EL UNIVERSO ONÍRICO DE LA CRIPTOZOOLOGÍA
MONSTRUOS Y ANIMALES DESCONOCIDOS DEL IMAGINARIO
OCCIDENTAL
Por
Fernando Jorge Soto Roland
Profesor Universitario en Historia
Creaturas del imaginario en todas las
culturas, los monstruos han acompañado al hombre desde los orígenes mismos de
la historia. Sus angustiantes y atractivas presencias se detectan tanto en
momentos de aislamiento como de expansión territorial; y por ello las
relaciones que guardan con la exploración y los exploradores es más que
evidente.
Cada entrada
en un nuevo territorio ha estado precedida por una imaginaria colonización
anterior, no de hombres o sociedades “normales”, sino de seres y animales que
atentan contra las teorías y concepciones tradicionalmente aceptadas. El
monstruo es la más clara personificación de lo
caótico, de las fuerzas descontroladas de la naturaleza; seres que
cuestionan o impiden el avance del universo ordenado, que el hombre encarna con
su razón y tecnología. Constituyen una extraña galería que es lógico ubicar fuera de los mapas, puesto que los
escenarios caóticos requieren de seres que representen lo mismo. Como decía un
viejo adagio: “Cuanto más lejos, más raro”.
Una de sus cualidades es que son, por esencia, asociales; desoyen el llamado de las
aglomeraciones y prefieren el aislamiento y la soledad. Los sitios inhóspitos
son sus guaridas y la elusividad, su
permanente conducta. Difíciles de
encontrar, su potencial existencia queda condicionada por las coordenadas del
lugar y del tiempo, aún analizadas sincrónicamente. Con esto quiero decir que todo contexto crea significado, y que
ciertos ambientes son más apropiados que otros para que la creencia se asiente
y solidifique. Es fácil combatir a los monstruos por medio de la risa cuando
uno está resguardado por los cuatro muros de una casa, en pleno corazón de la
ciudad. En esas circunstancias lo primero que aflora es lo grotesco. Pero la
cuestión se vuelve un tanto diferente cuando, sumergidos en regiones extrañas y
rodeados de selva o montaña, nos convertimos en atentos oyentes de leyendas y
rumores locales. Es entonces cuando la arrogancia racionalista, hija de las
luces urbanas, se debilita.
Percy Harrison Fawcett (1867–1925), inglés, miembro de
la Real Sociedad Geográfica, topólogo y militar del ejército británico,
personifica, como ningún otro, al prototipo del explorador romántico de fines
del siglo XIX y principios del XX. Entre 1906 y 1925 (año en que desapareció)
organizó variadas expediciones al “Infierno Verde” amazónico para actuar como
árbitro en los conflictos limítrofes suscitados entre Bolivia, Perú y Brasil.
Agudo en sus observaciones, Fawcett estableció con pericia los límites político
de dichos Estados, internándose y explorando regiones por las cuales pocos
occidentales habían dejado sus huellas. Si bien cronológicamente sus viajes se
practicaron a inicios del siglo XX, debemos dejar por sentado que su espíritu,
motivaciones y valores fueron claramente decimonónicos. Fawcett fue un hombre del
siglo XIX, hijo del imperialismo inglés y del expansionismo europeo sobre suelo
americano. Su función, como árbitro entre Estados soberanos de Latinoamérica,
perseguía un objetivo que él mismo dejara por escrito en su obra A
Través de la Selva Amazónica: ”aumentar
el prestigio inglés en la zona”[1]. Es que Inglaterra se veía sumamente interesada en mantener su
presencia en la región a causa de un producto que por sí solo encierra una
larga y trágica historia: el caucho, el “árbol que llora”, fuente de inmensa
riqueza, y de la que los británicos no querían quedarse al margen.
