y la Tribu de la Oscuridad
Novela Indiana Jones es una marca registrada de Paramount Pictures & LucasFilms Ltd. |
Fernando J. Soto Roland
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MÁS ALLÁ DEL MAPA
Isla Karkar
Archipiélago Bismarck
Nueva Guinea
Julio de 1919.
Ajenos al ambiente y a la
geografía de la isla, el destacamento alemán desembarcó presuroso en las blancas
arenas de la playa, dejando a sus espaldas el transporte anfibio que, desde la
isla grande de Nueva Guinea, los había trasladado a Karkar.
Eran veinte hombres cansados y humillados
que buscaban, en un último e irracional intento, mantener en alto la soberanía
de Alemania en aquella parte del mundo, alejada de la vista de Dios. Veinte
soldados que se resistían a aceptar las deshonrosas cláusulas de un tratado
firmado y ratificado en Versalles hacía pocos días. Veinte almas
dispuestas a todo, con tal de no dejar morir en sus corazones endurecidos el
fervor nacionalista que los había mantenido en la colonia durante los últimos
seis años; soportando su calor, su humedad e inestable vida geológica. Tenían en
su haber media docena de terremotos, de casi ocho puntos en la escala de
Richter, y otras tantas reconstrucciones de barracas y oficinas, muelles y
centros de abastecimiento. Se habían ganado la paga y un reconocimiento oficial
que nunca llegaría. La Madre Patria había sido vencida en la Gran
Guerra y ellos eran ahora parias, hijos huérfanos que debían buscar otro
hogar, otro país, una guarida en donde esconder las culpas que los nuevos
vencedores les endilgarían por el sólo hecho de haber defendido sus intereses
nacionales.
Por eso se
negaban a rendirse. ¡Que los políticos y burócratas que manejaban el alicaído
imperio se frieran en su propio aceite de ineptitud y cobardía! Ellos no
acatarían las resoluciones de una República débil y maloliente, parida de una
Constitución que resultaba ser el producto de la pusilanimidad de los cobardes
de turno que la gobernaban. No aceptarían entregar los dominios coloniales
germanos a un atajo de australianos inexpertos que, a instancias de Inglaterra,
se habían vuelto dueños de islas y mares, pertenecientes a Alemania desde
1885.
Si bien en las
guerras era importante saber perder, Helmut Heinder , el rebelde teniente
que comandaba el pelotón, no recordaba ninguna lección del Colegio Militar que
lo obligara a deponer las armas tras la lectura de un escueto telegrama
proveniente de Berlín; y en el que personas que no conocía ni respetaba le
ordenaban abandonar el norte de la isla grande de Nueva Guinea y el nutrido
archipiélago que se desplegaba ante sus costas.
No; no era esa
la forma en la que se comportaba un militar de carrera. No era posible levantar
campamento en un segundo y tirar por la borda años de servicio y sacrificio.
Heinder sobrellevaría las represalias que fueran. De allí no lo iban a sacar tan
fácilmente. Él y sus hombres, todos experimentados soldados coloniales,
encontrarían el lugar apropiado para esconderse y reprimir el pomposo y soberbio
avance australiano. Y ese lugar era Karkar; un isla inexplorada y aparentemente
desierta que emergía del océano a pocos kilómetros de la costa, absolutamente
protegida por arrecifes de coral todo a su alrededor y tan cubierta de montañas
y selva que, de lejos, semejaba un inmenso y puntiagudo pan de azúcar.
ba
A vanzaron por la playa con cuidado. Llevaban sus fusiles preparados para
ser disparados y un miedo visceral recorriéndole cada centímetros de sus
cuerpos. A menos de cien metros de la costa, un muro vegetal, tan denso como la
cabellera de un negro africano, se elevaba trepando las laderas de un pico
innominado, de claro origen volcánico. Era el bosque tropical en su estado más
puro, en su esencia más primigenia. Un verdadero corazón de tinieblas en donde
los árboles señoreaban como lo habían hecho desde hacía cientos de miles de
años. Hacía allí encaminaban su entusiasmo nacionalista. En esa sopa de musgos,
enredaderas, lianas y sabandijas, Heinder pretendía sostenerse firme,
reivindicando un honor que no pensaba negociar.
Sentía ahora que
él era Alemania, y sus hombres los mojones trashumantes de una frontera
imperialista que aún rezumaba dignidad.
—¡Herman!
—exclamó con autoridad a uno de los soldados, mientras daba lentos pasos por la
arena.—Prepara el avance. Vamos a internarnos en la isla en una hora. Que los
alimentos y el botiquín estén listos y completos. Que todos los hombres se
mantengan en guardia y que disparen a matar contra cualquier cosa que se mueva o
resulte ser una amenaza. ¿Entendido?...
—Sí, señor
—respondió el subordinado, y rápidamente partió a reunir al resto del grupo y
dar las primeras ordenes recibidas desde el desembarque.
Helmut Heinder
había nacido en Munich hacía treinta y siete años. Era hijo de una rica familia
de comerciantes y un convencido de la superioridad de su país en cuestiones
culturales, filosóficas y militares. Había abrazado, desde muy joven, la
vocación por las armas y portaba con orgullo su jerarquía de Teniente Gobernador
del sector norte de Nueva Guinea. Inteligente y culto, era el responsable de las
primeras cartas geográficas de la región y la persona que más sabía acerca de
cuán poco controlable era esa zona del planeta. Como siempre le decía a sus
padres por carta: “ Estas islas estarán llenas de misterios por muchos años.
Vistas de lejos, son fáciles de someter, pero basta caminarlas un poco para
darse cuenta de que aquí la naturaleza es indomable y que un mundo de sorpresas
nos espera allí adentro. Es probable que sus riquezas sean inmensas o que aún
perduren tribus —como se corre el rumor— que todavía vivan en un estado tan
primitivo como salvaje son los monos de África ”.
En esa mañana de
1919, Helmut Heinder estaba a punto de certificar sus reflexiones.
ba
I nternarse en una jungla inexplorada era siempre una experiencia
angustiante; y a pesar de haber viajado por algunos de los parajes más rigurosos
del planeta, Herman Aumann , soldado raso nativo de la Baja Sajonia y
especialista en supervivencia, encabezaba la fila india del pelotón con un temor
que jamás antes había sentido. Presagiaba que las cosas no iban bien. Se lo
había comunicado a su jefe hacía un rato; pero, tras desestimarlo, Heinder
apuntó de muy mal modo, y en voz baja, que no “ metiera miedo a la
compañía ”.
—Si lo haces,
Herman, te someteré a un tribunal de guerra —dijo clavándole sus helados ojos
grises.—El único presentimiento que todos debemos tener —sostuvo— es el de la
victoria futura. ¿Has comprendido?
—Sí, señor—
reconoció el soldado. Y continuaron avanzando.
El sendero que
seguían era tortuosamente irregular, en subida permanente y tapizado de hojas
podridas, raíces y miles de insectos; de los cuales los mosquitos eran los
peores. La temperatura superaba los 39º centígrados y sólo era apaciguada por la
densa floresta que, cual bóveda natural, los cubría. Caminar por ese sitio
infernal era soportar un castigo autoimpuesto más propio de flagelantes
medievales que de militares modernos del siglo XX.
Aquel islote
jamás había sido hollado por occidental alguno. Era terreno virgen para los
europeos. Sólo la mirada lejana de algún que otro marino solitario había violado
la inmaculada condición de Karkar.
La parte
Este de la isla grande, explorada por portugueses hacia 1512 y bautizada
por el conquistador lusitano Jorge de Meneses con el nombre aborigen de
Paúa , estaba habitada —se sabía— por tribus hoscas y poco amigas
de los “blancos”. Incluso, algunas pocas crónicas hacían referencia al
monstruoso hábito del canibalismo que ellas practicaban. Años más tarde, en el
verano de 1545, el coronel español Iñigo Ortiz de Retez rebautizó el territorio
con la denominación de Nueva Guinea , por el parecido que sus
costas tenían con la Guinea africana. En aquella ocasión tampoco desembarcaron y
el archipiélago sólo fue un nombre en un mapa incompleto. Cuando los holandeses
tomaron posesión formal del lugar en 1828, lo hicieron por la costa Oeste
; por lo tanto, Karkar volvió a quedar fuera de la atención de los occidentales.
Recién en la segunda mitad del siglo XIX, alemanes y británicos ocuparon las
costas Norte y Sur respectivamente. En ese momento, Karkar se
convirtió en una postal para los imperialistas germanos. Una ínsula cercana y
lejana al mismo tiempo, que observaban de lejos sin interés alguno por
explorarla. Tendría de sobrevenir la derrota de la Gran Guerra para que
Heinder la convirtiera en su bastión de resistencia.
Pero esa isla
constituía el hogar de un alto número de comunidades desconocidas. Ocupada por
melanesios desde hacía dos o tres mil años antes de Cristo, la población se
dispersaba en la selva tropical, absolutamente aislada del exterior. Las
fragosas montañas que la fragmentaban hacían de ese aislamiento algo inevitable
y sólo en contadísimas ocasiones los alemanes habían visto desde lejos, barcazas
y canoas de madera, impulsadas por individuos extrañamente ataviados. Esas
visiones de pesadilla generaron más de una historia ficticia sobre los pueblos,
que empezaron a ser denominados como “ fantasmas ”.
Se les temía. Se
les rechazaba. De haber podido, se los hubiera exterminado. Pero nunca nadie se
había atrevido a pisar Karkar. Excepto Helmut Heinder y sus hombres.
ba
A umann esforzó sus piernas y alcanzó el claro que vislumbrara minutos
antes. Lo indagó con cuidado. Observó el suelo, los árboles circundantes, las
ramas, las hojas. Alguien había andado por ese sitio no hacía mucho tiempo. Las
huellas, imperceptibles al ojo del neófito, así se lo indicaban. Volteó sobre
sus pasos y se acercó a Heinder.
—Teniente, creo
que estamos en problemas —dijo con la seriedad en el rostro.
—¿A qué te
refieres?
—Hubo gente por
este lugar. Mucha gente... Más de diez.
—¿Estás seguro?
—inquirió dando una ojeada presurosa.
—Sí, señor. No
tengo dudas.
Heinder
permaneció dubitativo unos segundos. Finalmente. Volvió a preguntar:
—¿Qué sugieres
que hagamos? ¿Acampar o continuar?
—Usted es el
jefe, teniente.
—Te hice una
pregunta directa, Herman —intervino secamente—. ¿Qué sugieres?
El soldado
frunció sus labios.
—Yo no me
quedaría aquí. Huelo algo extraño... Esos tipos pueden estar ahora mismo
mirándonos sin que nosotros lo sepamos.—Observó al resto de sus compañeros y
añadió:—Los muchachos están muy nerviosos, señor.
—¿Crees que se
mantendrán fiel a la causa? —preguntó Heinder, por primera vez dubitativo al
respecto.
—El amor a la
patria es más grande que el miedo, señor.
El teniente
sonrió. Le palmeó el hombro y con un gesto de cabeza ordenó continuar la
marcha.
No habían dado
tres pasos cuando un repentino temblor de tierra sacudió el suelo de la
isla.
—¡Terremoto!
—exclamaron dos soldados al unísono.
—¡Debajo de los
árboles! —mandó Heinder—. ¡Rápido!
Todos corrieron
obedeciendo al jefe, en tanto la tierra iniciaba un baile geológico que agitaba
todo a su alrededor.
Un silencio
mortal inundó la selva. Los pájaros dejaron de trinar y el sonido de la brisa
escurriéndose por entre las ramas cesó.
—¡Estén atentos!
—gritó el oficial—. ¡Puede que se produzca una desprendimiento desde la
cima!
Instintivamente
todos miraron hacia la cumbre verde del cerro.
Entonces, el
movimiento de tierra cesó.
Heinder se
apartó de la palmera en la estaba agarrado y avanzó un par pasos.
—Parece que ya
pasó —dijo no muy convencido.
—Estos sacudones
me van a volver a loco —expresó uno de los hombres más jóvenes—. Nunca terminaré
por acostumbrarme a ellos.
Nadie le
respondió.
Esperaba una
acotación, un chiste, un cometario sarcástico, algo...Pero ninguno de sus
diecinueve compañeros dijo nada. Estaban mudos, observando como eran rodeados
por demonios .
ba
Isla Karkar.
Dos días más
tarde...
R oland Wilson , coronel australiano encargado de
tomar posesión de las ex-colonias alemanas de Nueva Guinea, no iba a poder
conciliar el sueño por muchas noches. Lo que tenía ante él era horroroso,
indeciblemente repugnante; un espectáculo más propio de una pesadilla enferma
que de una realidad palpable y tangible. Quizás era eso lo que más asco
producía: el hecho de ser concebido como algo “ palpable ”.
—¡Por Cristo!
¿Qué ocurrió aquí? —La voz de su lugarteniente sonó cavernosa, entrecortada.
Acababa de contener un vómito y el gusto ácido de la última comida, ya
procesada, impactó en sus papilas gustativas, arrastrándole una arcada.
Wilson, sin
quitar los ojos del espectáculo nauseabundo que lo atraía morbosamente, titubeó
volteando hacia su camarada.
—No lo sé,
Grover —contestó ojeando la exuberante naturaleza que servía de telón de
fondo.—De lo único que estoy seguro es que son “ ellos ”...
—¿ Ellos
? —interrumpió, regresando la mirada a su jefe.
—Sí...
A un costado del
pelotón aliado, una masa sanguinolenta de músculos, arterias cercenadas y huesos
muy blanco expuestos al sol, se apretujaba junto a un árbol inmenso, pródigo en
ramas y hojas. Cabezas y piernas desmembradas, brazos y uniformes teñidos de un
rojo oscuro, casi negro, se arremolinaban constituyendo un único objeto
impreciso, amorfo, formado por las partes seccionadas de veinte seres
humanos.
—Pero..., ¿qué
les pasó? —volvió a inquirir el segundo al mando.
Wilson
vaciló.
—Aparentemente
fueron sorprendidos por alguien... —dijo.
—...O por algo,
coronel. ¿Usted cree que los aborígenes pueden ser responsables de esta
carnicería?
Wilson no
contestó. Conocía a Heinder bastante bien. Sabía de su bravura y don de mando.
Además, los hombres que había tenido bajo sus órdenes eran soldados
experimentados y provistos de muy buen armamento liviano. No era lógico verlos
así, hechos un amasijo irreconocible de cadáveres entremezclados.
Grover dio unos
pasos hacia delante y se agachó. Observó detenidamente cuatro de los fusiles que
quedaban en la escena y giró el rostro, sorprendido, hacia su coronel.
—Señor... —dijo
tapándose la boca con una mano—, estos pobres infelices no se defendieron. No
dispararon un solo tiro.
Wilson comprobó
lo dicho, asomándose por encima de su subordinado.
—Parece que no
les dieron tiempo —agregó—. Aún tienen los cartuchos puestos. No hay duda de que
los sorprendieron in fraganti...
Los treinta y
dos soldados australianos, parapetados alrededor del sangriento montículo, se
inquietaron. Amartillaron sus armas y cargaron sendas balas en sus
recámaras.
—Debemos salir
de aquí, señor —sugirió tímidamente uno de los reclutas—. No creo que sea bueno
permanecer en esta isla por más tiempo.
En otra
circunstancia hubiera sancionado al soldado por no solicitar permiso para
hablar; pero la situación era tan extraña que el coronel Wilson aceptó la
sugerencia y elevando la voz dijo de inmediato:
—¡Nos vamos de
aquí!... La isla ya es nuestra. No tiene sentido que enterremos a estos pobres
diablos—. Giraron ordenadamente e iniciaron el descenso por el ensortijado
sendero de montaña.
Ya en la playa,
al momento de subir a los botes neumáticos que los regresaban a la isla grande,
Grover se arrimó a Wilson con aire de complicidad.
—Señor, ¿me
permite?...
—Dígame, ¿qué
pasa? —respondió mientras acomodaba su mochila a un costado de la barca.
—¿Qué
escribiremos en el informe?
Wilson le clavó
los ojos. Se veían en ellos el desconcierto propio de una persona que no sabía
qué decir.
—Por mi parte
—empezó con lentitud—, no informaré nada de todo esto. Y le aconsejo, Grover,
que usted haga lo mismo. Ya conoce todo el papeleo inútil que tendríamos que
soportar en caso de que un hecho como este llegue al escritorio de algún
burócrata aburrido. A esos alemanes los mataron los indios, ¿me entendió?.
Indios..., así de sencillo.
Grover asintió
con la cabeza.
—Estoy de
acuerdo, señor...—dijo obediente—. Creo que será lo mejor.
—Bien.
—Pero
—interrumpió de nuevo—, sinceramente, coronel...¿qué piensa usted que sucedió
allí arriba?
Wilson miró el
cerro de la isla con solemnidad. Ese lugar encerraba un misterio que no estaba
interesado en desentrañar. Volvió la vista a Grover y dijo tajante:
—Lo que acabo de
decirle, Grover: indios ... Fueron, simplemente, indios .
El sonido del
motor del bote indicó que era momento de partir.
Embarcaron; y en
tanto el vaivén de las olas zarandeaba su cuerpo, atravesando en gran canal
hacia Nueva Guinea, Roland Wilson echó una última ojeada a la isla. En ese
instante, una frase escrita por Joseph Conrad hacía pocos años, reverberó en su
mente:
" Observar una costa mientras se desliza ante el
barco
es como pensar en un enigma. Allí está ante ti,
sonriente, ceñuda, insinuante, grandiosa, mezquina,
insípida o salvaje, y siempre muda, con aire de estar
susurrando: 'Ven y descúbreme' ."
( El Corazón de las Tinieblas
, 1902).
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2
“EL PASADO NO TIENE PRECIO...”
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Veinte años
después...
Berlín,
Alemania.
Setiembre de 1939.
E uforia.
Esa era la
palabra que mejor definía el estado de ánimo que se respiraba en las calles de
la capital germana. La alegría se notaba en los rostros ensoberbecidos de las
Jungvolk o Juventudes Hitlerianas, que desfilaban
enarbolando sus estandartes arios y luciendo los uniformes del Partido por todos
los bulevares de la ciudad. No había civil que no tuviera en la solapa una negra svástica, enmarcada en blanco y rojo;
o la típica mirada de compromiso y mandíbulas apretadas que el Führer exigía a
todo buen alemán. Los tonos marciales de marchas militares parecían invadir el
oído del mundo. Salían de las casas, de los negocios, incluso de las
dependencias públicas de cada barrio. Bajo esas notas musicales, la razón
quedaba limitada y el espíritu patriótico fluía por las venas sin que nadie
pudiera evitarlo. La emoción lo embargaba todo. El orgullo nacionalista se había
convertido en fanatismo y cada ciudadano pretendía vestir un uniforme para, con
su sacrificio, seguir engrandeciendo la gloriosa obra que Adolf Hitler había
iniciado seis años atrás. Alemania estaba ahora sobre todos los países del orbe,
y la conquista de Polonia era el broche de oro a una exitosa política
expansionista.
La hora de
la revancha había llegado.
Las paredes
y muros de las casas estaban tapizadas de consignas partidarias y patrióticas.
El pueblo era convocado a las armas, llamado a luchar por su país. Las tropas,
movilizadas por el Estado Nazi, circulaban por doquier ostentando su poderío
bélico y elegancia. Tanques, cañones, unidades blindadas, camiones y motos;
soldados y oficiales; miembros de la policía secreta, jerarcas de la SS o
simples ciudadanos embanderados por la locura bélica, inundaban las arterias de
Berlín convirtiéndola en una verdadera cencerrada de inconciencia.
Más de
quince millones de padres habían permitido que sus hijos, como miembros del
Jungvolk , prestaran juramento de lealtad al Führer; y un gran número de
alemanes permanecían indiferentes a la suerte que corrían los judíos o los
escasísimos opositores al régimen. Incluso los sectores más conservadores y
cultos, que estaban muy lejos del populismo desplegado por Hitler, terminaron
por someterse al nazismo debido al notorio anticomunismo de su líder. Era
conveniente, decían, mantener a los “ rojos ” controlados; y el Führer lo
había conseguido de un modo nunca visto antes.
También
sesudos intelectuales y diplomáticos de carrera se sumaron gustosamente al partido, aportando su
experiencia y formación al Nacionalsocialismo alemán. Asimismo, el ejército
había aceptado la svástica como parte de su insignia oficial y la
Wehrmacht , las Fuerzas Armadas —tras una purga interna en la que no
faltó el asesinato— no era otra cosa el brazo armado de los megalómanos
designios de Adolf Hitler.
El Partido
Nazi se confundía con el Estado.
El Führer y
Alemania eran la misma cosa.
El III
Reich, el nuevo constructor del imperio, parecía estar destinado a una duración
de más de mil años.
P ara Daniel Rossberg diez
centurias era mucho tiempo. En menos de una década había perdido todo lo que
construyera a lo largo de casi cincuenta años de profesión y trabajo. No quería
pensar siquiera en tener que soportar un día más ese régimen oprobioso y
criminal, que sus propios compatriotas habían contribuido en llevar al poder.
Sabía que, a la corta o a la larga, los nazis caerían bajo el propio peso de sus
acciones impuras; por eso estaba decidido a emprender el riesgoso trámite que
durante tanto tiempo había pergeñado. Arriesgaba su vida. Aún así, con la muerte
en los talones, era la única forma en que se sentía vivo.
Aligeró el
paso y cruzó la avenida, sorteando media docena de autos. Las banderas
partidarias flameaban en casi todas las ventanas, incluso en el hall de entrada
del Prusia Hotel , al que se dirigía.
Se abrió
camino entre la multitud y alcanzó la entrada principal del edificio, alfombrada
de rojo bermellón. El bellboy le abrió la puerta con un ceremonioso “
heil Hitler ” y Rossberg encaminó su temerosa humanidad hacia el
mostrador.
Cuando el
jefe de admisión, tan serio como un buldog y formalmente vestido de saco y
corbata de seda azul, se apersonó
enfrente suyo Rossberg tembló por dentro. Estaba paranoico. Lo sabía. Era
imposible que un desconocido pudiera leer sus intenciones o conociera su odio
visceral por los nazis. Aún así, experimentó la sensación de ser auscultado por
un radar amoral de fríos ojos azules.
— Guten
tag [1]
—saludó en voz baja, apoyando los brazos sobre el mostrador—.
Quisiera ver a herr Harold Müster, por favor. Se aloja en el hotel desde
ayer por la noche. Mi nombre es Heyndrich —mintió—, Maximilian Heyndrich.
—Un segundo,
señor —contestó el empleado y cotejó el libro de admisión. Arrastró el dedo
índice por los renglones, se detuvo en uno de ellos y por último
respondió:—Efectivamente, caballero. Herr Müster lo está esperando. Aquí
tengo su autorización. La habitación es la número 323. ¿Sube usted o lo llamo
para que baje?...
Franqueó un
largo corredor y se detuvo frente a la numeración indicada. Se acomodó el
sobretodo. Bajó su solapa, se ajustó el sombrero de fieltro gris y dio tres
golpes cortos y secos en la puerta. Cuando ésta se abrió, un individuo de
cuarenta años, alto, delgado, con gafas y vestido formalmente de saco, camisa
blanca y moño color violeta oscuro, se recortó en el marco.
Rossberg no
pudo contener su emoción.
—¡¡Indy!!
—exclamó; y lo abrazó con fuerza.
—¡Daniel, mi
buen amigo! —respondió Indiana Jones , devolviéndole el fraternal
saludo.
ba
E l cuarto de Indy era modesto pero
cómodo. Poseía una hermosa vista hacia una plaza arbolada y una luminosidad
generosa que, de no ser por el grueso cortinado que cubría las ventanas, hubiera
permitido obviar lo gris que era el panorama mundial de entonces. El sol, oculto
por el miedo, no entraba en la habitación 323. Había que cuidarse de las miradas
conspicuas de los agentes del Estado; y por eso preferían estar en
semipenumbras, alumbrados apenas por un débil velador de mesa.
Indiana,
sentado en un sillón de pana, observaba a Rossberg con tristeza en los ojos;
mientras sostenía un vaso con coñac. Aquel hombre, que conocía desde hacía años,
era sólo la sombra de lo que había sido tiempo atrás. Estaba más delgado, más
demacrado y canoso. Se veía a las claras que el sufrimiento era parte de su vida
cotidiana y ya no tenía la mirada vivaz que lo caracterizaba. La historia se lo
había llevado por delante.
—Te
agradezco infinitamente que hayas venido, Indy —dijo Rossberg parado a un
costado de la ventana—. No quería involucrarte en todo este lío, pero no tenía
otra persona de confianza a quien acudir.
—Todos
estamos involucrados en esto, Daniel —respondió Jones con seriedad—. Además, me
hubiera ofendido mucho si no me llamabas.
Rossberg
sonrió agradecido.
—También lo
hice por eso, amigo. Te conozco y sabía que acudirías a mi llamado sin
objeciones. Ya sabes cual es la situación que atraviesa este país...
—...una
locura.
—Sí; una
demencia total. Y ahora, como si fuera poco, ¡una nueva guerra! ¿Acaso no
hicimos la primera para que no hubiera ninguna otra?... —inquirió retóricamente
con angustia.
—Eso nos
hicieron creer —respondió Indy sin mover un músculo.
—¡Qué
generación la nuestra!
Indiana
dibujó una breve y socarrona sonrisa ladeada.
—Los chinos
tienen una antigua maldición —expuso con parsimonia—; que pronuncian siempre
ante el peor de sus enemigos: “ Ojalá te toque vivir en un época
interesante ”, dicen.
—No se
equivocan —rió Rossberg—. Nosotros estamos malditos, en ese sentido. ¿No lo
crees?
Indy le dio
un sorbo a su coñac. La verdad es que le hubiera encantando alcanzar la adultez
en otra época. Aún recordaba los años felices anteriores a 1914, cuando con su
padre recorrían el mundo en una especie de Grand Tour siempre lleno de
sorpresas y enseñanzas nuevas. Pero aquellos días habían pasado y las fronteras,
y las ideologías, y el fanatismo, habían levantado barreras de acero muy
difíciles de derribar, a no ser que se usaran los cañones de la intolerancia. La
Belle Epoque era cosa del pasado. El presente se anunciaba
interesantemente duro.
—¿Y tu
familia, Dan? —inquirió, esperando una mala noticia—. ¿Qué hay de tus padres y
de tu hermano?
—Perdieron
todo —contestó a boca de jarro—. Todo, absolutamente...
—¿Cómo
sucedió eso?
—A papá, por
decreto, le confiscaron el negocio. Dicen que los judíos somos los responsables
de los males que sufrió el país y que tenemos que escarmentar. Sostienen que
somos una raza impura, especulativa...
—¡Malditos
nazis!...
—...
Jacob , fue despedido del hospital hace tres años. Tiene prohibido ejercer
la medicina. Ahora está tramitando su salida hacia Suecia, un país neutral que
nos está auxiliando —hizo un impasse muy corto y continuó:— Mis padres están
viejos y tercos: no quieren abandonar Alemania. Los comprendo, pero temo mucho
por ellos.—Tragó saliva y prosiguió:—Están deportando familias enteras hacia
Europa oriental; a juderías, como les dicen. La verdad es que se desconoce qué
suerte corre toda esa gente. De seguro son obligados a trabajar en fábricas de
municiones. Papá tiene la esperanza de que todo cambie...
—...empeorará, Daniel —intervino Indy.
—Es lo que
yo creo. Pero él no entiende razones. Insiste en quedarse en “su” país...
Indiana
sintió cómo se le formaba un nudo en el estómago. La situación de su amigo era
angustiante y sabía que no era el único que la sufría. Lo miró fijamente y
preguntó:
—¿Y qué pasa
con tu vida? ¿Cuál es el motivo de tu llamado?
Rossberg
levantó la vista y la clavó en los ojos de su compañero.
—Necesito tu
ayuda —dijo sin preámbulos.
—Aquí estoy,
Dan. ¿Qué precisas?
—Indy
—empezó Rossberg—, quiero que sepas, ante todo, que no estás obligado a nada. Lo
que voy a ofrecerte es peligroso, muy peligroso, amigo mío...
—Daniel
—intervino Jones acomodándose sus anteojos de lectura—, crucé todo el océano con
pasaporte falso sabiendo eso de antemano. Si no estuviera dispuesto a correr
riesgos me hubiera quedado en Barnett College, ¿no crees? —Y agregó con
vehemencia:— Dime qué pasó...
—No puedo
confiar en nadie, Indy. Toda la gente que conozco está loca. Hitler y sus nazis
los tienen hipnotizados con su discurso violento y racista. ¿Sabes algo?... La
gente delata a sus propios familiares. ¿Puedes creer eso?... El Estado lo
controla todo y cada uno de nosotros es susceptible de ser acusado de traidor
por la persona menos pensada —tomó aire—. ¿Recuerdas a Otto Wölfing
?...
—¿El
filólogo?...
—Sí
—respondió Rossberg—. Fue delatado por su sobrino de doce años. ¡El sobrino que
él mismo crió después de la Gran Guerra!...
—...¿Es
nazi?
—De la
Juventud Hitleriana.
—¡Qué
maldito hervidero de futuros asesinos! —exclamó.
—El chico es
ahora un líder de brigada —prosiguió Rossberg— y tiene bajo su mando a otros
diez muchachos de su misma edad. Le dieron medallas y cargos; honores otorgados
por el mismísimo Adolf Hitler tras la desaparición de su tío.
—¿Otto
desapareció? —preguntó Indy frunciendo el ceño.
—Desde hace
siete meses no sabemos en dónde está.
—¿Y nadie
pudo averiguar nada?
—No es bueno
andar por ahí preguntando por un “traidor del Estado”. Se corre el riesgo de
seguir la misma suerte —expresó con la vergüenza de quien teme.
—Hay que
moverse con cuidado, Dan. En determinadas cuestiones muchas veces es mejor
esperar a que la tormenta pase.
—Sí
—consintió con tristeza—. El enemigo está en todas partes; especialmente cuando
eres judío.
—¿Qué pasó
con tu trabajo?
—Lo usual en
estos casos: me exoneraron del museo hace dos años.
—Nunca me
dijiste nada al respecto... —articuló Indy sorprendido
—No podía.
Interceptan todas la correspondencia. De no haber sido por esos amigos suecos de
mi hermano hubieran pasado los años sin que tuvieras noticias mías. Esto es una
cárcel. ¿Lo comprendes ahora?...
Indy asintió
con la cabeza. Recordó la dedicación que Rossberg había puesto siempre en su
trabajo como curador del Museo Vön Strassen y la estrecha amistad nacida en una
de sus salas hacía casi veinte años. Era otra época, dura, pero diferente en
muchos aspectos a la que vivían. Por lo pronto los nazis no existían y los
códigos en Alemania eran otros.
Miró a su
amigo y volvió a preguntar:
—¿Qué es lo
que necesitas?
Rossberg se
acomodó el cabello entrecano.
—Iré al
grano, amigo —dijo.
—Me parece
bien.
El
ex-curador se apartó de la ventana, caminó hacia el centro de la habitación,
giró en redondo, enfrentó a Indy y dijo:
—Quiero
sacar del país un cargamento completo de obras de arte.
Indiana
quedó perplejo.
—¡¿Qué?!...—exclamó—. ¡¿Qué dices?!...
—Lo que
escuchaste: quiero que saquemos de Alemania una serie de obras de arte que, de
otro modo, se perderán para siempre.
El
arqueólogo se acomodó en el sillón. Una ola de adrenalina le surcó la columna
vertebral.
—Explícame,
por favor...—hostigó verbalmente.
Rossberg
tomó asiento en el borde la cama y adoptó la postura de un catedrático presto a
dar una conferencia.
—Mira, Indy,
no hay mucho qué explicar. El asunto es sencillo, al menos en teoría. Estoy
convencido de que todavía puedo hacer algo útil por el futuro de este país y
creo tener ahora una oportunidad excepcional para combatir desde la sombra a
estos cerdos. —Miró las cortinas que
tapaban la ventana. Aún en la privacidad de un cuarto temía ser oído.—Supongo
que ya estarás al tanto de lo están haciendo con la educación y la cultura,
¿verdad?
—Sí; sé que
queman bibliotecas enteras en actos públicos —respondió Jones.
—¡Están
locos! —prorrumpió Rossberg—. Dicen que es literatura “degenerada”; que corrompe
el espíritu, que altera la conciencia de la gente. Han incinerado millones de
textos, muchos de ellos incunables. ¡Los hemos perdido para siempre, amigo
mío!... ¡Esto es como el incendio de la biblioteca de Alejandría! Y yo no puedo
quedarme con los brazos cruzados viendo semejante barbarie. Además, no sólo son
libros lo que han destruido. Pinturas, lienzos, acuarelas, esculturas, están
siendo quitadas de museos públicos y privados. El arte no figurativo ha
desaparecido de las galerías y miles de otra piezas de origen africano,
americano o polinesio corrieron y correrán la misma suerte—.Extendió el brazo y
tomó la muñeca de Indiana para volver más vehemente su comentario.—Quince días
antes de que me expulsaran del museo me llegó la orden de que empacara toda una
colección de armas, vestimentas, máscaras y reliquias ceremoniales provenientes
de Indonesia y Asia. Supe por un informante que iban a ser incineradas. ¿Te
imaginas?... ¡Son piezas únicas, Indy! ¡Un arte que pertenece al patrimonio del
mundo y que estos ignorantes borraran de la faz de la Tierra!...
—¿Quiénes
son los encargados de todo ese trabajo?
—Las
SS . Tienen a su cargo un sin fin de funciones: arqueología alemana,
investigación de antepasados, investigación astrológica... Además, claro, de sus
tareas de inteligencia interna, persecución y asesinatos.
—Malos
chicos...
—Sí...
—Dan, ¿no
crees que puedan estar vendiendo esas piezas en el mercado negro o mandándolas a
cajas de seguridad en Suiza o algún otro país? —racionalizó Jones.
—Algunas,
probablemente. Pero no la mayoría. Estos imbéciles creen que sólo el arte ario
tiene derecho a permanecer en las vitrinas de los museos. Están convencidísimos
del daño moral que produce toda manifestación artística no germana. ¡Son unas
bestias!
—Tiene que
haber alguna forma de detener esto...
—No, Indy.
No la hay. Legalmente es imposible. Acá no valen las protestas ni los argumentos
de especialistas. Los nazis tienen anteojeras y el poder absoluto para imponer
su propia versión del asunto.
Jones se
recostó contra el respaldo del sillón y apoyó el vaso de coñac en una mesita
lindera. El desprecio por ese régimen autoritario e indocto fluyó por sus
venas
—¿Y cuál es
tu plan? —Inquirió masticando rabia.
—La idea es
sacar una colección de estatuillas malayas con ayuda de los suecos que te
contactaron en Estados Unidos. Es un pequeño cargamento que logré embalar y
sacar del catálogo antes de abandonar el museo.—Sonrió con tristeza y
agregó:—Puede decirse que lo robé...
Indy se
rascó el mentón y jugueteó inconscientemente con la cicatriz que adornaba su
barbilla desde la adolescencia.
—Robar al
III Reich... —dijo—. Me pregunto qué grado de inmoralidad tiene eso.
Rossberg
sonrió.
—La idea es
mantener lo que se pueda a salvo de esta vorágine destructiva. Algún día,
repatriaremos esas piezas. Pero por el momento tenemos que ocultarlas y qué
mejor que tu universidad para que pasen allí una temporada...
Indy
devolvió la sonrisa.
—Marcus
estará encantado de colaborar contigo —expresó, aludiendo al curador del museo
del Barnett College—. Lo cierto es que sería un pecado imperdonable dejar que
reliquias de ese calibre queden en manos de esta gente o disponibles a cualquier
persona inescrupulosa...
—Es bueno
que lo interpretes de ese modo, Indy —dijo Rossberg aliviado—. Ya sabes, el
pasado no tiene precio...
—... a menos
que tengas dinero para comprarlo —ironizó Jones.
Rossberg
asintió en silencio.
—Conoces
bien el “negocio”, colega.
—Vivo de
esto, Dan. Es mi obligación profesional conocer todos los recovecos del asunto.
Pero, dime, ¿quiénes son esos suecos que nos darán apoyo desde adentro?
—Un grupo
humanitario muy confiable. No los conozco personalmente. Es mi hermano quien los
contacta clandestinamente. Él es el intermediario.
—¿Y están de
acuerdo con todo?
—Por
supuesto que sí. Jacob me dijo que cuando tuviera solucionado el tema del
destino de la colección lo llamara para iniciar la operación.
—En ese
caso, levanta el teléfono y comunícate con él. Yo estoy listo.
Rossberg se
despegó el cuello transpirado de la camisa y masajeó su garganta.
—Hay una
cosa más...—dijo.
—¿Cuál?
—Poco antes
de dejar mi puesto de curador en el museo —empezó—, envié a dos colaboradores de
confianza, dos historiadores del arte, en una misión de campo extraoficial.
Tenían que conseguir cierto material, muy interesante en una isla del Pacífico;
pero perdí contacto con ellos una vez que me despidieron. Lo cierto es que temo
por la seguridad de ambos y me siento en parte responsable por su suerte.
—¿Responsable? ¿De qué? —preguntó Jones.
—Indy, nadie
supo absolutamente nada sobre ese trabajo. Fue una decisión mía,
inconsulta...
—¿Una
“misión secreta”?
Rossberg
elevó las cejas.
—Podríamos
llamarla de ese modo; pero, no “militaricemos” más el lenguaje de lo que
está.
—Tienes
razón —admitió Indy—. Los “vientos de guerra” empiezan a influenciarnos a todos.
En cualquier momento —agregó con un mohín— vestiremos uniformes de nuevo.
—Aquí ya lo
hacen desde hace tiempo...
—Y dime
—interpuso Indy con curiosidad—, ¿qué tipo de material es el que mandaste a
buscar?
Daniel
Rossberg experimentó una leve mutación en el rostro. Fue algo imperceptible. Un
gesto, un movimiento de ojos, que Indiana Jones intuyó como el preámbulo de algo
importante. Finalmente el ex-curador repuso:
—Máscaras...
—¿Máscaras?
—Sí,
máscaras. Máscaras rituales.
—Debí
imaginarlo —agregó Indy—. Han sido desde siempre tu debilidad.
—Efectivamente. Tú sabes que la colección del museo es...—por un
segundo detuvo su alocución y tomó conciencia del incorrecto tiempo verbal—;
bueno..., “era” una de las mejores de Europa —dijo con desazón.
Indy afirmó
con la cabeza. Rossberg no exageraba en lo más mínimo. El Museo Vön Strassen era
el propietario del más grande y variado stock de máscaras y caretas votivas que
existía en occidente; y en gran medida ese logro era responsabilidad exclusiva
de su amigo.
—Me había
propuesto convertirla en la muestra más famosa —prosiguió Rossberg—, pero ya
ves, todo se fue por la borda. Jamás imaginé que el trabajo de casi una vida
fuera a parar a las hogueras nazis. ¡Qué iluso fui!... ¡Pensar que mi mayor
temor era la competencia de los otros museos!...
—¿Y qué
tienen esas nuevas máscaras de especial, Dan? —inquirió Indy, reencausando la
plática.
—Mira, te
explicaré —introdujo Rossberg—. Hace unos seis años, antes de que Hitler fuera
nombrado Canciller del Reich, recibí una carta de Klaus Krugermmacher ,
un explorador independiente que, de tanto en tanto, me proveía de piezas
artísticas muy originales. Ese tipo era un intrépido. Un sujeto capaz de
internarse por zonas inexploradas con tal de encontrar arte aborigen y recibir
dinero a cambio, para poder seguir explorando por su cuenta. En esa carta que te
digo —prosiguió— hablaba de algo muy extraño que despertó mi curiosidad. Hizo
referencia a una comunidad aborigen completamente ciega.
—...
¿Ciega?
—Igual que
los murciélagos, Indy. Ciega por completo, según informaba.
—Es
extraño... Jamás oí nada al respecto.
—Yo tampoco.
Pero eso no es todo —agregó—. Krugermmacher afirmó que podían recuperar la
visión usando ciertas máscaras rituales.
Un silencio
tan denso como el cemento inundó el cuarto.
Indy volvió
a acomodar su cuerpo en el sillón de pana y mantuvo el mutismo sin querer
anticipar hipótesis alguna. Por último, y ante la mirada fija de su compañero,
preguntó:
—¿Y cuánto
de fabulador tiene ese tal Krugermmacher?
—No me
consta que lo sea, Indiana —repuso Rossberg—. En todas las transacciones que
mantuvimos, jamás faltó a la verdad o exageró sobre la importancia de los
objetos que vendía. De hecho, nunca los sobrevaluó y fue por años mi mejor
proveedor. Siempre confié en su capacidad y honestidad. No tuve motivos para
dudar de su palabra, ni los tengo ahora.
—Convengamos
que lo que te dijo es algo raro.
—Extremadamente raro —aseveró—. Él llamó a ese pueblo “la Tribu
de la Oscuridad ”... ¿Te imaginas, Indy, una sociedad entera cuyas pautas
culturales y creencias les permitan superar algún tipo de ceguera traumática o
psicológica?
—Un placebo
ritual...
—¡Exacto! Un
mecanismo litúrgico que cura la no videncia con el sólo hecho de colocarse una
máscara... ¡Maravilloso!
—¿Y qué
quieres que haga al respecto? —preguntó el arqueólogo.
—Que una vez
fuera de Alemania trates de contactarte con mis hombres de alguna manera y de
paso les adviertas de mi situación actual. Además, en caso de que hayan
conseguido esas máscaras, quiero que las tengas en custodia hasta nuevo
aviso.
—Pero hace
dos años que no sabes nada de ellos... ¿Qué pudo haberles pasado?
—No lo
sé.
—¿Es una
zona peligrosa?
—Tampoco lo
sé. Lo único que puedo informarte es que no ha sido visitada antes por
occidentales, que yo sepa.
—Y en caso
de que hayan regresado a Alemania, ¿es posible de que no te lo hayan
informado?
—¡Imposible!
Ya te dije que eran de mi entera confianza, Me hubieran avisado de inmediato.
Además, sabían que sus honorarios estaban siendo pagados con fondos no
declarados. Los patrocinadores nazis del museo no habrían permitido la erogación
de un solo peso en una investigación de campo de ese tipo.
—¿Y sus
familiares? ¿Qué dijeron?
—No tienen
familiares. Por eso aceptaron el trabajo.
