El
Gran Hotel Viena su decadencia sin humanos
Por
Fernando Jorge Soto Roland*
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Decadencia y
progreso
La idea de decadencia no siempre estuvo
presente. Si echamos una mirada desapasionada al pasado, evitando anacronismos,
observaremos que carecía de sentido y existencia. Durante la Edad Antigua, la concepción cíclica del
tiempo y la eterna renovación que imponían los mitos, secundando a la naturaleza
y sus estaciones, desterraron el concepto. No se pensaba en decadencias. A lo
sumo imaginaban castigos divinos, producto del celo enfermizo de algunos dioses
dispuestos a alertar a los hombres de sus fallas y pecados. Pero la idea de
decadencia estaba ausente. No pensaban en ella. De hacerlo, deberían haber
tenido una concepción lineal del tiempo y no cíclica, como de hecho poseían.
Sólo con el advenimiento del catolicismo como institución superpoderosa en la Edad Media, la idea de decadencia hace acto de
presencia, aunque relacionada específicamente con cuestiones morales. Tendríamos
que esperar a la Edad Moderna y el Renacimiento (siglos XV y XVI) para que
la decadencia se impusiera como una variable de análisis, tras descubrir que
Roma y su Imperio se habían
convertido en meros escombros. Nadie lo había advertido antes. Todo fue
demasiado lento. Un proceso de larga duración que fue naturalizando la
decadencia de tal modo que sólo la perspectiva, adquirida 1000 años después,
consiguió que los hombres modernos advirtieran la desaparición de algo tan
poderoso.
Pero
la noción tampoco duró mucho. La idea de
decadencia perdió fuerza hasta casi desaparecer en el siglo XVIII y la mayor
parte del siglo XIX, abrumada por la idea
de Progreso y el enorme optimismo desplegado entonces.
Los
avances científicos y tecnológicos, el inmenso poder del hombre sobre la
naturaleza, las mejorías teóricas y —según los iluministas— morales, borraron de
la mente y de los libros al pesimismo y la nostalgia. Todo pasado había sido peor. De ahí en
adelante sólo restaba mejorar. El futuro era nuestro. El Progreso imponía su
ineluctable dictadura y la idea de decadencia fue fagocitada por lo que hoy
consideramos una exagerado optimismo lleno de ingenuidad. Tuvimos que esperar al
siglo XX para que la idea de decadencia reapareciera con la Gran Guerra de 1914
y terminara asentándose con la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). Desde
entonces parece que se instaló para quedarse.
La
desnaturalización del optimismo
«El tiempo destruye todo,
Nadie está a salvo de la muerte excepto
los dioses.
La tierra decae, la carne decae.
Con el tiempo todas las cosas
cambian».
Sófocles, Edipo.
Vivimos en una época fascinada por relatos de destrucción. La
posibilidad que los hombres tenemos hoy de hacer «volar —literalmente— el mundo por aire» con solo decidirlo,
nos aterra. Desde que lanzamos la primera bomba atómica sobre Hiroshima (Japón),
el 6 de agosto de 1945, sentimos que vivimos bajo la «Espada de Damocles», en el
borde mismo del abismo. Hay que admitir que la Guerra Fría (1947-1991) se
encargó de alimentar esos miedos. Las mutuas amenazas que se hacían las dos
superpotencias nos llenaron de intranquilidad; y los medios de comunicación, el
cine, la literatura y la televisión, se encargaron de recordarnos que vivíamos
«tiempos difíciles» y que la
supervivencia de la especie estaba en riesgo.
No se
escatimaron esfuerzos a la hora de advertirnos lo complicado que era el mundo,
fantaseando y proyectando sobre un futuro incierto la idea de una decadencia
inmediata y catastrófica, que se sacaba de encima —«de
un plumazo»— la nota esencial que había tenido en el pasado: la larga duración.
Ahora
todo era factible. Hasta despertarnos una mañana en un mundo en ruinas; entrando
a vivir (sufrir) una «nueva Edad Media», casi
instantáneamente. Sin luz, sin servicios públicos, sin rutas y bajo el colapso
instantáneo de toda la civilización material, el morbo se exacerbó seguido por
una psicosis general que desnaturalizó el optimismo que nos acompañaba desde
hacía por lo menos 200 años.
Un
neo-romanticismo enamorado del caos, las ruinas y lo irracional, recreó el mundo
por venir, llenándolo de enredaderas y grietas. La imagen de pueblos, ciudades o
castillos abandonados, se impusieron en el tétrico imaginario de principios del
siglo XX y un ecopesimismo en ciernes
difundió la idea de una naturaleza vengativa y recolonizadora. El viejo discurso
de la antigüedad —sustentado en el castigo divino— adaptó su vocabulario a una
época más incrédula e implantó la idea de un venganza natural que,
indefectiblemente, llevaría a toda la especie humana hacia el olvido. El futuro
dejó de ser de los ultra tecnificados Supersónicos (The Jetson) y pasó a manos de un
decadente «Planeta de los
Simios».
Un
sombrío escrutinio de la historia es lo que prevalece.
En
oposición a los sueños y proyecciones de la Ilustración, que anunciaba un
progreso indefinido, las reflexiones de filósofos, antropólogos, escritores,
historiadores y premios Nobel contemporáneos, no son halagüeñas.[1] El siglo XX alimentó ese pesimismo y
la idea de decadencia sobrevuela gran parte del material editado. Pareciera que
nos regodeamos con el advenimiento del desastre, en tanto destilamos
permanentemente ideología en cada vaticinio. La nostalgia de los conservadores
no se ve superada por las utopías de la izquierda, que antes auguraban un futuro
feliz e igualitario.
