y piezas únicas, que
ellos mismos extraían de la tierra. Tenían denominaciones diferentes en diversas
partes del mundo. En Grecia era los tymborychoi; en Italia, los tombaroli; en la India, se los
llamaba idol-runners; y en Guatemala y México,
esteleros. Pero, no importaba el
nombre que se les diera, todos ellos se dedican a lo mismo: saqueaban antiguas
tumbas en búsqueda de ajuares funerarios, para luego venderlos, a muy bajo
precio, a los ansiosos traficantes internacionales. Incluso, la búsqueda de
tesoros legendarios hacía que en fechas determinadas del año se congregaran,
guiados por cierta vocación mística, cientos de huaqueros a practicar sus hoyos en reconocidas ruinas. Por lo
general, en el imaginario popular, todo enterramiento tenía la posibilidad de
venir acompañado con vasijas y oro. Y era este codiciado metal el que generaba
una arraigada práctica, consistente en darle a la Pachamama (a la Madre Tierra) un
"pago", en reciprocidad por las
riquezas que ésta le brindaba a la gente. Estos "pagos" (los cuales se
realizan por intermedio de chamanes o
brujos, encargados de preparar los "despachos", o conjunto de
productos que se ofrecen a la Tierra) debían estar listos para cuando alguien
salía a huaquear.
Y por
ese lado, creía Indy, podía principiar su búsqueda una vez instalado en Cusco,
“El Ombligo del Mundo”.
El tren se detuvo en una
estación empobrecida y aislada en plena puna.
Un edificio
desvencijado, estilo victoriano, se recortó en el marco de la ventanilla de
Indiana Jones, con áridas montañas marrones como telón de fondo. Miró
semidormido el andén, extrañamente lleno de gente, y se caló el sombrero
enfrente de sus ojos para intentar conciliar el sueño.
No se percató de
nada de lo que ocurría a su alrededor. No se dio cuenta de la presencia de dos
soldados que, con gestos poco evidentes y nada histriónicos, trasladaban a los
vagones de adelante a todos los pasajeros del furgón de cola. A todos...menos al
gringo de campera, sombrero y látigo, que permaneció silente en su
incómodo asiento.
Diez minutos
después, la locomotora pitó y el tren se puso en movimiento.
Al abrir los ojos, Indy percibió de que algo
había cambiado en su entorno. Ya no oía las charlas en quechua, ni el murmullo
de los pocos pasajeros que lo acompañaban en el furgón, desde su partida de
Lima.
Pestañeó. Se
refregó los párpados para exorcizar el sueño prendido aún en las pestañas y
volvió a observar, esta vez con más detalle, el interior del vagón en el que
viajaba.
Estaba solo...
No había nadie. Se
habían ido.
Acercó la cara al
vidrio de la ventanilla como buscando una respuesta.
El paisaje
cordillerano era imponente. Valles y cerros nevados; laderas montañosas
perfectamente convertidas en terrazas de cultivo desde los tiempos de los incas;
precipicios insondables y desfiladeros, angostos y anchos, se desplegaron ante
su vista. Más parecía estar viajando en un avión que atravesando los Andes sobre
las vías serpenteantes de un tren.
“¿Qué pasó con
todos?”, rumió Indy para sí mismo. “¿Se habían bajado en tropel es ese
miserable puesto ferroviario, horas
atrás?...
Miró de un extremo
a otro del vagón y advirtió que el plano de inclinación del piso empezaba a
cambiar: el tren iniciaba la ascensión por una cuesta muy pronunciaba. Remontaba
un cerro.
Se agarró del
respaldar de los asientos e imprimiéndole fuerza a las piernas se desplazó en
dirección a la puerta que comunicaba con el vagón delantero.
Uno..., dos...,
tres..., cuatro trancos. Faltaba poco. Estaba cerca. En poco tiempo alcanzaría
el picaporte de la portilla.
Extendió el brazo
derecho y cuando estaba a punto de cerrar los dedos en la falleba, un rostro
sonriente, picado por la viruela y con una gorra militar calzada sobre la
cabeza, se perfiló por el ventanuco que tenía la puerta.
Indy se frenó
sorprendido.
Lo habían
seguido... Su intuición inicial resultaba confirmada.
El soldado hizo un
brusco movimiento de hombros y el ruido de un cerrojo se sobreimpuso al
traqueteo de las ruedas del tren.
Indy tomó el
picaporte con fuerza y tiró de él.
¡Imposible
moverla!... Estaba clausurada, cerrada, inhabilitada desde el otro lado.
Entonces, de
improviso, se oyó un ruido seco muy fuerte y el vagón en el que viajaba Indiana
desaceleró la marcha.
La imagen del
militar empezó a alejarse más y más; empequeñeciéndose a medida que su vagón
tomaba distancia.
¡El soldado había
desprendido el furgón de cola en la mitad de una cuesta!
Desenganchado del convoy principal, el vagón
alcanzó un punto muerto que duró apenas segundos y reinició la carrera en
dirección opuesta a la que llevaba.
Descendía a toda
marcha. Semejaba un caballo desbocado. Sin límites; sin contención, adquiría más
y más impulso; más celeridad. Una velocidad desenfrenada que la gravedad
alimentaría hasta sacarlo de las vías y precipitarlo al vacío, en la primer
curva cerrada que se le presentara en el camino.
No había opciones:
tenía que saltar o dejarse caer con el furgón.
Debía actuar
rápido. No podía perder tiempo.
—¡Maldición!
—prorrumpió Indy tratando de buscar una salida, al borde de la
desesperación.
Miró a un lado y
otro del corredor. Su mente analítica procesó la situación.
Dos
puertas.
Una con cerrojo, la
otra enfrentando a las vías y sus durmientes que, para entonces, eran invisibles
al ojo humano por la velocidad que la cuesta le imprimía al vagón.
Sólo quedaba una opción:
salir por una de las ventanillas.
Pero eso tampoco
era viable: un abismo de más de seiscientos metros de altura corría pegado a un
lado de la trocha. Era imposible saltar. No podía... A menos que, en vez de
bajar, subiera.
Sí; esa era la
única manera de ganar tiempo y crear oportunidades. Ir para arriba; hacia el
techo.
Actuó con
celeridad.
Corrió el vidrio de
una ventana y sacó la mitad del cuerpo por ella. Apresó el borde superior y pujó
con sus piernas hacia el exterior.
El viento lo
sacudió con violencia; lo desestabilizó. Aún así, Indy sabía que no tenía otra
vía de escape.
El ala del sombrero
empezó a sacudirse como si fueran las de un picaflor a punto de ingerir
néctar.
Otra vez se impulsó
con las piernas; buscó apoyo en donde pudo y trepó.
En el instante en
que ganaba la superficie lisa del techo, no pudo dejar de observar lo que
sucedía en su entorno.
Del lado contrario
al abismo, la ladera del cerro, pegada casi al vagón, pasaba a una velocidad
increíble. Cualquier mínimo roce con aquellas rocas lo hubiera despedido hacia
un costado.
Se sujetó con todas
sus fuerzas, estirándose y pegándose al techo, para evitar una mayor
fricción.
...¿Y ahora,
qué?”...pensó.
Tumbado como estaba; sacudido por la ventisca
y el movimiento brusco del vagón; Indiana Jones llevó su vista hacia delante y
se le heló la sangre...
¡Jesús!...
¡Una curva!...
“La”
curva.
Indy sabía que el
vagón no soportaría el cambio de dirección. Volcaría; se precipitaría al vacío;
saldría volando...
¿En cuanto tiempo?... ¡En segundos!
Era ahora o
nunca.
Se paró de golpe.
El aire chocó contra su cuerpo expulsándolo hacia atrás; al tiempo que esgrimía
y sacudía su látigo contra la pared rocosa de la ladera del cerro.
Lo último que alcanzó a ver fue a su vagón
salir despedido de las vías; y, como si fuera en una película de cámara lenta,
despeñarse en dirección del valle.
No lo vio cuando
chocó contra el suelo, astillándose en millones de pedazos y sembrando la zona
del impacto con pernos, tuercas, tornillos, madera y planchuelas de chapa y
acero..
El milagro volvía a
repetirse. La suerte estaba una vez más de su lado; y el látigo, enrollado en
una saliente de roca, le había vuelto a salvar la vida.
Indy colgaba a unos
tres metros del piso, zarandeándose lentamente como un péndulo.
Entonces, la punta
del látigo se desenrolló...
Indiana dio con los
glúteos contra las vías de hierro. Una ola de dolor indescriptible le recorrió
el cuerpo.
Frunció los labios
controlando el grito de rabia que pujaba por salir y maldijo mentalmente.
Pensó en su padre y
en esa comparación con los gatos que le hiciera a Marcus Brody, pocos días
atrás.
¡No había derecho a que las cosas siempre se
le complicaran tanto!... Y, para colmo de males, ¡estaba sin
descansar desde hacía más dos días!
VI
RÍO IÑAPARI
Cuenca
Amazónica
Bordeado de selva, el calmo Iñapari más
parecía una ruta pavimentada que un río.
De regular cauce y
poco turbulenta corriente, se expandía por la llanura tropical, serpenteando
elevaciones y creando meandros tan bellos como misteriosos. ¿Qué habría más allá
de la espesura? ¿Qué historias contarían esas junglas sudamericanas? ¿Cuántos
espíritus aventureros habían perdido allí la vida, en épocas de la conquista
española?
Ninguna de esas
preguntas le interesaban en absoluto a los miembros de la tribu Maricoxi, que
surcaban las aguas en ocho largas canoas de troncos.
Iban acompañados
por hombres blancos. Sujetos barbados y sucios que portaban escopetas y
revólveres de tambor, que evidenciaban un abismo cultural y técnico con las
lanzas, arcos y flechas de los aborígenes. Eran garimpeiros, buscadores de oro.
Maleantes alejados de la sociedad; aislados de la civilización y de la justicia
que, en ocasiones, se asociaban con tribus selváticas para realizar operaciones
de saqueos a otras comunidades, en busca de metal precioso y mano de obra
esclava. En esa oportunidad, el objetivo era una maloca cercana; un grupo étnico
que nunca había tenido contacto con el “blanco” y del que se contaban cosas
maravillosas.
La primitiva
flotilla avanzó en silencio por la superficie del río. Todas las comunicaciones
entre sus miembros eran gestuales. No estaba permitido hablar, chistar o imitar
el sonido de ningún pájaro. Debían alcanzar la aldea por sorpresa, asesinar a
los más viejos, secuestrar a los más jóvenes y cargar con todo el oro que
pudieran encontrar.
Pandoro, el jefe de
los garimpeiros, un individuo obeso como una morsa y de sucios bigotes rubios,
levantó de golpe el brazo.
El sonido apagado
de los remos contra el agua desapareció y las canoas siguieron desplazándose
impulsadas por la inercia, en absoluto mutismo.
Había visto algo a
lo lejos.
Un muchacho.
Un niño de apenas
cinco años chapoteaba a unos doscientos metros de distancia, ignorante de la
presencia invasora.
Pandoro descolgó el
rifle que colgaba de su hombro y llevó el percutor del arma hacia atrás. La
levantó, apoyó la culata contra su cuerpo y le apuntó al niño, justo en la
cabeza.
No gatilló.
Permaneció un tiempo disfrutando de la sensación de poder que le producía tener
a esa criatura justo en la mira y bajó el arma. Observó sonriente al maricoxi
que remaba a su lado. Se sentía omnipotente. Entonces, levantó el rifle por
encima de la cabeza y todos se aprestaron a iniciar el ataque.
Sorpresivamente, la
superficie del Iñapari empezó a sacudirse.
Borbotones de agua
oscura sacudieron las canoas y varios de los indios Maricoxis perdieron el
equilibrio.
Burbujas de vapor
emergieron como si el río fuera un caldero en ebullición.
Todo cambió de
repente.
Una bola de luz
incandescente recorrió el cauce en dirección a la flotilla. La superficie del
río hirvió y cuando el núcleo luminoso alcanzó a las canoas, todas ellas se
evaporaron en una explosión sobrenatural, como si fueran de cartón corrugado. El
impacto despidió a los cuerpos calcinados de los atacantes, muchos de los cuales
eran sólo cenizas antes de caer en las humeantes olas.
El río Iñapari
había explotado. La selva se había sublevado.
En segundos, los
salteadores no era ni siquiera recuerdos.
El niño observó de lejos como las columnas de
vapor se elevaban hacia el cielo a sólo doscientos metros del sitio en donde
chapoteaba inocentemente. Giró la cabeza hacia la ribera y miró a su
abuelo.
Sin decir palabra
el anciano mojoweweque le dio la espalda y regresó al
bosque.
VII
CIUDAD DE
CUSCO
EL OMBLIGO DEL
MUNDO
Merisa Linda Pretie era especialista en
cerámica precolombina. Desde hacía ocho años dirigía el departamento de arte
incaico en la Universidad de San Benito Abad y solía pasar sus noches analizando
antiguos tiestos sobre su mesa de trabajo, en los subsuelos de la facultad.
Estaba convencida
de que esas eran las mejores horas. Sin gente, sin alumnos, sin asistentes; sin
colegas que la importunaran con preguntas y cuestionamientos respecto de las
actitudes que el cuerpo docente tenía que tomar tras el golpe de estado
militar.
—En caso de que las
cosas se compliquen —decía—, tomo la mochila, las herramientas y me voy a la
montaña, hasta que todo esto se calme.
Pero en el fondo
sabía que aquello no era posible.
Estaba demasiado
acostumbrada a las comodidades de su estudio. Por otro lado, no podía llevarse
las vasijas y colecciones antiguas de las vitrinas de la oficina. ¿Qué haría en
las montañas? ¿Buscar nuevas piezas? ¿Vivir de la caza y de la pesca?...
En caso de que los
militares la atosigaran por algún motivo, haría lo posible para pasar por tonta
y capear el temporal lo mejor posible. No tenía militancia política en ningún
grupo radical y nunca se había caracterizado por exponer sus ideas políticas en
público. Sus compañeros y colegas la habían tildado de descomprometida; pero a
ella no le interesaban los adjetivos. Su pasión estaba en el estudio de sus
cerámicas. De seguro, la nueva dictadura no la afectaría demasiado.
Espigada y con un
cuerpo bien contorneado, Merisa era una mujer atractiva a sus treinta y ocho
años. Sus ojos color miel y unas pestañas prominentemente bellas, eran el
cometario de todos en la universidad. Y era justamente con esos hermosos ojos
con los que la Doctora Pretie analizaba en ese instante una pieza de arcilla
cocida, procedente de una excavación costera.
Los colores fuertes
de los bordes y las serpientes bicéfalas que decoraban el cuerpo de la cerámica
la tenían fascinada. A un costado del ofidio, una silueta humanoide, con tocado
ceremonial, parecía danzar con un bastón en la mano; en tanto que unos extraños
glifos irregulares “volaban” al su alrededor, envolviendo la figura.
Hizo girar la pieza
entre sus dedos y tomó notas en una libreta.
Estaba extasiada;
tanto que no escuchó los pasos sigilosos provenientes del pasillo contiguo.
De espaldas a la
puerta de su estudio, tampoco advirtió cómo la sombra de un hombre se deslizaba
en silencio hacia el interior.
Cuando la tomaron
del hombro, dio un alarido de sorpresa. Giró y pudo observar, iluminada por la
luz amarillenta de su lámpara, una cara demacrada, tocada por un sombrero.
—¡¿Indiana?!...
—Exclamó—. ¡¿Indiana Jones?!... ¿Eres tú?... ¡Por Dios, Indy!
Le costó poco tiempo a Indy resumirle los
avatares de los últimos días. Sin demasiados detalles el asunto era bastante
sencillo. Además, con Merisa siempre se habían entendido bien y bastaban pocas
palabras para que la mujer dedujera las derivaciones de todo el asunto. Desde el
primer momento en que se encontraron, allá por 1939, cuando Indiana Jones
trataba de encontrar un ídolo chachapoya en las selvas peruanas, había
mantenido un regular contacto postal con su colega. Al menos durante el primer
tiempo...
—Tengo que
mantenerme escondido, Meri —dijo Indy, saboreando un café humeante, a un costado
del estudio—. Los militares me siguen los talones. De seguro Van Strate está
detrás de todo esto.
—Pero ahora deben
darte por muerto.
—No lo sé... No
estoy seguro.
—Sí, es dudoso.
Ningún periódico hizo referencia al accidente: y ya han pasado dos días...
—Eso es lo que me
extraña y preocupa. ¿Acaso es tan común que un vagón se desbarranque por un
precipicio para que no salga en los diarios?...—preguntó retóricamente Indy
mientras le daba el último sorbo al café—Acá hay algo raro. Aún me buscan, no
hay duda de ello; y yo estoy muy retrasado.—Hizo un silencio, clavó la mirada en
su amiga y dijo:—Necesito tu ayuda.
—¿Qué quieres que
haga?
—Que me contactes
con Don Salvador.
—¿El
chamán?—inquirió sorprendida.
—Sí.
—Indiana, no creo
que...
—Es la única forma
de encontrar a los huaqueros que trabajan para Van Strate.
—Lo sé, pero...Don
Salvador no es un tipo de fiar. Tú sabes bien con qué clase de huaqueros trata.
Con lo peor del mercado. Es peligroso, Indy.
—¿Y que
sugieres?
Merisa no
respondió. Mantuvo el silencio por espacio de unos segundos. Jones tenía razón.
Finalmente apuntó:
—¿Sabes algo? Desde
hace años deseaba trabajar contigo...
—¿Sí?... Muchos se
terminaron arrepintiendo por eso —respondió con ironía.
—No será mi
caso—dijo acercándose a él y apoyando un brazo sobre su hombro— Vamos, tienes
que descansar, dormir un poco. Estás hecho una piltrafa, doctor Jones.
Tengo un sitio seguro en donde hospedar a los “prófugos de la
justicia”.
Y tomando su
abrigo, invitó al arqueólogo a salir a la calle.
El Cusco era una ciudad mágica, un lugar en
donde el pasado y el presente se mezclaban de una forma muy difícil de describir
con palabras. Allí estaban los muros incas, con su majestuosidad e imponencia
monolítica soportando el peso de los siglos, de las invasiones y de los
terremotos. Más allá, las ruinas de los palacios quechuas desde los cuales se
controló gran parte de la América del sur antes de que los españoles pusieran
sus pies en esas tierras, seguían impactando y admirando al más insensible de
los viajeros. Cusco, el Ombligo del Mundo, fundada según rezaba el mito
hacia el año 1200 de la era cristiana, era el místico producto de los héroes
civilizadores más destacados de la genealogía incaica: Manco Cápac, el primer
soberano, y Mama Ocllo, su hermana y esposa.
Cusco seguía siendo
un centro sagrado para muchos. Nunca había perdido su prestigio; todo lo
contrario; lo conservaba en su gente, en sus tradiciones y en el respeto que
todavía le guardaban los campesinos que llegaban a él. Por ello, si uno estaba
atento y paraba bien la oreja, podía
escuchar el saludo que se le brindaba a la vieja capital imperial: “Napaykukuykim hatum K’osk’o”:“¡Oh, gran ciudad, yo te saludo!”.
A 3.394 metros
sobre el nivel del mar, Indiana se sentía extraño. El oxigeno, en menores dosis
ambientales, volvía las piernas pesadas y la agitación exagerada con sólo
caminar una cuadra. Poco era lo que hacía el mate de coca, que cortésmente se
ofrecía a todos los inadaptados gringos. La planta sagrada de los Andes
era inoperante, y por más que se tomaran litros de aquella infusión quechua, los
efectos del soroche (el mal de las
alturas) se dejaban sentir durante, por lo menos, cuarenta y ocho horas. Recién
cuando el físico entraba en consonancia con la naturaleza elevada de ese piso
ecológico, podía uno empezar a disfrutar plenamente de la maravillosa
ciudad.
Indy sabía que el Cusco estaba cercado por
Dioses. Eran los Apu, los
Señores de las Montañas; los espíritus protectores de los cerros que no faltaban
en ninguna comunidad de la región de la Sierra. A ellos se les rendía homenaje y
ceremonia; se los respetaba y hablaba como a seres vivos. En ocasiones recibían
“pagos”, ofrendas, para que en actos
de dadivosa reciprocidad, les restituyeran al hombre devoto sus actos de fe, con
buenas cosechas, fertilidad y generosa procreación de los ganados.
Según los mitos,
cada Apu tenía jurisdicción sobre determinados espacios; sobre cerros y picos
específicos. El culto a las alturas, tan común entre los incas, se mantenía
vivo, actuante; incluso en la imaginería cristiana, que no dudó en representar a
la Virgen con el contorno piramidal de muchos cerros. Excelente táctica para
trasladar la fe aborigen de la antigua a la nueva religión.
El automóvil de Merisa Pretie se detuvo en un
callejón oscuro de las afueras de la ciudad, justo frente a una casucha en la
que había negociado una reunión con Don Salvador.
El chamanismo, tal
como lo definían los estudios especializados, era la técnica del éxtasis por medio de
la cual una persona “elegida” poseía la extraordinaria facultad de comunicarse
con los muertos, los “demonios” y los “espíritus de la naturaleza”; sin
convertirse por ello en un instrumento de los mismos. Haciendo uso del trance,
el chamán “volaba” hacia el otro mundo con el objeto de encontrar en él las
soluciones que sus pacientes le requerían. Indiana había estudiado bien el tema
y sabía que ser chamán implicaba superar diferentes pruebas de iniciación, que
sólo una minoría determinada lograba concretar con éxito; alcanzando la
sabiduría mística que el culto requería.
En el Perú, y
especialmente en la región de la Sierra, los chamanes recibían el nombre de Pacos y a ellos se acudía para buscar
salida a problemas tan complejos como la cura de una enfermedad; un “daño”; el
dolor de un amor no correspondido o la necesidad de pedir permiso a un Apu para
practicar un acto determinado. Por todo ello, era común que se emplearan
indistintamente los términos chamán,
curandero, hechicero o mago, para hacer referencia a una misma realidad
cultural y social.
Los chamanes
quechuas, como Don Salvador, eran los herederos de una dilatada tradición en la
que ellos eran capaces de efectuar magia blanca y magia negra indistintamente,
actuando también como adivinos. Los quechuas distinguían entre chamanes
superiores, llamados alto mesayoc (o
altomesa), y chamanes inferiores, llamados pampa mesayoc (o pampamesa). La
diferencia esencial entre ellos residía en su relación con los espíritus. El altomesa podía conversar con los Apu,
que son su medio principal de adivinación; mientras que el pampamesa sólo era guiado, por tener un
poder menor. El término Paco era un
título genérico que no tomaba en cuenta su poder y especialidad.
Don Salvador era,
técnicamente hablando, un poderoso altomesa.
—No es habitual
en mí viajar a un lugar tan alejado de mi hogar, doctor Jones —dijo el chamán
extendiéndole la mano—; y menos con un toque de queda impuesto por los
militares
—Se lo agradezco mucho, Don Salvador.
—No tiene porqué agradecer. Hace años que no nos vemos, pero aún lo
recuerdo con afecto, muchacho. Usted es un gringo respetuoso de nuestras
creencias...Y usted también, doctora —agregó mirando a Merisa—. Por eso estoy
aquí.
Indy sonrió con simpatía. Invitó a Don Salvador a que se sentara en
un banco y junto con Merisa hizo lo mismo a un costado del viejo.
—Don Salvador —dijo con respeto—, no quiero perder tiempo con
rodeos. Seré franco y directo...
El veterano chamán, de casi noventa y cinco años, movió
afirmativamente la cabeza.
—¿Qué desea saber? —preguntó.
—Usted tiene contacto con importantes huaqueros, ¿lo siguen
contratando para sus excavaciones, verdad?
—Sí...
—Necesito que me guíe a uno de ellos.
—¿A quién?
—Alguien que haya trabajado para un holandés; para un tal Natasius
Van Strate. Tiene que haberle vendido algo; o comprado una pieza de madera, una
estatuilla... ¿Qué sabe al respecto?
Don Salvador permaneció en un misterioso mutismo. Pensó durante
unos larguísimo segundos. Luego repuso:
—El extranjero del que habla, doctor Jones, es un hombre peligroso
y con muchas influencias. Claro que lo conozco. Lo conozco a él y a un socio
suyo, un militar...
—El coronel Palomino—intervino Indy.
—Veo que está bien informado—sentenció—. Él y Palomino han estado
juntos desde hace tiempo; pero ahora, con el golpe de estado, el poder de ambos
es mucho más grande. Tienen al gobierno de su lado y pueden hacer lo que les
plazca. No es conveniente interferir con ellos.
—Es perentorio que lo haga —dijo Jones con firmeza—. No tengo
opción.
El anciano suspiró.
—En otras circunstancias—dijo— le negaría mi ayuda, doctor. Sus
intereses, de alguna manera, van en contra de mis negocios. Usted sabe que
no sólo vivo de curaciones, sino de
aquellos que trafican en el mercado negro....Pero despreocúpese...—aclaró—. En
honor de los viejos tiempos, tiene en mí a un aliado.
—Gracias —murmuró el arqueólogo controlando la ansiedad.
