Ciudades y
Tesoros Perdidos
Prof. Fernando J. Soto Roland |
La ciudad ha sido considerada, desde los
tiempos clásicos, foco de civilización, humanidad e ímpetu
antropocéntrico. Ideal mismo de elevación intelectual y moral, la ciudad
occidental fue la protagonista de un proceso secular —iniciado
aproximadamente en el siglo XIII d.C.— que dio por resultado —durante los siglos
XV y XVI— una nueva mentalidad que generalizamos con el nombre de burguesa[1].
Esta mentalidad, más fáctica,
materialista y profana que la medieval, toma cuerpo y preponderancia en una
Europa que se abría al mundo después de centurias de encierro y repliegue en sí
misma. Así todo, los descubrimientos geográficos inaugurados por Cristóbal Colón
en 1492, revivieron antiguas fantasías, profecías, leyendas y mitos, mostrando
que las viejas estructuras clásicas y medievales aún permanecían ocultas, pero
vigentes, detrás de los novedosos comportamientos modernos. Y esto es comprensible; ya
que, como escribió Johan Huizinga[2], los cambios en historia nunca son verticales
(abruptos), sino que se dan transversalmente, permitiendo que lo viejo conviva
con lo nuevo; especialmente en el campo del imaginario colectivo.
La inmensidad del continente americano,
sus espacios incultos (según la
óptica eurocéntrica), sus selvas, montañas e inimaginables sociedades
aborígenes, conformaron el escenario de maravillas en donde todos los sueños
mediterráneos eran posibles. Antiguos mitos y leyendas resurgieron; ésos que el
historiador Juan Gil[3] llama
“mitos áureos de la frontera”. Y
fueron en esas fronteras (entre lo urbano y lo rural; entre la civilización y la
barbarie) desde donde se proyectaron a zonas desconocidas todo aquello que
Europa no había logrado dar.
Un sentimiento milenarista los embarcó a
todos, y el delirio aumentó ante lo ignoto, imposibilitando el dejar de soñar.
La riqueza fácil, el honor, el prestigio, como también el hecho concreto de
poder encontrar las míticas localidades, aludidas en la bibliografía teológica y
profana de la Edad Media, se exacerbó en suelo americano. Posteriormente, y
pasados unos siglos, cuando nuevas porciones de tierra se abrieron a los
intereses de Occidente, esos mismos mitos, aunque acondicionados a los nuevos
tiempos, volvieron a aparecer. Y tanto el oro, como las ciudades perdidas fueron
(y siguen siendo) una constante interesante de analizar.
Desde el mítico El Dorado (nombrado y perseguido por los
conquistadores españoles del siglo XVI) a la legendaria ciudad perdida de Zinj, que la tradición ubica en las
selvas tropicales de África Central (y que el novelista Michael Crichton
rescatara del olvido para colocarla como centro de su novela Congo[4]), las ciudades
perdidas han venido enriqueciendo la literatura y la exploración.
Su atractivo se mantiene vigente y,
temporada tras temporada, los románticos que quedan en el mundo alistan sus
mochilas y siguen partiendo en su búsqueda. Las hay de todos los metales y
tipos. Están las habitadas y las deshabitadas; las ubicadas en lo alto de las
montañas, en las impenetrables marañas selváticas o, incluso, las construidas
bajo tierra. Pueden ser de oro, plata o marfil.
Puede que estén encantadas, o simplemente
protegidas por mil peligros, para impedir el acceso de extraños. Pero el encanto
que todas las ciudades perdidas encierran es que, precisamente, están
perdidas.
No nos vamos a detener aquí a
analizar las infinitas expediciones españolas de la época de la conquista, que
salieron tras las huellas de El Dorado; para ello remitimos al lector a
“La Noticia Rica
del Paititi”
(www.la-lectura.com) en el que intentamos una aproximación al mito más
duradero y fascinante de los Andes peruanos. En este artículo, que por supuesto
se complementa con el texto mencionado, trataremos de mostrar aquellas ideas
fuerza que se siguen asociando con la temática de las ciudades
perdidas, refiriéndonos específicamente a las búsquedas practicadas
durante los siglos XIX y XX, en territorio americano.
Como hemos sostenido en otra oportunidad,
las exploraciones estuvieron siempre incentivadas por el misterio de
ciertas regiones y sociedades. Lo legendario y lo prohibido, lo mítico o lo
perdido, aparecen con frecuencia como los más profundos movilizadores de
hombres, y estructuran un componente indispensable del ser romántico. De todas
las cosas que pueden haberse extraviado a lo largo de la historia no existe nada
más atractivo que una ciudad.