Perdimos todos los libretos. Ya no parece haber más “Grandes
Relatos” que nos aseguren el porvenir. Y hasta el libre albedrío aparece
condicionado por la fatalidad. Holocaustos, racismo, inseguridad y crisis
económicas, se alimentan de supuestas leyes naturales que nos hablan de un
decadencia segura. No en vano el presente es el que condiciona nuestra visión de
futuro. Pocas cosas alientan el optimismo. Un aparato de retroalimentación
negativa expande la angustia. Hasta los filmes anuncian el fin de todo. Desde Terminator, pasando por 12
Monos, hasta llegar a la reciente película 2012, el catastrofismo de Hollywood nos dice muchas más cosas de las
que vemos a primera vista.
Y la
telebasura también contribuye a
ello.
Ya
estamos acostumbrados a ver por cable el anuncio de verdaderas maratones de
desastres: “La Semana del Armagedón”,
“La Semana del Apocalipsis”, “La Profecías de Nostradamus” y ahora
—como si fuera poco— “La Profecías
Mayas” y sus anuncios del fin del mundo para el año 2012.[2]
Pocos
dudan que vivimos en un período de transición. Lo que no sabemos bien es hacia
donde es que estamos transitando. ¿Por qué elegir la decadencia? ¿Por qué de un
total de 30 alumnos nadie cree que el mundo será un mejor lugar en 40 o 50 años?
¿Acaso tienen razón al augurar la muerte de la herencia iluminista? ¿Ya murió o
está en agonía?
Pocos
se animan a diagnosticar un futuro promisorio, y cuando lo hacen parten de un
optimismo ingenuo que desatiende las cosas que marchan mal, del mismo modo que
los apocalípticos olvidan las que
marchan bien.
La
imagen de nuestra especie jugando con su propio destino está instalada en el
imaginario contemporáneo. Claro que a muchos eso no les interesa. El «eterno
presente» en el que viven les impide preocuparse —ocuparse— del futuro.
Encargados de la ganancia inmediata, le dejan a la posteridad los problemas de
los que ellos son responsables. «Algo
improvisarán» dicen y continúan con sus vidas atemporales, sin conocer el
pasado ni hacer nada por el futuro. Otros, en cambio, auguran un mundo mejor…
sin humanos. Anticipan un planeta que volverá a ser el “Paraíso natural” de hace
millones de años: sin contaminación, con océanos repletos de vida e inmensos
bosques recolonizando los sitios donde antes se levantaban ciudades, hasta
hacerlas desaparecer.
En un
mundo sin humanos, ya no hay historia.
Como
señaló Víctor Massuh: «Es preciso
reconocerlo: la imaginación selló definitivamente amistad con la razón y ambas
se instalaron en la casa de la ciencia».[3]
Y
así, de un modo racional, la fantasía se proyecta en el futuro guiada por las
opiniones de expertos que juegan a especular respecto de lo que puede llegar a
pasar. Respaldados por una máxima incontrovertible, que dice que “Nadie sale vivo de esta vida», y
apoyados por la tecnología que nos dan las computadoras, el destino de edificios
famosos y monumentales construcciones de los siglos XIX y XX entran en un juego
de simulación que los muestran en ruinas, destruidos, devorados por la
naturaleza.
¿Qué será de ellos cuando nosotros ya no
estemos? De seguro otras generaciones se encargaran de ellos. Pero hay una
serie de televisión que eleva la apuesta, llevando la especulación al cenit del
pensamiento apocalíptico. Su nombre: El Mundo sin
Humanos.
Vivimos con miedo y en permanente alerta. El mediocre
sensacionalismo de los medios de comunicación, editando la realidad según sus
conveniencias ideológicas, compitiendo por asustarnos más y mejor, y
convirtiendo en tenebrosos temas intrascendentes, alimentan el pesimismo, el
desosiego, llevando a que muchos se hagan una pregunta retórica: ¿A dónde vamos a ir a
parar?
El mundo es un caos, nos repiten minuto a minuto. Y se nos hace
carne esa cosmovisión negativa. Por eso, cuando los «sabios del extranjero» nos muestran el
futuro no pueden desprenderse de las imágenes que dejaron el 11 de setiembre del
2001, cuando un ataque terrorista destruyó las Torres Gemelas de Nueva
York.
¿Cuántas veces fue destruida esa famosa
ciudad en la ficción? ¿Decenas?
Tal vez un poco más. Pero no nos conforma. Queremos sentir en carne propia la
decadencia material de nuestra civilización. Gozamos con ello. Hay una extraña y
morbosa fascinación por ver en ruinas aquello que nos provocó orgullo. ¿Acaso no
cumplen ellas —las ruinas— la misma función que tenían las calaveras y tibias
humanas sobre los escritorios de los siglos XVII y XVIII? ¿Son un golpe directo
a la vanitas que desarrollamos en el
Iluminismo?
Lo
cierto es que las imágenes de ese mundo en ruinas nos atraen y, como en todas
partes del planeta, podemos toparnos con ejemplos concretos de esa declinación
en numerosos lugares abandonados. Acudimos a ellos para exaltar la finitud a la
que estamos inevitablemente condenados. Alimentamos nuestro sentimiento de
decadencia.
La decadencia
material del Gran Hotel Viena
«Esperanza, esperanza, falaz
esperanza,
¿dónde está ahora tu mercado?
J. M. W. Turner
Un
cuarto de siglo abandonado bastó para que dos terceras partes del Gran
Hotel Viena estén hoy convertidas, prácticamente, en ruinas. Sólo dos
décadas y media, sin los cuidados apropiados, fueron suficientes para que el
sector principal y la primitiva sección llamada de las institutrices, tuvieran
que ser clausuradas al público, no sólo para evitar accidentes, sino para
impedir que el vandalismo acentuara esa destrucción.
Tal
como dice el tango: «veinte años no es
nada»; pero si al paso del almanaque le quitamos el personal de
mantenimiento y dejamos al edificio a merced de los elementos, «no hay cuerpo que
aguante».