Indy se
quitó los lentes, refregó sus ojos y mientras pensaba en toda las cosas que
tenía por delante, preguntó:
—¿Cuál es
esa isla a la viajaron tus especialistas?
—La isla
Karkar —contestó Rossberg— , en Paúa-Nueva Guinea.
|
3
NOCHE DE RONDA
Oldenburgo,
Alemania.
A orillas del Golfo
de Mecklenburgo.
Una semana
después...
L os faros del lustroso Lafayette
modelo 1936 se apagaron y todo el muelle quedó a oscuras. El motor dejó de
hacer ruido y las cuatro portezuelas del automóvil se abrieron suavemente al
mismo tiempo. En silencio, y enfrentando la niebla húmeda de la madrugada,
Daniel Rossberg, su hermano Jacob, Indiana Jones y dos funcionarios de la
embajada sueca, descendieron.
Sobre la
derecha, tres buques mercantes anclados se zarandeaban parsimoniosamente de
arriba hacia abajo, al ritmo de las olas del mar. Más allá, al otro lado de la
escollera principal, a unos trescientos metros de distancia, un poderoso
destructor alemán esgrimía sus cañones hacia el cielo, como desafiando al
mismísimo Dios. A su alrededor podía advertirse un intenso movimiento de obreros
portuarios y soldados, equipándolo para una misión de la que nadie del grupo
tenía la más mínima idea.
Indy observó
aquella infernal máquina de guerra y pensó en la capacidad destructiva que
tenían esas largas espinas metálicas que partían de su cubierta y que, en breve,
escupirían proyectiles sobre barcos y ciudades enemigas. La artillería de la
Kriegsmarine (Marina de Guerra) metía miedo, inspiraba respeto y exaltaba
el espíritu fanatizados de todos los que estaban convencidos de poder imponer en
el mundo entero su propia visión de la realidad. La invasión a Polonia iba a
traer consecuencias inimaginables. De eso, Indy no tenía ninguna duda. La
declaración de guerra formulada por Francia e Inglaterra era un hecho y la
Muerte agitaba su guadaña de dolor
sobre Europa. De lo que sí dudaba era de su propia seguridad caminando por el
muelle, frente a un ejército preparándose para ir al frente de batalla.
—Despreocúpate —le dijo Jacob Rossberg, transmitiendo confianza
tanto con el tono de voz como con la palmada que le diera en el hombro—. Este
sector está demasiado oscuro y aquel otro lado muy iluminado. No pueden ver
absolutamente nada. Estamos en un punto ciego. Podemos trabajar tranquilos
—arguyó, y volteándose hacia su hermano dijo:—Daniel, es tu turno. Te
seguimos.
Dan Rossberg
movió afirmativamente la cabeza, se ajustó el sombrero y con un leve gesto
invitó al resto a caminar en dirección a un depósito que se levantaba a menos de
veinte metros del auto.
—Están allí
—señaló cortante y avanzó decidido. Indy se levantó la solapa de su chaqueta
color gris y le siguió los pasos. Jacob y los dos escandinavos lo imitaron,
emitiendo cortos y secos sonidos con los zapatos sobre el empedrado.
Cuando
Rossberg alcanzó la entrada, extrajo una llave del bolsillo, la colocó en la
cerradura de un candado, la giró y corrió la puerta hacia la derecha,
despaciosamente. Jacob prendió una linterna. Después, uno a uno, ingresaron al
depósito.
El predio
era inmenso. Estaba repleto de cajones y contenedores, cuidadosamente ordenados
de modo tal que formaban pasillos que parecían interminables. A la débil luz de
la linterna, el escenario se volvía tenebroso, muy semejante a una tumba egipcia
visitada por saqueadores.
No bien el
portón se cerró tras sus espaldas, Emmanuel Sorensen , el agregado
cultural sueco y principal responsable de la organización humanitaria
clandestina que operaba en Alemania, se adelantó y tocó a Dan Rossberg por el
brazo.
—Le recuerdo
—dijo flemático— que tenemos menos de una hora, señor.
—Lo sé
—respondió Dan, interpretando el desconcierto del diplomático ante semejante
cúmulo de bultos y cargas—. Conozco perfectamente en qué lugar dejé el
cargamento. Sólo nos llevará unos minutos.
Avanzaron
por un angosto callejón constituido por pilas de cajas, que llegaban hasta el
techo, y tras varios pasos doblaron a la izquierda. Dan Rossberg se detuvo, le
pidió a su hermano que levantara la luz de la linterna por sobre su cabeza y un
cajón de regular tamaño quedó perfectamente iluminado con un claro rótulo a la
vista:
“FRÁGIL – MOLDES DE ALUMINIO PARA COCCIÓN”.
—¿”
Moldes de aluminio ”? —inquirió sorprendido Indy.
—No se me
ocurrió otra cosa —sonrió Dan —. Embalé todo en la cocina de casa...
—¡Por suerte
no lo hiciste en el baño! —exclamó su hermano con ironía.
Daniel se
estiró y le pidió ayuda a Jones con la mirada.
Ambos
sujetaron los bordes del cajón y lo bajaron de un estante con sumo cuidado. Lo
depositaron en el piso y el ex-curador desclavó con una pinza los tarugos de la
tapa que lo sellaban. Al abrirla, Sorensen no pudo contener una
exclamación.
—¡Por
Cristo, Doctor Rossberg! ¡Esto debe valer una fortuna!
Daniel
asintió con una sonrisa.
—Algún día,
el mundo le agradecerá su gesto —dijo al tiempo que se corría a un costado
permitiendo que el rayo de luz de la linterna iluminara un conjunto heterogéneo
de piezas de arte maravillosamente extrañas—. Esta colección —continuó— es
única, señor Sorensen y tiene que hacer lo imposible para que el Dr. Jones pueda
llevarla a salvo a su país.
Sorensen se
agachó y acarició con la yema de los dedos una retorcida y compleja estatuilla
hecha en bronce, de unos cuarenta y cinco centímetros de largo. Representaba a
una deidad antropomorfa y claramente monstruosa por su aspecto. Tenía cabellos
reales injertados en la base del cráneo y un colorido intenso, propio de los
reptiles sagrados, cubriendo cada centímetro cuadrado del cuerpo. Era una
muestra exquisita de estatuaria asiática.
— Shash
Naag —prorrumpió Indy al verla.
—¿Qué dice,
Dr. Jones? —inquirió Sorensen, volteando hacia el arqueólogo.
—Es una
representación sagrada asociada a las serpientes, muy propia de la zona de
Bangladesh y hasta de ciertos templos africanos y del Medio oriente —explicó—.
Se la conoce con muchos nombres y ha sido esculpida de muy diversas maneras.
Ésta en particular es algo especial. Tiene un marcado antropomorfismo y eso es
la que la vuelve una pieza única.
—Además
—intervino Daniel Rossberg—, cuenta la leyenda que estas estatuas beben
leche...
—¡¿Cómo
dice?! —inquirió el sueco con incredulidad.
—Sí —agregó
Indy—. Es un fenómeno religioso sumamente extraño. Los devotos de Shash
Naag sostienen que si se les acerca leche, la beben. Una creencia
interesante...
Sorensen
frunció los labios y dirigió su mirada hacia una daga ornamentada con piedras
semipreciosas que descansaba a un lado del dios reptil.
—¿Y esto,
qué es? —preguntó.
—Un puñal
tailandés —repuso Rossberg—. Se usaba únicamente para cortar determinados tallos
sagrados que los sacerdotes destinaban para fabricar ungüentos medicinales.
—¡Por Dios,
qué rarezas! —exclamó el diplomático nórdico, en el instante mismo en que Jacob
tomaba la tapa del cajón y lo cerraba con un golpe.
—Terminemos
con esta clase magistral de historia, caballeros —articuló ansioso—. No creo que
sea el momento ni el lugar adecuado para ilustrarnos. Lo alemanes están aquí
enfrente, ¿acaso lo han olvidado?... Tomemos todo y salgamos.
Indy
comprendió la agitación de su amigo. Estaban a punto de embarcarse, junto con
las antigüedades y su hermano, hacia Suecia y no quería perder tiempo. Todavía
tenían por delante un difícil traslado hasta el barco de bandera neutral y los
minutos parecían correr cada vez a mayor velocidad. En un cuarto de hora, como
todas las noches, un camión alemán pasaría por la puerta del depósito, en su
rutinaria misión de control, y para entonces ellos ya deberían haberse marchado.
Nadie podía descubrir el Lafayette 1936 estacionado en la calle y
menos aún toparse con un número “exageradamente alto” de cinco personas, reunidas a tan altas horas de la madrugada.
Levantaron
el cajón del piso y volvieron sobre sus pasos en dirección al portón de salida.
Entonces, intempestivamente y sin que nadie lo esperara, la puerta se abrió de
golpe y una onda lumínica los encegueció desde el exterior.
—¡¡
ALT !!...
El alarido
en alemán los congeló.
Daniel
Rossberg soltó el cajón, que cayó al suelo estrepitosamente, y emprendió una
carrera desesperada en dirección al laberíntico predio de cajas y contenedores.
Jacob y Sorensen levantaron los brazos, permaneciendo estáticos en su sitio. El
segundo funcionario sueco, se corrió levemente a un costado y apoyó su espalda
contra una pared de madera. Indy Jones, con uno de los extremos de la caja aún
en sus manos, sólo atinó a levantar la vista, topándose con un grupo de tres
soldados nazis apuntándoles directamente a la cabeza.
Los habían
sorprendido.
Esos
malditos, adelantando la ronda de vigilancia, desbarataban un plan simple.
La vida no
era en absoluto predecible. Y mucho menos en aquellas difíciles
circunstancias.
ba
E l SS-Sturmann (cabo) de mayor
jerarquía, un muchacho de apenas veinticinco años, se adelantó con un rostro de
perro rabioso encañonándoles con su pistola Lüger , en tanto que los dos
restantes temblaban sorprendidos con los fusiles a punto de ser disparados.
Era evidente
que no esperaban toparse con ese grupo de “ladrones” e Indy lo percibió en sus
pupilas dilatadas y nerviosas.
Gritaron
algo en alemán que Jones no alcanzó a traducir. Avanzaron cautelosos un par de
pasos y señalaron el cajón con gestos
bruscos.
Preguntaban
qué demonios era eso que pretendían sacar del depósito. Entonces, el sueco tomó
la palabra.
—Soy
Emmanuel Sorensen —declamó con firmeza y en alemán, sin bajar los brazos—,
miembro del cuerpo diplomático de la embajada de Suecia y gozo de la inmunidad
propia de una nación neutral. Exijo inmediatamente que deje de apuntarnos o
tendrá problemas con sus superiores.—El SS-Sturmann a cargo titubeo—. Estoy en una misión
especial de la cual el SS - Standartenführer (coronel) von Oszlak
está enterado —prosiguió Sorensen—. Llámelo si quiere. Compruebe que digo la
verdad... ¡Vamos, soldado, hágalo!...
Indy estaba
perplejo. La capacidad de mentir que tenía ese sueco era extraordinaria. La voz
no le temblaba y su tono denotaba una seguridad fenomenal. También comprobó que
el soldado había entrado en el juego y que Sorensen estaba ganando unos segundos
preciosos.
No había
terminado de elucubrar sus conclusiones cuando desde uno de los costados del
depósito se sintieron tres siseos secos, cortantes, y el trío de nazis se dobló
hacia atrás, como si fueran contorsionistas novatos pretendiendo impactar a la
audiencia.
Cuando
tocaron el piso ya estaban muertos.
Tres filosos
puñales aún temblaban clavados en sus espaldas.
Raudamente,
desde las sombras, cuatro siluetas se recortaron por delante de los faros
prendidos del jeep, que enfocaban el interior del depósito.
—¡Apaguen
esas luces! —ladró Sorensen y sus cuatro e insospechados colegas obedecieron en
el acto.
—¡Mierda!...
—profirió Jacob—. ¡Mierda!... ¡Esto se va todo por la cloaca!
Indy se
acercó al diplomático. Todo había sucedido tan rápido que no comprendía al
detalle lo que sucedía.
—Manejó la
situación excelentemente —le dijo.
Sorensen lo
dirigió una mirada cargaba de soberbia.
—Diplomacia,
Dr. Jones... —respondió—. Simple diplomacia. ¿Cómo cree que llegue a ser
Agregado Cultural?...
Indy hizo
caso omiso al sarcasmo y giró sobre sus talones en dirección al depósito.
—¿Dónde está
Daniel? —preguntó
Jacob estaba
fuera de sí.
—¡Daniel!
¡Ya todo terminó! —bramó arrastrado por el nerviosismo y conteniendo el terror
que le corría por todo el cuerpo—. ¡Daniel!...
Nadie
respondió.
—¿Lo
buscamos, señor? —le preguntó a Sorensen uno de los comandos de apoyo—. No debe
estar muy lejos.
—¡¡Daniel!!
—repitió Jacob exaltado.
Indy lo tomó
por el brazo.
—¡Oye! ¡Baja
la voz o vendrán refuerzos!
Jacob se
quitó la mano con un brusco movimiento de cuerpo.
—¡No tenemos
tiempo, Indy! —dijo— ¡Esto se desmorona!...
—¡Tranquilízate o tú serás quien termine por echar todo a
perder!
—Caballeros
—intervino Sorensen—, manténganse tranquilos, por favor. Aún tenemos algunas
cositas que arreglar antes de partir. No es bueno que el nerviosismo nos gane la
partida. Y menos ahora que estamos tan cerca del objetivo... Salgamos de aquí,
el carguero nos espera.
Indiana lo
miró sorprendido.
—¡No dejaré
a Daniel solo en este lugar! —vociferó.
—Dr. Jones
—dijo el sueco observándolo al rostro—, esto no es una excursión de fin de
semana. Rossberg conocía cuáles eran las reglas. En caso de tener que dejar a
alguien en el camino, el resto seguiría con el escape. Usted aceptó esos
términos...
—Yo no
acepté términos de ningún tipo. Si Daniel lo hizo, es cosa de él. No saldré de
este maldito depósito sin mi amigo.
Jacob no
sabía qué decir. Tenía la mente bloqueada. Recién cuando Indiana Jones dio una
vuelta completa y salió corriendo por uno de los pasillo, llamando al ex-curador
por su nombre, advirtió que su reacción ante lo sucedido venía retardada. Miró
al sueco y preguntó:
—¿Va a
esperarlos?...
Sorensen se
mordió el labio inferior, miró a sus cuatro “soldados” y repuso.
—Agarren ese
cajón. Nos vamos de aquí.
—¡Sorensen,
deles al menos unos minutos! —clamó.
—¡No hay
tiempo! —exclamó el diplomático—¡Esto estaba calculado al milímetro!... ¡No
podemos aguardar! ¡Recuerde que tengo tres muerto nazis sobre mis espaldas!
¿Será usted quien me saque del país si es necesario?...
Jacob miró
hacia el depósito, apenas iluminado por la claridad que entraba por las
claraboyas del techo. El remordimiento le carcomía el alma. El sueco tenía
razón. No podían sacrificarse todos por su hermano. Ni siquiera él.
Se sintió un
cobarde, pero la situación no daba para más.
—¿Viene o se
queda, Rossberg? —inquirió Sorensen desde la puerta.
Jacob
dirigió un último vistazo y se movió hacia el grupo.
—¡Voy,
maldita sea!... Voy con ustedes.
E n el momento mismo en que el Lafayette 1936 se ponía en marcha, e
iniciaba su lento recorrido por el muelle, Henry “ Indy ” Jones se topaba
con Daniel Rossberg tendido sobre un cajón... y con un puñal clavado en la
nuca.
|
4
L a hoja del cuchillo se hundía justo en
la base del cráneo, hasta el mango de hierro finamente repujado. Era acero de
Toledo y la empuñadura poseía una serie de hermosos arabescos abstractos de
origen musulmán que brillaban débilmente por la claridad que se colaba a través
los ventanucos de vidrio del techo del depósito.
No cabía la
menor duda: Daniel Rossberg estaba muerto. Certeramente asesinado por la espalda
y sin que pudiera haber hecho nada para defenderse. Había sido un trabajo
limpio, prolijo, burocrático. La sangre fría signaba el proceder del
matador.
Indy rotó el
cadáver, depositándolo en el suelo, para observar el rostro de su amigo.
Rossberg tenía los ojos cerrados y una mueca indescifrable se le dibujaba en los
labios. Recién cuando lo movió, la herida empezó a sangrar.
—Lo siento
mucho, compañero —murmuró el arqueólogo, sintiendo una mezcla de rabia,
impotencia y sorpresa. Decenas de dudas sacudieron su mente, pero no era momento
para tratar de darle respuestas. Tenía que salir de allí y alcanzar al grupo.
Más tarde habría tiempo para resolver el misterio de ese crimen.
Se levantó.
Dio media vuelta en dirección al pasillo y miró el portón de ingreso, todavía
abierto, a más de cuarenta metros del sitio en el que él estaba. No había
movimiento alguno. Estaba solo. Se habían marchado. Jacob, Sorensen y su gente
seguían los planes fríamente, al pie de la letra. Quizás esa era la única forma
de enfrentar a otra maquinaria mucho más gélida e insensible: la
nacionalsocialista .
Avanzó al
trote, imprimiéndole cada vez más velocidad a sus piernas; entonces, un nuevo
fogonazo de luz recortó el marco del portón desde el exterior. Acababa de llegar
un segundo camión. Esta vez con ocho SS-Schütze (soldados) que, por los
gritos de alarma que dieron al encontrar a sus compañeros muertos, estaban
embebidos en ira y furia vengativa.
Indy frenó
de golpe y se echó hacia un costado, en busca de refugio. Instintivamente
verificó si su pistola aún estaba sujeta al cinturón y la desenfundó, quitándole
la traba de seguridad.
“¡
Maldición !”, pensó para sus adentros. “¡ Seis balas no eran nada contra
las ocho metralletas de esos tipos !...
Miró hacia
todos lados buscando una salida y, de pronto, recordó el brillo del mango del
puñal y las ventanas del techo. Verificó la posición que tenían las cajas
apiladas a su lado y sin más empezó a escalarlas. Afortunadamente conformaban
una escalinata impensada que lo ponían por encima de los soldados que ganaban
terreno dentro del depósito, prontos a disparar.
A medida que
subía sus pupilas captaban más y más luz. En cuestión de segundos se terminaría
de adaptar a las penumbras. No tenía que dirigir los ojos hacia la
incandescencia de los faros del camión alemán. De hacerlo se encandilaría. Como
la mujer de Lot, estaba obligado a avanzar sin mirar más que hacia delante.
—¡Busquen
por todas partes! —gritó uno de los SS-Schütze , con un claro acento
berlinés—. ¡El asesino no puede estar muy lejos!
En ese
momento Indy alcanzó la cima de las cajas y se pegó a ellas quedándose inmóvil,
sin siquiera respirar. Debajo suyo, dos de los militares recién llegados
inspeccionaban nerviosos todo recoveco, dándose valor con gritos y gestos de
grandilocuente histrionismo.
Giró la
cabeza y vio las estrellas del cielo, a través del sucio vidrio de una de las
ventanas.
Con sólo
estirar un poco el brazo alcanzó los pestillos del marco y los corrió
despaciosamente. Después empujó con fuerza y el ventanuco se abrió hacía a fuera
sin emitir ruido.
Lentamente
trepó y sacó la mitad del cuerpo al exterior.
Una dilatada
superficie de chapa bajaba en desnivel hasta el borde mismo del muelle. Desde el
techo, el depósito parecía dos veces más grande de lo que era. Más allá, a tres
cuadras de distancia, el destructor alemán semejaba un árbol de navidad
metálico, todo engalanado de luces y con un nutrido despliegue de hombres a su
alrededor.
Se paró. El
techo se combó unos milímetros y volvió a tomar su posición anterior cuando
levantó la primera pierna para empezar a caminar en sentido contrario al camión
alemán, estacionado en la entrada del depósito.
Avanzó con
cuidado. Trataba de no hacer ruido, pero algo ocurrió...
—¡Disparen!
—Escuchó gritar justo debajo de sus pies; y en el instante mismo en que
emprendía una alocada carrera por la techumbre, una lluvia de balas perforó las
chapas, saliendo hacia arriba como si fueran avispas asesinas.
El alarido
de los soldados venía acompañado por el traqueteo de las ametralladoras al ser
disparadas y un peligroso reguero de chispas y ruidos secos empezó a perseguirle
los talones, en tanto Indy corría más y más rápido, dando inmensas
zancadas.
Cuando
percibió que el techo se acababa, pensó en dar un salto que lo impulsara por
encima de la calle y caer directamente al mar.
¿ Podría
lograrlo ? ¿ Llevaba suficiente velocidad ? ¿ Tenía otra
alternativa ?... Si se detenía y bajaba, destrepando hacia la calzada, lo iban a atrapar.
Debía
saltar.
Tenía que
sobrevolar los seis o siete metros que lo separaban el borde del muelle y
alcanzar el agua.
No había
otra opción.
Se impulso
hacia delante con más fuerza. Midió, tomó distancia, calculó y dio el brinco de
su vida...
Experimentó
la fuerza de la gravedad en las entrañas; y su estómago, como si perdiera su
sustento, se sacudió dentro del abdomen.
Fue cuestión
de segundos. Cuando menos lo esperó, una sensación helada encapsuló todo su
cuerpo y el agua salada del puerto lo cubrió por completo.
ba
E
mpapado, cansado y con frío,
Indy se arrastró por la mohosa superficie de una escalinata que salía justo
desde el mar y alcanzó las irregularidades de la vereda de un muelle. Había
nadado por más de una hora; la ropa le pesaba y sentía que sus zapatos se habían
convertido en sopapas, aprisionándoles los pies y las medias con cada pequeño
paso que daba. Estaba en otra sección del puerto, a unos quinientos metros del
depósito y con el carguero sueco WODEN a la vista.
Con sigilo,
atravesó la calle y buscó refugio detrás de una grúa. Desde esa posición pudo
apreciar que las cosas no habían mejorado.
Los nazis
estaban frenéticos.
A lo lejos,
los encargados de acondicionar el destructor alemán, habían abandonado
sus tareas y se dirigían en tropel hacia el lugar del tiroteo. Soldados SS,
oficiales y hombres de civil con perros, patrullaban y revisaban cada metro
cuadrado del puerto. Los gritos se escuchaban aún estando lejos. Frente a él,
justo al lado de la escalinata que permitía el ascenso al WODEN , cinco
SS-Schütze hacían guardia. Era imposible subir al barco e ingresar en
territorio diplomático sueco; y si bien los soldados tenían clara esa
prohibición legal, para no alterar aún más el controvertido mapa de relaciones
consulares, Indy advirtió que los nazis desconfiaban de la embarcación. De otra
manera no hubieran enviado a esos cinco furiosos guardias a custodiarla.
Sorensen,
Jacob y los demás miembros del grupo comando debían estar embarcados. Prueba de
ello era el Lafayette 1936 estacionado a escasos metros de la escalinata,
con el baúl y tres de sus puertas abierta de par de par. No cabía duda de que
habían descendido velozmente; pero ya tenían las espaldas cubiertas y podían
respirar con más tranquilidad.
Uno de los
soldados, apoyado sobre el capot del auto, escrutaba las penumbras vecinas con
una mirada casi animal. Los otros cuatro patrullaban el corto perímetro que
separaba al barco de las oficinas y depósitos del mercado portuario.
Indy tenía
que buscar otra ruta. Era absurdo intentar subir al carguero y salir con vida
por el frente de babor. Debía regresar al agua, rodearlo a nado y, de alguna
forma, tratar de alcanzar la cubierta sin ser visto, por el costado de
estribor.
De pronto,
mientras miraba al barco, desde el fondo de su conciencia algo le llamó
poderosamente la atención. No supo qué era al principio, pero al cabo de unos
segundos, y tras recorrer detenidamente con la vista al WODEN , se dio
cuenta de que todo estaba demasiado tranquilo a bordo.
La cubierta
desierta, sin un alma; los motores apagados y muy pocas luces prendidas se
colaban por los ojos de buey de la embarcación. Parecía que el carguero no se
disponía a zarpar. No había preparativos de ningún tipo a la vista.
Indy se
extrañó. Sorenesen había sido claro al respecto, en una reunión previa: “ No
bien embarquemos, nos marchamos sin dar explicaciones ”.
¿ Qué era
lo que estaba pasando ?...
La única
forma de saberlo era subiendo al buque.
Regresó
sobre sus pasos. Descendió por la escalera de material hasta el agua, se
sumergió sin hacer ruido y nadó, dando brazadas suaves, hasta quedar fuera del
alcance de las miradas de los soldados, al otro lado del WODEN .
Recorrió
todo el barco a lo largo, sumergiéndose de tanto en tanto, cada vez que creía
escuchar algún sonido que lo delatara. Pero tuvo suerte. Los alemanes se habían
concentrado en el depósito de las cajas y ninguna lancha inspeccionaba la
grasosa superficie líquida del puerto.
En eso,
desde la base de la cubierta del carguero, una larga y gruesa soga caía desde lo
alto. Un cabo inutilizado, esos que se usaban para amarrarlo cuando se desataba
alguna tormenta.
Lo aferró
con fuerza y le imprimió a todo su cuerpo la energía residual suficiente para
trepar por él.
Paso a paso,
brazada tras brazada, Indy escaló la pared de acero del WODEN hasta
llegar a la cima. Sorteó la barandilla y se dejó caer pesadamente sobre el piso
de la planchada. Estaba agotado.
Cambió el
aire de sus pulmones. Se puso de pie y, en absoluta soledad, caminó hasta una
puerta de hierro forjado que daba paso a un corredor larguísimo, jalonado por
puertas a un lado y otro de su recorrido.
Avanzó con
sigilo. No había un alma. La situación se le hacía cada vez más extraña.
Repentinamente, el eco débil de una conversación se coló por el
marco de una de las puertas cerradas.
Pensó en
anunciarse, pero al instante contuvo el impulso y se arrimó para poder escuchar
mejor.
Era la voz
de Emmanuel Sorensen.
—...No lo
sé, la verdad es que no lo sé con exactitud —expresaba dirigiéndose a otra
persona—. Lo único que puedo decirte es que con esto podremos iniciar pronto un
próspero negocio.
—¿Estás
seguro? —inquirió una voz desconocida—. ¿Pueden esas chucherías valer
tanto?
—¿Chucherías, dices?... ¡Já! ¡No entiendes nada, Alfred! ¡Esas
“chucherías” que ahí tienes valen una pequeña fortuna! Muchos museos estarán
deseosos de comprarlas...
—Si es así,
entonces, ¿por qué no la conservan los alemanes?
—Encontraremos algún nazi inteligente que dé una buena suma por
ellas, llegado el caso.
Indy sintió
cómo alguien se trasladaba hacía otro rincón del camarote.
—¿Y esto?
—inquirió la voz—. ¿Qué es esta porquería?
—Según dijo
Jones, es un dios llamado Shash Naag .
—¡Es
horrendo!... ¿A esto llaman arte?
Sorensen
sonrió.
—¡Si
supieras! —exclamó—. ¡Dicen que hasta toma leche!...
—¡¿Eh?!...
—¡Já, já,
já...! Eso comentan...
Indy se
apartó de la puerta. La sienes le latían. Como en tropel, un sin fin de
suposiciones se le acumularon en la mente. No cabía duda de que el diplomático
planeaba algo que no había dicho. Era evidente que traficaba con arte y que
Daniel y Jacob habían sido traicionados. Pero, ¿tenía alguna relación ese sueco
hipócrita con los nazis?... Seguramente sí.
—De todas
formas, y por más leche que tome —continuó Sorensen con tono risueño—, la
Germanenorden se quedará con esta pieza en particular. Uno nunca sabe qué
extraños poderes puede tener una cosa como ésta. Además, desde que el Führer nos
prohibió funcionar como institución, tenemos que proveernos de cualquier cosa
que nos pueda resultar útil en el futuro.
Por un
segundo hubo un silencio mortal, suficiente para que Indy se percatara de que
tenía que salir de ahí urgentemente.
Volvió sobre
sus pasos en dirección a la cubierta cuando, de improviso, el ruido de la puerta
de acero lo alertó. La abrían desde afuera. ¡Se iban a topar, cara a cara, con
él!.
Giró en
redondo, desesperado, y manoteó el primer picaporte que encontró a mano. Lo giró
y se zambulló de lleno en el camarote. Cerró la puerta justo cuando uno de los
marineros del carguero enfilaba en la dirección en la que, segundos antes, él
estaba.
Imprevistamente, la oscuridad de la estancia desapareció con el
fogonazo de un velador que se prendía.
—¡¿Indiana?!...
Indy miró
sorprendido hacia atrás, apuntando con su revólver recién desenfundado; y aunque
la voz le resultara familiar estuvo a punto de jalar del gatillo.
—¡Jacob!
—exclamó Jones boquiabierto.
—¡Oh, Dios!
¡Qué suerte que pudiste llegar a tiempo! —prorrumpió Rossberg, reincorporándose
del camastro en el que estaba recostado—. ¡Por un momento creí que zarparíamos
sin ustedes! Pero, —dijo extrañado— ¿qué haces con ese revólver apuntándome?
¿Pasa algo?—e instintivamente miró por encima del hombro del arqueólogo.—¿En
dónde está Dan?...
Indy se le
acercó, lo tomó por los brazos y trató de imprimirle a su voz la mayor
contundencia que podía darle.
—Jacob
—dijo—, escúchame bien, por favor.
—¿Qué pasa,
Indy?... ¿Qué pasó?
—Algo muy
malo, amigo mío... —dijo y guardó silencio unos segundos. No sabía cómo
informarle lo acaecido. Finalmente reveló sin vueltas:—Daniel está muerto, lo
mataron.
—¡¿Cómo que
muerto?! —explotó Rossberg.
—¡Shhhhhhh...! ¡Contrólate, por favor! ¡Pueden oírnos!
—¿Quiénes?
¿Los nazis? No pueden irrumpir en este barco...
—No; el
problema no son sólo los nazis. Sorensen te engañó, nos engañó a todos y mató a
Dan.
—¿Qué
dices?...
Indiana se
refregó la frente. Quería ser claro y exponer sus últimas averiguaciones de
manera precisa.
—No hay
tiempo para explicaciones largas, Jacob. Tenemos que abandonar este barco si no
queremos seguir la misma suerte que tu hermano. Sorensen es miembro de la
Germanenorden .
—¿Y que
diablos es la Germanenorden ? —preguntó instintivamente, mientras en su
cabeza sólo se representaba la imagen de Daniel
—La Orden
Germánica , Jacob —explicó Indy—. Una logia masónica obsesionada por
rituales paganos e ideas de pureza nórdica. ¡Son unos locos peligrosos! Están
organizados para luchar contra una supuesta conspiración judía internacional.
Son racistas, antisemitas y muy, muy violentos.
Jacob se
desplomó sobre la cama.
—Estos tipos
están relacionados con los nazis —continuó Indy—. Tienen mucho en común con
ellos y por más competidores que Hitler los sienta, llegado el caso pueden unir
sus fuerzas.
—¿Cómo sabes
todo eso?...
—Acabo de
oír a Sorensen. Además —siguió con su alocución, agitado—, el nombre de este
barco es otra prueba de lo que digo...
—¿De qué
nombre hablas?
—WODEN...
—¿Qué hay en
ese nombre?
—
Woden no es otro que Odín , el dios de la guerra escandinavo. Una
deidad a la que estos delirantes le rinden culto desde 1870
aproximadamente...
—Continúa...
—Hacia esa
fecha, un pseudocientífico llamado Guido von List formó un grupo que
festejaba ceremonias paganas en los solsticios y equinoccios adorando al sol
bajo la figura de un ser mítico que llamaban Baldur ; un dios muerto en
batalla y resucitado. Woden era la deidad más importante de ese culto y
alrededor de él organizaron la logia de la que te hablo. Es gente rara, Jacob.
Están convencidos de que las fuerzas ocultas pueden ser manejadas a través de
reliquias y no se detendrán ante nada con tal de conseguir sus metas. Buscan
objetos perdidos usando péndulos, invocando fuerzas extrañas y esas cosas...¿Por
qué crees que fueron prohibidos en Alemania? Hitler les teme y quiere tener el
monopolio de los Poderes Oscuros . Por eso mandó a que la
Orden Germana fuera disuelta.
—¡Es una
locura!
—¡Todo esto
es una locura, Jacob! ¡La guerra es una locura! ¡Hitler es una locura!... ¡Y
nosotros estamos en medio de todo este lío!
—¿Y que
sugieres que hagamos?
—Por el
momento, salir de aquí —respondió al tiempo que identificaba, a un costado del
camarote, su maleta de viaje—. ¿Es ese mi equipaje? —preguntó, señalándolo con
el mentón.
—Si...
Caminó hacia
él, lo abrió, miró en su interior y dijo:
—No bien me
cambie de ropa, nos marchamos de aquí.
C on su sombrero Fedora de la
suerte bien calzado, la chaqueta de cuero marrón tipo aviador, sus pantalones
holgados y el látigo enrollado sobre el costado izquierdo de la cintura, su
cartuchera y revólver de alto calibre, el profesor Henry Jones Jr. volvía ser el
aventurero que tanto disfrutaba encarnar. Con esa indumentaria se sentía capaz
de enfrentar los peligros de un modo diferente: mucho más distendido y seguro de
sí mismo. Un resabio de superstición, quizás; pero lo que importaba era que
esa ropa y esos objetos, que siempre lo acompañaban por el mundo,
le generaban confianza. Funcionaban casi como talismanes sagrados. Era una
tontería, pero así él lo sentía.
Jacob
Rossberg abrió la puerta del camarote y salieron al pasillo.
—¿Cuántos
crees que son de tripulación? —preguntó Jones.
—No muchos.
Vi poca gente. Cuando llegamos nos recibieron sólo tres marineros y el capitán.
El barco parecía deshabitado. Eso sí, eran tipos muy fornidos, Indy.
—“
Vikingos ”... —repuso con sarcasmo.
—No es una
mala comparación.
Caminaron
hasta la puerta del compartimiento en el
que Sorensen charlaba hacía un rato. Indy tenía su revolver amartillado y
lo empuñaba con fuerza delante suyo. Se acercó a la puerta, trató de escuchar
algo y tras unos segundos la abrió con cuidado. El recinto estaba vacío. Se
habían marchado. El cajón con las obras de arte que Daniel rescatara del museo
tampoco estaba.
Jacob se
adelantó curioso:
—¿Qué
buscamos en este sitio?
—Las
reliquias que sacamos del depósito.
—¿Aún
pretendes llevarlas contigo?... —inquirió sorprendido—. ¿Cómo vamos a sacarlas
de aquí?... ¡Es imposible!...
Indy giró
con el ceño fruncido y fijó su vista en los ojos de Rossberg.
—Vine a
Alemania para ayudar a tu hermano, Jacob, y no me iré sin cumplir con mi
palabra.
—Pero...,
¿para qué quieres esas porquerías antiguas? No vamos a poder movernos con esa
carga sobre nuestras espaldas...
—En ese caso
—murmuró Jones—, las tiraremos al mar. Quizás en un futuro las volvamos a encontrar... ¡No quiero que estos tipos
se queden con nada! —añadió con rabia.
Jacob lo
observó y sacudió levemente la cabeza de un lado a otro.
—Eres tan
obsesivo como Dan... —sentenció.
—Formábamos
parte del mismo gremio —dijo Indy, esbozando una sonrisa ladeada. Se
ajustó el sombrero y agregó con energía:—Salgamos de aquí.
Marcharon
por el pasillo con paso ligero. Subieron por una escalinata de metal hasta un
primer nivel por encima de la cubierta y siguieron caminando manteniendo los
cinco sentidos bien alertas. Atravesaron el sector del comedor, vacío por
completo, y retomaron la marcha por otro corredor en dirección a popa.
—Oye,
Indy... —interrumpió Jacob con voz muy baja.
—Dime...
—Me dejaste
pensando.
—¿Sobre
qué?
—Hablaste de
“poderes ocultos”... ¿Tú crees en eso?
Indy vaciló
un segundo.
—Te diré
algo —respondió, sin dejar de aminorar la marcha.— Tengo la mente abierta. No
niego nunca ninguna posibilidad.
—¿Y Dan?
¿Creía en esas cosas?
Indiana
volteó levemente su cara hacia Jacob..
—Él era más
ortodoxo... —dijo, al tiempo que pensaba lo poco que se habían conocido esos
hermanos
—Sí;
demasiado apegado a lo material, al artefacto —agregó Rossberg.—Una deformación
profesional, supongo... ¡Pobre Dan! —y sus ojos se le humedecieron con
lágrimas.
Indy no le
respondió, aunque estaba en parte de acuerdo. Su propia formación universitaria
en Chicago, al inicio en extremo positivista, había sido ampliada con otras
perspectivas teóricas a lo largo de su estadía en la Sorbona de París y en el
college de Londres; en donde completara su carrera de postgrado, a mediados de
la década del veinte. Las diversas aproximaciones a problemas clásicos de
arqueología, ya sea a través de la historia de las religiones, la mitología e
incluso del misticismo esotérico, habían ampliado su mirada académica
facilitándole la adquisición de perspectivas lo suficientemente generosas como
para acceder a viejas sensibilidades y creencias que, racionalmente, nunca
hubieran podido ser aceptadas. En ese sentido, era un verdadero heterodoxo; por
más que en sus clases lo disimulara bastante.
Además, su
rica “ experiencia de campo ” lo había colocado en situaciones
extremadamente fuera de lo común y sabía que existían “ cosas ” en las
que muy pocos se atrevían a creer. Por eso respetaba la vocación esotérica de
los nazis. Tenía pruebas concretas de que esos tipos sabían lo que querían, y
que no trepidaban en buscar cualquier medio para conseguirlo, incluso la magia
negra, la necromancia o la manipulación de restos sagrados.
Nada le
causaba menos risa. La verdad era que esa situación le preocupaba mucho y lo
ponía en extremo nervioso. Tratar con los masones de la Germanenorden no
era poca cosa. Estar en medio de una lucha entre grupos que pretendían manipular
extraños poderes —que ni siquiera conocían bien— se volvía un asunto
complicado.
Jacob no se
percataba del lío en el que se habían metido. Sus deseos por abandonar Alemania
no lo dejaban ver la vorágine de situaciones extrañas que podían presentárseles
en los días venideros. Para su concreta mentalidad médica, el
Nacionalsocialismo era sólo un partido político encumbrado en el
poder y cuyo éxito se basaba en la propaganda racista, la violencia física, los discursos grandilocuentes y el miedo.
Indy, en cambio, a todo eso le sumaba componentes cuasi-religiosos que lo
volvían aún más peligroso.
El culto a
los héroes y la creencia de que el Valhala —ese Paraíso destinado a todos
los soldados muertos en combate— era la morada final en la que Woden —o Wotan—
redimía a los que se inmolaban por el Estrado Ario, convertía a la mayoría de
los nazis “cultos” en fanáticos capaces de dar la vida por el personaje que
simbolizaba a la deidad suprema en la Tierra: el Führer , Adolf
Hitler.
Autonegación, disciplina, obediencia y autosacrificio. Contra esos
valores debería luchar el mundo de principios del siglo XX; y a Indy Jones le
tocaba el turno de estar en la primer línea de trinchera, combatiendo a la
Orden Germana y a los esbirros de la Schutzstaffel ( SS ),
compitiendo entre sí por un cajón de reliquias orientales.
“¡
Maldición !”, pensó. Su padre tenía mucha razón cuando le preguntaba con
inocultada ironía: “¿ A eso llamas tú arqueología ?”.
ba
E l carguero WODEN , botado
durante la Primer Guerra Mundial, de prolongada eslora, amplias bodegas y una
chimenea blanco y negra que no daba señales de actividad en sus calderas,
mostraba claros signos de envejecimiento. A excepción de las letras de hierro
forjado, que formaban su nombre en la proa de estribor, su casco ya no brillaba.
Había “encanecido”, como decían los trabajadores portuarios; pero, aún así,
conservaba la fuerza suficiente para flotar por otras dos décadas.
Indy y Jacob
lo transitaron manteniendo una permanente prudencia. Intentaban no alertar a
nadie y evitar toparse con miembros de la tripulación. Por fortuna, no había
mucha gente a bordo y, a poco de recorrer el buque, se dieron cuenta de que
Sorensen y los suyos jamás habían tenido intención de zarpar. La mayoría de los
marineros y oficiales estaban, con seguridad, revolcándose en algún prostíbulo o
anestesiando la angustia de saberse en un mundo en guerra gracias a los efectos
etílicos de la cerveza o alguna bebida espirituosa.
Subieron y
bajaron escaleras. Atravesaron cuartos repletos de tuberías indescifrables y
pequeñas bodegas. Pasaron por delante de otros supuestos camarotes y se
detuvieron bruscamente cuando, en un recodo del camino, se toparon
inopinadamente con dos “ vikingos ”, gordos y rubios.
Indy tensó
su musculatura. Se dispuso a pelear, pero no hizo falta. Los marineros saludaron
sin darles demasiada importancia y prosiguieron su marcha por el corredor.
El corazón
de Jacob Rossberg estuvo a punto de salir escupido por la garganta.
—Pensé que
nos pescaban —dijo por lo bajo.
Fue entonces
cuando, tras avanzar unos cinco metros, uno de los tripulantes se volteó hacia
ellos bruscamente.
—¡Eh,
amigos! —dijo con cerrado ademán. Indy giró en redondo y llevó disimuladamente
su mano hacia la cartuchera del revólver.—¿Ya subieron todo lo que tenían en ese
auto? —inquirió, sacudiendo una barba tan tupida como rojiza.
—...Sí...
—titubeó Jacob—. Ya está todo...gracias
El grandulón
asintió y giró, retomando el corredor.
—Oye
—intervino Indy dirigiéndose al sujeto que se marchaba—. ¿Sabes en dónde está el
camarote de Sorensen?...
El barbón
miró a su compañero con gesto dubitativo. Fue éste quien respondió:
—Siga la
línea de cubierta que esta al final del pasillo y doble a la izquierda. Es una
puerta en la que dice “ Sala K ”. Está allí.
—Gracias...
No fue
difícil seguir las indicaciones. Tampoco fue complicado amartillar la pistola e
irrumpir en ese camarote, mordiendo las mandíbulas y conteniendo el impulso por
disparar. Indy estaba dispuesto a todo. No toleraba la traición y la imagen de
Dan, muerto entre sucias cajas, lo enervaba hasta la médula, alimentando su odio
y resentimiento. Por eso no le costó nada sorprender a Emmanuel Sorensen por la
espalda, girarlo y apoyarle el caño del arma en la cabeza, obligándolo a
callar.