Así pues, con la intención de prestigiar a su país y
mantener activa la presencia británica en la región Fawcett entró en relación
con una selva misteriosa, a la que
terminaría amando y en la cual dejaría sus propios huesos. Las crónicas de sus
viajes (que escribiera en 1924, un año antes de desaparecer) se encuadran
dentro de la denominada literatura de
supervivencia, inaugurada con las grandes exploraciones del siglo XVI y que
perdurará hasta bien entrado el siglo XX. En este género, el explorador/escritor se convierte en el
héroe de su propio relato, describiendo las penurias, peligros y sucesos
extraños de los que fuera testigo. A lo largo de las páginas de su libro,
Fawcett hace desfilar los más variados productos del imaginario, esos que van
desde las ciudades perdidas, minas ocultas, tribus “blancas” y, por supuesto, monstruos.
Así, el excéntrico explorador inglés, hace de la selva
un escenario en donde toda proporción, toda norma, queda desequilibrada. El “infierno emponzoñado”, como él la
denomina, es el símbolo mismo de la anarquía. Allí, la leyes de los
hombres y de la Naturaleza, no tienen
cabida. Todo es caos, desorden, nada es claro ni “ajustado a derecho”. Tanto la
esclavitud por deudas (sufrida por los indios, en pleno siglo XX) como los
actos de espantosa barbarie (cometidos impunemente por los empresarios del
caucho o fugitivos alejados de la civilización) denotan que esas selvas son
“otro mundo”, uno muy distinto de aquel del que Fawcett salía.
Tampoco la naturaleza se manifiesta
de manera “normal”. Las descripciones que hace de animales y plantas están
empapadas de exotismo y misterio. Serpientes, pirañas y lagartos coprotagonizan
más de una de sus desventuras a lo largo de la obra, y en todos los casos
llaman la atención por lo desproporcionado de sus dimensiones.
De todas las bestias que habitan el
Amazonas, la anaconda gigante es, con
seguridad, la que mayor cantidad de
historias ha desatado y Fawcett fue uno de los tantos que se encargaron de
divulgarlas.
Según el propio explorador, él
mismo fue testigo presencial de la aparición de una anaconda que medía un total
de 18 metros
de largo. Un verdadero monstruo que, al decir de los lugareños, no era el de
mayor tamaño, ya que afirmaban haber encontrado ejemplares de 23 metros , y aún de 40 metros de longitud
(por más que los zoólogos sostengan que dimensiones como esas sean muy poco
probables y que la exageración haya dotado a esos reptiles de una monstruosidad
dimensional que excede con creces los 9 metros científicamente comprobados a la
fecha)[2].
Pero Fawcett no se limita a la
anaconda, va mucho más allá.
Su galería de monstruos incluye
también a un “[...] Tiburón de agua
dulce, enorme, pero sin dientes, de los que se dice que ataca a los hombres y
los traga, si tiene una oportunidad” [3]; habla del Mipla, (“un gato
negro de aspecto perruno y del tamaño de un sabueso” [4]), de “culebras e insectos
aún ignorados por los hombres de ciencia y, en las selvas del Madidi (Bolivia),
de bestias misteriosas y enormes que han sido perturbadas frecuentemente en los
pantanos, posiblemente monstruos
primitivos como aquellos que se han informado en otras partes del
continente” [5].
“Monstruos primitivos”. Aquí Fawcett pega un
salto hacia la credulidad absoluta y se zambulle de lleno en el imaginario
aborigen del Amazonas (repleto de seres extraños y demonios descriptos como
antediluvianos). Él no los desecha, los incorpora a una realidad plausible
cuando escribe la siguiente pregunta retórica: “[...]¿Por qué dudar, si quedan aún tantas cosas extrañas por descubrir
en este continente misterioso? ¿Por qué, si viven insectos, reptiles y pequeños
mamíferos todavía no clasificados, no podría existir una raza de monstruos gigantes, remanentes de especies extinguidas, que
viviesen en la seguridad de las vastas áreas pantanosas aún no exploradas? En
el Madidi, Bolivia, se han descubierto grandes huellas, y los indios nos hablan
de una criatura enorme, descubierta a veces semisumergida en los pantanos” [6].