Una
legión de factores, a veces microscópicos, atacaron los muros del hotel y
finalmente «lo blando se impuso sobre lo duro», haciendo papilla muchas paredes,
rompiendo vidrios, desgastando mármoles y corroyendo todo el hierro e incluso el
concreto. Día a día, mes a mes, imperceptiblemente, el Gran
Hotel Viena fue perdiendo su señorío; y es probable que nunca más lo
recupere. Se fue pudriendo de a poco ante la vista de todos, frente a la desidia
general de presentes y ausentes.
Alan
Weisman es el autor del libro El Mundo
Sin Nosotros, un trabajo de divulgación científica que comulga en parte con
las tendencias catastrofistas señaladas más arriba, pero que a diferencia de
otros trabajos nos permite entender y visualizar cómo se produce la decadencia
de las cosas y así imaginar cómo serán nuestras ciudades en un lejano futuro.
Por eso ya no hace falta esperar tanto. Hoy, numerosos ejemplos en el mundo nos
facilitan la tarea de proyectarnos a ese futuro. En todos los continentes nos
topamos con edificios e incluso ciudades enteras abandonadas. El análisis de
ingenieros, arquitectos, arqueólogos e historiadores nos permiten entender cómo
se degradan los objetos que nosotros mismos construimos. Una actividad morbosa,
por cierto; pero no tanto como la de estudiar la descomposición de nuestro
cuerpos (ejercicio forense que practica la medicina y del cual es posible
extraer importantísima información). Entonces, si los médicos sacan tantas y tan
buenas conclusiones, ¿por qué no podemos nosotros hacer lo mismo con nuestra
cultura material? De ese modo podremos vislumbrar mucho más fácil cómo el Foro Romano, la Acrópolis de
Atenas, el palacio de Cnosos o Cusco han llegado a nosotros convertidos en
ruinas.
El
tiempo es cruel, inexorable. Nos desgasta, pero no percibimos ese deterioro (no
duele) sino hasta que comparamos.
Nuestros espejos, como el de la bruja de Blancanieves, siempre nos muestran
igualitos (“bellos”) a nosotros
mismos. Pero cuando revisamos las viejas cajas de fotografías, ahí la realidad
se sobreimprime sin eufemismos en nuestra conciencia. Canas, arrugas,
disminución capilar, abdómenes más abultados, sacuden la sensibilidad al
reconocer que nos ponemos viejos. No grandes, sino viejos. “Grandes” nos ponemos entre los 15 y los
25 años; después empieza —gradualmente— el plano inclinado. Entonces, sobreviene
la nostalgia y la idealización de los tiempos idos. La memoria se moldea a gusto
y de pronto recordamos hacer cosas que jamás hicimos, pero que terminamos
creyendo que sí hicimos.
Así
nace la “Edad de Oro”, la Dorada Juventud, que se instala en
alguna parte de nuestra psique (idealizada) y que lloramos por haberla
perdido.
Con
ciertos edificios pasa algo parecido.
El Gran
Hotel Viena se terminó de construir en diciembre de 1945 y, con sus idas
y vueltas, funcionó —sin un mantenimiento adecuado y constante— hasta 1985.
Aquel año, tras una terrible inundación que azotó a todo Miramar y con el agua
de la laguna de Mar Chiquita golpeando su frente, el hotel debió cerrar sus
puertas y quedó abandonado.
Veinticinco años después es una calamidad.
Claro
que para muchos miramarenses menores de 25 años siempre fue eso y les resulta
difícil pensarlo en sus buenos tiempos, congregando turistas y con una agitada
vida social (tal como la tuvo en la década de los ’60 y parte de los ’70). Para
esas generaciones el Viena siempre fue viejo y ruinoso.
Sólo al ver fotos antiguas se notan los contrastes. Recién ahí nace la sorpresa
y los juicios nostálgicos o descalificadores que terminan siempre culpando el
“modo negligente de ser argentino”. «¡En
otro país esto jamás hubiera ocurrido!», sentencian los eternos admiradores
de lo extranjero; sin saber que allá, en el Primer Mundo Civilizado, también hay
hoteles y hospitales, centrales ferroviarias y hasta pueblos enteros abandonados
y fantasmales.
Todo
parece pasar por una cuestión de conveniencia económica. Mera crematística. Si
conviene: se protege. Si no conviene; se derrumba o se deja que se venga abajo
solo (muchas veces es más barato). ¿Que tarda más?.. Es cierto, pero resulta más
beneficioso (a menos que se quiera usar el terreno para algún otro
emprendimiento). Una vez dijo alguien: “¿Quiere demoler su granero? Haga un agujero
en el techo de un metro cuadrado y déjelo solito”. En poco tiempo será una
ruina.
Con
el Gran Hotel Viena pasó algo parecido
desde 1985.
Por
eso es un buen ejemplo de estudio.
Acompáñeme en un recorrido por sus instalaciones y veamos en qué se
han convertido.
Una sombra ya
pronto serás»
“Lo malo también tiene su fin»,
Lucrecio, siglo I
d.C.
El sector
principal (VIP)
Dado
el lugar en el que se levanta —a escasos metros del borde de la laguna de Mar
Chiquita—, azotado por el viento, la lluvia, los cambios de temperatura y, por
sobre todo, la acción destructiva del salitre, lo que más sorprende del Sector Principal (VIP) del Gran
Hotel Viena no es su calamitoso estado de conservación, sino el hecho de
que todavía no se haya desmoronado por completo. Con muchísimo menos, otros
edificios, tras sufrir 25 años de abandono, se vinieron abajo; siendo parte ya
de los imprecisos escombros que se amontonan en la costa de ese “mar cordobés».
Esto
nos habla, a las claras, de la extraordinaria factura del hotel; de la nobleza
de sus materiales, de su tecnología, ingenieros y diseñadores que le dieron
vida.