—¡Una
palabra altisonante y te mato! —le dijo frunciendo el ceño.
El sueco,
asombrado, abrió los ojos de par en par.
—¿Dr.
Jones?... ¿Qué sucede? ¿Se ha vuelto loco? —mal articuló boquiabierto.—¿Por qué
esta violencia? Estamos del mismo lado, ¿lo recuerda?... El hecho de que nos
hayamos marchado antes de...
—¡¡Cállate!!
—ladró Indy, apretándole el revólver con fuerza en la frente—. ¡Eres un cerdo
nazi!... ¡Lo sé todo! ¡Te escuché en el otro camarote!... ¡Este barco no
pertenece a la embajada sueca!...
—Dr.,
yo...
—¡Traidor!
—bramó Jacob tomándolo por el cuello de la camisa—. ¡Mataste a Daniel!.. ¡Confié
en ti y mataste a mi hermano!...
—¿Eh...?...
¿Qué dices? ¡Yo no maté a nadie!
—Pues
alguien lo hizo —interpuso Indy—. Lo apuñalaron por la espalda con estilo
semejante al que tienen tus hombres.
—Yo no maté
a tu hermano.
—¡Racista
hipócrita! —volvió a estallar Jacob—. ¡Eres un cobarde!
—Sabemos que
es miembro de la Germanenorden , Sorensen —expuso Indy, tratándolo
nuevamente de “usted”—. Y que toda esta
mugre la organizó para conseguir el cajón con las reliquias.
Indy se echó
hacia atrás, separó el caño del revolver unos centímetros de la cabeza del sueco
y dijo:
—Contaré
hasta cinco, y si no me dice en dónde tiene ese cajón, le vuelo la tapa de los
sesos. ¿Ha comprendido?
Sorensen lo
observó con los ojos muy abiertos. Un brillo extraño pareció detectarse en la
forma de mirar. Fue entonces cuando, tras un rictus transfigurador, su tono y
actitud general cambiaron por completo.
—Jones —dijo
con parsimonia—, no sea tonto. ¿No se da cuenta? Está en un callejón sin
salida.
—¡¡UNO!!...
—contó Indy.
—No puede
hacer nada. Si baja, lo matan los nazis; si se queda a bordo, los miembros de la
Orden harán lo propio con ambos.
—¡¡DOS!!...
—Ríndase. No
tiene escapatoria.
—¡¡TRES!!...
—¡Necio!...
—¡¡CUATRO!!
—¡Pues si
quiere, máteme! ¡Máteme si le satisface, pero no
logrará nada con eso! ¡NO le diré nada! ¿Entendió? ¡Nada!... ¡Apriete
el gatillo! ¡Vamos! ¡Hágalo y tendrá a mis hombres sobre ustedes en dos
segundos!
“¡
Mierda !”, exclamó Jones por dentro. No podía asesinarlo a sangre fría.
Bajó el arma
y sin preludios le propinó una trompada en pleno mentón, descargando su furia
acumulada.
Sorensen
trastabilló y cayó al piso, con un hilo de sangre saliéndole por la comisura de
los labios. Se había mordido la lengua.
—¿Qué
haremos ahora? —preguntó Jacob desesperado.
Indy no le
respondió. Dio dos zancadas hasta Sorensen, lo tomó por el cuello y lo levantó
como su fuera un maniquí.
—¡Vamos a
dar un paseo! —dijo hoscamente, al tiempo que lo empujaba hacia la puerta.
—¿Qué haces?
—soltó Jacob desconcertado.
—Vamos a
hacerle una visita de cortesía al capitán.
—¿Al
capitán? —volvió a cuestionar Rossberg.
—Sí
—respondió Indy con claro convencimiento en su voz—. Si no podemos salir del
callejón en el que nos metimos, ¡moveremos el callejón entero!
|
5
EL LOBO DE MAR
A lfred D’Huicque entró en el puente de
mando del WODEN dando tumbos. Trastabilló con la base de una butaca,
adherida al suelo, y dio el pecho contra el timón del barco. Se reincorporó y le
dirigió a Indy una mirada furibunda.
El francés
se sentía humillado, vejado en su honor de oficial por un desconocido con
aspecto de domador de circo y un judío al que detestaba por el solo hecho de
pertenecer a una minoría “racial” que consideraba inferior, “subhumana”.
Xenófobo y ultranacionalista, el Capitán D’Huicque no soportaba ser manipulado
por individuos a los que hubiera asesinado sin sentir culpa. Mercenario de
fortuna y fiel adepto a la ideología reaccionaria de la Germanenorden ,
prefería abandonar la tradición liberal de su país natal y enfocar sus esfuerzos
en pos de un Nuevo Orden mundial con el que siempre había soñado. Un mundo
“biológicamente puro”, respetuoso de los valores patrióticos, del verticalismo y
enemigo de la revolución socialista venida de la Unión Soviética.
D’Huicque
había absorbido el ideario del III Reich, pero creía que la línea planteada por
la Orden Germánica no debía ser desechada de los planes originarios del
Führer. La Logia no difería mucho del Nacionalsocialismo alemán; de
hecho, constituía una de las bases primigenias del partido y se había sentido
muy decepcionado cuando Hitler y los suyos la proscribieran, por considerarla
peligrosa a los intereses monopolistas de la política estatal.
Aún así, el
capitán D’Huicque, a sus cincuenta y tantos años, conservaba la esperanza de que
el líder alemán recapacitara quitándose de encima a todos aquellos obsecuentes y
mal intencionados colaboradores que pululaban entorno suyo, y que eran los
verdaderos responsables del desprestigio en que habían caído masones como
él.
Era cuestión
de tiempo. Había que aguardar. Los hechos, a la larga, convencerían al Führer de
que la Germanenorden perseguía sus mismos objetivos de dominación
mundial; y para ello, D’Huicque necesitaba contribuir a la logia con dos cosas:
dinero y mucha fuerza de voluntad para seguir enfrentando a propios y
extraños.
Pero, ¿
quién era ese loco de sombrero y látigo que había irrumpido en su camarote,
arrastrándolo hasta el puente, como si fuera un animal ? ¿ Acaso creía
que podía zarpar de un puerto nazi, apuntándole con la pistola ? ¡ Cerdo,
americano !, pensó, conteniendo el impulso de sus manos que deseaban
estrangularlo.
—¡Ponga los
motores a toda marcha, capitán! —exigió Indy sin que le temblara un músculo—.
¡Saque este barco del dique!
Emmanuel
Sorensen, maniatado por la espalda y con una mordaza impidiéndole la normal
respiración por la boca, se sacudía frenético a un costado de la habitación,
custodiado por la mano armada de Jacob Rossberg. Quería alertar a D’Huicque;
decirle que ese supuesto asesino a sangre fría no era tal y que con sólo
cruzarse de brazos era suficiente para desbaratar su plan de escape.
—¡Quédate
quieto! —le gritó Jacob, pero Sorensen no lo escuchó.
Entonces,
bastó una feroz trompada en el rostro para que el sueco se desplomara y quedara
tendido sobre el piso, semiinconsciente.
—Deseaba
hacer esto...—agregó Jacob con una circunstancial sonrisa en los labios mientras
masajeaba los nudillos de su mano.
Indy
amartilló el arma.
—No se lo
voy a repetir, capitán—dijo—. Ando escaso de tiempo y con un humor de
perros...
D’Huicque lo
miró sin decir nada. Volteó sobre el timón, manipuló una serie de manijas,
apretó dos botones inmensos, color rojo, y toda la estructura del WODEN se
sacudió levemente. Las hélices empezaron a girar y diez minutos más tarde el
carguero inició un lento desplazamiento hacia la salida del puerto.
El capitán
observó por el ventanal de proa cómo se abría, una decena de metros por delante,
el inmenso golfo y calculó que en breve recibiría una llamado de
advertencia.
No se
equivocó.
La estática
del radiotransmisor WKO, instalado junto al timón, lanzó una sorpresiva e
imperativa orden:
— Aquí la
Comandancia de Puerto... Carguero WODEN, no tiene autorización para zarpar... Detenga la operación de inmediato,
capitán....Cambio...
Indiana
dirigió su atención al aparato. Levantó la vista. El buque ya salía
prácticamente del muelle principal.
—No responda
—ordenó—. Prosiga...—y movió el revólver amenazante.
D’Huicque
estaba a punto de estallar de rabia. Giró la cabeza hacia el arqueólogo y
profirió en entrecortado inglés:
—¡No nos
dejaran salir de aquí! ¡Tenemos que detener el barco!
—¡Siga hacia
delante! —gritó Jones—. O juro que le vuelo la cabeza... ¡Siga! ¡No se
detenga!
—¡Nos van a
atacar, idiota!
Indy lo tomó
por el cuello y lo apretó contra el timón.
—¡Qué nos
ataquen si quieren! ¡Nosotros seguimos!...
Por segunda
vez, la radio exhortó:
—
Carguero WODEN, si continua desobedeciendo las ordenes, nos veremos obligados a
tomar represalias... Estamos en estado de guerra...¡Obedezca!...Detenga sus
motores ... ¡ No tiene autorización para abandonar el puerto
!...
—¡Indy!
—estalló repentinamente Jacob—. ¡Mira! ¡Cuatro tipos de la tripulación están
subiendo al puente por la escalinata exterior! ¡Vienen armados!
—¡Dispárales! —ordenó sin dudar—. ¡Frénalos!
Jacob rompió
uno de los vidrios del ventanuco posterior del puente y apretó el gatillo tres
veces seguidas.
—¡
Continúa ! —reiteró Jones—. ¡ No dejes que avancen !
Rossberg
vació el cargador. Los miembros de la Germanenorden frenaron su avance,
protegiéndose y respondiendo el ataque con una senda balacera.
—¡
Mierda ! —Exclamó Jacob, agachándose y soportando por sobre su cabeza una
lluvia de vidrios rotos.
Indy también
se agachó y ayudó a hacer lo mismo al capitán.
Entonces,
una lluvia inesperada de municiones empezó a impactar contra la estructura del
buque, especialmente en la parte del puente. Maderas, cristales, planchetas de
hierro y cuanto medidor colgado en las paredes, salieron despedidos por los
aires, bajo un estruendoso traqueteo.
—¡ Qué
diablos !... —exclamó Jones, tendido por completo en el piso—. ¿Cuántos son,
Jacob?...
Rossberg,
tirado junto al cuerpo inconsciente de Sorensen, no podía asomarse.
—¡Eran
tres!... Pero...
—... ¡ No
puede ser !...—interrumpió Jones, y levantó la cabeza el tiempo suficiente
como para ver hacia fuera. Se agazapó y acomodó el sombrero.—¡No son sus
hombres, capitán!... ¡ Son los nazis ! ¡ Nos están tirando desde los
muelles !
Y sin decir
más, bajó de golpe la palanca de la velocidad al máximo.
El
WODEN dio un pequeño brinco y aceleró la marcha.
Avanzó.
Salió al
golfo y puso proa hacia el norte
Con el paso
de los minutos el ataque cesó.
—¿Ya
pasó?... —inquirió Jacob temeroso.
—Así
parece...
—No se
confunda —sentenció D’Huicque—. Esta gente no se rinde tan fácilmente...
Indy se
paró. Todo el cubículo estaba destruido. Habían salvado sus vidas de milagro. Lo
que quedaba del puente era una coladera, un mundo de perforaciones casi
perfectas tapizando cada centímetro de la estancia. Sacó la cabeza por lo que
quedaba del ventanal de popa y advirtió que los “vikingos” suecos de la logia
estaban acribillados, derramando litros de sangre por la cubierta del
barco.
A Indy se le
escapó un mohín.
—Parece que
esta vez esos cerdos nos dieron una mano —dijo, y regresó junto a
D’Huicque.
El carguero
prosiguió su marcha en dirección al mar Báltico.
Rumbo : el sur de Suecia.
ba
C
uriosamente, abrirse a la
inmensidad del mar, dejando atrás el limitado espacio del dique portuario
—rodeado de bodegas, depósitos, cañones y soldados exaltados— no le produjo a
Indy Jones tranquilidad alguna. El dilatado escenario acuático por el que
navegaban parecía contener peligros insospechados; y la imaginación no estuvo
ausente a la hora de pergeñar monstruos tentaculares saliendo desde el fondo del
mar, arrastrando al carguero hacia las más hondas profundidades. Como en el
desierto, las posibilidades de ocultamiento eran inmensas y el arraigado
prejuicio, que desde la antigüedad caratulaba a los océanos como “Traicioneros”,
no dejaba de darle vueltas por la cabeza.
“
Traición ”, “ traidores ”, “ traicionar ”...Indy ya estaba
“putrefacto” de tener que lidiar con semejante inmoralidad. Quería verdades,
sinceridad; una plataforma segura en la que pararse y obrar en consecuencia, sin
tener que improvisar a cada paso por inesperados cambios de rumbos y lealtades.
Como el vaivén de las olas, la realidad se modificaba con cada segundo.
Jacob
Rossberg tampoco estaba sosegado. Vigilar a Sorensen y manejar la posibilidad de
tener que matar o herir a alguien, no era su fuerte. Detestaba la violencia y no
veía la hora de estar acomodado en algún país neutral, ajeno a la guerra, lejos
de todo y evitando ser estigmatizado o perseguido; u obligado a sacar de sí lo
peor de todo ser humano, su faceta animal más repudiable.
—Indiana
—dijo rascándose el cuello que le ardía, advirtiendo que una pequeña esquirla lo
había herido levemente por debajo del mentón—, ¿qué crees pasará ahora?
El
arqueólogo se mordió su labio inferior y abrió los ojos con desmesura, moviendo
la cabeza negativamente.
—No-lo-sé...
—respondió con sarcasmo—. Como dice la canción, “ Cualquier cosa puede
pasar ”.
—...Y como
dicen ustedes, los americanos —agregó el capitán D’Huicque con el timón en sus
manos, sin quitar la mirada del mar—, “ El show debe continuar ”... Por
lo tanto, continúa.
—¿Cómo
dice?... —inquirió Jones, girando hacia el francés; observando, entonces, el
brazo extendido del marino y el dedo índice señalando en dirección de proa un
punto indeterminado del mar.
Entrecerró
los ojos, trató de enfocar a la distancia captando los primeros rayos de sol del
día; pero no distinguió nada que le llamara la atención.
—¿Qué
demonios hay? —preguntó. Y a sus oídos llegó la respuesta que menos
esperaba.
—¡Un
periscopio!... —lanzó D’Huicque—. ¡Nos están siguiendo!
Recién
entonces Indy se percató de un resplandor metálico surcando el agua, a unos
cincuenta metros del WODEN .
—¡Es un “
Lobo de Mar ”! ¡Un U-Boot ! —explicó Jones a los gritos—. ¡Malditos
sean!...
Los
U-Boot tipo II-B , como el que navegaba cercano al carguero, eran
submarinos de la marina alemana de cuarenta y tres metros de eslora y una 279
toneladas de peso. Eran conocidos, desde la Primer Guerra Mundial, pero Hitler
les había dado el metafórico nombre de “ Lobos ”, ya que solían atacar en
grupo a todos los barcos cargueros que se alejaban del convoy. Se hacían con
presas indefensas y sabían aprovechar las debilidades tácticas del enemigo. Con
sus 25 tripulantes y capacidad para lanzar seis torpedos y ocho minas
explosivas, constituían una amenaza permanente; que recién en años posteriores
llegarían a poner en jaque el aprovisionamiento de las fuerzas Aliadas
europeas.
Jacob corrió
hasta el ventanal de proa.
—¡
Dios ! —exclamó—. ¡¿Qué vamos a hacer ahora?!...
Indy por un
segundo no respondió. Contemplaba la superficie del mar atentamente. Creía haber
visto algo.
Ajustó más
la visión. No era una buena hora para otear el océano.
Entonces,
todo le resultó claro; y para cuando confirmó la presunción inicial, gritó:
—¡¡
Sujétense fuerte !!... ¡¡ Acaban de tirar un torpedo !!... ¡¡
Protéjanse !!
D’Huicque
maniobró con desesperación. Giró el timón hacia la derecha a toda velocidad,
pero fue inútil. La estela mortal del artefacto explosivo iba dirigida
directamente hacia el centro del casco.
Diez
segundos después, sobrevino la detonación.
El
WODEN se sacudió como si fuera de cartón pintado y una lengua de fuego y
humo salió despedida hacia el cielo, arrastrando en pedazos gran parte de la
cubierta. La onda expansiva chocó contra las paredes del puente. Los marcos que
quedaban sanos se partieron en centenares de astillas, volando hacia el interior
del cubículo. El piso de madera se abrió como una flor en primavera y los cuatro
ocupantes fueron despedidos en diferentes direcciones.
Indy salió
impulsado por un agujero de la pared, cayendo sobre la explanada metálica que
bordeaba la habitación de mando. D’Huicque soltó involuntariamente el timón,
trastabilló de espaldas, rebotando sobre el cuerpo de Sorensen, que acababa de
dar los primeros parpadeos tras la paliza recibida. En tanto, Jacob Rossberg era
impulsado de frente contra una filosa aguja de vidrio, que se hundió sin
esfuerzo a la altura de su hombro derecho, arrancándole un angustiante grito de
dolor.
Crujidos.
Eso era lo que se oía.
Todo un coro
de chirridos metálicos, agudos, irritantes, inundaron el amanecer; y miles de
litros de agua salada empezaron a llenar las bodegas y todo resquicio de
sequedad que había en las entrañas del carguero.
Aturdido,
Indy se paró, tomándose de una barandilla. Sólo por centímetros no había caído a
la cubierta inferior, casi tres metros más abajo. Fue en ese momento en que se
percató de que aquello era un desastre total. El humo renegrido, el fuego y el
ángulo de inclinación que rápidamente tomaba el barco, sólo presagiaban una
cosa: el WODEN tenía los minutos contados. Se estaba hundiendo a una
velocidad fenomenal.
Jacob seguía
dando alaridos. No podía desprender de su cuerpo el fragmento de cristal que lo
hería y retenía indefectiblemente en su sitio.
Indy lo
podía escuchar por encima del batifondo generalizado que llenaba el aire. Caminó
en dirección del puente, estiró el brazo para mover lo que quedaba de la puerta
y entró en él justo en el instante en que, por segunda vez, un nuevo torpedo
hizo explosión al impactar en la popa.
—¡¡
Jacob !!... —prorrumpió el arqueólogo mientras sentía que el piso
desaparecía bajo sus pies.
Instintivamente extrajo el látigo, lo sacudió hacia arriba y el
chicotazo fue suficientemente fuerte como para que una buena porción se
enrollara en una viga metálica, sujetándolo cual un yo-yo.
En ese
instante, el WODEN se escoró de frente. Su parte lateral, en llamas, se
levantó como si fuera la cabeza de un delfín pidiendo de comer a su entrenador.
Acto seguido, un ruido atronador anunció que el carguero aumentaba su velocidad
hacia el fondo del mar.
Indy se
balanceó con potencia prendido del látigo y abrió las palmas, dejándose caer al
agua desde lo alto.
Por dos veces, en la misma noche, volvía a
estar en el mar completamente vestido; en tanto que el carguero desaparecía
inexorablemente bajo la superficie. |
6
“LA GENTE CAMBIA ...”
Dos semanas
después...
Campus
Universitario del Barnett College
Nueva York
L os nudillos de Marcus Brody golpearon
un par de veces contra la puerta de madera, por mera formalidad; giró el
picaporte y entró en la oficina de Indiana Jones sin anunciarse ni articular
saludo.
El
arqueólogo estaba parado junto al ventanal que daba al inmenso parque arbolado
del edificio de la universidad, viendo cómo los alumnos caminaban, estudiaban y
charlaban bajo los cálidos rayos del sol de la tarde. Tenía la mirada extasiada.
No pensaba nada en particular. Sólo un cúmulo desordenado de imágenes, ideas y
situaciones se le arremolinaban luchando entre sí, haciendo un todo farragoso y
poco claro. Estaba confundido. No podía elaborar un cuadro de situación
entendible. Los acontecimientos en Alemania le quitaban el sueño desde el
momento mismo de abandonar ese carguero, yaciente ahora en el fondo del mar
Báltico. Todos habían muerto, excepto él. Daniel, Jacob, el capitán y ese
maldito de Sorensen estaban en el Otro Mundo , llevándose muchas de las
respuestas que Indy quería tener. Y mientras miraba a esos muchachos y
muchachas, que pululaban llenos de inocencia por el descampado, se preguntaba
cuántos de ellos morirían en la guerra que soportaba el mundo, si su país
decidía tomar parte directa en los acontecimientos.
“¡
Mierda !, pensó. “¡ Todo es un caos !”.
—Indy, ¿te
encuentras bien?
La voz de
Marcus Brody lo sacó de su ensimismamiento.
—Marcus...
No te oí entrar.
—Sí, ya me
di cuenta. ¿Cómo estás?
—Tratando de
razonar cosas que no entiendo. Lo mismo de siempre...
—Pues te
tengo noticias.
—¿A qué te
refieres?
—Hay gente
que quiere hablar contigo. Están en mi oficina.
—¿Qué tipo
de “gente”, Marcus?
—Los que te
facilitaron el pasaporte falso. Son del Servicio de Inteligencia y vienen
acompañados por un funcionario sueco. Parece que quieren darte una disculpa
oficial. Sorensen los engañó a todos...
—¿Tú crees
que han venido sólo a disculparse? Mmmm..., no lo creo.
—Tendrás que
averiguarlo por ti mismo. Te esperan. Vamos.
Indy se
calzó el saco gris que tenía colgado en un perchero; se acomodó el moñito, al
cuello de la camisa, y repuso:
—En ese
caso, no hagamos esperar a los caballeros.
Recorrieron
una galería muy larga, subieron al segundo piso y Brody lo invitó a ingresar
primero en la rectoría.
—¡Doctor
Jones! —exclamó un sujeto delgado y alto, no bien Indy entró a la estancia—.
¡Qué bueno verlo sano y salvo! Permítame que me presente, soy el Capitán
Marshall Dellin, del Servicio Secreto —dijo apretándole la mano—. Fui quien lo
conectó con el especialista en documentos falsos, antes de su viaje a Alemania,
¿recuerda?... Él es mi asistente, el teniente Donald Zipp y el caballero —repuso
señalando a un tipo rubio como el trigo— es el señor Michel Varensonn,
representante del gobierno sueco en nuestro país.
Varensonn se
adelantó y extendió su mano al arqueólogo.
—Es un
placer, doctor Jones. No podía dejar de venir para darle mis excusas.
—Sí
—interrumpió Dellin—, el caballero ha viajado desde Washington especialmente a
verlo a usted.
—Un viaje
largo —agregó Indy—. No tenía que haberse tomado la molestia. Con un llamado
telefónico hubiese bastado.
—Es mi deber
como diplomático, doctor —respondió el sueco respetuoso—. Su vida ha corrido
peligro a causa de un traidor que decía representar los intereses de mí país y
no podíamos dejar pasar el hecho. Queremos aclararle oficialmente que Emmanuel
Sorensen actuó sin consentimiento alguno de mi gobierno y que, si bien era
agregado de la embajada en Berlín, el Estado sueco desconocía sus conexiones con
los nazis o con esa logia secreta a la que usted hizo referencia. Me avergüenza
tener que admitirlo, señor, pero nuestro empleado era un mero traficante y
ladrón de antigüedades.
—No lo
subestime de ese modo, señor Varensonn —replicó Indy—. La Germanenorden
no es un club campestre formado por simples pillos.
—Lo sabemos,
doctor Jones —dijo el teniente Zipp, sumándose a la conversación—. Por eso hemos
venido a verlo.
—¡Oh, creí
que venían sólo a disculparse! —exclamó con ironía mirándolo a Marcus.
—Bueno,
también a eso... —agregó el capitán Dellin—. Sucede que las cosas en Europa se
han complicado mucho. De hecho no sabemos cuándo nos involucraremos de lleno en
la guerra y por ese motivo queremos que nos transmita lo que usted sabe sobre
las conexiones entre los nazis y esa Orden Germánica; y nos diga qué deseaba
específicamente su amigo, el doctor Daniel Rossberg.
—Quería que
rescatara un embarque de obras de arte. Eso ustedes ya lo saben.
—Sí, doctor,
pero, ¿qué otra cosa le pidió que hiciera?
Indy miró a
Marcus. Éste permaneció en silencio y a la escucha de cada palabra que se
decía.
—Eso también
lo saben... —dijo el arqueólogo con suspicacia.
—Sí, doctor
Jones, en parte...
—¿Cómo en
parte? Les remití el informe escrito que me solicitaron no bien llegué a Nueva
York. ¿Acaso no fui claro?
—Sí,
profesor —intervino Zipp—, lo leímos y es sumamente claro su informe; pero es
que hay un problema...
—¿Problema?
¿Otro más?... ¿Qué problema?
—Usted hizo
referencia a dos especialistas alemanes en arte enviados a Nueva Guinea por
Rossberg, ¿No es sí?...
—Sí...
—Pues
lamentamos decirle, doctor, que esos especialistas nunca llegaron a destino
—explicó Dellin—. Nos pusimos en contacto con nuestros amigos los australianos y
no tienen noticia alguna sobre ellos. Jamás entraron a la colonia en la fecha
que usted refiere en su escrito.
—¿Puede que
hayan entrado de manera clandestina? —inquirió Indy.
—Es
posible.
—Pero no
tiene sentido —agregó Zipp—. Nueva Guinea no es un destino turístico, doctor
Jones. Nadie viaja a ese sitio a excepción de los administradores coloniales y
algún que otro explorador independiente. Y a éstos últimos siempre les resulta
conveniente anunciarse. Nunca se sabe qué puede pasar en esas selvas vírgenes
que cubren las islas vecinas y el interior de la gran ínsula principal.
Cualquier inconveniente puede ser resuelto por las autoridades del lugar y
salvarles la vida. Hay una reglamentación al respecto. Además, tenemos entendido
que la isla Karkar en particular es un sitio sumamente peligroso
—No sé qué
decir —respondió Indy—. Lo que sabía lo informé oportunamente
—Nosotros sí
sabemos qué decir, doctor Jones —dijo Dellin afianzando el tono de su voz—.
Queremos que vaya a Nueva Guinea y averigüé todo lo referido a esa extraña tribu
de la hizo referencia en su escrito.
—¿Cuál es
interés que el gobierno tiene es esa gente?
—Mire,
profesor —avanzó Zipp—, se avecinan días difíciles. Tenemos que recurrir a
cualquier cosa que pueda generarnos en el futuro mediato alguna ventaja
comparativa respecto de nuestro enemigo. El hecho de que un grupo de indios use
máscaras para perder su ceguera es un hecho interesante, ¿no cree?
—En eso
coincidimos.
—Me alegro,
doctor.
Indy miró a
Marcus Brody buscando ayuda. No quería ser descortés con esos caballeros y
negarse de plano al ofrecimiento. Detestaba meterse en cuestiones de Estado.
Sabía que la política era sucia y corrupta y que, a la larga, trabajar para el
Servicio Secreto le traería malestar estomacal y úlcera.
—Señores
—intervino Brody, llamando la atención del grupo—, el profesor Jones es un
profesional muy ocupado. Tiene tareas docentes que cumplir en esta universidad.
Además, y por sobre todas las cosas, no es un espía.
—De ningún
modo hemos sugerido eso, doctor Brody —arguyó Dellin sonriendo—. Sólo le estamos
pidiendo a su colega que se ponga al mando de una expedición científica,
subvencionada por el gobierno.
—¿Y por qué
se supone que debería aceptar? —preguntó Indy.
Dellin miró
a sus dos compañeros y volvió sus ojos al arqueólogo.
—Creo que
por dos motivos, doctor Jones. El primero: para cumplir una promesa que le hizo
a su amigo antes de que muriera. El segundo: porque los alemanes están
organizando un grupo para ir a la isla a buscar a esos misteriosos
aborígenes.
—¿Cómo lo
saben? —inquirió Marcus sorprendido.
—Nuestros
“ verdaderos ” espías, son los que se dedican a esas cosas, doctor Brody
—dijo con una sonrisa ladeada en los labios—. Los nazis sí entrarán de
incógnito en Karkar. Sabemos que están bien informados sobre el terreno, las
vías de ingreso y demás inconvenientes.
—¿Cómo?
—prorrumpió Indy, experimentando una oleada de adrenalina.
—A través un
explorador independiente. Un mercenario; un nazi como ellos que ya conoce a esos
indios.
—¿Quién es
él?—preguntó Brody.
—Su nombre
es Klaus Krugermmacher...
—¡Krugermmacher! —exclamó Indiana—. ¡Pero si ése era uno de los
proveedores del museo de Dan!... —pensó un segundó y sentenció:— No me dijo que
fuera nazi.
—La gente
cambia, doctor Jones. Su “ proveedor ” tiene ahora por socios a oficiales
de la SS y, por lo que sabemos, Sorensen estaba metido indirectamente en
el proyecto.
—En efecto
—dijo Varensonn—. Entre sus pertenencias hallamos referencias a ese tal
Krugermmacher..
—¿Encontraron el cuerpo de Sorensen? —inquirió Indy
sorprendido.
—No. Pero
tras el incidente del WODEN la policía requisó su casa. Hallamos el
nombre de ese alemán en una de sus libretas. Aunque no nos quedan claras muchas
cosas.
—¿Cuáles
cosas?
—Por
ejemplo, ¿por qué la Orden Germánica y los nazis se llevan tan mal, siendo que
estuvieron muy unidos al principio? —demandó el sueco
—Simple
competencia —sentenció Jones—. La búsqueda desmedida de poder tiene esos
efectos: los socios se desunen y los antiguos proveedores de confianza se
convierten en asesinos...—Indy masticó rabia. Un odio profundo entró en
ebullición dentro suyo. Ese maldito de Krugermmacher estaba relacionado con el
asesinato de su amigo. Lo sabía.
—Bien,
profesor, ¿qué nos responde? —preguntó Dellin—. ¿Acepta el ofrecimiento?
Indy se
rascó el cuello. Una extraña comezón le recorrió todo el borde de su camisa
abotonada y le dirigió un nuevo vistazo a Marcus Brody.
El cruce de
miradas fue suficiente. Marcus, sin articular palabra, le decía “ haz lo que
tú quieras, yo te apoyaré ”.
—En caso de
aceptar —dijo—, necesitaré que un equipo de expertos me acompañe. Gente de mi
entera confianza. Además, no quiero militares en el asunto ni personal del
servicio de inteligencia en el grupo. Yo seré el jefe y quien dé las órdenes. No
quiero que esa tribu sufra y que en caso de se nieguen a suministrarnos sus
secretos, nos mantendremos al margen de ellos.—Dellin y Zipp se observaron
mutuamente—. Por último, quiero el mayor apoyo diplomático en caso de las cosas
con los nazis se compliquen en la isla.
—No sé si
nosotros tenemos la autoridad suficiente de aceptar su propuesta, doctor Jones
—dijo Dellin—.Tendríamos que consultar a nuestros superiores.
—Hágalo, entonces,
capitán. Si ellos aceptan, yo acepto.
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7
EL NIDO DE LA SERPIENTE
|
Cuartel General de las SS, Berlín.
Oficina del SS-Obergruppenführer
General Max vön Kasse
E xageradamente inmenso, imponente, de mal gusto; con sólo un
escritorio centrado frente a un ventanal gigantesco que daba a un parque
arbolado, y enmarcado a ambos lados por dos largos estandartes color rojo
estampados con svásticas, la oficina de Max vön Kasse parecía más una estancia
en plena mudanza que el corazón administrativo de la Sección de Arqueología
Aria de las SS .
Como oficial a cargo, vön Kasse se tomaba muy en serio aquello de
la sobriedad nazi; y había decidido reflejar su poderío dentro del escalafón
partidario impactando a sus visitantes y subordinados con el tamaño de la
habitación en la que desempeñaba sus funciones. Lo prefería al barroquismo
burgués que tantos adeptos tenía entre sus colegas y competidores políticos. Él
gozaba con los espacios abiertos, con la sensación de sentirse rodeado por la
nada y empequeñeciendo su figura corpulenta con las paredes desnudas, color
crema; que se elevaban hasta el cielorraso como si fueran las laderas de un
glaciar, artificialmente construido para insuflar respeto y temor al mismo
tiempo. En medio de esa vastedad sin decorados, las svásticas de los estandartes
se volvían más grandes y nadie que traspasara la puerta principal podía dejar de
experimentar el poderoso y maquiavélico simbolismo de ese signo; que inspiraba a
todos fuerza y presión psicológica. Nada había sido dejado al azar. Todo
obedecía a un plan preconcebido, a una puesta en escena artificiosamente
pensada. Y de eso se trataba el asunto: de pensar. Para eso le pagaban. Para eso
trabajaba. Y por eso el IIIº Reich confiaba en sus conocimientos, en su
capacidad y experiencia como especialista en historia.
Acomodó con meticulosidad una carpeta repleta de papeles; observó
detenidamente las alas desplegadas del águila imperial que estaba impresa en la
tapa de cuero y levantó su cabeza calva mirando hacia la puerta de doble hoja,
que permanecía cerrada a casi veinticinco pasos de donde estaba sentado.
Ya era la hora.
Se ajustó la corbata y adoptó una postura marcial.
Inmediatamente después, alguien golpeó desde afuera.
—¡Entre! —exclamó estirando el cuello.
La puerta se abrió. Un sujeto delgado, entrado en años, pero que
demostraba a simple vista un excelente estado físico, ingresó marchando, erecto
como un poste. Se cuadró, hizo chocar los tacos de sus botas negras y lustrosas,
levantó el brazo derecho y exclamó a viva voz:
—¡ Heil Hitler !
—Heil Hitler —respondió vön Kasse sin mover un músculo y en voz
baja—. Adelante, coronel. Acérquese, por favor.
El recién llegado avanzó con paso seguro y se volvió a cuadrar
junto a una silla vacía, ubicada enfrente del escritorio.
—Tome posición de descanso. Relájese.
—¡Si, mi Obergruppenführer! —repuso con
nerviosismo y abrió las piernas, colocando los brazos en jarra.
Vön Kasse lo
miró de arriba abajo y volvió sus ojos a la carpeta.
—¿Tiene
usted idea de por qué ha sido convocado, coronel? —preguntó.
—No,
señor.
—Siéntese.—Vön Kasse centró la mirada en los ojos de su subordinado
y preguntó:— ¿Cuánto tiempo hace que no interviene en una misión militar, Herr coronel?
—Muchos
años, señor. Pero ahora que estamos en guerra espero poder recuperar el tiempo
perdido y hacerme cargo de un pelotón en el frente de combate.
—Olvídese de eso —repuso el general—. Tengo algo mucho más
importante para usted. Es una misión encomendada directamente por nuestro
Führer.
—Será un honor, herr general.
—Ya lo creo, camarada. Un honor de los que muy pocos pueden
jactarse. Y ahora, dígame algo, ¿qué tareas ha cumplido últimamente?
—Han sido meramente administrativas desde 1933. Estoy encargado de
la sección de cartografía colonial desde entonces.
— Mmmm ...conoce usted de mapas —sonrió irónico.
—Bastante, Herr general.
—Ya veo —dijo repasando el expediente—. Un trabajo que se ha
cotizado en estos años.
—Afortunadamente, señor.
—Bien, pues, no me cabe la menor duda, entonces, de que estoy
hablando con la persona indicada. Mi sugerencia al Führer fue correcta. Usted es
el hombre que necesitamos.
—No quisiera parecer ansioso, señor, pero, ¿en qué consiste el
trabajo?
—No es malo estar ansioso en estos casos, Herr coronel —rió
Vön Kasse—. Por el contrario, su ansiedad es un excelente signo de compromiso.
Leyendo su currículum observo que desde su juventud ha comulgado con el ideario
del partido. Afiliado desde la primera hora, me pregunto por qué no escaló más
alto en la pirámide de poder.
—Mis ambiciones personales se subordinaron a los intereses de la
Patria, Herr general. Siempre he creído en el orden natural de las cosas
y en el buen juicio de nuestro líder. Si no he ascendido con velocidad, por algo
habrá sido. Por otro lado —agregó—, estoy orgulloso y satisfecho con mi
trabajo.
—¡Todos lo estamos, coronel! Por eso está usted sentado frente a
mí.—Se acomodó en la silla, extrajo de una cigarrera de plata un cigarrillo
turco, lo prendió y dijo volviendo la mirada a la carpeta:— Dígame otra
cosa...
—Señor...
—¿Se considera usted un... “ rebelde ”, como sentencia esta
vieja foja de servicio?
—Veo que tiene buena parte de mi vida ante sus ojos.
—Corrección: toda su vida, coronel.
—En ese caso, podrá advertir que esa etiqueta que se me endilgó fue
hace mucho tiempo; más de treinta años.
—Lo sé.
—Sucedió durante de la República de Weimar, antes de la asunción de
nuestro partido al poder.
—También lo sé.
—En ese caso, quedo exceptuado de un juicio, ¿verdad?
—Podríamos decir que en parte. Leyendo su expediente personal,
cualquier persona podría llegar a pensar que es usted un sujeto remiso al
cumplimiento de ordenes...
—Aquel era un gobierno desnaturalizado, débil y corrupto,
Herr general. ¡Fueron ellos quienes firmaron el tratado en
Versalles!
—Estoy de acuerdo en todo con usted, camarada. No es mi intención
ofuscarlo. Sólo quiero conocer la respuesta a mi pregunta inicial: ¿se considera
un “ rebelde ”?
—¡No!...
—Aún así, en cierta ocasión se comportó como si lo fuera —agregó
sin levantar la vista del expediente.
—Era joven entonces y el contexto político otro. Además, pagué mis
actos con la prisión. Pero no me arrepiento de nada. De hecho, todavía me siento
orgulloso por lo que hice.
—Nosotros también, coronel. Usted fue un hombre de avanzada para su
tiempo. Muy pocos se animaron a tomar el “toro por las astas” en aquellos
días.
—Sí..., muy pocos.
—“Pocos”... que según tengo entendido murieron cerca suyo.
—En efecto... —susurró.
—¿Se siente responsable por esas pérdidas?
—Hubo un tiempo en el que sí me hice cargo de esas muerte; pero los
hechos me han probado de que estaba en el camino correcto.
—Fueron muchas vidas, coronel. ¿Dieciocho?...
—Diecinueve.
—Usted debería haber sido la número veinte, ¿no es cierto?
—Me salvé de milagro.
—Convengamos que en una situación sumamente extraña.
—Aquello fue algo incomprensible. Nunca terminé de entenderlo del
todo. Cuando di mis explicaciones al tribunal militar que me juzgó, se rieron de
mí. Nadie me creyó.
—¿Y recuerda los argumentos de entonces?
—Por supuesto, general. Tengo todo muy fresco en mi memoria.
—Permítame que le lea algo, herr coronel: “...y parecía
que conocían nuestros movimientos, adelantándose en todo a lo que hacíamos
”. ¿Reconoce esas palabras? Son suyas. ¿Qué significan?
—Lo que textualmente dicen. Nada más, ni nada menos.
—¿Y qué es esta referencia a... “ demonios ”?
—Fue mi primera impresión. Más adelante —dijo señalando su
expediente— aclaré ese punto.
—Sí, sí..., efectivamente. Eso dice aquí. Eran meras máscaras, ¿no
es cierto?
—Sí. Esa gente llevaba puestas máscaras horrendas.
—“... horrendas, hechas con una mezcla de madera, sangre y
partes blandas de cuerpos humanos ” —leyó Vön Kasse.
—Asquerosamente cierto. Es lo que dije en su momento y aún
recuerdo.
—Coronel, ¿qué pasó con sus hombres?
—Fueron sistemáticamente asesinados; despellejados, descuartizados
con una furia pocas veces vista. Nadie podía dar un paso sin que esos animales
no lo previeran de antemano. No pudimos disparar un solo tiro. Al principio
creímos que era posible un acercamiento pacífico, pero nos equivocamos..., me
equivoqué.
—¿Y cómo pudo escapar?
—Permanecí inmóvil. Ni siquiera respiraba. Aún no entiendo cómo
pude soportar semejante espectáculo ante mis ojos. Escuchaba los alaridos de
terror y dolor de mi compañía. Me sentía como en una burbuja protectora. Algo me
decía que permaneciera quieto, que esa era la única forma de conservar la vida.
No me pida explicaciones, señor. Aún no entiendo muchas cosas...
—¿Y qué pasó después?
—En determinado momento cerré los ojos. Los apreté muy fuertes,
esperando ser alcanzado por el filo de alguna de la dagas que esgrimían esos
monstruos... Cuando los abrí, al cabo de unos minutos, ya no estaban. Sólo
quedaban despojos de mis hombres. No recuerdo cómo escapé del lugar. Lo cierto
es que corrí como un loco por horas y en una lancha conseguí llegar a la isla
grande... Fue una pesadilla, señor.
Vön Kasse lo observó en silencio con las manos puestas sobre el
mentón y al cabo de unos segundo dijo serenamente:
—Queremos esas máscaras, coronel.
—¡¿Qué?!...
—El Führer quiere las máscaras y usted es el elegido para
traerlas.
—¡General, por Dios! —exclamó pálido como la leche—. ¡Eso es una
locura!
—¿Está contradiciendo una orden de nuestro Conductor,
coronel?...
—No, señor... Pero, ir a ese sitio... No creo que... —se frenó y
volvió a exclamar:— ¡No recomiendo ir a Karkar, general! ¡Ir a esa isla es ir a
una muerte segura!
—Alemania requiere de mártires.
—Pero, ¿por qué yo?...
—¡Coronel, cálmese! —prorrumpió vön Kasse levantando sus brazos—.
Tenemos todo planeado al detalle. Recuerde algo: ¡han pasado veinte años! Ahora
tenemos una mejor tecnología, mejores armas y mucha más información. Correrá con
ventajas que antes no tenía. Además, lo escoltará una compañía completamente
equipadas y un explorador que ya estuvo en la isla y salió ileso: Klaus Krugermmacher.
—No sé quien
es, señor; pero le aseguro que es imposible entrar en ese lugar y...
—No lo llamé para
discutir órdenes —interrumpió vön Kasse—. Usted es el oficial elegido.