—Le contaré una breve historia, quizás le sirva de algo.
—Soy todo oídos...
—Hace unos siete años —comenzó el chamán— fui llamado para
intervenir en un ritual de “pago”; una de esas excavaciones clandestinas que
usted conoce, y en la que necesitan de una persona como yo para que intervenga
ante las deidades tutelares de la Tierra. En esa oportunidad, recuerdo que un
oficial alemán participó del ritual. Un nazi.
El corazón de Indy dio un vuelco.
—¿Nazi?...¿Cómo sabe que era nazi?
Don Salvador hizo un mohín.
—Si un oficial alemán tiene uniforme nazi, insignia nazi,
condecoraciones nazis, gorra y sobretodo nazi....Es nazi... ¿No
cree?
Indy se sonrojó.
—Pero ¿acá? ¿En Perú?...—interpeló con rapidez, como queriendo
esconder su tonta pregunta anterior
—Mucha gente apoyó a ese tal Hitler por
estas tierras, doctor Jones. Conocí a varios con esa ideología y le aseguro que
nadie le impedía a un gringo alemán vestir
como quisiera en un país como este. Ese oficial era conocido del coronel
Palomino, él fue quien me lo presentó aquella noche.
—¿Qué noche?
—La noche en que encontraron el cetro sagrado, el bastón.
Merisa miró a Indy subrepticiamente. Estuvo a punto de intervenir,
pero prefirió callar. ¿Podía ser cierto? ¿Era
su sospecha posible?...
—¿A qué bastón se refiere? —inquirió Jones, sintiendo que la
adrenalina empezaba a circularle por las venas.
El anciano hizo un impasse. Bajó la vista al suelo. Volvió a
levantarla al cabo de un rato y dijo con solemnidad:
—¿Para qué pregunta lo ya sabe, señor?
Indy se echó hacia atrás. Sus ojos le brillaban como dos luceros.
No podía creer lo que estaba oyendo. Cuando miró a Merisa, advirtió que ella
también había adivinado la
respuesta.
|
VIII
APU KON TIKI VIRACOCHA
Cuenta el mito
andino:
“...Y en el origen todo
era desorden, todo era un caos. Nada estaba definido y los hombres de la Primera
Creación vagaban por el mundo sin sol y sin luna, sin orden ni concierto. Nada
conocían, nada comprendían... Entonces, viendo esto, Apu Kon Tiki Viracocha, el
Uno, el Primero, el Supremo y Todopoderoso Dios, bajó a la Tierra a orillas del
sagrado lago Titicaca y creó las luminarias y al nuevo hombre y a la nueva
mujer, que llamó Manco Cápac y Mama Ocllo, respectivamente; y les dijo:
QVayan y civilicen el mundo; enseñen a
trabajar la tierra, los valores y la cultura; humanicen a los primeros runas
(hombres) y funden la capital de un imperio en donde esta vara se entierre. Y
desde allí, desde el centro, desde el Ombligo del Mundo, impongan su sabiduría y
su poderf.
Así sus hijos lo
hicieron. Y en donde quieran que pararon, a comer o dormir, procuraban hincar en
el suelo esa vara de oro. Cuando finalmente ésta se hundió y obedeciendo la
orden del Padre, fundaron Cusco. Y él, Viracocha, el Omnisciente, partió en un
derrotero que lo llevó a visitar todas sus tierras. Para cuando estuvo
satisfecho, a orillas del mar que llaman Mamacocha, embarcó en balsa hacia el
poniente prometiendo regresar algún día”.
Mito precolombino
recopilado por Baltasar Rodrigo de Conejeros, 1542.
El Chevrolet
1940 de Merisa volaba por la ruta que bordeaba el cauce del río Urubamba. Era un
camino asfaltado, seguro y desértico. Bastaba con asomar la vista por las
ventanillas para poder observar las gigantescas montañas andinas que, para esas
altas horas de la madrugada, adoptaban un color azulino profundo, que se
confundía con el firmamento estrellado de la noche.
Iban en busca de un huaquero; un ladrón de tumbas sindicado por don
Salvador como “el
pillo más cercano al holandés”. Un hombre de
temer, de arma en mano; un tránsfuga capaz de cualquier cosa con tal de
conseguir una cerámica en buenas condiciones para vender al mundo civilizado por
suculentos dólares. Había participado en esa excavación clandestina, hacía siete
años. Y su rol no era menor: había sido el responsable de “hacer el pozo” y de
sacrificar a dos campesinos en honor a la Tierra.
Merisa estaba estupefacta. No podía creer lo que escuchaba de boca
del viejo. ¿Sacrificios humanos! ¿Cómo era posible
semejante bestialidad? ¿Cómo se permitían actos tan nefastos? ¿Por qué él, el
viejo brujo, no había hecho nada al respecto?
—Mire, señorita —había respondido el anciano—, si usted pretende
llegar a la edad de noventa y pico de años, que son los que yo tengo, tendrá que
olvidar muchas cosas y mirar hacia otro lado en más de una oportunidad. ¿Cómo
cree que llegué a ser tan longevo?...
Merisa no había respondido; y desde ese momento dejó de dirigirle
la palabra a don Salvador; a pesar de que el ritual de muerte estaba concluido
al arribar él. Pero Indy se mostraba exultante, curioso. Sus ideas se
arremolinaban en la mente. Las preguntas querían salir, brotar por la boca. Y no
cayó ninguna de sus dudas.
—¿Te das cuenta del giro que está tomando todo esto?—le preguntó a
su compañera, que aceleraba, apretando con fuerza el manubrio del Chevrolet—. Si
lo que dijo don Salvador es cierto, y nada me indica de que no lo sea, esos
malditos encontraron el cetro sagrado de los incas. ¡El bastón de Viracocha! ¡Es
increíble, Meri! ¡Increíble!...
—Sí; increíble es que creas en esas bobadas, Indiana —respondió
cortante—. Eso no es posible. Lo que cuentas es mito, leyenda; una superstición
recogida por los españoles en tiempos de la conquista. Nada de eso ocurrió en
verdad. Es un mero relato sagrado, una metáfora si quieres... como sucede en
tantos pasajes de la Biblia.
Indy miró por la ventanilla el cielo.
—Te sorprenderías de las cosas que he visto a lo largo de mi
carrera...—dijo sonriéndose.
La muchacha lo miró de soslayo, sin quitar la atención de la
ruta.
—¿Sabes algo?—prosiguió Indy— He estado pensando todo este tiempo
en la historia que nos contó Salvador...
—¿Ahá?...
—Sí; y sospecho que creo entender la conexión que existe entre Van
Strate, la estatuilla, Palomino y el cetro.
—No termina usted de sorprenderme, “doctor Jones”—formuló
irónica.
Indy mantuvo su sonrisa ladeada.
—Dime algo, ¿has leído las conclusiones que publicaron los miembros
de esa expedición sueca, el año pasado?
—Sí.
—Claro que las leí.
—¿Y cuál es tu opinión?
Merisa meditó unos segundos.
—No lo sé. Ellos dicen haber demostrado que grupos humanos pudieron
partir de América y alcanzar Oceanía en balsas. Pero no hay datos arqueológicos
seguros al respecto... Eso tú lo sabes bien.
—Pero hay sí muchas leyendas que hablan de viajes por el Pacífico.
“Dioses” que llegaron y
“dioses” que se fueron
desde este continente... Además, ciertas costumbres polinesias se asemejan mucho
a costumbres americanas. Para ser más concretos a costumbres incaicas.
—¿Cuáles? ¿Las de alargarse los lóbulos de las orejas?
—¿No te parece extraño que tuvieran el mismo molesto hábito?
—Eso no tiene nada de raro —dijo Merisa—. En las islas Marquesas
existía la misma costumbre. Y también en Borneo y entre algunas tribus
africanas.
—Y en Perú...
—Sí. También aquí. Según los cronistas españoles, las familias
incas más linajudas se daban a sí mismo el nombre de “orejones”, porque se les
permitía alargarse artificialmente los lóbulos como signo de dignidad.
—¿Y qué cuentan las leyendas incas sobre Viracocha? Lo
recuerdas.
—¡Oye! —exclamó la chica—. ¿Acaso me estás tomando examen?
Indy respondió con una risa amable.
—No; sólo estoy tratando de pensar en voz alta. En esa parte del
mito en el que Viracocha parte en balsa desde las costas del Pacífico para nunca
más volver.
—Está bien, pero, ¿qué tiene que ver este asunto de viajes
precolombinos y el tema que nos ocupa?
—Creo que mucho. Observa —y se acomodó en su butaca moviendo las
manos mientras hablaba—. Me preguntaba porqué motivo Van Strate, interesado
últimamente en arte polinesio, se asoció al coronel Palomino. ¿Qué relación es
la que los une? ¿Qué necesita uno del otro? Y me parece que no me equivoco si
digo que el nexo está dado entre el Aku Kava Kava que me quitó y el cetro que
encontró el militar hace siete años. De alguna manera que desconocemos esas dos
reliquias se relacionan.
—¿Una estatuilla del Pacífico sur y un bastón legendario? —inquirió
escéptica.
—No te apresures —intervino Indy calmadamente—. Piensa. ¿Qué hay si
esos viajes de los que habla Heyerdahl son ciertos? El personaje mitológico que
une ambas regiones es el mismo...
—De ahí el nombre que el sueco le puso a su balsa: Kon Tiki
Viracocha.
—Efectivamente... —y se quedó meditabundo largo rato.
—No sé qué pensar. Por lo pronto —señaló Meri— te sugiero que te
concentres en el huaquero que vamos a ver, porque de seguro no tendremos una
recepción diplomática.
Golpeó a la
puerta tres veces, intentando imprimirle al llamado un cierto toque de seguridad
y confianza.
Pasado el minuto, repitió la operación con más fuerza.
—¡Pacho! —llamó Indy con firmeza en la voz—. Abra la puerta. Nos
envía don Salvador. Ábrame por favor. Quiero hacerle una preguntas.
Merisa observó a ambos lados de la callejuela en la que estaban.
Era un arteria angosta, empedrada y con un antiguo canal incaico que traía agua
fresca desde la cumbre de la montaña más cercana.
—¡Pacho! —exclamó Jones por segunda vez.
Entonces, Merisa advirtió un movimiento con el rabillo del ojo
izquierdo.
—¡Indy! —gritó— ¡Mira! ¡Se escapa!
Tras saltar una tapia, varios metros más allá en la calle, una
silueta sombría emprendía la carrera en dirección al cerro vecino.
—¡Regresa al auto! —prorrumpió Indiana, al tiempo que salía tras el
fugitivo—. ¡Espérame en el lugar convenido!
Y se perdió en la oscuridad.
Corrieron por
espacio de cinco minutos, ascendiendo por un sendero irregular de tierra y
pedregullo, que llevaba a la cima. Indy le gritaba que se detuviera, pero era en
vano. El huaquero, con su conciencia sucia, hacía caso omiso a los llamados del
arqueólogo; acelerando la marcha más y más.
Para cuando llegó agitado a un reborde de la montaña, se paró unos
segundos a tomar aire. Miró hacia atrás. Únicamente alcanzó a observar el nítido
contorno del sombrero fedora que ornamentaba la cabeza de Jones y se le acercaba
decidido. Intentó emprender la huida; y de súbito un estampido resonó en todo el
valle.
El caño del revólver de Indy humeaba.
—¡Tengo mejor puntería de lo que parece, Pacho! —vociferó a la
distancia—. ¡Quédese en donde está y no se mueva!
El huaquero obedeció, esperando a que el arqueólogo lo
alcanzara
—¿Qué quiere de mí, gringo? —preguntó
cuando Indy se paró a su lado, apuntándole.
—Información.
—Yo no sé nada de nada.
—No es eso lo que me han contado —respondió Jones—. Escuche,
quédese tranquilo. No soy de la policía. Mire —y guardó el arma en la cartuchera
en signo de confianza—. Sólo necesito que me diga el paradero de un extranjero
con el que trabajó: Natasius Van Strate.
—El holandés ya no está aquí. Se marchó.
—¿A dónde?
—No lo sé —indicó con brusquedad.
—Vamos, Pacho. Puedo pagarle bien esa información. Dígame en dónde
está Van Strate.
—No quiero problemas con nadie, gringo. Y menos con
esa gente. Ya
bastantes calamidades he tenido que sufrir después de lo del “pago” con
cristianos.
—¿Se refiere a los sacrificios de hace unos años?
—Me amenazaron si hablo o digo algo —asintió—. Y no pienso decir
nada...
—Escúcheme bien —instó Indy—. Muchas vidas más corren peligro de
muerte. ¿Quiere ser responsable de eso también?
El huaquero lo miró extrañado.
—No me importan otras vidas, señor. Sólo la mía es
la que cuenta. Y ahora si quiere matarme, hágalo. No diré nada. ¡Vamos! —exclamó
levantando las manos—. ¡Máteme!
Apenas terminó la frase, sonó un segundo estampido y el huaquero se
sacudió por la fuerza del proyectil que impactaba en su pecho.
Indy quedó estupefacto.
Al instante una nueva ráfaga de municiones levantó una nube de
polvo a centímetros de sus pies.
Desenfundó el revólver y saltó detrás de una roca, disparando al
vacío desconociendo desde dónde provenía el ataque.
Sin tiempo a nada, los agresores volvieron a dispararle.
Indy sentía el silbido de las balas pasar a su lado. La roca
despendía chispas con cada balazo.
Se asomó y trató de ubicar el cuerpo de Pacho tirado en el piso.
Allí estaba, inerte; sin movimiento alguno. Muerto.
No había nada qué hacer en ese cerro. Sólo escapar.
Dio una mirada al entorno y advirtió que el sendero seguía
subiendo. Cubriéndose con los disparos sucesivos de su revólver corrió siguiendo
la huella. Las sombras de la noche le servirían de escudo.
Corrió desesperadamente. Sentía por detrás los gritos de varios
hombres organizando la persecución. Aparentemente organizaban un movimiento de
tenazas.
Eran soldados.
Continuó su alocada marcha.
—¡Tiren a matar! —oyó.
—¡No
debe salir con vida de esta montaña! —vociferó
otro.
—¡No tiene escapatoria! ¡Lo tenemos rodeado! ¡Liquídenlo!... —y un
enjambre de plomo sacudió piedras y cortas ramas por encima de su sombrero,
mientras corría.
¡Y
después decían que la historia nunca se repetía!, maldijo
mentalmente.
Arma en mano
Henry “Indy” Jones llegó, jadeante, a lo que parecía ser la cima del cerro. No
pudo percibir con exactitud cuán grande era su superficie: las ruinas de una
antigua construcción incaica cubrían la mayor parte del terreno plano,
impidiéndole percibir la extensión del terreno.
Una puerta. perfectamente construida con piedras preciosamente
labradas, lo invitaba a ingresar al interior del templo destechado.
“Estilo imperial”, catalogó el
arqueólogo instintivamente mientras atravesaba la obertura. “Un
sitio de alto valor ceremonial”. Un lugar
perfecto para resistir el ataque de los soldados; pero, ¿por cuánto tiempo?
Atravesó un recinto oscuro cubierto de pasto y tomó por un corredor
angosto, flanqueado por grandes rocas esculpidas sin ornamentación e idéntica
calidad arquitectónica. La luz de la luna le permitía apreciar el perfecto
trabajo que esos incas habían hecho con la piedra, consiguiendo combinar
jerarquía, austeridad y belleza de una manera única en el arte
precolombino.
A lo lejos, volvió a escuchar los gritos de los militares. Se
acercaban.
Caminó presuroso. Subió por una escalinata tallada en la roca misma
del suelo y entró en un nuevo espacio cercado de muros. En el centro, una roca
sin trabajar, en estado natural, ocupaba la mayor parte de la estancia.
“Un
intihuatana”, coligió Indy
dándole un rápido vistazo. “El Amarradero del Sol”. Una
protuberancia pétrea que los incas utilizaban para estudiar el movimiento del
astro rey, analizando las sombras que se proyectaban sobre el suelo. Un sitio
ritual por excelencia.
Miró en todas direcciones. No encontraba salida. Debía regresar
sobre sus pasos.
En eso, las voces de sus perseguidores se apagaron por completo. De
seguro habían alcanzado la cima.
Los tenía muy cerca. Era hora de encontrar un lugar seguro desde
donde resistir hasta que se le terminaran las balas de su revólver.
El silencio casi podía escucharse. Era total. Angustioso.
Sabía que los soldados lo estaban rodeando; como se rodea a una
presa de caza antes de darle muerte.
Se agachó debajo de un dintel y agudizó el oído. Necesitaba
escuchar pasos, jadeos; algo que lo guiara al momento de apretar el gatillo. Más
de pronto, con el rabillo del ojo percibió cómo alguien se movía a sus espaldas,
cerca del intihuatana. Giró como un rayo y levantó el arma en dirección de la
sombra. Apuntó, movió el dedo índice para disparar y... se detuvo.
Frente a él había un hombre extraño; un espectáculo extraño. Era
claramente un aborigen. Tenía puesta una bincha muy alrededor de la frente y un
vestido largo que le cubría el cuerpo hasta por debajo de las rodillas. Calzaba
sandalias y no tenía armas. Observaba a Indy con misteriosa tranquilidad.
Dijo algo en lengua quechua y señaló con el brazo hacia la
derecha.
Indy lo siguió con la mirada sin dejar de apuntarle.
—¿Quién eres?...
El sujeto no respondió. Permaneció estático, con su brazo
extendido, indicándole un camino.
Indy se reincorporó y observó en la dirección apuntada: una puerta.
Una nueva puerta justo detrás del “Amarradero del Sol”.
“¿Cómo no la había visto antes?”...
Sonrió en muestra de agradecimiento y volvió los ojos hacia el
personaje.
Ya no estaba...
Buscó sorprendido por todo el recinto. El sujeto había desaparecido
como por arte de magia.
Se dirigió presuroso hacia la puerta. Se paró debajo del dintel y
miró hacia abajo. Una escalinata, magistralmente tallada en la superficie rocosa
de la montaña, descendía en zigzag hacia el valle. Era la salida que
buscaba.
Sin perder un segundo, inició el descenso.
No había recorrido más de cuarenta metros cuando giró la cabeza y
miró para arriba. Tenía que asegurarse que los soldados aún se mantenían a
distancia. En cualquier momento ellos también encontrarían la puerta, detrás de
la gran roca ceremonial, y se percatarían de que era el único camino posible
para abandonar la cima.
Pero había algo raro... No era posible lo que veían sus ojos. Los
escalones se encadenaban hasta la cumbre para dar contra un muro sólido,
infranqueable, de inmensas piedras cinceladas.
IX
FRONTERA PERUANO-BRASILEÑA
AMAZONIA
BARRA DO SAO MIGUEL
El grupo
encabezado por Natasius Van Strate entró al miserable poblado exhibiendo sin
prurito un arsenal poco habitual en la selva. Los seis soldados que lo
escoltaban, fuertemente armados con fusiles a repetición, y el joven David
Morewest, que caminaba a su lado, desplegaban en conjunto un andar de fuerza,
ímpetu y “dignidad” conquistadora que intimidaba.
Estaban en territorio brasileño. Habían cruzado la frontera hacía
sólo minutos. Un límite “móvil” que se extendía, sin mojones, a escasos cien
metros de la plazoleta a la que arribaban.
Barra do
Sao Miguel era uno
de esos extraños enclaves selváticos, en medio de la nada, que aglutinaba, en su
reducido perímetro de casuchas y tiendas derruidas, dos soberanías diferentes;
dos territorios nacionales que ponían a la vista lo artificial de los límites
políticos trazados por el hombre y su egoísmo nacionalista.
Van Strate, como de costumbre, desentonaba con el entorno por su
elegancia estilo europeo. Pulcro como un farmacéutico, era el centro de atención
de todos los aldeanos que se iban reuniendo a ver el espectáculo.
David Morewest tenía el rostro demacrado y no cabía dudas de que
había bajado mucho de peso en el último tiempo. Los pantalones le “bailaban” en
las caderas, estando obligado a sujetarlos desprolijamente con un curtido
cinturón de cuero. Su mirada, sin vivacidad juvenil, observaba el entorno con
desgano.
—¡Quiero hablar con el jefe! —gritó Van Strate en portugués en un
tono nada autoritario— ¿Quién de ustedes es el que está a cargo
Un hombre blanco y con barba de dos días ensuciándole la cara se
abrió paso entre los aldeanos y se paró desafiante delante del holandés.
—Yo estoy a cargo, señor —repuso con
parquedad.
—Muy bien —articuló Van Strate y extendió su brazo izquierdo a
David, con la mano abierta hacia arriba.
El muchacho sacó de su morral un fajo de billetes y lo colocó entre
los dedos de su captor; quien de inmediato se lo entregó ostentosamente al
sujeto.
—Mil dólares —dijo—. Para usted “Jefe”. Son suyos,
tómelos.
El individuo los agarró con duda. Contó y miró una media docena de
ellos. Los billetes eran “buenos”. Tenía en su
poder una pequeña fortuna.
El clima de la muchedumbre cambió de repente. La gente se mostraba
distendida y decenas de comentarios corrieron de boca en boca.
El “Jefe” miró a Van
Strate.
—Sígame, caballero —dijo gentilmente con una sonrisa discontinua de
dientes amarillentos, al tiempo que encaminaba sus botas en dirección al único
bar de la localidad—. Yo invito...
—¿Usted es el
alcalde? —inquirió Van Strate mientras se apoyaba al mostrador del local.
—No, señor —sonrió el “Jefe”—. Lo matamos
hace una semana. Esto es una democracia, ¿sabe?... El pueblo tiene derecho a
“remover” a sus representantes —y lanzó una estentórea carcajada.
Van Strate lo imitó y palmeó su hombro.
—Creo que haremos buenos negocios juntos, “Jefe”.
—Usted disponga, señor... ¿Qué clase de negocios?
—Queremos alcanzar una zona en la selva y necesitamos un guía.
—¿Qué zona?
—Déjeme que le muestre —y sacando un plano lo extendió frente a los
ojos del rufián—. Mi intención es llegar hasta aquí —dijo señalando una región
peruana, al norte de Barra do Sao Miguel y casi pegada al límite con
Brasil.
El “Jefe” se acercó al
mapa. Lo miró con detenimiento, ubicándose en esa geografía bidimensional a la
que no estaba acostumbrado.
—¿Es la zona del río Iñapari? —preguntó finalmente.
—Sí.
—Señor —repuso mirándolo con preocupación en los ojos—, no creo que
usted quiera ir a ese lugar...
—¿No?... ¿Por qué no?
—Es territorio de los Mojowewekes.
—Justamente a ellos queremos llegar.
—No tienen contactos con el hombre blanco. Que yo sepa, nadie pudo
alcanzar la aldea. Son reacios. Se esconden como fantasmas. Además, esa zona
tiene “algo malo”...
—¿A que se refiere con “algo malo”?
—Es zona tabú, señor. Zona prohibida.—Tomó aire y terminó afirmando
con todo grave:— Está embrujada.
Van Strate lo observó sorprendido.
—¿Embrujada?... —sonrió–.¡Vamos, “Jefe”! Usted no
creerá en eso, ¿verdad?...
El rufián acomodó todo su cuerpo contra el mostrador del bar.
—Sí que creo, señor. Ocurrieron cosas extrañas por esas tierras. Se
habla de ello desde hace años. Sin ir más lejos —dijo—, hace poco menos de una
semana toda una partida de compañeros desapareció en la zona. Eran hombres
fornidos. Se dedicaban a “contratar” indios...
Usted entiende, ¿verdad? —Van Strate asintió. Conocía algo sobre el tráfico
ilegal de aborígenes en esas regiones apartadas del Estado— Además—continuó el
“Jefe”—, iban
acompañados por indios Maricoxis. Una tribu vecina, aliada nuestra y muy
guerrera. No era gente improvisada.
Van Strate intentó meter un bocadillo pero el sujeto lo interrumpió
con un ademán.
—Y hay más...—señaló—. Anteayer, un garimpeiro que navegaba por uno
de los afluentes que llevan al Iñapari, encontró los restos de una de las canoa.
Estaban completamente calcinados, cristalizados... ¿Usted vio algo parecido
alguna vez? Yo no. El calor que produjo eso debe haber sido infernal....
—...continúe—arengó el holandés por lo bajo.
—Pegados a la madera había dos dedos humanos. Estaba fundidos a la
canoa. Era como si la sangre coagulada hubiera servido de pegamento...
¡Asqueroso!... Y por un anillo pudimos identificarlos. Eran los de Pandoro, un
líder local muy respetado.
Van Strate sacó un cigarrillo y lo prendió con parsimonia.
—De todos modos quiero ir a esa región —aseveró con firmeza—. Hay
mil dólares más para el guía.
El “Jefe” se secó la
transpiración que le corría por el cuello.
—No creo que a los mojowewekes les interese nada que pueda usted
ofrecerles, señor. Por otro lado, nadie de Sao Miguel se arriesgará a remontar
el Iñapari hacia el norte. No después de lo ocurrido.