Es ya
un lugar común repetir, a modo de ejemplo, que sus cimientos de 14 metros de
profundidad son los responsables de la enhiesta verticalidad que conserva; capaz
de soportar dignamente el sistemático embate del agua por más de dos décadas.
Así todo, sin apuntalamiento alguno, el racionalista estilo del Viena está herido de muerte.
Agoniza… Ya le han quitado el «respirador artificial»: el Sector VIP está clausurado al público,
tapiado, aislado y a la espera del desbastador desenlace que nadie puede
vaticinar cuándo ocurrirá.
Es
que los «tiempos» del hotel no son
los de la terapia intensiva de nuestros modernos hospitales. Por otro lado, el
optimista análisis que hicieron hace poco especialistas de la Universidad Nacional de Córdoba puede
convertirse en un augurio nefasto de decadencia segura, por un simple motivo:
tras el diagnóstico, el «enfermo» no
está recibiendo ningún tratamiento.
¿Mala praxis? ¿Negligencia?
¿Insuficientes recursos o, simplemente, eutanasia pasiva?
El Sector VIP se cae a pedazos, pero aún
así impacta. Se impone en el paisaje costero y es imposible que pase
desapercibido. Todos los ojos terminan dirigiéndose a él, pero a poco de
observarlo se advierten en detalle sus cicatrices.
Vayamos por parte y, como si de una autopsia se tratara, procedamos
de afuera hacia
adentro.
Un
dilatado campo de escombros se extiende a lo largo de todo el frente del hotel.
Semeja aquellas viejas «zonas de
muerte» que había entre las trincheras enemigas durante la Primera Guerra
Mundial, donde la vida era imposible y los cuerpos de los combatientes se
acumulaban con el paso del tiempo.
Hoy
frente al Viena no hay cadáveres, pero sí se
mezclan allí los restos del edificio con lo que queda de un muro lindero que
corría hacia la costa, tras sortear una barranca y los 80 metros que lo
separaban del mar. Toda esa zona se corresponde con una antigua plaza que tenía
dos piscinas de natación, una de agua salada y otra de agua dulce, para el
disfrute de los huéspedes; así como escalinatas de piedra que conducían hasta la
costa, donde había un muelle de madera especialmente diseñado con cabinas para
los baños de sol y fango, tan comunes en aquellos lejanos
días.
Año 2009
Hoy
nada de eso existe. Tras permanecer casi 20 años bajo el agua, su desgaste ha
sido increíble y las antiguas formas se diluyeron, convertidas en un caótico
montón de ladrillos, cemento, hierros y azulejos, imposibles de identificar con
certeza. Con solo observar las fotos posteriores a 1985 se advierte que la línea
costera terminaba junto a los pies del hotel, mojándolos,
erosionándolos.
El
último gran avance de la laguna, en el año 2003, se encargó de liquidar lo poco
reconocible que había en el sector.
Década 1940
Año 2003 Año
2010
Sin
duda, el paisaje ha cambiado y con él toda la estructura del
hotel.
El
estado de la fachada principal se encuentra en estado calamitoso. El agua salada
no sólo irrumpió en los sótanos, sino también en lo que fuera su hall de
ingreso. Varios paneles de ladrillos de la pared se desmoronaron, dejando en pié
las columnas de concreto que, cual zancos muy delgados, mantienen erguido al
gigante.
Ventanales y puertas perdieron las bases de apoyo. Sus marcos de
madera cuelgan al viento y antiguas cañerías emergen del ladrillo como si fueran
las arterias de un monstruo destripado. Los límites entre lo interno y lo
externo se borraron hace tiempo y el zureo de las palomas nos anuncia que toda
la recepción es hoy un enorme nido, lleno de plumas y excremento de aves
esparcidos por todos lados.
La
pintura, otrora color crema, está descascarada. La humedad acumulada hizo que la
piel del hotel saltara y los ladrillos se exponen en hileras regulares,
semejando la carne fresca de un recién muerto.
El
revoque gris de los balcones de los dos pisos superiores (especialmente el de la
1º planta) le quita claridad, envejeciéndolo; mostrándolo herido, raspado,
decadente, sin la posibilidad —casi— de una futura
rehabilitación.
Curiosamente, las persianas plegables de madera de las habitaciones
están —casi todas— en muy buen estado. Enrolladas unas, cerradas otras, nos
hablan de la excelente carpintería usada en la construcción, capaz de aguantar
el desgaste del sol con una prestancia sorprendente. Así todo, las malas hierbas
están empezando a colonizar las grietas de los balcones, permitiendo el
crecimiento de arbustos que ya se asoman al Mar de Ansenuza.
Los
pequeños ventiluces de los baños de cada habitación se ven un poco más
deteriorados. Los mosquiteros, oxidados por el aire salobre, se retuercen y
quiebran al menor contacto. La corrosión impera.
Traspasada la hoy inexistente puerta que conduce a la recepción, donde en sus buenos días un
conserje recibía a los turistas desde un mostrador esquinero de punta
redondeada, el visitante actual se choca con un panorama desolador. El
cielorraso se ha venido abajo para mezclarse con el mármol de Carrara que, desde
las paredes que revestía, se confunde en un amasijo de formas que ya no
entendemos. Lo que fuera la parte más lujosa del Sector VIP es hoy un estallido de
vértice pétreos, puntiagudos, informes; que hacen difícil la marcha y obligan al
equilibrio con cada paso que se da.
En
los muros viejos, aún sobreviven restos de una tecnología poco frecuente para la
época en que se construyó el hotel: radiadores para la calefacción central,
elevadores eléctricos y una consola que correspondía a la mayor maravilla de
aquellos días: el aire acondicionado. Sólo con la imaginación podemos
reconstruir su funcionamiento, porque ya nada queda de todo eso en el sitio
original.