El párrafo anterior sintetiza, como pocos, un típico Mundo Perdido. Un espacio inaccesible en
el que el tiempo parece haberse detenido y los vestigios del pasado se
mantienen con vida, atentando contra todo razonamiento lógico y evolucionista.
Al respecto, quisiera desarrollar una relación que encuentro sumamente
interesante y que probaría las íntimas conexiones existentes entre la novela de
aventuras y el espíritu de exploración. Para ello tendremos de dejar a Fawcett
y dirigir por un momento nuestra atención al reconocido escritor británico
Arthur Conan Doyle, célebre por su detective de ficción, Sherlock Holmes.
Conan Doyle (1859–1930), de igual manera que P. H.
Fawcett, fue un caballero británico del Imperio, conservador, defensor del
sistema colonial y un claro producto de la sociedad inglesa de fines del siglo
XIX. Prolífico escritor, publicó un elevado número de cuentos, ensayos y
novelas que lo llevaron a la fama y a abandonar su actividad como médico, en la
que se iniciara profesionalmente. De todos aquellos escritos el que a nosotros
nos interesa es uno titulado, justamente, El Mundo Perdido[7], publicado en 1912 como
folletín en el Strand Magazine de
Londres, y que se convirtiera en un clásico dentro del género de la novela de
aventuras.
En él, Conan Doyle relata la peripecias sufridas por
un grupo de científicos en una expedición realizada a una misteriosa y aislada
meseta del Matto Grosso, en la que sobrevivían especies prehistóricas,
extinguidas desde hacía millones de años. A lo largo de sus páginas se pueden
detectar claramente los prejuicios de la época, el imaginario imperante y el
atractivo despertado por lo exótico en las mentalidades victorianas. Es, en sí
mismo, un compendio inmejorable de todas las expediciones de ficción que se
escribirían más tarde y una fuente de inspiración para muchos exploradores de
la vida real que, imitando al personaje de la novela (el profesor George E.
Challenger), se lanzaron en la búsqueda de cápsulas
territoriales, detenidas en el tiempo.
Fawcett
fue uno de ellos y en su libro escribió lo siguiente:
“Ante nosotros se levantaban las colinas
Ricardo Franco, de cumbres lisas y misteriosas, y con sus flancos cortados por
profundas quebradas. Ni el tiempo ni el pie del hombre habían desgastado esas
cumbres. Estaban allí como un mundo perdido, pobladas de selvas hasta sus
cimas, y la imaginación podía concebir allí los últimos vestigios de una Era
desaparecida hacía ya mucho tiempo. Aislados de la lucha y de las cambiantes
condiciones, los monstruos de la aurora de la existencia humana aún podían
habitar esas alturas invariables, aprisionados y protegidos por precipicios
inaccesibles” [8].
Creo que no hay mejor ejemplo para reflejar el sentimiento de insularidad que el
párrafo anterior. Pero por más que Fawcett se esfuerce en decirnos que fueron
sus experiencias exploratorias, y sus fotografías, las que inspiraran a Arthur
Conan Doyle a escribir su encantadora novela[9], hay ciertas discordancias
cronológicas, y paralelismos en las tramas de ambos textos, que nos permiten sospechar
que el sentido de la influencia fue exactamente al revés: Conan Doyle fue el
que incitó la imaginación de Fawcett
Conan Doyle publicó El Mundo Perdido en 1912
y Fawcett escribió sus aventuras recién en 1924 (casi veinte años después de
haber vivido las experiencias que relataba). Si se comparan ambos textos, se
vuelve evidente que el explorador inglés organizó todo su relato a partir del
folletín del Strand Magazine,
emulando en muchos aspectos al profesor Challenger (personaje ficticio de Doyle
en la novela). En realidad, Fawcett es Challenger y las estribaciones de la
meseta de Ricardo Franco (Bolivia) no son otras que las de la fascinante Tierra de Maple White (nombre con el que
Conan Doyle bautizó su Mundo Perdido).