Del enorme catálogo de ciudades perdidas
que existen, sólo un pequeño porcentaje de ellas ha sido efectivamente
encontrado. Sucede que, en su gran mayoría, aquellas que se han buscado por
décadas, jamás tuvieron una realidad concreta. Como en el caso de los monstruos
de las leyendas, estas elusivas urbes se niegan a revelar fácilmente sus
secretos; razón por la cual son difíciles de olvidar y fáciles de convertirse en
obsesión. Paradójicamente, los lugares
que nunca existieron han sido los depositarios de una inversión de capital y
de sacrificio humano enorme.
Pero el mito rara vez desaparece y los
descubrimientos que se realizan no hacen otra cosa que transformarlos y
aumentarlos. “Si tal ciudad que se creía
perdida para siempre ha sido hallada, ¿por qué no puede suceder lo mismo con tal
otra?”. Este sencillo argumento ha sido encontrado en boca de grandes
exploradores que, con mayor o menor fortuna, se lanzaron en la búsqueda.
En 1839, un joven abogado norteamericano,
llamado John L. Stephens, ingresó en Honduras con los manuscritos de un cierto
coronel Garlindo en la mano. El militar hacía mención de extraños monumentos perdidos en la selva
de Yucatán y América Central; y refería que, en un documento del año 1700, se
hablaba de antiguas edificaciones a orillas del río Copán, en Honduras. Stephens
se entusiasmó con la idea y, junto al magnífico dibujante Frederic Catherwood,
decidió partir para descubrir el misterio.
Tras innumerables contratiempos (entre
los que encontraron la cárcel misma), el abogado contrató algunos guías nativos
y se internó en la selva tropical. Luego de largos días de caminatas,
martirizados por los insectos, la humedad y las lianas, los exploradores
alcanzaron una pequeña aldea india a orillas del tan buscado río. Nadie conocía
nada sobre las ruinas que referían los documentos que habían leído los gringos.
Desalentados, decidieron hacer una visita
final por los alrededores y, como en las novelas, a último momento, después de
despejar una cortina de ramas, Catherwood
se topó con una estela de tres metros de alto, cuadrangular y
completamente esculpida en sus cuatro caras. Era una muestra de arte
completamente desconocida en las Américas. Entusiasmados con el hallazgo
siguieron explorando y sacaron a la luz otras trece estelas; más tarde
escaleras, pirámides y palacios. Una nueva civilización acababa de salir del
olvido: la Maya.
Stephens y Catherwood registraron y
dibujaron todo lo que pudieron, y cuando la oportunidad se presentó (bajo la
figura de un indio llamado José María, que poseía un arrugado título de
propiedad sobre los terrenos), compraron las tierras, con ruinas incluidas, al
“exorbitante” precio de cincuenta dólares. Ya de regreso a los Estados
Unidos, Stephens escribió y publicó el relato de su viaje, enriquecido con los
dibujos de su compañero, logrando un éxito enorme.
Otro afortunado explorador de fines del
siglo pasado fue el arqueólogo americano Edward Herbert Thompson, quien, en las
soledades de la retorcida selva al norte de Yucatán, descubrió, junto con su
guía indio, las monumentales ruinas de la ciudad más famosa del nuevo imperio
maya: Chichén Itzá. Al igual que Stephens, Thompson había sido conducido por una
crónica; la del primer obispo de Yucatán, Diego de Landa, quien en 1566
escribiera su Relación de las cosas de Yucatán.
Bastante más al sur, en territorio
peruano, el historiador norteamericano Hiram Bingham, experimentaba, en 1911, la
inmensa sorpresa de encontrar, tapada por el follaje, la majestuosa ciudadela de
Machu Picchu, centro ceremonial inca que permanecía “perdido” desde hacía más de
cuatrocientos años. También Bingham, respetando la tradición de todo explorador,
había sido conducido por los manuscritos de un cronista español del siglo XVII,
Fernando de Montesinos.
En éstos, y en muchos otros casos,
ciertas variables se repiten. Variables que la literatura de ficción hizo
propias y que consiguen todavía captar el interés de miles de lectores
contemporáneos. Cuando uno se mete en la piel de cualquier explorador
reconocido, y accede a sus propios relatos de viaje, se detectan una serie de
pasos que parecieran ser obligatorios.
En primer lugar, la fuente documental
encontrada al azar en alguna polvorienta biblioteca y a la que nunca nadie antes
le prestara atención. La interpretación original del futuro descubridor es ahí
la protagonista principal, y luchando contra viento y marea trata de imponer su
alocada hipótesis (a un ambiente académico que se presenta escéptico) de que la
ruta señalada por el olvidado documento puede llevar a los muros de una ciudad,
aún más perdida que el manuscrito que la nombra. Es el momento de la soledad; de
la exploración intelectual sobre mapas inseguros; de la incomprensión de los
colegas; de la burla. Ya vendrá la época de la revancha; pero, antes de ello,
tendrá que soportar largas horas de conflicto entre la razón, la duda y la
fe.