Caminando por el campo de escombros, frente al Viena, todavía
pueden encontrarse los radiadores que, cual estáticos bandoneones invadidos de
tétanos, se van convirtiendo en óxido de hierro, regresando a la tierra de donde
había salido.
El
salón comedor, al estar un nivel por encima del hall, conserva el piso de
mosaicos. Sin mesas, aparadores o sillas para los comensales, toma la apariencia
de un inmenso taller abandonado, lleno de polvo y grandes manchones de humedad.
Sus paredes también están peladas hasta
un poco más de la mitad, y los enormes ventanales que dan a la laguna
tienen sus vidrios rotos (algunos —sino todos—a cascotazos). El aire “marino” se
cuela por los marcos desencajados carcomiendo los muros, corroyendo de a poco
los apliques del techo, donde antaño colgaban grandes lámparas de bronce. Las
malas lenguas cuentan que la araña principal hoy se luce en el living de la casa
de un político provincial.
No
hay rincón que no acoja una pequeña colonia de yuyos. Son éstos los
impiadosos responsables que cuartean los
pisos, partiéndolos, transformándolos con el tiempo en otra cosa. La fuerza de
sus aparentemente débiles raíces, junto con las infiltraciones de agua producto
de miles e lluvias, han dado cuenta con el progreso que el hotel alguna vez
pretendió encarnar.
En la
planta baja, aparentemente en la parte trasera al mostrador de admisión, justo
debajo de las escaleras que conducen al primer piso y por detrás del hueco del
ascensor, las huellas del un pequeño baño (de seguro utilizado por el personal)
se empeñan con gran esfuerzo por conservar su identidad. Unos pocos azulejos
blancos de origen alemán quedan todavía adheridos a la pared. Parecen parches
rodeando el espacio vacío donde antes había un espejo ovalado. Lo limpio y lo
sucio todavía luchan sin cuartel, hasta que el abandono termine inclinando la
balanza a favor del polvo, la mugre y los cascajos.
La piedra y la mampostería suelen tener
una duración bastante larga, pero en un ambiente tan húmedo, tan cercano a una
laguna con altísimo nivel de salinidad, el deterioro se acentúa y 25 años es un
tiempo prudencial como para observar cambios importantes en los materiales. La
sal y los cristales que proceden de ella son especialmente destructivos. El aire
del “mar” y las sales contenidas en los excrementos de los pájaros se infiltran
lentamente en las grietas del edificio, ayudadas por la porosidad de los
ladrillos y el concreto. El gran problema es que esos cristales de sal siguen
creciendo dentro de los poros de la pared, partiéndola sin remedio pasado un
tiempo. Y el Sector VIP, abandonado
como está, lo tiene de sobra.
Si
dejamos el comedor principal y atravesamos una pequeña puerta que está al fondo
del mismo, nos topamos con el sector de la cocina, dividida en dos partes: la
cocina propiamente dicha y una especie de antecocina en la que se encuentran las
escaleras que conducen a los sótanos (donde, según la información, se guardaban
10.000 botellas de buen vino importado). Pero desde 1985, la bodega quedó
inundada y miles de metros cúbicos de agua, barro, arena y piedras han copado lo
que antaño contenía anaqueles con bebidas espirituosas y alimentos en
conserva.
¿Qué
habrá debajo de todo ese fango? Es una pregunta difícil de responder. Sólo
futuras excavaciones lo revelaran. De todos modos, esa combinación de agua y
tierra puede conservar por mucho tiempo —incluso miles de años— potenciales
objetos arqueológicos del futuro. No sería la primera vez que el fango preserve
objetos de valor. La arqueología ha probado que en muchas ocasiones suele ser un
importantísimo conservante del pasado. Quién sabe… hasta sería posible que lo
único que quede de todo el hotel sea lo que está bajo en barro. Pero esto es
apenas una mera especulación. Lo que sí guardan esos sótanos anegados es una
ramillete de leyendas urbanas, mitos locales, que nos hablan de “misteriosos personajes de posguerra”
alojados en secreto en esas dependencias. ¿Acaso el fango tapó más cosas que las
evidentes? Aunque sea muy poco probable, y nadie pueda certificar esos
conspirativos dichos, los subsuelos del hotel seguirán almacenando turbias
fantasías que, como el Infierno, están siempre bajo tierra.
Colapsada, corroída en extremo por decenas de goteras que le caen
desde el techo, la enorme cocina principal, un mueble rectangular que todavía
impacta por sus dimensiones, no es más que una oxidada carcacha, un mudo testigo
de la catástrofe sufrida por el hotel. Sus viejos hornos están hoy a la
intemperie y las hornallas, en las que se elaboraron miles de comidas, yacen en
la base misma de la estructura, después de que se hundieran sus paneles
superiores. Actualmente semeja un alargado y pesado catafalco de hierro color
ocre colocado en medio de un ambiente espacioso, cuyas paredes aparecen
tapizadas por algunos azulejos, restos de pintura celeste e irregulares manchas
de humedad y humo residual, tan negro como las aves de rapiña que nidifican en
la terraza.
Las
viejas tuberías de agua y de gas, insurrectas, se han salido de los recorridos
diagramados por los ingenieros que las instalaron, proyectándose desde los
muros, colgando de todas partes. En una palabra, destruyendo la estética
espacial de los desaparecidos chefs.
Contra las paredes, a un lado y otro de la cocina de hierro,
adosadas firmemente a ellas, perduran las mesadas de mármol color claro, otrora
laboratorio de mil y una receta para los visitantes.
De
regreso al hall principal, se podía acceder a los pisos superiores tanto en
ascensor como por escaleras. La primera opción resultaba muy novedosa para un
pueblo como Miramar, especialmente en la década de 1940. Ese ascensor representó
un verdadero símbolo del Progreso y una prueba más de la mítica eficiencia
alemana, enclavada en el rincón de un país al que muchos inmigrantes germanos no
dudaban en caratular como “poblado por
monos”. Más de sesenta años después, los ascensores del Hotel Viena siguen siendo lo únicos
en toda la región.
