EL CASTILLO DE EGAÑA
HISTORIA Y FICCIÓN
Por
PARTE 1
BREVE RESEÑA HISTÓRICA
Hacia 1825, en épocas de Bernardino Rivadavia y durante
la llamada “feliz experiencia porteña”,
el general Eustoquio Díaz Vélez, activo y comprometido protagonista del proceso
revolucionario iniciado en mayo de 1810, adquirió en enfiteusis algo más de 17
leguas en la zona del Fuerte
Independencia, hoy Tandil. Poco después, sumó 20 leguas más dando origen a
una inmensa estancia de reconocida fama, a la que en honor a su esposa (Carmen
Guerrero y Obarrio), bautizó con el nombre de “El Carmen”.
Treinta y un año más tarde, cuando el viejo general
murió (1856), sus hijos, Carmen, Manuela y Eustoquio (h), hicieron efectiva la
propiedad del latifundio y, tras la sucesión, el varón se quedó con la
estancia, manteniendo su antigua denominación.
Millonario próspero y renombrado miembro de elite
porteña, Eustoquio Díaz Vélez (h) acrecentó la fortuna a lo largo de su vida,
dejó un suntuoso palacio en el barrio de Barracas y, cuando finalmente falleció
en 1910, la estancia “El Carmen” se
dividió entre sus dos únicos hijos varones: Carlos, que era ingeniero, y
Eugenio, arquitecto de profesión. También sus cuatro nietas recibieron una
fracción del campo
Será el segundo de sus hijos (Eugenio) quien levantaría,
sobre la porción de tierra heredada, el casco de la estancia San Francisco, muy cercano al
pueblo/estación de Egaña, por donde pasaba el tren desde 1891.
Así es como nace el famoso castillo que nos convoca.
Eugenio proyectó el edificio siguiendo un estilo europeo
muy ecléctico y trasladó desde Buenos Aires y Europa la mayor parte de los
materiales de construcción. Los trabajadores fueron contratados en Capital
Federal y enviados al sitio de la obra; que se prolongó desde 1918 hasta 1930.
A lo largo de esos doce años, el castillo experimentó
ampliaciones, mejoras y una decoración de excelencia. Debió ser una especie de
hobby para su propietario, en donde poder experimentar y plasmar sus proyectos
de arquitectura, mientras la familia lo ocupaba estacionalmente.
Cuando Eugenio murió, el 20 de mayo de 1930, “San Francisco” fue heredado por su hija
mayor, María Eugenia, quien arrendó las tierras, administradas por la Casa Bullrich y Cia.
Todo parece indicar que no fue una decisión acertada.
Los actuales descendientes coinciden en afirmar que, desde entonces, se inició
la lenta y persistente decadencia de la estancia y su fabuloso edificio.
En 1958, bajo la gobernación de Oscar Alende (UCRI), el
proyecto de reforma agraria, tan resistido por los terratenientes y alentado
desde los días del presidente Perón, finalmente tocó a las puertas de la
estancia; y, con la intensión de implementar planes de colonización y afincar a
pequeños propietarios rurales (mismo proyecto –fallido- de Rivadavia), la
inmensa propiedad fue expropiada por la provincia, según ley 5.971, del 2 de
diciembre de 1958 y ley 6.258 del 14 de marzo de 1960. De este modo, antiguos
arrendatarios se convirtieron en propietarios de las tierras que antes alquilaban,
apoyados por créditos del Banco de la Provincia de Buenos Aires.
El Ministerio de Asuntos Agrarios creó entonces la colonia Langueyú, dentro de la cual
quedó gran parte de la estancia San
Francisco y su reputado casco. Más tarde, la estancia se subdividió y
adjudicó en lotes a los colonos. En tanto el mobiliario, equipos de trabajo y
demás enseres del edificio fueron subastados (y no tanto saqueados, como dice
una tradición que circula).
Pero, ¿qué iba a hacer el gobierno provincial con
semejante construcción, en medio del campo? Los hechos revelan que no tomó una
determinación rápida y el castillo empezó a sufrir el deterioro.
Finalmente, en
1965, el gobernador Anselo Marini (UCRP) lo transfirió al Consejo General de la
Minoridad (mediante decreto 5.178/65) con la intensión de convertirlo en un
hogar/granja que, a la sazón, terminó convertido en un reformatorio, alojando a
jóvenes con problemas de conducta. Hacia mediados de los ’70, y tras un
asesinato que comprometió a uno de los internos, los menores fueron reubicados
y el castillo quedó, una vez más, olvidado.
Deshabitado.
Abandonado, hasta el día de hoy.[1]
PARTE 2
LOS
NUEVOS CÁNONES DE LA DISTINCIÓN
Cuando el castillo de la estancia San Francisco fue
construido, el comportamientos de las elites en Argentina experimentaba una
interesante transición que iba de las sencillez al “empaquetamiento”.