Krugermmacher lo asistirá y juntos traerán esas mascaras a Alemania. ¿Entendido,
coronel Heinder?
Helmut Heinder asintió temeroso.
—Sí, señor... —dijo casi sin voz.
—¡Muy bien! Tiene diez horas para preparar su equipo. Salen para
Karkar en un submarino mañana a la madrugada.
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~ ~
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8
DONDE LOS PÁJAROS GRITAN DE DOLOR
Cinco días después...
Selvas de Karkar
Archipiélago Bismarck
Nueva Guinea
Se habían salido
con la suya. A pesar de los reclamos, las protestas y las amenazas no creídas de
abandonar el proyecto, la Secretaría de Seguridad Nacional del gobierno
norteamericano, había obligado a Indy a que aceptara en su grupo expedicionario—a último momento
y cuando ya nadie podía echarse atrás— al Agente Especial Florence
Waverly; una hermosísima morocha de treinta años, espigada y de profundos ojos
verdes, que oficiaría de enlace entre la oficina de Estado y el jefe de la
expedición. Claro que como mandamás, Indy Jones se sentía vencido, manoseado;
usado por la burocracia de pasillo y el permanente doble discurso de los
oficiales del ejército que lo habían contratado. El único aliciente con el que
podía consolarse era la exultante belleza de la muchacha que, para entonces, ya
empezaba a producirle cosquilleos en el bajo vientre cada vez que la miraba
fijamente. ¡ La muy maldita era una verdadera Venus griega !
Una pila de
madera, aún verde, chisporroteó en el fogón y las llamas lucharon por generar la
claridad y el calor necesario para empezar a cocinar en plena noche. Habían
desembarcado en la isla hacía diez horas y se aprestaban a descansar para dar al
día siguiente el “ gran salto hacia delante ”, internándose en la selva
que trepaba por las laderas del pico escarpado de Karkar.
Aquel era un
grupo heterogéneo. Indy Jones, arqueólogo; Marcus Brody, curador de museo;
Florence Waverly, espía y especialista en comunidades aborígenes de Nueva
Guinea; Paú, el guía local contratado por Jones y tres macheteros traídos desde
Australia.
Indy levantó sus
ojos de la fogata, en la que los tenía enfocados, y observó a la muchacha. No le
dirigía la palabra desde hacía horas. Su rabia contenida le impedía entablar una
charla distendida y cada vez que Waverly quedaba en su plano de visión se sentía
un estúpido por haber aceptado la misión, aún sabiéndose engañado como un
estudiante de primer grado.
—Mire, doctor
Jones —dijo de repente la chica—, creo que las cosas así no pueden funcionar
bien. No me culpe por estar aquí. Sólo cumplo órdenes. Si por mí fuera estaría
cómodamente trabajando en mi libro en Nueva York y no esperando la noche en esta
isla alejada de todo, rodeada de hombres amargados y con miedo...
—¿ Miedo
?... —interrumpió Indy sin disimular su exasperación—. ¿Quién le dijo a usted
que tenemos miedo?
—Se les nota en
sus miradas, doctor.
—¡ Ah, pero
que perspicaz es la señorita ! —exclamó gesticulando—. ¿Te das cuenta,
Marcus? ¡Estamos con una especialista en conductas humanas! ¡Qué
maravilla!...
—Indy...
—articuló Brody con suavidad, intentando calmarlo.
—¡ Qué suerte
de tenerla entre nosotros ! —prosiguió Jones sin escucharlo—. ¡Así vamos a
poder canalizar nuestros temores con la “ doctora ”! —Tragó saliva y
remató señalándola con el dedo índice:—Mire, Waverly, que le quede bien claro
algo: no soporto que me engañen; soy muy poco tolerante cuando me presionan y no
estoy de acuerdo con que una mujer esté inmiscuida con una expedición de este
tipo. ¡Ya tengo experiencia soportando a niñitas sabelotodo en
situaciones límites y le aseguro que no me resulta agradable tener que hacerme
cargo de otra vida, además de la mía! Se lo diré claramente sólo una vez: usted
depende de mí, me obedecerá a mí, hará todo lo que yo le diga y dejará de hacer
diagnósticos estúpidos sólo a partir de nuestras miradas... ¿Soy claro?
Florence Waverly
esbozó un mohín.
—Lo que usted
diga, doctor —dijo con sorna y se recostó sobre el piso.
Marcus Brody se
inclinó suavemente en dirección de Jones.
—Indy —dijo por
lo bajo, sin que la muchacha pudiera oírlo—, me parece que la chica tiene razón.
Tienes que calmarte... Es especialista en lo suyo...
—Marcus, me
siento un idiota. Creo que fui claro antes de aceptar. No quería militares en
esto.
—Ella no es de
la milicia.
—Es como si lo
fuera. ¡Una quinta columna!... Eso me incomoda.
—El capitán
Dellin dijo que está muy bien informada sobre la geografía de la isla. Puede
sernos de gran utilidad.
—No creo que
sepa más que Paú —dijo moviendo la barbilla en dirección al guía—. Él sí sabe
moverse en selvas. Dudo que esta “ espía de oficina ” haya salido alguna
vez de la ciudad en la que vive. No la necesitábamos, Marcus...
—¿Y que hay del
diario de viaje que ella leyó?
—¿El diario de
Roland Wilson, el militar australiano? —Brody asintió—. No creo que aporte
demasiado —dijo Indy—. Tengo entendido que no exploró la isla. Sólo desembarcó y
avanzó unos pocos kilómetros. Jamás entró en contacto con los aborígenes. No es
información relevante. Si a esta chica la mandaron sólo por eso, estamos fritos.
Será un estorbo.
—¿Y qué dices de
mí?...
—¿ Eh
?...
—Me preguntaste
si quería que te acompañara y aquí estoy. Probablemente hubieras preferido que
dijera que no ...
—¿Por qué dices
semejante tontería?
—Indy, ya no soy
un niño. A mi edad, en este tipo de aventuras, puedo ser yo el
estorbo.
—Marcus, nos
conocemos desde hace años y ya hemos viajado juntos antes. Hacemos una buena
dupla. Sé con que buey estoy arando ... Además —agregó con ironía—, bajar
unos kilos no te vendrá nada mal.
Brody esgrimió
una amplia sonrisa, Se sintió satisfecho, halagado.
—Gracias,
amigo.
Indy se
reincorporó, caminó en dirección del guía y preguntó:
—Paú, ¿para
cuándo la cena?
ba
Florence Waverly
entreabrió los párpados y el fulgor de la fogata, ya mortecina, dibujó en su
retina un ramillete de rayos dorados colándose por las pestañas. Había escuchado
algo, o mejor dicho, había dejado de escuchar cosas . Demasiado silencio
en una selva repleta de insectos y aves nocturnas la sacaron del sueño liviano,
que mantenía recostada a un lado del fogón.
No movió un
músculo y echó un vistazo a su entorno.
Jones dormía
profundamente a unos tres metros de ella, dando leves ronquidos. Marcus Brody,
bien tapado con una manta de factura inglesa, hacía lo mismo recostando la
cabeza contra un mullido almohadón improvisado con hojas frescas. Uno de los
porteadores descansaba en posición fetal no muy lejos del arqueólogo y el otro
quedaba fuera de su ángulo de visión. Paú, seguramente estaba de guardia, pero
tampoco podía verlo.
Entonces escuchó
como varios pies aplastaban lentamente el colchón de hojas y ramas que rodeaba
el campamento. Eran muchos, y a menos que Paú se hubiera metamorfoseado en un
insecto de doce patas, eso sólo significaba una cosa: un grupo de desconocidos
estaban a punto de caerles encima.
¿ La tribu de
la oscuridad ?... Un relampagueante escalofrió le recorrió el cuerpo.
Florence tensó
los músculos. Tenía que estar lista para actuar. Dirigió nuevamente su mirada a
Indy. El explorador no había escuchado nada. Seguía durmiendo. “¡ Maldito
machista !”, pensó recordando los comentarios del arqueólogo; y con sigilo
empezó a desplazar su brazo en dirección al revólver que tenía apretado en el
cinturón.
“¡ Niñita
sabelotodo !”, refunfuñó mentalmente.
ba
Indy sintió que
algo pesado se le hundía en el estómago, despertándolo sobresaltado con un
vómito en la punta de los labios. Dos segundos después, un fuerte golpe en la
mandíbula volvió a tumbarlo sobre la esterilla en la que pasaba la noche;
mientras que su rostro, relajado y fláccido, experimentaba un profundo dolor,
lanzando gruesas gotas de sangre color oscuro en dirección a la fogata
Tosió.
Se agarró el abdomen y, como si fuera el
contorsionista de un mal circo, encogió las piernas sobre su pecho tratando de
aliviar el sufrimiento.
“¿Qué demonios estaba pasando? Eso no podía ser sólo un mal sueño.
Todo era demasiado vívido. ¡ El dolor era real
!”
—¡Por favor, no se mueva, jefe!—La voz de
Paú era apenas un susurro. Se la escuchaba entrecortada, trémula. Había
claramente miedo en su tono.
Indy apoyó las manos en el piso, húmedo
por el rocío, y quedó tendido, desconcertado, mareado y suponiendo lo peor. El
maxilar inferior le latía y toda su dentadura, hipersensibilizada por la
trompada, le aguijoneaba las encías.
Entonces, abrió los ojos.
Seis individuos fuertemente armados
controlaban el campamento. Vestían uniformes de color gris, muy descoloridos, y
esbozaban regulares y blancas sonrisas. Una sensación de poder e impunidad se
evidenciaba en varios de esos rostros pálidos.
Eran soldados.
Nazis . Todos de baja graduación.
Seguramente una patrulla.
Tres de ellos sometían a Paú. Lo tenían
de rodillas y con un par de fusiles apoyados en su nuca. Marcus estaba a su
lado, con el caño de una escopeta a pocos centímetros de la nariz; la misma con
la que le habían golpeado a Jones el estómago momentos antes. Los dos
porteadores, aparentemente inconscientes, yacían tumbados detrás de Brody.
—No haga ningún movimiento brusco, doctor
Jones—dijo Paú—. Estos hombres no están bromeando—.Un hilo de sangre le recorrió
los labios. El guía tenía el párpado derecho caído e inflamado.
—Hazle caso, Indy... —agregó Marcus.
El SS-Rottenführer
(cabo) que controlaba a
Jones era un hombre de mediana estatura, fornido, de pelo muy claro y brillantes
ojos celestes, que sobresalían a causa de una piel curtida por el sol de los
trópicos. La expresión de su rostro era salvaje, indiferente al sufrimiento. En
especial al sufrimiento de los demás.
—¡ Gute abend, herr doktor
! [3]
—saludó sarcástico colocándole
el caño de su fusil en el entrecejo—. ¡Qué sorpresa! ¿No es cierto?...
—La verdad es que no los esperaba tan
temprano —respondió Indy simulando una sonrisa de agrado.
—Celebro su buen humor —dijo el alemán—.
Haga uso de él mientras pueda. —Y sin más lo tomó por la camisa y lo puso de
pie—. ¡Vamos, es hora de marchar! No tenemos tiempo que perder con charlas
estériles.
—¿Los llevamos al campamento base, señor?
—inquirió uno de los soldados.
— Afirmativo —respondió el cabo al
tiempo que empujaba a Indy con fuerza hacia delante—. El coronel dispondrá de
ellos. —Y empuñando su fusil gritó con autoridad:—¡ Andando, muévanse,
caballeros !...
En ese segundo de lucidez, Indy se
percató de que Florence Waverly no estaba entre los prisioneros.
ba
Caminar por la selva encañonado
por media docena de nazis no era la situación ideal que definiera su profesión
de arqueólogo; pero estaba acostumbrado. Tenía sobre sus espaldas cuarenta años
de aventuras, peligros y situaciones límites que contextuaban casi todos los
trabajos de campo en los que había participado. ¿Era ése su destino? ¿Era él el
que ayudaba con sus actos a que las cosas siempre se complicaran, o simplemente
estaba escrito en alguna de las tablas intangibles del Destino? Muy pocas
excavaciones —recordaba una en Grecia— habían transcurrido sin inconvenientes y,
la verdad sea dicha, se había aburrido como un hongo. ¿Necesitaba de aquellas
inyecciones de adrenalina que le daba el peligro para que todo lo que hacía
tuviera sentido?...
Indy giró la cabeza y observó a sus
captores. Parecían robots de rostros cuadrados y mandíbulas apretadas, ojos
inyectados de odio y unas miradas enceguecidas por el fanatismo. “ Idiotas
útiles ”, pensó al sospechar que esos hombres jóvenes habían sido
adoctrinados dentro de las aulas de la Juventud Hitleriana. Estaban
condicionados para obedecer. Eran máquinas de cumplir órdenes, por inmorales que
ellas fueran. Era imposible conversar con ellos. Sus mentes no entrarían en
razones y el raciocinio seguramente se había desvanecido tras tantos saludos al
Führer.
El sendero por el que eran llevados era
irregular, angosto, y se internaba en la isla más y más. A ambos lados, un
enmarañado muro vegetal los circunscribía al pasto apisonado de la senda, que
empezaba a ser iluminada por los primeros rayos del sol.
“¿En dónde estaba Florence
Waverly? ,
meditó Indy. ¿Dónde se había metido ese belleza devenida en espía? ¿Habría
escapado, dejándolos a merced de la patrulla alemana o los vigilaba desde algún
rincón florecido de esa selva tupida y mortal? ”.
Marcus Brody transpiraba copiosamente.
Tenía su rostro enrojecido y un rictus de dolor agudo le marcaba la cara. Con
seguridad le dolían las piernas. Era algo común en él desde hacía años.
Evidentemente las expediciones no formaban ya parte de su definición de
“excursiones de placer”. Estaba viejo para tanto trajín; pero las puntas
ahuecadas de los fusiles germanos eran lo suficientemente persuasivas como para
mantener el ritmo.
—¿Me permite algo, señor? —preguntó
inesperadamente, conteniendo su agitación y gesticulando como si fuera un
diplomático que presentaba sus credenciales ante un país extranjero—. Me veo en
la imperiosa necesidad de ....
—¡¡ Cállese !! —le ladró el
soldado que lo encañonaba.
—¡ Cierre la boca ! —agregó el
cabo desde el final de la fila—. ¡No tenemos tiempo para comentarios idiotas!...
¡Estamos atrasados! ¡Apure el paso y cállese !
Indy, que caminaba por delante
del SS-Rottenführer , volteó y lo miró a los ojos.
—Ese hombre al
que acaba de hacer callar —dijo— es un experto en selvas, ¿lo sabía? Usted no
había nacido y él recorría las selvas del Congo y del Amazonas...
—¡No me
interesa! —respondió, dándole un empujón.
— Debería
interesarle...
El soldado
dudó.
—... ¿Por
qué?
—Seguramente
percibió algo peligroso en el ambiente —respondió Jones, lanzando una misteriosa
mirada hacia la espesura.
—¿A qué se
refiere?
—No lo sé... Fue
usted quien lo hizo callar.
El nazi volvió a
titubear.
—¡ Max
!—gritó repentinamente al soldado que encabezaba la marcha—. ¡Detente un
segundo!
El uniformado
obedeció. La fila de caminantes se detuvo y el sonido de ramas y hojas
arrastradas fue suplantado por la respiración agitada de los transeúntes.
El soldado que
precedía la marcha le puso la espalda al sendero que se abría por delante suyo y
enfrentó la fila que se extendía hasta su superior en el mando.
Marcus, Paú y
dos nazis lo secundaban. Más atrás, los dos guías, un nuevo par de soldados y
por último, hacia el final, Indy y el joven cabo.
—Vigílalo
—ordenó el SS-Rottenführer al soldado más cercano y avanzó hacia el
frente con paso decidido. Cuando llegó a Brody se le plantó delante, muy
cerca.—¿Qué es lo que quiere decirnos?
Marcus tragó
saliva y retrocedió un paso.
—¿Decirle?...
¿Respecto de qué?
—¡Usted pidió
hablar! ¿Qué es lo que sucede?
—Mis piernas...
—respondió Marcus con titubeo.
—¿ Qué
dice ?
—Que mis piernas
me duelen.
—¿Y qué quiere
que haga? ¿Qué lo cargue?...
—No, señor, no
es eso. Sucede que cada vez que me molestan es un síntoma de que algo va a
pasar...
El cabo frunció
el ceño y apretó las mandíbulas.
—¿Me está
sugiriendo que sus piernas le dan información sobre la selva?
Marcus expresó
sorpresa.
—¿Cómo?... ¿Qué
tipo de información? Más allá de un posible chubasco producto de la humedad, no
sabría qué decirle.
El cabo lo tomó
por la solapa de la chaqueta con violencia.
—¡No me engañe,
herr Brody! ¡Usted sabe algo que no quiere decirme!
—Caballero
—repuso Marcus—; yo sólo le iba pedir unos minutos de descanso. ¡No doy más!...
¡La humedad me está destruyendo las articulaciones! ¡Qué sé yo de
selvas!...
—¿ Cómo
dice?...
—Que no sabría
informarle nada sobre este incómodo lugar.
—¡¿ No es
experto en selva, entonces ?!
—¿Experto?...
—sonrió Marcus—. En absoluto... ¿De
dónde sacó eso? Lo único que puedo decirle —agregó levantando la cabeza hacia un grupo de
coloridas aves que en ese instante sobrevolaron las copas de los árboles—es que
aquí los pájaros cantan plenos de libertad y que la naturaleza es tan salvaje
como ustedes.
El cabo estaba
rojo de rabia. Sin soltarlo de la chaqueta volvió a acercárselo a su rostro
iracundo.
—¿ Cantar
? —ladró—.¿Eso es lo que usted cree?... No se equivoque, maldito idiota. Aquí
los pájaros no cantan, gritan de dolor .—Giró la cabeza hacia el final de
la hilera y advirtió que el soldado que cuidaba a Indy estaba desparramado
inconsciente en el suelo.— ¡ Maldito ! —exclamó furioso.—¡ Escapó
!—Y dirigiéndose a dos de sus hombres gritó exasperado— ¡Encuentren a ese
Jones!.. ¡ Encuéntrenlo y mátenlo !
Pocas veces en
su vida el joven SS-Rottenführer se había sentido tan estúpido.
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9
COLORES PRIMARIOS
E
nmarañada, densa, pesada; difícil de atravesar.
Así era la espesura por la que Indy Jones corría casi con desesperación,
persiguiendo un único objetivo: alejarse lo más posible de aquel grupo de nazis
asesinos.
No había
pensando demasiado su reacción. El golpe en la cara al soldado que lo
custodiaba, certero y fuerte, lo había dejado en segundos fuera de combate.
Ahora tenía que correr sin racionalizar nada, abriéndose paso a manotazos entre
las ramas y hojas que le impactaban en el rostro y todo el cuerpo como si fueran
latigazos de un domador de circo. Corría hacia el Este. Así lo indicaban los
rayos del sol que se colaban entre el manto color verde que cubría el cielorraso
de la selva.
Pero estaba
seguro de que lo seguían. El cabo a cargo del grupo no dejaría que un prisionero
se le escapara. Era más que probable que dos o tres soldados le pisaran los
talones. Además, no era conveniente que se alejara demasiado de la caravana. Si
los perdía por completo sería prácticamente imposible encontrar el campamento
alemán y rescatar a Marcus, Paú y los guías que seguían cautivos.
Tenía con
escabullirse con cuidado. Alejarse, pero no demasiado; por eso le resultaba una
situación ambigua.
Se detuvo.
Cambió el aire de los pulmones y se recostó contra el tronco de una árbol
centenario.
—¡ Nazis
!... —exclamó para sí.—¡ Odio a los nazis !
No pasaron cinco
minutos cuando oyó el típico sonido de ramas siendo aplastadas por botas. Se
reincorporó lentamente sin dejarse ver y contuvo la respiración. Uno de los
soldados se le acercaba. No estaba lejos. Pasaría enfrente de él en
minutos...quizás segundos. Apretó los puños y dirigió su oído izquierdo en
dirección a la fuente del ruido.
No se
equivocaba. Alguien se acercaba.
Repentinamente,
el uniforme gris del alemán se perfiló a su lado e Indy actuó con presteza.
Sacudió su pierna derecha contra el estómago del militar y le propinó en la
cabeza una trompada que lo tiró de bruces contra el suelo. Pero el acólito de
Hitler estaba acostumbrado al dolor. Sin darle tiempo a nada, giró sobre el
piso y extrayendo su pistola Lüger , elevó el brazo y le apuntó a Indy en
el centro mismo de la cara.
Fue algo
instantáneo. Indiana le propinó una secunda patada que dio de lleno en el arma.
La Lüger salió despedida al tiempo que Jones se abalanzaba sobre el
soldado. Lo tomó de la solapa. Elevó la mano derecha y le asentó una trompada en
plena quijada, que le dejó doliendo la mano. El joven nazi, instintivamente,
levantó sus piernas impulsando al arqueólogo sobre su cabeza. Indy cayó
pesadamente en el suelo. Sin pensar un segundo, miró hacia un costado. La
pistola alemana brillaba a menos de dos metro de su mano.
Se estiró. Se
arrastró unos centímetros como su fuera una víbora hasta llegar a ella y cuando
la tomó, y sintió la culata acomodarse en la palma de su mano, volvió a girar el
tronco en dirección del enemigo.
—¡ Quieto
! —ladró el nazi, al momento en que Jones veía como le ponían la punta de un
fusil a dos centímetros de su nariz.
Entonces escuchó
que la amartillaba. Le iba a disparar en la cara.
Indy cerró los
ojos esperando lo peor. Pero algo ocurrió.
Un zumbido
apenas audible; un siseo seco y hueco cortó el aire húmedo de la selva
amanecida.
El fusil no fue
disparado. El soldado no había gatillado.
Sorprendido,
Indy abrió los párpados y un rictus de extrañeza le iluminó el rostro.
Enfrente suyo,
el nazi exhalaba su último aliento mientras se tomaba con ambas manos el
estómago, del cual salía una filosa punta de madera ensangrentada.
Había sido
atravesado desde atrás por una lanza, artesanalmente efectiva, hecha con una
simple rama afilada.
—¡Ahora sí
observo miedo en su rostro, doctor Jones!—El escultural cuerpo de
Florence Waverly se recortó por delante de la tupida floresta. Estaba
transpirada y agitada, pero esbozaba una sonrisa tan blanca cono sensual.—No me
va a negar que llegué justo a tiempo. Sus ojos destilan verdadero terror.
—Es una de las
sensaciones que experimentamos los seres humanos cuando estamos a punto de
morir, ¿ no cree ?... —respondió Indy mientras se ponía de pie.—Este
cerdo estaba a punto de jalar del gatillo —dijo mirando el cadáver que se
desangraba boca a bajo sobre el suelo.—Gracias... Estoy en deuda con usted
—musitó.
—Doblemente en
deuda. —agregó la chica.
—¿ Cómo
?
Waverly movió el
mentón por sobre su hombro, señalando algo. Indy la siguió con la mirada.
A unos diez
metros del soldado muerto había un segundo nazi con el cuello cortado.
—Como los
animales de rapiña, éstos nunca salen solos...
Indy se ajustó
el sombrero y chasqueó con los labios.
—Así es...
Muchas gracias, por partida doble.
—Son aceptadas,
doctor Jones —musitó Florence con sorna—, pero movámonos rápido. Tenemos que
rescatar a Brody y su gente. —Y girando sobre los talones agregó:—Tome el fúsil
y la pistola de su amiguito . Estamos cortos de tiempo, larguémonos de
aquí.
Indy la observó
cómo se alejaba moviendo sensualmente las caderas.
No cabía duda:
había subestimado a esa mujer, “ hermosa por cierto ”, pensó.
ba
N
o les costó demasiado encontrar la senda por la
que habían estado marchando prisioneros.
—Ahora —apuntó
Waverly— muévase en silencio y trate de no hacer ruido.
—He estado en
situaciones como estas anteriormente —replicó Jones mirándola fijamente a los
ojos, lanzando rayos de ira—. No soy tan inútil como supone...
—¡ Bah
!... ¡ Hombres ! —exclamó la chica y prosiguió la marcha con actitud
displicente.
Indy detestaba a
las mujeres autosuficientes y engreídas que pasaban facturas permanentemente de
sus buenas acciones y logros. La falta de modestia y el garbo excesivo lo
consideraba como un punto en contra en su particular forma de caratular la
feminidad de una chica; y Florence Waverly se llevaba todos los laureles. Le
atraía, pero al mismo tiempo la rechazaba. No soportaba que fuera tan
presumida.
—¡Oh,
Dios!
La exclamación
de la muchacha pareció salirle desde la boca misma del estómago.
—¿Qué pasa?...
—le inquirió Indy sin entender la causa de su desconcierto.
—Observe usted
mismo... —respondió Waverly, señalando hacia delante.
Indy siguió la
dirección del brazo extendido y una ola fría le recorrió todo el
espinazo.
—¡ Mierda
! —profirió sin poder contener su vocabulario. —¡Están todos muertos!...—Y sin
más hizo a la chica a un costado y avanzó en dirección a los cuatro cuerpos
semi-cercenados que tapizaban parte del sendero.—¡Es el SS-Rottenführer y
los tres soldados! —Anunció con alivio al detectar los uniformes grises, hechos
jirones.—Fueron atacados; pero ¿dónde están los demás?
—¡Busquemos por
los alrededores! —sugirió Florence y se puso a remover ramas y lianas. Al cabo
de cinco minutos se frenó.—No están aquí.
—Fueron hechos
prisioneros... —susurró Indy, desistiendo de su propia búsqueda.—Se los
llevaron. No hay nadie.
—¿Habrán sido
ellos , Jones?
—Así parece. Nos
encontraron antes que nosotros.
—¿Y ahora qué
haremos? —Indy no respondió.—Doctor Jones—insistió Waverly ofuscada—, ¿qué vamos
a hacer ahora?
—¡¡
Correr !! —El alarido de Indy se expandió desde su garganta como si fuera
una explosión.
—¿ Qué
?... —preguntó perturbada la muchacha.
—¡¡ Corra
!!—repitió gritando—¡¡ Estamos siendo rodeados !!
No había
terminado de articular la última palabra cuando desde ambos lados del camino se
asomaron siete rostros negros, fuertemente pintados y con filosas dagas de
piedras pulidas en sus manos.
ba
C
orrían.
Avanzaban
agitados, transpirados, cansados de tanta adrenalina y tensión en los músculos.
No tenían descanso. En sus atribuladas mentes, Indy y Florence, sólo pensaban en
una cosa: tranquilidad . Pero en ese instante era un mero sueño, muy
difícil de conseguir. Estaban siendo perseguidos por un número indeterminado de
aborígenes y sus intenciones no parecían ser del todo pacíficas.
Nazis, indios,
lo único que faltaba era que éstos fueran caníbales para completar la fiesta.
Pero no estaban dispuestos a quedarse parados para comprobarlo.
El sendero que
seguían era el mismo que horas antes habían recorrido con sus captores alemanes.
Era fácil de identificar y conocían de antemano su dirección y trabas. El mismo
subía y bajaba, sorteaba piedras y troncos caídos, zonas con barro y grandes
charcos nauseabundos de agua estancada. No era una pista olímpica y eso
retrasaba la marcha.
Florence
trastabilló y lanzó un grito, tirada desde el piso. Jones se detuvo, giró sobre
sus talones y miró hacia atrás.
Waverly yacía
extendida cuan larga era sobre una alfombra natural de hojas podridas y, por
detrás, tres musculosos negros se aproximaban corriendo con gestos de fiereza,
blandiendo sendos cuchillos color gris.
Indy extrajo la
Lüger de su cintura y le apuntó al pecho del aborigen que encabezaba la
comitiva. Estaba a punto de apretar el gatillo cuando, de repente, la vista se
le nubló y, como en un fogonazo, una serie de imágenes incongruentes se le
proyectaron en sus pupilas. Eran colores primarios muy brillantes, casi
fosforescentes; un arco iris retorcido de serpentinas cromáticas que borraron en
un segundo la silueta inconfundible del aborigen agresor, que se aproximaba a
toda velocidad,
Indy se
tambaleó. Soltó involuntariamente el arma de fuego y se agarró la cabeza con
ambas manos. Una puntada de dolor lo dobló en dos. Era como si algo se le
metiera en el cerebro desordenándole las neuronas, produciéndole un infinito
sufrimiento. Cayó al suelo. Podía escuchar los gritos de Florence Waverly a
escasos metros de él. “¿ La estaban matando ?”, pensó desorientado
e impotente al tiempo que pretendía ponerse de pie, casi sin fuerzas. Sentía que
le chupaban sus energías; que se debilitaba segundo a segundo y que por más
abierto que los tuviera, sus ojos no veían lo debían ver. Ese remolino de
colores aún le aturdía.
“¿ Qué
demonios me sucede ahora ?”, pensó, temiendo estar sufriendo un derrame
cerebral en el momento menos oportuno. Aunque, por otro lado y pensándolo bien,
ningún momento era oportuno para eso.
Como pudo,
avanzó dando grandes zancadas en una dirección indeterminada. No sabía hacia
donde se dirigía. El remolino lumínico que invadía su mirada lo tenía ciego.
Chocó contra lo que supuso era una muralla vegetal y siguió avanzando.
Trastabilló. Cayó de rodillas al piso tapizado de hojas, se puso de pie y apuró
el tranco. Tras unos dos minutos de marcha a ciegas, su cuerpo le avisó que
había alcanzado un descampado, una zona libre de plantas, un islote llano y
pelado en plena jungla. Entonces, instantáneamente, sus ojos recuperaron la
visión normal. Los colores desaparecieron y se encontró frente a una roca de
unos dos metros de alto, clavada en el piso y con un inconfundible aspecto
metálico.
La presión en
las sienes calmó e Indy dio una rápida ojeada al entorno.
Los
perseguidores no hacían acto presencia. Los gritos de Florence habían cesado y
un silencio absoluto lo encapsuló, como si estuviera dentro de una burbuja. A su
lado, la gran piedra fue lo que primero que le llamó la atención. Se aproximó a
ella, la tocó y de inmediato expresó para sí:
—Un meteorito...
—Lo inspeccionó por unos segundos y cuando estaba a punto de terminar de
rodearlo, las ramas linderas del predio se movieron y desde la selva surgieron
siete individuos de tez muy oscura, melanesios, calzando sobre sus cabezas
horrorosas máscaras multicolores, adornadas con plumas aún más chillonas.
Semejaban
demonios mitológicos surgidos de las más retorcidas mentes primitivas que el
hombre pudiera haber conocido.
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10
LA ROCA VENIDA DEL CIELO
E n sus alocuciones académicas a los
alumnos del Barnett College, Indy Jones solía decir que las máscaras eran la
expresión sincera, viva y más directa de un pueblo. La variedad de los recursos
materiales para su confección, y la imaginación que presidía el tratamiento de
esos materiales, reflejaban el espíritu que animaba las manos y las mentes de
los sagrados artesanos que las confeccionaban, siguiendo rigurosos cánones
técnicos, que poco variaban con el paso de los siglos. Un hecho notable que
siempre le había llamado la atención —y al que constantemente aludía Daniel
Rossberg— era la larguísima costumbre de portar máscaras, detectable ya en
tiempos prehistóricos. Había testimonio de ello en varias pinturas rupestres
paleolíticas y también tradiciones que hablaban de la importancia ritual que
habían tenido en la antigüedad griega, romana y egipcia. En África, la máscara
representaba el centro de casi todas las ceremonias religiosas, tanto sea en las
sociedades secretas, rituales de iniciación o culto a los antepasados muertos.
En Oceanía ocurría lo mismo, especialmente en Melanesia. Pero colocarse una
máscara no significaba sólo cumplir con el rol del personaje mitológico que ésta
representaba. Calzarse un objeto santo de esas características era convertirse
— Ser — la mismísima deidad, en ese instante sagrado. Lejos estaba de
todo ello los profanos carnavales del occidente contemporáneo, vaciados de
significado religioso, misterio, fe y misticismo. Aquello era otro mundo y uno
de los portales que los lugareños usaban para ingresar en él eran, justamente,
las máscaras.
Indy advirtió de
inmediato que esas sagradas caretas rituales estaban confeccionadas con un
material extraño, flexible y duro al mismo tiempo; finamente decorado con
colores y plumas de aves exóticas. Los orificios para ojos y boca eran apenas
visibles, diminutas hendiduras punteadas que dibujaban diabólicas sonrisas
estáticas que metían miedo con sólo verlas. Todas las máscaras tenían forma
triangular y se veían excesivamente grandes sobre los hombros de los siete
aborígenes que las portaban.
Lo tenían
rodeado, pero por algún motivo no avanzaban hacia él. Parecía que le temían a la
gran roca; y no era nada extraño, en muchas culturas las piedras encarnaban
fuerzas que eran respetadas y nadie que fuera instruido se animaba siquiera a
tocarlas sin desencadenar la ira del tabú .
Repentinamente
los siete personajes se hicieron a un lado y desde las arboleda vecina surgieron
tres nuevas figuras. Dos de ellas eran negras como el azabache, no tenían
máscara alguna y cargaban con sus musculosos brazos el cuerpo inconsciente de
Florence Waverly. La chica parecía estar bien. No tenía heridas cortantes a
simple vista y podía verla respirar sin dificultad. Sólo estaba
desmayada.
—¡Suéltenla!
—exclamó Jones, sabiendo que no era interpretado—. Ella no les hará daño... No
le haremos daño a ninguno de ustedes... ¿Puede entenderme?
Uno de los
enmascarados apenas avanzó dos pasos hacia delante y movió su mano, convocando
al arqueólogo a que caminara hacia él.
Indy
dudó.
“ Al fin y al
cabo —pensó— había viajado a Karkar para encontrar a esa gente
”.
Entonces dio un
paso alejándose de la roca que tenía a sus espaldas y se adelantó en dirección
al aborigen.
No bien su
cuerpo cambió de lugar, un nuevo estallido lumínico lo encegueció y miles de
colores inundaron sus pupilas. El dolor de cabeza regresó e, instintivamente,
Indy se echó hacía atrás apoyándose contra el meteorito.
Tan rápido cómo
habían venido, los molestos remolinos lumínicos desaparecieron.
“¿ Qué
demonios pasa aquí?, meditó. “¿ Es la roca la que lo protegía de esas
visiones dolorosas ?... Todo parecía indicar que sí. Pero ¿por qué? ¿Qué
extraña influencia tenía la piedra caída de cielo sobre las alucinaciones que lo
asaltaban tan misteriosamente?...
Fijó la mirada
en los negros enmascarados y como si le cayera sobre la cabeza la manzana de
Newton se percató de algo que sospechaba, pero que no había podido aclarar en
términos concretos hasta ese momento: las máscaras, de alguna forma, eran las
que le causaban esos mareos cromáticos que lo aturdían y enceguecían.
—¡¡ Magaphupa
topha !! — Gritó el de la máscara más gastada, al tiempo que señalaba a
Jones con su dedo índice.
Uno de los
negros que sostenía a Florence blandió un filoso puñal lítico; soltó a la chica
y avanzó gruñendo en dirección al arqueólogo y la roca sagrada.
—¡Un momento!
—reclamó Indy—. ¡Un momento, por favor! Nosotros no...
El negro movió
el brazo como si fuera un látigo. Indy se arqueó hacia atrás, pero sintió como
la punta de la daga le rasgaba la camisa a la altura del estómago.
—¡Oh, mierda!
—volvió a prorrumpir y con resignación le sacudió al aborigen una trompada con
la mano izquierda, que le impacto de lleno detrás de las oreja derecha. El negro
perdió el equilibrio y se desplomó sobre el piso a escasos centímetros de
Jones.
Indy reaccionó
con velocidad. No podía darse el lujo de esperar a que el otro aborigen hiciera
lo mismo. Se agachó, levantó el cuchillo de piedra y con un salto se tiró sobre
el enmascarado que había dado la orden. Le rodeo el cuello con un brazo y clavó
levemente la punta de la daga sobre la yugular.
—¡¡Deténganse!!
—gritó gesticulando con exageración. Los aborígenes se quedaron estáticos. El
jefe estaba en peligro.
“¿ Y ahora,
qué ?”, rumió Jones, mirando en todas direcciones. “¿ Qué hacer en una
situación como esa ? ¿ Qué hacer cuando tras amenazar a un jefe tribal,
golpear a uno de sus guardias, profanar un espacio sagrado y romper con
tradiciones rituales que quizás tenían siglos, uno estaba rodeado de selvas
desconocidas en un terreno más desconocido aún y a miles de kilómetros de
distancia del entorno cultural en el que se había criado ?
La situación no
era nada halagüeña.
En eso, se dio
cuenta de que Florence Waverly ya no estaba. Se la habían llevado.
—¡¡ La
chica !! —ladró sin dejar de apretar con el antebrazo el cuello del
indígena—. ¿Dónde está la maldita chica? ¡ Tráiganla !...
No había
terminado de gritar cuando, abriéndose paso entre los demás portadores de máscaras,
aparecieron ocho negros inmensos y armados con puñales.
Lo iban a
atacar.
El rehén se
movió con brusquedad, tratando de zafarse. Entonces, Indy lo tomó por la careta
y lo empujó hacia un costado. La máscara se despendió y quedó colgando de los
dedos tensos de Jones.
Era un artefacto
liviano y de una textura que Indy reconoció rápidamente, no sin experimentar
cierta sensación de asco: piel humana .
Pero no fue esa
epidermis reseca lo que más le llamó la atención. A su lado, el desenmascarado
jefe aborigen se tambaleaba desorientado, con las cuencas de sus ojos
horrorosamente hundidas y un par de pupilas blancas como la nieve que denotaban
estar frente a un sujeto tan ciego como un topo.
Los ocho negros
empezaron a rodearlo.
—¡
Maldición ! —exclamó en el segundo mismo en que soltaba la máscara y se
lanzaba a la carrera en dirección a un sector deforestado que abría una entrada
en la jungla.
No bien puso sus
pies en terreno húmedo sintió que el suelo desaparecía y que todo su cuerpo
empezaba a resbalar cuesta abajo por un tobogán natural de barro y piedras
pequeñas.
Rodó.
Giró.
Saltaba dando
tumbos sin poder detener la caída, arrastrando ramas, hojas y sintiendo cómo sus
costillas impactaban contra objetos duros que se habrían a su paso.
Los segundos
pasaban e Indy no podía detener su cuerpo. El fango resbaladizo por el que se
deslizaba lo arrastraba hacia abajo sin darle tiempo a nada.
Entonces, sin
aviso alguno, el tobogán se acabó y el atribulado Henry Jones Júnior salió
despedido por el aire. Describió una parábola imaginaria y el vacío lo
envolvió.
Sintió que
volaba, que caía; que el aire fresco de la mañana le impactaba en el rostro. Y,
de pronto, escuchó el ruido del chapuzón y el agua lo cubrió.
Había caído en
una pequeña laguna y se hundía hacia el fondo, sin poder ver nada a su
alrededor.
Cuando sus pies
tocaron el lecho del espejo de agua se impulsó con todas su fuerzas hacia
arriba.
No bien asomó la
cabeza, aspiró con desesperación.
Flotó
desorientado por unos segundos y, lentamente, nadó hacia la orilla.
Exhaló exhausto.
Se arrastró y aflojó todos sus músculos, quedando desplomado sobre el suelo, con
la cara apoyada en el barro de la orilla.
Respiró hondo.
Se relajó. Giró su cuerpo, poniéndose de espaldas, y fue ahí cuando advirtió que
seguía acompañado. Pero esta vez por representantes de otra etnia
.
A su lado, tres
inconfundibles uniformes nazis le tapaban los débiles los rayos del sol que se
colaban entre las copas de los árboles.
—¡¡ Oh,
no !... —exclamó Indy—.¡ Basta por hoy !
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11
VISIÓN REMOTA
M aniatado a un costado de la choza principal, Marcus Brody no podía
terminar de creer lo que veía. Era como haber sido trasladado a la prehistoria;
a una época y una sociedad que ya nada tenía que ver con los tiempos modernos, a
no ser por su aparente violencia e irracionalidad. El viejo curador del Barnett
College sabía que era testigo de una realidad que ningún ojo occidental había
visto con anterioridad. Incluso él mismo, prolífico viajero y explorador en sus
días de juventud, estaba sorprendido. Sus experiencias previas por África y el
continente Sudamericano, en nada se asemejaban al espectáculo que se desplegaba
ante su vista. Y era entendible: las islas del Pacífico Sur permanecían en su
mayor parte inexploradas y desconocidas; eran tierras vírgenes en muchísimos
sentidos. Territorios en los que lo imposible era posible; y en donde la
ortodoxia científica, con toda su parafernalia teórica, podía llegar a flaquear
creando una realidad alternativa muy distinta a la imaginada por los ocasionales
estudiosos que habían dedicado un poco de tiempo —no mucho— a analizar los
escasos datos que extraían de relatos y viejas crónicas. Era evidente que la
historia de Karkar estaba aún por escribirse.
La Gran
Choza semejaba un inmenso barco de madera cuya proa se elevaba hacia el
cielo, desafiando la gravedad. Era una construcción comunitaria en la que
habitaban una docena de individuos, desparramados en un ambiente grandísimo,
sólo dividido por esteras vegetales, que eran en donde dormían. El concepto de
privacidad, tan preciado en occidente, allí no existía y todos hacían todo a la
vista de todos.
Era evidente que
la tradición de ese pueblo ignoto tenía varios siglos de antigüedad. La maestría
con que levantaban sus chozas no se había forjado en pocas generaciones, ni la
capacidad de navegar por el mar, en las largas canoas que se resecaban bajo los
rayos del sol, era cosa reciente. Esa gente tenía una historia larga por detrás.
Un historia desconocida, que se tardaría mucho en reconstruir.
—Doctor Brody,
¿está usted bien?
La voz de Paú,
el guía, lo obligó a girar con dificultad hacia la derecha.
El muchacho
estaba maniatado igual que él junto a dos de los porteadores, que corrían
idéntica suerte.
—Paú —exclamó
Marcus—, ¿a dónde nos han traído? ¿Qué lugar es este?
El muchachón
miró en todas direcciones y fijó la mirada en el magnífico entrelazado de pajas
que estructuraban el techo de la Gran Choza.
—No lo sé son
seguridad, doctor. Pero creo que es la ciudad de los Hombres
Murciélagos , como ustedes lo llaman. Nadie ha entrado aquí antes.
—Entonces no
deja de ser un honor estar en este lugar —agregó Brody dibujando una temerosa
sonrisa.