—No quiero remontar el Iñapari —corrigió Van Strate—. Lo que busco
es a alguien que nos lleve por un afluente y nos deje en la costa, muy cerca de
donde supuestamente esa gente tiene su maloca. Nosotros haremos lo que resta por
tierra. Entraremos, como quien dice, “por la parte de atrás”.
El “Jefe” se quedó en
silencio mirando el mapa desplegado ante sus narices.
—Será un trecho pesado y peligroso, señor —agregó finalmente.
—Es un trabajo bien pago.
—En ese caso —replicó el truhán—, lo cobraré por adelantado— y
extendió la mano abierta en espera del nuevo fajo.
X
LA HERRAMIENTA DE LA HISTORIA
La mansión
estaba construida en el predio aledaño a una pista de aterrizaje, tal como lo
mostraba la fotografía que el pobre de Frederik Castelao había sacado en el
proceso de su investigación para Sir Mortimer Morewest. Era una casona estilo
colonial, blanca y resguardada por rejas pintadas de verde oliva. Un cerco
perimetral de arbustos muy tupidos la aislaba del resto del barrio, resaltando
aún más su categoría arquitectónica y dándole el aire de importancia que el
coronel Adán Palomino, su propietario, quería que tuviera.
Indy guardó la foto en el bolsillo de su campera y fijó la mirada
en la hilera de ventanas iluminadas del segundo piso. Por el movimiento de
sombras, dedujo que había mucha gente ahí adentro y lo más probable era que
también tuvieran a Merisa con ellos.
La chica había desaparecido del lugar de reunión convenido. De
seguro, sorprendida por los soldados mientras lo esperaba, su fiereza innata se
habría hecho notar con puñetazos y rasguños al por mayor. No era una mujer
fácil, pero la superioridad numérica y la lógica actitud ante la punta de un
fusil le habrían hecho bajar los brazos y dejarse llevar sin mucha más
resistencia que la ofrecida inicialmente.
Indy se deslizó por debajo del cerco e improvisando una ruta
zigzagueante a lo largo de todo el parque, alcanzó la parte lateral de la
mansión. Encontró una puerta abierta, la de la cocina, e ingresó con sigilo. Con
más temor que prudencia pasó de una sala a otra, escondiéndose detrás de muebles
y puertas entreabiertas. Evidentemente la reunión era en el segundo piso. Muy
poca gente se movía por la planta baja y el primer nivel. Subió subrepticiamente
por la amplísima escalera de caracol y entró en una habitación mediana, repleta
de armas antiguas, colgadas en las paredes. Se acercó a la portezuela que daba a
la sala contigua. De allí venían las voces. Entonces, se asomó sutilmente por la
hendija para ver qué sucedía del otro lado.
Era un salón enorme, decorado con tapicería española y mantos
precolombinos, cubriendo los muros. Tres hileras de repisas con cerámicas
originales de diversas culturas andinas flanqueaban un juego de sillones color
púrpura y a un costado, sobre una mesa de alabastro, resplandecía, bajo la luz
de una lámpara, la deforme silueta del Aku Kava Kava.
En el centro de la escena, un personaje de estatura mediana y
peinado con gomina bien tirante hacia atrás, daba pasos marciales de un rincón a
otro; exhibiendo una colección de medallas plateadas colgando de su uniforme
azul. A Indy no le cupo la menor duda: era el capitán Adán Palomino
Pampañaupa.
Hacia la derecha, tres soldados permanecían enhiestos cual
estatuas, flanqueando una figura que le resultaba conocida. Demasiado
conocida... era Merisa Pretie.
La muchacha se veía intimidada, aunque no golpeada o herida. La
habían tratado con cuidado.
De pronto, y desde un ángulo que Indy no captaba, un cuerpo enorme;
un amasijo de músculos y carne trabajada por el ejercicio físico, le tapó la
visual. Aquello se parecía ya a una reunión familiar. “Conozco a todo el mundo”, pensó Jones;
en tanto la sangre le hervía de bronca en las venas al reconocer a la mano
derecha de Van Strate: el salvaje Monwo.
—No sé si el patrón estará de acuerdo con usted, coronel —repuso el
polinesio con su típica voz gangosa de matón analfabeto—. Nunca le gustó mezclar
a extraños en sus asuntos. Es peligroso. Y menos mujeres....
—¿Peligroso, dices? —exclamó Palomino, acercándosele—. ¡Ya no hay
peligros para nosotros, Monwo!... ¿No lo entiendes? En breve conseguiremos todo.
Manipularemos el poder en su sentido más absoluto. ¿Y tú te preocupas por esta
chica?... ¡Já!... Creo que no entiendes nada, amigo. Cuando Van Strate regrese
de la selva concordará conmigo. Despreocúpate... yo me hago responsable. Ve y
descansa. Anda, te has ganado la paga diaria.
Monwo asintió con la cabeza y dio un giro en dirección a Indiana;
quien apenas tuvo tiempo de ocultarse detrás de la puerta que el matón usó para
salir del salón, atravesar la galería de armas y perderse por la obertura
siguiente.
—En cuanto a usted, doctora Pretie —continuó Palomino—, jamás
imaginé que pudiera involucrarse con un ladrón subversivo como
ese profesor Jones.
¿Acaso estaba enterada de que mató a un hombre en El Callao, o que desembarrancó
un vagón de tren, poniendo en peligro decenas de ciudadanos?... Ese sujeto es un
peligro público.
—Yo creo que el peligro público es usted, coronel —respondió
Merisa, masticando rabia.
—¿Yo?... ¡Já!... En verdad me hace reír, doctora. Yo sólo soy una
herramienta de la historia.
—¿”Herramienta de la historia”? —repitió la
chica— Por lo que veo no es sólo un peligro público; además es un loco
peligroso.
Palomino contuvo la ira que fluía. Se sintió ofendido por las
palabras, pero reaccionó con su medida diplomacia de salón.
—Lamento que usted no vea los resultados finales de la operación.
Pero le aseguro que mi nombre quedará para la posteridad . Buda podrá ser
olvidado, también Jesús o Mahoma; pero mi persona los sobrevivirá a todos ellos,
por los siglos de los siglos
—Sí —dijo Meri—; conozco ese tipo de delirio. Sus amigos, los
nazis, lo tuvieron y vea como terminaron... ¿Cuántos años dijeron que duraría el
Tercer Reich? ¿Mil?...
El coronel se estaba incomodando. Indy lo podía percibir en el modo
en que miraba a Merisa.
—No más comentarios, amiga mía. —Elevó la vista en dirección a los
soldados—. Llévenla a su cuarto. No desearía que estuviera cansada para el
momento del “pago”
Fue como un flash de terror visceral que le recorrió todo el
cuerpo.
—¿”Pago”? –exclamó la chica, en tanto era conducida por los
militares hacia la salida— ¿De qué “pago” habla?... ¡Coronel!...
¡Respóndame!
Palomino movió displicente la cabeza y sus hombres obedecieron. De
un momento para otro, quedó solo en la gran sala.
Indy desenfundó su revólver y aprovechando que el militar se servía
una copa, de espaldas a donde él se escondía, avanzó lentamente y le puso el
caño en la nuca.
—Un centímetro que se mueva sin avisar, y le vuelo la tapa de los
sesos —dijo.
Palomino giró muy lentamente la cabeza y lo vio.
—¿Jones?...
Indy le sonrió con sarcasmo.
—¿Quién cree? ¿Viracocha?...
—Doctor Jones... Van Strate me habló mucho de usted.
—No crea todo lo que la gente dice, coronel.
—Claro que no. Van Strate me refirió de su inteligencia, pero si
está aquí, en mi casa, amenazándome, es evidente que no es tan inteligente como
ese holandés supone. Se metió en la boca del lobo, doctor —dijo lanzando llamas
por los ojos—. No dejaré que salga de aquí con vida... Ni a la chica
tampoco.
Indy lo tomó por la solapa y aprisionó contra la pared. Quería en
verdad matar a ese individuo.
—¡Maldito demente! ¡Debería liquidarte ya mismo! Pero necesito
saber algo... ¿A qué parte de la selva viajó Van Strate y dónde está David
Morewest? ¡Dígame! —le ladró en el rostro.
—A la Barra de Sao Miguel... y el muchacho está con él —respondió
Palomino.
—¿Y que hay allí que es tan importante?
El coronel apretaba sus dientes. Parecía que iba a explotar de
ira.
—¡Gringo sucio! ¡Pagarás
por esto! Te juro que...
Indy lo golpeó con la mano que tenía libre y volteándolo sobre uno
de los sillones le introdujo el caño del arma en la boca.
—Salpicaré todos los tapices si es necesario —manifestó con furia—.
¿Qué hay en Sao Miguel que sea tan importante?...
El militar tembló. Indiana parecía dispuesto a jalar del gatillo.
Tenía el rostro desfigurado por la cólera
—El cetro... —respondió Palomino con dificultad.
Indy le extrajo el caño, boquiabierto
—¿El cetro sagrado? Pero, ¿no es que ya lo tenía usted?
—Lo tuve apenas unos pocos días. Después se perdió.
—¿En la selva? ¿Cómo es posible? ¿Cómo llegó hasta allí?
—Mis socios de entonces decidieron mandarlo a Berlín —dijo—; y para
ello contraté a un piloto de la Cruz Roja Internacional—hizo un silencio como
recordando ese acontecimiento lejano—. El avión se estrelló en la jungla en
1941.
—¿Y ahora lo han hallado?
—Sí... Igual que lo hallaron a usted —respondió con una enigmático
mohín.
Indy salió de una sorpresa y se metió en otra.
—¿Qué es lo que dice?...
La mano de Monwo cayó como un mazazo sobre la cabeza del
arqueólogo, hundiendo la copa del sombrero fedora hasta el cráneo y
sumergiéndolo en la más dolorosa de las inconciencias.
Palomino se reincorporó y trató de recuperar parte de la dignidad
perdida. Acomodó su uniforme y miró al polinesio.
—Buen trabajo, amigo —dijo—. Estoy en deuda contigo. Ahora, lleva a
este cretino a las mazmorras del subsuelo. Creo que tu patrón se alegrará de
volver a verlo.
Monwo sólo sonrío.
XI
ZONA DE IMPACTO
Se abrían camino
a brazo partido. Los machetes iban y venían arrasando porciones espesas de
selva; y el sendero por el que avanzaban tomaba forma a cada paso. No era una
tarea fácil. Insumía fuerza, transpiración y mucho miedo contenido. Los seis
soldados que acompañaban a Van Strate llevaban la delantera. En realidad eran
ellos los responsables del trabajo. El holandés y el joven Morewest los seguían
por detrás conversando con el “Jefe” y retocando
apenas algunas de las ramas que entorpecían el paso. Era un cuestión de
jerarquías; y los militares de eso sabían mucho. Tenían incorporado que las
“funciones propias de plebeyos” le
correspondían justamente a ellos, los plebeyos del ejércitos. Además, las
órdenes del coronel Palomino habían sido claras: “obedecer al holandés en lo que
fuera”. Y como estaban para obedecer, obedecían.
Habían desembarcado en una costa fangosa y de difícil acceso, a
sólo seis horas de donde caminaban; y aunque parecían andados cientos de
kilómetros, sólo tenían recorrido uno y medio. La experiencia del
“Jefe” había
resultado una ayuda insustituible. Gracias a su conocimiento de la región, el
laberíntico entretejido de arroyuelos, meandros, afluentes y brazos del Iñapari,
había sido sorteado con éxito y celeridad, sin ser vistos.
El objetivo de llegar a la aldea Mojoweweke por
“el
fondo” se estaba
cumpliendo según lo predicho.
Pero de improviso, la marcha cesó.
—¡Señor Van Strate, venga! —grito el soldado que tenía la
delantera— ¡Nos hemos topado con algo!...¡Observe esto!
Van Strate se abrió paso bruscamente por la hilera de hombres y
llegó al final del senda. Corrió las escasas ramas que pendían de tallos recién
cortados y echó una mirada.
Ante sus ojos, se abrió de golpe un espacio grandioso sin selva. Un
predio pelado y seco, de forma aparentemente circular; sin una rama, sin una
planta, sin una flor. Un pequeño desierto en plena jungla amazónica; que
generaba tal contraste con la naturaleza circundante que era imposible no dejar
de sentir una profunda impresión de sorpresa.
—¿Qué diablos es esto? —preguntó retóricamente Van Strate; e
ingresó en el perímetro seguido por el resto de la expedición. Sospechaba la
respuesta a su propia pregunta, pero la calló.
David Morewest se agachó y revisó el suelo terroso durante un
minuto
—¡Es increíble! —exclamó finalmente, deshaciendo en sus dedos
grumos de tierra—. No hay vida...
—¿Cómo dices? —interpeló el holandés, despejando las hipótesis que
rondaban en su cabeza.
—Que no hay vida. Este terreno está yermo, muerto por completo. No
hay vida vegetal ni animal. No hay
insectos... ¡Es increíble!—repitió mirando fijamente a su raptor—. ¿Se da
cuenta?... ¿Cómo es posible esto en plena selva?
Van Strate no respondió y reinició la marcha hacia el centro del
predio. Algo le llamaba la atención. Un montículo. Una elevación cubierta con
arena y plantas calcinadas. Se acercó a ella y, a poco de llegar, su hipótesis
inicial quedó confirmada: allí estaban, incrustados en medio de un
roquedal, los restos del avión. El avión
de la Cruz Roja Internacional.
—Es el lugar del accidente —dijo para sí—. Vamos bien encaminados,
Morewest.
El muchacho tenía el rostro desencajado. Claramente estaba con
mucho miedo.
—Van Strate —dijo—, no es conveniente que nos quedemos en este
lugar.
—¿No?... ¿Por qué no?...
—Señor —explicó el chico—, nada bueno puede haber en un sitio en el
que, después de siete años, no ha crecido el pasto y la vida se esfumó como por
arte de magia... ¿Cómo explica que la selva no haya ganado esta porción de
tierra después de tanto tiempo?...
—¡Yo no soy botánico para tener que dar explicaciones de ese tipo,
Morewest! —contestó tras un breve titubeo.
—Esto es muy extraño...
—Un simple y estúpido accidente —agregó Van Strate.
—No lo creo, señor. En la antigua tradición polinesia de las
Tuamotu se habla de “La Tierra sin Vida” —agregó David rememorando viejas clases
de mitología—; una maldición que los Aku Kava Kava desplegaban sobre aquellos
que violaban el tabú y cometían sacrilegios. Era el fin de la fertilidad y de la
procreación. Un aviso de muerte...
Van Strate se quedó mirándolo detenidamente. Entonces, el alarido
de “Jefe” lo quitó de su
ensimismamiento.
Se había topado con los restos humanos del piloto. El nazi amigo
del coronel Palomino.
—¡Dios mío!...—gritaba—. ¡No debimos venir!... ¡Este sitio está
maldito!
Y salió disparado como un rayo en dirección a la selva.
—¡Detengan a ese idiota!—ordenó Van Strate a los soldados, en el
instante mismo en que, desde los límites de la jungla, una lluvia de flechas
salían impulsadas a velocidad pasmosa para clavarse en cada uno de los seis
militares que hacían de escolta y macheteros del grupo.
Los soldados se desplomaron como muñecos, levantando nubes de polvo
blanco a su alrededor.
Morewest giró asustado la cabeza.
Doce guerreros Mojowewekes los rodeaban, sin entrar en el predio
arenoso de la catástrofe.
Van Strate
levantó las manos por encima de la cabeza.
—Morewest —dijo en voz baja—, haga lo mismo.
El muchacho obedeció sin dudar.
“Jefe” temblaba unos
metros por delante de ellos, paralizado por el terror y la sorpresa.
Los indios, parapetados en el borde mismo del perímetro de la zona
desertizada, tensaron las cuerdas de sus arcos nuevamente y, abriéndose lugar
entre los guerreros, surgió la menuda figura de un anciano portando una vara
dorada en su mano derecha.
A Van Strate se le aflojaron las mandíbulas y sus ojos echaron
chispas de ambición.
Enfrente suyo, a sólo diez metro de distancia, el viejo mojoweweke
tenía apresado entre sus dedos el bastón sagrado que tanto buscaba.
—¡Alahuma huyaku manu...! —articuló
el anciano haciendo un movimiento brusco con el brazo desocupado, ordenando
claramente a Van Strate a que se le acercara.
—Prepárate para lo mejor, David —le musitó por lo bajo, antes de
caminar hacia el aborigen.
Avanzó con cuidado y sus brazos en alto. No le quitaba la vista al
cetro, que brillaba como si tuviera luz propia.
Detuvo sus pies a centímetros del perímetro.
—¡Makayu! —gritó el
viejo frunciendo el ceño—. ¡Makayu!
Van Strate se inclinó levemente hacia delante.
—No comprendo lo que dice, indio imbécil —dijo esgrimiendo una
sonrisa cordial.
—¡Makayu! ¡Mani toba uñaki! —agregó el
cacique instándolo con gestos a que saliera de la zona del accidente.
Van Strate entendió lo que pedía, pero permaneció en su lugar sin
mover un músculo.
Repentinamente, “Jefe”, el guía de
Sao Miguel emprendió la huída con alocado pavor.
El anciano mojoweweke extendió el brazo con el cetro en dirección
al rufián y una luz incandescente, poderosa como un relámpago, salió por una de
las puntas de la reliquia.
Cuando la bola fosforescente dio contra el cuerpo de
“Jefe” éste se
disolvió en el aire, convirtiéndose en cenizas instantáneamente.
Fue el momento que Van Strate esperaba.
Sin dar tiempo a nada, golpeó al viejo en el estómago con todas su
fuerzas. El mojoweweke se torció de dolor y soltó el bastón, que cayó a pocos
centímetros de los pies de Van Strate, dentro del área tabú.
El holandés se agachó y lo tomó por el mango.
Sin saber bien porqué lo levantó
por encima de la cabeza, en señal de triunfo.
Los indios estallaron en gritos de pavor y regresaron sobre sus
pasos hacia la selva.
El anciano indio levantó la cabeza y observó horrorizado cómo
Natasius Van Strate reía a carcajadas como un loco poseso, teniendo la poderosa
vara de poder apresada entre sus dedos.
XII
EL ACHIKU
Decían los
filósofos que ser libre era un mero estado de ánimo; que podía uno someterse al
más ignominioso de los encierros —en un campo de concentración por ejemplo— y
existir, aún en circunstancias tan duras, como un hombre henchido de libertad
interior. Alguien había dicho también que las “ideas no se mataban” y que jamás
una persona plena se sometía completamente a los deseos o mandatos tiránicos de
un torturador.
Era cierto. Indy así lo creía, recostado contra la pared helada de
la mazmorra en la que estaba prisionero. La teoría era perfecta, pero la
experiencia empírica de no tener la libertad en sus manos, le hacía pensar que
aquellos filósofos, tan eruditamente románticos, jamás habían tenido que tolerar
una prisión entre cuatro paredes sucias, barrotes y maltrato. Que la libertad
fuera un estado de ánimo no le quitaba, al hecho de permanecer aburrido en plena
oscuridad, su sabor amargo.
El sótano en el que lo habían puesto era antiguo, posiblemente
construido en la época colonial por el fanatismo español. En un primer momento,
imaginó que era una dependencia utilizada por el Tribunal de la Santa
Inquisición durante el siglo XVII; ése que se dedicaba a perseguir, torturar y
quemar a los herejes. Pero a poco de acostumbrarse al sitio, advirtió que el
decorado no era original. El morbo desarrollado del coronel Palomino lo había
impulsado a recrear un escenario macabro, casi de película, mezclando piezas
antiguas con modernas como si fuera un bizarro set de
filmación.
Le habían traído de comer —una comida asquerosa, por cierto— en
cuatro oportunidades. Calculó que tenía en ese lugar más de veinticuatro horas y
por más que su inquieta personalidad lo impulsara a buscar una salida, para
entonces había desistido en encontrarla. Esa mazmorra era una caja cerrada. Una
caja perfectamente hermética; con una puerta de acero y madera tan gruesa como
un muro medieval.
El dolor en la cabeza, producto del tremendo golpe que le diera
Monwo, se había disipado. Aún así, la nuca le dolía. Sus ojos estaban cansados y
la mente barruntaba hipótesis y conspiraciones, que analizaba y reveía una y
otra vez en la penumbra, para pasar el tiempo.
De algo estaba seguro: la estatuilla Kava Kava tenía una relación
directa con el cetro. Y ahora que sabía que ese mítico bastón de poder existía,
podía conjeturar de qué modo se relacionaban ambos
El nexo lo constituía un personaje mitológico: Apu Kon Tiki
Viracocha, o simplemente Viracocha, como aparecía en la mayoría de las cronistas
hispanas de la época de la conquista. Un dios creador y civilizador que
entregara el cetro al primer hombre y luego se marchara navegando sobre la
espuma de las olas, en dirección al poniente. De seguro, en su viaje
transpacífico había terminado topándose con aquellas paradisíacas islas, en las
que Indiana estuvo a punto de perder la vida. Y allí, en ese nuevo Edén, habría
dejado una segunda reliquia —mezclada entre otra cinco idénticas— para que los
hombres no pudieran juntarlas nunca y actualizar el poder inmenso de la
Creación, que él había tenido en el origen de los tiempos.
En la unión de las dos reliquias estaba la clave y el nexo que las
unía era ese Dios viajero que, yéndose lejos, prometiera volver. Pero,
¿había imaginado Viracocha que sus “Creaturas”
querrían algún día imitarlo?...
No... No era cierto todo eso. El encierro lo estaba confundiendo.
Había perdido la noción de realidad. “¿Cómo podía pensar semejante
delirio?... ¿Acaso era
Viracocha un Dios o un ser humano común y corriente con ciertos artilugios
mágicos, o armas desconocidas y perdidas por la historia?...”.
“¡Basta, Indy!”, se dijo
mentalmente a sí mismo. “¡Basta ya!... “. Pero
volvió a dudar... “¿Y si estaba en lo correcto?”.
—Es lo correcto —contestó la voz.
Indiana Jones se sobresaltó. No sabía que alguien lo acompañara en
esa prisión.
Buscó en la sombras la fuente del sonido y creyó encontrarla en la
pared opuesta a la que él se apoyaba. No podía ver gran cosa. Sólo un par de
arcos superciliares semi-iluminados por una extraña claridad, y una nariz
aguileña, protuberante, que partía desde la base de una bincha colocada en la
oscurecida cabeza de un hombre. Ésos eran rasgos aborígenes. Rasgos quechuas, no
cabía duda.
Su misterioso interlocutor permanecía inmóvil.
—¡¿Cómo entró aquí?! —preguntó desarticuladamente Indy sin salir de
su asombro.
Un leve movimiento de cejas anticipó la respuesta del
visitante.
—Yo entro y salgo de cualquier parte. Vuelo por el mundo; por éste
y por “el otro”, y sé que queda poco tiempo; y que mi poder será insuficiente si
el Achiku es
manipulado.—Hizo un silencio—. Todo lo que crees —continuó— es cierto. En nada
te equivocas. La verdad te acompaña, hermano. Una terrible verdad...
La palabra Achiku le dio a Indy
vueltas en la cabeza. “¿En dónde la había leído? ¿Cuál era el significado del
término?”. Si no se
equivocaba, era la traducción de la palabra “bastón” en lengua quechua.
—Sigues acertando —respondió la voz—. El Achiku es la Vara del Universo, el Axis Mundis, el Gran Eje. Y ha caído en
manos incorrectas.
—¿Cómo lo sabes? ¿Cómo sabes que lo han conseguido? —indagó
Indiana, extrañado por saberse examinado telepáticamente.
—Observa, “Gringo”—dijo el personaje—. Observa y recuerda.
Repentinamente, como si de un truco de magia se tratara, una tenue
burbuja de humo empezó a tomar forma delante de los ojos de Indiana Jones. Al
principio le costó reconocer qué era eso que veía, pero a poco de enfocar sus
pupilas en esa extraña “pantalla gaseosa” reconoció una escena que lo llenó de
ira. Bastaron segundos para que pudiera identificar claramente a Natasius Van
Strate, vestido con su tradicional traje de lino, manipulando el Achiku en plena
selva.
—Ya lo poseen —repitió la voz—. Es el inicio del fin.
—¿A qué te refieres? —intervino, al tiempo que la nube se diluía en
la oscuridad—. ¿Me quieres decir que con ese bastón ejercerán algún tipo de
dominio?...
—¡Mando, dominio, poder...! No, no es ese el significado simbólico
que nosotros le damos al cetro —reveló el convidado—. Ojalá fuera eso...
—Explícate —demandó Indy.
—Puede que para los occidentales sea un instrumento de guía, de
dominio como tú dices. Pero se equivocan. Para el Inca Supremo, el Achiku es la
reconquista del espacio perdido, el retorno a la sabiduría, el regreso a los
códigos antiguos. Ésos que nos hablan de unidad, honradez, honestidad y
transparencia...
—“La humildad de los viejos”, el comunitarismo... —agregó Indiana
solemnemente—. La entrega a los demás.
—Exactamente, hermano. El cetro de Manco Cápac es la representación
material y espiritual de la sabiduría eterna; el Eje que une los
Tres Mundos: el de Arriba,
el de los hombres y el mundo de Abajo.