Este cambio, gradual y profundo, no sólo se dio en el
mundo de las relaciones sino también en la vestimenta, el modo de hablar, el
lugar donde se vacacionaba y socializaba, el nivel de gasto y, naturalmente, en
la arquitectura de sus residencias.
Se estaban construyendo los nuevos cánones de la
distinción; muchos de los cuales siguen vigentes o adquiridos recientemente por
la leudante burguesía vernácula, nacida a la sombra del
neoliberalismo-conservador de la década de 1990 y el menemato.
La transición que se operó a fines del siglo XIX y
principios del siglo XX, dejó en desuso muchas prácticas que habían tomado
forma a partir de 1810. las nuevas afortunadas minorías de la década 1880/1890
(elites para unos, oligarquías para otros) abandonaron los rasgos de austeridad
que habían caracterizado a sus abuelos, más adeptos a las reuniones sencillas
de “corte familiar”, informales y sin mucho boato. Por el contrario, los
miembros finiseculares de las familias “patricias” (como les gustaba llamarse),
olvidaron las simplezas de la vida, que pasaron a ser incorporadas por las
clases medias urbanas, en una especie de tardío mimetismo.
El desacartonamiento y la “naturalidad” de los gestos,
que tanto llamaron la atención de los primeros visitantes y viajeros europeos a
principios el siglo XIX, se esfumaron de las tertulias. Pasaron de moda y
quedaron en recuerdo y patrimonio del periodo
colonial y primeros años de la independencia.
Las fortunas en aumento, la concentración de tierras y
poder en un número limitado de familias, pero en franco crecimiento numérico
con relación al pasado, es señalado por algunos especialistas como una de las
causas del cambio. Cambio que puede resumirse en un concomitante aumento de la
formalidad y un notorio retraso de la espontaneidad de antaño.
La teatralidad se incorporó a la vida de las elites. Se
naturalizó. Y hacia finales del siglo XIX, ya era impensable, por ejemplo,
participar en una reunión sin haber recibido una “tarjeta de presentación” para ser admitido o consumir mate o
chocolate con tortas fritas. El consumo se volvió más “elegante”
y las tertulias europeizaron lo que empezó a ser denominado “el buen gusto”.
También el autocontrol, la rigidez de las posturas y el
“estiramiento” terminaron
imponiéndose, no solo en el ámbito de lo público, sino especialmente en la vida
privada (machista, sexista y autoritariamente paternalista); alcanzando ribetes
(hoy ridículos) cuando se salía a pasear y a exhibirse por los barrios
aristocráticos e la ciudad.
Rostros tensos, mandíbulas apretadas, gestos medidos y
poco demostrativos ganaron espacio junto con una profunda diferenciación sexual
y social, acompañada por mayores controles, en especial sobre las “niñas bien”. Todo esto mezclado con un
marcado crecimiento de la ostentación; que implicó, entre otras cosas, un
cambio en la conceptualización del ocio y, como dijimos antes, del consumo.
Lo que se advierte a fines del siglo XIX y primeras décadas
del XX es una evidente y marcada sofisticación de las costumbres. No sólo el
mate quedó atrás. También la comida criolla fue reemplazada por la gastronomía
extra, en especial la francesa; que, a diferencia de lo que hoy ocurre en los
ambientes llamados “chetos”, se caracterizó no sólo por la calidad sino también por la
cantidad. Todavía no se había instalado la idea que distanciaba la elegancia de
lo abundante.
El banquete pantagruélico se convirtió en signo de
pertenencia (en especial masculina) de la “alta sociedad”; frente a un país
que, en gran parte, pasaba hambre o vivía en la miseria (como lo indican las
huelgas y protestas populares que la elite no deseaba ver, ni atender)-
Por tanto, cuando el castillo de Egaña fue levantado, la
principal preocupación “aristocrática/patricia” era mostrarse. Como bien dijera el historiador Eric Hobsbawm, en el
mundo de la alta burguesía occidental, “el
hábito hace al monje”. Lo importante no era sólo “ser”, sino “mostrar/aparentar”
que se era. Y si de hábitos hablamos, el mundo de la moda también sufrió
grandes modificaciones.
Desde aproximadamente 1880, las elites dejaron de
confeccionar sus propias ropas. Ahora el vestuario tenía que develar el consumo
ostentoso e los ricos. Fue así como se impuso el jacquet, el smoking y el frac,
entre los hombres; además de prendas femeninas traídas de Europa o
confeccionadas por modistos famosos (que empezaban a instalar sus talleres en
Argentina).
Idéntica transformación experimentó la joyería, los
muebles y los medios de transporte. Incluso la muerte pretendió ser burlada y
dejó de ser la “gran igualadora”: las señoriales y costosísimas bóvedas del
cementerio de la recoleta marcaron la diferencia, aún después de a muerte.