En segundo término ubicamos a la
expedición propiamente dicha, con sus sacrificios, sinsabores y peligros. El
explorador queda en un segundo plano y el paisaje, los insectos y el clima pasan
a ocupar la escena. Tomemos como ejemplo las descripciones hechas por el
escritor francés André Malraux, en su novela La
Vía Real, en la que puntillosamente hace referencia e este paso del que
hablamos:
“Desde hacía cuatro días, la selva. Desde hacía cuatro días,
campamentos cerca de los poblados nacidos de ella [...], del suelo blando,
semejantes a monstruosos insectos; descomposición del espíritu en esa luz de
acuario, de un espesor de agua. Habían encontrado ya pequeños monumentos
derruidos, con las piedras apretadas por las raíces que las fijaban al suelo
como patas que ya no parecían haber sido erigidos por los hombres, sino por
seres desaparecidos, habituados a esa vida sin horizontes, a esas tinieblas
marinas. Descompuesta por los siglos, la Vía solo mostraba su presencia por esas
masas minerales podridas, con los dos ojos de algún sapo inmóvil en un ángulo de
las piedras. ¿Eran promesas o rechazos aquellos monumentos abandonados por la
selva como esqueletos? ¿La caravana alcanzaría por fin el templo esculpido hacia
el que los guiaba el adolescente que fumaba sin cesar[...]? Deberían de haber
llegado hacía ya tres horas... Sin embargo, la selva y el calor eran más fuertes
que la inquietud [...]. Las sombras se hinchaban, se alargaban, se pudrían fuera
del mundo en que el hombre cuenta, que le separaba de sí mismo con la fuerza de
la oscuridad. Y por todas partes, los insectos” [5].
El investigador, pues, se agazapa; toma
impulso, para poder hacer su entrada triunfal a último momento. Se llega así al
instante crucial del relato: el del descubrimiento mismo, en el que pasado y
presente se funden en frases de
admiración y sorpresa. La ciudad ha sido encontrada. La leyenda se ha vuelto
realidad. El ciclo tradicional ha sido cubierto y la iniciación concluida.
Pero no todos los buscadores de ciudades
perdidas han tenido la suerte de Stephens, Thompson o Bingham. Ellos son algunos
de los pocos afortunados que alcanzaron el éxito. Constituyen una pequeña legión
de tenaces soñadores que, comparados con los infinitos fracasos que se
registran, son una minoría casi insignificante. Y se los recuerda sólo por haber
tenido suerte. Detrás de ellos se aglomeran anónimos exploradores que, sin tanta
fortuna, invirtieron tiempo y dinero buscando irreales reinos, pletóricos de
riquezas. Un precio que la mayoría jamás lamentó de haber pagado; puesto que fue
lo que les dio sentido a sus vidas.
En
casi todos los continentes existieron esos imanes poderosos. Muchas selvas y
montañas del mundo conservan leyendas sobre ciudades extraviadas, pero el
continente americano es el más privilegiado al respecto. En él muchos productos
de la fantasía literaria cobraron una existencia supuestamente real. “De los libros, y más de la poesía, salieron una muchedumbre de
fantasmas, encaminados a rellenar los vacíos del hemisferio que nadie había
visitado”
[6]; y a pesar de los cinco
siglos transcurridos, muchos de ellos continúan tan vigentes como al principio.
La lista de estos lugares es larguísima y han arrastrado a más gente, por más
tiempo, que ningún otro mito.
Como escribió Arturo Uslar Pietri:
“El mito de El Dorado ha sido la concreción
más tenaz de la noción mágica de la riqueza que caracterizó a los pueblos de
Occidente. La riqueza era algo que se encontraba por azar y fortuna. Fortuna y
azar eran la misma cosa, aquella deidad que rodaba insegura sobre una alada
rueda. La riqueza era el tesoro oculto que se topaba por suerte o por revelación
sobrenatural. Desde el tesoro del Rey Salomón y la cueva de Alí Babá hasta las
hadas amigas que regalaban palacios, ciudades y reinos [...], el descubrimiento
de América (o el de cualquier zona inexplorada, FJSR) le dio, a esas viejas
creencias en la riqueza prodigiosa, un asiento y una posibilidad ciertos” [7].
Sorprende, pues, observar cómo detrás de
toda ciudad perdida brilla siempre el
oro. Son pocas las referencias que aluden a ellas que no consignen de alguna
forma la existencia de grandes tesoros; y ya sea que se los busque por un
interés puramente artístico o arqueológico (estatuillas, platería, adornos de
orfebrería, ajuares funerarios etc.) o por una fiebre de prestigio y riqueza
puramente material, el oro ha sido, es y será, el más extraordinario símbolo de
la ambición occidental. Tras él se disfrazaron proyectos, intentando legitimar
su búsqueda anteponiendo argumentos científicos o políticos que, a la postre,
resultaron ser sólo excusas. La fiebre del oro (a la que todavía no se le ha
encontrado una vacuna) reavivó la hipocresía, la traición y la muerte. Conjugó
los sueños de poder y de riqueza en una danza que resultó siendo macabra por sus
resultados en sacrificios y pérdidas humanas. El imaginario de muchas regiones de América
conserva historias prototípicas de esas traiciones y nos hablan de hombres
(amigos y hermanos) que se han dado muerte al encontrar esos recursos de poder.