—Los tres niveles del universo de la cosmogonía andina...
—Así es —asintió—. Por eso debe ser manipulado por un hombre digno,
por un Héroe que sea capaz de mejorar el mundo; no de pudrirlo, como se pudre
una animal muerto en la montaña.
—¿Y que pasaría si lo manipula un ser impuro?
—Si lo hiciera un espíritu pervertido, egoísta, ambicioso, el
Cosmos se volvería un Caos, iniciándose el Unu Pachakuti... el fin del
mundo.—Indy estaba pasmado. Escuchaba más con el corazón que con sus oídos.
Aquella voz le inspiraba paz e intranquilidad al mismo tiempo; un sentimiento
extraño, una mezcla de realidad y fantasía, de sueño y vigilia—. La tarea
encomendada —prosiguió el extraño— es frenar el mal que se avecina. Ellos no se
dan cuenta que juegan con algo poderosísimo. La ambición les impide ver el
peligro. Se destruirán solos y destruirán todo lo que existe.
—¿Por qué me dices esto?
—Porque estás en el lugar indicado. Porque buscaste llegar a este
lugar.
Una vez más, la evanescente nube proyectó ante Indy una imagen.
Ahora era la del cetro y el Aku juntos.
—La unión hace la fuerza —repuso la voz—. Y la unión del Kava con
el Achiku hace a la Fuerza Suprema. Impide que esa tarea divina sea realizada
por los corruptos. Ello corresponde sólo al Gran Kon Tiki. Te señalé el camino
una vez en el cerro, Gringo —dijo sin reproche— y lo vuelvo a hacer ahora.
Cumple con la reciprocidad andina; cumple con la ley del Inca.
Gradualmente, el rostro contorneado por sombras desapareció como si
se hundiera en el muro, y el silencio más absoluto volvió a dominar la mazmorra.
Indy se reincorporó y la recorrió a tientas; aunque sabía que el sujeto ya no
estaba.
De improviso, notó una extraña y nueva claridad dentro de la
celda.
Giró sobre sus talones y vio que la gruesa puerta de la prisión
estaba entreabierta.
La tocó con la yema de los dedos y se movió sobre sus goznes,
abriéndose de par en par.
No había guardias ni carceleros.
Era hora de actuar. El tiempo de la pasividad había terminado.
Una ola de adrenalina lo vigorizó y para cuando salió al corredor
contiguo, supo que algo se le ocurriría sobre la marcha.
XIII
TIRO AL PALOMO
El coronel Adán
Palomino no salía de su asombro. Palpitante, miraba el cetro como quien mira la
entrada a la cueva de Alí Baba. Allí lo tenía. Justo enfrente suyo. Majestuoso,
dorado como el sol y tan bien ornamentado con símbolos abstractos y figuras
serpentiformes, que daba resquemor tocarlo.
Tras años de búsqueda, finalmente, volvía a poseerlo. El mito se
había vuelto realidad; materializado en una reliquia inca, envuelta en un paño
de franela amarilla.
—¡Qué buen trabajo has hecho, Van State! —exclamaba vehemente—.
¡Qué buen trabajo!... ¡Ahora sí ya tenemos las dos piezas del rompecabezas!
—Valió la pena el sacrificio, socio —respondió el holandés
recostado en un sofá, aún cansado por el viaje—. Sólo nos resta preparar la
ceremonia final, hacer el “pago” y terminar de
una vez por todas con lo que empezamos.
—¡Me parece mentira! —prorrumpió el militar, acariciando con la
punta de los dedos el bastón—. ¡No lo puedo creer!...
—Lo creerás cuando veas el poder de esa vara —dijo Van Strate
señalando de lejos al Achiku con la barbilla—. Aún sin todo su potencial, es
capaz de liquidar a varias personas, convirtiéndolas en cenizas. No quiero
imaginar cuál será su fuerza cuando lo unamos convenientemente a la
estatuilla.
—¿El joven está contigo, no? —recapacitó de golpe Palomino.
—Estate tranquilo; lo mandé a su cuarto. El chico cumplirá con su
trabajo; de lo contrario él bien sabe que mataré a toda su familia.—Hizo un
impasse, se desperezó y agregó:—Tenemos suerte de que sea todo un experto en el
tema.
Adán Palomino quitó la vista del cetro y miró a su socio.
—¡Ah! —clamó—.Hablando de expertos...
—¿Qué hay?... —el rostro de Van Strate se contrajo en una
dubitativa mueca que anticipaba una intuición nada deseada.
—Un “amigo” tuyo estuvo
por aquí—agregó con ironía el militar.
—¡¿Jones?! —bramó el holandés reincorporándose de un salto—
¡¿Indiana Jones?!...
—Sí. Lo tengo en la mazmorra —respondió sonriente—. El muy idiota
pensó que podía entrar y salir de esta casa cuando se le ocurriera. Lo
sorprendimos a tiempo. Monwo hizo el trabajo.
—¡Maldito, cerdo! —grito Van Strate puesto de pie— ¡Ese hombre ya
se ha transformado en una molestia permanente en mi vida! Tienes que tener
cuidado con él, Adán —sentenció molesto—. Posee muchos recursos... No sé cómo lo
hace, pero siempre sale bien parado. ¿Está protegido por mis hombres, verdad?
—dijo mirándolo fijo.
—No hace falta. No hay manera de que salga de ahí.
Van Strate se rascó el mentón y volvió su mirada hacia el bastón
sagrado.
—¿Sabes?...—murmuró con una sonrisa en los labios—. Se me acaba de
ocurrir una idea.
—¿Cuál?
—¿Quieres ver cómo trabaja este artefacto? Ya tenemos un conejillo
de indias con quien probarlo...
Palomino le palmeó el hombro lanzando una carcajada.
—¡Eres un demonio, amigo mío! ¡Un demonio!... ¡Y yo... otro! ¡Já,
já, já, já!...
Van Strate lo miró de soslayo.
Era lógica pura.
Si un guardia custodiaba la puerta era porque detrás de ella había
un enemigo de Palomino. Y si lo era del militar, también lo era de Van Strate.
Conclusión: un potencial aliado de Indy.
Dejar al soldado fuera de combate no le costó mucho. Bastó sigilo
para acercarse por detrás y precisión en la trompada que le diera en la nuca.
Cuando el guardia se desplomó sobre el piso, Indy le quitó la llave y abrió la
puerta.
La esperanza de encontrar a Merisa le latía en el pecho.
Asomó la cabeza y vio un cuarto a oscuras. Arrastró al soldado e
ingresó con cuidado.
En la pared opuesta advirtió que había una cama con una persona
acostada en ella, tapada hasta la cabeza. Dejó al guardia en el piso y se acercó
lentamente.
Pensó en los ojos de su hermosa colega, atónita al verlo, y en la
alegría de saber que estaba bien. Estiró la mano para no sobresaltarla.
Repentinamente, la luz se prendió de golpe.
Un
velador.
—¡¿Profesor Jones?!...
Era el rostro y la voz que no esperaba encontrar.
—¡¿Morewest?!...
El muchacho, más delgado y con signos de cansancio en la mirada, se
paró de golpe y lo abrazó
—¡Oh, gracias a Dios, profesor, que es usted!
Indy estaba sorprendido y decepcionado al mismo tiempo. Una oleada
de culpa lo asaltó. Ese pobre chico había sufrido mucho y él se decepcionaba por
no hallar a la persona en que pensaba.
Le sonrió, tapándole la boca para que no siguiera expresando voces
de alegría.
—¡Shhhh...! ¡David! ¡En voz baja! ¡La casa está llena de soldados!
—murmuró—. Tenemos que salir de aquí.
El rostro de Morewest desnudó su sensación de turbación.
—¿Cómo?...—preguntó sorprendido— ¿No terminó todo? ¿No vino con la
policía o las autoridades locales?
—David, ¡ellos son las autoridades
locales! —recalcó Indiana— Hay que recuperar el cetro y huir de este lugar lo
más pronto posible. Además —agregó vigilando la puerta—, tengo que rescatar a
una amiga que se metió en todo este lío por mi culpa.
Morewest frunció el seño, echándose hacia atrás.
—...Yo no puedo ir con usted, doctor Jones —dijo muy serio.
Indy volvió la cara hacia el muchacho. Una conmoción interna le
sacudió las vísceras.
—¿Qué dices?
—Que no puedo dejar este lugar...¡Matarán a mi padre! Si lo hago,
prometieron asesinarlo.
—David, escúchame —repuso Indy tomándolo por los hombros—. Tu padre
está bien a miles de kilómetros de distancia. Te aseguro que no corre peligro de
ningún tipo.
—¡Usted no conoce a esta gente, doctor Jones! ¡Ya una vez no pudo
impedir que me llevaran con ellos! —replicó el chico—.Matan a cualquiera que se
les cruce en el camino y tienen muchísimo poder. ¡Si hubiera visto lo que pueden
hacer con ese bastón! ¡Es increíble! ¡Es un arma extraordinariamente
poderosa!... Por otro lado... —titubeó— me han mostrado fotos de papá dentro de
su propia casa. Lo tienen vigilado y no dudaran en eliminarlo si no colaboro con
ellos.
—¿Colaborar?...
David bajó la vista.
—Quieren que ensamble a las dos reliquias —susurró.
Un calambre de preocupación punzó el estómago del veterano
arqueólogo.
—¡No debes hacer eso, David! —exclamó apretando sus manos sobre los
brazos de Morewest.
—¿No?... ¿Y qué quiere que haga, profesor?... ¿Qué me maten y maten
a mi familia?
Indy dudó. No podía presionarlo más, pero tampoco podía dejar que
continuara con la empresa.
—Tú, mejor que nadie—dijo seriamente—, sabes de las fuerzas que
desatarás si juntas las dos reliquias... ¡Es muy peligroso, chico!
—Lo sé... La he visto actuar. Pero ¿qué opción tengo?...
—Tienes que darme tiempo. Trata de posponer todo. No sé..., miente,
pero no unas el cetro con el Aku...
—Quieren practicar el ritual mañana por el crepúsculo —informó
David, como queriendo demostrar que efectivamente actuaba en contra de su
voluntad.
—No tenemos mucho margen —calculó Indy en voz alta .
—No... Ya son las doce de la noche.
—¿Las doce?... —inquirió desorientado
—Sí... ¿Acaso no usa reloj de pulsera o ha estado todo este tiempo
en la cueva?
Indy hizo caso omiso a la ironía y reclamó con autoridad la
atención del muchacho.
—¡Escuchame bien, David!¡Escúchame lo que voy a explicarte! Esto es
lo que haremos...
Dos soldados por
delante, dos por detrás y un cetro a punto de ser usado con indignas
intenciones, constituían la comitiva que Palomino y Van Strate dirigían ,en
tanto bajaban por las escaleras que llevaban a la mazmorra.
El holandés agarraba el Achiku con ambas manos. Lo llevaba pegado
al pecho y sentía la suave textura de la superficie pulida en su epidermis. Eso
le producía una inconmensurable sensación de poder. Podía llegar a decirse que
representaba al mismísimo Manco Cápac, el héroe civilizador. Sólo le faltaba la
vestimenta adecuada y la parafernalia monárquica. Pero tarde o temprano sabía
que con el cetro ese rol mítico, más propio de un relato de fogón que de un
traficante ilustrado, podía llegar a ser una realidad.
Percibía que Palomino estaba un tanto celoso. Lo conocía e
interpretaba sus miradas y gestos. Temía que, de un momento a otro, reaccionara
violentamente y advirtiera las verdaderas intenciones que arrastraba desde hacía
años. Su sociedad con el peruano era “corto alcance”. Así lo había previsto
cuando lo convenció de compartir información y juntar fuerzas en el proyecto. No
quería entregarle el Achiku y sentía inseguridad, temor, cuando el militar lo
agarraba o acariciaba con demasiado fervor.
—¿Así que con sólo desearlo funciona? —le preguntó Palomino.
Van Strate le echó una ojeada. Sonrió de compromiso y
contestó:
—Funcionó la primera vez. Creo que pasará lo mismo ahora.
—¿Entonces lo usas sólo como arma?
—No te confundas, Adán...Ya te dije que su poder es por ahora
limitado. Cuando...
—...¡Coronel!... —Gritó inesperadamente un soldado— ¡Está
abierta!... ¡La puerta está abierta!
Palomino se adelantó de un salto y corrió hacia la entrada de la
mazmorra.
—¡No puede ser!... ¿Cómo es que...?
—...¡Imbéciles! —profirió Van Strate fuera de sí—. ¡Te lo dije!...
¡Idiota, te lo dije! —le exclamó al militar, exasperado como un gato rabioso—.
¡Te dije que ese hijo de perra tiene las habilidades de Houdini!... —Sin dar
tiempo a nada giró hacia un soldado—¡Tú! —ladró señalándolo—. ¡Da la alerta
general!... ¡Que disparen a matar! ¿Entendiste?... ¡¡A matar!!... ¡Quiero a
Jones muerto!...
No pudo contener la rabia acumulada. Estaba fuera de sus cabales.
Necesitaba saciar su sed de venganza, de revancha, de odio. Era un volcán en
plena erupción.
Levantó el cetro por encima de la cabeza y al bajarlo de golpe
apuntó con el mango a dos de los guardias.
Un fino rayo de luz se desplegó desde la reliquia y, en segundos,
los cuerpos carbonizados de los infelices dieron contra los sucios muros de la
galería.
Palomino quedó estupefacto. No podía creer lo que veía.
—¡Y, tú, Adán!... —Le gritó Van Strate—. ¿Qué miras?... ¡Busca a
Jones!
Con el relato de
David Morewest en la cabeza y un mapa virtual de la mansión en la memoria,
Indiana Jones dio los últimos tres pasos sobre el plano inclinado del techo. Era
de tejas españolas y temía resbalar, haciéndose añicos en el piso del parque,
dos plantas más abajo. Tenía que mantener el equilibrio y ubicar la segunda
ventana de la izquierda. En esa habitación ponían a los prisioneros temporarios.
De seguro, Merisa Pretie estaba allí.
Se sentó en el borde del techo, colgando las piernas. Aferró con
fuerza la canaleta que bordeaba todo el perímetro del techo de la casa y se dejó
caer, quedando colgado frente a la ventana cerrada del cuarto. Apoyó los pies en
el borde de la misma y cual “hombre mosca” acomodó todo
el cuerpo en el reducido espacio del marco. Recién entonces, miró hacia el
interior.
Era una habitación de modestas dimensiones. La luz estaba apagada y
no podía percibir ningún movimiento. Acercó la cara al vidrió y dos ojos
inmensos, abiertos como los de un lemur, se perfilaron del otro lado, a escasos
centímetros de los suyos.
—¡Ahh...! —profirió sobresaltado, trastabillando y deslizándose
lentamente hacia atrás. Se caía... Se iba a partir el cuello.
En los segundos que siguieron al susto, una sinfonía perfectamente
orquestada de ruidos, alcanzaron los tímpanos de Indiana Jones: otro alarido
desde adentro; una ventana que se deslizaba rápidamente por sus vigas hacia
arriba; un cristal que se sacudía con el impacto cuando daba contra el marco
superior; una respiración entrecortada y, finalmente, la voz de Merisa, mientras
lo agarraba del brazo derecho; exclamando su nombre.
—¡¡Indy!! ¡¿Está loco?!... ¡Vas a matarte!...
Lo jaló hacia adentro con tal fuerza que el arqueólogo quedó
desparramado sobre una mullida alfombra de lana de vicuña.
—¿Siempre recibes así la gente que viene a salvarte? —preguntó
dolorido.
La muchacha lo abrazó y besó en la mejilla.
—¡Sabía que me buscarías!...
—Meri —dijo al pararse—, no hay tiempo para agradecimientos. Vienen
por mí. Tenemos que salir de acá.
—¿Salir?... La puerta está cerrada con llave.
—No por la puerta..., por la ventana.
La chica miró hacia afuera.
—¡Estás loco, Jones! ¡Casi te matas y quieres que salgamos los
dos!
—¡Rápido! ¡Vamos! ¡Deja de cuestionarme!— y sin decir más la tomó
por la muñeca derecha y sacó la mitad de su cuerpo al exterior.
—Pégate a la pared y tantea con los pies la cornisa. Hazlo con
cuidado, Meri. Es ancha. Todo saldrá bien, no temas. ¡Adelante!...
Encararon la saliente con decisión. Era conveniente no pensar
demasiado, ni mirar hacia abajo. Sólo avanzar de a poco; bien pegados a la
pared, verificando a cada paso que el delgado enladrillado no se les hundiera.
“¿Cuánto peso podía resistir una
cornisa?...”.
El espacio que existía entre ventana y ventana era amplio.
Demasiado amplio para la ansiedad condimentada de vértigo y miedo que sentía
Merisa. Apresaba con una de sus manos el brazo de Indy, retrasándolo en el
avance y balanceando peligrosamente el andar del arqueólogo; que, ante cada
ventana cortinada de la mansión, apuraba el tranco para no ser visto desde el
interior.
Tenían que llegar a la esquina de la construcción, girar en ángulo
recto y ubicar una entrada segura: el ventanuco que Morewest dejaría abierto en
una habitación olvidada, en la que depositaban cajas y demás útiles en
desuso.
—Indy —murmuró Merisa—, no creo que aguante mucho tiempo haciendo
equilibrio...
—¡Tienes que hacerlo! —respondió por lo bajo, sin perder su acento
vehemente—. Ya falta poco. Continúa...
La brisa nocturna les daba en el rostro y la chaqueta de Indiana se
sacudía sutilmente sobre el vacío, de igual forma que el cabello de su
colega.
Entonces, las voces de un grupo de hombres ascendió desde el parque
que rodeaba la vivienda.
—No pueden estar lejos... ¡Búsquenlos!
Era el coronel Adán Palomino acompañado por tres soldados
armados.
—Indiana... —dijo Merisa suavemente tirando de la chaqueta—. Están
aquí...
Indy detuvo el paso.
—Pégate bien al muro y guarda silencio.
La muchacha obedeció.
En el parque, un cuarto individuo se sumó al grupo. Caminaba como
loco, acelerado, yendo y viniendo, mirando hacia todos lados.
—¡Por Dios, Adán! —exclamó Van Strate—. ¡No entiendo cómo puede un
sujeto escapar de este lugar!...
—Te juro que es la primera vez que ocurre... —replicó Palomino, por
primera vez con temor en su tono.
—¡Inoperantes! ¡Imbéciles sudamericanos! ¿No saben hacer nada
bien?...—Van Strate estaba poseído por el odio y el orgullo de concentrar tanto
señorío entre sus manos. Se sentía capaz de desafiar al mismísimo Dios, si fuera
necesario—. ¡Si este sujeto escapa, Adán, estarás en problemas! —amenazó—. ¡No
es posible!... ¡¿Cómo puede un hombre esfumarse?!... ¿Acaso también vuela?... —Y
levantó la cabeza hacia el cielo...
Fue ahí cuando los vio colgados del borde de la pared.
Un mohín de maldad se le dibujó en los labios e, inconscientemente,
apretó el bastón con más fuerza.
—¡Buenas noches, doctor Jones! —gritó elevando la voz hacia el
techo—. ¿Dando un paseo nocturno?...
Palomino, sorprendido, siguió la mirada del holandés.
—¡Ahí está el gringo! —exclamó a sus hombres—. ¡Apúntenle!
Van Strate alzó la mano con brusquedad.
—¡Alto! ¡Detén a estos estúpidos! —ordenó—. ¡Es mío!
Merisa temblaba. Eran demasiado emociones en poco tiempo. De
pronto, se imaginó a sí misma siendo fusilada contra esa pared color claro.
Una
visión horrible.
Indy movió la cabeza de un lado a otro, buscando una salida.
—¿Sabes, Jones? —profirió el holandés—. Por un tiempo te creí
muerto en el Pacífico Sur, pero ahora me alegro de que estés con vida... ¡Quién
iba a decirme a mí que me pondría feliz en verte en estas
circunstancias!...
Indy oteaba el entorno. “Una
salida... una salida... Un atajo... ¡Algo..., por Dios!”.
—...Usaré esta reliquia contigo —expuso con ironía Van Strate—.
¡Qué mejor muerte para ti! ¿Verdad?... ¡Tiro al palomo con el cetro sagrado de
los incas!... ¡Já, já, já, já...!—Y levantó, como de costumbre, el Achiku sobre
su cabeza.
El bastón empezó a vibrar y una corriente misteriosa de energía lo
volvió refulgente como los rayos del sol. Los símbolos geométricos que lo
ornamentaban se iluminaron, titilaron; entonces Van Strate estiró su brazo en
dirección al arqueólogo y la chica.
XIV
“COME FLY WITH ME
“
Un montículo de
valijas y mochilas.
¡Eso
era lo que necesitaba!
¿Quién las habría dejado allí
apiladas? ¿Quién sería el alma generosa que ponía, ante
la mirada desesperada de Indiana Jones, ese improvisado colchón?... ¿Soportarían la caída sobre
ellas?
No había tiempo para pensar. Tenían que saltar...
Y lo hicieron...
—¡Ahora, Meri! —gritó Indy al momento de jalarla y tirarse desde el
segundo piso de la mansión.
En ese mismo instante, y cuando todavía estaban en el aire, una
explosión descomunal borró de la faz de la tierra gran parte de la segunda
planta de la casona. La bola de energía incandescente, emanada del Achiku, dio
de pleno contra la cornisa en la que segundos antes Indy y Meri hacían
equilibrio. Miles de escombros saltaron en todas direcciones. Un manto de humo
negro ensombreció aún más la noche y un profundo olor a azufre quedó flotando en
el ambiente
—...¡Dios mío! —exclamó Palomino al observar cómo parte su
propiedad volaba en pedazos.
Merisa cayó sobre el abdomen de Indy con un alarido de dolor y
miedo en la garganta.
El equipaje era algo duro, pero lo suficientemente mullido como
para amortiguar la inercia del desplome. Indy se reincorporó como si fuera un
resorte. Comprobó no tener nada roto y verificó que Merisa estuviera bien.
—¡Salgamos de aquí! —exclamó agarrándola de la mano—. ¡Vamos, no
hay tiempo!
Merisa trató de observar la casa envuelta en humo. Al ver que era
imposible, bajo la vista a esas maletas que le salvaran la vida, y boquiabierta
leyó una inscripción recurrente en varias etiquetas pegadas en ellas:
VAN STRATE, N.
QUINTO REGIMIENTO
CUSCO (Perú) /
BARRA DO SAO MIGUEL (Brasil)
Despacho de equipaje
La densa
humareda les sirvió, sin querer, de pantalla.
Mientras los restos de la mansión ardían en llamas, Indy y Merisa
corrieron con exasperación, evitando las balas de los fusiles que, a ciegas, ya
empezaban a ser disparadas por los soldados.
Van Strate, todavía atónito por la furia desplegada por el cetro,
observaba su obra de destrucción y caos con los ojos abiertos como dos huevos
fritos.
—¡Aumenta su potencia con el uso! —exclamó retóricamente—. ¡Es
maravilloso!...
El coronel Palomino aún no salía de su asombro. Ante su mirada
aturdida, la propiedad de sus sueños se caía a pedazos.
—¡Van Strate, no era esto lo que pactamos! —increpó tomándolo por
el brazo—. ¡Mira lo has hecho!...
El traficante lo miró con desprecio, por encima del hombro. Clavó
sus fríos ojos en los del peruano y dijo con displicencia:
—¡Apártate de mí!
—¡Era la inversión de toda una vida! —reclamó, señalando el lugar
de la tragedia—. ¿Cómo reconstruiré todo esto? ¡Dímelo, holandés hijo de
perra!... ¿Cómo haré?...
Van Strate lo obvió casi con asco.
—No comprendes nada, Adán. ¡Nada! —masculló y salió caminando en
dirección al montículo de mochilas y maletas—. Dile a tus hombres que lo
encuentren y capturen.
A ciento
cincuenta metros de la casa estaba la pista de aterrizaje; una gruesa línea
asfaltada en la que reposaban tres aviones de carga, comprados a Inglaterra
después de terminada la Segunda Guerra Mundial.
Dos de los aparatos, a un costado, permanecían inactivos, sin dar
señales de emprender vuelo alguno. El tercero, tenía los motores prendidos y las
hélices ya giraban a una extraordinaria velocidad. El sonido era
ensordecedor.
Más allá, a un lado de la aeronave, una docena de cajones muy
altos, bolsas y contenedores de madera se desparramaban a escasos metros del
sector de carga.
Indiana Jones corría sujetándose el sombrero fedora. No llevaba
gran velocidad. Estaba agotado y el hombro, herido en Tuamotu, empezaba a
dolerle.
—¡Indy, estoy muerta! ¡No doy más! —reclamó Merisa agitada,
mientras lo seguía dando tumbos.
Un disparó chisporroteó en el pavimento, a escasos centímetros de
ellos.
—¡Un poco más, Meri! ¡Fuerza!
Se zambulleron detrás de un cajón.
—¿Cómo saldremos de ésta? —inquirió la muchacha.
Indy dirigió su atención al avión en marcha. La tomó fuerte de la
muñeca y salió disparado hacia la puerta de carga que, en ese mismo momento,
empezaba a cerrarse.