Hoy
en día son huecos sucios, repletos de basura y excremento de murciélagos, aves y
ratas. Semejan tráqueas muertas, putrefactas, que ya no conducen nada a ningún
lado. Sus cables de acero todavía cuelgan del vacío y las puertas de hierro
corredizas se desintegran, salidas de sus goznes, destartaladas en el suelo y a
merced de los circunstanciales exploradores de sitios abandonados. Con solo
pisarlas se parten en mil pedazos como si fueran huesos con
osteoporosis.
Todo
se descascara, se tambalea y desmorona, cumpliendo con la ley universal
descubierta por Newton. La gravedad, desbocada, arrastra todo hacia el plano
horizontal del piso y, una vez ahí, lo tritura como si fuera una prensa
invisible, activada por el agua, la sal y los insectos
rastreros.
Basta
con recorrer el primer piso para toparse con esa realidad.
Un
pasillo largo, pintado de blanco y con circunstanciales graffiti, agoniza
lentamente. Y es el viento, que se cuela desde el mar, el que produce un extraño
lamento que recorre las extrañas del hotel como si tuviera todavía un soplo de
vida. Pero la naturaleza, confabulada contra el Viena, nos engaña. La vida —al
menos la humana— ya no campea en el edificio. Sólo la imaginación la recrea con
personajes invisibles, no palpables. Fantasmas de un imaginario milenario que
despierta, casi involuntariamente, frente a los sitios moribundos.
A un
lado y otro del corredor, las habitaciones (28 en total), salpicadas de hongos y
cataratas de manchas negras que bajan desde los marcos de las ventanas, nos
introducen a escenarios casi macabros, truculentos, en el que camas, colchones,
sillones y mesitas de luz, se pudren como si todo aquello fuera un osario. Los
marcos de las camas, absolutamente desencajados y decolados, sin los soportes
metálicos de los colchones, mantienen sólo sus respaldos de cuerina marrón
oscuro, últimos síntomas de una época de lujo y buen gusto.
En
uno de esos cuartos que dan al mar, sobre la izquierda, mientras se avaza hacia
el final del pasillo, hay signos de un pequeño y circunstancial incendio,
seguramente ocasionado por algún indigente que, vaya a saber uno porqué, no
ocupó permanentemente el lugar. La puerta está quemada, ennegrecida y el hollín
cubre todas las paredes, como si un enorme pulgar manchado con tinta negra
hubiera querido dejar su huella dactilar sobre los muros del
hotel.
En
otra habitación, la nº 61, los restos de los muebles guardan un curioso orden.
Todo pareciera estar en su lugar, aunque en pésimo estado y cubiertos de polvo.
Una endeble repisa, adosada contra la pared, sorprendentemente limpia, se
mantiene firme sin sostener ningún libro y una mesita de luz, de estilo
racionalista, hermosa y distinguida, acumula la suciedad de los últimos
veinticinco años.
Las
ventanas tienen casi todos sus cristales rotos. Parecen colmillos asomados en
bocas abiertas, que no emiten ya sonido alguno.
Los
baños son un capítulo aparte en el Sector VIP. Blancos, con sus bañeras
rectangulares y azulejos aún en su lugar, revelan a simple vista el espíritu
carroñero de muchos visitantes no deseados que dedicaron su tiempo a robar toda
la grifería, rompiendo a pedazos los bidet e inodoros, resecos y repletos de
tierra y yeso.
Sólo
unos pocos radiadores están en su lugar original, adheridos a las paredes,
resistiendo la fuerza de gravedad antes mencionada, como si fueran los últimos
sobrevivientes de una raza en extinción.
Algunas lámparas, de diseño modernista, cuelgan apenas de un cable,
zarandeándose levemente por la brisa que viene de la laguna. Ya no dan luz. Ya
no iluminan nada. Han dejado de ser las candelas artificiales de una época de
gloria, para convertirse en un trémulo reflejo de aquellos días de paz,
tranquilidad y salud que el hotel prometía.
Ascendiendo por la misma escalera de granito que parte de la planta
baja, alcanzamos la terraza del hotel. En el exterior, azotado siempre por el
viento, uno se topa con dos protuberancias rectangulares hechas en concreto: no
son otra cosa que un par de cabinas que conservan en su interior los motores de
los viejos ascensores.
Un
panel de pintura desconchada, lleno de oxido, revela las clavijas, botones,
manivelas y tonillos, que hacían funcionar aquellas viejas muestras de
tecnología europea. Vistas con frialdad, estas cabinas parecen más un palomar
sucio y abandonado que el centro de control de aparatos de avanzada. Motores en
desuso, ventiladores detenidos en el tiempo y decenas de cables y tubos y
cañerías anuncian a gritos la perennidad de todas las cosas.
En el
suelo de la terraza, la naturaleza se abre paso. Los yuyos salvajes,
indomesticados, amarillentos, crecen al amparo de las grietas.
EL SECTOR DE
CLASE MEDIA O SECTOR HOSPITALARIO
Es el
sector que mejor se conserva de todo el complejo hotelero, tal vez por haber
sido el último en construirse —entre 1943 y 1945— o haber quedado al margen del
avance de las aguas de la laguna. De todos modos, es la parte menos atractiva
desde un punto de vista estético y, aún manteniendo el mismo estilo racionalista
del Sector VIP, no resulta tan
impactante como éste; ni contó con las mismas comodidades. Por ese motivo,
aquellos que gustan de jerarquizar el confort, no dudaron en otorgarle 4
estrellas, en contraposición con las 5 estrellas que tendría el Sector Principal.