Historias moralizantes, casi infantiles, que revelan los siniestros resultados
que producen los reflejos metálicos y confirman que, siendo “[...] por esencia el mito áureo propio de
la frontera, la frontera es de suyo violenta” [8].
Buscado en oscuros laboratorios, que la
imaginación oscurece aún más, el oro fue perseguido —sin viajar— por los
primeros alquimistas del siglo III d.C.. En América, varias centurias más tarde,
los alquimistas vistieron como soldados, almirantes y adelantados, siempre en
pos del codiciado metal; que las rebuscadas fórmulas de los gabinetes de
experimentación no habían logrado conseguir.
Se había desechado la idea de producirlo,
por lo que se intentó hallarlo en su
estado natural y en un Nuevo Mundo que prometía darlo a mansalva. Primero se
filtraron los ríos, más tarde se saquearon los templos aborígenes y, sólo
después, se explotaron los socavones de las minas. Pero siempre quedaba la
esperanza de que, sin gran esfuerzo ni inversiones, era posible toparse con un
nuevo templo escondido en las inmensidades americanas. Este sueño se mantuvo,
persistió largamente; y, aún hoy, en países como el Perú, es imposible no pasar
un día sin escuchar hablar de tesoros o “tapados” perdidos.
La riqueza fácil sigue siendo un sueño
compartido por muchos, máxime si la época es de crisis. Loterías, bingos y demás
juegos de azar encierran una raíz semejante a la búsqueda de ciudades perdidas y
sus tesoros. Y aunque haya más posibilidades de ganar la lotería que de
encontrar el mítico Dorado, todo explorador prefiere dar con la ciudad que tener
el billete ganador en sus manos. Y en parte esto se debe a que todo el mundo
sabe que nadie, que sea acreedor de un premio moderno, recibirá lingotes o
estatuillas de oro. Los billetes no guardan el encanto que se mantiene en las
llamadas “lágrimas del sol”. Por otro lado, el prestigio del pasado se encarna
de manera muy especial en todo objeto antiguo y su posible hallazgo no sólo da
riqueza, sino también historia. Una historia que absorbe al descubridor y lo
hace parte de ella. Nadie recuerda hoy al ganador de la lotería de 1911, pero sí
el apellido Bingham.
El oro ha estado siempre ligado a
aspectos sobrenaturales. Acceder a un filón de semejante metal implica, en casi
todas las leyendas y rumores, superar obstáculos terribles, probarse a sí mismo.
Con frecuencia el tesoro se encuentra en un lugar difícil de alcanzar y las
penalidades y trabajos sufridos para llegar a él pueden ser equiparados, según
J. G. Cirlot, con un proceso de iniciación[9].Todo lo bueno o todo lo
malo se condensa en el oro. Metal ambivalente que al tiempo de despertar
codicias se transforma en emblema de superación y perfeccionamiento. Luz condensada que
ilumina, pero que también encandila y pierde.
América, lejos de desechar los viejos
mitos, los alimentó y ofreció nuevas fuerzas. Sus regiones, aún inexploradas a
fines del siglo XIX, especialmente en la zona amazónica, continuaron conservando
la posibilidad de encontrar en ellas los
restos de civilizaciones perdidas. Una de ellas, citada por Platón en el siglo
IV a. C., y revivida, con enorme éxito, por la Teosofía y la prédica de místicos
y charlatanes, pareció ponerse de moda. Estamos haciendo referencia a la
misteriosa Atlántida; esa que se hundiera en una sola noche, llevándose sus
avances y conocimientos al fondo del mar, pero dándole tiempo a sus últimos y
precavidos habitantes a viajar hacia América y dar origen a las sorprendentes
culturas precolombinas.
Esta “teoría”, refutada por los
miles de estudios arqueológicos que se han practicado desde hace casi doscientos
años, tuvo un enorme éxito y una difundida prédica en distintos sectores de la
intelectualidad europea, a fines del siglo pasado y principios del actual. Pero,
aún así, casi todos los océanos del planeta siguieron teniendo sus respectivos
continentes perdidos. El Pacífico,
generó al Continente de Mu, inventado en 1931 por el coronel James Churchward;
quien sostuvo haber recibido de un sacerdote de la India unas misteriosas
tablillas en las que descubrió (tras una laboriosa traducción) la historia de
los orígenes de la civilización y del continente en cuestión (el tema de las tablillas misteriosas se repetirá una y
otra vez en excéntricos trabajos de exploración, pasando a formar parte del
imaginario de muchos relatos de viajes). Por su parte, el océano Índico es
depositario de la legendaria Lemuria, otra porción de tierra hundida que
arrastró a más de uno en su búsqueda. Pero la Atlántida es la que mayor cantidad
de tinta ha demandado por parte de escritores y viajeros.