Pero no hacía falta morirse par expresar donaire y alto
posicionamiento social. Las residencias se convirtieron en el mejor, más
visible y grandilocuente ejemplo de consumo conspicuo. Y al castillo de Egaña
hay que inscribirlo dentro de esta tendencia, como tantos otros palacios
construidos durante y después de la celebración del centenario (1910)
Basta con observar hoy sus ruinas para reconocer que, en
esa zona aislada de la pampa bonaerense, se levantó un edificio que sintetiza
gran parte de los aspectos que explicamos más arriba.
Como residencia de la elite, el castillo debía encarnar
ese universo burgués del que tan orgullosos estaban sus acaudalados miembros.
La espectacularidad de sus dimensiones y estilo ecléctico de su construcción es
un signo más que evidente de ese afán por destacarse que tuvieron los
representantes del “patriciado” vernáculo.
Ya para la primera década del siglo XX, las viviendas
bajas y horizontales, propias de la época colonial, habían dado paso a los
palacios y petit hotels (éstos en la
ciudad) cuya nota esencial y novedosa era la verticalidad (no sólo del edificio, sino del status que daba algo que
empezaba a ser buscado y muy valorado: la privacidad).
Y en castillo de la estancia San Francisco eso fue posible. La intimidad podía
conseguirse dentro de sus paredes; y con ella combatir la teatralidad de la
exigente vida social.
El hecho de que el edificio tuviera muchas habitaciones
con funciones específicas y especializadas, permitía que el aislamiento del
resto de las personas fuera una realidad
concreta (y que, aunque muchos la vieran con malos ojos, especialmente para los
niños y adolescentes, la buscaban). Por otro lado la verticalidad de lo privado
se nota en la siguiente característica: mientras que los salones de reunión y
reopción se ubicaban en la planta baja, los dormitorios y cuartos de estar,
estaban en el piso superior inmediato. Se perfilaban así dos mundos diferentes
y separados, sólo conectados por estrechas escaleras
Aunque, a la hora de deslindar mundos, los pisos más
altos también cumplían con ese cometido, ya que en ellos, usualmente de
instalaba la servidumbre o personal doméstico (que por entonces aumentó su
número y especialización; siendo los criollos y mulatos suplantados por
empleados de origen europeo).
Una verdadera torta social. Una estratigrafía bien marcada.
Un Titanic encallado en plena pampa.
Visitar y recorrer actualmente lo que queda del castillo
de Egaña resulta una experiencia sobrecogedora. Es como ingresar en un
retorcido laberinto de pasillos, cuartos de diferentes tamaños, baños y
salones, todos destruidos, sucios y en franca decadencia. Dependencias que han
perdido el destino que tuvieron o le dieron sus arquitectos. En muchos casos
cuesta imaginar para qué servían. Se conectan y entrelazan conformando un todo
abigarrado, complica, difícil de entender, ya que muchos son las puertas
clausuradas y los vanos tapiados, cubiertos de graffiti.
Cual un majestoso palacio de Cnosos criollo, sólo falta
en él, el famoso minotauro del mito griego. Y no son pocas las estancias para
imaginar que eso pueda ser posible. Con 77 habitaciones, 14 baños, 2 cocheras,
galerías, patios, talleres, un mirador y varios balcones, el castillo de Egaña
es el escenario ideal para el imaginario más descabellado (como veremos en la
siguiente parte de este trabajo). Un enredado universo de ambientes que señalan
y prueban una de las características propias de la época de su construcción: la
de la “casa poblada”. Muy poblada, ya
que lo común era que, en palacios de ese tipo, convivieran no sólo el
matrimonio con sus hijos, sino también otras generaciones de pariente (solteros
o viudos) con la consabida servidumbre.
No conozco a la fecha ninguna foto que muestre su
interior en épocas de esplendor; pero con seguridad, el castillo arrastraba
también otra costumbre bien arraigada, tanto de la burguesía argentina como de
la europea: el horror vacui, el miedo al vacío, y su consiguiente
atiborramiento de muebles, adornos, obras de arte y la recargada decoración de
sus ambientes: si en algo se parecía a otros palacios del país era en su aspecto
semejante a un museo.
Muebles caros, importados y pesados, macizos,
señoriales, que iban desde las grandes mesas inglesas hasta los pianos de
incalculable valor; modulares, bibliotecas, cuadros, platos, porcelanas y
platería, fuentes, mantillas y cortinados. Todo unido persiguiendo un único
objetivo: resaltar a través de lo material el status familiar, su fortuna y
posición social e intelectual.
En el castillo de Egaña el tamaño sí importaba.
Por aquel entonces (fines de la década de 1910 y años
subsiguientes) las dimensiones de las viviendas de la elite aumentaron
enormemente, en especial las residencias suburbanas y rurales que, en su
mayoría, eran de ocupacional estacional, nunca permanente. El castillo es entonces un ejemplo elocuente
de la estacionalidad del ocio
aristocrático y de una nueva práctica: el veraneo en las estancias (otra de
las tantas pautas que el status demandaba).