Dos disparos más... ¡Muy
cerca!... Indiana los
escuchó zumbar a milímetros de su cabeza.
El avión se movió. Parecía una morsa gigantesca que ganaba
confianza al acercarse al mar. Las alas giraron sobre un eje imaginario y la
trompa del aparato buscó la pista, dispuesto a tomar carrera y alzarse hacia el
cielo.
Indy alcanzó primero el sector de carga y ayudó a que la chica lo
imitara con un leve empujón hacia dentro.
Saltaron justo a tiempo. Tres segundos después, la puerta se
cerraba herméticamente tras sus espaldas, sirviéndoles de escudo a un enjambre
de balas dispuestas a matarlos.
Sin decir
palabra, y sofocado por la corrida, Van Strate se parapetó en el centro del
asfalto y miró cómo el avión carreteaba hasta el final de la pista.
—No escatimemos en gastos —arguyó con ironía y levantó nuevamente
el cetro.
Un cosquilleo, antes no experimentado, le recorrió todo el brazo y
alcanzó su pecho. El bastón vibraba entre los dedos del holandés.
—¡¡Puedo sentir el poder!! —gritó enloquecido, con el rostro
desencajado por una cruel felicidad.
Bajó el cetro y le apuntó a la aeronave, justo en el instante en
que iniciaba su carrera previa al despegue, en dirección suya.
El mango del Achiku se encendió y un remolino de luces multicolores
giró alrededor de su punta.
El espectáculo se reiniciaba. La fuerza del mito estaba dirigida
ahora contra ese avión que se acercaba cada vez a mayor velocidad. Pero cuando
la energía estuvo a punto de ser vomitada por la reliquia, el pesado cuerpo de
Adán Palomino cayó sobre Van Strate, desviando la “descarga”.
—¡¡Nooo...!! ¡¡El avión nooo...!! —gritó el coronel, al tiempo que
ambos caían, rodando por la pista, y el rayo luminoso del cetro salía expulsado,
como el haz de una linterna legendaria.
La centella recorrió la pista transversalmente a una velocidad de
sueño. Pasó a escasos metros de la proa del avión que despegaba, e impactó en el
ala derecha de uno de los dos aparatos restantes, que yacían a un costado de la
pista.
La detonación fue instantánea.
Ambas aeronaves explotaron y la onda expansiva tiró al suelo a los
soldados que se parapetaban a un costado de los bultos y cajones, recientemente
descargados.
Un hongo de fuego, humo y esquirlas de acero salieron despedidos en
todos direcciones.
El rugido de la explosión fue ensordecedor.
Para cuando Palomino y Van Strate se apoyaron es el piso, el avión
de carga en el que viajaba Indy, pasaba por sobre sus cabezas.
El depósito de
carga estaba atiborrado de bolsas de arpillera estampadas con el escudo del
ejército peruano. Una luz roja, proveniente de un foco protegido con alambres de
acero, era la única fuente de claridad.
Indy, tirado boca abajo, se secó la transpiración y observó a la
chica.
—Pensé que nos habían dado —dijo respirando entrecortado.
—¡Ese hombre está loco! —sollozó ella.
—Ojalá lo estuviera, Meri. Sabe muy bien lo que hace y quiere.
Merisa echó una ojeada rápida al lugar. El balanceo del avión era
imperceptible y el sonido de las hélices creaban un telón de fondo zumbante y
monocorde.
—¿A dónde vamos? —preguntó.
—No tengo idea... —repuso él—. Sólo sé que debemos regresar.
—¡¿Regresar?!... ¡¡Estás loco!!... ¿¿Para qué regresar?!
—David Morewest está allí —respondió lacónico.
Merisa guardó silencio. Suspiró profundo y se recostó contra una de
las bolsas.
—¡Dios mío, Indiana!... ¡En la que nos hemos metido! —Caviló dos
segundos y agregó:— ¡Y pensar que yo no quería tener problemas con la
milicia!...
Indy pareció no escucharla. Su mente estaba allá abajo, con el
pobre muchacho Morewest y... el cetro sagrado.
Se paró con dificultad. Le dolían todos los músculos del
cuerpo.
—¿Y ahora qué? —le inquirió Meri.
Se tiró la campera de cuero hacia abajo, ajustándola, alisó el ala
de su sombrero y dijo:
—Confirmar el cambio de ruta con los pilotos.
Colgada del
firmamento como si fuera una farola, la luz de la luna le daba a los Andes el
aspecto de un inacabable y rugoso cartón.
El avión sobrevolaba los picos nevados con dirección Este y su
sombra se movía, ondulante, cientos de metros más abajo, por cumbres
inalcanzables y lugares que quizás ningún hombre tocara nunca.
Indiana Jones caminó con sigilo hasta la puerta que comunicaba con
la cabina del piloto. El fuselaje del aparato era largo y repleto de bolsas,
cajas, artilugios y redes pegadas a la pared, que sostenían tubos y caños
inentendibles para la mentalidad de un arqueólogo.
Jones apoyó suavemente el oído en la superficie lisa de la portilla
y trató de oír a los pilotos.
Desde el fondo de la bodega, Merisa esperaba ansiosa con los ojos
clavados en su colega.
Indy levantó los hombros en señal de ignorancia y miró a la chica.
Meri lo llamó silenciosa con la mano. No quería que siguiera.
Entonces, la puerta se abrió desde adentro.
Indy no interpretó en primera instancia el gesto de Meri y miró
extrañado cómo a la chica se le fruncían las cejas por encima de unos ojos que
se abrían de par en par.
“¿De
qué se sorprendía?”.
Inesperadamente se percató de que la puerta de la cabina estaba
abierta. Era la causa del estremecimiento de Meri.
Giró en redondo y se topó con el pecho de un “King Kong” humano,
parapetado en el marco de la entrada, como si fuera el telón de fondo de un
teatro de ópera.
Monwo no le dio tiempo a nada. Apretó el puño izquierdo y lo zampó,
cual una maza de carne y huesos, contra el pómulo derecho de Indiana Jones;
quien salió despedido hacia atrás, dando un tumbo en el aire y estrellándose
estrepitosamente contra el piso de la bodega.
Bastaron dos zancadas para el matón lo alcanzara de nuevo.
Lo levantó por la solapa de la chaqueta, esbozó una mórbida sonrisa
y volvió a propinarle un poderosísimo puñetazo en la otra mejilla.
Indy rebotó contra el tabique del fuselaje y se desplomó otra vez
en el piso, arrastrando la espalda por la pared.
Turbado por la imprevista paliza, alcanzó a abrir los ojos y ver
junto a él una de las bolsas de arpillera del ejército. Sin más, la tomó por uno
de los bordes y la sacudió en semicírculo directamente contra la cabeza de
Monwo.
El gigantón recibió el golpe en plena cara. Trastabilló. Por un
segundo recuperó el equilibrio y, por segunda vez, la bolsa volvió a impactar
contra él, impulsada por la furia incontenible de Jones.
Monwo estaba mareado.
Indy se paró, ajustó la puntería e, imprimiéndole fuerza a su
pierna derecha, le clavó la punta del zapato en la entrepierna. Fue una patada
transmisora de odio. Un puntapié con el que pretendía dar por finalizada la
pelea.
Pero no... “Quería más...”. Ese
maldito “constructor de balsas” no se la
llevaría de arriba. Le debía unas cuantas y pensó cobrárselas en ese
momento.
Cuando Monwo subió un poco su cuerpo, una nueva trompada del
arqueólogo se llevó por delante la quijada del matón. Se escuchó un sonido seco,
de huesos que se rompían. “¿Eran las falanges de la mano o la carretilla
del asesino a sueldo que se partía?”... No
importó. Y de nuevo, otro guantazo en la cara, con el puño que restaba.
La adrenalina corría por las arterias de Indy. Estaba enceguecido.
Quería matar a ese hijo de perra. Más Monwo reaccionó con presteza. Soportó la
embestida y con la velocidad de una hiena traicionera, lanzó un zarpazo hacia
delante, apresándole a Indy los genitales.
—¡¡Auchh!!.... —gritó mientras era levantado en el aire, sintiendo
cómo le apretaban los testículos con saña incontenida.
El mundo se volvía negro. El dolor en la entrepierna se hacía
insoportable y el truhán seguía presionando más y más.
—¡¡Basta!!... —El alarido de Merisa retumbó por encima del ruido de
las hélices.
Desde atrás, agarró a Monwo por el pelo y forcejeó, haciendo
palanca hacia abajo con todo su peso.
Debió dolerle, porque de inmediato la presión en los testículos de
Indy menguó y el polinesio lo dejó caer al piso semiinconsciente.
Por sus movimientos pesados y torpes, Merisa lo comparó con
“Frankestein” cuando vió que
se daba vuelta y su manaza la agarraba por la cara.
Aquellos dedos eran feroces al apretar; prensas poderosísimas que
la separaron del piso y la levantaron como si su cuerpo fuera de felpa. Sintió
que su nariz y los maxilares se estrujaban dentro de la mano, y la respiración
empezó a faltarle.
Desde el suelo, Indy observó como Merisa se sacudía entre los dedos
de Monwo. “¡Le
iba a fracturar el cuello!”. “¡Ese
sádico la estaba ahogando!”. Intentó
pararse pero tropezó. Se volcó hacía un costado y antes de caer estiró el brazo
instintivamente para no golpearse.
Una palanca se interpuso en el camino y, sin quererlo, la jaló
hacia abajo con el peso de su cuerpo, mortificado por tantos golpes.
Súbitamente, todo el depósito del avión se convirtió en un remolino
de bolsas, cajas pequeñas y redes de contención, volando por el aire. La presión
bajó de golpe y un caos total llenó el ambiente.
“¡Había activado la puerta de
carga!... ¡Y
se estaba abriendo...!”.
La descompresión
fue tremenda y toda la nave dio un fuerte sacudón, sorprendiendo a los
pilotos.
Monwo, atónito, soltó a Merisa; que, absorbida por la puerta, salió
rebotando entre los cajones y bolsas desperdigadas, succionadas hacia
fuera.
Indy reaccionó guiado por el instinto de supervivencia.
Veloz como un rayo, apresó una de las redes que se zarandeaban
clavadas a la pared. Lo hizo en el segundo exacto. El vacío andino se chupaba
todo. Incluso su cuerpo, que, en posición horizontal y completamente en el aire,
luchaba por sostenerse a la vida con una sola mano.
El ruido era atronador. El viento helado de las montañas se colaba
por todas partes y reclamaba cada una de las cosas que la bodega contenía.
Indy entreabrió los ojos y observó cuál era la situación.
“¡Dios!”, exclamó
mentalmente. Las cosas no podían estar peor.
Tenía a Monwo amarrándole una de las piernas y sacudiéndose como la
cola de un cometa. La “Bestia” se aferraba
con desesperación. Por primera vez pudo sentir que tenía miedo.
Merisa, en tanto, sobrellevaba una situación aún más complicada:
había logrado, de milagro, apresar el borde de la puerta de carga y se
zarandeaba con medio cuerpo fuera del aparato.
“¡No
duraría mucho tiempo más!”.
Entonces, Indy reaccionó como un animal cercado.
Le imprimió vigor a la pierna que tenía libre y la impulsó
repetidamente contra la cabeza del polinesio.
Una... dos... tres
veces...
—¡¡Maldito!! —gritó— ¡¡Suéltame ya!!...
Con la cuarta patada, Monwo se vio exasperadamente libre y salió
rodando, dando manotazos, con dirección a la puerta abierta.
Merisa siquiera gritaba. De lejos, Indy alcanzó a ver su mirada de
resignación, de despedida. La chica sabía que iba a morir.
—¡¡Meriiii...!! —profirió Indiana con rabia—. ¡¡Aguanta!!...
De pronto, algo le impactó en la cara; algo que, como un látigo, lo
golpeaba una y otra vez.
¡Otra red desprendida!...
¡Lo
que necesitaba!
Se contorneó en el aire y con el brazo libre la agarró. Era
suficientemente larga. Alcanzaría.
Estiró la extremidad y la punta de la red llegó hasta Merisa.
—¡¡Agárrala!!... —le aulló iracundo—. ¡¡Agárrala, por
Dios!!...
En ese segundo, con el rabillo del ojo Indy se percató de que Monwo
no había caído. Estaba aferrado a un pesado cajón.
Merisa sintió que la red se ensortijada entre sus dedos, agitándose
con velocidad . Un movimiento seco y preciso fue suficiente para soltar el borde
de la puerta y apresar la malla de sogas con todas sus fuerzas.
Entonces, debido al peso, la red terminó por desenrollarse del todo
y la muchacha salió despedida fuera del aparato.
El hombro dolorido de Indiana experimentó un fortísimo tirón y
estuvo a punto de soltar la cota que mantenía a Meri unida al avión.
Merisa Linda Pretie, la especialista en arte, la estudiosa de
escritorio, volaba por encima de la cordillera de los Andes, zarandeándose de
una red, de arriba hacia abajo, sin poder frenar la potencia del aire.
Indiana Jones tensó los músculos, combatiendo el dolor de las
articulaciones que se dilataban en ambos brazos. Era impensable hacer fuerza.
Estaba siendo succionado y no podía soltar ninguna de las dos manos. De una
dependía la vida de Meri; de la otra, las vidas de ambos.
Era cuestión de tiempo, de resistencia. Sabía que en minutos la
presión de la bodega se acomodaría a la del exterior y la aspiración menguaría
poco a poco hasta ser sólo una ventisca helada.
Gradualmente, la tarea de sostenerse se fue aflojando. La posición
de su cuerpo ya no era completamente
horizontal.
En un momento, alcanzó con las rodillas el piso.
“Un
instante más y podría jalar con ambos brazos la red de Meri”.
—¡¡Soporta!! —gritó a sabiendas de que no lo podía oír.
Pero la vida no era sencilla, ni los ganchos que sostenían las
redes de buena calidad.
No bien Jones apoyó todas las piernas, la malla de red de la que se
agarraba se soltó.
“¡Mierda!, pensó; y rodó
dando bandazos hasta verse despedido por el aire, fuera de la bodega del
aparato.
Asombrosamente, el sombrero fedora seguía pegado a su cabeza.
Esperó caer en
picada, como un paracaidista sin paracaídas; pero eso no ocurrió.
Cuando volvió a abrir los ojos, se percató de que la red aún lo
mantenía sujeto al aeroplano. Otro gancho providencial la había retenido en el
borde mismo de la puerta.
Siete metros por detrás, Merisa, sujeta a su propia red, parecía un
barrilete sacudido por el aire. El también se sentía como una serpentina que
ascendía y descendía sin control.
A sus pies, las cumbres andinas reflejaban la débil luz de la luna
y el aire helado se les colaba por cada una de las costuras de la ropa.
¿Cuánto tiempo más resistirían? ¿En
qué momento saldrían despedidos definitivamente por los aires?
Una vieja ley decía que si las cosas pueden empeorar, empeorarían
con seguridad.
Y esa ley funcionó entonces.
Indy miró la abertura de la bodega. Deseaba alcanzarla, pero no
podía. Dentro del avión las cosas estaban más calmas; la succión había cesado.
Entonces, la musculosa presencia de Monwo se perfiló en la puerta
del aparato.
Un hilo de sangre le corría por la frente. Aún así, el polinesio
sonreía. Rengueó hasta el gancho que sujetaba la red de Indy y le dirigió mirada
que parecía ser la última.
—¡Estás muerto, idiota! —le gritó al arqueólogo; y empezó a
desenredar el manojo de sogas trabado en el garfio.
“Es
el fin”.
“No
hay salida ya”.
“¿Ese
polinesio obsecuente sería el que rubricara su larga vida de
aventuras?”.
“No
era justo”.
Monwo, ensimismado en la sádica tarea de desenganchar la red,
desoyó la orden que vino de sus espaldas.
—¡Alto! ¿Qué hace? ¡Deténgase o disparo!
La voz del copiloto no se dejó escuchar por el ruido infernal del
viento. El aviador desenfundó una pistola y le apuntó.
Volvió a exhortarlo a que desistiera de lo que hacía. Monwo hizo
caso omiso.
Fue entonces cuando el gatillo se jaló y la mano del polinesio se
sacudió, esparciendo sangre a su alrededor.
El dolor fue intensísimo. Monwo resbaló y cayó de espaldas contra
el piso, dando la cabeza contra el filo de la caja que, minutos antes, le había
impedido se precipitara al vacío.
El copiloto enfundó el arma y corrió hacia el cordel trenzado que
sostenía a los dos extranjeros.
Sin preámbulos, empezó a tirar de él, acercándolos lentamente hacia
el avión.
Tocar la superficie de la bodega fue como nacer de nuevo. Primero
fue Indiana, al rato Merisa.
Habían resucitado.
—¿Qué pasa acá? —preguntó el copiloto, viendo el caos en que se
había convertido su aeronave—.¡Casi nos matamos todos!... ¡Y este loco —agregó
señalando a Monwo—, quería liquidarlos!... ¡Demando una explicación, señor!
—Reclamó excitado.
El arqueólogo tomó asiento en el piso dando un respiro.
Ya no sentía su cuerpo. Estaba consumido.
Así todo consiguió la energía suficiente para quitarle al militar,
furtivamente, el revólver de la cartuchera y apuntarlo justo enfrente de su
nariz.
—Cambio de rumbo, capitán —le dijo secamente—. Pegue la vuelta ya
mismo. Volvemos a “casa”.
|
XV
EL HACEDOR DE IMPERIOS
Hacia las cuatro
de la madrugada, un batallón del ejército terminó de apagar el incendio del
segundo piso y todo pareció volver a la normalidad en la semidestruida mansión
de Adán Palomino.
El militar había perdido una pequeña fortuna como consecuencia del
exabrupto de Van Strate y no estaba dispuesto a tolerarle una acto más de
vanidad incontenida. Ese europeo era más peligroso de lo que pensaba y no
guardaba el recato ni la mesura del que habían hecho gala los oficiales nazis,
hacía más de un lustro.
El incidente con los aviones resultó ser la clave para darse cuenta
de que necesitaba alejar a su socio del cetro inca. Por centímetros, todo su
plan podría haberse ido por la borda esa noche. Así todo se sintió afortunado.
Los Apus parecían protegerlo. Y no era para menos: de seguro sabían que él, el
Coronel del Ejército Peruano, Adán Palomino Pampañaupa en breve concentraría la
capacidad creadora del mítico Manco Cápac.
Parado junto a David Morewest, el militar observaba extasiado el
trabajo del muchacho con un arma a la cintura. No quería importunarlo con
preguntas o sugerencias fuera de tono. Debía confiar en el trabajo del joven
arqueólogo. Morewest se desempeñaba bien bajo presión y el temor de ver a toda
su familia asesinada lo convertía en un colaborador de primera categoría. Van
Strate no se había equivocado al mantenerlo con vida.
David manipulaba el bastón con sumo cuidado. Temía desatar su ira
involuntariamente, por lo que trataba de tocarlo lo menos posible.
Esa pieza de orfebrería era exquisita; trabajada por un artesano
supremo y en un estilo que combinaba patrones claramente incaicos con algunos
rasgos polinesios, sólo detectables por un especialista como él.
Todo el cuerpo del bastón estaba tallado, mango incluido. Un mango
ancho en el que podía apoyarse toda la palma de una mano. En él, tres serpientes
bicéfalas se retorcían como rayos, partiendo de sus colas sendos símbolos
geométricos, llamados tokapus y que, según algunos estudiosos,
representaban una perdida escritura quechua. Los tokapus se extendían hasta la
base misma de la reliquia.
Revisó cada centímetro del artefacto durante más de cuarenta y
cinco minutos. Finalmente concentró su atención en la manezuela.
—¿Hay algo? —preguntó Palomino, sin poder contenerse.
Morewest no respondió. Siguió en lo suyo.
Tomó una lupa y acercó su ojo derecho al cristal para poder
apreciar en detalle cierta irregularidad en la cabeza de las serpientes.
Seguidamente agarró un pequeño palillo, muy delgado, e introdujo su
punta en el espacio correspondiente al ojo de uno de los ofidios.
Milagrosamente, se escuchó un “CLACK” y la parte superior del mango
saltó como si fuera una tapa.
—¡Por Dios! ¿Qué es eso? —inquirió el coronel.
David siguió explorando, sin responder.
Tenía ante sus ojos un espacio de escasa profundidad, de poco menos
de nueve centímetros de largo; y en el interior de esa incisión, una segunda
muesca que Morewest identificó al instante.
Levantó la mirada hacia Palomino y sentenció orgulloso:
—Aquí es donde se encaja la estatuilla.
—¿Es ese agujerito?...
—Sí; ahí va.
—¡No es posible!... ¿Cómo...?
—... El Kava Kava —interrumpió el muchacho— posee en la base una
leve protuberancia. Es mínima, pero suficiente para que encaje en este sitio
—dijo señalando el bastón y revelando un detalle sobre la deidad polinesia que
nadie conocía hasta entonces.
Palomino quedó pensativo.
—O sea que... ¿ya sabemos cómo unir las dos reliquias?
—Sí, coronel. La hierogamia es un hecho.
—¿Eh?...
—La hierogamia, señor. El “matrimonio sagrado”. Ya tienen, usted y
Van Strate, la unión concretada.
Palomino le palmeó el hombro sin quitar la vista del mango.
—¡Bien hecho, chico!... ¡Muy bien hecho!
—Espero que ahora cumpla con su palabra y me deje ir.
—¿Ir?... ¿A dónde? —inquirió distraído, recorriendo la reliquia con
la mirada.
—¡A mi país, coronel!... ¿A dónde si no?
Palomino se percató del pedido, entendido a medias.
—¿A tu país?... ¡Oh, sí, sí...! Claro que regresarás a tu país,
pero antes —agregó— debes acompañarme a un sitio para que me indiques cómo
ensamblar correctamente al Aku con el cetro.
Morewest vaciló. Se veía venir un imprevisto. La cacha del revolver
brilló en el cinturón del militar
—Traiga ahora la estatuilla —dijo David—. Se lo mostraré ya mismo.
Después, me marcho —y pensó en el pedido que le hiciera Indy horas atrás.
Tendría que perdonarlo, masculló. Ya había sufrido demasiada presión. Además, el
plan convenido había fallado y el oficial lo amenazaba ostensiblemente con la
pistola.
Palomino sonrió entre dientes.
—Lo siento, chico, pero no tengo el Kava Kava conmigo
—confesó.
—¿Cómo dice?...
—Que no está aquí. Lo mandé a un sitio seguro.
David dio un vistazo general a la habitación en la que
estaban.
—¿Y Van Strate?... —articuló intuyendo algo extraño.
El militar le acercó la cara. David pudo oler el agua de colonia
que se ponía después de afeitar.
—Óyeme bien, Morewest —dijo seriamente—. De esto —y señaló el
bastón abierto— ni una palabra a nadie, ¿comprendiste? ¡A nadie! Van Strate no
debe enterarse de nada. De hecho, espero no se entere nunca. En breve nos vamos
de aquí.
—¿Irnos?... ¿A dónde?
—Ya lo sabrás —respondió enigmático—. Y ahora, cierra esa cosa.
Ponle la tapa y guarda el cetro en esa cajuela —señaló, indicando con un gesto
de cabeza a una caja de madera muy lustrosa.
—P...pero, coronel...
—¡Nada de “peros”, Morewest!
—exclamó Palomino.
— ...¡Matará a mi padre!
—¡No seas idiota!... ¡Para mañana a la noche el holandés estará
muerto!
David se quedó extasiado. Los ojos abiertos como una estatuilla
mesopotámica.
—Pero, ¿dónde está Van Strate?...
El militar dio un giro y sin desdibujar su cáustica sonrisa de los
labios respondió:
—Ese idiota está obsesionado con Jones. Quiere matarlo a toda
costa...¡Já!... Pretende convencer a la gente de la pista de aterrizaje de que
salgan en su persecución.—David lo siguió sin entender bien nada—. ¡Mejor para
mí!... ¡Já!... El muy ególatra se descuidó en el momento menos conveniente. ¡Que
siga en la pista!... Mis hombres lo entretendrán el tiempo que necesitemos.
David Morewest ató algunos cabos sueltos.
—Creo entender ahora ... —dijo.
—¿Sí...? ¿Qué cosa?
—Porqué no viajó con nosotros a Barra do Sao Miguel... No quiso
arriesgarse. Pretendió resguardarse de cualquier peligro. Usted no sabía qué
harían esos indios con el cetro. Lo usó a Van Strate, ¡nos usó!, como
conejillos de Indias.
—No es ese el término que yo emplearía, muchacho —respondió
Palomino abrochándose su chaqueta—. Más bien diría que, como coronel, no es
bueno que esté en el frente de batalla. Para eso están los subalternos, los
soldaditos, “la
carne de cañón”... —Hizo un
impasse y agregó:— Pero yo también corrí riesgos.
—¿Cuáles?
—Dejar que Van Strate manipulara el cetro hace unas horas. Pero el
muy idiota se equivocó. Debió apuntármelo a mí, no a ese avión en el que escapó
tu querido profesor. Un grave error táctico, Morewest. ¡Já!... ¡Qué puede
esperarse de un simple anticuario!