Según cuenta Platón en su diálogo entre
Timeo y Critias, hace casi doce mil años existía en el corazón del océano
Atlántico una gran isla y que
“[...]en aquel tiempo podía atravesarse dicho mar. [...]Esa isla
era más grande que Asia y Libia reunidas. Y los viajeros de aquel tiempo podían
pasar de dicha isla a otras islas y desde aquellas alcanzar todo el continente,
en la ribera opuesta de ese mar que merecía verdaderamente su nombre”(Platón,
Timeo, 24, 25).
Este relato, que el filósofo griego puso
en boca de su personaje (y que por supuesto es mucho más extenso), es el único,
primer y último documento de la antigüedad que hace referencia a la Atlántida.
Todos los que hablaron del tema posteriormente no hicieron otra cosa que tomar
como base ese texto. Como ha probado el arqueólogo francés Jean Pierre Adam, la
leyenda de la Atlántida no es más que una parábola del pensador heleno para dar
una enseñanza moral e histórica de su propio país[10]. La Atlántida nunca
existió, más que en su imaginación. Pero los incontenibles deseos por
encontrarla realmente se fueron acumulando a lo largo de los siglos. Incluso en
nuestros días una expedición británica intenta rescatar el pasado atlante en el
Altiplano boliviano (!).
Con fecha 23 de marzo de 1998, una
agencia noticiosa lanzó al mundo la primicia de que el explorador John
Blashford-Snell, junto con un equipo de arqueólogos bolivianos, había localizado
a orillas del río Desaguadero (que desemboca en el lago Titicaca) un gran
pedestal y dos estatuas correspondientes a la civilización preincaica de
Tiahuanaco y que, según el explorador inglés, podrían indicar que están bien
encaminados en la búsqueda de los restos de la mítica ciudad de Atlántida, que
él ubica en el sitio del lago Poopó[11].
Pero Blashford-Snell no es, ni ha sido el
único, en buscar la imaginaria tierra de Platón en suelo americano. Tuvo un
antecesor más audaz y soñador. Ya hemos hecho referencia a él en otros
artículos, y volvemos a hacerla porque quizás sea el último gran romántico que
invirtió toda su vida tras una quimera. Nos referimos, pues, al coronel Percy
Harrison Fawcett.
Las ciudades perdidas fueron su gran
debilidad y es, con seguridad, el explorador que mejor supo captar la emoción
que despiertan los rumores y las leyendas de la selva, respecto de ellas. Todo
su peregrinar por Bolivia, Perú y Brasil estuvo, de algún modo, motivado por
esos cuentos, que lo guiaron e hicieron ver aquello que, efectivamente, deseaba
ver.
En Fawcett se condensan, como en pocos,
los más exóticos delirios exploratorios; esos que van desde monstruos
prehistóricos, hasta ruinosos restos cubiertos de moho, pertenecientes a la
legendaria Atlántis. En él, el rumor fue una fuente fidedigna de información.
Indios, caucheros, bribones y poco confiables funcionarios públicos, se
transformaron en las catapultas que lo impulsaron a recorrer miles de kilómetros
de insumisa selva, tras comentarios que raras veces trataba de confirmar.
Pospuso durante años la “gran expedición de su vida”, en la que encontraría la
ciudad que él denominaba con la letra “Z”; y quiso el destino que en ese
proyecto, concretado en 1925, perdiera su vida.
En su crónica de exploraciones, Fawcett
relata las circunstancias prototípicas de un encuentro casual con ruinas
perdidas (circunstancias que todavía en la actualidad son posibles escuchar
cuando uno se interna en la selva amazónica).
En cierta oportunidad cuenta que
“Se
habían descubierto aquí (Matto Grosso)
inscripciones en las rocas y [...] cerca del pueblo de Conquista un anciano que
regresaba de Ilheos una noche perdió un buey, y siguiendo sus huellas por el
matto, se encontró en la plaza de una antigua ciudad. Pasó debajo de los arcos,
encontró calles de piedra y vio, en el centro de la plaza, la estatua de un
hombre. Aterrorizado, huyó de las ruinas.[...]Esto me hizo pensar que quizá este anciano había tropezado con la
ciudad de 1753 (ciudad que Fawcett buscaba, y de la que había leído por primera
vez en una antigua crónica portuguesa, con la fecha en cuestión)[12].