Ir al campo, “al
palacio del Tata”, se convirtió en una costumbre que encumbraba al
depositario de ese privilegio. La vuelta al campo implicó, así, revalorizar lo
rural; pero no desde una óptica criolla, autóctona o localista, sino a través
de una mirada claramente europeizante, importada del otro lado del Atlántico,
donde todos suponían estaba la civilización y el progreso.
El mate fue suplantado por el five o´clock tea, imponiéndose también la producción de ganado
refinado, al amor por los caballos (pura sangre) y la vida ociosa y distendida
del campo, tal como se practicaba en Inglaterra (de donde lo copiaban).
Así, la búsqueda de un status calcado de Europa se
injertó en la llanura pampeana, adoptando forma con ladrillos, tejas y
columnas, de las mansiones y palacetes del interior del país.
El castillo de Egaña fue un claro ejemplo de todo ello.
PARTE 3
FANTASMAS
Cuando los rumores se solidifican y la leyenda desplaza
a la “historia que realmente ocurrió”,
nos topamos de lleno con el inestable terreno del mito urbano (o rural).
Dentro de sus límites lo inverosímil y lo fantástico se
vuelven posibles y la frontera que separa “lo natural” de “lo sobrenatural” se
desdibuja, se mueve de un lado a otro, diluyendo las certezas, desgastando las
leyes de la física que consideramos inmutables; retrotrayéndonos a un imaginario
casi medieval que exacerba el sentimiento más enraizado y primitivo que hay en
el ser humano: el miedo; puerta de entrada al universo onírico de los fantasmas
y sus mansiones encantadas.
El castillo de Egaña, cercano a la ciudad de Rauch
(provincia de Buenos Aires), posee toda una serie de características que, a
nuestro entender, lo convierten en el sitio ideal para que en él germinen las
más afiebradas elucubraciones fantasmagóricas.
Si bien a la fecha éstas no parecen haberse asentado
todavía con fuerza, detectamos indicios que habilitan la sospecha de que existe
al menos la volunta y el deseo de que eso ocurra. Creemos que, a medida que el
edificio salga del anonimato en el que se encuentra, la fantasmogénesis relacionada con él irá en aumento; y no será raro
que termine captado por los modernos cultores de los misterios paranormales,
tan de moda y pululantes en el universo de los canales de televisión.
Por eso, en este apartado del trabajo, vamos a
identificar aquellos elementos que facilitan la difusión de relatos
fantásticos, relacionados con mencionado castillo.
¿Qué tiene de extraordinario este antiguo casco de
estancia? ¿Qué elementos de su arquitectura alimentan el imaginario popular,
hasta convertirlo en un lugar en donde ocurren supuestos “sucesos extraños”? ¿Qué grado de responsabilidad tiene el “homo internéticus” en este proceso
creativo? ¿Qué sucesos de su “historia
real” son los que abonan todas y cada una de estas creencias?
En primer lugar habría que hablar del escenario.
Protegido por la inmensidad de la pampa, rodeado por
leguas de terreno apisonado y llano, el castillo de Egaña (con su bosque
circundante) semeja una isla de exuberante verdor en medio del desolado “desierto” bonaerense.
De lejos, el tupido monte que lo contiene en su seno, y
que nos recuerda la figura de un gigantesco reptil aplastado contra el suelo,
mantiene al edificio fuera del campo visual de los ocasionales viajeros.
El aislamiento y la distancia siempre operaron de la
misma manera a lo largo de la historia. Los conquistadores españoles lo decían
claramente en sus refranes, durante los días de expansión: “cuanto más lejos, más raro”. Idea que
perduró en el tiempo y que supo ser muy bien explotada por la literatura de
horror. Desde la novela gótica del siglo XVIII, hasta la ghost story del siglo XIX, los lugares aislados, lejanos y
solitarios, se convirtieron en fuente de sospechas permanentes. El hecho de
estar ocultos, o ser poco accesibles, contribuyó a que se los poblara con características
extraordinarias; de las cuales pocos (o nadie) pueden dar cuenta de manera
directa, a no ser a través de relatos de terceros, por lo general poco fiables.
“Esto le pasó a un amigo de mi primo”
suele decirse para convertir la historia en algo verosímil (condimento
necesario para que una fábula circule y se difunda, hasta pasar a ser parte del
acerbo folclórico de un lugar).
Más allá de lo expuesto en relación con el contexto
geográfico en el que se levanta el edificio, lo que debemos tener en cuenta y
no olvidar, es que, en este caso, lo que convoca nuestro interés es, nada más
ni nada menos, que un “castillo”.