Basta con comparar el párrafo citado anteriormente
(1924) con el siguiente, extraído de la novela de 1912:
“[...] Desde aquella altura me encontraba en situación ventajosa para
formarme una idea más exacta de la meseta que se alzaba en lo alto de los
montes rocosos. Saqué la impresión de que era extensísima; no pude distinguir
ni por el Este ni por el Oeste el final del panorama rocoso cubierto de
verde.[...] Una zona, quizás de la extensión del condado de Sussex, fue alzada
en bloque con todo su contenido viviente y cortada del resto del continente por
precipicios perpendiculares de una dureza que los hace resistentes a la erosión
que tiene lugar en todo el resto del continente. ¿Qué resultado se derivó de
ahí? El de que las leyes naturales quedaran en suspenso. Allí quedaron neutralizados
o alterados los distintos impedimentos y trabas que influyeron por la lucha de
la existencia en el ancho mundo. Sobreviven seres que de otro modo habrían
desaparecido ya[...]. Han sido conservados artificialmente gracias a esas
condiciones accidentales y extrañas”[10].
¿Quién es quién?
¿Quién fue primero, Fawcett o Conan
Doyle/Challenger?
El coronel Fawcett arribó a Bolivia
en 1906, y fue recién en su segunda expedición de 1908 en la que pudo observar
las colinas de Ricardo Franco. Sus comentarios a Conan Doyle debieron de
haberse realizado entre ese año (ya en el mes de noviembre estaba en Buenos
Aires de regreso de la selva) y 1912, año de la publicación de la célebre
novela. No negamos (puesto que es un hecho comprobado) que Conan Doyle se haya
sentido atraído y motivado por los relatos del explorador, especialmente por
sus sugestivas fotos de la meseta, pero no es desatinado suponer que Fawcett
reacondicionara, varios años más tarde, sus recuerdos y apuntes, al argumento
central de la taquillera novela de aventuras y que, en las expediciones
posteriores a 1912, buscara y encontrara los lugares y situaciones que
describiera Conan Doyle. Así, la ficción y la realidad se mezclan, se
entrecruzan y confunden. La realidad alimentando la imaginación de un escritor,
y ésta movilizando a un explorador a seguir buscando imaginarios parajes,
civilizaciones y razas misteriosas[11]. Esta interrelación
señala un aspecto de interés, al que muchos historiadores de mentalidades le han dedicado largas y
debatibles páginas. Me refiero a los mecanismos por los cuales situaciones, generadas
en un marco estrictamente literario, se transportan a la realidad histórica y
pasan a ser objetos de búsqueda, ya no por personajes de ficción, sino por
hombres de carne y hueso que, como P. H. Fawcett, arriesgaron sus vidas en pos
de maravillosas quimeras.
Por otro lado, el ejemplo analizado deja claramente al
descubierto aquella excelente máxima escrita por Jean Paul Sartre, en su libro La
Náusea, en la que dice que “todas
las aventuras se viven en el pasado”; revelando (como lo hace Fawcett) que en todo relato de
viaje la invención no queda nunca ausente.
Desde los días de Francisco Pizarro (siglo XVI), las
inmensidades sudamericanas han venido generando un imaginario movilizador. Una
simple palabra o una frase bien armada, que combinen los ingredientes
indispensables para la aventura, fueron suficientes para catapultar a una
expedición en búsqueda de Dorados
fantasmas (sean éstos culturales o biológicos). Ciertos escritores han sabido
explotar muy bien la veta y, sin proponérselo, contribuyeron al impulso
romántico por explorar lo inexplorado.
“¿Por qué esa región no habría de ocultar alguna cosa nueva y
maravillosa? - se pregunta Lord John Roxton, emblemático personaje
de ficción salido de las páginas de Conan Doyle -.”La gente no la conoce todavía, y no se da cuenta de lo que un día
puede llegar a ser. Yo la he recorrido de arriba abajo, de un extremo a otro
[...]. Pues bien: estando allí, llegaron a mis oídos algunos relatos [...],
leyendas de los indios y cosas por el estilo, pero que encerraban, sin duda,
algo auténtico. Cuanto más conozca usted ese país, más comprenderá que todo es
posible, absolutamente todo. Existen algunas estrechas vías acuáticas de
comunicación por las que viaja la gente; pero a un lado y otro de ellas todo es
misterio” [12].