—Deje los
honores para los muertos, señor. Preferiría no estar aquí.
Marcus acomodó
su cuerpo dolorido y revisó por enésima vez todo el interior.
—¿Entiendes su
idioma, Paú? —preguntó.
—Sólo palabras y
frases aisladas. Es un lenguaje extraño, doctor. Parece un mezcla de melanesio
con ciertos dialectos de las islas del norte. Difícil de entender.
—¿Crees que hay
alguna posibilidad de salir de este sitio?
—También
difícil, doctor. Ellos tienen la visión de los dioses .
—¿” Visión de
los dioses ”? ¿De qué demonios hablas?
—Un poder
extraño, doctor; por lo poco que pude entenderles y observar.
—¿A qué te
refieres?
—De alguna
manera pueden ver a través de nuestros propios ojos.
—¿ Cómo
?...
—Lo que oyó.
Pueden usar nuestros ojos para ver a través de ellos.
—Es imposible
—sentenció Marcus sin mucho convencimiento—. Nadie puede hacer eso.
—Ellos
pueden.
—¿ Visión
remota ?... ¿Hacen uso de la visión remota ? De ser cierto es un
descubrimiento fantástico. Pero, ¿cómo lo logran?
—Parece que las
máscaras tienen que ver en el asunto.
Marcus
permaneció silente unos segundos. Había leído en viejas crónicas leyendas que
referían a ese extraño poder psíquico que algunos individuos solían ejercitar,
pero siempre las había atribuido a la exageración propia de los viajeros.
Entonces, sin
previo aviso, tres enmascarados ingresaron en la gran choza y caminaron hacia
ellos.
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12
“OLVÍDESE DE
HEROÍSMOS”
R udimentario, inseguro, sencillo. Así se veía el campamento nazi al que
Indiana Jones había sido llevado a la fuerza.
Los rostros
alemanes no mostraban confianza. Era evidente que estaban asustados y que las
bajas habían reducido mucho al grupo explorador. Se veían más mochilas apiladas
que soldados y oficiales dando vueltas por el lugar.
—¿Invadieron su
mente, verdad doctor Jones?
La pregunta del
coronel Heinder venía acompañada con cierto sarcasmo.
—Podríamos
decirlo en esos términos...—respondió Indy mientras tomaba una taza caliente de
café—. Sí, de alguna forma se metieron en mi cabeza.
—El poder de
esas máscaras es fantástico —intervino Krugermmacher muy serio.
—Fantástico y
maravilloso —agregó Heinder—. Por eso debemos conseguirlas.
Indy levantó la
cabeza lentamente.
—No hay forma de
acercarse a ellas sin verse uno afectado.
—Hay una forma,
doctor Jones... —dijo el nazi.
—Aunque muy
difícil de implementar —agregó Krugermmacher.
—¿Ah sí?... ¿
Cuál es esa forma ? —preguntó Jones.
—La próxima vez
que se tope con esos salvajes —repuso Heinder—, pruebe con cerrar los
ojos.
—¿Cerrar los
ojos?...
—Las máscaras no
funcionan si uno los mantiene fuertemente cerrados—intervino
Krugermmacher.
—Lo sé por
experiencia propia, doctor —replicó Heinder.
Indy meditó unos
instantes.
—Ahora
comprendo... —dijo—. Los guerreros que acompañan a los “ Brujos ” son los
encargados del trabajo pesado, en tanto que los otros ubican a las presas con
las máscaras.
—No funciona así
en todos los casos —corrigió Heinder—, pero esa es más o menos la idea.
—Una táctica de
defensa y ataque muy conveniente, ¿no cree, Jones? —inquirió el
traficante.
—Y muy antigua
según las leyendas... —contestó Indy.
—¿Qué sabe al
respecto? —inquirió el oficial alemán.
—Poco... Algunos
viajeros del siglo XIX la denominaron “ visión remota ” y era una
práctica desarrollada en ciertas islas de la Melanesia. Todos creímos que eran
exageraciones; cuentos de exploradores para burgueses aburridos de Europa. Ahora
podemos decir que esos relatos tienen una base de realidad.
—Veo que sabe
bastante del asunto, Jones. Prosiga, por favor —solicitó Heinder con
amabilidad.
—Ya se lo dije,
es muy poca la información al respecto —mintió pensando en el meteorito.
—Pero usted
habló de visión remota ; expláyese en todo lo que sepa.
Indy miró a sus
captores frunciendo del ceño.
—Si todo esto es
cierto, corremos grave peligro estando acá —afirmó—. Si esa gente puede meterse
en nuestras mentes y ver a través de nuestros ojos, nos encontramos ante al
poder psíquico del que hablan algunos mitos melanesios. Un poder propio de los
dioses.
—Prosiga...
—Según se
cuenta, la visión remota es estimulada siempre por una reliquia.
—Una máscara...
—aseveró Heinder.
—Así parece
—susurró Indy.
—¡Maravilloso,
Klaus! —volvió prorrumpir el alemán en dirección del
traficante-explorador.
—Sí, pero
peligroso... —repuso Krugermmacher—Yo creo que seria mejor...
—Ya imagino que
vas a sugerir y estoy de acuerdo contigo.
—En ese caso le
diré a los hombres que se preparen.
Krugermmacher se
levantó y se perdió detrás de las carpas de campaña.
—No quisiera ser
impertinente, ya que dada mi condición de cautivo supongo no tengo derecho a
preguntar —ironizó Indy—, pero ¿qué demonios es lo que piensan a hacer?
Heinder caminó
hacia él, le palmeó el hombro y respondió.
—Prepárese para
un pequeño viaje, doctor Jones. Nos marchamos de esta isla.
—Pero, ¿qué hay
de mis amigos?
—Sus amigos
están muertos. No tiene caso correr sus mismos destinos. Ahora lo que conviene
es rearmarnos y atacar la isla con fuerzas renovadas hasta conseguir alguna de
esas fabulosas máscaras.
—¿
Rearmarse ? ¿ En dónde ?... Estamos supuestamente en territorio de
soberanía Australiana.
Heinder lanzó
una carcajada.
—¡El Pacífico es
tan grande, doctor Jones! Hay miles de islotes que ni siquiera figuran aún en
los mapas. Esos australianos “ criadores de vacas ” no saben ni dónde
están parados. ¿Usted cree que hubiéramos podido desembarcar en Karkar si esos
idiotas controlaran algo?... Hay un submarino del Reich esperándonos cerca de la
costa. Lo abordaremos, viajaremos unas pocas horas y desembarcaremos en el
islote de Mulutuva.
—¿Y qué hay ahí?
—preguntó Indy muy serio.
—Créame que se
sorprenderá, doctor Jones.
—¡No puedo dejar
esta isla, Heinder! —insistió Indy—. ¡No sin antes confirmar la suerte de mi
gente!
—Doctor Jones
—empezó el alemán—, el hecho de que no lo tengamos maniatado como un matambre no
significa que haya dejado de ser nuestro prisionero. Usted no está en
condiciones de exigir ni demandar nada. El mundo está guerra, ¿lo olvidó?... Y
su país no es precisamente uno de los que nos inspiran confianza. Los alemanes
aprendemos de nuestros errores, Jones. No apreciamos a los enemigos de antaño y
menos cuando son ahora nuestros competidores; y convengamos, amigo mío, que
usted es un competidor de cuidar. —Levantó el brazo en un ademán despectivo y
repuso:— ¡Olvídese de heroísmos! Sus hombres y la chica murieron, igual que los
míos. Llóreles ahora y prepárese para el viaje. Le concedo una hora para
procesar el duelo.
Krugermmacher se
acomodó su camisa dentro del pantalón y, reafirmando el discurso de Heinder,
agregó con sorna:
—Aproveche el
tiempo.
De inmediato, la
diplomática relación mantenida se evaporó y el coronel nazi exclamó con voz de
mando:
—¡Soldado!
¡Escolte al prisionero hasta su carpa y cerciórese de que permanezca en
ella!
Una vez que el
arqueólogo fuera retirado, Heinder se acercó a Krugermmacher, encendiendo el
último cigarro que le quedaba.
—¿Qué opinas,
Klaus? —inquirió—. ¿Estaremos tomando la decisión correcta al dejar
Karkar?
—Como estamos no
tenemos otra opción. En tanto y en cuanto permanezcamos despiertos y con los
ojos abiertos seguiremos a merced de la Tribu de la Oscuridad .
Heinder
permaneció pensativo. Un vieja sensación le inundó el pecho.
—¿Sabes? —dijo—.
Es como repetir algo que hice hace mucho tiempo.
—Es diferente,
amigo mío —replicó Krugermmacher complaciente—. Ahora no huyes, sólo retrocedes
para tomar impulso. Además, con todo este asunto de la visión remota, es la
mejor opción que tenemos. La única...
ba
A quel archipiélago melanesio parecía ser tierra de nadie; un espacio
liberado en el mapa en el que la soberanía del más fuerte se imponía, “de
facto”, sobre la del más débil y menos organizado. Tal como lo dijera Heinder,
el Pacífico era demasiado grande de controlar y, con zonas aún inexploradas e
islas vírgenes que cartografiar, ese rincón del mundo, al norte de Karkar, era
un gigantesco baldío en el que barcos y submarinos alemanes iban y venían sin
ser interrumpidos por nadie. Por eso muy poco le costó a Indy y sus captores
subirse a los botes que se escondían en la costa, alcanzar el submarino alemán
que los esperaba en superficie, a unos quinientos metros de la línea de la
playa, y poner proa hacia Mulutuva.
El viaje fue
corto, no más de dos horas, y resultó ser una experiencia sumamente interesante
para Jones. Desde el rincón oscuro al que había sido confinado con una custodia
de dos soldados, podía observar todo el despliegue técnico y jerárquico de los
germanos comandando la nave; aunque, claro, su mente siguiera prisionera de los
avatares que podían haber corrido Marcus Brody, Florence Waverly y los otros, en
la isla que acababan de dejar.
Ya para cuando
el tour estaba llegando a su fin, Heinder se apartó del capitán del
submarino y, con un extraño brillo en los ojos, se acercó a Indy.
—¿Está cómodo,
doctor Jones? —preguntó retóricamente—. ¡Me parece muy bien! Prepárese a ver
algo que nadie vio antes, a excepción de los expertos de las SS que se
encargan del proyecto. Puedo asegurarle que se va a sorprender...—y sin más le
dio la espalda para colaborar en las últimas maniobras, antes de atracar en
Mulutuva.
El islote era
mucho más pequeño que Karkar, pero igualmente exuberante en vegetación y sin los
altos cerros que coronaban su centro. Estaba completamente deshabitado y, desde
el aire, tenía la forma de un irregular triángulo isósceles, completamente
rodeado de profundísimas fosas marinas, muchas de las cuales superaban los 2000
metros de profundidad. Un verdadero abismo oceánico circundaba la ínsula. Era un
sitio extraño, hermoso y, como más tarde verificaría el arqueólogo, muy fuera de
lo común... extraordinario.
El U-Boot
nazi, ya en superficie, retomó por un angosto canal que se abría desde el
litoral sur y se internó en el corazón del islote. No mucho antes de parar, el
capitán abrió la escotilla, se asomó por la torreta y a los gritos dio una serie
de órdenes a los que estaban en tierra. Tres minutos después, los motores de la
nave se detuvieron por completo e Indy fue “cordialmente” invitado a bajar por
dos metralletas.
Cuando el sol
impactó sobre la copa de su Fedora y las pupilas pudieron adaptarse a la
claridad del día, Indiana Jones comprobó que el coronel Heinder no había
exagerado en lo más mínimo. Lo que tenía ante sí era digno de sorpresa.
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13
EL ORIGEN DE TODAS LAS RAZAS
Islote de
Mulutuva
60 Km. al norte de
Karkar
N unca nadie había visto nada igual; menos que menos en un islote
semi-desconocido y perdido en la mitad del océano Pacífico. Si todo aquello no
era una enorme fraude, Indy estaba ante el descubrimiento arqueológico más
prodigioso e importante del siglo XX.
En un principio
la respiración se le cortó y la avidez por observarlo todo, tratando de dar
respuestas a las decenas de preguntas que se le agolpaban en la mente,
incrementaron su ansiedad a niveles indescriptibles. El ritmo cardíaco se le
aceleró y por un segundo se olvidó de que era prisionero de los nazis, y de que
su vida corría peligro.
—¡ Por
Dios ! —exclamó parapetado sobre el muelle de madera, junto al U-Boot
del que acababa de bajar—. ¿ Qué es esto ? —preguntó por lo bajo a medida
que levantaba la cabeza para poder observar en todo su esplendor un enorme
pórtico hecho de piedras volcánicas, perfectamente talladas y pulidas.
La construcción
era parte de un complejo de ruinas ciclópeas, cuyo estilo arquitectónico Indy
jamás había visto. Era un mezcla extraña que entramaba lo griego con lo romano,
sin dejar de lado rasgos provenientes de Egipto e incluso de la urbanística
maya. Eclecticismo puro.
El yacimiento
era muy grande y, por el avance de las tareas de rescate, no hacía mucho que
había sido encontrado.
Gruesas plantas
trepadoras y árboles centenarios crecían sobre los muros laterales, denunciando
siglos de olvido. Enredaderas salvajes, libres de todo control, formaban una red
vegetal compacta que retenía muchas grandes piedras en sus lugares originales.
De hecho, el edificio —o lo que quedaba de él— le debía a la vegetación local su
aparente estado de rigidez. De no ser por las raíces, lianas, ramas y hojas que
lo abrazaban por todas partes, se hubiera desmoronado ante la más mínima
manipulación.
Desde el
impactante pórtico, de unos seis metros de altura y tres de ancho, se abrían
hacia ambos lados largos muros líticos de igual altura, en los que sus ignotos
constructores habían dejado grabados extraños jeroglíficos.
No cabía la
menor duda: aquello era un templo, un lugar sagrado.
Veinte metros
más allá de donde el muro se hundía en el suelo, una construcción también
gigantesca podía detectarse por entre el follaje.
—¿No se lo dije,
doctor Jones? ¡Valía la pena que viniera a ver esto!
Las palabras del
coronel Heinder lo sacaron de su abstracción y la atención fijada en las ruinas
se dirigió, de pronto, a las docenas de soldados alemanes que trabajaban en la
imponente excavación; limpiando restos de murallas, cavando trincheras de
sondeo, apilando piedras fuera de contexto y desbrozando el terreno que
circundaban las construcciones. El centro de operaciones que las SS
habían levantado en el sitio era soberbio. Unas diez carpas de campaña, para
veinte hombres cada una, se aglomeraban en un espacio abierto a golpe de machete
a sólo treinta metros de donde se operaban los trabajos principales y, varios
pasos más allá, habían levantado un tinglado de acero, en apariencia muy firme,
que servía como depósito de objetos de arte, cerámicas y estatuillas de piedra.
El muelle, desde el que Indy tenía tan maravillosa perspectiva, también era una
práctica obra maestra de ingeniería.
No cabía duda de
algo: los nazis sabían lo que hacían. Habían encontrado algo maravilloso desde
el punto de vista histórico-arqueológico y, por lo visto, no estaban dispuesto a
abandonar el yacimiento por más guerra que hubiere. Se sentían seguros,
confiados. Algo muy propio de ellos.
—¿Qué le parece?
—volvió a preguntar Heinder con una sonrisa orgullosa en su rostro—. ¿No es algo
sensacional?
Indy giró hacia
el alemán y fijó la mirada en las clarísimas pupilas arias del alemán.
—No quiero
prejuzgar, pero si es lo que pienso que es...
Heinder le dio
la espalda y enfrentó el gran pórtico como si fuera un conquistador, colocando
sus brazos en jarra e inflando el pecho.
—Aún no tengo la
capacidad para meterme dentro de su cabeza, doctor Jones, pero deduzco que sus
conocimientos sobre este campo son nutridos y amplios. No dudo de que esté en el
camino interpretativo correcto...—Tomó aire, giró en dirección del arqueólogo y
continuó:—Yo también me sorprendí mucho cuando me enteré de esto. Como
cartógrafo y conocedor de la geología le confieso que me quedé con la boca
abierta cuando Krugermmacher me desayunó de todo, al llegar a esta isla hace
pocos días. Es un proyecto ultrasecreto de la SS . Algo muy bien
guardado. Sólo un puñado de oficiales, y el Führer, claro, saben sobre el tema.
Y ahora, ¡todo está bajo mi mando! Esto me llena de orgullo, Jones. ¿Sabe por
qué? Porque mi nombre aparecerá alguna día junto al de Adolf Hitler en los
libros de historia aria.
—El mío también,
Heinder —añadió Krugermmacher, caminando hacia el muro con la intención de
verificar algo—. El mío también...
—¡Por supuesto,
Klaus! ¡Tú fuiste quien lo encontró hace años! ¡Seremos tres renglones gloriosos
en el devenir del conocimiento humano! ¡Los descubridores de los restos de la
legendaria capital del continente perdido de Mu!...
Indy tragó
saliva. El vello de los brazos se le erizó.
Entonces supo
que su hipótesis, aunque loca , era correcta.
ba
“El jardín del Edén
no estaba en Asia, sino en un continente ahora hundido en el océano
Pacífico. La historia bíblica de la creación —la
épica de siete días y siete noches— no sur gió primero de los pueblos
del valle del Nilo o del Éufrates , sino de este continente
ahora sumergido: MU , tierra natal del hombre”.
Coronel James Churchward, The Lost Continent of Mu , 1926.
L a
única documentación detallada sobre ese desaparecido territorio había surgido de
la barroca caligrafía de un colonialista; un viejo lancero de Bengala y preclaro
representante del Imperio Británico , llamado James Churchward, coronel
del Ejército de Su Majestad , a fines del siglo XIX.
Éste, autor de
cuatro gruesos volúmenes —editados recién en el sexto año del la década de 1920—
fue quien hizo pública la posibilidad de encontrar un “doble” de la mitológica
Atlántida en el corazón mismo del Pacífico; único océano que hasta entonces
carecía de una leyenda referida a un continente hundido en sus aguas. La prédica
alcanzó tal difusión, especialmente entre sectores proclives al esoterismo y las
ciencias ocultas, que se llegaron a consumir más de tres ediciones en menos de
dos años. El propio Churchward se encargó de que eso ocurriera gracias a los
contactos que tenía con numerosas sectas y logias secretas de Europa y
América.
Según relatara
el coronel inglés, en un viaje por la India había sido “ iniciado ” por
un sacerdote hindú en los secretos de un idioma arcano y desconocido llamado
Naacal , la lengua de Mu.
Dicho lenguaje,
grabado en cuatro bloques de piedra, había sido descifrado por él mirándolos
intensamente “ hasta que sus significados se me revelaron por sí mismos, sin
problemas, en la mente ”. Fue entonces cuando Churchward supo que Mu había
sido el continente en donde surgiera la raza humana, hacía ¡ cincuenta
millones de años !
—¡Es una
incoherencia! —ladró Jones—. ¡En esa época ni siquiera había seres humanos sobre
la Tierra!
Pero objeciones
de ese calibre fueron escuchadas por muy pocos. La necesidad de creer en algo
era más fuerte. La fuerza de lo misterioso arrastraba la racionalidad de las
mayorías, y en un mundo que hacia 1926 aún sufría las consecuencias de la
Primera Guerra Mundial, la lección moral de Mu , Atlántida o
Lemuria (otro ficticio continente hundido, esta vez en el océano Índico)
era evidente: “¡ Cuidado mortales ! La soberbia, el mal uso de la
tecnología, el egoísmo y el no respeto a los Dioses acabaran hundiéndolos a
ustedes tambien, en un nuevo fin del mundo ”.
Eso era lo que
decían los cuatro bloques escritos en Naacal. Contaban la historia de una
civilización altamente avanzada de sesenta y cuatro millones de habitantes, que
vivían en una masa de tierra de cientos de miles de kilómetros cuadrados en el
Pacífico Sur; y que fuera la cuna de diez razas diferentes, entre las cuales la
dominante era la aria.
Mu era un
imperio idílico cuyo pueblo, noble y tecnificado, finalmente se había esparcido
por todo el mundo, iniciando otras civilizaciones humanas. Sin embargo, hacía
12.000 años, un violento ataque, combinación de temblores, erupciones volcánicas
y gigantescas mareas, destruyó ese gran continente provocando que se hundiera en
el mar. La misma suerte habría corrido una de sus colonias en el Atlántico —la
Atlántida— cien años más tarde.
—Actualmente
—acreditó Krugermmacher—, todo lo que queda de Mu son islas salpicadas en
Polinesia y Melanesia.
—¡
Leyendas ! —volvió a increpar un Indy escéptico, desde la otra punta de la
mesa en donde había sido sentado—. Leí el libro de Churchward y está repleto de
inexactitudes geológicas.—Volteó hacia Heinder y dijo:—Usted debería saber
eso... Además, ese loco británico jamás identificó el templo en donde,
supuestamente, había encontrado esas piedras en Naacal; ni reprodujo por
completo sus inscripciones.
—¡ A las
pruebas me remito, doctor Jones ! —le respondió Heinder asomándose por la
puerta abierta de la tienda de campaña en la que estaban, señalando las ruinas
que se bifurcaban hacia todas direcciones en la selva.—¡ Las tiene ante sus
propios ojos !
—¡Eso es sólo
una mala interpretación de los hechos! —increpó Indy con vehemencia.—Lo que
ustedes hacen es adaptar una realidad poco conocida a una historia previa que
nunca existió verdaderamente. ¡ Están practicando ideología, no
arqueología ! Esas ruinas —siguió—, admito que son extrañas y requerirán
décadas de estudio. Pero decir que son las del continente de Mu, así porque sí,
porque a ustedes “ le cierra ” la cuestión, es muy poco serio y nada,
absolutamente nada, científico...
Heinder y
Krugermmacher se miraron y esbozaron unas sonrisas cómplices.
—¿Se lo dices
tú? —inquirió el oficial alemán.
Krugermmacher
asintió con un movimiento de cabeza y se trasladó hasta un rincón de la gran
tienda. Se agachó, levantó un bulto cuadrangular, al parecer muy pesado, y lo
colocó sobre la mesa de tablones.
—Hace siete años
—empezó—, mientras exploraba este archipiélago, y recibía las primeras
referencias sobre la Tribu de la Oscuridad , me topé inadvertidamente con
esto —dijo señalando el bulto cubierto con una tela gruesa color marrón oscuro—.
Lo habían encontrado un matrimonio de aventureros franceses, muy cerca de
Mulutuva, según me dijeron. Estaban dando la vuelta al mundo en velero; pero no
fue aquella una reunión agradable —recordó—. ¡Eran franceses, después de todo!
Malas personas. Peligrosas, traicioneras... Por eso me vi obligado a matarlos,
quedándome con el velero y toda su carga. Fue un buen negocio. Entre las cosas
que traían estaba este bulto, pero al principio no le presté atención. Había
demasiadas piezas de arte interesantes; mucho más llamativas, ¡ Y de
distintas partes del mundo ! Cuando, tras varias semanas de ignorarlo, abrí
el envoltorio me encontré con esto...
Era un doble par
de bloques de arenisca gris, de unos 50 centímetros de largo por 30 de ancho,
absolutamente llenos de pictogramas jeroglíficos indescifrables; semejantes a
los que Indy observara en las paredes del muro del gran pórtico, al
llegar.
—¡ Las
estelas de Naacal ! —exclamó Krugermmacher—. ¡Aquí las tiene, doctor Jones!
¡El relato que cuenta todo!...
—Estos bloques
confirman la historia —añadió Heinder—. ¿No es fantástico?
Indy se
reincorporó sin autorización y uno de los soldados que lo custodiaban lo volvió
a sentar, empujándolo con violencia hacia abajo por el hombro.
—Déjelo... —ordenó
Krugermmacher—. Permítale a nuestro amigo que abra su
mente.
Indy repitió la
operación. Se paró, avanzó hacia las piedras y pasando suavemente la palma de
sus manos por la superficie, las estudió con detalle por espacio de varios
minutos.
—Admito que esto
me genera muchas preguntas —dijo con franqueza—, pero nada de lo que aquí está
tallado es entendible. No se corresponde con ningún alfabeto conocido hasta
hoy... Podría decir cualquier cosa, incluso un fraude. Además, sabemos que
muchos pueblos polinesios y melanesios tuvieron en un pasado no muy remoto un
tipo de escritura pictográfica, aún indescifrable. El lenguaje rongorongo
de la isla de Pascua es un buen ejemplo al respecto...
—¡ Hombre de
poca fe ! –sentenció Heinder bíblicamente e Indy sonrió.
—Puedo
asegurarle que no, coronel... Está usted muy equivocado. Lo que yo pretendo
decirles es que, en este caso , sin la clave que permita descifrar estos
supuestos textos, sin la “ Piedra de Roseta ” adecuada, podemos decir
cualquier cosa sin estar seguros de nada.—Hizo un brevísimo silencio y preguntó
con sarcasmo:—¿O acaso esperan descifrarlos mirándolos fijamente , como
hizo Churchward?
Heinder le copió
la sonrisa irónica. Avanzó hacia él, se inclinó hasta acercársele bien al rostro
y repuso:
—Ya hemos hecho
justamente eso... y dio resultado. Por eso estamos aquí, en Mulutuva.
Indy conservó el
silencio. Krugermmacher tomó la palabra.
—Un viejo amigo
mío, gran conocedor de sabidurías hoy perdidas, leyó las piedras, doctor Jones.
Siguiendo los mismos pasos de Churchward consiguió conectarse con ciertas capas
muy sutiles y profundas de su mente espiritual y acceder a una completa
traducción de los textos.—Hizo un gesto de desagrado con la boca y
agregó:—Lamento mucho que el Führer no se lleve bien él y que junto con su grupo
tuviera que exiliarse y trabajar desde la clandestinidad. Pero estoy seguro que
el malentendido se resolverá algún día
y la Orden , de la que mucho de nosotros seguimos siendo miembros,
será redimida y gloriosamente aclamada por el Estado
Nacionalsocialista , al que todos, claro, también le somos
fieles...
—¿ Orden
?... —inquirió Indiana suponiendo de ante mano la respuesta—. ¿ Qué
Orden ?
—La
Gendarmenorden , la Orden Germánica —contestó Heinder—.Sí, ya
sabemos que la conoce bien, doctor Jones. Y adivine algo más...—agregó
socarrón:—¿Sabe quién es el Gran Traductor de estas piedras?
Los ojos de Indy
debieron exteriorizar algo más que sorpresa. Era innegable porque desencadenó la
carcajada de sus dos anfitriones.
—¡
Sorensen !...—coligió atónito el arqueólogo—. ¿ Emmanuel Sorensen
?...
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14
LOS SEMBRADORES DEL REICH
M uchos dicen que la vida consta de sólo dos actos importantes: el de
presentación y el de despedida. Y que, cuanto más dignos sean éstos, más tiempo
perdura, en la débil memoria de la humanidad, la obra de los hombres, finitos y
en un inexorable camino hacia el olvido.
Emmanuel
Sorensen debía tener muy bien grabada esa premisa y no escatimó dramatismo al
ingresar a la tienda, en la que Indy, Heinder y Krugermmayer conversaban.
Vestía un
impecable ambo de lino blanco y un sombrero stetson lustrado y brilloso. Sonreía
de oreja a oreja y gesticuló con un ampuloso saludo medieval, levando su brazo
izquierdo hacia atrás y desplegando un semicírculo con el derecho por delante
del tronco con el sombrero en la mano, al tiempo que se inclinaba en
reverencia.
—¡ Guten tag,
herr doctor Jones ! —saludó satirizando el sueco—. ¡Nos volvemos a encontrar
en esta vida, mi buen amigo!
Indy apretó los
dientes. Quería insultarlo, golpearlo, pero se limitó únicamente a retrucar con
una filosa frase:
—Es la única
forma, Sorensen. En la otra vida tendremos destinos diferentes. Difícilmente nos
podríamos cruzar.
—¡Celebro su
buen humor, doctor! —exclamó— ¡Y su aceptado pesimismo! ¿Acaso no cree que usted
puede, después de todo, ir al Cielo? —y lanzó una estruendosa carcajada,
sabiéndose ganador de la contienda verbal.—Pero, por favor, no me guarde rencor.
Nuestro último encuentro fue un duelo digno de caballeros, ¿no lo cree
así?
—Deme su
defición de “ caballero ”... —fustigó Indy.
—¡Señores, por
favor! —interrumpió Heinder con un además complaciente y distendido—. ¡Tenemos
muchas cosas importantes que decidir y organizar! No es momento para
intercambios semánticos de esta índole...
Sorensen se
acomodó las mangas del saco y volvió la atención hacia el oficial nazi.
—Y bien... ¿Qué
pasó en Karkar?
En los
siguientes quince minutos, Heinder y Krugermmayer se explayaron en lo sucedido,
haciendo un sucinta síntesis de los avatares que sufriera la malograda
expedición. Hablaban por turnos, ordenadamente, sin superponerse. Parecía que
estaban rindiendo cuentas a un superior, no sin expresar en sus tonos de voces
un cierto temor disimulado por el fracaso de la operación.
El sueco los
escuchó con atención, en tanto su rostro cambiaba de un inicial rictus de
sarcasmo a un gesto fruncido de preocupación y rabia. Cuando Heinder terminó con
el parte, Indy ya sabía quien era en verdad “el Jefe”.
—¿Y usted,
Jones? ¿Qué tiene para decir? ¿Cuál fue su experiencia con esos caníbales?
—inquirió Sorensen con brusquedad.
Indy contó sólo
parte de su odisea, guardándose los sucesos que más lo habían extrañado,
especialmente el tema del meteorito. Fue escueto, conciso, seco en el hablar. No
quería colaborar en nada con esos fanáticos racistas.
—¿Y por aquí?
—interrumpió Krugermmacher—. ¿Algún adelanto en las excavaciones?...
—La sección B
desenterró ayer lo que parece haber sido un anfiteatro —respondió el sueco—. Una
vez que lo terminemos de excavar podremos hacernos una idea más clara de sus
antiguas funciones. Pero si lo que me preguntas es por el “ artefacto ”,
debo decirte que nada ; nada por ahora. Aunque intuyo que estamos
cerca.
Indy no pudo
contener su curiosidad.
—¿Qué
artefacto , Sorensen? —inquirió.
El masón camino
hacia la mesa y tomo asiento en un gastado taburete de cuero curtido. Extrajo
del bolsillo unos apuntes muy arrugados y los apoyó sobre los tablones,
estirándolos prolijamente con las manos.
—“ La
curiosidad mató al gato ”, doctor Jones —dijo recuperando un poco su
cáustica ironía inicial—. Pero entre gitanos no nos vamos a andar adivinando la
suerte... Mire, le seré directo. Estos papeles que puede ver son parte de la
traducción que hice de los cuatro bloques de piedra que tenían grabado el
lenguaje Naacal. En uno de sus más interesantes párrafos dice lo siguiente —y
leyó: — “...Entonces, cuando los Ojos de los Dioses podían verlo todo y ya no
existían secretos para los Señores de Mu, un Artefacto los dejó ciegos a todos y
el ocaso del Imperio empezó a extender su reino de sombras por todo el
territorio... ”.—Levantó la vista y la fijó en Indy.—¿Se da cuenta, Jones?
—dijo ceremonioso. —¿Entiende lo que acabo de leer?
Indiana
recapituló mentalmente el texto y lo relacionó casi de inmediato con sus
desventuras sufridas en Karkar.
—Perfectamente
—respondió—. Aun así me sigue pareciendo una locura total. Fantasía pura. Un
mero discurso delirante, neocultista y teutónico. ¿Quieren encontrar un “
artefacto ” que neutralice el poder de las máscaras?... ¿Cómo están seguros
de que esas traducciones son correctas?
—¡Porque
yo lo digo! —soltó Sorensen.
—“¿ Usted lo
dice ?”... ¡ Usted está loco, Sorensen ! ¡Hasta Hitler lo considera
un demente peligroso! ¡Por algo suprimió a su Logia, en una Alemania tan loca
como ustedes!
—¡
Imbécil ! ¡No entiende nada! —gritó ofuscado—. ¡No ve más allá de sus
propias narices!... ¡ Nosotros fuimos ! ¡Nosotros, la Orden
Germánica , fuimos los que sembramos todo aquello que Hitler después
cultivó!... Pero no creo que valga la pena seguir conversando con usted,
Jones.
—En eso sí
coincidimos. Jamás nos pondremos de acuerdo —agregó Indy.
—En ese caso,
prescindiremos de su presencia... ¡Soldado! —exclamó—. ¡Llévense a este hombre a
la barraca y fucílenlo !...
Heinder se
sorprendió. Dio un paso hacia delante y se interpuso entre el SS-Schütze e Indy.
—Aún soy yo el
que da las ordenes militares aquí, Emmanuel... —impugnó con voz de mando.
—¿ Qué
dices?
—Que no tenemos
porqué asesinarlo. Puede que nos resulte útil para algo.
—¿ Útil ?
¿En qué ?
—¡Es arqueólogo,
diablos ! ¡Y esto es una excavación arqueológica! ¿Lo
olvidaste?...
Sorensen le
mandó una helada mirada de odio y señalándolo con el dedo índice bien extendido
replicó:
—¡Conozco a este
tipo, Heinder! ¡Y te aseguro que es peligroso!... Te hago a ti exclusivamente
responsable por lo que pase con él.—Dicho esto, giró en redondo agarrando sus
apuntes y salió de la tienda hecho una tromba.
—Perdónelo,
doctor Jones —sonrió Krugermmacher.—¡ Es un sueco tan temperamental
!...
ba
Y a
era hora de escapar. Intentar una huida rápida, limpia y lo más segura posible;
sin inconvenientes ni encuentros indeseables con los nazis SS del
yacimiento. Aquello no había sido posible en las dos últimas ocasiones; y aunque
no se consideraba una persona supersticiosa, ni proclive a las cábalas, el
refrán que decía “ no hay dos sin tres ” le rondaba permanentemente en
algún rincón de su cabeza.
La barraca en la
que había sido encerrado estaba vacía. Era larga, de chapas muy gruesas y
húmeda. Tenía un par de ventanucos enrejados a ambos lados, sobre las paredes
laterales, y un foco mortecino apenas permitía ver en la penumbra, después de
que el sol se pusiera por el horizonte.
No había
ingerido comida alguna en las últimas doce o quince horas. Le dolía la cabeza y
sentía un vacío incómodo en la boca del estómago. Se sabía débil, pero con la
fuerza de voluntad suficiente como para largarse de allí, abandonar Mulutuva y
regresar a la isla Karkar.
Era como dejar
Guatemala para meterse en Guatepeor . Pero no tenía otra opción.
Debía encontrar a Marcus Brody y al resto de su equipo —si es que aún estaban
con vida— y abandonar como pudiera el archipiélago para poder denunciar la
presencia nazi en la zona. Las máscaras ya no estaban dentro de sus
prioridades.
Sentado en el
rincón más alejado de la puerta, Indy hizo una breve composición de lugar.
Calculó la hora y, conociendo la artificiosa veta caballeresca del coronel
Heinder, concluyó que en breve le enviaría algo de comer. Esa sería la
oportunidad que buscaba. Tendría que aprovecharla.
Y no se
equivocó.
Para cuando el
SS-Schütze metió la llave en el candado de la
barraca, Indy ya había roto la bombilla eléctrica y parapetado a un costado de
la puerta, presto a golpearlo y actuar con celeridad.
Eran
dos.
Jóvenes,
inexpertos, fanatizados por el régimen del que formaban parte.
Apenas el
primero se asomó, Indy se le abalanzó como si fuera un loco, levándoselo por
delante y arrastrando al otro con ellos contra el piso.
No habían
imaginado una reacción tan corriente, brusca y trillada.
Indy se paró
de un salto, noqueó de una trompada al primer soldado y pateó la entrepierna del
segundo. Se ajustó el sombrero y arrastró los dos cuerpos inconscientes en la
improvisada prisión del campamento.
Cerró el
candado y tiró la llave lo más lejos que pudo.
Quedó
expectante un par de minutos, recuperando la respiración y tratando de oír algo
que le indicara si habían dado la voz de alarma.
Nada.
Silencio
absoluto. No sintió movimientos ni ruidos extraños. El campamento seguía con su
vida normal.
Con sigilo
sorteó las tiendas más cercanas. Los soldados, oficiales y trabajadores estaban
distendidos tras una jornada dura de trabajo. Cenaban y bebían dentro de las
carpas, desgarrando carcajadas y voces altisonantes.
“ Una
radio ”, pensó. “ Tengo que encontrar una radio ”.
Buscó
mirando hacia arriba una antena y, ¡ oh sorpresa !... la casilla de la
que partía estaba a escasos metros suyo.
Era un
cuarto improvisado, de chapa, igual que la barraca, y estaba vacío.
Sin pensarlo
demasiado decidió correr el riesgo y entró.
Se topó con dos
mesas, una con el radiotransmisor y la otra con una serie de manuales y libros
técnicos; un par de sillas metálicas y el retrato del Führer, colgado junto a
una ventana vidriada y sucia. Lo cierto era que el lugar no se condecía que el
lujo ampuloso que los nazis solían desplegar en cualquier parte que se
instalaban, pero era algo funcional y práctico.
Indy se
sentó frente a la radio y movió el sintonizador hasta encontrar la frecuencia
que le diera el gobierno americano antes de partir de Nueva York. Por suerte, la
recordaba.
Apretó el
botón del intercomunicador y dijo en voz muy baja:
—Aquí isla
de Mulutuva. Soy el doctor Henry Jones. ¿Alguien me escucha? Cambio...
—...
—¿Alguien me
recibe?...Cambio... Aquí Mulutava... Esto es una emergencia... Cambio...
—...
Silencio
total.
—¡
Mierda ! —ladró—. ¡Será posible!
De pronto,
un leve crujido llegó hasta sus oídos.
¿Le estaban
contestando?...
Apenas se
inclinó hacia el aparato, volvió a escuchar otro sonido. Inconscientemente supo
de qué se trataba: habían llevado el percutor de una pistola hacia atrás.
Giró
rápidamente la cabeza y con el rabillo del ojo detectó una silueta color gris a
sus espaldas. No había dudas: era un soldado y estaba armado.
No pensó en
nada. Cerró el puño y lanzó un voleo poderoso, sin tomar distancia ni estar
seguro de poder alcanzar al nazi con el golpe.
Pero
llegó...
La mano
cerrada impactó contra la punta de la pistola en el instante mismo en que
apretaban su gatillo.
¡¡
BANG !!...
El disparo salió
desviado hacia la izquierda, agujereando por la frente la imagen de Adolf
Hitler.
Sin cambiar
el aire, Indy se paró y con la otra mano le desgarró la mandíbula al soldado de
un puñetazo. El SS-Schütze se desplomó con estrépito, chocando contra la
mesa de los manuales y provocando un ruido estrepitoso, que retumbó en todo el
cuarto.
¡Joder con
todo eso!... La huída no sería limpia, rápida ni segura.
Oyó gritos
de alerta, sonidos metálicos y pasos presurosos contra el terreno. Iban por
él.
Volteó la
cara buscando una salida de emergencia. ¡ La ventana ! No había
otra.
Dio tres
zancadas, imprimiendo velocidad a sus movimientos y saltó.
Rompió el
vidrio con los brazos flexionados contra su sombrero en el instante mismo en que
los nuevos guardias descargaban una lluvia de proyectiles, desde la puerta
recién abierta.
Cayó con
todo el peso y rodó, mientras escuchaba como las balas de las metralletas nazis
se incrustaban en las chapas que hacían de pared.
Se levantó y
corrió hacia el borde de la selva que tenía a pocos metros.
Segundos
después, Henry “ Indy ” Jones se camuflaba entre las sombras del interior
de Mulutuva, dejando a sus espaldas un verdadero pandemonium.
El sueco
temperamental había tenido razón.
|
15
EL OTRO DE LA MANADA
b
D esde su primer experiencia en una
excavación arqueológica, cuando era todavía un niño y viajaba por el mundo
prendido de los pantalones de su padre, a Indy le habían fascinados las ruinas
durante la noche. Era el momento ideal para captar intuitivamente, en
profundidad, sus historias nunca relatadas; sentir la respiración perdida de sus
antiguos habitantes; acercarse al espíritu propio del pasado.
Repentinamente, y olvidándose del mal trance por el que pasaba, le
vinieron a la memoria las enigmáticas construcciones de los Anasazi, en el Gran
Cañón del Chaco, y las mil y una formas fantasmales que la Luna fabricaba en sus
callejuelas y plazas circulares, especialmente cuando estaba llena.
¡ Había
pasado tanto tiempo ! No debía haber tenido más de seis años de edad por
entonces. Aún así, recordaba al detalle esa experiencia. Claro que, a pesar de
tener una noche clara y diáfana, el panorama que lo rodeaba era completamente
distinto a cualquier otro yacimiento en el que hubiera estado antes, tras la
caída del sol.
Gruesos
muros de mampostería, perfectamente tallados, luchaban contra la selva en una
batalla que, desde hacía siglos, ya tenían perdida. Eran piedras ciclópeas,
imposibles de manipular con la simple fuerza de pocos brazos, jalando de
palancas y poleas. De seguro se habían necesitado ejércitos de obreros
obedientes para poder levantar esas paredes; y una burocracia poderosa y
organizada para obligar o convencer a esa multitudinaria mano de obra.
Pero no sólo
muros se detectaban a simple vista en Mulutuva. Más allá de los troncos y lianas
retorcidas, los experimentados ojos de Indy distinguieron recintos ceremoniales,
pequeños altares domésticos, restos de habitaciones y una calle o avenida, ahora
completamente tapizada por un bosquecillo.
Especuló
sobre sus antiguas funciones, pero sabía que no tenía tiempo para verificar o
refutar sus aproximaciones teóricas. Aún así, seguía creyendo que el
descubrimiento no se relacionaba con la infundada leyenda del continente de
Mu.
¿ O
sí ?...
Pero era un
fugitivo y, como tal, debía seguir huyendo. Con seguridad una partida de nazis
coléricos le pisaban los talones; y para esas alturas, estarían locos de temor
por las represalias que tomaría Sorensen. Y el miedo era un mal consejero de la
razón. Primero dispararían, después preguntarían.
Aceleró el
paso, pero al mirar hacia un costado no pudo contener su curiosidad profesional
y se detuvo a analizar una serie de grabados, perfectamente conservados, en uno
de los muros.