Construcción poco común en medio del campo argentino y que nos retrotrae a las
sesiones de cine y filmes de horror que veíamos cuando éramos chicos. Drácula,
Frankenstein y demonios varios de Hollywood vivían y dirigían sus maquiavélicos
planes desde instalaciones de ese tipo.
El “castillo”,
como alegoría, representa el misterio por antonomasia. El secreto, devenido en
ladrillos y piedras. El más adecuado escenario para el temor, las intrigas, las
conspiraciones y el crimen.
El “castillo”,
como elemento indispensable del imaginario gótico, y tema de tantísimos
cuentos, encarna el romanticismo en su estado más puro; y el período más
apreciado y admirado por ese movimiento cultural: la Edad media.
Desde un punto de vista simbólico, estas imponentes
construcciones pueden presentarse de maneras diferentes: como un “castillo luminoso”, símbolo de poder,
riqueza y purificación (amén de seguridad y resguardo físico y moral); o como
un “castillo negro”, mansión de
monstruos y alquimistas, habitado por caballeros oscuros y fantasmas. En esta
última acepción el castillo adquiere el significado de puerta, de pasaje, de
acceso al otro mundo; especialmente cuando está abandonado. Situación en la que
se encuentra hoy el castillo de Egaña.
Pero si al deterioro físico y al abandono le añadimos el
gran tamaño de la construcción y su origen añejo, el cuadro de situación se
completa y terminamos parados frente a una potencial
usina de rumores y leyendas que, como era de esperar, el majestuoso
edificio de Rauch también posee.
Hace poco más de un siglo, el escritor y filólogo
español Daniel Granada publicó su libro Supersticiones
del Río de la Plata (1896) y nos dejaba una análisis critico, pormenorizado
y profundo de muchas de las leyendas más extendidas que, ya por entonces,
circulaban tanto en Argentina como en Uruguay. En uno de los capítulos (el
XXXI), Granada encara el estudio de las apariciones y de los lugares “asombrados”, como le gustaba llamarlos (
y eran denominados en estas latitudes hacia fines del siglo XIX).
“Un sitio asombrado es el
teatro de todas las travesuras y a veces maldades que por medios extraños y
espantables puede ejecutar el demonio. Las almas del otro mundo asombran
también casas y otros lugares. Se espanta o asombra la gente con ruidos, voces
y visiones con que los demonios o almas en pena se manifiestan; de ahí el
nombre que recibe el lugar en que ocurren. Así como hay casas (que son muchas
en el Río de la Plata) asombradas, hay también vados o pasos, lagunas, ruinas o
taperas y hasta árboles asombrados”.[2]
Por todo lo dicho, nadie se “asombrará” si decimos que, en torno al castillo en ruinas de Egaña,
circulan ya algunas historias (no muy desarrolladas, por cierto) que hacen
referencia a “misteriosas apariciones
espectrales” en el lugar.
Vayamos, entonces, a uno de ellos, muy extendido en las
páginas de Internet que, como ya hemos dicho en otra oportunidad, se ha
convertido en el nuevo fogón (ahora digital) en donde nacen los mitos y
leyendas (tal vez con mucha menos crítica que cuando la gente los oía en
directo y se veían la cara).
¿De quiénes son esos sollozos del más allá? ¿Qué alma en
pena es la que arrastra sus pies en las derruidas dependencias del castillo de
Egaña? ¿Por qué pena? ¿Qué acontecimiento traumático del pasado es el que
provocó este drama, que parecería ser ya eterno?
Si seguimos las habladurías publicadas en la red, el
espectro que ronda en el laberíntico castillo parecería no ser otro que el de
su antiguo propietario y constructor, el arquitecto Eugenio Díaz Vélez, hijo de
don Eustoquio Díaz Vélez (h), quien fuera propietario de otro palacio en el
barrio de Barracas y que (oh sorpresa)
tiene también fama de estar embrujado.
Según sostiene una de las apócrifas leyendas que circulan,
un accidente fatal sería el responsable del encantamiento del castillo de Egaña.
Cuentan que en el día de la inauguración, con la fiesta
preparada y todas las mesas puestas para celebrar tamaño acontecimiento, los
invitados empezaron a ponerse ansiosos por el retraso de dueño de casa. Don
Eugenio parecía haber olvidado apersonarse en el “novel” castillo, pero su hija (heredara universal de todo el
patrimonio de su padre) los calmó diciéndoles que estaba en camino desde Buenos
Aires y que llegaría de un momento a otro. Pero eso nunca ocurrió. Pocas horas
más tarde, y frente a las insistentes preguntas de parientes y amigos, la joven
mujer fue informada de algo terrible: don Eugenio se había matado en la ruta en
un accidente.
El recuerdo de la tragedia impidió a la familia volver
al palacio campestre y así, lentamente, la mansión quedó signada al olvido y,
por supuesto, al alma en pena de su mentor y constructor.