Tanto
desde el exterior, como desde el interior, esta parte del hotel se parece mucho
a un hospital, concordando con el objetivo principal que tenía todo el complejo
desde sus inicios: fomentar la «hospitalidad» del «turismo salud». Aguas
termales, tranquilidad, aire puro, baños de sol y fango terapéutico, eran las
prácticas de moda y la más importante fuente de ingresos del
pueblo.
El Sector de Clase Media, como lo llaman
algunos, ha sido en los últimos años —gracias a la intervención de la
Municipalidad de Miramar y de la Asociación Civil Amigos del Gran Hotel
Viena— el único en recibir un cuidado intensivo, dentro de las posibilidades
existentes. Lo han pintado y reacondicionado con mucho esfuerzo; en una lucha
sin cuartel contra su decadencia material. Una actitud de este tipo representa,
sin duda, un cambio importante en la mentalidad del miramarense: después de
mucho tiempo, el hotel fue incorporado al pueblo. El antiguo aislamiento se ha
roto y, por primer vez, el Viena empieza a ser considerado un
símbolo de aquel rincón cordobés.
Para
entrar hoy al Gran Hotel Viena debemos hacerlo por
una puerta de servicio. La laguna, desde 1985 clausuró definitivamente la
entrada principal. Las viejas jerarquías desaparecieron devoradas por la
catástrofe y, el nuevo status de «museo» que tiene el edificio, he desacralizado
el ingreso. La vieja distinción entre proveedores y huéspedes de alto nivel ya
no existe. No hace falta.
Una
vez en el interior, nos topamos con algunos muebles sobrevivientes del pasado:
dos grandes fotos enmarcadas de la ciudad de Viena (que eran parte de la
decoración original del hotel), el famoso mostrador de la recepción y el tablero
de 84 habitaciones, en el que los conserjes colocaban la correspondencia y las
llaves. También cuelgan de las paredes algunas fotos antiguas, que sirven para
despertar la nostalgia por los tiempos idos, el Reglamento Interno, en el que si
indicaban las obligaciones de cada huésped y, algo más allá, un perchero; únicos
sobrevivientes de aquella edad dorada en la que el hotel tenía sus puertas
abiertas al público.
En
ese lugar, los actuales visitantes aguardan el momento de empezar con el
recorrido turístico. Pero no siempre cumplió esa función. Antaño la habitación
era un comedor. Claro que ya no hay mesas ni camareros. A lo sumo podemos
encontrar una docena de sillas de plástico donde los curiosos se sientan para
escuchar la inconclusa historia del hotel.
En la
planta baja, un pasillo de mosaicos, hundido a modo de enorme canaleta, conduce
hasta las escaleras y el ascensor que están al fondo. Antes de llegar, se pasa
por delante de cuartos que ya no son cuartos, sino meros depósitos de objetos
viejos, de un baño acondicionado para los turistas y otra habitación convertida
en una «pieza de museo» en la que se pretende mostrar dos cosas al mismo tiempo:
el inexorable paso del tiempo (por su estado) y la disposición original de los
muebles dentro de él, para recrear el ambiente bucólico de las imaginadas
vacaciones del pasado.
El
ascensor, en buenas condiciones, pequeño —con capacidad para sólo dos o tres
personas—, no funciona. Hay que subir por las escaleras de granito si se desea
conocer la primera planta. Una vez allí, otro pasillo —custodiado a un lado y
otro por puertas de excelente calidad— hace que nos olvidemos que estamos en un
«hotel abandonado».
Limpio, casi reluciente, bien pintado y con luz eléctrica, el
primer piso del Sector de Clase Media
es un retoño florecido de los años ’40. Nos hace creer que entramos a un
hospital en funcionamiento. Pero todo es una mera ilusión. Una falsa primera
impresión, ya que a poco de recorrer alguna de sus habitaciones, los muebles nos
revelan el paso de los años. Sillones desfondados y resortes que rozan el piso,
colchones amarillentos y almohadas sin fundas, denuncian con desparpajo que todo
es una «gran puesta en escena». Un intento por resucitar algo que ya está casi
muerto desde mediados del siglo XX.
Las
persianas funcionan a la perfección. Los vidrios se mantienen en sus marcos. Los
placares están reacondicionados y el piso, bien barrido y limpio. El Hotel Viena recupera así, en algunos
metros cubiertos, la racionalidad funcional con que fue concebido en
1943.
Quienes amamos al Viena sentimos, cuando recorremos
este sector de 35 habitaciones, que no todo está perdido y que al menos esta
parte el edificio tiene posibilidades ciertas de permanecer de pie entre
nosotros por muchas décadas más.
El
cuidado y mantenimiento lo es todo. Una buena mano de pintura en las paredes y
la presencia de cuidados intensivos para mantener a raya el avance de la
humedad, las malas hierbas y la salobridad, son un claro ejemplo de la tremenda
importancia que revisten en nuestra cultura material los individuos a cargo de
la limpieza de las cosas. Sin ellos —que tan poco status tienen en el universo
del trabajo— nuestros hoteles, casas, castillos, puentes y monumentos, estarían
a merced de los elementos y de la impiadosa acción del
desgaste.
Incluso el segundo piso y la azotea muestran señales de atención
diaria. Si quisiéramos pasar una temporada en el Viena, tendríamos que elegir el
Sector de Clase Media.
¿Será
por eso que los fantasmas de las leyendas locales lo
prefieren?
EL SECTOR DE LAS
INSTITUTRICES O CASA DE HOSPEDAJE
Esta
parte del Hotel Viena es la más vieja de todo
el complejo. Se levantó inicialmente con otro nombre (Pensión Alemana, primero, y Pensión Viena algo más tarde) y en los
planos originales aparece bajo la denominación de «Casa de Hospedaje».