Corrió las
ramas que lo tapaban parcialmente. Contorneó sus bordes con los dedos.
Era un
bajorrelieve. La luz de la Luna, que se colaba por entre las copas de los
árboles, le permitía observarlo casi a la perfección.
¿
Naacal ?...
¿ Era eso
la lengua perdida del coronel Churchward ?
¿ Qué
demonios eran esos extraños pictogramas imposibles de traducir, aún conociendo
el lenguaje chino o japonés ?
¿ Qué
simbolizaban ?
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Hubiera
pagado una fortuna por un pedazo de papel-manteca y un crayón para copiarlos;
pero eso también era imposible. Por lo tanto, fijó en su memoria una docena de
signos —los más llamativos—, relacionándolos con alguna de las muchas lenguas
muertas que conocía. Más tarde, pensó, con suerte se abocaría a estudiarlos en
detalle, remedando a un nuevo
Champollión.
Tres
minutos después, prosiguió la marcha hacia donde creía estaba la costa.
ba
—¡
T
e lo avisé, “ coronel
”! —gritó Emmanuel Sorensen furioso y gesticulando—. ¡ Te dije que Jones
podía escapar !... ¡Y lo hizo! ¡Maldito burócrata lameculos ! ¿Y
ahora?... ¿Y ahora qué? ¿Vamos a seguir perdiendo tiempo y energías en ese
mal parido ?... ¡Oh Heinder! ¡Con que gusto te haría una corte marcial,
si pudiera!
—Sorensen... —intervino un timorato Krugermmayer tratando de calmar
las aguas—, ¡no te tomes esto tan a la tremenda, hombre! Nosotros no...
—¡Cállate! ¡Por favor, cállate tú también o no respondo de mis
actos! ¿Sabes qué? ¡Tendrán que explicar esta negligencia a la Fraternidad! ¡Es
inaudito! ¡Idiota! ¿Cómo es posible? ¡Se supone que son miembros
encumbrados!
—Lo que
quieras, Sorensen —consintió el explorador conteniendo su bronca—. Ahora lo
único que nos queda es esperar a que lo traigan de vuelta al campamento.
—¡Ojalá
así sea! —refunfuñó el sueco—. ¡Que revisen la isla de arriba abajo y lo
regresen sea como sea!... ¡Ese maldito debió matarme cuando pudo! ¡Voy a
destruirlo!...
Acto
seguido le dio la espalda a sus camaradas y se metió en la carpa con movimientos
bruscos, iracundo.
ba
A penas identificable, la senda era un mero trayecto de hormigas que
zigzagueaba una y otra vez, como si fuera el meandro seco de un río. Ya estaba
clareando y las estrellas, debilitadas por los primeros rayos del sol, empezaban
a diluirse en el firmamento, dejando sólo a la luna como testigo mudo de una
noche más que se iba.
Exhausto, Indy
comprendió que llevaba la dirección correcta y que la costa estaba cerca. El
sonido de las olas rompiendo y la brisa fresca que le daba en el rostro eran
señales inconfundibles de que el mar estaba próximo.
Caminó unos cien
metros más, hizo a un costado un espeso matorral, de hojas gruesas y carnosas, y
maravillado observó al océano Pacífico desplegarse ante su vista. El sol se
asomaba por el horizonte semejando una inmensa naranja incandescente que podía
ser mirada con los ojos desnudos, directamente, sin encandilarse. Era una visión
magnífica. Una postal.
Bajó a la playa
y se dirigió hacia la orilla. Era peligroso exponerse en un espacio abierto;
pero no tenía otra opción. Si quería encontrar algo que lo trasladara a Karkar
debía correr el riesgo.
Estaba dispuesto
a subirse a cualquier cosa. Incluso consideraba la posibilidad de regresar al
muelle nazi y, subrepticiamente, conseguir un bote neumático o una lancha. Esa
posibilidad era muchísimo más comprometida, pero no la descartaba. Tenía que
dejar Mulutuva; salir de la boca del león e improvisar, sea como fuere.
Dio pesadas
zancadas por la arena durante unos quince minutos. Sabía que se dirigía hacia el
oeste. Tenía el sol a sus espaldas. Entonces, inopinadamente, y ante su
sorpresa, el rústico perfil de una larguísima piragua tallada en un tronco,
brotó por detrás un médano, con sus remos prolijamente ubicados en su interior.
Se zarandeaba rítmicamente con el flujo y reflujo del mar.
Indy corrió
hacia la embarcación.
¿ Cómo había
llegado hasta allí ? ¿ Quiénes la habían dejado ? Era una
construcción aborigen, de eso no cabía la menor duda; pero, ¿ no se suponía
que Mulutuva era un lugar tabú, que ningún melanesio visitaba ? ¿ Qué
extraños e inaprensivos visitantes eran sus dueños ?
No tardó en
saberlo.
Inesperadamente,
la visión se le nubló y sintió que las sienes le explotaban. Una jaqueca
repentina lo torció en dos y cayó de rodilla sobre la arena, mientras una
incomprensible ola cromática que ya conocía, pareció licuarle el
raciocinio.
Eran
ellos .
La tribu de la
oscuridad estaba cerca. Muy cerca.
Habían
llegado.
Giró en el suelo
y, entre sombras y chisporroteos lumínicos, alcanzó a divisar varias figuras que
se le acercaban por encima del médano.
Tenían cabezas
exageradamente grandes.
Portaban
máscaras.
Entonces, lo
rodearon.
ba
E l sonido acompasado de los remos chocando contra el oleaje lo
sacaron gradualmente del sopor en el que había caído.
Sentía que la
cabeza le estallaba y tenía los ojos irritados. Trató de moverse pero comprendió
que estaba maniatado por la espalda. Levantó la cabeza y observó una larga
hilera de hombres negros remando. Lo llevaban en la piragua como
prisionero.
Observó con
detenimiento su entorno. A un costado, todo a lo largo de la embarcación, se
apoyaban una decena de máscaras triangulares, ésas que ya conocía muy bien y que
impresionaban por lo repugnante de su consistencia material. Junto a él, todos
los hombres tenían los ojos blanquecinos. Estaban ciegos. No veían nada y
navegaban como guiados por la sola experiencia que tenían en esas aguas calmas
de la madrugada.
El silencio era
total. Nadie hablaba. Sólo remaban rítmicamente, imprimiéndole a la piragua una
velocidad considerable. Viajaban hacia karkar. No le cabía la menor duda.
Uno de los
remeros, el que tenía más cerca y, contrariamente al resto, mostraba una pelo
entrecano, movió su cabeza levemente, orientando la oreja derecha hacia
Jones.
Murmuró algo al
remero que tenía por delante y sonrió.
Indy prefirió no
decir nada. Los observaba con detenimiento y se preguntaba sobre el origen de
esa ceguera generalizada. Aquel era un fenómeno extraordinario. Nunca nadie se
había topado con toda una comunidad ciega. Aunque estaba seguro de que el uso de
esas maravillosas máscaras tenía que ver en el asunto. ¿ Era ése el costo de
poder mirar a través de los ojos de otros ? ¿ El uso de semejantes
artificios les consumía de alguna manera la retina, llevándolos a la ceguera
absoluta ? Todos los mitos hablaban de pagos, de reciprocidad entre el
hombre y los dioses. Siempre se ganaba algo, pero a costa de una perdida. El
sacrificio era inevitable. Un paso obligado. ¿ Era la vista normal y humana
lo que debían sacrificar a costa de alcanzar una visión sagrada ?
Remaron por
espacio de tres horas.
Mulutuva se
perdió a sus espaldas y a lo lejos, los contornos abruptos de Karkar se
recortaron en lo celeste del cielo.
El sol impactaba
sobre el océano y la temperatura empezaba a subir. Indy, con su chaqueta y
sombrero, empezó a sentir el abrasador saludo de la mañana. Pero estaba cansado.
Necesitaría fuerzas para encarar lo imprevisible. Cerró los ojos, relajó el
cuerpo y se quedó profundamente dormido.
ba
—¡ J ugh alemtegh ka amotoh ! —gritó
sorpresivamente uno de los remeros, sacándolo del sueño reparador en que Indy
había caído.— ¡ Ka amotoh, umperunton !
Jones abrió los
ojos confundido.
Todos los negros
dirigían su atención la superficie del mar. Estaban alterados. La piragua seguía
deslizándose por la fuerza de la inercia. Ya nadie remaba.
Entonces, cuando
la embarcación se detuvo por completo, sucedió lo impensado.
Un tremendo
burbujeo empezó a conmover el océano que los rodeaba. La piragua se sacudió como
si fuera un barquito de papel, de un lado a otro; estando a punto de darse
vuelta de campana.
Los gritos de
los negros se mezclaron con un rugido tremebundo que partía de las profundidades
y, cuando menos lo esperaban, una mole negra rompió la superficie y empezó a
elevarse lanzando agua hacia todos lados.
Indy se tiró
hacia un costado y alcanzó a ver como una pared metálica inmensa quedaba erigida
junto a su embarcación de madera. La superaba en unos cinco metros. Él, los
negros y la piragua parecían diminutos gnomos marinos frente a la soberbia masa
del U-Boot alemán que acababa de emerger.
“¡ Maldito
Heinder !”, pensó Indy. “¡ No me da tregua !”.
Y efectivamente
así era.
Otro lobo
de la manada nacionalsocialista lo estaba persiguiendo. Un lobo de acero
y remaches, tripulado por soldados y oficiales armados hasta los dientes.
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16
DAVID Y GOLIAT
E l contraste entre el submarino
alemán y la piragua aborigen era impactante. Estaban uno al lado de otro, casi
rozándose. Se asimilaban a un inmenso tiburón y su rémora. Eran la
materialización misma de una discrepancia histórica que reflejaba siglos de
diferencias tecnológicas. Un choque entre dos mundos. Un encuentro imprevisible,
en medio del Pacífico, entre el presente y el pasado.
El U-Boot
tipo II -B se mecía silente, expectante. En tanto, la piragua empezó a ser
el escenario de una serie de movimientos que Indy no comprendió.
Los negros se
abrazaron unos con otros formando una cadena humana, todo a lo largo de la
embarcación, y empezaron a emitir un sonido grave, monocorde, semejante al
OM del lejano Oriente. Se movían de adelante hacia atrás, como haciendo
pequeñas reverencias y cerrando los párpados.
Indy tiró de sus
ataduras.
Era imposible.
No podía safarse de ellas.
Entonces, un
ruido metálico provino desde lo alto del submarino y la escotilla principal se
levantó.
Los negros no se
inmutaron. Prosiguieron con su extraño ritual.
Sonidos de
botas, armas amartillándose, ordenes en alemán; y a los pocos minutos una docena
de soldados apuntando hacia la piragua, desde la cubierta del sumergible.
Los tenían en la
mira.
Uno de los
oficiales gritó algo, pero la brisa marina diluyó el mensaje en la enormidad del
océano.
Indy se puso de
pie.
Quería evitar
que la balacera los matara a todos.
—¡ No
disparen ! —grito, inseguro de ser oído—. ¡Me entregaré! ¡No
disparen!...
Sobre la
cubierta hubo movimiento de tropas. Uno de los soldados desenrolló una
escalinata metálica hacia la piragua y movió el brazo ordenando la ascensión al
lomo del submarino.
Indy volteó
hacia los aborígenes.
¿ Qué otra
opción quedaba ?
El negro de
cabello entrecano enfocó las cuencas ciegas de sus ojos hacia el arqueólogo.
Estiró el brazo y con un sacudón muy fuerte tiró a Indy contra el fondo de la
piragua.
—¡
Umaturmanh ! —ladró con furia, sujetándole el tobillo.—¡ Umaturmanh
!
Jones intentó
levantarse.
Debía resolver
el conflicto inminente que se estaba por desencadenar con los nazis. La piragua
y su tripulación —incluido él mismo— no tenían chance de sobrevivir. Serían
barridos por las ráfagas de metralletas alemanas.
—¡ Allá
abajo ! —exclamaron desde el U-Boot—. ¡ Quédense quietos !
Pero ninguno de
los aborígenes obedeció.
Con movimientos
rápidos tomaron las máscaras que tenían a sus pies y se las calzaron por sobre
los hombros.
Entonces se
desencadenó lo impensado.
El submarino se
sacudió hacia delante. Fue un movimiento seco. Alguien, en el interior, había
puesto la marcha hacia delante y apretado lo que podía llamarse el freno. Los
doce soldados nazis se tambalearon sobre la cubierta. Algunos cayeron hacia
atrás, perdiendo el equilibrio. Otros soltaron sus armas y empezaron a
retorcerse amarrándose las cabezas con ambas manos.
Un extraño
zumbido, que Indy jamás antes había oído, empapó en ambiente. El oficial alemán
gritó, agitó su cuerpo y, tras trastabillar, cayó al agua desde las
alturas.
Los enmascarados
permanecían estáticos como estatuas.
Una vez más los
contrastes coparon la escena: la piragua, estable; el submarino convertido en un
pandemonium de alaridos y movimientos histéricos.
Las máscaras
estaban actuando.
Varios soldados,
completamente confundidos y ciegos, corrieron hacia la escotilla. Iban a
tientas, desesperados. A tal punto que chocaron entre sí y cuatro de ellos se
desplomaron hacia el océano, muy cerca de donde Indy observaba todo.
Se hundieron
como si fueran de plomo.
Los que quedaban
se retorcían contra las planchas remachadas del sumergible. Impotentes.
Controlados. Sometidos al poder místico de los dioses melanesios y sus
reliquias.
Súbitamente, el
U-Boot dio un nuevo cimbronazo; esta vez hacia atrás.
Las aguas se
agitaron.
La piragua se
zarandeó.
El submarino
volvió a desplazarse con brusquedad hacia delante y empezó a girar sobre un imaginario eje
central. La masa metálica empujó a la embarcación de madera suavemente, y el
oleaje la fue separando gradualmente del sumergible europeo.
Ya quedaban muy
pocos soldados en la espalda del Lobo . Aún así, algunos alaridos
aislados luchaban con el sonido del mar.
Cuando la nave
alemana estuvo a unos cincuenta metros de la piragua, los negros se pusieron de
pie. Tomaron las máscaras por los bordes inferiores y pronunciaron una vez más
ese extraño OM .
El aire se
electrizó.
Una misteriosa
densidad copó el espacio de la piragua.
Indy se sintió
mareado y apoyó su nuca contra uno de los bordes. Y desde esa posición pudo ver
todo.
El submarino
tembló. La proa se sumergió de golpe y la popa, que se elevaba más y más, dejó
las hélices al descubierto. Un siseo tremendo se expandió, impactando en los
tímpanos de Jones.
Entonces, volvió
a escucharse el ruido de remaches y tornillos, planchas de acero y vigas de
hierro y el U-Boot tipo II-B se partió al medio en una tremenda
explosión.
Una columna de
agua impactó contra la piragua, que mantuvo perfectamente a flote a pesar del
golpe.
Los negros se
tambalearon, sin perder el equilibrio, y para cuando se acomodaron junto a los
remos, el submarino ya no se distinguía sobre la superficie del mar.
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17
TROFEOS DE GUERRA
Aldea de la Tribu de la Oscuridad
Selvas de karkar
Cuando lo hicieron entrar en la gran choza comunitaria, su corazón se
paralizó momentáneamente y una ola de felicidad le hinchó el pecho. La intuición
no le había fallado. Marcus, Florence y los demás estaban vivos. Prisioneros,
sí, pero en perfecto estado de salud y pergeñando el modo de abandonar esa isla
maldita en la que los retenían.
Brody no pudo contener la emoción y caminó
hacia Jones dándole un fuerte y sentido abrazo.
—¡Indy! ¡Gracias a Dios!... ¡Creí que jamás
volvería a verte!
El arqueólogo no domó sus sentimientos y se
apretó a su maestro y amigo.
—¡Pensé lo mismo, Marcus!...
Florence Waverly dio un par de pasos hacia
él y le extendió fríamente la mano.
—Me alegro volver a verlo, doctor Jones.
Bienvenido a este loquero .
—Gracias —respondió Indy y dirigió su atención hacia el guía que
permanecía callado en el fondo de la choza—¿Estás bien, Paú?
—Sí, patrón —respondió el muchacho.—Por
ahora...
—Indy —intervino Brody—, hay algo que debes
saber—Jones lo observó curioso y esperó a que Marcus continuara. Pero el curador
del Barnett Museum no emitió palabra. Sólo se limitó a dirigir sus ojos hacia un
costado oscuro de la choza
Indy volteó en esa dirección y observó a
dos hombres blancos, caucásicos, claramente europeos, vistiendo ropas gastadas y
sucias.
—Doctor Jones —dijo uno de ellos,
adelantándose—, es un honor conocerlo personalmente. Claro que hubiera preferido
otras circunstancias —y le apretó la diestra con suavidad.—Soy el profesor
Isaías Weiss.—Se hizo a un lado y presentó al sujeto que lo seguía.—Él es el
doctor Leonard Gütter. Somos del Museo Vön Strassen, de Berlín.
—¡Ustedes deben ser los especialista que
envió Dan Rossberg! ¿Verdad?...— sostuvo Indy, sorprendido.
—Así es, doctor Jones —respondió Gütter,
aprisionando la mano del arqueólogo con gentileza.—Estamos en esta aldea desde
hace varios años. Es la primera vez en mucho tiempo que tratamos con
occidentales. Puede que peque de egoísta —agregó con ironía—, pero lo cierto es
que me alegro de tenerlos acá.
Indy no pudo contener su curiosidad.
—¿ Qué pasa en este lugar?
Weiss se adelantó a su compañero.
—Es algo sumamente extraño —dijo—. Algo
nunca visto. Esta gente posee poderes increíbles...
—Lo sé. He visto cómo funciona. Pero, ¿qué
han podido averiguar en todo este tiempo? ¿Quiénes son? ¿De donde
vienen?...
—Es muy poco lo que aprendimos, doctor
Jones. Únicamente que se autodenominan Mohottongan , que significa algo
así como “ Los Verdaderos Hombres ”. Son cazadores recolectores en un
estadio paleolítico y poseen una fama, bien ganada por cierto, de invencibles en
todo el Pacífico Sur.
—No han tenido contacto con nosotros
—agregó Gütter.—Sólo de tanto en tanto nos dejan participar como meros
observadores en sus fiestas comunitarias. Únicamente los sujetos que nunca usan
máscaras se acercan a nosotros. Son los guerreros, el brazo armado de la
tribu.
—No nos han integrado a su sociedad
—explicó Weiss.—En cuanto a su origen sólo especulamos. No hay nada concreto.
Las manifestaciones artísticas que pudimos notar tienen poco en común con otros
pueblos de la Melanesia o Micronesia.
—Son sumamente originales al
respecto—agregó el otro especialista.
—¡ Y que lo digan ! —ladró Indy, y
relató brevemente, aunque con los detalles suficientes para ser claro, su
atribulada” experiencia arqueológica ” en la isla de Mulutuva. Habló de
las ruinas, del meteorito, de su huída y del mensaje cifrado de Sorensen. Cuando
terminó de explicar el tema del idioma Naacal, Gütter se rascó el mentón
pensativo.
—¿ Mu ?... —preguntó
retóricamente—.No sé que pensar. No lo creo posible, pero dadas las
circunstancias por las que pasamos....
—Yo erijo que todo eso es más propio del
campo de la fantasía que otra cosa —aseveró Weiss.
Brody, reflexivo, avanzó unos pasos en
dirección a la puerta, custodiada desde el exterior por tres enormes
negros.
—Indy—dijo tomándose la nuca—, si ese
lenguaje es verdadero y el resto de la historia cierta, tendríamos una
posibilidad de salir de este lugar.
—¡No se haga ilusiones, doctor Brody!
—exclamó Gütter—. El poder de esas máscaras es tremendo. En dos ocasiones
intentamos escapar. Fue imposible...
—Nuestros propios ojos son los que nos
vigilan y retienen prisioneros —agregó Weiss, lacónico.
—Pero, ¿qué hay con esas máscaras? ¿Saben
cómo es que funcionan?
—No —acentuó Gütter con firmeza de
voz.—Sólo que son muy efectivas y que...
—...producen ceguera a quien las usa
—remató Indiana.
—Eso creo, doctor Jones. Pero, le repito,
no estamos seguros de nada.
Florence Waverly, práctica como era,
levantó ambos brazos.
—Déjense de teorizar, por favor —dijo—. Lo
que tenemos que hacer es llegar a ese meteorito y desarmar el poder de estos
tipos. Tiene que haber una forma.
—Dicho así parece sencillo, Florence
—sentenció Marcus.
—Los nazis buscan el artefacto
neutralizador en Mulutuva—explicó Indy, ensimismado en sus propios
pensamientos.—Ese es un punto a nuestro favor.
—Sí, pero, ¿por cuánto tiempo? —inquirió la
muchacha—. Además, ¿no creen que una intervención nazi nos vendría muy bien? El
avispero se alteraría y como dice el refrán. “ A río revuelto, ganancia de
pescadores ”.
Indy levantó suavemente su brazo derecho
como si estuviera meditando con mímica. Extendió la palma de la mano y remató
mirando a la chica:
—Hay algo que sigo sin comprender...
—...¿Qué cosa? —sondeó ella.
—¿ Por qué no nos mataron ? ¿ Por
qué no estamos todos muertos? ¿ Por qué los retuvieron a ellos
durante tanto tiempo con vida?
Weiss respondió:
—Nos deben tener como trofeos de guerra.
Muchas tribus del mundo se jactan de tener hombres blancos entre sus
prisioneros.
—Sí, se los considera un símbolo de poder,
de orgullo tribal —agregó Jones.
—¡Qué hermoso destino el nuestro! —exclamó
Marcus con sarcasmo.—¡ De coleccionista a coleccionado !...
—Aún así, algo no me cierra —prosiguió
Indiana.—Matan nazis y no nos matan a nosotros... ¿ Por qué ?
—Será que son muy selectivos... —argumentó
Marcus.
—¿A qué te refieres?
—Es posible —dijo— que por medio de esas
máscaras vean más cosas de lo que creemos. Puede que escruten, de algún modo,
nuestros corazones, nuestras intenciones, y que sepan que nosotros somos “
los chicos buenos ”; que no queremos dañarlos.
— Los Ojos del Alma ... —masculló
Gütter.
—Efectivamente, doctor, Los Ojos del
Alma .
—Creo que están derivando las cosas hacia
un plano demasiado místico, caballeros —interrumpió Florence Waverly.—Lo más
probable es que nos mantengan vivos por alguna razón en particular. Algo que
desconocemos y que quizás no sea tan espiritualmente elevado como ustedes creen.
¿No han pensado en la posibilidad de una gran olla negra , con patatas y
condimentos locales? Estamos en tierra de caníbales...—Todos sonrieron con
nerviosismo.—Y usted, doctor Indiana Jones , ¿ya olvidó el incidente con
los negros en el sendero? Matamos a uno, ¿lo recuerda?.
—Fue en defensa propia —se atajó Indy.
—¡ Qué sabe esta gente de defensa
propia y esas cosas! —exclamó la chica.—¡Los matamos! ¡Y ellos harán lo mismo
con nosotros, a la corta o a la larga! Déjeme que le recuerde que me he
especializado en algunas comunidades de estas islas.
—Aún así, disiento con usted, señorita —se
inmiscuyó Gütter, rascándose la barba crecida que le cubría la cara.—A ver —dijo
pensativo—respóndame a esto: ¿esos agresores tenían puestas máscaras
sagradas?
—¡Por supuesto que no!
—¿Se da cuenta? ¡Ahí tiene!... Eran meros
guerreros, soldados de la comunidad. Sujetos poco importantes, sacrificables,
según los cánones que estudiamos en otros pueblos. Ellos no pueden “ ver
”, carecen de la “ magia ” de los sacerdotes. Se guían sólo por
impulsos—carraspeó y continuó:—Como dijo el doctor Brody, son los chamanes, los
Maoríes, los que “ saben ”. Los únicos portadores de las máscaras. El
resto sólo representan meros protectores de las reliquias.
—Guerreros... —articuló Weiss.
—¿Guerreros? ¡ Já !... ¿Cuánta razón
tenía un viejo profesor mío! —prorrumpió Marcus.—Decía que la inteligencia se
puede dividir en tres. Inteligencia humana, inteligencia animal e inteligencia
militar...
—...en ese orden de complejidad decreciente
—remató Indy, mientras dibujaba su típica sonrisa ladeada en el rostro.
—Y bien —vociferó Florence— ¿qué haremos
ahora?
Indiana la observó con ironía. La mujer era
hermosa, pero su personalidad no dejaba de producirle rechazo desde el primer
encuentro; a pesar de deberle la vida.
—Haremos lo que suelen hacer los sabios de
Oriente —respondió.
—¿Y qué es lo que hacen? —retrucó la chica
con sorna.
—Esperar a que algo suceda.
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18
“SI VOLIMUS NON REDIRE,
CURRENDUM EST”
Y cayó la
noche.
Un fulgurante manto de estrellas tapizó el cielo y la temperatura,
alta durante el día, descendió los grados suficientes como para hacer más
soportable la estadía dentro de la gran choza central que oficiaba de
prisión.
Recibieron la cena tarde. Un amasijo de verduras desconocidas y
frutos selváticos de sabor agridulce. Comieron todo. En verdad estaban
hambrientos, especialmente Indy. Una vez terminada la comida, tres fornidos
guerreros entraron en la habitación y con gestos bruscos les hicieron notar que
querían que se acostaran a descansar. Obedecieron sin chistar y para la
medianoche, todos estaban tirados sobre el suelo, contra la pared de madera y
cañas que enfrentaba a la puerta. Los primeros en dormirse fueron los dos
porteadores y Paú, el guía. Indy, Marcus y los especialistas del Museo
Vön Strassen,
permanecieron desierto, charlando muy por lo bajo. Florence Waverly se echó a
unos cuantos metros de distancia del grupo.
En la plaza central del poblado, en tanto, los miembros no videntes
de la tribu se reunían en rededor de una gran fogata. No tenían las máscaras
puestas. Éstas descansaban en una construcción espigada, hecha de paja muy
amarilla, a un costado del centro ceremonial que los nucleaba a todos.
Festejaban algo, pero había cierta alegría preocupada en aquellos rostros de
ojos ciegos y blancuzcos. Eran unos sesenta individuos, firmemente sentados
sobre esterillas vegetales, escuchando atentamente al negro de cabello
entrecano, que viajara con Indy en la piragua desde Mulutuva. Exclamaba cosas.
Gesticulaba con su vista perdida en las penumbras. Parecía contento, pero
ansioso por algo que se avecinaba y no sabía definir bien. Era el maorí /
sacerdote más viejo de la tribu; por lo tanto el más respetado, el mejor
escuchado. Su experiencia lo antecedía y el manejo que tenía de las máscaras era
insuperable.
Desde el interior de la choza principal, Indiana Jones y su grupo
podían oír el murmullo que despertaban las palabras del chamán melanesio. Contra
la puerta, los tres guardias observaban la reunión a unos treinta metros de
distancia, mientras vigilaban a los cautivos.
Repentinamente, Florence Waverly se levantó.
—¿Qué hace esa chica?—preguntó Gütter por lo bajo, alertando al
resto. Todos giraron los ojos en dirección de ella.
Florence caminaba lentamente hacia la entrada. Con cadencia,
sensualmente; y a medida que avanzaba se iba despojando, insinuante, todas sus
vestiduras.
Indy agudizó la vista en la penumbra de la choza, apenas iluminada
por una antorcha mortecina. “ Esto se pone bueno ”, pensó ladeando la
cabeza con interés creciente.
Waverly alcanzó la puerta de los guerreros completamente desnuda.
Sus bien torneados glúteos brillaban por la transpiración y una cintura
perfectamente moldeada anunciaba, un poco más arriba, sus pechos turgentes y
firmes que, de espalda, ninguno de los sorprendidos occidentales podían
disfrutar.
—Pero... ¿qué pretende esta niña? —murmuró retóricamente Marcus sin
poder quitar los ojos de ese físico exuberante, casi perfecto.
—¿ Niña ? —inquirió Indiana, abriendo los ojos
exageradamente—. Eso es un cebo irresistible de pasiones...
Marcus le dirigió una sonrisa de desconcierto. Weiss y Gütter
parecían hipnotizados. Hacía años que no veían una mujer que concentrara una
estructura ósea y muscular tan acorde a sus cánones culturales de belleza.
—¡¿ Cebo ?! —exclamó Brody, sorprendido por la manera de
tipificar que Indy había utilizado.
El arqueólogo sonrió. Elevó apenas la mano derecha, convocando
silencio y observó el accionar de la muchacha. Quería comprobar algo que le daba
vueltas en la cabeza.
Florence Waverly arqueó la cintura. Apoyó ambas manos en el marco
de la puerta y exhibió sin pudor sus redondeados pechos a los tres guerreros que
estaban parapetados en la entrada.
Los custodios giraron con brusquedad cuando sintieron el
electrizante gemido que se coló por entre los carnosos labios de la espía.
Quedaron estupefactos. Miraron a la muchacha de arriba abajo y dos de ellos
sonrieron. Las blancas dentaduras de ambos brillaron en la oscuridad de la choza
y un ronquido libidinoso subió por la garganta de uno de ellos.
Eso fue suficiente.
Cuando el brazo musculoso del primer negro se estiró con la palma
extendida, con intención de apretujar ese cuerpo incandescente de lujuria,
Florence lo tomó por la muñeca con toda sus fuerzas. La Torció hacia arriba. La
fracturó en un segundo, al tiempo que con la mano libre, le partía la traquea de
un golpe secó y mortal.
Al instante, sacudió una patada contra la ingle inflamada del otro
guardia. Cuando éste se encorvó, soltando su lanza sin emitir sonido alguno, un
golpe de karate estalló en la nuca del melanesio. Antes de que cayera
inconsciente al piso de tierra, Florence se movió velozmente hacia delante,
sacudiéndose como si fuera una muñequilla de trapo, impactando con su frente
contra la cabeza del tercer custodio. Se escuchó un crujido. El negro se
tambaleó y cayó.
—¿Te das cuentas, Marcus? —dijo Indy, reincorporándose.—A esto me
refería cuando dije que era “un cebo”.
Florence arrastró los tres cuerpos hacia el interior de la choza.
Indy, en camino, recogió la ropa y se la entregó sin poder quitar una sonrisa
lasciva de sus labios.
—Aquí tiene... —dijo.— Ya puede vestirse. El show ha
terminado.
Florence le dirigió rayos con los ojos.
—¿Ve, doctor Jones? —repuso mientras se vestía velozmente.—No hay
que esperar a que las cosas sucedan... ¡Uno debe tomar la iniciativa!
Indy sonrió, sin poder de quitarle los ojos.
—A excepción del Kamasutra , debo reconocer que la filosofía
oriental no es su fuerte —indicó el arqueólogo
—¡El suyo tampoco! —le ladró la chica, con antipatía—. Le sugiero
que despierte a esos tres —ordenó moviendo la barbilla hacia Paú y los
porteadores— y nos pongamos en marcha. Tenemos que salir de aquí cuanto antes y
aprovechar que están reunidos sin esos artilugios extraordinarios.
En menos de cinco minutos se organizaron. Decidieron salir de a
uno, sigilosos, y dirigirse sin perder tiempo hacia la espesura de selva, que
levantaba su reinado de ramas y lianas a unos veinte metros por detrás de la
choza. Corrían el riesgo de toparse con otros guerreros, pero no tenían otra
alternativa. En ese caso, Indy y Florence deberían auspiciar de violentos
anfitriones. Por eso fueron los primeros en recorrer el terreno que los separaba
de la espesura.
Tuvieron suerte. Toda la tribu estaba prendada oyendo al negro de
pelo entrecano, rodeando el fogón, justo en la dirección opuesta a la que ellos
llevaban.
Le siguieron Brody, Weiss, Gütter y Paú. Los porteadores fueron los
últimos en alcanzar al grupo de fugitivos.
—Roguemos que no se pongan las máscaras —dijo Weiss, agitado,
mientras recuperaba el aliento.
—Si lo hacen estamos perdidos —auguró Marcus, tomándose el
abdomen.
—¿Hacia donde vamos ahora? —intervino Gütter.
Brody miró Florence buscando respuesta.
—Debemos llegar a la isla grande, a Nueva Guinea, lo más pronto
posible—dijo ella.
—Para eso tenemos que cruzar el canal... —adujo Weiss.—¿En qué lo
haremos?
—En las piraguas. Como lo hizo el doctor Jones desde Mulutuva
—explicó la chica con certeza en su tono.
—Indy, ¿tú sabes en dónde están esas benditas barcas? —preguntó
Marcus Brody, tratando de encontrar a su amigo en medio de la oscuridad.—¿
Indy ?... ¿ Indiana ?... —Jones no estaba entre los presentes.—¡¿
Dónde demonios se metió éste ahora ?!...
Los siguientes quince minutos parecieron siglos. Indy había
desaparecido y los entredichos, sobre si debían o no seguir huyendo, estalló en
el grupo.
—¡Yo no me muevo sin él! —se plantó Marcus con firmeza, ante una
Florence Waverly pragmática que sugería proseguir la marcha.—¡Ese hombre es como
si fuera mi hijo!... ¡No moveré un músculo de este sitio hasta que
aparezca!
—¡ Maldito, Jones ! —prorrumpió la chica, sacudiendo polvo
del suelo.—¡ Estúpido de mierda ! ¿Cómo se marcha así, sin decir
nada?...
No había terminado de gruñir cuando, desde un tronco grueso y
agrietado, la voz de Indy llegó a sus oídos.
—Cuide su vocabulario, señorita Waverly... No queda lindo en una
chica como usted.
Todos giraron en redondo hacia el lugar de donde partían las
palabras.
Indy tenía en sus manos una de las máscaras sagradas.
—¿Acaso no vinimos a buscar una de éstas? —inquirió Jones, mordaz,
levantando la reliquia por encima de su cintura.
—¡Indiana! —exclamó Brody.—¡Eres incorregible!
ba
N o es
seguro, pero alguien se percató de que las cosas no iban bien.
Nunca sabrían si fue una brisa fuera de lugar, un olor, un
sonido o, simplemente, un movimiento captado por el subconsciente. Lo cierto es
que uno de los ciegos de la fogata se reincorporó de golpe. Interrumpió la
alocución del sacerdote más anciano y alertó sobre algo .
Un minuto después, toda la tribu se aprestaba a emprender la
búsqueda de los fugitivos; usando el poder de las máscaras. Los rehenes se
habían escapado.
A unos trescientos metros de la aldea, Indy guiaba a su
grupo en dirección a la costa. Una vez más, el litoral de la isla se convertía
en su única esperanza de vida.
Caminaban presurosos, agitados, transpirados y sucios. Nadie
emitía sonido alguno. Se limitaban a no tropezar y mantener la atención en las
espaldas del arqueólogo que encabezaba la fila. Entonces, Florence Waverly se
detuvo intempestivamente, amarrándole a Jones el antebrazo.
—¿Escuchó eso? —preguntó, moviendo la cabeza como un zorro
alertando el peligro.
Indy y los demás se clavaron al piso y escucharon los ruidos
del medio ambiente nocturno.
—Son voces —reaccionó el arqueólogo.—Nos están siguiendo. Ya
se percataron de nuestra huída.
Weiss y Gütter palidecieron.
—¡Les dije que se darían cuenta! —sentenció el
primero.—¡Esto no va a funcionar!
—¿Cuánto falta para llegar a la costa? —preguntó
Marcus.
—No lo sé —respondió Jones, sin prestarle demasiada
atención.
—¡Debemos alcanzar el meteorito! —sugirió Waverly.
—Imposible. Está en otra dirección. Caminamos en sentido
contrario a la piedra.
—¿Y qué haremos? —preguntó un Gütter aterrorizado.—¡No
quiero regresar a ese lugar!
—En ese caso, como dijo Pelagio—argumentó Marcus con las
facciones transidas por la angustia—, “ Si volimus non redire, currendum
est ”.
Florence lo miró entre extrañada y furiosa por la
extravagante frase latina que no comprendía.
—Una sentencia romana muy práctica, “ doctora ”
—explicó Indy sin perder el sarcasmo, acreditando la ignorancia de la chica
sobre el tema.— “ Si no queremos retroceder —tradujo—, debemos
correr ”.
—En ese caso, “ colega ” —respondió Waverly—,
¡corramos!
No Habían avanzado cien metros cuando volvieron a detenerse
de golpe.
—¡Estoy mareado, patrón! —exclamó Paú, tomándose las
sienes.
—¡Yo también! —agregó Marcus.
—¡Y yo! —soltó Weiss.
En ese momento, Indy experimentó el chisporroteo ocular que
ya conocía bien. Florence también debió sentir lo mismo porque se refregó con
fuerza la cuenca de los ojos y lanzó un insulto.
—¡Están mirando a través nuestro! —expuso Jones.—¡Las están
usando!
—¡ Estamos fritos ! —rebuznó Gütter.
—¡Cierren sus ojos! —ordenó Jones con vehemencia.—¡Cierren
los ojos, ya!
—Pero, ¿cómo haremos para seguir marchando? —vociferó la
muchacha, perdiendo toda la feminidad que expusiera en la choza momentos
antes.
Indy levantó la máscara que tenía aprisionada entre sus
dedos y miró al grupo.
—La vida bien vale la vista —dijo, y sin pensarlo dos veces
se quitó el sombrero y calzó sobre su cabeza la reliquia, hasta cubrirle toda la
cara.
—¡ No, Indy ! —gritó Brody, extendiendo los brazos en
dirección de su pupilo.—¡ Santo Dios !...
Pero fue tarde.
—¡Marcus! ¡ Cierra tus malditos ojos ! —lo increpó
Indiana.—¡ Ciérralos !
Desde el interior de la máscara, todas las perspectivas que
Indy había conocido en su vida, cambiaron. Mirar por entre esos dos orificios
artesanalmente perforados, fue como sobrevolar una ciudad desde un avión. Un
remolino de imágenes inconexas se sucedieron en flash. Senderos, hombres armados
y enmascarados que corrían por la selva. Ramas que se sacudían, que golpeaban
sobre rostros que no podía observar, pero que sabía pertenecían a los negros
guerreros de la tribu que acompañaban a los sacerdotes, en persecución de
ellos.
No sintió dolor alguno en sus pupilas; ni vio la búsqueda
desde los ojos de los maoríes. Algo era evidente: quienes tenían las máscaras
puestas no podían usar la vista de otros enmascarados. ¡Mucho mejor!
Repentinamente una escena extrañísima se le representó en la
mente.
Vio a un sujeto vistiendo ropas que le resultaron
familiares. Chaqueta aviadora, pantalones amplios y ennegrecidos, un sombrero de
ala grande colgando de una mano y una barroca máscara de colores calzada sobre
sus hombros.
¡ Por dios !
¡ Era él mismo !...
¡ Se estaba observado desde lejos con sus propias
pupilas ! Y eso significaba sólo una cosa: uno de los suyos seguía con los
ojos abiertos, reparándolo.
Giró hacia Paú.
Era él.
—¡ Cierra los ojos ! —ordenó con furia.—¡ Si
quieres conservar la vida, cierra tus ojos ! ¡Yo los guiaré! ¡Formen una
cadena humana! ¡Tómense uno de los otros! ¡Rápido! ¡No tenemos tiempo!
¡Agarrense! ¡Vamos a escalar una pequeña elevación para ocultarnos! No teman.
Puedo ver perfectamente.... —hizo un brevísimo silencio y terminó agregando.—Al
menos por ahora.
ba
S ubieron por un oculto sendero escarpado hasta un llano, a unos
siete metros por sobre el camino que recorrían, y allí Indy se detuvo.
—Silencio —ordenó.—Mantengan los ojos bien cerrados. Están
muy cerca. De un momento a otro van a pasar por debajo nuestro.
Y así fue.
Un minuto después, una fila irregular de guerreros armados y
sacerdotes enmascarados, desfiló, presurosa, bajo la omnisciente y poderosa
vista de Indy Jones.
Ese artilugio ritual era fabuloso. Efectivamente se podía
mirar a través de los ojos de otros. En su caso, a través de los guerreros de la
tribu de la oscuridad, que oteaban con maestría cada centímetro cuadrado del
sendero por el caminaban. Lo que más le llamó la atención fue que la mayoría
observaba el suelo. Era obvio: buscaban huellas.
“ Estamos en problemas ”, pensó Indy. Muy pronto se
percatarían que el rastro desaparecía en la nada y pegarían vuelta.
—Caballeros —dijo a sus colegas, una vez que sus
perseguidores se perdieron en la sombra—, creo que en breve tendremos más
problemas.
—¡¿ Más ?! —explotó Marcus, sin dejar de apretar
fuertemente los párpados.—¡¿Dices que más ?! —Y se dejó caer hacia atrás
con la intención de sentarse sobre una roca que había tocado con los
talones.
En el instante mismo en que todo el peso de su cuerpo se
apoyó contra la piedra, ésta crujió y se hundió en un colchón de hojas y ramas,
estratégicamente colocadas. Marcus Brody perdió el equilibrio y, junto con la
piedra, cayó en una abertura abierta en la ladera de la elevación.
Indy volteó con rapidez.
Habían hallado la boca escondida de lo que parecía ser una
cueva.
Weiss abrió los ojos atemorizado por un segundo.
—¡Ciérrelos! —grito Jones.—¡No los abra profesor!...¡Yo me
encargo!
—¿ Qué demonios sucede ? —preguntó Gütter angustiado,
sin atreverse a mover los párpados.
—Marcus acaba de toparse con algo... ¿Marcus, estás bien?
—inquirió asomándose por la hendija lítica.
—¡ Oh, Santo Grial ! —exclamó el viejo.— ¡Qué susto
me di!... Sí, Indy —culminó—, estoy bien. ¿Qué es esto?...
—Una cueva —respondió el enmascarado arqueólogo.
—No quiero presumir de experto, Indy —adujo Brody, apretando
los ojos—, pero hay demasiada corriente de aire para ser una mera cuevita. Ésta
más parece una caverna, y de las largas. Mi voz retumba a metros de aquí.
—En ese caso, ¡todos adentro! —ordenó Jones.— desde ahí
podremos ejercer una mejor resistencia. ¡Vamos! Déjenme que los guíe. Entren de
a uno. ¡Vamos, no hay tiempo!... Usted primero, señorita —repuso con sarcástica
caballerosidad.