La obsesión del coronel inglés por
encontrar la ciudad “Z” se sostuvo firme durante toda su vida. La desaparición
que sufriera en la jungla brasileña (1925) y la publicación postmortem de su libro, desataron las ansias reprimidas
de muchos por imitarlo y, detrás de sus esquivos pasos, siguieron desapareciendo
exploradores. El misterio de la ciudad se agigantó con el misterio de su muerte
y, aún después de haber transcurrido setenta y ocho años desde que se tuviera la
última noticia de Fawcett, la leyenda sigue atrayendo al público, y el
Times de Londres manteniendo vigente la recompensa por tener noticias
fidedignas del explorador.
El ejemplo de Percy H. Fawcett es
paradigmático. Su relato condensa el espíritu de muchas de las crónicas,
españolas y portuguesas, de la época de la conquista de América; sus comentarios
y actitudes (que creemos recreadas y adornadas, varios años después de haber
vivido sus experiencias en la selva) recibieron también el innegable aporte de
la literatura de ficción y aventura de su época. Las referencias que el propio
autor hace de Arthur Conan Doyle ya han sido analizadas[13]; pero hay otro ejemplo
que permite intuir que Fawcett escribió en realidad una novela de su propia
vida.
En el capítulo I de A
Través de la Selva Amazónica, tras contarnos los esfuerzos de un anónimo
cronista del siglo XVIII, que él bautiza antojadizamente con el nombre de
Francisco Raposo, Fawcett hace pública una historia que define como
“fascinante”. Cuenta del hallazgo de un documento portugués, “que aún se conserva en Río de Janeiro”
[14], en el que se
especifican los pasos seguidos por un grupo de aventureros, encabezados por el
tal Raposo, y las circunstancias fortuitas del encuentro con una ciudad
perdida.
Dejemos que Fawcett nos las relate:
“Buscando leña para el fuego en el monte bajo, divisaron [...] un
ciervo [...] al otro lado del riachuelo. Preparando sus arcabuces, [...] lo
siguieron tan rápidamente como pudieron ya que con él tendrían carne suficiente
para varios días. El ciervo se había esfumado, pero más allá de picacho se
encontraron con una profunda hendidura frente al precipicio y vieron que era
posible llegar a la cumbre de la montaña escalándola.
[...]Penetraron en fila india por la hendidura para descubrir que
se ensanchaba a medida que se adentraba en la montaña; se hacía difícil caminar,
pero aquí y allá existían rastros de antiguo pavimento y en algunos lugares las
escarpadas paredes de la hendidura mostraron borrosas marcas de
herramientas.
El
ascenso era tan difícil que transcurrieron tres horas antes que surgieran [...]
en una ladera mucho más alta. Desde allí hasta la cumbre existía un terreno
limpio, y pronto se encontraron en lo alto [...] contemplando, alelados, el
asombroso espectáculo que se extendía a sus pies.
Allí abajo, a cuatro millas de distancia,
se alzaba una gran ciudad.
[...]
No divisaron signo alguno de vida, no se alzaba humo en el aire quieto, ni un
rumor venía a quebrar el silencio total[...]. El lugar estaba desierto [...].
descendieron hasta llegar a una entrada bajo tres arcos formados de enormes
losas. Quedaron tan impresionados con esta estructura ciclópea - semejante a las
que todavía pueden admirarse en Perú -, que ningún hombre se atrevió a
pronunciar una sola palabra y se deslizaron [...] por la senda de piedra
ennegrecida.
En lo
alto del arco se veían caracteres grabados profundamente en la piedra gastada
por el tiempo [...]. Los arcos estaban todavía en buen estado de conservación
pero uno o dos de los colosales soportes se habían retorcido ligeramente en sus
bases. Los hombres avanzaron [...] en lo que un vez fuera amplia calle [...]. A
ambos lados había casas de dos pisos, construidas de grandes bloques unidos por
junturas sin mezcla, de una perfección increíble; los pórticos [...] estaban
decorados con esculturas elaboradas que a ellos les parecieron figuras
demoníacas.
[...]
Por todas partes existían ruinas, pero muchos edificios estaban techados con
grandes losas que aún se mantenían en su sitio. [...] Los hombres continuaron
calle abajo hasta llegar a una vasta plaza. En el centro se alzaba una columna
colosal de piedra negra y sobre ella la efigie de un hombre en perfecto estado
de conservación con la mano descansando en la cadera y la otra apuntando al
norte. [...] Obeliscos esculpidos de la misma piedra negra [...] se levantaban
en cada esquina de la plaza, mientras en uno de sus costados se alzaba un
edificio tan magnífico por su diseño y decorado que probablemente era un palacio
[...]. Sus grandes columnas cuadradas aún se conservaban intactas. Una amplia
escalera [...] conducía a un gran vestíbulo que aún conservaba rastros de
pintura en sus frescos y esculturas.
[...]