Morewest lo miró con desprecio.
—Entre usted y él no hay diferencias, coronel. ¡Son idénticos!
—sentenció con ánimo de ofenderlo.
—¿Idénticos?... ¡Já!... —se jactó con suficiencia—. ¡No entiendes
nada, Morewest! Él es un simple ególatra con sed de poder. Yo, en cambio
–enfatizó—, ¡un hacedor de imperios!
XVI
FARDOS Y EXTREMIDADES
Desde el aire, Cusco se veía como un firmamento de luces
artificiales encajonado entre montañas; un manto titilante de diminutos focos
que se dilataba respetando la ondulante orografía de la tierra.
Indy no dejaba de apuntarle al piloto en la cabeza, al tiempo que
observaba por el parabrisas del avión aquel majestuoso universo de cerros
oscuros y sagrados.
—No hay forma de que pueda aterrizar en donde me pide, señor
—indicó el piloto, echándole un fugaz vistazo a su colega, encañonado por el
arma que Merisa le quitara a Monwo minutos antes—. Es una pista fuera de
servicio y sin luces. Imposible que pueda hacer algo.—Tomó aire, humedeció sus
labios y agregó:—Le repito, tenemos sólo dos alternativas: el aeropuerto de la
ciudad o la pista militar de la que partimos.
Indy frunció la boca.
—En ambos casos tendríamos que lidiar con sus “colegas” —dijo sin
esperar respuesta.
—Me parece algo inevitable, señor —terció el copiloto—. El país
vive una revolución y las Fuerzas Armadas se han hecho cargo de los puntos
estratégicos.
—¿Qué haremos ahora, Indy? —preguntó la chica.
—No lo sé...
—Disculpe, señor —intervino nuevamente el capitán—. Yo sólo soy un
piloto y estoy ajeno a los tejes y manejes de la política; pero, ¿por qué motivo
ese “chino” quería
matarlos, tirándolos del avión?
—¿No está enterado de nada? —repreguntó Merisa.
—No, señorita. Yo únicamente llevo vituallas de un lugar a otro.
Provisiones, armas, esas cosas... Por eso me sorprendió tanto ver lo que quería
hacer con ustedes.
—Ese tipo trabaja para “su”
jefe, capitán
—recriminó Meri.
—¿Jefe?... ¿Qué jefe? ¿El coronel Palomino?... No, señorita. Él no
es nuestro jefe. Nosotros —dijo cabeceando a su copiloto— dependemos del
Comodoro Sabaini; un amigo del coronel que tiene su asiento en Lima. Es sólo una
cuestión de favores.
—El capitán tiene razón, señor —intervino el otro, visiblemente
nervioso—. Nuestra misión era trasladar ese cargamento que hay..., bueno,
“que había” en el
depósito—aclaró al tomar conciencia del desastre.
—¿Cuál era el destino? —pregunto Indiana.
—Huancacalle —respondió de inmediato.
—¿Qué hay en ese lugar?
—¿Qué hay?... Nada. Es un pueblo al borde de la selva, justo en el
límite con la cordillera.
—Mi madre nació allí —intervino el copiloto—. No es más que un
caserío viejo con un destacamento militar y una calle de tierra. Un pueblo de
campesinos, señor.
Merisa miró extrañada a su compañero.
—¿Qué iba a hacer allí ese truhán?—dijo refiriéndose a polinesio,
maniatado en el otro compartimiento.
—Lo desconozco, señorita —contestó el piloto creyendo que la
pregunta iba dirigida a él—. Subió al avión a último momento por orden de
Palomino. Dijo que supervisaría el embarque.
Indy miró hacia el depósito.
—¿Qué es lo que traen en las bolsas y cajas que quedan atrás?
—indagó.
El piloto levantó los hombros y movió la cabeza negativamente.
—No lo sé.
Pensativo, Indy dio media vuelta sin decir nada y, saliendo de la
cabina, ordenó:
—Vigila a estos dos. Ya regreso.
La bodega era un desastre absoluto. Todo estaba desordenado. Muy
lejos habían quedado los cuidadosos pilones de bolsas y cajas de antes del
despegue. Sobre la derecha, Monwo, aún inconsciente y fuertemente atado con
redes, no parecía ser el asesino frío e inmisericorde que en verdad era. A la
izquierda, sólo seis de las muchas bolsas del cargamento inicial ornamentaban el
piso del avión; y un cajón de madera alto y pesado se sacudía levemente con el
movimiento propio de la nave, a pocos metros de la puerta, ya herméticamente
cerrada.
Indy agarró una de las bolsas.
Tenía un peso regular. De hecho había sacudido sin dificultad una
de ellas contra el rostro de Monwo, y no recordaba haber tenido que hacer un
esfuerzo extremo para ello.
La tanteó. Pequeñas partes de algo se reacomodaron en el interior.
Semejaba un almohada rellena de... “¿piedras?...” No. No
eran piedras. No pesaban tanto. “¿Partes plásticas de algún aparato o
máquina?...”.
Tampoco... “¿Qué demonios...?”.
Tiró con fuerza de un extremo dos veces. Las ligaduras se
partieron e Indy metió el brazo en el
interior. Rebuscó con sus dedos, aprisionó parte del contenido y extrajo la
mano.
Cuando la tuvo a la vista no pudo más que sentir una extraña
sensación y un incómodo latir de sienes.
Eran...Huesos...
...Huesos humanos.
—¡Por Dios! ¿Qué es todo esto? —exclamó en voz alta,
sorprendido.
—¿Qué pasa? —preguntó Merisa desde la cabina.
Indiana revisó los restos óseas con detenimiento.
Los manipuló de un lado a otro, haciéndolos girar entre los dedos;
revisando la porosidad, peso y estructura.
—¡Es extraño! —gritó ladeando la cara hacia la cabina, compitiendo
con el ruido de las hélices.
—¿Qué es extraño? —respondió la muchacha, elevando también su voz,
claramente inquieta.
—¡Esto está lleno de huesos humanos!
—¡¿Qué?!...
—¡Huesos!... ¡Antiguos huesos humanos!... ¡Restos de momias
precolombinas!... ¡Aguarda un segundo!
Abrió ansiosamente una segunda bolsa.
Mismo contenido.
—¡Indy! ¿Qué pasa allá atrás!
—¡Que esperes, Merisa!... ¡Ya voy!
Dio un medio giro y alcanzó la gran caja rectangular de
madera.
Buscó una barreta. La encontró debajo de una manojo de redes
retorcidas, a un metro de distancia.
Introdujo la punta en el borde de la tapa e hizo palanca.
El interior de la caja estaba repleto de aserrín y trapos
recortados.
Los quitó y, una vez más, su capacidad de asombro se vio
superada.
—¡Por mil demonios!... —prorrumpió con un grito ahogado.
—¡Indiana!... ¡Dime qué pasa, por favor!...
Henry “Indy” Jones tiró su
sombrero hacia atrás y se rascó la
nuca.
—¡No vas a creer lo que hay acá! —dijo sin poder quitar los ojos de
la caja abierta.
—¡¿Qué hay?!... ¡Indy!... ¿Qué encontraste?...
—¡Algo sumamente interesante! —respondió manteniendo el
misterio
—¡¿Qué es?!...
—¡Un fardo funerario intacto, Meri!... ¡La momia de un Emperador
Inca en perfecto estado!
Desde tiempo inmemorial, mucho antes de que en el Perú emergieran
las llamadas “Grandes Culturas Andinas”, la creencia
en la vida después de la muerte era manifiesta y ritualizada cotidianamente.
Prueba importante en ese sentido fue la prolijidad con que se trataba de
conservar el cuerpo de los difuntos y las permanencias y viandas que portaban en
sus tumbas.
El cuerpo era momificado con técnicas que se desconocían; aunque el
clima frío y seco de las sierras y el sol, fueron sin duda aprovechados, al lado
de otros recursos técnicos que los arqueólogos investigaban denodadamente.
Indy tenía ante sus ojos una típica momia o malki quechua.
Enjuta, reseca, en clara posición fetal y exhibiendo una sonrisa discontinua de
dientes carcomidos. Su vestimenta era colorida, como si no hubiesen pasado los
siglos para esos fantásticos pigmentos naturales. El rojo se combinaba con el
amarillo y el blanco, prefigurando lo que parecía ser un vestido ceremonial de
alto valor simbólico-religioso. Sobre la frente del difundo, una bincha
exquisitamente tejida le rodeaba el cráneo y una borla azul, que partía de ella,
colgaba inmóvil a un costado de la cara.
Indiana identificó de inmediato ese atributo de realeza. Era una
mascapaicha o borla real.
El distintivo exclusivo de los reyes incas. La “corona” andina.
Indy sabía que los restos de los antiguos monarcas eran uno de los
objetos arqueológicos más buscados del Perú. Su relevancia histórica y simbólica
movilizaba a exploradores e investigadores de todo el mundo, que recorrían
cerros y selvas en pos de los objetos más sagrados que dejaran los
“Señores del Tahuantinsuyu”: sus propios
huesos.
E Indy tenía ante sí una cantidad extraordinaria de ellos.
Apoyó la rodilla izquierda en el piso y, acariciándose la barbilla,
observó detenidamente a la momia.
Extasiado ante tal visión, las cuencas vacías de los ojos de la
malki se transformaron en dos túneles que transportaron las ideas de Indy por un
laberinto de textos, teorías y experiencias previas, que poco le costó ordenar.
De pronto, desde una región lateral de su cerebro docente, un
discurso académico tomó forma hasta hacerse conciente:
“Para los Incas la muerte era sencillamente el pasaje de
una vida a otra. Nadie se atormentaba frente a ella, ya que existía la certeza
de que los descendientes del ayllu (comunidad, familia) cuidarían del cadáver
(momificado o simplemente disecado), llevándole comida, bebidas y ropajes
durante los años futuros. No tenían presente la idea de un Paraíso terrenal, ni
del Infierno, y menos aún de un Purgatorio. No creían en la resurrección de los
muertos, sin embargo estaban convencidos de otras cosas. Por ejemplo, de que el
Camaquen (fuerza vital) sólo
desaparecía cuando el cadáver se quemaba o desintegraba.
“La palabra quechua camaquen, mal traducida
por los doctrineros católicos como "alma", hacía referencia a un componente muy
importante de la cosmovisión andina. No sólo el hombre poseía camaquen, sino
también las momias de los antepasados, los animales y ciertos objetos inanimados
como los cerros, los lagos o las piedras. Esta fuerza vital o primordial, que
animaba a toda la creación, constituía un clarísimo testimonio de que en el
ámbito andino lo sagrado envolvía al mundo y le comunicaba una dimensión y
profundidad muy particular. Todas aquellas cosas y lugares considerados sagrados
y merecedores de reverencia y respeto se los conocía con el termino Huaca, y las momias de los grandes
señores lo eran en grado sumo.
“Estas creencias obligaban a mantener
intacto el cuerpo de los muertos y para ello se pusieron en práctica diferentes
métodos de "momificación", que variaban según la dignidad de los difuntos.
“En algunas regiones, como en la costa
desértica del Perú, se dejaba que el cadáver se deshidratara debajo de los rayos
del sol, en un clima por demás seco. En la sierra, en cambio, las condiciones
frías de los altos picos y altiplanos coadyuvaban a desecar naturalmente el
cuerpo para su "eterna" conservación.
“Con todo, los más grandes dignatarios del
Estado incaico, experimentaban también un proceso artificial de momificación que
consistía en la aplicación de cierto betún (como contaba Garcilaso) y de sebo
con maíz blanco molido (mullu), junto con otros ingredientes y conservantes. Una
vez acondicionado, el cadáver era trasladado a su machay (cueva), para ser colocado junto
con los demás difuntos de su familia (ayllu). Era, pues, una preocupación
constante el que sus cadáveres no desaparecieran, porque su conservación
significaba seguir "viviendo".
“Esta práctica, general entre todos los
hombres comunes del Imperio, se volvía mucho más complicada en el caso de los
grandes señores del Tahuantinsuyu.
“Cuando un emperador Inca moría, el derecho
a seguir gobernando, a declarar la guerra y a imponer impuestos en el reino era
transmitido a uno de sus hijos, que se convertía en su sucesor y heredero
principal. Sin embrago, según queda claro en las crónicas, el nuevo Inca
gobernante no recibía la herencia material de su predecesor. Los palacios del
emperador fallecido, sus tierras, sus bienes muebles, sus servidores (yanas) y
demás posesiones seguían siendo tratadas
como propiedades suyas y eran confiadas a su panaca, un amplio grupo de personas que
incluía a todos los descendientes directos del Inca, excepto su sucesor en el
mando. Estos herederos secundarios no poseían realmente los objetos antes
citados, sino que la propiedad seguía perteneciendo al difunto rey. El propósito
primordial de la panaca consistía en servir de corte al rey muerto, mantener su
momia y perpetuar su culto. El difunto era tratado como si siguiera con vida,
razón por la cual, amén de su poder político (que no perdía), se le adosaba un
incremento del "poder mágico" que lo convertía en una Huaca más del mundo andino.
Se creía que el orden universal dependía
del poder de esas momias; por ello, en caso de que esos santos fardos fueran
capturados por el enemigo, la única opción que quedaba era rendirse para
recuperarlos.
“Las momias imperiales eran también
consultadas en momentos específicos, por sacerdotes especialistas en el asunto;
por tanto, una vez muerto, el cuerpo del inca se transformaba en un prestigioso
oráculo. Además, participaban en las
grandes fiestas que se organizaban en la plaza central del Cusco; se las sacaba
en procesión por los campos, cuando las sequías amenazaban las cosechas y
marchaban al frente de los ejércitos, cuando el Estado ordenaba la anexión de
nueva mano de obra y tierras.
“La vida social de las momias tampoco
terminaba. Esos inmóviles y secos "bultos" continuaban participando en reuniones
familiares, en las que se juntaban con sus otros antepasados muertos,
compartiendo bebidas, comidas y fiestas; siendo los miembros de las panacas
respectivas los encargados de trasladarlas de un lugar a otro.
Indy recordó una vieja cita de un español,
el Padre Francisco de Ávila, quien supo sintetizar el tema cuando señaló:
"Para los indios son de mucha veneración los cuerpos de los difuntos
progenitores (...) y a éstos adoran como dioses" .
—¡Indiana!
El llamado de Merisa lo sacó de su mundo de
ideas. Ahora sí creía entender el porqué de toda esa carga funeraria en un avión
del ejército.
Se reincorporó y caminó tambaleando hasta
la cabina.
—Tranquila, Meri —dijo al entrar—. Todo
está en orden.
La chica lo observó un tanto ofuscada.
—¿Por qué te tardaste tanto?... —gruñó—.
Pensé que te había pasado algo.
El piloto volteó sobre su butaca.
—¿Qué dice usted? —preguntó—. ¿Hay una
momia allí atrás?
Indy asintió con la cabeza. Aún tenía
conceptos dándole vueltas dentro suyo.
—Sí —contestó—. Y de gran valor.
El copiloto se retorció, como quien sufre
un escalofrío.
—No es bueno transportar ese tipo de cosas
—dijo—. Traen mala suerte. ¿Usted conocía lo que traíamos, capitán?
—En absoluto —respondió el piloto—. Soy muy
respetuoso en esos temas. De haberlo sabido no habría aceptado el viaje. Conozco
demasiadas historias al respecto y ninguna tuvo final feliz...
—¿A qué se refiere? —inquirió Meri.
—A maldiciones...
—¡Oh, por Dios! —exclamó la chica con
escepticismo—. ¿La maldición de las momias? Usted no cree en esas cosas, ¿o
sí?...
—No es cuestión de creer o dejar de creer,
Meri —interrumpió Indy—. Es cuestión de hechos. Y ellos nos indican de que Van
Strate y Palomino están convencidos de que ese fardo funerario tiene algún tipo
de valor y poder. —Meditó unos segundos—. ¿Para qué llevar tantos huesos a
Huancacalle?... ¿Por qué enviar a ese Monwo a que los protegiera con tanto
compromiso?... ¿Por qué pedir un avión especialmente destinado para esa carga?
Me parece —meditó— que encontramos, sin querer, el camino que nos lleva a la
ceremonia final con el Achiku.
Merisa se quedó mirándolo, en tanto
procesaba los datos. Por último preguntó:
—¿Tú crees?
Indy apoyó su mano sobre el hombro del
piloto. Quería insuflarle confianza.
—Capitán —dijo—, ¿cuál es el cerro
protector de la región de Huancacalle?
El copiloto no pudo contener la respuesta
que conocía; y con tono grave y solemne repuso:
—Mi madre siempre me hablaba de él cuando
era chico. Es un “Apu” poderoso, señor. El más poderoso y respetado de la
zona.
—¿Qué nombre es el que le dan los
lugareños? —inquirió el arqueólogo.
—Wiracochán, el Gran Apu
Wiracochán.
El corazón de Indiana Jones dio un
respingo. Una ladeada sonrisa socarrona se le formó en la boca.
Miró al copiloto.
Miró a Merisa.
Volvió la vista al capitán y repuso con
autoridad:
—Pegue la vuelta... ¡Volvemos a
Huancacalle!
XVII
JUDAS
Adán, el Primer Hombre de la mitología
bíblica. El responsable de la Caída. El origen de todo el linaje humano. Con él
se había iniciado la historia y el sufrimiento, el dolor y el trabajo. Por su
error, todos debieron soportar el castigo divino, perdiendo el Paraíso y la
bienaventuranza terrenal. Sinónimo de codicia, ambición e ignorancia, ese nombre
denotaba ideas que Palomino Pampañaupa estaba dispuesto a cambiar.
Para entonces, creía fervientemente que su
apelativo no era una mera coincidencia. La predestinación se encarnaba en ese
nombre de sólo cuatro letras, que repetía sintomáticamente en dos oportunidades,
y como única vocal, la primer letra del
alfabeto.
Adán.
Adán Palomino.
Coronel Adán
Palomino Pampañaupa, el nuevo Creador.
El promotor de un nuevo orden que
rescataría del pasado lo mejor de sus antecesores con el poder del
Achiku, el sagrado cetro de Manco Cápac.
Adán, el Orejón Imperial, el
Neoinca; el hombre más poderoso de la tierra.
Así se veía.
Así se sentía.
Y así actuaba en consonancia con sus
creencias y ambiciones.
Cuando Natasius Van Strate entró en su
oficina, agitado y echando relámpagos por los ojos, Palomino sonrió por dentro.
Una misteriosa sensación de poder le inundó el cuerpo. Sabía que tenía un as en
la manga, pero no era el momento de jugarlo. Le daría tiempo a ese europeo
presumido para que siguiera sintiéndose dueño de la situación y después, sólo
después, desencadenaría sobre él toda su furia.
—¡No hay caso! —exclamó el holandés,
caminando directamente hacia el bar—. ¡Tus hombres no han podido localizar el
avión! ¡Esos idiotas no sirven para nada!... Me pregunto cómo pudieron llevar a
cabo el golpe de estado con un coeficiente intelectual tan bajo... ¡¿Es que
nadie puede encontrar un avión de carga y bajarlo a cañonazos?!...—Se sirvió una
medida de coñac y la bebió de un solo sorbo.—Y tú, ¿qué has hecho? —inquirió
inquisitivo al joven Morewest, que mudo como una estatua permanecía fijo en un
rincón de la oficina.—¿Has podido ensamblar algo?...
—No —interrumpió Palomino.
—¿Cómo que no?... ¿Dónde está el
bastón?
—En su nuevo estuche —respondió, señalando
una caja de cedro brillante, depositada sobre la mesa principal del cuarto.
—¿Y el Kava Kava?... ¿Qué esperas, Adán?
¡Vamos! ¡Dásela al chico y que haga su trabajo! ¡No tenemos todo el tiempo del
mundo!
Palomino asintió con un leve movimiento de
cabeza y miró a David. El joven arqueólogo temblaba por dentro.
—Venga conmigo, Morewest —dijo el oficial,
guiñándole disimuladamente un ojo—. Busquemos un sitio en donde pueda trabajar
tranquilo. Traiga el estuche.
David obedeció y caminó hacia la
puerta.
Van Strate se sirvió otro vaso de coñac y
antes de terminar de llevar el contenido a sus labios preguntó:
—Oye, Adán, ¿dónde está Monwo? Necesito
hablar con él.
Palomino titubeó.
—No lo he visto —y junto con David Morewest
abandonaron la estancia.
A las cuatro de la madrugada, la aeroplano
particular, que el Comodoro Sabaini enviara desde Lima por pedido expreso de su
amigo el Coronel, aterrizó en Cusco.
El piloto no pudo más que sentirse
sorprendido al ver los dos grandes aviones de carga aún humeantes a un costado
de la pista.
Apagó el motor, descendió y trató de
averiguar qué había sucedido entre los muchos soldados que iban y venían de un
lugar a otro, evidenciando un nerviosismo poco habitual a esas altas horas de la
noche.
La verdad fue que se topó con un muro de
hermetismo. Nadie daba explicación de lo acaecido. Parecían haber hecho un pacto
de silencio que excluía a todo forastero. Y él, un hombre la Fuerza Aérea, era
un forastero en aquel enclave del Ejército.
Sin prisa, se dirigió hasta la casa
principal y se anunció.
Minutos después, Adán Palomino lo recibió
en privado y le dio una serie corta de instrucciones.
El piloto no discutió ninguna. No era ésa
su tarea específica.
Aceptó los lineamientos generales y cuando
transitaba uno de los pasillos que lo devolvían al parque, Natasius Van Strate
se cruzó en su camino.
El holandés intuía que algo andaba mal. No
sabía bien porqué, pero una sensación de vacío en el estómago, muy parecido al
mariposeo que decían experimentar los enamorados, lo tenía inquieto. Sumamente
inquieto.
No encontraba a su guardaespaldas y nada se
sabía de Jones, ni el avión de carga en el había huido. Por su parte, Palomino
se movía de una forma anómala. Lo evitaba y creía haber percibido una cierta y
misteriosa complicidad con el joven Morewest. ¿Era eso posible?... ¿Estaban
tramando algo a sus espaldas?. Tenía que estar alerta. No podía perder las
riendas de un tema que, desde el principio, él había dominado. Así todo, se
sentía sobre un caballo que ya no obedecía completamente sus ordenes.
El piloto le dirigió una mirada cordial de
compromiso y prosiguió su marcha.
No había dado una media docena más de pasos
cuando Van Strate lo llamó.
—Oficial, un momento, por favor.
El piloto se detuvo y volteó con
indiferencia.
—Señor...
—Acaba de llegar, ¿no es así? —interpeló
con amabilidad el holandés.
—Sí, señor.
—Y, se puede saber, ¿desde dónde?
—De la capital.
—De la capital... —repitió—. De Lima, muy
bien. Y... dígame, ¿a qué ha venido?
El hombre acomodó sus hombros. La pregunta
lo había inquietado.
—No puedo responder a eso, señor. Tengo
órdenes de no hablar con nadie.
—¿Órdenes?... ¿Sí?... ¿De quién?
—De superiores, señor.
—Sea específico, mi amigo. ¿Alguien de esta
base militar?
—Le repito que no puedo responder a
eso.
—Mire, oficial, yo tengo capacidad de
decisión en este lugar. El coronel Palomino puede dar cuenta de ello.
—Pues si es así —respondió secamente el
piloto—, ya sabrá cuales son los movimientos a seguir y no tiene porqué
preguntármelos a mí. Hable con el coronel.
—¿Él se los informó? Los movimientos a
seguir, digo....
El sujeto no respondió.
—Bien —repuso Van Strate—. Gracias de todos
modos; y disculpe usted.
—A sus órdenes, señor —y giró marcialmente,
reiniciando la marcha.
Lo dejó avanzar unos pasos. Entonces, desde
lejos, y tirándose al vacío, el holandés
inquirió:
—¡Oficial!... ¿A qué hora es que parte el
vuelo del coronel Palomino?
Sin pensar, el piloto volteó hacia él y
respondió:
—En dos horas.
Van Strate apretó las mandíbulas,
conteniendo la furia que le nacía del pecho.
Un segundo después, daba trancos iracundos
en dirección de su propio cuarto.
“¡¡Maldito!!”.
El reloj de pie del salón principal dio
seis campanadas y sus agujas, perfectamente alineadas, anunciaron que era el
momento de partir. Claro que para entonces la mansión estaba ya desierta.
David Morewest tenía puesto una cazadora
color claro y un amplio sombrero de fieltro al tono. Mientras circulaba por la
pista de aterrizaje con paso veloz, detrás de Palomino, advirtió algo inusual en
el militar. En primera instancia no supo distinguir de qué se trataba. ¿Era la
gorra que encapotaba su cabeza?... No, no era eso. ¿Su modo de caminar, nervioso
y alterado?... Tampoco.
Aceleró el tranco y cuando se puso a su
lado lo observó con detenimiento.
¡Eran sus orejas!
¡Tenía las orejas alargadas casi hasta los
hombros! Ellas eran las que se sacudían levemente con cada paso que daba.
—¡Morewest! —exclamó Palomino al verlo—.