En principio esa sería la historia que explicaría la
actividad fantasmal en el castillo. Pero hay un inconveniente: todo el relato
es una mentira. Un producto de la
imaginación colectiva. Como hemos explicado en la primer parte de este
trabajo, nunca hubo fiesta de inauguración, ni mesas abandonadas con el
servicio listo a ser consumido, menos aún invitados y, por sobre todas las
cosas, tampoco existió el accidente en la ruta. Don Eugenio Díaz Vélez murió en
Buenos Aires en su palacio de avenida Montes de Oca (Barracas). Nunca hubo
viaje, ni choque, ni muerte violenta. Entonces, ¿de quién es el fantasma que
todavía estaría rondando en la propiedad?
Seguramente de la gente que lo creó.
Pero los rumores no terminan con el falso accidente.
Hay más.
Según cuenta otra leyenda que circula por Internet, el
castillo estaría “maldito”.
Aparentemente, una “venganza espectral”
ha caído sobre el edificio y los responsables no son otros que los errantes
espíritus de los indios pampa, muertos en el siglo XIX durante las campañas
comandadas por el entonces gobernador de Buenos Aires, Martín Rodríguez, en pos
de más tierras para la incipiente ganadería; y que, tiempo más tarde, la
familia Díaz Vélez adquiriría con la enfiteusis rivadaviana.
La “venganza india
del más allá”, un clásico en el imaginario americano, se convierte en una
denuncia solapada, en una crítica no explícita, al accionar de los empresarios
ganaderos, protagonistas de la postrera conquista de esta parte del continente
(y fuente de incalculables fortunas).
Como si todo esto fuera poco, hay una última historia
que abona a todas las anteriores y actúa como catalizadora de renovados rumores
locales.
Para sorpresa de todos, el castillo de Egaña fue
escenario, lamentablemente, de un hecho luctuoso que se llevó la vida de un
hombre joven.
He tenido contacto con familiares directos de la víctima
que, a diferencia del imaginario accidente rutero de don Eugenio, confirmaron
que el hecho ocurrió el 14 de mayo de 1974.
Dado que no tengo autorización para revelar el nombre de
la familia, me referiré a ella con el apellido ficticio de “Burgos”.
Poco antes de mediados de la década de los ’70, cuando
el castillo funcionaba como reformatorio de menores, el señor “Enrique Burgos”, que trabajaba para el
ministerio de Asuntos Agrarios de la provincia, fue enviado a administrar una
de las distintas colonias agrarias que habían sido creadas en los ´60 a
instancias del por entonces gobernador Oscar “Bisonte” Alende. La colonia se llamaba Langueyú y estaba comunicada
al castillo por un camino de tierra. Todos los días, la señora de Burgos, maestra de profesión, recorría
el trayecto para dar clases en el instituto de menores; pero su marido también
se daba tiempo para trabajar con los chicos internados en el lugar, dándoles
tareas en el trabajo de campo e instruyéndolos.
Relata la hija de Burgos
(a la sazón una niña) que en el castillo había un muchacho ya mayor al que “Enrique” tuvo que pedirle, en cierta
ocasión, que se volviera a su casa, dado que por su edad ya no podía permanecer
allí. Comenta que acompañó al chico hasta el tren, pero el muchacho no se
marchó. Seguramente quedó rondando por la zona, masticando odio; y el 14 de mayo
de 1974, mientras Burgos volvía a su
casa desde el castillo, lo esperó a la vera del camino y lo mató de ocho tiros.
Después se subió al auto en el que Burgos
viajaba y se fue.[3]
Finalmente, un hecho de sangre (cercano al castillo)
queda confirmado, alentando al imaginario por senderos que desconocemos a dónde
nos van a llevar.
PARTE 4
UN RECORRIDO
FINAL POR EL ABANDONO
Opaco, irregular, tortuosamente laberíntico. Imponente en medio de la nada. Desnudo de vidrios, sólo vestido por graffitis. Solitario. El castillo de Egaña es únicamente una sombra, aún digna, de lo que supo ser.
Mudo y silencioso, carente de humanos. Pajarera gigante
de la decadencia.
Lúgubre y misterioso. Atrapante. Seductor por donde se lo mire.
Sus múltiples ventanas se abren en todas direcciones.
Panóptico ciego desde el que ya nadie vigila ni mira nada.
Acopiador de guano, de astillas, polvo y basura. Receptáculo de suciedad, óxido y manchas de humedad. Sólo los mosaicos de los pisos, que cambian de diseños en cada dependencia, conservan algo del color original. Rojo, negro, azul, amarillo. Observables sólo cuando las heces de aves y murciélagos son echas a un costado.
En medio de ese eclecticismo decaído y en ruinas, las
columnas jónicas que rodean el patio interno, conservan, a pesar de las
irreverentes inscripciones que las ensucian, el
señorío clásico que hemos aprendido a identificar como arte.