Las bocas del infierno se abrían ante sus afortunados y
todopoderosos ojos.
|
19
EN LAS ENTRAÑAS
MISTERIOSAS DE LA
TIERRA
L
o primero que le sorprendió
al entrar en la caverna fue la desconexión absoluta que se operó entre él y las
miradas de los negros guerreros que los perseguían.
Su
máscara dejó de transmitirle imágenes.
Algo era
innegable: la oquedad bloqueaba la visión remota de las reliquias. Ni Indy podía
ver lo que los aborígenes veían, ni ellos lo que observaba Jones. Estaban
libres
No dijo
nada. Con mucho temor, levantó la máscara de sus hombros y se la quitó. No valía
la pena portarla, corriendo —como creía correr— el riesgo de perder la
vista.
Desconocía las consecuencias que podía haberle acarreado el uso de
ese artilugio sagrado. Con suerte, su visión se habría desgastado, obligándolo
sólo a aumentar la graduación de sus anteojos de lectura. Si las cosas habían
ido mal, estaría tan ciego como un topo; igual que los chamanes de la
tribu.
Dejó caer
la careta a sus pies y, lentamente, levantó los párpados. Con temor.
Allí
estaban todos; Marcus, Weiss, Waverly y Gütter, Paú y los dos porteadores. Todos
con los ojos fuertemente apretados, impidiendo que las imágenes externas se
colaran por sus pupilas. Era una escena bizarra; hasta podría decirse, cómica y
patética a la vez.
Indy miró
hacia todos lados. La claridad era escasa y el aire freso. Corrientes muy
fuertes de aire, indicaban lo que Marcus había sugerido: el sitio era una
caverna con ramificaciones inimaginables, según parecía.
—¿Qué
pasa allá “ afuera ”, Jones?
—inquirió una Florence Waverly ansiosa, estirando sus brazos y dando
manotazos en el aire. El silencio en el que Indy había caído la estaba volviendo
loca.
El
arqueólogo la miró y esbozó una sonrisa. Era gracioso observar a esa bella
mujer, tan autosuficiente, completamente indefensa. Reparó en su rostro, su
boca, sus manos, su cuerpo bien formado. Nada parecía haber cambiado. Captaba
todo sin problemas. Veía perfectamente. Había tenido suerte.
¿
Estaban, pues, equivocados al especular sobre los efectos nocivos de las
reliquias ?
—¡¿
Jones !? —volvió a exclamar Florence.—¿ Qué es lo que está
haciendo?
—Estudiando su salvaje anatomía —respondió manteniendo un pícaro
mohín.
—¿
Qué ?...
Waverly
no pudo contenerse y abrió los párpados. Los demás, nerviosos oyentes de la
charla, la imitaron curiosos.
Indy
surgió ante sus ojos tan sano como siempre.
—¡
Cerdo machista ! —gritó la muchacha.—¡Está jugando en momentos como este!...
¡ Voy a ...!
—¡
Doctor Jones ! —exclamó Weiss.—¿Está usted bien? ¿Puede vernos?
—Perfectamente —respondió el arqueólogo calzándose el
sombrero.
—¿Estás
seguro? ¿Te duele algo? —intervino Brody, acercándosele y mirando fijamente las
pupilas de su compañero.
—No,
Marcus. Estoy bien. Seguramente la ceguera es el producto de una larga
exposición y yo sólo la usé unos pocos minutos.
—Pero,
¿por qué se la quitó? ¿Por qué abrimos ahora los ojos? ¡ Nos van a
encontrar ! —clamó Gütter.
—No lo
creo —lo tranquilizó Jones.—Desde que entramos perdí contacto con los ojos de
los guerreros. La máscara no funciona acá adentro. ¡Y no me pregunten
porqué !... No sé qué paso. Sólo dejó de funcionar...
—¿Alguien
tiene idea en dónde estamos? —preguntó Paú, internándose unos pasos en la
caverna.
—Usted es
el guía —profirió Florence.—¡Usted díganos!
El
muchacho, amedrentado por el tono brusco de Waverly, bajó la cabeza y con
timidez respondió con un “ No lo sé ”.
Indy
levantó la máscara del piso y se la entregó a Brody en mano.
—Llévala
tú —dijo.—Tendremos que ir a
investigar.
—Hay que
improvisar unas antorchas —apuntó Gütter.
—Sí.
Sugiero nos quitemos parte de nuestras ropas —confirmó Indy con
autoridad.—Usaremos esos palos del piso para llevarlas encendidas.—Volvió a
dirigirle a Florence una mirada socarrona y alegó:—No se preocupe por nosotros,
doctora. Con usted hemos perdido toda vergüenza... Puede desvestirse si lo
desea.
—¡
Imbécil ! —replicó con odio.—¡ Machista imbécil !
ba
C
on sólo adentrarse un poco,
la hipótesis de Brody quedó confirmada: ese sitio era una caverna inmensa y,
aparentemente, retocada por manos humanas. Una galería, ancha y escalonada,
descendía abruptamente hasta llegar a un recinto circular, de paredes muy altas,
y desde el cual partían otros dos pasajes, perfectamente taladrados en la roca.
Las
paredes estaban tapizadas de piedras pulidas, cabalmente engarzadas entre sí.
Eran bloques de regular tamaño, visiblemente colocados allí por ignotos
arquitectos. Tan ignotos como los constructores de las ruinas de la isla de
Mulutuva.
—¡
Maravilloso ! —exclamó Weiss, elevando su antorcha para iluminar mejor el
muro.—¡Qué calidad constructiva! ¡Jamás había visto una cosa así en esta parte
del mundo!
—Debería
ver los templos que tienen los nazis en la otra isla —dijo Jones, sin dejar de
avanzar.—Todo parece indicar que fueron hechos por la misma civilización.
—¿Y de
qué civilización estamos hablando? —preguntó Brody.
Indy giró
el cuello hacia su amigo y chasqueó los labios.
—Lamento
repetirme, “ maestro” —dijo—, pero lo desconozco.
—Esto es
algo fabuloso —pronunció Gütter.—¡Miren estas galerías! ¡Denotan una tecnología
desconocida, muy superior a la egipcia! Confieso, caballeros, que estoy pasmado.
Nunca imaginé ser testigo de estas cosas...
—¿Todavía
se sorprende, profesor? —inquirió Florence, cortante como de costumbre.—Ha visto
máscaras que podríamos definir como mágicas ¿y se maravilla de bloques de piedra
bien acomodados?... ¡Admiro su capacidad de asombro!
Weiss la
miró con desdeño y siguió caminando, sin responderle.
Por
delante de ellos las bocas de dos nuevas galerías se abrían, como su fueran las
mandíbulas extendidas de un par hipopótamos. Ambas volvían a tener escalones.
Los de la izquierda subían; los de la derecha bajaban.
Indy se
detuvo. Se rascó la barbilla y estudió por unos segundos las dos opciones que
tenía ante él.
—Acepto
sugerencias —manifestó.
—Yo
propongo tomar las escaleras que descienden, Indy —respondió Marcus.
—Sí
—ratificó Weiss—. Si subimos corremos el riesgo de salir de este lugar y
toparnos con “ nuestros amigos enmascarados ”.
Gütter y
Florence asintieron en silencio
—En ese
caso, y si no hay oposición...—dijo Jones.— ¡Avancemos, señores!
El grupo
funcionaba como una verdadera democracia.
ba
L
a galería por la que bajaban
era una boca de lobo, angosta y con polvo volatilizándose con cada paso que se
daba. Parecía una garganta de piedras bien cinceladas y prolijamente colocadas a
ambos lados de los exploradores. La garganta de un dragón antediluviano, presto
a lanzarles su primer bocanada de fuego en cualquier instante.
Hacía
frío y las telas de araña formaban gruesas cortinas, incómodas de
atravesar.
Indy
encabezaba la marcha, iluminando el trayecto con una antorcha. Lo seguía Marcus
Brody, que resoplaba a cada rato, cambiando el aire de sus envejecidos pulmones.
Más atrás, exudando ansiedad por cada poro, venían Weiss, Gütter y Florence
Waverly, buscando permanentemente equilibrar sus cuerpos encima de irregulares
peldaños. Al fondo, cerrando la marcha, Paú y los porteadores.
—¿En
cuantas catacumbas ha estado, doctor Jones? —inquirió Weiss, para romper el
hielo.
Indy
ladeó la boca y sonrió recordando mil y un percances pasados.
—Puedo
asegurarle que en más de las que me hubiera gustado, profesor —respondió.—No
tiene idea a los lugares a que me ha llevado esta profesión.
Marcus no
pudo contener la risa. Pocas personas podían testimoniar que lo que Jones decía
era total y rigurosamente cierto. Había decenas de cicatrices en el cuerpo de
Indy que lo confirmaban.
—¿Qué es
eso que se abre por delante, allá abajo? —interrumpió Florence, adelantándose un
poco con su antorcha levantada.
—Parece
ser otro recinto circular como el anterior —respondió Jones.—¡ Mierda !
¡Esto se está convirtiendo en un laberinto...!
—En ese
caso, delegaremos nuestra suerte a su experiencia , “ doctor ”
—ironizó la muchacha, y siguió descendiendo.
Indy
prefirió no responderle.
Quince
metros más abajo, efectivamente, una nueva habitación abovedada se abrió en el
interior de la montaña. Su techumbre era un exquisito arco de medio punto. Los
muros circundantes brillaban por la luz de las antorchas y sendas goteras
dejaban deslizar lágrimas sucias, de barro agua, por las paredes.
Al
frente, dos nuevas galerías, con idénticas opciones.
—¿Mantenemos la primer elección? —preguntó Indiana al grupo.
—Si
seguimos bajando llegaremos al núcleo del planeta... —vaticinó fantásticamente
Marcus Brody.
—Aún así,
creo que es lo más conveniente —opinó Weiss.—¿Qué crees tú? —y miró a
Gütter.
—Ya no sé
qué creer... Yo los sigo a ustedes —respondió claramente agotado.
—Sigamos
por el túnel de la derecha, hacia abajo —dijo la chica.—Ya tendremos tiempo más
adelante para encontrar un lugar por donde subir.
—¿Está
segura? —le inquirió Indy, generándole una duda lacerante en el pecho.
—¡
Maldito seas, Jones ! ¡Tu dices ser el experto en catacumbas y túneles!...
—gritó histérica.—¿Por qué me haces esto?... ¡¿ Por qué me haces esto ?! ¡Yo también estoy
cansada! ¡ Podrida de tener que aguantar y aguantarte!
Los
alaridos retumbaron en la cámara. Las palabras rebotaron como pelotas de goma de
un muro a otro, multiplicándose como las imágenes se multiplican ante un espejo.
Y, de pronto, un crujido los heló a todos.
Instintivamente miraron hacia arriba.
Sí, el
instinto no les fallaba.
El techo
abovedado se estaba rajando y pesadísimos adoquines de roca tallada empezaban a
caer desde lo alto, en una verdadera lluvia sólida.
—¡Santo
cielo! —exclamó Marcus horrorizado y estático en su lugar.
—¡
Vamos ! —aulló Indy, tirándolo por el codo y salvándole el pellejo de una
roca que caía.—¡ Salgan de aquí !... ¡ Corran !...
Apenas
tuvieron tiempo para zambullirse por la galería que descendía. Una décima de
segundo después, se sintió un ruido tremebundo y una nube de polvo y tierra
invadió el túnel en el que estaban.
La cámara
circular había desaparecido, tapiada por sus propias rocas.
Las
antorchas se apagaron y la oscuridad se devoró toda perspectiva.
ba
C
uando el encendedor de Indy
prendió por segunda vez el resto de la ropa que colgaba adherida a su palo /
antorcha, tenía el rostro transido por la rabia. Estaba a punto de explotar,
pero no podía correr el riesgo de producir un nuevo derrumbe.
—¿Hay
algún herido? —alcanzó a murmurar conteniendo el tono de voz.—¿Están todos
bien?—Miró hacia abajo, por la escalera, y vio a Marcus Brody reincorporándose,
aparentemente dolorido. A su lado, los especialistas alemanes, se apoyaban
contra los escalones tomándose las piernas que habían sido golpeadas por el
derrumbe. Florence Waverly, con las manos en su frente, se recuperaba del
impacto.—¿Alguno está malherido? —volvió a preguntar y recibió por respuesta
gestos afirmativos de sus colegas.
—¡Esto es
intolerable! —masculló Marcus, completamente cubierto de polvo, y ya de pie.—No
entiendo por qué nos tiene que pasar todo esto....
No hubo
respuesta. No la buscaba, pero el silencio que se abrió en esos segundos
anticipó una noticia terrible.
—Paú y
los dos muchachos no lo consiguieron —anunció Indy, contemplando la pared de
escombros que tenía detrás suyo.—Quedaron apresados en la cámara...
Nadie
agregó nada.
Nadie
podía agregar nada.
Un
sentimiento de culpa flotó en el ambiente y un dolor no articulado se adhirió a
la mirada de los sobrevivientes.
—Tenemos
que seguir... —comunicó, finalmente, Jones; y en silencio, prosiguieron la
marcha de descenso cual penitentes medievales.
Trescientos peldaños más abajo, la galería desembocó en un pasillo
muy grueso y despejado. Tenía una sola dirección y, a medida que avanzaban,
pudieron advertir cómo los muros laterales se separaban más y más, dándole al
espacio en donde desembocaba, una clara forma de embudo.
Entonces,
al final de recorrido, y sobre una pared de más de quince metros de alto que
cortaba el camino, vieron una gigantesca cabeza humana tallada en la roca.
Parados
ante ella, todos semejaban enanos.
—¡Por
todos los santos! —resopló Gütter perdiendo el aliento.—¿ Qué demonios es
esto?
Indy
quedó atónito. No podía creer lo que veía. Bajo la luz danzarina de las tres
antorchas, el adusto rostro negroide de una deidad, o rey desconocido, surgía de
las sombras.
La
escultura era ciclópea. Redondeada. Unos trece metros alto, por seis de ancho, e
incrustada contra la pared del fondo del recinto.
Sus ojos,
perfectamente redondos y de dos metros de diámetro, reflejaban una mirada
hierática, muy semejante a los blancuzcos ojos ciegos de los chamanes de la
tribu. La boca era una gruesa estela horizontal que rebasaba la superficie del
rostro, igual que los carnosos labios de los hombres de raza negra desbordan los
suyos; y por encima de ella, una nariz geométricamente triangular, con los
orificios nasales sumamente dilatados.
Era un
personaje salido del pasado. Un personaje anónimo. Una imagen perdida en la
bruma y oscuridad de esas galerías, por siglos y siglos.
|
20
BIOLUMINISCENCIA
— T iene un aire semejante a las
cabezas Olmecas, ¿no crees, Marcus?
Brody consideró
la pregunta de Indy y no tuvo más que asentir.
Efectivamente,
la inmensa escultura que tenía ante él guardaba profundas y significativas
semejanzas a los “ Baby Faces ” ( Caras de Bebés ) del arte
mexicano; colosales cabezas adornadas con cascos tallados, hechas en basalto y
descubiertas en la localidad de La Venta, estado de Tabasco. Pero los “ Baby
Faces ” olmecas, con sus dos metros de altura y seis de diámetro, eran sólo
una sombra diminuta y risible, frente a la majestuosidad e imponencia de esa
otra cabeza, tallada por artistas desconocidos en las entrañas de Karkar.
El profesor
Gütter caminó hacia la escultura y escrutó la pared que oficiaba de altar.
Treinta segundos después desvió la atención hacia Indiana Jones. Su mirada
denotó una manifiesta desesperación.
—Esto es un
callejón sin salida —reaccionó con pavor.—No hay de seguir avanzando.
Weiss y Waverly
se acercaron a la carota y la inspeccionaron, tocándola, palpando sus
rugosidades; tratando de ubicar una hendija o pasaje secreto a sus
costados.
—No hay caso,
doctor Jones —sentenció la chica, resignada.—Gütter tiene razón. Estamos
atrapados.
Indy se frotó
los labios. Observó el contorno de la cabeza con detenimiento. Finalmente,
ordenó:
—Apaguen las
antorchas.
—¿ Qué
?... ¿ Apagarlas ? —inquirió Florence con su tradicional e intolerante
tono de voz.—¿Por qué?
Jones le lanzó
una mirada furiosa, sin decir nada; y la muchacha obedeció sin chistar.
Cuando Marcus
apagó la suya, volvieron a ser devorados por las sombras.
—¿Qué estás
buscando, Indy? —le preguntó Brody por lo bajo.
—La
salida...—repuso éste con parquedad.
Los minutos
pasaron lentos; y el negro manto de la caverna los encegueció, como las máscaras
enceguecían a los aborígenes de la isla. Era imposible percibir nada; siquiera
la palma de una mano colocada a milímetros de los ojos. Estaban, literalmente,
en la boca de un lobo. Oscura, húmeda y llena de peligros.
Weiss pretendió
decir algo, pero Indy lo detuvo con un chistido.
—¡Silencio, por
favor! —manifestó cortante.—Miren todos en dirección de la estatua... ¿No
perciben algo?
La impresión fue
negativa. No se veía nada.
—¿Percibir qué?
—interrumpió Marcus
—Mira, Marcus.
Contempla la pared... ¿No ves una mínima luminosidad que contornea la
cabeza?
—Yo no veo nada,
Indy.
—Tampoco yo
—agregó Gütter.
—¡Pero, sí...!
Observen con cuidado. Allá, y allá...—replicó, sin que nadie pudiera ver en la
oscuridad sus gestos adrenalínicos .—En aquel ángulo inferior y en el
otro superior de la izquierda. ¡Hay una filtración lumínica!... ¡¿No la ven?!...
¡¿Ninguno puede verla?!
—Disculpe usted,
doctor Jones —retumbó la voz de Weiss—, pero considere que su exposición a la
máscara puede haberle acarreados disfunciones visuales...
—¡¿
Disfunciones visuales ?!—repitió con rabia.—¡Qué disfunciones visuales ni
ocho cuartos!—exclamó.—¡Hay una fuente de luz detrás de esa estatua!... ¡Prendan
las antorchas!
Y la luz se
hizo.
Si seguían
consumiendo ropa así, iban a terminar todos desnudos.
—Busquen mejor
por los bordes y protuberancias de la cara —ordenó Indy.—Esta maldita escultura
esconde una puerta. ¡Estoy seguro de ello!
La examinaron
minuciosamente.
La colosal
estatua estaba hecha en diorita blanca; una piedra durísima y muy difícil de
tallar sin las herramientas adecuadas. Era evidente que los artistas que la
habían engendrado eran maestros en su oficio.
—Acá no hay nada
—volvió a repetir Waverly, tras minutos de inspección.—No se detecta ninguna
corriente de aire. Todo está completamente sellado.
—¿Y esto qué
es?
Marcus, apoyando
una rodilla en el piso, señaló una laja adosada a un costado, casi al ras del
suelo.
La laja tenía
inscripciones, muy desgastadas por el paso del tiempo.
Indy se acercó
con prisa y las observó con interés.
—¡
Diablos ! —exclamó.—¡Es el mismo lenguaje que me mostró Sorensen en
Mulutuva! —Y recordó los símbolos que había memorizado en su huída
anterior.
—Si esto es
Naacal original —arguyó Weiss—, tendremos que tragarnos todas nuestras
prejuiciosas opiniones y considerar que el continente de Mu efectivamente pudo
existir.
—¡ Santo
cielo ! ¡ Es increíble ! —explotó Indy, repentinamente.
—¿Qué te sucede?
—preguntó Marcus, sobresaltado.
—¡No me lo van a
creer! —prosiguió Jones con la vista fija en el jeroglífico.—¡Puedo
leerlos!...
—¿ Eh
...? ¿ Cómo que puedes leerlos?
—¡Sí, Marcus!
¡Puedo traducir lo que dicen! —y sin explicar nada miró sorprendido la máscara
votiva que Brody aún cargaba. Los ojos de ambos se cruzaron. Una vez más, sin
decir palabra, se entendían en silencio
—Es la única
explicación... —murmuró un Henry Jones atónito.
—¡Me lleve el
Infierno! —clamó Marcus.—¿Y qué es lo que dice?
Indy deletreó de
a poco.
Los demás, lo
miraban como si hubiera enloquecido.
—“ Más allá
de mis ojos; más allá de mi sombra, los dioses te abrirán a la Vida ”
—tradujo Jones.—Eso dice...
—¡Poesía
subterránea! —soltó Florence.—¡Y salida de un hombre que perdió el juicio! ¡Qué
bello!...
Esa intervención
fue suficiente. La gota que colmó el vaso.
Indy giró sobre
sus talones y de una zancada alcanzó a la muchacha por el cuello, apoyándola con
fuerza contra un muro lateral.
—¡¿ Quieres
callarte de una vez por todas ?! —gritó, conteniendo los adjetivos
insultantes que pugnaban por salir de su boca.—¡¡ Cállate ,
maldición !! ¡¡ Cállate !!...
Florence Waverly
podría haberle hecho una llave y derrumbado fácilmente, estaba entrenada para
eso; pero prefirió dejar que la bronca de Jones drenara.
Brody se le
acercó por la espalda y tomándolo por los hombros lo separó de la chica.
—Indy, cálmate,
por favor...
El arqueólogo
dio media vuelta. Colocó sus brazos en jarra y tomó aire. Todos pensaron que
vendrían las disculpas del caso, pero eso no ocurrió.
Caminó hacia la
estatua. La miró de arriba abajo. Calculó su altura más aproximada y repitió
pensativo:
—“ Más allá
de mis ojos y de mi sombra ”... Pero aquí no hay sombras...A menos
que...
Su mirada se
iluminó de golpe. Avanzó hasta imagen. Giró. Apoyó sus talones bien pegados a la
pared y reinició una marcha rectilínea, dando largas zancadas, hasta contar
quince de ellas. Bajó la vista al suelo y... allí estaba.
Una baldosa de
piedra que nadie había visto por la escasa luminosidad del lugar, resaltaba en
medio de un piso por completo de tierra.
Miró a los suyos
y sin preámbulos apretó la baldosa con su pie derecho.
Ésta se hundió
con facilidad y un chirrido agudísimo obligó a que todos se taparan los
oídos.
Cuando Indy
volvió a girar hacia la estatua, ésta se había deslizado medio metro hacia
atrás, permitiendo observar una salida sobre el costado izquierdo.
Había encontrado
“ la puerta de los dioses a la vida ”.
ba
N
o bien terminaron de atravesar el pasadizo
secreto de la estatua, una escalinata tallada en la roca misma de la montaña los
obligó a iniciar un pesado y pronunciado ascenso.
Los peldaños
estaban desgastados, como si en el pasado miles de personas hubieran subido y
bajado por ese lugar a lo largo de mucho tiempo. Se combaban en la parte media y
brillaban cual canto rodado. A sus dos lados, los muros de mampostería se
volvían más y más rústicos a medida que ganaban altura, hasta el punto en que,
las viejas lajas que antes los cubrían, desaparecían; dejando la roca natural a
simple vista. Cuando eso ocurrió, Indy y los suyos comprendieron porqué las
antorchas empezaban a ser inservibles y no valía ya la pena tenerlas
prendidas.
Podían ver. Una
claridad extraña les permitía avanzar sin la necesidad de la luz del fuego
consumiendo sus prendas.
—¡Bioluminiscencia! —exclamó Jones, señalando un sector de la
pared, desnudo de toda losa decorativa.—Observen... La producen esos musgos
adheridos en los muros.
—¡Increíble!
—expresó Weiss, levantando la mirada.—Siempre pensé que esto había sido una
fantasía producto de la imaginación de Julio Verne...
Efectivamente,
el célebre novelista francés hacía mención de ella en su novela “ Viaje al
centro de la Tierra ”. Pero lo que los nuevos exploradores admiraban en ese
instante, sobrepasaba todas las expectativas literarias del prolífico novelista
galo. El musgo, que cubría por doquier paredes y techos, resplandecía con una
tonalidad verdusca muy suave y monocorde. A Marcus le recordó la luz de algunas
de las vitrinas de su museo en Nueva York.
Indy no se había
equivocado. Existía claridad por detrás de la gran cabeza de quince
metros.
—Ahora comprendo
cómo pudieron construir estas galerías a esta profundidad —arguyó Gütter,
fascinado con el espectáculo.
ba
V
arios cientos de peldaños más arriba, uno nuevo
corredor, llano y empedrado, se abrió antes sus ojos. Llevaba dirección noroeste
y eran tan largo que daba la impresión de no terminar nunca.
—Al menos ahora
no tendremos que esforzarnos por seguir subiendo escaleras —dijo Jones y le
imprimó más potencia a sus pasos. Marcus, Gütter, Weis y Florence Waverly lo
siguieron sin hacer comentarios.
Caminaron
durante cuatro horas sin descanso.
Estaban
exhaustos. La diminuta cueva del principio se había convertido en kilómetros de
túneles y pasajes subterráneos, que parecían interminables. La escasez de
oxigeno se hizo notar con el cansancio; junto a una sensación claustrofóbica que
todos intentaban combatir sin pensar demasiado en ella. Además, el temor de ser
emboscados convertía la exploración en un mar de ansiedades y angustias
contenidas. ¿Quién había dicho que no existía otra entrada? ¿Y si los miembros
de la tribu los asechaban unos metros más a delante? ¿Qué encontrarían al final
de ese túnel bioluminiscente?...
Indy se sentía
como un topo, como un armadillo recorriendo su madriguera; sucio, pesado y
pensando qué demonios era lo que se extendía por encima de su cabeza.
—¿A qué altura
de isla suponen que estamos? —preguntó, mirando el techo.
Nadie respondió.
Sólo Marcus Brody movió los hombros, indicando su absoluta ignorancia. Ya no
tenían fuerzas ni para hablar.
Tres horas más
tarde, la galería empezó a estrecharse. Las paredes se acercaron de tal modo que
se hacía imposible marchar de a dos y la “ Gran Vía ” por la que andaban
se convirtió en un callejón tortuoso, angosto e incómodo. Indy estaba agitado
como todos los demás, pero intuía que no ya no debía faltar mucho. No porque
tuviera un cronómetro o metro especial, sino porque la brisa, densa y pegajosa
que los acompañaba desde hacia rato, era diferente.
En fila india
siguieron avanzando.
Jones, Marcus,
Weiss, Florence y Gütter.
Sortearon una
cámara muy pequeña, repleta de huesos de animales, desperdigados por el suelo.
Eran ratas, murciélagos y otras alimañas desconocidas, que unían sus osamentas
desprolijamente, como si fueran las piezas de varios rompecabezas, mezclados por
los caprichos de un niño.
Avanzaron
más.
El techo de la
galería bajó casi hasta tocar sus cabezas y el musgo bioluminiscente
desapareció. Aún así, una tenue claridad permitía distinguir la ruta.
Apuraron el
paso.
El ambiente se
volvió más cálido y un sonido familiar a todos se coló por entre las
rocas.
Aceleraron más
la marcha.
Una vez más, ese
sonido conocido. Pero ahora, acompañado por otros similares, formaban un
coro.
Estridente,
alegre, identificable.
Era
pájaros .
De pronto, tras
un recodo, un hilo potente de claridad trepanó las sombras grises del
pasadizo.
Indy olvidó su
dolor de piernas y trotó, sorteando las piedras desprendidas que descansaban en
el piso.
Trastabilló.
Se recompuso y
siguió su marcha hasta el manojo de ramas y hojas que tapaban una grieta.
Las corrió y los
rayos del sol amanecido bañaron su cara.
Habían encontrado la salida.
|
21
LOS COMANDOS DE BRODY
N o
bien atravesaron la grieta hacia el exterior, buscaron en las inmediaciones unos
pastos mullidos y, dejando las argumentaciones para más tarde, los cinco se
echaron a dormir. Y no tardaron en conciliar un profundo y reparador sueño.
Estaban exhaustos y la comodidad no circulaba por entonces en sus mentes.
Simplemente, se tiraron al suelo y durmieron.
A media mañana,
Indy fue el primero en despertarse. Secó la transpiración de su frente y, con
dificultad, se puso de pie.
Estaban sobre un
promontorio no muy elevado. Selvático, cubierto de follaje y cercano a una
costa.
Se desperezó
mientras oteaba el panorama y, entonces, se percató de que algo no estaba bien.
Una extraña sensación de desorientación lo confundió. Era como si le hubieran
cambiado el decorado a un actor, sin avisarle nada, en plena escena.
Observó mejor el
paisaje.
Abajo, una
playa.
Más allá, un mar
brumoso y un grueso canal, que llevaban las olas hacia la orilla.
Mucho más allá,
el contorno abruptamente montañoso de una isla cercana y conocida.
Karkar .
Jones quedó
estupefacto. Se rascó la nuca y calzó el Fedora .
—¿Te das cuenta?
Pasamos de una isla a otra por debajo del océano. Estamos en Nueva
Guinea.
Indy giró
sorprendido al oír el comentario que venía de su espalda.
Marcus Brody,
con el cabello revuelto y oscuras ojeras en sus párpados inferiores, acababa de
levantarse.
—¿No es
increíble, Indy?
—Sí que lo es...
—respondió el arqueólogo mirando la ínsula Karkar, a lo lejos.
—Tuvimos suerte.
Hasta conseguimos una máscara y todo —exclamó Marcus.— ¡Deja que el “viejo
Henry” se entere de esta aventura! —rió.
—¿ Papá
?...Seguramente refunfuñará, llamándote la atención... “Que ya no estás para
estos trotes; que es peligroso para un hombre de tu edad; que soy un
irresponsable al traerte...”. ¡Ya lo conoces!
Marcus asintió
en silencio. Carraspeó y colocó una mano sobre el hombre de su pupilo
—Indy —dijo con
voz algo quebradiza—, quiero agradecerte todo esto.
—¿Agradecerme?
—inquirió Jones.—¿A correr riesgos impensados en tu museo?
—No; a darme
cuenta de que todavía soy capaz de hacer cosas que creía habían quedado en mi
pasado más remoto.
—“ La
necesidad tiene cara de hereje ”, Marcus. No olvides eso. Además —dijo
palmeándolo suavemente—, aún eres un hombre joven ... —y lanzó una corta
carcajada.
—Sabes que no es
cierto —respondió Brody con otra sonrisa.
—Así todo, te
has desenvuelto muy bien. No tengo quejas.
—Las tendrás
cuando regresemos a Barnett.
—¿Por
qué?
—Voy a solicitar
tres meses de descanso con goce de sueldo y tú deberás hacerte cargo de la
dirección provisional del museo.
Indy se
sonrió.
En eso, el ruido
de unos pasos sobre el pasto hizo que ambos voltearan.
Era Isaías Weiss
y estaba evidentemente nervioso por algo.
—Doctor Jones
—dijo con cierta agitación—, ¿vio usted lo que hay del otro lado?
Indy volvió a
sonreír y señaló hacia el mar.
—Sí, es la isla
de Karkar...
—No, Jones. No
hacia allá—exclamó—. ¡Hacia otro lado del risco! Abajo. ¡Venga!...
Volvieron sobre
sus pasos. Sortearon los cuerpos aún dormidos de Gütter y la chica, y Weiss
extendió su dedo índice en dirección de un pequeño valle, doscientos metros por
debajo del nivel en el que estaban.
Una ola de
miedo, estupor y furia recorrió cada una de las fibras de Indiana Jones.
No podía creer
lo que veía.
¡ No era
posible !
“¡
Maldición ! ¡ Mierda !”...
La suerte de la
hablaban hacía minutos desaparecía por el resumidero de un destino que parecía
no querer darles respiro.
Efectivamente,
allá abajo, con toda la parafernalia propia de ellos, un campamento de nazis
desplegaba sus reales.
ba
E l
acantonamiento alemán estaba ubicado en un lugar estratégico; protegido por la
costa selvática de la miradas australianas, que en teoría ejercían su soberanía
en la isla de Papúa.
No era muy
grande, ni estaba demasiado poblado. Por lo que podía verse desde el
promontorio, el número de soldados no excedía la docena y cuatro eran las carpas
de campaña que se movían rítmicamente por la brisa del valle. No había ningún
rodado, auto ni camión. Sólo una batería de artillería antiaérea, de gran
calibre, pero fácil de transportar, brillaba negra, pulida, bajo los rayos del
sol.
Indy seguía sin
poder creer lo que ve observaba.
Volteó sobre sus
talones y regresó al sitio en donde el resto del grupo descansaba. Marcus y
Weiss lo imitaron en silencio. Despertaron a Florence y al doctor Gütter, y
pasaron a explicarle la situación.
—Creo que llegó
el momento de que nosotros tomemos la iniciativa —sentenció por último.
—¿Qué propone,
doctor Jones? —preguntó Weiss.
—Sorprenderlos.
Caerles de sorpresa, desarmarlos y pedir ayuda al Comando de la Marina
Australiana.
—¡Es imposible!
—exclamó Gütter.
—¿Imposible?...—repreguntó Indy.—¿Por qué? No son muchos... y
nosotros contabilizamos cinco. Además, la señorita Waverly vale por tres o
cuatro hombres a la hora de repartir golpes. No me parece que la desventaja sea
muy grande.
—Por otro lado
—agregó Florence, condescendiente por vez primera—, contamos con el elemento
sorpresa. Esos idiotas ni se imaginan que podamos estar acá... Creo que tenemos
buenas posibilidades de éxito.
—Y un arma
secreta... —agregó Jones, señalando la máscara ritual.
Todos se
sorprendieron. Habían olvidado por un minuto ese detalle.
—No le
recomiendo que vuelva usarla, doctor —intervino prestamente Weiss.
—Es peligroso,
Jones —convalidó Gütter.—Está corriendo muchos riesgos. Puede que quede
completamente ciego. ¿Qué sabe usted si una dosis más de eso no lo queme
las retinas?
Indy
dudó.
—En ese caso, yo
usaré la máscara —prorrumpió Marcus Brody con firmeza.
—¡No permitiré
que lo hagas!—le exclamó el arqueólogo, moviendo su mano derecha
negativamente.—¡No!...
Marcus caminó
pesadamente hasta su lado.
—Indy,
escúchame... —dijo.
—¡No, Marcus!
¡No! ¡Me niego rotundamente!
—Indiana...
óyeme, por favor —insistió con calma y determinación.—No te estoy pidiendo
permiso, ¿entiendes? Es mi decisión. Quiero colaborar con ustedes.—Miró a todo
el grupo y siguió:—Yo ya no sirvo para batallas campales. Reconócelo, Indy:
¡estoy viejo!... Nunca podré derrotar siquiera a un soldado con mis puños. Weiss
y Gütter son hombres fornidos todavía, puedes contar con ellos; y por más que me
digas que no soy un estorbo, así me siento en este momento.—Hizo un impasse y
remató diciendo:—Voy a colaborar usando la reliquia. Además..., siempre quise
saber qué se siente ver el mundo a través de los ojos de esos bastardos
nazis.
Indy suspiró,
insatisfecho. La ironía de Brody no le causó gracia alguna.
—¿Hay alguien
que se le ocurra otra cosa? —intervino finalmente, frunciendo el seño.
ba
R esbalaron con cuidado y sigilo hasta la base misma del peñón,
escondiéndose de la atención de los soldados alemanes. Ya en terreno llano, se
ubicaron detrás de una roca muy grande, a escasos metros del claro del
campamento, y observaron con cuidado cuál era la situación general en el
mismo.
—Aquellos tres
de la derecha —susurró Florence—, son míos. Esperen a que los saque del juego
para actuar.—Miró a Marcus y dijo:—Le concedo los honores, doctor Brody.
Adelante...
El viejo curador
actuó sin pensar demasiado: levantó la máscara por encima de su cabeza y se la
calzó. Sus cuatro camaradas de aventuras lo observaban fijamente.
Tal como le
había sucedido a Indy, en un primer momento no experimentó nada extraordinario;
pero pasados unos minutos las cosas adquirieron un matiz fuera de lo común.
Cuando menos lo imaginó, Marcus Brody estaba mirando a Marcus Brody, desde la
perspectiva de Indy Jones.
—¡Jesús, María y
José!...—profirió, con voz ahogada.—¡Estoy mirando a través tuyo, Indy! ¡Me
estoy viendo!...
—Ya me estoy
dando cuenta de ello —le respondió el arqueólogo, sintiéndose algo mareado y con
débiles destellos de luces, chisporroteos, por delante de sus córnea.—Trata de
enfocar la atención en los soldados, hacia allá... Inténtalo.
Florence Waverly
se preparó y apartó del grupo.
Brody dirigió el
par de diminutos orificios de la máscara hacia los tres nazis. Centró su
atención en los soldados y quedó estático por un tiempo.
—Están
distraídos —dijo.—Se miran y charlan entre ellos. Tienen sus metralletas con el
seguro puesto...No podrán disparar a menos que los quiten. Y eso lleva
tiempo.
—Suficiente para
que Waverly actúe —repuso Gütter.
—¿Qué más puedes
ver? —intervino Jones.—Prueba un poco más allá... ¿Tienes acceso a las miradas
de los que están algo más lejos?...
—... Sí...
Espera.. Quiero determinar bien quien....¡Oh, oh...!
—¿Qué pasa?...
¿Te sientes mal?
—¡Escóndanse!...
¡Bajen las cabezas!...—ladró.—¡Oh, diablos!...
—Marcus, ¿qué
pasa? —insistió Indy, pegándose contra la piedra.
—Alguien estaba
mirando hacia acá. Y lo peor del caso es que acabo de ver claramente dos cabezas
ocultarse detrás de una roca... ¡De esta roca!... Creo que nos
descubrieron.
En ese preciso
instante, Florence Waverly —unos veinte metros más a la derecha del grupo— saltó
sobre el primer soldado alemán.
Un golpe en la
nuca. Otro sobre la base de la columna vertebral y la primer víctima quedaba
fuera de combate.
Con una firme
patada hacia la arriba llegó al mentón del segundo individuo, antes de que
apretara el gatillo. Grogui, se tambaleó, y cayó hacia atrás.
Una media
vuelta, a la velocidad de un rayo arremolinado, bastó para estrellar su talón
derecho en la boca del estómago del tercero.
Florence se
detuvo marcialmente. Adoptó una típica postura de karateka al acecho y cuando
advirtió que nadie se le acercaba enceguecido a matarla, levantó del piso las
tres metralletas de los soldados inconscientes.
En ese mismo
minuto, Indy se lanzaba contra dos jóvenes nazis, distraídos momentáneamente por
el despliegue físico de la muchacha.
Bastaron dos
trompadas bien dadas, con las manos cerradísimas y los nudillos hechos de hierro
por la tensión, para dejar al par desparramados en el suelo.
Ya tenían las
armas suficientes para resistir. Pero antes de que Florence e Indy pudieran
repartirlas, una lluvia de balas empezó a caer sobre ellos.
—¡Abajo! —gritó
Marcus, viendo a Indy y el resto desprotegidos.—¡Nos están observando desde
aquel ángulo de la izquierda!... ¡Y desde allá también!... ¡Es un
francotirador!... ¡¡ Indiana, cuidado !! ¡¡ Te tiene en la mira
!!...¡¡ Tiene tu cabeza !!
Fue sólo una
cuestión de décimas de segundo.
Indy sacudió el
cuello a un costado, torciendo su cabeza con lo haría un estereotipado bailarín
tailandés, y el proyectil del francotirador le rozó la oreja izquierda,
impactando contra la piedra que creía lo resguardaba.
—¡Gracias,
Marcus! —exclamó y, repartiendo las metralletas capturadas, contestaron la
agresión con una balacera aún más violenta.
La Segunda
Guerra Mundial parecía haber llegado a la costa de Papúa Nueva Guinea.
ba
E n
principio, y de acuerdo a las primeras estimaciones, quedaban activos siete
soldados SS, de la docena inicial; más o dos tres dentro de las carpas y fuera
del alcance de la vista de Indy y su grupo. Cinco descansaban el sueño de los
vencidos, desparramados en el pasto crecido alrededor del campamento. Por lo
tanto eran esos siete restantes los que ocupaban la atención de Marcus
Brody.
Siete
hombres.
Siete
perspectivas.
Siete maneras
distintas de observar, de apuntar, de combatir.
Siete ángulos
desde donde verse a sí mismo y a los demás, con un solo objetivo: evitar ser
alcanzados por los proyectiles que disparaban.
—¡¡ Weiss,
abajo !! ¡¡ Gütter, a la derecha !! ¡¡ Indy, escóndete !!
¡¡ Waverly, cuidado con tu brazo, se asoma demasiado !!...
Jamás Indiana
Jones había visto a Marcus tan activo, tan ajeno a su característica parsimonia
de museólogo. Su docente y amigo actuaba rápido. Las advertencias llegaban justo
a tiempo y se adelantaba al ataque de los nazis, yendo unos segundos por delante
de sus actos.
La capacidad
para “ver” con la máscara le otorgaba posibilidades inimaginables. Por lo
pronto, ganar ventajas comparativas muy interesantes en pleno combate.
—¡Marcus, lo
intentaré ahora! —gritó Jones desde su refugio, al tiempo que le dirigía a su
amigo una mirada extrañada. En verdad era patéticamente ridículo verlo con su
camisa y pantalones, rotos y sucios, portando un adefesio estético tan lejano a
su cultura y personalidad.
—¡Ya!... ¡Ahora
que nadie te observa! —respondió sujetándose la máscara.
Indy corrió en
zigzag hasta la pieza de artillería y buscó refugió por detrás de ella. Oteó el
campo de batalla justo en el momento en que dos soldados SS eran alcanzados por
mortales descargas, en el pecho.
¿ Quién había
sido el afortunado tirador ? ¿ Weiss, Gütter o la sensual agente del
servicio Secreto ?... Eso no importaba en ese momento. Tenía la carpa de la
radio a sólo quince metros y la imperante necesidad de correr frenéticamente
hacia ella.
Amartilló su
metralleta y empezó a tirar sin apuntar, sin pretender conscientemente de dar en
algún blanco específico.
Se estaba
cubriendo a sí mismo.
Un segundo
después se lanzó a la carrera.
Las balas
enemigas chisporrotearon alrededor suyo, siguiéndolo, como el fuego sigue un
reguero de pólvora. Entonces, cuando intuyó que la ráfaga estaba a punto de
alcanzarlo, pegó un salto hacia delante. Voló extendiendo su cuerpo y cayó de
costado, girando como un rodillo de amasar, hasta alcanzar unos cajones altos de
madera, repletos de provisiones; colocados en la puerta misma de la
carpa.
Se arrodilló y
siguió disparando.