Claro que no sólo el continente Americano ha dado
refugio a bestias extrañas. De igual modo que todos los
lagos
importantes del planeta se dignan en poseer un dinosaurio acuático (por ejemplo
el “plesiosaurio” del Loch Ness, en Escocia; el monstruo lacustre del lago
Storsjön, en Suecia; el nadador antediluviano del lago Champ, en Estados
Unidos; o el Nahuelito, del lago Nahuel Huapi, en Argentina)[13], casi todos los
continentes poseen sus “reservas ecológicas” de criaturas prehistóricas y
gigantescas. El tamaño sigue constituyendo el principal signo de alteridad,
desde la época en que los gigantes y los enanos poblaban la Tierra.
A fines del siglo XIX, y sin que la industria
cinematográfica desplegara sus millones de dólares y tecnología de animación
por computadora para revivir a las bestias de la época Jurásica, mucha gente
consideraba posible la existencia de animales prehistóricos en remotos lugares
del mapa; sean éstos mamuts lanudos, pájaros gigantes o brontosauros africanos
escondidos en pantanos del Congo. En cada uno de estos casos se organizaron
expediciones para certificar la existencia de los mismos; y en todos los casos,
también, se terminó por… no encontrar nada.
De todos los animales desaparecidos, el mamut lanudo (extinguido hace
aproximadamente unos 10.000 años) es el que mayor falsas certezas ha
despertado. Quizás se deba a que hace relativamente poco tiempo que
desapareció, si lo comparamos con los grandes saurios del Mesozoico, borrados
de la faz de la Tierra hace más de 60 millones de años. De todas formas, sea el
margen cronológico que sea, lo cierto es que hacia 1899 mucha gente creía
posible encontrar en las frías estepas asiática, o en las heladas planicies de
Alaska, a estos enormes elefantes con pelo pastando tranquilamente. Se
organizaron expediciones para cazarlos.
Se siguieron historias ficticias publicadas por diarios sensacionalistas; e
incluso, en 1918, un cazador ruso informó al cónsul francés de Vladivostok
sobre cierto mamut, que dijo haber perseguido por el cinturón boscoso del Asia
Rusa. El descubrimiento de restos congelados de mamut, en excelente estado de
conservación, reavivaron la fantasía y aún hoy en día se sigue especulando
sobre la existencia de los mismos en la Taiga[14].
Hubo una época en que hasta las aves eran gigantescas.
El Didornis o Moa, por ejemplo, llegó a medir unos 3,7 metros de alto, y
solía pasear su esbelta figura por la espesura de Nueva Zelanda. No se sabe con
exactitud cuando se extinguió; pero todo hace suponer que los aborígenes de las
islas cazaron a este enorme pájaro (semejante al avestruz actual),
indiscriminadamente, hasta el año 1300 d.c.; momento en que el último Moa cayó
muerto. Pero, en la década de 1830, un traficante llamado J. S. Polack, brindó
algunos informes sobre el animal. Dijo haber visto sus huevos y escuchado
que aún vivían “en lo
alto de las montañas”. Otro ejemplar de un Mundo Perdido resucitaba;
y los testimonios sobre su existencia, y las búsquedas que se desencadenaron,
se sostuvieron hasta 1878.
Las islas del
Pacífico sur, con su poco convencional fauna, ayudaron al respecto.
Pero de todos los rincones del planeta, África fue el Continente Misterioso preferido del
siglo XIX. Aventureros, funcionarios, cazadores de fortuna y exploradores se
fascinaron con las extensiones africanas, con sus gentes tan distintas, con sus
selvas y lugares olvidados de la mano de Dios (del Dios cristiano, se
entiende). Allí también los grandes reptiles resurgieron de sus fósiles y volvieron
a caminar sobre el planeta.