De a ratos, el marco corroído de una ventana o puerta,
cruje; denunciando el óxido de sus bisagras y el sin-cuidado de una mansión que
se sabe muerta.
Italianizante por momentos. Afrancesado, en otros.
Normando, en algunos rincones y medieval en su mirador, el castillo de Egaña
carece de una definición estilística clara. Lo único claro es su solemne
señorío.
Cuando se lo ve como está ahora, cuesta creer que tanta
gente haya invertido dinero, esfuerzo, creatividad y tiempo en su construcción.
Pero así es todo. En todos los órdenes de la vida.
Universo cerrado del detalle. Hasta sus rincones menos importantes sobresalen por la calidad y belleza de su factura.
Una enigmática e irracional furia parece haberse
desatado en lo que queda de baños y cocinas. Anónimas manos destructoras,
libres de la mirada ajena, descargaron un frenético vendaval de golpes sin
sentido, destruyendo lo que antaño fuera parte importante del castillo.
El impulso de
muerte se sobreimprime y triunfa sobre el impulso de vida. Norma generalizada
en todos los sitios abandonados. Y el castillo de los Díaz Vélez no es la
excepción a la regla.
Jirones endebles, meros tablones podridos. Sus
persianas, que tan bien protegieron la intimidad burguesa de la mansión, hoy
son sólo un recuerdo carcomido.
Modulares vacíos, sin puertas, invadidos por la humedad y la mugre. Sin reservas de comida. Sin nada. Esqueletos secos en cocinas sin aromas ni recetas.
Desde el patio trasero, el castillo yergue sus tres plantas exhibiéndose como su fuera una construcción traída de Europa Oriental. Me recuerda al castillo de Bram y a su famoso propietario, Vlad Tepes, príncipe de Valaquia. Cruel defensor de la cristiandad y conocido con el apodo de Drácula.
Las ventanas de los altillos, siempre
oscuras, remedan inmensas y rectangulares pupilas dilatadas, prolijamente
enmarcadas por tejas oscuras que, paradójicamente, se conservan intactas,
luminosas, como recién puestas.
Especular, conjeturar respecto de lo que fue o pudo haber sido un lugar abandonado, es una operación que se vuelve casi ineludible. ¿Quién no ha imaginado con vida los lugares muertos? Pensarlos en sus horas de esplendor incitan a la nostalgia y nos alertan sobre nuestra inevitable decadencia.
Los lugares abandonados personifican,
de un modo crudo y bello al mismo tiempo, el poder e imperio del polvo. Son
escenarios de la recolonización de la naturaleza y el más firme presagio de la
victoria final de la suciedad y la basura.
El silencio es quien somete, como un
tiránico rey, a los lugares abandonados, condenándolos al solo sonido de las
aves intrusivas que los anidan y regentean.
En los lugares abandonados rara vez
los colores mantiene su brillo. Lo opaco señorea por doquier y una pátina de
tristeza cubre absolutamente todo, dejando —en larga agonía— espacios otrora
llenos de vida, de proyectos y esperanzas. Descoloridos, olvidados, sólo les
resta esperar su completa desaparición.
Tragedias hechas ladrillos. Así se explicitan. Así se los recorre. Entre ellos nacen las dudas. Abundantes, omnipresentes. Imposibles descartarlas. Inevitables ante cada mirada.
Escenarios yermos y atemorizantes. El
vacío y la soledad meten miedo, ponen en efervescencia la imaginación,
anunciando lo irremediable. Materializando el destino al que todos nos
dirigimos. Tal vez sea ése el motivo por el cual tantas personas se niegan a
visitarlos, renegando de ellos, esquivándolos; olvidando la belleza intrínseca
que poseen.
Los lugares abandonados personifican
la muerte. Espantan a los viejos, atraen a los jóvenes, quienes los exploran
buscando en ellos el espíritu de aventura, tan ligado a los peligros de la
“Parca”.
El dominio de las grietas. El reino del papel que se tambalea y aún así resiste a las fuerzas del desgano, la desidia y el olvido. Un pacto fáustico que desde el vamos se sabe incumplido.
Los lugares abandonados son el campo
propicio, fértil, de las metáforas y adjetivos.
Aunque en apariencia detenidos en un
limbo, los lugares abandonados nos engañan, porque el devenir, lento e
inexorable, los fagocita y erosiona. Aún enmascarada, la muerte los acompaña.
Cada grieta es una historia ignota.
Cada mancha de humedad una bofetada al “Progreso”,
en algún momento asociado al edificio. Cada ambiente deteriorado una decadencia
particular.
Se los recorre en silencio, como se recorre un cementerio; imaginando todo aquello que pudo haber sido y no fue. Lamentando lo inexorable. Preguntándonos “por qué”.