—¡Le di a
uno!—vociferó Gütter, exaltado por la ola de adrenalina que lo embargaba.—¡Le di
a uno de esos malditos nazis!...
Florence
Waverly, echada junto a él contra un árbol, lo miró frunciendo las cejas.
—¡Deje de
felicitarse, doctor!—le gritó.—¡Siga disparando!—En tanto Weiss, rociaba de
plomo las líneas enemigas.
Entre tanto,
para Marcus Brody el enfrentamiento había adquirido un tinte sumamente
original.
Podía ver
perfectamente el escenario desde distintos ángulos y a la distancia; y
sospechaba que era ésta la que le impedía saturar con colores, náuseas, dolor de
sienes y mareos a sus agresores. Además, cambiar la perspectiva a partir de la
posición que cada uno de los soldados tenía en el campo, resultaba ser no sólo
fácil sino fascinante. Bastaba parpadear para conseguirlo; y con cada “
click ” de sus ojos controlaba sucesivamente a los SS, uno por vez.
También veía lo
que sus colegas de aventura; y por un momento, recordando alguna de sus antiguas
lecturas sobre mitos y leyendas, creyó saber qué se sentía ser un Dios.
ba
I ndy
no perdió tiempo.
Ingresó en la
carpa y manipuló el radiotransmisor con seguridad y presteza. Esperaba tener más
suerte que en la última oportunidad.
—Aquí el doctor
Henry Jones, desde isla Papúa—dijo agitado—, adelante, cambio...
—...
—Aquí Henry
Jones, desde isla Papúa, enfrente de Karkar —repitió.—¿Alguien me copia?
Cambio...
Esperó unos
segundos. Necesitaba una respuesta e iba a conseguirla.
—No sé si me
escuchan...Pero tengo que informar la presencia enemiga en el lugar. Hay
alemanes, nazis, violando la soberanía australiana. Mayday ...
mayday ... Esto es un pedido de auxilio, Cambio...
Desde el
exterior llegaban los ruidos de los disparos y, de tanto en tanto, un proyectil
atravesaba la lona de la carpa dando contra las estanterías de la
habitación.
—Comando
naval... ¿me oye?...—proclamó, carcomido por la ansiedad.
Se sintió un
crujido...
Un
siseo...
Y, por último,
un sonido gutural salió por el parlante. Entrecortado al comienzo.
—...copiamos...mal... ero...chamos............... tente frecuencia
295.8...cambio...
¿Frecuencia
295,8?... ¡¡Lo estaban recibiendo!!
Movió un dial
hasta esa numeración y volvió hablar por el micrófono.
—Acá el doctor
Henry Jones, desde Papúa... ¿Me copian mejor? Cambio...
— Lo oímos
doctor. Lejos, pero con claridad. ¿En donde dice que está? Adelante. Cambio
.
El corazón de
Indy dio un brinco de alegría.
—Soy miembro de
una expedición americana en la zona. Estamos en peligro, siendo atacados por
alemanes en la costa de Papúa, Nueva Guinea, a la altura de la isla Karkar...¿Me
copian? Cambio.
—...
Perfectamente doctor. Pero, ¿informa que está siendo atacados por alemanes?
Cambio .
—¡Afirmativo!...
¡Alemanes! ¡Todo un destacamento!... ¡Tienen que mandar refuerzos a esta
zona!... Cambio.
Los siguientes
diez segundos fueron tan largos como permanecer diez minutos sin aire bajo el
agua.
—¿Comando naval,
me oye? Cambio —insistió Indy.
—Si,
doctor... Lo oímos bien....
Y, nuevamente,
silencio radial.
Un ráfaga de
metralleta pasó zumbando por encima del sombrero fedora de Jones.
Indy hizo cuerpo
a tierra, sin soltar el comunicador. Empezaba a ponerse nervioso.
—¡Mierda,
Comando Naval!....—ladró exasperado.—¡Respondan!... ¡Estamos en peligro de
muerte!...
Entonces ocurrió
algo que ni en la más afiebrada imaginación se le había cruzado por la
cabeza.
— Escúcheme
con atención, doctor Jones —dijo el operador de radio. —Tienen que
abandonar ese lugar de inmediato... ¿Me entendió? ¡De inmediato...! Cambio
.
—Pero... ¿Me
están tomando por idiota? —gritó Indy fuera de sí.—¡Claro que tenemos que salir
de aquí! ¡Por eso los llamo!... ¡Necesitamos su ayuda, maldito imbécil!
La estática
volvió a interrumpir momentáneamente la comunicación.
Ocho balazos
después, la charla se recompuso.
— Doctor
Jones —repitió la voz metálica por el parlante—, si permanecen es ese
lugar están en gravísimo peligro. No podemos acercarnos a la zona. No podemos
mandar a nadie a ese lugar .—Indy no salía de su asombro.— Escuche con
atención —prosiguió el australiano.— La oficina de sismología de las
islas Marianas informó de un terremoto submarino hace dos horas con epicentro en
el océano Pacifico, a 400 kilómetros del norte de la costa de la isla Karkar. La
intensidad ha sido de 8.4 en la escala de Richter y ha producido una ola gigante
que se dirige hacia ustedes... En menos de dos horas ese muro de agua impactara
contra la costa, cayéndoles encima. ¿Me comprende, doctor Jones?... ¿Doctor
Jones, está usted ahí?...¿Doctor Jones?.......
|
22
REGALO DE DESPEDIDA
P
estañeó con fuerza y cambió en un santiamén de
una mirada a otra.
La de ese
soldado SS le indicaba que el nazi estaba sentado, oculto detrás de un roquedal
vecino al campamento y con una profunda herida abierta en su pierna derecha.
Sangraba mucho. En poco tiempo más estaría impedido de seguir resistiendo, pensó
Brody.
Pestañeó otra
vez.
Ahora veía el
promontorio no muy elevado en el que él mismo estaba; y las relampagueantes
descardas que, desde la base, partían de la metralleta de Florence
Waverly.
Un segundo
después, reparó en dos brazos con sus tendones crispados y venas hinchadas. Un
par de manos, apretujando el soporte de una metralleta alemana, dirigían el caño
del arma en su propia dirección. Desde lejos, escuchaba el traqueteo de sus
tiros tratando de dar en el cuerpo de sus colegas escondidos, o en el suyo
propio.
Cerró y abrió
los ojos nuevamente.
Marcus
experimentaba una sensación parecida a la de cambiar el dial de una radio,
saltando de una emisora a otra. La única diferencia notable era que esas
“emisoras” estaba instaladas en los ojos de sus enemigos nazis.
Vio el
campamento desde lejos. Lo observaba desde una ángulo que supuso era el de
Gütter. La lucha se calmaba y la balacera se volvía más y más ocasional.
Chasqueó otra
vez los párpados, pero en esa ocasión hubo algo que lo desconcertó.
“¿ Quién era
ese personaje que veía arrodillado, de espaldas y con algo estrafalariamente
horrible sobre sus hombros ?...
Tardó demasiado
en reconocer su propia camisa por debajo de la máscara y, para cuando quiso
reaccionar, sintió como le pegaban un tremendo palazo contra el lado izquierdo
de su cabeza.
Antes de perder
momentáneamente el conocimiento, se vio a sí mismo caer contra el suelo.
ba
I
ndy oyó tres descargas más de metralla.
Esporádicas, separadas unas de otras. Casi tímidas.
¿ Habían
tomado finalmente el campamento con éxito ?
Se asomó por la
puerta de la carpa y echó una ojeada precavida.
Todo estaba en
silencio. Ni un alma. El campamento nazi era un pueblo fantasma.
A unos metros de
él, observó el cadáver acribillado de un soldado.
Dirigió su
atención hacia el cerro del que había bajado. Entonces, escuchó el grito.
—¡¡Salga de
donde se encuentra, doctor Jones!! ¡¡ Con las manos en alto !!
La vos provenía
del lugar en el que había dejado a Marcus. Elevó la vista y los vio.
Eran tres
siluetas perfectamente identificables. Marcus estaba en el centro, tomado desde
atrás y con una pistola Lüger apretada contra la sien derecha. Las otras dos
figuras correspondían a las de Emmanuel Sorensen y el coronel Helmut
Heinder.
—¡¡Salga ahora
mismo, Jones, o le vuelo a su amigo la tapa de los sesos!! —exclamó el
sueco.
Indy recordó esa
frase remanida. “ Maldito ”, se dijo. ¡ Qué tonto había sido ! Su
mayor error en esa aventura era no haber matado a Sorensen a bordo del
Wotan .
Tiró su
metralleta muy lejos y abandonó el interior de la carpa, con los brazos en
alto.
—¡Acá
estoy!...
—¡Muy bien,
doctor Jones! —contestó Sorensen con sarcasmo.— Ahora, ordéneles a sus otros
colegas que se rindan y salgan de donde están.
Indy obedeció y
al cabo de unos minutos, por turnos, Weiss, Gütter y Florence Waverly se fueron
haciendo visibles, con las manos sobre sus cabezas.
Se entregaban
teniendo la batalla prácticamente ganada. Eso era lo que más rabia les producía.
Una rabia mezclada con el temor y la ansiedad de no saber qué pasaría
ahora.
Sorensen,
Heinder y Brody bajaron hasta el centro del campamento. Venían sin custodia;
pero al cabo de unos minutos, mientras descendían del promontorio, tres soldados
SS, sobrevivientes del ataque, hicieron acto de presencia, desalineados y
agitados.
Indy dio unos
pasos hacia Brody y lo sostuvo, cuando el sueco lo tiró con fuerza hacia
delante.
—Aquí tiene a su
amigo el brujo, doctor Jones —dijo secamente.
Recostó a Marcus
en el suelo y le abrió el cuello de su camisa. Un hilo de sangre le caía desde
el oído derecho.
—¿Cómo te
sientes? ¿Te hicieron mucho daño? —preguntó el arqueólogo, bajo la mirada atenta
de los soldados que acababan de llegar.
Marcus murmuró
algo, muy por lo bajo.
—¿Qué dices?
—repreguntó Indy, acercándose a su amigo.
—Que estoy muy
dolorido...y mareado —contestó; y abrió los ojos.
Fue entonces
cuando Indy Jones quedó atónito al verlos.
Las dos pupilas
de Brody eran rojas como las de un albino.
—¡ Santo
Dios !—exclamó Jones sobresaltado.
—No es nada que
no hubiéramos previsto, Indy —replicó Marcus, tomándolo del brazo con gesto de
tierna amistad.— Estoy ciego .
Heinder, en
tanto, observaba con reverencial cuidado la máscara que tenía sosteniendo en la
mano.
ba
P
or primera vez, desde que tenía la desgracia de
conocerlo, Indy vio como Emmanuel Sorensen prendía un cigarrillo y le ofrecía
una pitada.
—Gracias, no
fumo —informó el arqueólogo, destilando rabia desde la incómoda postura que
tenía, estaqueado de brazos y piernas en el piso.
—Hace muy bien
en no fumar, doctor Jones —satirizó el sueco, mostrándole el cilindro de papel
encendido.—Esta porquería va a terminar matándome.
Indy no pudo
contener una sonrisa nerviosa. Movió su cabeza hacia un costado y se dio cuenta
de que si no hacía algo al respecto todos iban a morir en esa isla; y no
precisamente por efectos de la nicotina.
Marcus,
Florence, Weiss y Gütter estaban estaqueados, igual que él, uno al lado del
otro. Sus manos y pies, fuertemente aprisionados por tensas sogas, se acercaban
de tal forma que, vistos desde arriba, el grupo de prisioneros semejaba una
larga tira de monigotes de papel, recortados por un niño travieso. Sogas y
estacas de madera los mantenían de espalda contra el suelo. Dadas las
circunstancias, no podían estar en peor situación.
Heinder caminó
marcialmente hacia Indy. Se detuvo junto a su cabeza; bajó la vista; lo miró y
expandiendo su blanca dentadura dijo:
—Doctor Jones,
quiero personalmente agradecerle el esfuerzo que ha hecho para conseguirnos esta
máscara. No lo hubiéramos logrado sin usted.
Sorensen, a su
lado, lanzó una carcajada.
—No se alegre
demasiado —reaccionó el arqueólogo.—En pocas horas más tendrán sobre ustedes
toda la flota aliada. No podrán salirse con la suya.
—¡Oh, qué
terror! —exclamó Sorensen, sobreactuando un gesto teatral y sarcástico.—¡Estamos
temblando!...
Heinder volvió a
sonreír. Sacudió la cabeza negativamente, de un lado a otro, y al tiempo que
daba vuelta en dirección a las carpas, agregó:
—Vamos,
Emmanuel. Es hora de marcharnos. Ya tenemos lo que queremos y si este pobre
diablo pudo hablar con los australianos, es conveniente que lleguemos a Mulutuva
lo más pronto posible. Krugermmayer se alegrará de vernos con este “regalito” de
arte local —y movió la máscara que aún tenía en su mano.
Sorensen
asintió.
—Tienes razón,
pero antes de partir quiero hacerle a nuestros amigos un pequeño presente de
despedida y agradecimiento.—Heinder lo miró sorprendido.—¡Soldado!—gritó el
sueco a uno de los SS que embalaba en una cajón una serie de provisiones
sobrevivientes de la balacera.—¡Tráigame ese bidón color naranja que tiene
ahí!...
¿ Bidón color
naranja ?...
Indy no pudo
contener su curiosidad. Buscó con angustia ese maldito recipiente. Nada bueno
podía contener en su interior. La morbosidad de Sorensen era una inagotable
fuente de sorpresas.
Y no se
equivocó.
—Muy bien,
señores —dijo Sorensen con el envase en la mano—, aquí tienen ustedes el
catalizador de sus muertes: melaza .—Weiiss frunció el ceño sin
entender.—Sí, mi amigo —le aclaró el sueco—, melaza . ¡Y bien dulce!...
Quiero que sus amigos australianos encuentren sus huesos bien limpios.
Heinder, que ya
se marchaba, giró tan sorprendido como los prisioneros.
—¿ Qué
vas a hacer?... —preguntó sonriendo.
—¿ Yo
?... Yo, nada... Las voraces hormigas locales serán las responsables del
trabajo. ¡Adoran la melaza! —y lanzó una carcajada que retumbó en todo el
valle.
Acto seguido,
abrió el bidón y cuidadosamente vertió su contenido sobre cada uno de los cinco
prisioneros, retenidos contra el piso.
—¿No es una
forma dulce de morir?...—dijo, disfrutando anormalmente de la situación.
—¡Sorensen,
vamonos de aquí! —reclamó el coronel alemán.—La lancha nos espera. No perdamos
más tiempo.
El sueco los
miró y se despidió con una reverencia.
—Caballeros...
Señora...
|
23
TSUNAMI
Y a sea por explosiones volcánicas, como la del Krakatoa en 1883;
deslizamientos de tierra submarina, producto de un terremoto, como el ocurrido
en Japón hacía sólo seis años; o caídas de rocas a bahías o costas, las
posibilidades de que se genere un tsunami son prácticamente inevitables.
De origen
japonés, la palabra tsunami refiere a ondas de agua de gran longitud, que
alcanzan cientos de kilómetros de largo y muy poca altura en la zona en donde se
generan. Se propagan a gran velocidad, alcanzando con rapidez cientos de
kilómetros por hora y empiezan a ganar altura a medida que se acercan a la costa
y la profundidad del fondo marino disminuye. En ese momento, las longitudes de
onda se acortan y su energía se concentra aumentando su elevación. Las olas
resultantes son monstruosas, ominosas, destructivas.
Una de esas olas
se acercaba a Papúa Nueva Guinea.
—¡¿ QUÉ
?!...
La pregunta de
Leonard Gütter, más que una pregunta fue un alarido de angustia
incontenido.
—Lo que acaba de
oír, doctor—respondió Jones—. En poco menos de una hora, una ola de proporciones
descomunales se abatirá sobre esta isla... Tenemos que desatarnos y buscar
refugio en el interior, de algún modo.
—¡Es imposible!
¡Maldita sea! —exclamó Florence arqueándose como un gato contra el piso.—Estas
sogas son demasiado fuertes para que se rompan con la sola fricción, o tirando
de ellas.
—¡Oh, Dios
Santo!—prorrumpió Weiss resignado, mientras la melaza que lo cubría se deslizaba
lentamente por su rostro.—Con mucha suerte moriremos ahogados... ¡Miren! ¡Ya
están llegando!
La perspectiva
que tenían desde el ras del piso fue aterradora. Cuando todos voltearon en
dirección de los matorrales vecinos a la estaquería, observaron una masa
informe, movediza, negra, que se les acercaba y empezaba a trepar por sus
cuerpos extendidos contra el suelo de la isla. Eran hormigas. Miles, decenas de
miles, millones de ellas. Estaban hambrientas y excitadas por olor de la melaza;
que las atraía e invitaba a que iniciaran un festín pantagruélico, en el que no
se respetaban fibras textiles, cuero, suelas de gota; incluso, piel, carne,
tendones y músculos. Esa era la ola que primero tenían que combatir. Una ola de
insectos devoradores de todo. Los mejores guardianes de la selva.
Se sentían
pegajosos e inmovilizados.
Indy contuvo el
dolor cuando sintió un ejército de diminutas mordidas en sus puños
cerrados.
Florence Waverly
empezó a chillar como una loca, sacudiendo su cabellera en una típica explosión
de histeria.
—¡ Nos van a
comer ! —gritaba.—¡ Nos van a devorar vivos !
Marcus Brody,
con los ojos cerrados, muy apretados, había empezado a rezar.
—¡
Escúchenme !— clamó Indy.—¡Escúchenme, por favor! ¡Creo que podemos tener
una oportunidad!...
Weiss pidió
silencio bramando como un toro.
—¡¡ Cállese,
Waverly !! ¡¡ Cállese, por el amor de Dios !!
—Óiganme con
atención... ¡ Auch ! —Un puñado de hormigas le estaban carcomiendo la
piel de los nudillos.—¡Traten de poner la melaza sobre las cuerdas de las
muñecas! ¡Comprenden?... ¡Inténtenlo!... ¡La melaza sobre las cuerdas, así las
hormigas las devoraran primero!...—Hizo un impasse, contuvo el dolor que ahora
sentía en su axila derecha, y gritó:—¡ Háganlo !
Y convulsionando
los dedos de las manos, empezaron a empujar, milímetro a milímetro, esa
sustancia pegajosa y azucarada sobre las sogas que los inmovilizaban.
ba
L a lancha ejecutó un pequeño salto, sorteó de frente las
ondulaciones de un mar agitado y prosiguió su marcha a toda velocidad, con
dirección a Mulutuva.
La gran isla de
Nueva Guinea era sólo un contorno negro que se alejaba más y más por detrás del
grupo alemán; y la rugosa silueta de Karkar empezaba a perder su característica
forma cónica, a medida que se achicaba con el aumento de la distancia.
El bote, de
manufactura belga, iba con menos peso del acostumbrado y se impulsaba hacia
delante por un potente motor fuera de borda, controlado por uno de los soldados
SS. La proa abría su brecha en el océano, salpicando la solución salina del mar
por rostros y uniformes; cosa que, ni a Heinder o Sorensen, les interesaba en lo
más mínimo.
Habían
conseguido de casualidad lo que querían. El insospechado encuentro con Jones y
la máscara de la tribu de la oscuridad, podía ser interpretado como un anuncio,
una señal esotérica y secreta, de que el destino estaba de su lado. Exultantes,
elaboraban proyectos a corto plazo, reconociendo que de ahí en más podrían
negociar con el III Reich de igual a igual.
Hitler, el Gran
Führer, se había convertido en un “ Primus inter Pares ”, un “ primero
entre los iguales ”; un mero señor feudal que estaría obligado a
consultarnos y reconocer, sin tapujos ni eufemismos, que la
Gendarmenorden co-gobernaría a Alemania y el resto del mundo durante los
siguientes diez siglos.
Los dos
francmasones ostentaban entre sus manos una porción de la palanca del Poder; y
no iban a dejar que se les escapara, costara lo que les costara.
Heinder, sentado
de espaldas a proa, inspeccionaba con atención el artefacto ritual. Le costaba
creer que, pasados veinte años, tuviera entre sus dedos a la herramienta ritual
responsable de la muerte de todos sus hombres en 1919. Estaba satisfecho y
nostálgico al mismo tiempo. Había cumplido con su misión. Tanto con la
oficial , encomendada en Berlín; como con la personal , que se
orientaba hacia los intereses de la logia a la que pertenecía. Era hora de
empezar de nuevo. De cosechar el reconocimiento de sus camaradas alemanes y
abandonar su oscura oficina del Departamento de Cartografía de las SS.
Acariciaba la
posibilidad de quedar en los anales de la historia.
—Con esta
máscara —conjeturó Sorensen, quitándosela suavemente de las manos—vamos a poder
contactar con esos negros salvajes de Karkar en otros términos, ¿no lo
crees?—.El sueco, que ocupaba el asiento que enfrentaba a Heinder cara a cara,
también exhibía un destello de apasionamiento en las pupilas.—Con ella
ubicaremos el objeto que neutraliza el poder de las demás y así, con la
experiencia recogida, formar un ejército de soldados invencibles, incapaces de
ser sorprendidos. ¡Las posibilidades que se nos acaban de abrir, Helmut, son
increíbles!... ¿Te das cuenta?... ¡Nuestras vidas acaban de cambiar
radicalmente!
El coronel
asintió sin ocultar su felicidad. Mantuvo por unos segundos la mirada fija en la
reliquia y levantó la cara con intención de responderle a su socio, pero se
contuvo.
Algo malo había
en el rostro de Sorensen.
Las facciones
del sueco era otras; transfigurándose en una mueca de sorpresa y horror cuando
violentamente se puso de pie, y la brisa marina lo terminó de despeinar.
No articuló
palabra alguna.
Quedó
estupefacto, mirando —según coligió Heinder— un poco por encima de la línea del
horizonte. Las cuencas de sus ojos parecieron hacerse más grandes, y un par de
pupilas muy claras sobresalieron como si fueran dos huevos duros.
Eso era terror
en su estado más puro.
—¡ Por
Odín ! —susurró, agobiado por la desesperación que empezaba a aflorarle
desde la boca del estómago.
Fue entonces
cuando Heinder giró de golpe, buscando un sentido a ese impactante estupor
gestual. Los dos soldados, que iban sentados a su lado lo imitaron, no pudiendo
contener la helada sensación de saber que la muerte era inminente.
A menos de
trescientos metros, un muro colosal de agua se les acercaba a toda velocidad.
Tenía la altura de un edificio de 15 pisos y un ancho que sobrepasaba cualquier
estimación conservadora.
El mar se había
sublevado.
Se elevaba
formando una ola que aumentaba de tamaño con cada metro que recorría; y su
cresta, espumosa por la acción del viento, producía un rugido aterrador que
anunciaba su inclemente poder, su pasmosa capacidad de destrucción.
Sorensen dejó
caer la máscara al fondo de la lancha y se aferró a sus bordes.
Heinder cayó de
rodillas y, sin poder articular siquiera un grito, aguardó que la sombra
avasalladora del tsunami los empezara a tapar.
Cuando la
rompiente cayó sobre ellos no sintieron nada.
Fue como un
flash.
Instantáneo;
mortalmente rápido.
El fin
.
ba
D esconocía cómo se llamaban, a qué familia de insectos pertenecían o
cuál era la posición que tenían en la escala alimenticia de la isla de Nueva
Guinea. De lo único que estaba seguro era de que esas hormigas mordían fuerte y
con saña. Que tenían un comportamiento violento y que la melaza las enloquecía,
al punto de llegar a atacarse entre ellas, cuando creían que su territorio se
veía invadido por otras.
Era grandes, de
entre tres y cinco centímetros de largo; negras y con una voracidad que,
seguramente, Heinder y Sorensen debían conocer muy bien.
Como insectos
gregarios, atacaban en grupo, organizando verdaderos ejércitos y, dado el
elevadísimo número que se congregaba en el descampado, procedían seguramente de
diferentes hormigueros.
Se habían
convocado a millones y el escenario del festín, visto de lejos, constituía un
espectáculo dantesco, una puerta al infierno en el que toda esperanza quedaba
desestimada.
Los cuerpos
estaqueados de los cinco prisioneros estaban ya completamente cubiertos de
hormigas; tapados por una masa informe y movediza de diminutos bichos
hambrientos.
Inmovilizados
por las cuerdas, Indy y su grupo luchaban por quitarse los insectos del rostro,
evitando que se metieran por los orificios naturales de la cara. Era una tarea
casi imposible. Las orejas y orificios nasales eran cuevas atractivas; demasiado
atractivas para las hormigas. De ahí los alaridos desesperados que Weiss y
Florence Waverly daban, cada vez que sentían cuerpos extraños introduciéndose
por sus conductos respiratorios y auditivos. Se retorcían y arqueaban en una
agonía que sólo sería superada años más tardes en los campos de exterminio nazis
de Europa Oriental.
Todos se habían
esforzado por desparramar la melaza sobre las cuerdas; pero para entonces, sólo
Indy Jones conservaba la sangre fría y resistencia necesaria para seguir con esa
tarea.
Era una carrera
contra el poder de millones de mandíbulas.
Desviar la
atención de esos insectos hacia las sogas implicaba tener una fuerza de voluntad
fuera de lo común; ya que, en tanto cientos de ellos concentraban sus energías
en las cuerdas embadurnadas de azúcar, otros miles perforaban, milímetro a
milímetro, la ropa y la epidermis, a una velocidad preocupante.
El dolor y el
terror se encarnaban en un ardor insoportable por todo el cuerpo. Esas hormigas
parecían escupir fuego.
Gütter había
perdido el conocimiento y ya no ofrecía resistencia. Weiss y Waverly daban sus
últimos estertores físicos, en tanto que Marcus Brody se limitaba a sacudirse
las hormigas como podía, remedando a los perros cuando son mojados.
Indy tiró de las
muñecas por quincuagésima vez.
Nada.
Volvió a
tirar.
Sintió que sus
manos aprisionadas se movían un poco, desprendiéndose del suelo. Algunos de los
filamentos de la soga ya estaba carcomidos; pero, a pesar de que su capacidad de
movimiento aumentaba, aun faltaba mucho para liberarse.
Tiró otra
vez.
Con cada
sacudón, buena parte de las hormigas se agarraban con más fuerza de las cuerdas.
Era una excelente táctica. La única que tenía ,por lo que la repitió con
desesperación.
Podía sentir
cómo sus muñecas se le quemaban con la fricción y sangraban copiosamente como
resultado de las mordidas.
Entonces, un
resplandor metálico reflejó los rayos del sol Fue cuestión de una décima de
segundo.
Indy abrió más
los ojos y reconoció de inmediato una daga, elevándose y cayendo con fuerza en
dirección suya.
Pensó que iba
ser sacrificado y volteó el rostro.
Repentinamente,
la presión que le sujetaba ambas manos desapareció.
Estaba
libre.
Se sentó de
golpe y vio la musculosa figura de un guerrero melanesio inclinado a su lado,
cortando las sogas de sus compañeros.
Sin pensar más,
deshizo los nudos de sus tobillos; se paró y corrió junto a Marcus; lo levantó;
lo cargó sobre sus hombros y sugirió a Weiss que hiciera lo mismo con su
compañero.
—Busquemos
refugio en la cueva —dijo, mirando al negro que, sin decir nada, regresaba al
promontorio.—La marejada debe estar por llegar la costa. ¡Vamos,
rápido!...
Iniciaron el
ascenso con dificultad. Tenían muchas partes del cuerpo en carne viva y la piel
salpicada de pequeños hematomas rojos que ardían a más no poder.
Gütter parecía
muerto. No reaccionaba a nada. Florence renqueaba y respiraba
entrecortadamente.
A medio camino
de la cueva, y cuando ya tenían los restos del campamento nazi a unos veinte
metros bajo sus pies, escucharon un rugido sobrenatural que parecía provenir del
cielo.
Todos se pararon
en seco y voltearon hacia la costa para ser testigos de uno de los fenómenos más
increíbles y aterradores que la naturaleza podía mostrarles: un tsunami en su
fase final.
ba
E ra la imagen misma del Apocalipsis; una postal hipnótica en
movimiento. Una escena traída desde los remotos días del origen de la Tierra;
cuando los océanos aún no tenían leyes y el Caos no había dado paso a la
Creación.
Lo que tenían
ante sus atónitas miradas no podía ser descrito con palabras. Los adjetivos para
describirlo no existían. Era la fuerza de la naturaleza desatada en su máxima
expresión. Violenta, irascible, casi vengativa. Una furia que parecía provenir
de un Dios submarino encolerizado, que elevaba el mar, más y más alto, para
castigar con sus olas gigantescas las profanas intenciones de los
mortales.
Antes de que el
océano se sublevara contra la costa de Nueva Guinea, las playas se secaron. El
agua retrocedió casi mil metros, como convocadas por un ejército presto a
descargar su ira contra el enemigo. Las rocas y arena del fondo marino quedaron
expuestas al sol, en tanto que por detrás de ellas se iba formando una muralla
líquida que superaba los treinta metros de altura.
La gran isla de
Papúa estaba siendo sitiada por una cordillera de agua, de casi doscientos
kilómetros de largo. Ningún valle costero, ninguna bahía, ningún puerto natural
o artificial, podría evadirse de ese puño gigantesco.
Indiana Jones
estaba absorto. No podía mover un músculo, ni quitar sus ojos del tsunami. En su
fuero interno sabía que en minutos el mundo se le vendría encima. Aún así no
podía combatir el pasmo y la curiosidad que lo tenían clavado en el piso,
mirando hacia la costa.
Porque, a pesar
de que esa marejada era sinónimo de muerte y destrucción, no dejaba de tener su
belleza. Una belleza contradictoria, muy parecida a la que, en años posteriores,
tendría el hongo atómico sobre Hiroshima.
—¡ Vamos,
doctor Jones !¡ Corra !¡ Venga acá !¡ A la cueva
!
El alarido
neurasténico de Florence Waverly lo sacó de su enajenamiento.
Repentinamente
sintió el peso de Marcus sobre su hombro izquierdo. Miró a la chica, que ya
desaparecía por la boca de la caverna, y le imprimió a sus piernas la fuerza
suficiente para correr los quince metros que lo separaban de ella.
No había dado
tres zancadas, cuando la ola impactó contra la costa.
La tierra
tembló.
Las palmeras,
árboles frutales y pequeños promontorios de rocas costeras, fueron barridos
instantáneamente, por una fuerza de más de 150 kilómetros por hora.
El bramido de
una isla azotada alcanzó sus oídos. Era algo prodigioso.
Indy apuró la
marcha viendo como, por encima suyo, millones de hojas desgarradas por el viento
y el agua pasaban volando, dando mil y una cabriolas. Troncos, lianas, barro,
piedras; todo era arrastrado por esa ola colosal que le caía encima.
Uno... dos...
tres pasos más y, sin pensarlo, se tiró —con Marcus y todo— por la oquedad que
le abría el ingreso a la caverna.
Cayeron
torpemente contra el piso irregular de la cámara. Rodaron unos metros y para
cuando quisieron reincorporarse, un chorro poderosísimo de agua salada se coló
por la entrada, revolcándolos a todos por el suelo.
Cinco minutos
después, el silencio más gelatinosos que hubieran imaginado, impregnó cada
centímetro de la caverna.
Marcus, todavía
ciego, se apoyó contra la pared y puso de pie.
—¿Ya pasó?
—preguntó desorientado, y con la cara repleta de picaduras.
—Si, Brody
—respondió Weiss, tranquilizándolo.—Creo que si...
Indy trató de
acostumbrarse a la penumbra. Se reincorporó y buscó la respuesta de su
grupo:
—¿Están todos
bien? —inquirió con la voz cansada.
Florence tomó la
palabra.
—No —dijo
secamente.—Gütter está muerto.
Weiss se acercó
al cuerpo inerte de su compañero. Los ojos se le llenaron de lágrimas y no pudo
contener el llanto. Indy le apretó el hombro, intentando transmitirle fuerza. De
nada sirvió.
En eso, el ruido
de varios pies descalzos, arrastrándose en la grava de la cueva, los
alertó.
No estaban solos
en las sombras y recordaron, entonces, al negro que les había salvado la
vida.
Cuando Indy giró
sobre su propio eje, para ver de qué se trataba el asunto, experimentó un
profundo mareo. Fuertes e incandescente torbellinos de colores lo
enceguecieron.
Ninguno de los
cuatro sobrevivientes sintió dolor.
Sólo perdieron
el conocimiento, uno a uno, en tanto eran rodeados por los miembros más insignes
de la Tribu de la Oscuridad.
ba
Pacífico Sur
48 horas mas tarde...
E l doble par de motores Wrigth R-1820 del B-29, propiedad de
la Fuerza Aérea Británica, apenas eran audibles mientras sobrevolaba la calma
extensión oceánica, a menos de 1000 metros de altura.
Todo era
serenidad.
La superficie
del mar apenas se movía y los rayos del sol se reflejaban perpendiculares,
produciendo mil imágenes confusas, que los dos pilotos tenían la obligación de
identificar e informar por radio a la torre de control en Australia.
Venían
rastrillando el área desde hacia dos días, sin suerte. Aquella era la última
misión de reconocimiento que tenían autorizada, por eso se habían alejado de la
zona siniestrada por el tsunami y buscaban varias decenas de kilómetros más
norte. Muy lejos de Karkar, e incluso de Mulutuva.
No esperaban
hallar nada.
Pero lo
hallaron.
—Aquí vuelo 45
de reconocimiento... ¿Me escucha, control?... Cambio
La respuesta se
hizo esperar.
—Adelante,
Capitán MacNeil, lo escuchamos.
—Quiero reportar
una piragua, señor.
—...¿Una
qué?
—Una piragua
—aclaró.—Repito: una piragua de madera flotando a la deriva... Cambio.
—¿Hay
sobrevivientes en ella, capitán?
MacNeil acercó
su cara al parabrisas de la ventana y, en tanto el avión realizaba un giro muy
lento y amplio por encima de la embarcación, respondió:
—Vemos cuatro
cuerpos, Torre de Control; y parece que están todos muertos. No responden a
nada. Ni siquiera han levantado la cabeza para mirarnos... Cambio
— En ese caso
certifique con un vuelo rasante si son las personas que buscamos.
—A la orden,
señor. Los mantendremos informados... Cambio y fuera.
|
EPILOGO
Ciudad de Nueva
York
Dos semanas después...
R evolvió el café con parsimonia hasta producir en el pocillo un
remolino duradero que disolvió el azúcar.
¡Azúcar!...
¡Já!... Se tocó las mejillas, aún con cicatrices, y miró por el ventanal del bar
hacia Park Avenue.
A esa hora de la
tarde la calle era un mundo de gente. Las oficinas estaban cerrando y la ciudad
regresaba a sus hogares, después de un día de trajín.
El camarero se
le acercó a su mesa y con extrema cortesía preguntó:
—¿Le hago
marchar algo para comer, doctor Brody?
Marcus,
distraído, se sobresaltó. Negó amablemente con la cabeza y dijo:
—No, gracias,
Waldo. Espero a un amigo.
—Muy bien,
doctor. Pero creo que ya está llegando —agregó con una sonrisa, señalando la
puerta giratoria del local.
Marcus volteó y
vio el rostro adusto de un Indiana Jones algo demacrado, acercándose a la
mesa.
—Ven a retirar
el pedido en quince minutos —dijo despidiendo al camarero, y se puso de pie para
recibir a Indy.—Y bien, ¿qué te dijeron? —inquirió antes de volver a
sentarse.
—Poca cosa.
Estupideces, tonterías. Ni siquiera nos dieron las gracias.
—¿Y qué
esperabas? Según sus perspectivas, fallamos en la misión.
—¿Fallar?...
¡Tuvimos suerte!... Nadie se quedó con esas máscaras. No quiero pensar qué
podrían haber hecho estos desagradecidos con ellas...
—Deberían estar
contentos. Los nazis fracasaron, no nosotros.—Marcus le dio un sorbo al café.—¿Y
qué dijo la señorita Waverly?—preguntó.
—¿Waverly?...
Nada. Se limitó a escuchar.
—¡Oh bendita
cadena de mando!
—Sí... ¡Bendita
cadena! Deberían romperla por sus eslabones más altos.
Brody se limpió
los labios prolijamente con la servilleta y volvió a inquirir:
—¿Alguna novedad
sobre el cuerpo de Gütter?
—Ninguna. El
cadáver se debió perder en el mar o en la isla. Pero, ¿qué hay de
Weiss?—repregunto Jones percatándose de la ausencia.— ¿No iba a venir a cenar
con nosotros?
—Prefirió
regresar a Europa, a Inglaterra.
—¿Cuándo lo
hizo?
—Hoy temprano
por la mañana. Me dijo que te dejaba un abrazo y que, en caso de ir al Viejo
Mundo, lo busques entre los miembros de la resistencia contra Hitler.
—Tiene mucho por
qué luchar.
—Igual que
nosotros, Indy... Igual que nosotros.
Jones lo miró
fijamente. En verdad quería a ese hombre. Brody había sido como un segundo padre
para él, especialmente cuando el padre biológico se había apartado de su vida,
obsesionado por su trabajo e investigaciones medievales.
—¿Cómo está tu
vista?—inquirió, regalándole una cariñosa sonrisa.
—¡Fantástica!
—respondió Marcus tocándose suavemente los ojos.—Ahora veo doble casi todo el
tiempo...
Indy lanzó una
medida carcajada.
—Vamos, dime la
verdad... —solicitó con simpatía.
—De verdad que
veo bien. Estuve pensando que la ceguera sólo fue algo temporario...
—... o que
nuestros amigos de la caverna te curaron.
Marcus guardó
silencio por unos segundos.
—¿Te acuerdas de
algo, Indy? ¿Pudiste recordar qué pasó después de la marejada?
—Nada. Tengo un
hueco en blanco en la memoria.
—También
yo.
—Pero alguien
tuvo que ponernos en esa barcaza y salvarnos la vida. Fueron ellos, no hay otra
posibilidad.
—Dime algo, ¿qué
información te dieron en el Departamento de Defensa sobre las islas en las que
estuvimos? ¿Qué pasó en Mulutuva, con los alemanes y esas ruinas que tú vistes
personalmente?
—Aparentemente
se perdió todo. El maremoto barrió a Mulutuva. La tapó. No quedó nada. De hecho,
todavía más del noventa por ciento del islote está bajo el mar. Kakar también
fue castigada duramente. El océano subió por encima de los treinta y cinco
metros. Sólo pudieron sobrevivir aquellos que estaban en la caverna o por encima
de ese nivel, en la montaña principal. Un grupo comando australiano recorrió la
isla y no encontraron rastros de la aldea. Seguramente también fue destruida por
las olas.
—¡Qué
catástrofe! —exclamó Marcus.
—Sí, un
desastre. Ahora tendremos que esperar a que la guerra termine para encarar en la
zona estudios sistemáticos y rescatar algo de todo eso.
—¿Y qué opinas
que es?... ¿Mu?
—Es posible,
aunque poco probable. No puedo expedirme por ahora.
—Pero
reconozcamos que es un misterio muy sugerente...
—Lo es. Pero, te
repito, lo reencararemos cuando el mundo se calme.
Brody frunció el
seño.
—¿Cuánto tiempo
crees que durará la guerra?
—No lo sé,
Marcus. Lo único que sí intuyo es que, muy pronto, nosotros estaremos en
ella.
—¿Tú
crees?...
Indy asintió con
la cabeza.
—¿Qué te parece
si ordenamos algo de comer? —preguntó.
—Me parece
genial... ¡ Camarero !
Y cenaron como
reyes.
FIN
EL AUTOR
Fernando Jorge Soto Roland
Profesor en Historia, escritor, explorador.
Nació en Buenos Aires el 16 de marzo de 1963. Durante más de veinte
años residió en Mar de Plata, República Argentina, instalándose finalmente en su
ciudad natal a partir del año 2002
Se
graduó con honores como Profesor en Historia en la Facultad de Humanidades de
la UNMdP y ejerce su labor profesional en el ámbito universitario y
secundario desde 1992. Es autor de numerosos libros, artículos y ensayos tanto
en Argentina como en el extranjero; editando en 1997 su primer trabajo,
Visitantes de la Noche , en el que describe y analiza una de las
expresiones más desarrolladas y perdurables del imaginario de la cultura
occidental: la creencia en fantasmas. Siguiendo esta línea, abordó el tema de
los exploradores y las exploraciones durante el siglo XIX; publicando
“Aproximación al imaginario de los exploradores durante la Era del Imperio
(1875-1914)” , en donde investiga profundamente la postura occidental
frente a “los Otros”, a partir del análisis de una novela ejemplar para dicho
caso: El Mundo Perdido de Sir Arthur Conan Doyle.
Adepto
al jazz, a Frank Sinatra y Bobby Darin, a la escritura y la lectura, disfruta de
los contrastes que le producen ambientes tan disímiles como lo son las aulas y
la selvas sudamericanas. Amante de su profesión, de sus hijos (Rodrigo y
Florencia) está siempre a la espera de calzarse la mochila y partir tras las
huellas del imaginario colectivo que, quizás algún día, lo lleven ante las
puertas de su tan romántica ciudad perdida; ya que “ la esperanza siempre es
mucho más fuerte que la experiencia ” (FJSR).
(sotopaikikin@hotmail.com)
|
ÍNDICE
Más allá del
mapa........................................2
El pasado no
tiene precio.............................17
Noche de
ronda..........................................38
Seguidores de
ritos paganos.........................50
El Lobo de
Mar...........................................74
La gente
cambia.........................................87
El nido de la
serpiente..................................97
Donde los
pájaros gritan de dolor...................107
Colores
primarios........................................122
La roca venida
del cielo...............................133
Visión
remota..............................................141
“Olvídese de
heroísmos”................................145
El origen de
todas las razas...........................154
Los sembradores
del Reich.............................166
David y
Goliat...............................................188
Trofeos de
guerra..........................................194
“Si volimus non
redire curremdum est”...............203
En las entrañas
misteriosas de la tierra..............218
Bioluminiscencia............................................230
Los comandos de
Brody..................................241
Regalo de
despedida.......................................258
Tsunami.......................................................266
Epílogo........................................................283
Datos sobre el
autor.......................................288
Índice...........................................................291
|
Referencias:
[1] “Buen día”. [2] “Gracias”. [3] “Buenas noche, doctor”. |
Fernando Jorge Soto Roland
Profesor en Historia
Profesor en Historia
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