¡Me alegro de que seas puntual! ¡Vamos! ¡No te quedes atrás! ¡El avión nos
espera! —y apretó el estuche bajo su axila.
El piloto de la Fuerza Aérea aguardaba al
pie de la puerta, distendido.
—Todo listo, coronel —repuso chocando los
talones—. Cuando usted disponga.
Palomino subió al aparato asintiendo con la
cabeza.
Morewest volvió su cara hacia la mansión y
se quedó paralizado observándola. Sabía que allí, en breve, un nuevo crimen iba
a cometerse. Van Strate sería sorprendido y fusilado sin miramientos por los
hombres del coronel. Esa era la orden.
—¡Morewest! —escuchó desde el interior de
la avioneta—. ¡Apúrate! ¡No es momento de sentimentalismo estúpidos!
Quince minutos más tarde, el aparato
sobrevolaba las montañas, que despertaban a la luz con los primeros rayos del
sol.
XVIII
EL
ULTIMO AMANECER
Indy se apoyó sobre una saliente de la
montaña y volteó para mirar a Merisa. La arqueóloga venía resoplando rabia y
cansancio detrás suyo. Hacía más de una hora que ascendían por senderos mal
definidos, caminos de ripio y restos de viejas escalinatas incaicas esculpidas
en las laderas del cerro.
El objetivo era alejarse del poblado de
Huancacalle lo antes posible y dejar atrás el avión de carga, a sus pilotos y a
Monwo que, de un momento a otro, recobraría el conocimiento. No había tiempo más
que para huir. Ese parecía ser el destino de ambos desde hacía varios días.
Bajaron del aparato dominando los nervios y
tras pasar por el puesto de guardia del destacamento local, apuntaron sus pasos
directamente hacia la base del primer cerro que tenían a mano y empezaron a
escalar; para tomar distancia de los hombres de Palomino y el holandés.
Cuando iniciaron la ascensión la noche era
aún cerrada, pero con el paso de los minutos la claridad del nuevo día empezó a
despuntar detrás de las montañas circundantes.
Indy miró hacia el valle en el que se
levantaba el pueblo.
Era un mero caserío sucio y destartalado.
Sólo la pista de aterrizaje, y el enorme avión en el que habían viajado,
acercaban el lugar al siglo XX.
—¿Te sientes bien? —le preguntó a Merisa,
desviando la vista de la panorámica.
—Cansada; muerta, pero bien... No recuerdo
haber hecho tanto ejercicio en mi vida. ¡Eres increíble, Jones! ¡Haces que los
días se vuelvan peligrosamente interesantes!.
Indy sonrió.
—Y aún falta lo mejor.
—¿Crees que podremos detenerlos? —preguntó
la chica con un leve cambio en el tono de voz.
—Hay que intentarlo, no tenemos
opción.
—Sí que la tenemos...
—No en mi caso —interrumpió—. Estoy
obligado a hacer lo posible para que ese bastón no caiga en malas manos.
—Ya está en malas manos, “joven
doctor”.
Indy enfocó a sus bellos ojos.
—No sé si preocuparme por eso o por la
ironía con que has pronunciado la palabra “joven”....
Merisa sonrió y le dio un tierno beso en la
mejilla.
—Estoy contigo, tonto. Yo también me siento
obligada a ayudarte; aunque no crea mucho en esas historias que me has
contado.
Indy no dijo nada. Regresó la vista hacia
el poblado y percibió como el sol aparecía detrás de la montaña que tenía
enfrente suyo.
Se quedó pensativo.
—¿Qué pasa? —interpeló Meri con
dulzura.
Indy se rascó la barbilla y acomodó su
sombrero.
—Observa bien este espectáculo —dijo
señalando el paisaje—. Quizás sea el último amanecer.
Meri permaneció en silencio.
Detrás suyo la majestuosidad del Wiracochán
se elevaba hacia el cielo, esgrimiendo las dos puntas rocosas que, como cuernos
naturales, lo diferenciaban de todas las demás montañas de la región.
Monwo entró en la casilla que oficiaba de
“torre de control” y sin pedir permiso a nadie se hizo de la radio. El
suboficial a cargo no arriesgó su pellejo ante el gigante y buscó el signo
aprobatorio de los dos pilotos que lo acompañaban.
—Es el hombre de confianza del coronel
Palomino —informó uno de ellos y sacó un cigarrillo.
El polinesio buscó la frecuencia apropiada
y apretó dos veces consecutivas el botón del intercomunicador que tenía en la
mano.
No hubo señal alguna.
—¡Esta porquería no anda! —le gritó al
lugareño, lleno de ira
—Está descompuesta desde hace dos semanas y
no han mandado a nadie a repararla. Hemos hecho el reclamo un montón de
veces...
—¡Mierda! —explotó el grandulón, arrojando
el intercomunicador contra la vieja consola—. ¡Nada funciona como debiera! —Giró
bruscamente en dirección a la pista—. Reúna a todos sus hombres sargento.
Tenemos que matar a Jones y a la chica.
—¿Jones?... ¿Qué Jones?... ¿El hombre de
sombrero? —inquirió el militar.
—Sí. Quiero a ese perro muerto antes de que
anochezca.
—Pero... ¿no venían con ustedes?
Monwo pareció inflarse de rabia.
—¡No haga tantas preguntas y obedezca!
—aulló—. ¡Son órdenes del coronel Palomino!
—¡Ey, un momento! —interrumpió irritado el
piloto—. ¿Quién demonios es usted para ordenar semejante cosa?... ¡No puede, así
como así, mandar a matar a personas! ¿Acaso está loco?... ¡Aguarde ordenes
directas del coronel, sargento!... No me esperaba nada esto.
El puñetazo fue directo a la nariz.
Incontables gotitas de sangre se
esparcieron por doquier, antes de que el piloto cayera desplomado en el
piso.
Monwo se acomodó la ropa y dirigió una
furibunda mirada al copiloto, que permanecía impertérrito a un costado.
—¿Algún comentario, “señor”?
—inquirió reclinándose sobre él.
El copiloto negó con la cabeza sin decir
palabra.
David Morewest no podía apartar sus ojos de
las orejas de Palomino. Eran asquerosas, poco estéticas, casi bizarras. Le daban
al coronel un aspecto exótico y aún se veían moradas a causa del esfuerzo
producido por el rápido estiramiento. Semejaban dos jirones de carne podrida,
zarandeándose por el movimiento del avión.
—¿No te gustan, muchacho? —inquirió
sarcástico el militar, al advertir la curiosidad del arqueólogo—. Pues, como
sabes, esto era signo de dignidad hace muchos años. Y en un momento como el que
se acerca hay que mostrarse digno, ¿no crees? —David desvió la vista hacia la
cordillera recién amanecida—. Muy pocos tendrán el privilegio de lucir orejas
como estas —agregó—. Pero, si te portas bien...
Morewest cerró sus ojos. Suspiró profundo.
Estaba lleno de temor.
Ese hombre que viajaba a su lado esta
completamente loco.
Cuando la media docena de changadores
terminó de descargar la bodega, Monwo esperó a estar solo y subió al avión de
carga por la gruesa explanada de metal. A pocos metros de la pista, el sargento
de Huancacalle despachaba a su reducido grupo de hombres tras los pasos de Indy.
Todo parecía normalizarse, pensó el polinesio.
Avanzó unos pasos, se arrodilló y tras
correr una planchuela de acero se topó con la portezuela de rejas que había
empotrada en el piso del aparato.
La levantó y observó casi con reverencia la
grotesca figura del Aku Kava Kava, allí escondida.
Tomó la reliquia, la metió en una bolsa y
regresó al exterior. El suboficial local se le acercó presuroso.
—Caballero, todo esta listo: los soldados
despachados y el cargamento del avión preparado para ser transportado. Los
porteadores aguardan. ¿A dónde lo llevamos?
Monwo señaló el Wiracochán y dijo
secamente:
—Allí arriba.
—¡Es imposible, Indy! ¡No podré cruzar por
ahí!
La voz de Meri sonaba trémula. Estaba
pálida como un papel y siéndole imposible quitar sus pupilas del largo tronco
que conectaba las dos salientes de la montaña, separadas por un precipicio de
casi veinte metros de ancho y unos doscientos de profundidad.
—Es el único camino. Tenemos atravesarlo
—expresó Indiana—. El tronco en grueso, Meri, No habrá problemas. Confía en mí.
Yo pasaré primero y verás que es cosa de niños—. Se ajustó el fedora a la cabeza
y se lanzó a hacer equilibrio.
—¡Indy, espera! —gritó su colega—. ¿Qué
pasará conmigo si te matas?... ¡No cruces por ahí, por el amor de Dios!
¡Encontraremos otro sendero!
—¡No hay otro, Merisa! —clamó Jones
dirigiéndole una ojeada colérica, desde el borde de abismo—. ¡No podemos
regresar sobre nuestros pasos! ¡Nos van a matar! ¿No lo entiendes?
La muchacha vaciló. Fue el instante justo
para que Indy diera el primer paso sobre el tronco e iniciara el cruce.
El árbol se balanceó. Ese puente artesanal
era demasiado redondo y con pocas ramas que lo sujetaran por los laterales. No
cabía duda de que era inestable.
“No será tan sencillo”, pensó para
sus adentros; pero continuó la marcha.
Gradualmente, paso a paso, centímetro a
centímetro, Indiana Jones fue ganando distancia. A sus pies, que sobresalían
asomando las puntas sobre el abismo, corría un pequeño arroyo anónimo que Indy
trataba de no mirar para evitar el mareo. Cada movimiento de piernas era una
eternidad. Tenía que concentrar la vista en el tronco, no en el precipicio que
se abría por debajo de él.
“Las rugosidades del árbol talado”,
a ellas debía dirigir su atención. A cada veta, a cada irregularidad natural de
la planta. Pero la vista tenebrosamente bella del barranco lo atraía
hipnóticamente. Las alturas parecían reclamar su cuerpo, como si fueran los
cantos de una sirena.
“Ni mires hacia abajo”, se dijo a sí
mismo. “Fija la vista en el otro lado, en un punto específico, y conserva el
equilibrio. ¡Vamos que puedes!”, se arengó. ¡Avanza, Jones!
¡Avanza!”...
Diez minutos más tarde, posó sus zapatos en
tierra firme.
Un hilo frío de sudor se recorrió la
espalda.
—Meri —dijo volteándose en dirección a la
chica—. Óyeme con cuidado. Tendrás que cruzarlo sentada, a “caballito” del
tronco. Se mueve un poco, pero no te asustes. Confía en mí. Sé que podrás
hacerlo.
—¡Oh, Indy!...
—¡Vamos, Meri! Despacio, lentamente. ¡Tú
puedes! Te estaré esperando de este lado.
Sin meditarlo demasiado, Merisa Linda
Pretie abrió las piernas y se sentó sobre el árbol.
—¡Oh, Dios! ¡Esto se mueve mucho!
—exclamó.
—¡Es sólo hasta que te acomodes!... ¡Vamos,
avanza! —espoleó Indy.
—¡Maldición! ¿Por qué me pasan a mí estas
cosas?...
E insultando a los cuatro vientos para
henchirse coraje, la muchacha inició el cruce.
—¡Bien! ¡Así! ¡Despacio! —arengaba Indy con
el brazo extendido en dirección a ella—. ¡Vas muy bien! ¡Continúa!
Meri se aferraba con fuerza. Apretó los
muslos contra el árbol tendido y si hubiera podido habría clavado sus uñas en el
tronco.
Se arrastró un par de metros. Ya tenía todo
el cuerpo por encima del despeñadero. Sólo la madera de un vegetal muerto le
impedía caer y matarse contra el fondo de ese angosto valle.
—¡Ten confianza, Meri! —seguía exclamando
Indiana—. ¡Vamos! ¡Continúa así!
Entonces, cuando la chica levantó la cara y
lo miró, Indy advirtió que algo andaba mal.
Esos hermosos ojos transmitían un mensaje
mudo que no supo interpretar en un primer momento.
“¿Estaría por entrar en colapso
nervioso?”, pensó.
Recién cuando sintió el grito agónico de su
amiga exclamar “¡Cuidado!”, se dio vuelta instintivamente.
Había dos hombres.
Vestían como campesinos y por su talante no
tenían buenas intenciones. Se le acercaban resueltos.
Sin pensarlo dos veces, Indy le sacudió una
patada al que tenía más cerca. El zapato impactó en el estómago y el sujeto se
encorvó hacia delante para recibir un fuerte puñetazo en el rostro que lo volvió
a tirar hacia atrás.
Sin tiempo a nada, el segundo saltó sobre
Indiana, cayendo pesadamente sobre él, lanzándolo sobre el extremo del tronco
que daba al vacío.
Por un segundo, Indy creyó que ambos se
desbarrancarían.
El agresor lo tomó con fuerza de la campera
y levantó el brazo izquierdo presto a golpearlo en la cara.
Indy fue más rápido. Un torrente de
adrenalina hizo que su trompada le diera en la mandíbula, con tal potencia que
el agresor se desprendió de la ropa y salió despedido hacia un costado.
El precipicio lo esperaba.
Cayó desde las alturas en dirección a las
punzantes rocas del fondo como si fuera un muñeco.
Aún de espaldas al tronco, Indy trató de
reincorporarse. No había terminado de hacerlo cuando recibió el empellón del
primer matón, que acababa de recuperarse. El truhán se derrumbó encima suyo
Ambos estaban sobre el abismo y forcejeaban
de un modo casi suicida.
Tenía que sacárselo de encima.
Dos sendas trompadas sacudieron la cara de
Jones. Dolieron... Otro golpe más. Dolió menos...
“¡Suficiente por hoy!”, gritó para
sus adentros y levantó la rodilla derecha con tal fuerza que el sujeto salió
despedido por arriba de él, dirigiendo el cuerpo hacia el precipicio.
Indy sintió como se le aliviaba el peso
sobre el estómago, pero de inmediato experimentó un tirón fortísimo desde el
brazo derecho.
El tronco giró unos centímetros hacia el
mismo lado.
Merisa gritó desesperada, abrazándolo con
piernas y brazos.
Indy se sujetó con la mano izquierda de las
vetas del tronco y apretó, como pudo, los talones contra el “puente”.
Tenía la cara mirando el cielo, la espalda
separada del precipicio por el tronco y a un asesino colgando de su mano
derecha, balanceándose como un péndulo.
—¡¡Indy...!! ¡¡Nos vamos a matar...!
¡¡Oh... Dios!! —El grito angustioso de Meri retumbó en el valle.
—¡¡Retrocede!! ¡¡Retrocede!! —aulló Jones—.
¡¡Meri, regresa!! ¡¡Regresa al otro lado!!
El troncó se ladeó un poco más.
La chica inició la retirada, arrastrándose
hacia atrás.
Ya soportaban un peligroso ángulo de
inclinación de cuarenta y cinco grados.
El hombro de Indy era un infierno. Le ardía
de dolor. Sentía que los ligamentos se le partían en dos y que en cualquier
momento podría quedarse manco. “¿Era factible desmembrar una extremidad con
sólo tirar?”...
No era momento para teorías.
En eso, el puente se volteó unos milímetros
más.
Indy tiró con fuerza para equilibrar el
tronco, pero no pudo. El tipo era demasiado pesado.
Entonces, las glándulas sudoríparas de la
mano del asaltante llegaron al rescate.
La transpiración generó, primero, un leve
deslizamiento. Después, otro. Un segundo más tarde, sólo dos dedos se apretaban
contra los de Indy.
De improviso, la presión cesó.
Las manos se separaron y el sujeto se
hundió en el vacío, emitiendo un último y aterrador alarido de muerte.
El tronco recuperó su posición
inicial.
Indy se puso de pie y buscó la seguridad
del suelo firme. Temió mirar hacia el lado opuesto, pero Merisa acababa de
conseguir con éxito el terraplén contrario.
—¿Estas bien? —preguntó agitado.
La chica sollozaba con el rostro apoyado en
el suelo.
—... Sí... Sí... Estoy viva...
—Bien... —repuso con culpa—. Ahora vamos a
tener que...
El crujir de la tierra a sus pies, lo
zarandeó sutilmente.
“¡No, no era posible!...”
Cuando miró hacia el piso advirtió que la
saliente se estaba fracturando, separándose de la montaña. El peso de tres
personas había sido demasiado. La uña de terreno en la que Indy estaba parado se
desprendía del acantilado.
—¡¡Mierda!!... —profirió cuando vio que se
hundía junto con el piso.
—¡¡Indyyyyyyy...! —gritó Merisa al ver el
espectáculo en perspectiva. El corazón se le salía por la boca.
Jones alcanzó a dar un salto. Estiró ambos
brazos y se aferró a un montón de rocas que permanecieron en su sitio.
Debajo suyo, una parte del cerro se
desmembraba convirtiéndose en un lluvia sólida en dirección al arroyo.
El “puente” siguió idéntico destino.
Indy trepó con la fuerza que le quedaba y
se desplomó en el suelo.
—¡Indiana!
El clamor de Merisa sonó apagado.
Indy volteó el rostro por encima del
hombro.
“¡Lo que faltaba!”.
Tres soldados del ejército rodeaban a la
chica.
—¡Dispárenle! —gritó uno de ellos
señalándolo.
Sin tiempo a recuperarse, Indy se lanzó a
la carrera en dirección opuesta, buscando la seguridad que las protuberancias
del Wiracochán le ofrecía unos metros más allá.
Una hormiguero indecible de rabia e
impotencia crisparon sus nervios. Había perdido a su compañera por segunda
vez.
En ese instante, sobre el cielo de
Huancacalle, se perfiló la silueta de una avioneta.
Monwo no pudo contener su sorpresa al ver
las orejas alargadas de Palomino, cuando el oficial descendió del pequeño
aeroplano.
Lo miró extrañado y con el ceño
contraído.
El coronel, que no se desprendía del
estuche con el Achiku, caminó decidido hacia el polinesio, que poseía el Kava
Kava aún en la bolsa. David Morewest lo imitó unos segundos después.
—Está ahí, ¿verdad? —preguntó el militar
moviendo la barbilla en dirección del gigante.
—Sí, coronel.
—¡Eres una persona competente, Monwo! —y le
palmeó el hombro con simulado afecto.— ¿Ya dispusiste todo para la
ceremonia?
—Las bolsas que quedaron están en camino de
la cumbre...
Palomino torció la boca.
—¿”Que quedaron”?... ¿Qué significa
eso?
Monwo se sonrojó.
—Hubo problemas allá arriba —dijo—. Jones abrió la puerta en pleno
vuelo y perdimos gran parte de la carga.
—¡¿La caja también?! —preguntó con
histeria.
—No, coronel. La caja llegó en perfectas
condiciones. Ya la envié con los porteadores a la cima.
Palomino se relajó.
—Bien hecho. ¿Y que hay de Jones?
—Huyó de nuevo.
—¡Cerdo!... ¿Cómo es que hace ese hombre
para escapar siempre? ¡Van Strate tenía razón!...
—Pero no se preocupe. Ya mandé a solucionar
el tema. No nos molestará más.
—Eso espero...
—Coronel —interrumpió con timidez—, una
pregunta...
Palomino la intuyó.
—¿Qué quieres saber?
—¿Y Van Strate?...
—¿Sientes culpa de haberte cambiado de
bando? —repreguntó con sorna.
—No, patrón.
—Me alegro, porque para esta altura el
holandés ya debe estar más que muerto.
Acto seguido, y sin proferir palabra, el
grupo se dirigió hacia las casuchas del pueblo.
El espacio en el que había viajado no era
amplio ni cómodo. De hecho, tenía gran parte del cuerpo contracturado y una
avanzada hipotermia en brazos y piernas. Tenía que tomar algo caliente
urgentemente. Pero no podía abandonar el depósito de las ruedas hasta que
Palomino y el resto no dejaran la pista y se alejaran.
Escuchó la voz Monwo y una puntada de
indignación le aumentó la úlcera. No sabía si sentirse estúpido o identificado
con ese acto tan bajo de infidelidad.
Para cuando el silencio borró todo sonido,
se dejó caer lentamente desde el avión al suelo de la pista.
A lo lejos, Palomino, Monwo y Morewest,
caminaban despreocupados.
“Las pagaran”, pensó indignado.
Natasius Van Strate también tenía recursos insospechados cuando el
odio lo movilizaba.
XIX
¿ EL
DOCTOR JONES, PRESUMO...?
Desde la cima del Wiracochán el cielo
parecía más cercano, más imponente, más lleno de estrellas. Un universo mágico
se abría sobre el terraplén pelado en el que los soldados, guiados por Palomino,
había acomodado todas los componentes necesarios para practicar al unión
sagrada, la hierogamia, entre el cetro y la estatuilla polinésica.
Los huesos, con los que Indy se había
topado, formaban montículos que, desde lejos, parecían hormigueros africanos.
Fémures, tibias y peronés, caderas y cráneos partidos se apilaban, sin orden ni
concierto, en los cuatro ángulos de un rectángulo imaginario.
A un costado, tres acémilas de color muy
blanco pastaban sin imaginar la suerte que iban a correr. Eras llamas sacras,
animales necesarios para ofrendar a los Apus, en forma de “pago” y de
reverencia.
Más allá, un pequeño altar hecho con
grandes piedras pulidas, y sobre ellas la momia incaica, ricamente adornada con
joyas y vestimenta de calidad..
Indiana interpretaba el escenario. La hora
estaba a punto de llegar. Si bien el promontorio en el que estaba se emplazaba
lejos de la acción, supuso que con un grito fuerte, podría detener en algo el
inicio de la “fiesta”
Sobre la derecha, David Morewest manipulaba
las dos reliquias, custodiado por Palomino y Monwo. Estaba de pie y con el
rostro desencajado. Se advertía a que trabajaba presionado. A unos metros del
grupo, había un foso de escasa profundidad. Una trinchera perfecta, pensó el
arqueólogo; pero a poco de ajustar su atención, advirtió que algo —que alguien—
reposaba dentro de la zanja.
Era Merisa Petrie, por completo
inconsciente. De seguro estaría drogada... O peor aún: muerta. Era una parte más
del “Pago” a los dioses.
Para terminar con la puesta en escena,
media docena de soldados bordeaban el perímetro del rectángulo. Estaban armados
y con caras de no entender nada; todos iluminados por vivaces antorchas.
Indy revisó el tambor de su revólver.
Todavía no había disparado un tiro, por lo que las municiones eran suficientes
para empezar.
Se calzó el arma en la cintura.
No sabía cómo proceder. En el fondo una
morbosa curiosidad lo acicateaba. “¿Cómo funcionaría ese maravilloso
bastón?... ¿Qué fuerzas se desatarían al momento de unirlo con el
Aku?...”. Había prometido impedir ese acto, pero el lado científico de su
personalidad lo impulsaba a ver y esperar; averiguar y comprobar si el poder del
Inca existía en verdad.
—¡Ahí esta la muesca de la que hablaste,
Morewest! —exclamó Palomino señalando la base de la estatuilla que David
manipulaba—. Es la parte que se une al Achiku. ¡Bien hecho, muchacho!.
David no articuló palabra, ni respondió al
halago.
—Ahora —agregó el coronel—, procede a
ensamblarlos.—Y extrayendo el bastón del estuche, se lo dio en mano.
Morewest siguió los pasos que él mismo
había descubierto hacía horas. Apretó el botón disimulado en el ojo de una de
las serpientes del mango y retiró la tapa. En la base de la pequeña cavidad, una
incisión perfectamente tallada se abrió, como esperando recibir en su seno el
aplique faliforme del Kava Kava.
David levantó la vista y la centró en los
ojos de Palomino. Se sabía protagonista de un hecho histórico. Más aún, de un
hecho mitológico.
—¡Únelos! —ordenó el coronel, y de
inmediato se retiró unos tres metros hacia atrás.
El muchacho vaciló. Él conocía parte del
poder del cetro y no pudo mas que imaginarse a sí mismo convertido en cenizas, a
causa de una manipulación errónea.
Por algo Palomino se alejaba.
“Cobarde!”, pensó.
—¡Vamos, únelos, Morewest! —vociferó el
militar.
Las manos de David temblaban. La verdad era
que temía morir.
Viendo la irresolución del chico, Palomino
extrajo una pistola, la amartilló y apuntó directo a la cabeza.
—¡Tienes miedo, gringo! ¡Pues te aconsejo
que juntes esas dos cosas, de lo contrario te vuelo ya mismo los sesos!...
¡¡Hazlo!!...
Repentinamente, un disparo retumbó en la
meseta y el revólver de Palomino salió expulsado hacia un costado, cayendo a
varios metros de distancia, dentro del pozo para el “pago”. Alguien había
acertado, dándole justo en el tambor.
Estupefacto, el militar giró sobre su
propio eje, buscando frenéticamente al responsable.
—¡Prepárense para disparar! —ordenó a los
soldados y buscó seguridad detrás de una gran roca.
Monwo desenfundó su pistola y lo
imitó.
—¡Jones! —aulló Palomino—. ¡Sé que es
usted, doctor Jones!... —Desde su guarida, Indy no entendía absolutamente nada.