Allí
empezó todo. Es el sitio original. El «centro» mítico del que se derivó el gran
hotel, cuyo meteórico crecimiento terminó convirtiéndolo en uno de los más
imponentes de la Argentina de entonces. Actualmente, su estado de conservación
es patético. Se ha convertido en un almacén de restos y muebles viejos, de
basura, polvo y colchones podridos. Los insectos y las aves lo han hecho suyo.
Nidifican en él. Lo invaden y contribuyen en su destrucción, día a
día.
Los
baños, con sus accesorios europeos en el más absoluto estado de decadencia,
producen la sensación de estar en un lugar bombardeado. Es como si un pedacito
de la Segunda Guerra Mundial se hubiera encarnado en el hotel. Nada parece
servir ya y el oxido va carcomiendo cada centímetro de las cosas que el sector
contiene, ayudado por el saqueo y la voluntaria ruptura que practicaron —y
practican— inescrupulosos visitantes. Como en el Sector VIP, el afán destructivo se
ensañó con esta parte del complejo.
El
sector consta de 16 habitaciones, cada una con sus correspondientes baños. El
deterioro del los techos es importante. La mampostería se ha venido abajo y un
enrejado de alambre de hierro se asoma por los agujeros. Los ladrillos de la
pared están a la vista. La pintura ya no está. La humedad prospera y se expande
en todos los rincones a donde el sol no llega. Millones de diminutas partículas
de yeso alfombran los corredores abiertos de la planta baja y del primer piso.
Las puertas de madera han sido robadas, pudiendo entrar en cada cuarto sin
esfuerzo. Una vez dentro, armazones de camas, una vez blancas, exhiben el ocre
color del deterioro mezcladas con piedras, lavatorios arrancados de su lugar
original, polvo y basura de todo tipo. Sólo algunos graffiti decoran la
estancia, embadurnando con letras irregulares las paredes, que alguna vez
estuvieron pintadas de color rosa claro. Los viejos placares han sido arrancados
y son sólo huecos deformados. Pero de todos los ambientes, los baños son los más
impactantes. Sus bañeras están llenas de escombros, dañadas en extremo, sucias,
acumulando todo a su alrededor inodoros destruidos, bidets partidos, caños,
maderas y por sobre todo eso cantidades monumentales de excrementos de palomas y
siempre invisibles ratas.
Centenares de azulejos de origen germano se desprendieron de las
paredes y hoy son pisoteados por los turistas que recorren el lugar. Los lavabos
de procedencia inglesa no son más que rajados recipientes de yeso molido y las
canillas de bronce han adquirido una pátina de color verde, revelando el desgano
por cuidarlas.
Palabras
finales
Decadentismo, melancolía y nostalgia son los sentimientos que el Gran
Hotel Viena despierta hoy en día. Una mezcla extraña, neorromántica, que
nos coloca ante una postura en principio pesimista pero que, analizada con
frialdad, tal vez no lo es tanto.
Las
ruinas del hotel, el mal estado en el que se encuentran sus instalaciones y la
impotencia de la que es depositario al estar frente a una inmensa laguna que
promete en un futuro incierto «volver» a reclamar terrenos que siempre fueron
suyos, resumen en una sola imagen el falso poder del hombre sobre sus obras y
los elementos.
Ahí
sigue de pie, alimentando una de las condiciones más perennes que tiene el ser
humano: la incertidumbre.
Frente al Viena es inevitable no pensar en su
pasado, en sus días de esplendor, pero tampoco podemos evitar imaginarlo en el
futuro, meditar sobre su destino, que es el nuestro y —a la larga— el de todas
las civilizaciones. El hotel es un excelente canal para practicar un ejercicio
de introspección; un catalizador de preguntas, ya no históricas, sino
filosóficas, que lo elevan por encima de su condición de «ruina» y lo convierten
en un trampolín hacia el asombro.
Cada
generación lo interpretó —y lo interpretará— de un modo distinto, porque el
problema no es el Viena, sino el contexto en el que se
dan esas interpretaciones. La idea de decadencia está muy hecha carne desde el
siglo XX y será muy difícil erradicarla por completo para reestablecer la del
Progreso indefinido, que alimentó el optimismo de los iluministas del siglo
XVIII.
Han
pasado muchas cosas desde entonces, y no todas han sido buenas. Si el futuro
toma forma en nuestro imaginario a partir del presente que vivimos, hay que
convenir que no estamos en condiciones de pensarlo como Paraíso en la Tierra.
Pero la historia se reescribe a diario y ese pasado «decadente» que hoy nos
acongoja, puede revertirse. Avanzamos, pero también retrocedemos. Puede que ese
retardo no sea más que una preparación para un gran salto hacia
delante,
Pero
eso no lo sabemos.
Por
el momento sólo nos queda «vivir el día».
Fernando Jorge
Soto Roland
Profesor en
Historia
Universidad
Nacional de Mar del Plata
|
Notas:
* Historiador. Profesor en Historia por la facultad de Humanidades
de la Universidad nacional de Mar del Plata (UNMdP).
[1] HOBSBAWM, Eric
(1995). Historia del Siglo XX, Barcelona,
Editorial Crítica, pág.19.
[2] Nota: Las
posibilidades de destrucción masiva que anuncian esos programas de televisión
son infinitas. Van desde meteoritos asesinos, accidentes nucleares, guerra
bacteriológica, cambio climático, terremotos descomunales, invasión de
extraterrestres, envenenamiento y decenas de posibilidades
más.
[3] MASSUH, Víctor
(1990). La Flecha del Tiempo. En las fronteras
comunes de la ciencia, la religión y la filosofía, Buenos Aires,
Editorial Sudamericana, pág.
19.
|
Fernando Jorge Soto
Roland
Profesor en Historia
por la Universidad Nacional de Mar del Plata
agosto de 2009
Email: sotopaikikin@hotmail.com
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