La figura de un adolescente estaba esculpida sobre lo que parecía ser la entrada
principal. Representaba a un hombre sin barba, desnudo de la cintura para
arriba, con un escudo en la mano y una banda atravesada sobre un hombro. La
cabeza adornada con [...] una corona de laureles y [...] al pie una inscripción
escrita con caracteres parecidos a los de la antigua Grecia [...]. Más allá de
la plaza y de la calle principal, la ciudad yacía completamente en ruinas.
[...]Casi no existía duda de la catástrofe que había desbastado el lugar.
[...]
Joâo Antonio - el único miembro de la partida a quien se lo anuncia por su
nombre en el documento - encontró una pequeña moneda de oro [...]. En una de sus
caras mostraba la efigie de un joven arrodillado y en la otra un arco, una
corona y un instrumento musical no identificado. [...] El documento sugiere el
descubrimiento del tesoro, pero no da detalles.
Francisco Raposo [...] decidió seguir la corriente de un río,
esperando que los indios recordarían las señales cuando regresasen con una
expedición mejor equipada [...].
Los
aventureros [...]se pusieron de acuerdo en no revelar una palabra a nadie, con
excepción del virrey [...].Volverían tan pronto como les fuera posible a tomar
posesión de todos los tesoros de la ciudad.
Después de algunos meses de dura travesía [...] alcanzaron Bahía.
Desde allí envió el documento, cuya historia acabo de contar, al virrey, don
Luiz Peregrino de Carvalho Menezes de Athayde.
Nada
hizo el virrey, y tampoco se puede decir si Raposo regresó o no al lugar donde
hiciera su descubrimiento. En todo caso, no se volvió a saber nada de él”
[15].
Fue este relato sobre una ciudad
incierta, basado en un cronista anónimo y plasmado en un documento
sospechosamente real, lo que movió a Fawcett durante varias décadas. La historia
mezcla los ingredientes tradicionales del azar, del valle perdido, de los
tesoros irrecuperables y de los restos de una cultura que, por las
descripciones, no corresponden a ninguna civilización americana conocida.
No cabe duda que los métodos victorianos
del coronel inglés fueron poco convencionales, máxime si, tras leer el capítulo
II de su libro, advertimos que llegó a consultar a un espiritista (!) para
certificar el origen de otro “misterio”: el ídolo de piedra.
Inscripciones esotéricas (adjudicadas,
indistintamente, a fenicios, hebreos, romanos, egipcios o vikingos) han venido
siendo encontradas en América por un sin fin de exploradores desde hace tiempo.
Nunca ninguno pudo certificar la autenticidad de esas escrituras ni entregar, a
un cuerpo de técnicos especialistas, un ejemplar material de ellas. Sólo
comentarios, rumores, pruebas perdidas en accidentes, pero jamás un dato seguro,
una datación comprobable o un sitio específico en donde encontrarlas. Siempre un
imaginario desaforado que devora cualquier resto de sentido común y cientos de
investigaciones, responsables y serias. Así todo, la perdurabilidad del culto al
misterio (tan atrayente, por cierto) se mantiene; y se mantuvo en Fawcett cuando
anunció al mundo haber tenido en su poder una imagen de basalto negro en la que
se representaba una figura humana, sonriente, con una corta barba y sosteniendo
sobre su pecho una plancha con un gran número de caracteres jeroglíficos no
identificados.
¿De dónde sacó Fawcett esa estatuilla? Él
mismo responde la pregunta:
“Me la dio Sir H. Rider Haggard, quien la
obtuvo en Brasil, y yo creo que procede de una de las ciudades perdidas”[16].
Cuestión de fe. Pero también influencia
de la literatura. Rider Haggard no es otro que el escritor de una de las más
famosas novelas de aventura de fines del siglo XIX, Las
Minas del Rey Salomón (1885), en la que relata el hallazgo de un reino
perdido en el centro de África, rebosante de riquezas y producto de una antigua
civilización blanca olvidada[17].
Otro mundo perdido vuelto a la realidad por la imaginación del
excéntrico coronel británico.
Otro ejemplo de la débil frontera
existente entre la novela y la exploración.
A partir del relato de Raposo, de la
misteriosa estatuilla, y de un sin fin de leyendas recogidas en las selvas
sudamericanas, Fawcett resucitó a la
Atlántida en Brasil; sosteniendo su heterodoxa teoría en los dichos de psíquicos
y novelistas. Platón tenía razón y el imaginario se organizó para avalar los
dichos del filósofo griego.
De todos los organizadores, P. H. Fawcett, fue el más
consecuente.