—...¡Salga de donde se encuentra! ¡Salga o mato a Morewest! ¡Guardias, apúntenle
al muchacho!
Los seis soldados obedecieron sin chistar.
Media docenas de fusiles encañonaron la cabeza del joven estudiante.
Indiana seguía perturbado. Él no era el
responsable de ese tiro certero. Entonces, desde uno de los laterales de la
explanada, la esbelta figura de Natasius Van Strate hizo su espectacular acto de
aparición.
Estaba armado y el caño de su revólver aún
humeante.
Caminó con parsimonia sin bajar el arma, en
dirección a Palomino.
Las mejillas de Monwo se volvieron pálidas.
—¡Qué hermosa reunión, Adán! ¡Y yo sin
estar invitado!... —dijo con irónica furia—. ¿Te das cuenta lo que has hecho? Me
traicionaste. Engañaste mi confianza... La verdad es que me decepcionas. Y tú
...—dijo señalando a Monwo—. Tú eres el más ingrato de todos. Te saqué de la
miseria y así me pagas... ¡Tira ese arma!
El polinesio obedeció avergonzado.
Van Strate acarició el gatillo con la punta
del dedo. La mira del caño coincidía con la frente del coronel.
—¡Ustedes! —les gritó a los soldados—.
¡Dejen esos fusiles y márchense de aquí! ¡Ahora!...
Seis pares de ojos apuntaron a los de
Palomino, esperando confirmación.
—Obedezcan —sentenció el militar—. Dejen
todo y salgan de acá. ¡Háganlo!...
Van Strate ladeó la boca, sonriendo con
malicia. Los guardias tomaron el sendero que descendía a Huancacalle y
desaparecieron. No estaban comprometidos con ese coronel, por lo que muy poco
les interesó qué suerte podía correr. Tenían la noche libre y eso era lo que
importaba.
—...Jefe... —murmuró Monwo con tono de
arrepentimiento—... Yo...
—¡Cierra la boca, infeliz! —replicó Van
Strate, encañonándolo—. ¡Cállate si no quieres que te mate!... Y tú, Adán, ¡con
esas orejas!... ¡Eres un ridículo!
—¡Natasius! ¡Espera, por favor! ¡Déjame que
te explique!...
—¿Qué tienes que explicar?
—Ya estamos a punto de concretarlo...
¡Estamos en las puertas de una nueva Era! Ahora sé que juntos podremos hacerlo
mejor...
—¿Juntos?...
—¡Sí; juntos, Natasius! ¡Juntos seremos el
futuro!...
Van Strate no titubeó un segundo y apretó
el gatillo sin remordimiento.
La bala entró por la frente de Palomino y
salió bañada en sangre por su nuca. Muerto antes de tocar el piso, el militar
estiró los brazos como queriéndose aferrar a algo que ya no tenia.
—¿Futuro?... ¡Já! —exclamó el europeo—. ¡Tú
ya no tienes futuro, idiota!...
David no se había movido del lugar que
ocupaba. Observaba el drama que se desplegaba a su alrededor sin actuar, sin
mover siquiera un músculo.
—Monwo —prorrumpió el holandés señalando el
cadáver de Palomino y caminando hacia Morewest—, tira esa basura en el hoyo,
junto con la chica. Hoy el “pago” será suculento.
—Sí, patrón.
Una sensación de alivio inundó el vacío
corazón del matón.
La situación había mejorado ostensiblemente
y sin que él hiciera nada.
Sin soldados, sin Palomino y con Monwo
desarmado, Indiana Jones decidió actuar. Era el momento justo.
Se escurrió sigilosamente rodeando el
terraplén, protegido por el roquedal, hasta alcanzar un punto desde el que podía
dispararle a Van Strate directamente al corazón. Llegado el caso, tendría que
hacerlo a sangre fría. Si la aparición de la mazmorra decía la verdad, bien
valía pena tener que cargar con una vida
sobre la conciencia.
El holandés hablaba con David y gesticulaba
medidamente. Era como si nada hubiera pasado. Volvía a ser el aristocrático
traficante de siempre. No cabía dudas de que era un profesional. Un
témpano.
Indy se acomodó. Llevó el percutor del
revolver hacia atrás y estiró el brazo en dirección del pecho del holandés.
—¡Van Strate! —gritó desde las
sombras.
El traficante volteó. Curiosamente no se lo
veía sorprendido.
—¿”El doctor Jones, presumo”?
—ironizó, reproduciendo la famosa frase que dijera Stanley al encontrar a
Livingstone en África, un siglo atrás.
Indy respondió con una sonrisa y salió a la
luz de las antorchas.
—Se terminó el circo, Van Strate —dijo
acercándosele lentamente—. Suspendemos la función...
—¿Y desde cuando el mono del circo da las
ordenes, Jones?
—Desde que aprendió a manejar armas
—respondió con idéntica socarronería—. Y hablando de monos... ¡Monwo, saca a la
doctora de ese pozo! ¡Ya mismo! —Ordenó y miró a David casi con ternura—. ¿Te
siente bien? —le preguntó.
—S... sí, profesor...cansado. Muy
cansado.
—Y la doctora, ¿está muerta? —indagó
angustiado.
—No; sólo drogada. La durmieron antes de
venir aquí.
Un suspiro incontenible se coló por los
labios de Indy.
—Yo no me relajaría tanto, Jones
—interrumpió Van Strate sin perder ese maldito sarcasmo que lo caracterizaba en
situaciones límites.
Indy dio un tranco y lo tomó por el cuello
de la camisa. Le acercó tanto la cara que sus narices estuvieron a punto de
rozarse, mientras le hundía el revólver en el estómago.
—¡Cállate!...—le susurró colérico—.
¡Cállate o te parto por la mitad!
Van Strate retiró el rostro hacia
atrás.
—Eres un mal político, Jones —indicó—. No
deberías cantar victoria antes de contar tus votos.
No bien terminó la frase, el sonido de
cuatro armas amartillándose al unísono resonaron en el terraplén, a espaldas de
Indy.
—¿Creíste que iba a venir solo?...
Jones viró la cabeza. Cuatro lugareños,
claramente campesinos locales, le apuntaban.
Inyectados de sangre, sus ojos regresaron
sobre los de Van Strate
—Debes aprender, mi querido competidor
—siseó el holandés—, que el dinero mueve montañas.
XX
EL
REGRESO DE LA MOMIA
Ya todo estaba preparado para que el ritual
se iniciara.
Los pocos huesos, recuperados del incidente
aéreo, situados en sus puestos; la momia precolombina, presidiendo el escenario
y el Achiku perfectamente ensamblado con el Aku, en manos de Natasius Van
Strate. La operación había resultado sencilla y sin consecuencias inesperadas
para David Morewest. Ahora, sólo restaba actualizar el poder supremo del cetro,
hincándolo en la tierra como lo hiciera el primer Inca in illo
temore.
Indy, maniatado por la espalda a un costado
del perímetro sagrado que delimitaban los restos óseos, observaba los
preparativos. A su lado, igualmente inmovilizado, David inclinaba su cabeza
hacia el piso aguardando lo peor. La culpa lo carcomía por dentro.
A tres metros de ellos, la fosa, con
Palomino y Merisa tirados dentro, era custodiada por un redimido Monwo, que
volvía a orientar su fluctuante fidelidad hacia el caudillaje del holandés.
Detrás de él, los cuatro campesinos armados hacían guardia, fulgurados por la
titilante luz de las antorchas: en tanto que las llamas, recientemente
sacrificadas, sangraban por sus cuello cercenados
—¡Soy el Viracocha que regresa! —exclamó
Van Strate henchido de soberbia, representando un papel largamente añorado—.
¡Encarno al Creador que, como prometió el mito, ha vuelto para instaurar un
nuevo orden mundial! ¡Hoy soy Dios!...
Un relámpago iluminó la cima del Wiracochán
y sus irregulares contornos se recortaron por un instante en el cielo de la
noche. Los guardias tiritaron de temor.
Las cosas empezaban a complicarse.
—Estás haciendo de “aprendiz de brujo”, Van
Strate —dijo Indy, forcejeando las cuerdas que lo retenían—. Esto es más
peligroso de lo que imaginas... Puedes desencadenar fuerzas insospechadas. Te
recomiendo que dejes ese bastón. No juegues con fuego...
—¿Fuego?... ¿Le temes al fuego, Jones?
—preguntó retóricamente—. ¡Eso no es nada al lado de lo que verás! Me propongo
organizar la realidad según mis propios caprichos... ¡Y tú me hablas de fuego!
¡Já!
—No eres digno para manipular el Achiku
—exclamó Indiana—. Producirás una catástrofe si lo haces.
—¡Claro que produciré una catástrofe,
idiota! ¡Haré que el mundo sea otro! ¡Uno a mi imagen y semejanza!...
—No lo hagas...
—¡Yo soy el futuro, Jones! ¡Yo encarno el
Nuevo Imperio y tú serás testigo de ese nuevo amanecer!
—Moriremos todos —susurró Indy con la
suficiente fuerza como para que Van Strate lo oyera.
—No todos... Algunos. Unos cuantos
millones, quizás. Pero, ¿acaso es posible hacer una tortilla sin romper los
huevos?
—¡Romperás algo más que unos cuantos
huevos, holandés ignorante!
—¡Cállate! ¡No estás en condiciones de
decir nada! —y sin preámbulos le zampó un bastonazo en la mejilla derecha que le
hizo girar la cara—. Prepárate a ver.
Natasius Van Strate, el ceremonioso
traficante de arte, caminó hasta el centro del imaginario rectángulo ritual. Se
detuvo. Cerró los ojos. Apretó con fuerza el Achiku con sus manos y lentamente,
al tiempo que lo elevaba por encima de su cabeza, profirió una letanía en
quechua, que Indy comprendió sólo en parte.
—¡Oh, Sagrado Viracocha! ¡Oh, Rey de la
Creación! ¡Invoco el poder del Achiku para que, como tus Hijos, a quien se lo
diste en el principio de los tiempos, me otorgues la potestad de crear y
destruir!... ¡Estoy aquí! ¡Listo para unificar los Tres Mundos! ¡Preparado para
guiar a la nueva humanidad! ¡Dispuesto a hundir sobre la Pachamama, la Madre
Tierra, este cetro de poder y misterio, para que los elementos me obedezcan!...
¡Oh, Señor de las Alturas, de los mares, de los desiertos y selvas!... ¡He aquí
mi voluntad! ¡Obedéceme porque yo tengo ahora la vara de tu poder!... ¡Yo soy el
Orejón imperial!
El Aku Kava Kava, perfectamente insertado
en el mango del cetro, emitió un zumbido extraño y los ojos de la estatuilla se
iluminaron con una luz interior imposible de describir con palabras. El Achiku
empezó a vibrar entre las manos unidas de Van Strate y un remolino de luces y
rayos multicolores salieron despedidos en todas direcciones. Como por arte de
magia, el holandés pasó a ser el ojo del huracán, desatándose todo a su
alrededor un ventisca que fue en aumento hasta convertirse en un vendaval que
hizo temblar la base misma de la montaña.
Los restos óseos se esparcieron, absorbidos
por la oscuridad de la noche circundante y las antorchas estuvieron a punto de
apagarse por las ráfagas calientes que emitía el bastón. Monwo quedó estupefacto
y los cuatro mercenarios que oficiaban de guardia pretoriana no pudieron
contener su temor y corrieron del lugar. Entonces, Van Strate apoyó el cetro en
la superficie de la tierra.
El viento aumentó. Pareció duplicarse.
Los cuerpos inertes de las acémilas fueron
arrastrados hasta una ladera rocosa e irregular del Wiracochán y allí se
amontonaron unas sobre otras, fláccidas y con los ojos espejados por la
muerte.
David Morewest, impelido por la fuerza del
céfiro, rodó por el piso. Giró una y otra vez sobre su propio cuerpo y se perdió
de vista cuando cayó dentro hoyo de los sacrificios, junto con el cadáver de
Palomino y la inconsciente Merisa Petrie.
Monwo salió despedido hacia atrás, tumbando
en el camino dos de las antorchas que, aún prendidas, siguieron girando hasta
chocar con el cuerpo de Indy, inmovilizado por una portentosa roca de basalto
que le hacía las veces de respaldo.
El cetro, libre de las manos del europeo,
empezó a hundirse lentamente. Penetraba la superficie dura del suelo como si
fuera manteca derretida. Sus símbolos resplandecían y el Aku centelleaba como si
fuera de cristal y no de madera.
El aire se enrareció y faltó el oxigeno.
Las sienes de Indiana latieron de dolor y alcanzó a ver, entre medio de aquel
caótico espectáculo de luz y sonido, a casi una docena de pájaros desplomarse
desde el cielo, sin vida.
Las escasas plantas del lugar se
marchitaron y los caballos, que habían servido para cargar todos los objetos
ceremoniales, se desplomaron como si estuvieran drogados.
La luna se tiznó de rojo y el cadáver de un
cóndor se desplomó desde la cima, impactando a escasos metros de la momia; única
entidad que se mantenía enhiesta en su sitio, sin parecer recibir ráfaga
alguna.
“Es el comienzo del fin”, pensó Indy
experimentando desesperación en sus tripas.
Inclinado sobre el suelo vio a su
adversario irradiar una luminosidad opaca todo a su alrededor; un aura que lo
envolvía de pies a cabezas convirtiéndolo en una aparente y poderosa fuente de
energía. Tenía los brazos extendidos y reía enloquecido mirando hacia el cielo.
Sendos rayos partían de su cuerpo y el Achiku seguía hundiéndose
gradualmente.
Un lengüetazo de calor le quemó las manos.
Indy reaccionó instintivamente alejándose de la fuente térmica que lo hería. Dio
vuelta la cara y vio una antorcha tirada a escasos centímetros de su cuerpo... y
de las sogas que le sujetaban los brazos por detrás.
No lo pensó dos veces. Separó lo más que
pudo sus extremidades del tronco y acercó las cuerdas a la llama. Ésta se
sacudía cual soplete y, por un segundo, el arqueólogo temió no tener tiempo
suficiente para quemar las ataduras.
Las venas de las muñecas experimentaron un
dolor lacerante y hondo cuando las flamas empezaron a incinerar la soga, el
vello y parte de la epidermis.
“¡Resiste, ya termina!
¡Resiste!”, se dijo a sí mismo luchando contra el natural impulso de
alejar las manos del fuego.
Tiró... Hizo fuerza... Aguantó...
Y de pronto...
“¡Ya está!”, gritó mentalmente
mientras separaba los brazos a un costado y se ponía de pie.
El cetro seguía bajando. Ya tenía más de la
mitad de su cuerpo enterrado en el piso.
Los ojos de Indy se clavaron en la
reliquia.
Tenía que detener esa cosa.
Terminó de pararse. Tomó impulso con las
piernas y...
...la pesada mano de Monwo lo agarró por el
hombro. Lo giró en el aire como si fuera
de trapo. Un solo puñetazo de esa “bestia” podía significar el desnucamiento.
Pero antes de que lo golpeara, Indy reaccionó.
Tiró un revés con el puño cerrado. Sus
nudillos impactaron en la mejilla izquierda del polinesio, desestabilizándolo.
Fue entonces cuando aprovechó esa décima de segundo para zamparle una trompada
con la mano derecha y una segunda con la izquierda, y una tercera...
Van Strate resplandecía como una bombilla
eléctrica.
El mango del Achiku casi rozaba el piso.
Sólo el cuerpo del Aku se mantenía por sobre la superficie del suelo... y seguía
bajando.
Indiana lo miró con desesperación. Ya no
quedaba tiempo.
Volteó y saltó impulsado hacia el cetro. Ya
podía imaginar a la reliquia entre sus manos. Pero antes de caer sobre ella, los
dedos amorcillados de Monwo le aprisionaron el tobillo izquierdo, deteniéndolo
en seco en el aire, a escasos centímetros del bastón.
Cayó pesadamente al piso.
Entonces experimentó algo que no recordaba
desde su niñez: verse revoleado por el aire como si fuera un lazo.
El asesino lo tenía bien aprisionado y lo
giraba casi por encima de su cabeza.
En eso, la presión del tobillo cesó e
Indiana salió despedido por el aire, dibujando una curva imaginaria hasta caer
pesadamente justo en el borde del hueco para el “pago”.
La vidriosa mirada de Palomino, desde el
fondo, llamó su atención. Era algo en verdad desagradable.
Indy levantó la cabeza.
Monwo se le acercaba.
Supo que ya no tendría fuerzas
para resistir otro embate del gigante.
Sacudió sus ojos en todas direcciones y en
esa décima de tiempo en la que se define la diferencia entre la vida y la
muerte, notó que el arma del coronel Palomino reflejaba el fuego de una de las
antorchas en su negra superficie cromada.
Bajó la mano al pozo.
Tomó el arma.
La levantó y, sin apuntar, apretó el
gatillo.
Monwo se sacudió y frenó su arremetida a
escasos centímetros de él.
La bala había entrado entre ceja y
ceja.
Antes de tocar el piso, el polinesio ya
estaba muerto.
—¡¡Jones!!...
El grito cavernoso de Natasius Van Strate
retumbó en el predio ceremonial como un eco de ultratumba.
Indy viró todo su cuerpo en dirección del
holandés con el arma alzada. Cuando lo tuvo en la mira, disparó tres veces
seguidas.
El aura luminosa que rodeaba al traficante
le sirvió de escudo y las balas se desintegraron antes de que llegaran a su
cuerpo.
Intempestivamente, Van Strate levantó su
brazo derecho y señaló con el dedo índice al arqueólogo.
Un rayo se desprendió desde las uñas
pulidas del europeo. Recorrió el espacio que lo separaba de Indiana y dio de
lleno contra el pecho del explorador.
Indy salió despedido por el aire como si
hubiera recibido un cañonazo en pleno tórax. Dio una voltereta y cayó con
estrépito contra las rocas.
Van Strate lanzó otro grito de
triunfo.
Aturdido, Indy apoyó un codo en el suelo y
dirigió la atención a su enemigo. Fue cuando percibió algo que jamás hubiera
imaginado.
¡La momia del Inca estaba de pie detrás de
Van Strate!
Se le acercaba lentamente, caminando como
un zombi redivivo con ambos brazos extendidos hacia el holandés.
Van Strate debió percibir algo en los ojos
de Indy. Algo que le indicaba que la amenaza venía desde atrás.
Giró sobre sus talones y...
...La momia lo agarró por la cabeza con su
mano huesuda y reseca por el frío de los siglos.
Van Strate aulló despavorido, pero la
presión fue tan descomunal que no pudo más que caer de rodillas al piso.
El bastón había desaparecido. Sólo el Aku
sobresalía de la superficie de la tierra.
La momia siguió empujando la cabeza del
holandés hacia abajo, hasta que terminó apoyándola contra el polvo del
suelo.
Entonces... siguió presionando más y
más.
Los huesos del cráneo crujieron y el rostro
del traficante empezó, como el bastón, a hundirse en la tierra.
Más presión...
Más...
Más dolor...
Más presión... y, finalmente, un
estallido.
La cabeza de Van Strate se había partido en
tres.
Indy se dio cuenta de que debía actuar de
inmediato. No había más tiempo.
Se reincorporó y pegó un salto felino hacia
el bastón que terminaba ya por desaparecer de la superficie de la tierra.
Lo agarró justo a tiempo por la cabeza del
Aku Kava Kava.
En ese instante el viento cesó.
Lo había conseguido.
Había podido frenar al Achiku. Lo tenía
agarrado con fuerza y todo su cuerpo extendido a lo largo del piso. Por primera
vez en días se sintió sucio, lleno de polvo.
El ala del sombrero fedora se elevó
gradualmente y, a medida que subía, una sucesión de imágenes de ultratumba se
desplegaron ante los sorprendidos ojos de Indiana Jones.
Primero, fue un par de pies huesudos y
deshidratados calzando antiguas sandalias incas. Más arriba, una túnica
colorinche, repleta de símbolos abstractos, facturada con finos hilos de vicuña
hacía más de quinientos años. En el tope, un cráneo descarnado, con bincha y
mascaipacha, lo observaba a través de las cuencas vacías de los ojos.
La momia de Inca, parada a su lado,
conservaba la dignidad propia de un rey.
—Es tuyo... —articuló Indy desde el suelo—.
Llévatelo.
El Inca agarró el bastón por el Aku y lo
extrajo de la tierra sin esfuerzo. Un trueno descomunal sacudió el ambiente y
desde el pico más cercano se pudieron percibir rayos azulinos iluminando la
escena. Todo parecía un sueño; algo irreal.
Indy se apartó lentamente de aquel engendro
y se puso de pie.
La momia levantó el cetro con su brazo
izquierdo. La tierra tembló y para cuando la capacidad de asombro de Jones
parecía colmada, el sagrado personaje del Más Allá empezó a enterrarse en el
piso, por sus pies.
Se hundía con el Achiku, elevado por sobre
su cabeza.
Se hundió más... y más... y más... hasta
desaparecer por completo.
La Madre Tierra había reclamado lo que por
derecho era propio.
EPÍLOGO
UNA SEMANA MÁS TARDE ...
BARNETT COLLEGE
Sir Mortimer Morewest se apartó de su Rolls
Royce, avanzó hasta Indy y le apretó la mano con decisión y agradecimiento.
—Estoy en deuda con usted, doctor Jones.
Sepa que desde hoy tiene en mí a un amigo; y no dude un segundo en llamarme si
necesita cualquier cosa. Por mi parte, siempre recordaré que fue usted quien me
devolvió la vida, salvando a mi hijo.
—No sólo la de su hijo, Sir Mortimer...
—agregó Marcus Brody con sarcasmo, mientras sostenía a David por los
hombros.
—No tiene nada que agradecer —repuso
Indy—.Cualquiera hubiera hecho lo mismo.
—No lo creo, doctor Jones... —musitó
sonriendo el aristócrata y entró en el auto.
—Bien, David —alegó Indy volviéndose hacia
el muchacho—, aquí termina nuestra aventura. ¿No es así?...
—Por fortuna, profesor.
Indy sonrió de costado.
—Espero verte el próximo semestre en mis
cursos —dijo
—Así será, señor —y avanzó dos pasos hasta
darle un abrazo—. Aquí estaré, profesor Jones... Gracias. Gracias por todo.
Le palmeó la espalda y tras los saludos
protocolares con el resto, David se subió al auto. El chofer puso primera y el
lujoso coche circuló por los parques del Barnett College hasta perderse de
vista
Merisa Petrie avanzó hasta Indiana con una
franca risita en la boca.
—¿Y qué hay de mi curso de arqueología
andina, “profesor”? —dijo con sorna.
Marcus se sonrojó.
—No creo que tengas que esperar seis meses
para ello, Meri —dijo el curador del museo venciendo su natural timidez.
Indy hizo un esfuerzo y sonrió con
picardía. Estaba abstraído. Tras el saludo de David su mente estaba en otro
sitio
Merisa lo besó tiernamente en la mejilla y
sin más, encaminó sus pasos hacia el edificio de la universidad, al otro lado
del jardín.
Marcus Brody se acercó a su amigo,
abordándolo con seriedad.
—¿Te sientes bien?—preguntó.
—Si...
—¿En qué piensas? Te veo preocupado.
—En el Achiku, Marcus.
—¿Qué hay con él?... Ahora estará en un
lugar seguro por mucho tiempo.
—¿Tú crees?
—Los Apus no admitirán que nadie lo saque
de allí.
—Eso espero, Marcus. El cetro no puede ser
manipulado por cualquiera. Su poder es impensable y un arma de doble filo si no
se está preparado...—Quedó un segundo en silencio y agregó:— Me pregunto si
alguna vez alguien podrá operarlo convenientemente.
Marcus permaneció taciturno. Esa cuestión
tenía mucho que ver con la esencia de la humanidad, y la verdad era que los
últimos años no hablaban muy bien de ella.
Intempestivamente, Marcus le palmeó la
espalda con afecto. Fue el catalizador necesario para pasar de una conversación
sacra a otra más profana y cotidiana.
—¡Ey, Indy!—exclamó—. ¿Sabes algo?... Me
olvidé de decírtelo. Llamó tu padre por teléfono.
—¿Papá?... ¿Cuándo?
—Ayer.
—¿Y qué quería el “viejo”?
—Saber de ti. No lo llamaste a tu
regreso... Además, parece que tiene pensado pasar aquí unos días...
—¡¿Aquí?!... ¡¿En el campus?!... ¿Con nosotros?
—Así es... “Júnior”...
—¡Marcus —soltó Indy—, no me llames
“Júnior”!
—Pues tendrás que ir acostumbrándote. Tu
padre dará un seminario de Literatura Medieval, durante dos meses en esta
universidad.
—¡¿Dos meses?!...
—Dos meses... Y no tengo esta vez espacio
suficiente en casa.
—¡Marcus...!
En ese segundo, Indiana Jones supo que sus
próximos sesenta días serían tan difíciles y complicados como las últimas
semanas vividas recientemente en el Perú.
FIN
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Muchas gracias por mantener el romanticismo y el misterio vivo, en este mundo tan controlado, en el que todo es lógico, racional y no hay lugar para lo "inexplicable".
ResponderBorrarUn gran abrazo, desde España