Un relato temprano
y popular de fines de la época victoriana fue divulgado por el viajero y
narrador de exageraciones Alfred Aloysius Horn, quien siguiendo el estilo
tradicional escribió que: “Más allá de
Camerún viven cosas sobre las que no sabemos nada [...]. Dicen que Jago-Nini todavía se encuentra en los pantanos y los
ríos. Significa ‘zambullidor gigante’. Sale del agua para devorar a la gente.
Los ancianos te dirán que lo vieron sus abuelos, pero aún creen que está allí” [16].
Este relato congolés fue y es creído todavía por toda
una legión de exploradores, autodefinidos con el pomposo título (no oficial) de
criptozoólogos (buscadores de
animales extintos o desconocidos) que, desde hace décadas, se siguen lanzando
tras la elusiva bestia de los pantanos.
A principios del siglo XX, y partiendo del supuesto de
que el animal era un dinosaurio, se financiaron expediciones que fracasaron a causa de las fiebres, los
ríos y lo inaccesible de los lugares en los que el rumor ubicaba al Mokele-Mbembe. Pero ese mismo fracaso
era el que mantenía viva la posibilidad futura de encontrarlo y seguir
conservando el convencimiento de su existencia. Es una claro ejemplo de que “la
esperanza es mucho más fuerte que la experiencia”. Una mera cuestión de fe, no
de ciencia —por más que el lenguaje aparente ser muy científico y técnico.
Según relata Daniel Cohen en Enciclopedia de los Monstruos,
el criptozoólogo inglés Ivan Sanderson, en
1932,
aseguró haber visto huellas grandes y oído ruidos aterradores salir de las
cuevas localizadas a orillas de un río en el Congo. Esta experiencia se enlaza
con la historia relatada por los miembros de la expedición alemana del capitán
Freiherr von Stein Lausnitz, quienes, antes de 1914, también juraron escuchar
hablar del dinosaurio conocido como Mokele-Mbembe,
en la región central de África.
En cada una de estas expediciones el rumor cumplió un
rol protagónico destacado. Suscitando atracción y repulsión, rechazó
constantemente la verificación de los hechos. Se alimentó de todo y no dudó en
pasar del estatuto del “se dice” al
de la certeza. Si el monstruo existía desde el comienzo no había más que buscar
sus rastros. Y se siguieron encontrando hasta entrada la década de 1980. En esa
oportunidad, el bioquímico norteamericano Roy P. Mackal, recorrió con sus
colegas, James Powell y Richard Greenwell (todos reconocidos “cazadores de
monstruos”), las traicioneras extensiones de los pantanos de Likouala, en la
República Popular del Congo, recogiendo informes sobre el enigma biológico en
cuestión. Ninguno pudo ver al Mokele-Mbembe. Nadie jamás fotografió a uno o
descubrió los restos de un ejemplar muerto, pero todos saben que llega a medir más de nueve metros de largo y que su
comida favorita es el fruto de la landolfia,
de sabor agridulce y semejante a una bergamota[17].
La lista de monstruos es infinita. Los podemos
catalogar por tamaño, por comportamiento o por el hábitat en el que viven
(terrestres, lacustres, fluviales y marinos). Podemos dar descripciones ambiguas
o pormenorizadas de cada uno de ellos. Podemos reírnos, asustarnos o descreer,
pero nunca obviarlos. Han estado y seguirán estando con nosotros,
sobreviviéndonos. Son parte de la “arquitectura
fantástica del universo” [18] y caracterizan “el viejo culto al misterio, que llegó a
ser en muchos casi una embriaguez”[19].
Los monstruos son imprevisibles, anómalos, y por lo
tanto símbolos perfectos del peligro y el terror. Abren
un agujero
de sentido; rompen las leyes; representan la materialidad pura y lo orgánico.
Carecen de moral y encarnan el más arcaico de los temores humanos: la fantasía de devoración. Han
desaparecido de muchos continentes explorados, pero se niegan a abandonar la
imaginación del hombre. Siguen exigiendo su derecho a estar. Y uno de los más persistentes
al respecto es el hombre salvaje de los bosques.