Los lugares abandonados, como la
basura, incomodan. Atentan contra el “buen
gusto”, y la convivencia con ellos se vuelve problemática. Asociados con el
mal olor, las ratas, la muerte, lo podrido, encarnan lo peor de nuestra cultura
de consumo. Se transforman en el mejor ejemplo de lo inútil.
Hay un placer inherente a los lugares abandonados que se explicita especialmente en los niños y adolescentes. La aventura de recorrerlos no tiene precio. Es adrenalina pura; la esencia misma de la incertidumbre y la sorpresa. El solo ingreso en una casa vacía y deteriorada simboliza la ruptura controlada de las normas y leyes vigentes. Entrar en ellas es apartarse de los controles que ejercen los adultos y el Estado, para jugar, apoderándose de cosas que no son suyas, alimentando el sentimiento de aventura y rebeldía.
Menospreciados y temidos. Evitados, especialmente por los adultos, los lugares abandonados nos hablan de dos cosas que rechazamos y que en nuestro imaginario aparecen asociadas: la basura y la muerte. Quizás por eso los sitios que dejamos en manos del deterioro estén —como los cementerios— en las periferias de nuestras ciudades. Lejos de los vivos. La podredumbre se deja fuera.
Lugares sombríos, marginales, incontrolados. Sometidos a las fuerzas de la naturaleza y desprovistos de cualquier control racional, los sitios abandonados abonan nuestro temor natural a la oscuridad y a lo sobrenatural. En ellos todo parece posible, especialmente de noche, cuando los sonidos y las sombras adquieren características más extrañas que durante las horas diurnas. No es de extrañar, entonces, que sean los escenarios más propicios para el miedo.
De entre todas las partes que tienen
las edificaciones, los jardines y parques son las primeras en sublevarse cuando
el sitio queda abandonado. Enredaderas, yuyos y plantas desbocadas sin el
control ejercido por el hombre, desoyen la domesticación a la que habían sido
reducidas y lo copan todo. Presionan y resquebrajan el asfalto; retuercen
hierros; escalan y desmoronan paredes. El mundo vegetal reclama el escenario.
Lo reconquista sin pausa. Lo vuelve propio. Un jardín abandonado es la
naturaleza en movimiento. Es autonomía. Es la anarquía hecha ramas. Tal vez por
eso sean más impactantes que la selva misma. Mientras que ésta denota la fuerza
bruta de la naturaleza, los jardines y parques abandonados son la esencia de la
revancha. Del descontrol. La pérdida de una batalla.
“Era”.
Todo “era”. El verbo “ser” en pasado. Así, con esa palabra
conjugada en ese tiempo gramatical, es como se recorren los lugares
abandonados. Esto “era” aquello (un hotel, una casa, un galpón, una fábrica);
pero que ya no es. Acá se comía, se vivía, se bailaba, se trabajaba, se lloraba
y se hacía el amor. Pero ya nada de eso ocurre más. El lugar está vacío, roto,
perlado por goteras, decorado de telarañas. La decadencia y el deterioro en
tiempo presente.
Recorrer un lugar abandonado conlleva siempre una reflexión sobre la muerte, la destrucción y la insipidez de las cosas. Como escribe Chateaubriand, no es posible dejar de pensar que «otros hombres tan fugitivos como yo vendrán a hacer las mismas reflexiones sobre las mismas ruinas».
Los lugares abandonados despiertan
curiosidad. Nos atraen, ya lo dijimos antes. Generan dudas y, por supuesto,
hipótesis que intentan resolver esas preguntas iniciales. La mayor parte de las
veces serán cuestiones irresueltas, incomprobables; generadoras de mitos que
terminarán idealizando el pasado hasta convertirlo en una “edad dorada”.
Inmunda fragilidad, receptáculo de sollozos. Escenarios palpables de la derrota.
Los lugares abandonados denuncian a
gritos el infinito precio de cada instante. Y eso nunca deja de ser
tonificante, porque como dice E. M. Cioran: «rejuvenecemos por el contacto con la muerte».
Fernando Jorge Soto Roland
Profesor en Historia
sotopaikikin@hotmail.com
ã Profesor en Historia por la Facultad de Humanidades de la UNMdP.
[1] Según indica la presidenta de la Comisión Permanente de Homenaje al general
don Eustoquio Díaz Vélez, señora Inés Álvarez de Toledo (a quien agradezco
la información brindada): “Hay una verdad
a medias: según se consigna por Internet, el terreno del castillo se cedió a la
Escuela agro-veterinaria “Eustoquio Díaz Vélez de la Fundación San Francisco,
pero lo que ésta utiliza es su terreno adyacente, no haciéndose cargo del
edificio”.
[2] Granada, Daniel, Reseña
histórico-descriptiva de antiguas y modernas supersticiones en el Río de la
Plata, Editorial Guillermo Kraft Ltda. Buenos Aires, 1896.
[3] Archivo del autor.
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