HOMBRES SALVAJES, YETIS Y DEMÁS
ESLABONES PERDIDOS
El salvaje
es la otra cara de lo urbano, el lado negativo del hombre, lo primitivo, lo
instintivo. Su estampa, esculpida en las catedrales europeas desde el siglo XII,
ha podido perdurar hasta nuestros días en leyendas contemporáneas, como las del
Yeti o Pie Grande. Su hirsuta figura y sus hábitos, muchas veces nocturnos,
lo convierten en un negativo de lo que nosotros somos. Marca contrastes y
evidencia, así mismo, el prejuicio racial que se derivó (renovado) de la teoría
evolucionista del siglo XIX. Al respecto, el antropólogo Roger Bartra, en un
excelente estudio sobre el hombre salvaje, afirma que el mito —fuertemente
arraigado en el arte y la literatura europea desde el medioevo, como dijimos
antes— tiene un significado aún más profundo, y el hecho de que haya perdurado
durante milenios es una prueba de ello. Para Bartra, el hombre civilizado no ha
dado un solo paso sin ir acompañado de su sombra, el salvaje (el Otro) y si bien muchos han creído que
esa imaginería del salvaje es una expresión del más acendrado imperialismo
racista europeo, dicho autor prueba que la idea del homo sylvestris es muy anterior a la gran expansión colonial y que
la idea es independiente del contacto con grupos extraños y exóticos (para los
occidentales, claro). No es una emanación del colonialismo, sino una invención
que obedece a la naturaleza interna occidental y que ha servido para asegurar y
demarcar la identidad cultural de los europeos. Delinean los límites externos
de la civilización gracias a la creación de territorios míticos, poblados por
marginales, bárbaros, enemigos y monstruos[20].
El hombre
salvaje tienen por ámbito el bosque, la montaña o la selva, y mantiene con
la naturaleza una relación muy diferente a la que el occidental tiene desde los
tiempos clásicos de Grecia y Roma. Él conservó un íntimo contacto con el reino
animal (cuyo destronamiento se inicia en el período Neolítico) sin dejar del
todo de pertenecer al universo de lo humano. Representa lo inculto y, por ello,
se lo suele ubicar en regiones poco conocidas o exploradas. Simboliza el
aspecto bestial del ser humano, su faceta irracional e indomable, motivo por el
cual lo transferimos fuera, con el objeto de poder combatirlo con mayor
facilidad.
El hombre salvaje del que hablamos (el del
imaginario), es, al mismo tiempo, objeto de curiosidad y de legitimación para
la tarea “civilizadora” del hombre blanco y su ciencia. Pero al horror le sigue
la fascinación que el salvajismo despierta.
Compleja y confusa, la imagen del salvaje de los bosques, es encontrada en casi todos los
continentes, y a
pesar de
ser un producto típico de la imaginación humana, aguijoneó búsquedas verdaderas
hasta la actualidad. Como las ciudades perdidas, los monstruos o los tesoros
ocultos, el hombre salvaje encarna la
fuerza, la rareza, lo misterioso y lo secreto. Es otro claro ejemplo de que la
imaginación y la conducta se prestan mutuo apoyo, ejerciendo una acción
conjunta que arrastra a la vivencia de sucesos y lances extraños; en otras
palabras, a la aventura.
La explicación más popular sobre el origen de la
creencia en los hombres salvajes es la que dice que constituye un vestigio de
los tiempos paganos, el recuerdo distante y distorsionado de una creencia
anterior en tales dioses de la selva; deidades que se ubicaban más allá de los
límites cultivados.
Otra teoría afirma que estos seres son en realidad las
personificaciones del anhelo del hombre civilizado por liberarse de las
restricciones del mundo moderno.
Finalmente, la última postura teórica sostiene que las
leyendas se inspiraron por el encuentro con un ser bípedo, peludo y semihumano
real, pero aún no identificado por la ciencia[21]. Es ésta la que a
nosotros más nos interesa puesto que constituye la materia prima indispensable para
gran número de historias que extravagantes novelistas y exploradores han
difundido —y siguen difundiendo— con gran éxito.
Nadie encontró nunca un espécimen de Yeti o Pie
Grande, disponible para que los biólogos y zoólogos lo estudien. Los elusivos
“yetis” —cabría decir lo mismo de Nessie y demás monstruos de la
criptozoología— sólo se dejan mal
fotografiar (siempre de lejos) quedando así confinados al ámbito en el que
siempre estuvieron: el de la literatura de viajes, la novela y la imaginación
Pero las puertas permanecen abiertas, siguen
sosteniendo entusiastas creyentes.
Continuarán descubriéndose viejos sitios con nuevos
ojos y a ellos continuaremos transfiriendo todos aquellos aspectos, preciados o
despreciados, de nuestra propia cultura. El imaginario se adaptará a las
circunstancias por venir, manteniendo siempre viva (en lo más profundo de
nosotros mismos) la posibilidad de seguir soñando con otros mundos, con la
diferencia, con lo ajeno. Porque “[...]
por más que algunos afirmen que el mundo ha sido explorado en su totalidad
[...], la aventura bien podría estar a punto de comenzar” [22].
Fernando Jorge Soto Roland
Profesor Universitario en
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[1] Fawcett, Percy Harrison, A Través de la Selva Amazónica,
capítulo III, Editorial Zigzag, Madrid, 1974.
[2] NOTA: Durante la Expedición Vilcabamba '98 tuvimos oportunidad de
conversar con un avezado cazador cusqueño que nos refirió que en las selvas del
Manú la gente afirma haber visto anacondas de casi 100 metros (!). La
noticia llegó a diarios de todo el mundo (en el mes de abril de 1998,
aproximadamente), sin establecer que la supuesta serpiente no era otra cosa que
un pequeño acantilado dejado por un río fuera de curso, y visto desde la
distancia.
[3] Fawcett, P.H., op.cit., pág.177.
//Nota: En muchas localidades del Amazonas —en la región del río Negro— los
lugareños actuales hablan de bagres gigantes que llegan a tragarse enteros a
niños pequeños. Según algunos periodistas del History Channel hay pruebas de
estos casos.
[4] Ibíd, pág. 266.
[5] Ibíd, pág. 266.
[6] Ibíd, pp. 177-178.
[7] Conan Doyle, Arthur, El Mundo Perdido, Editorial
Laertes, Barcelona, 1983.
[8] Fawcett, P.H., op.cit. pág. 191.
[9] Ibíd, pág. 192.
[10] Conan Doyle, A., op.cit., pp.50-51.
[11] Véase: Hermes Leal, Coronel Fawcett, A Verdadeira História do
Indiana Jones, Editorial Geraçao, Sao Paulo, Brasil, 1996.
[12] Conan Doyle, A., Ob.cit., pp.74-75.
[13] Véase: Cohen, Daniel, Enciclopedia de los Monstruos,
Editorial Edivisión, México, 1989.
[14] Ibíd, pp.56-58.
[15] Véase: Criaturas Misteriosas, Biblioteca
Time Life, Editorial Atlántica SA., Buenos Aires, 1992.
[16] Citado por Daniel Cohen, Ob.cit., pág. 61.
[17] Criaturas Misteriosas, Ob.cit., pág. 55.
[18] Díaz-Plaja, J., Los Monstruos y Otras Literaturas,
Editorial Plaza y Janes SA., 1967, pág. 27.
[19] Ibíd, pág. 29.
[20] Véase: Bartra, Roger, El Salvaje Artificial, Ensayos
Destino, Editorial Destino, Barcelona, 1997; y Bartra, Roger, El
Salvaje en el Espejo, Ensayos Destino, Editorial Destino, Barcelona,
1996.
[21] Cohen, Daniel, op.cit., pp.17-18.
[22] Allen Bill, en National Geographic Society, Vol.2, Nº 2, febrero
de 1998, pág. 1.
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