“Sobre
esta parte del mundo cayó la maldición de un gran cataclismo, recordado en las
tradiciones de todos los pueblos[...]. Puede haber sido una serie de catástrofes
locales [...], o también un desastre repentino y arrollador. Su resultado fue
cambiar la faz del océano Pacífico y levantar Sudamérica en algo semejante a su
forma actual.[...] No requiere mucho esfuerzo de imaginación comprender la
desintegración y degeneración gradual de los sobrevivientes, después del
cataclismo, con espantosas pérdidas de vida.[...] Sabemos que tanto los nahuas
como los incas fundaron sus imperios sobre las ruinas de una civilización más
antigua” [18].
La
ciudad que buscó pertenecía a esa gran civilización.
Y la
fuerza del imaginario lo arrastró.
¿A
cuántos más nos seguirá arrastrando la fuerza de las leyendas?
Prof.
Fernando J. Soto Roland
Marzo
de 2003
Palabras Finales
Quiero dar
públicamente mi más profundo agradecimiento a las siguientes personas, amigos
todos, que supieron insuflarme, de una u otra forma, el entusiasmo romántico — a
la vez racional y medido— que me ha impulsado
—e impulsa— tras legendarias ruinas perdidas en las selvas del Perú.
Dr. Manuel Chávez
Ballón
Dr. Carlos
Neuenschwander Landa
Greg Deyermenjian
Enrique Palomino
Díaz
Eugenio César
Rosalini
Carlos Marcelo
Ortiz
Mis Hijos.
Referencias:
[1] Romero, José Luis,
Estudio de la mentalidad Burguesa, Ed.
Alianza..
[2] Huizinga, Johan, Hombres e Ideas, Compañía general
Fabril Editora, 1979.
[3] Gil, Juan, Mitos y Utopías del Descubrimiento,
Editorial Alianza, 1992.
[4] Crichton, Michael,
Congo, Emecé Editores, Buenos Aires,
1982.
[5] Malraux, André, La
Vía Real, Editorial Argos Vergara, Barcelona, Buenos Aires, 1975, pág.
35.
[6] Arciniegas, Germán,
América en Europa, Editorial
Sudamericana, Buenos Aires, 1975, pág. 35.
[7] Uslar Pietri,
Arturo, "Nada más real que El
Dorado", en Fábulas y Leyendas de El Dorado,
Editorial Tusquest, 1987, pág.
15.
[8] Gil, J., op.cit.,
pág. 11.
[9] Cirlot, E., Diccionario de Símbolos, Editorial
Labor, 1970, pág. 344.
[10] Adam, Jean
Pierre, Recomponiendo el Pasado, Editorial
Losada, Buenos Aires, 1990, pp. 37-53.
[11] Diario La Capital del 23/3/98, Mar
del Plata, Argentina, pág. 3, Sección I.
[12]
Fawcett, P.H., A Través de la Selva
Amazónica. La Expedición Fawcett, Ed. Zig Zag., pp. 339-340.
[13] Véase www.la-lectura.com , “Los hijos pródigos
del profesor Challenger”.
[14] Ibíd, pág.
16.
[15] Ibíd, pp. 21-27.
NOTA [71.a]: El documento mencionado, y efectivamente encontrado en la
Biblioteca Nacional de Río de Janeiro,
fue publicado en el primer número de la revista del Instituto Histórico y
Geográfico de Brasil (IHGB) del año 1839. En él se describe el supuesto
descubrimiento, realizado en 1754 por un grupo de bandeirantes, de una ciudad
abandonada en plena selva del interior de Bahía, con netas características
arquitectónicas de la antigüedad clásica europea. Según escribiera el
historiador Johnni Langer en el artículo titulado As Cidades Perdidas do Brasil [ver
internet], el autor de esta fantasiosa localidad bahiana puede haber sido el
gobernador Martinho Proença quien persiguiera, con la publicación de dicho
manuscrito, promover una exploración sistemática del interior de Bahía. Pero
también debemos considerar intenciones quizás no tan evidentes. A comienzos del
siglo XIX, la monarquía portuguesa poseía poderosos intereses políticos en la
búsqueda de ciudades perdidas y el IHGB colaboró con ella, incentivándolas. Se
publicaron informes de exploradores que referían influencias druídicas en
ciertas ruinas y templos, con inscripciones provenientes de la Atlántida. Es
cierto que, como señala Langer, "O modelo
civilizatório e cultural do ocidente reformulou as inusitadas vivenciadas no
remoto, para que se adaptassen a parâmetros conhecidos, podendo desta forma
dominadase controladas"; pero, no hay que olvidar que el hecho de suponer
que una antigua civilización blanca hubiera construido ciudades en las selvas
brasileñas varias centurias en el pasado justificaba la presencia de los
portugueses en la región de un modo muy especial. Este documento fue el que
consultó Fawcett, y el que desató su incansable
exploración.
[16] Ibíd, pág.
29.
[17] Véase: H. Rider
Haggard, Las Minas del rey Salomón, Editorial
Acme, Buenos Aires, 1979.
[18] Fawcett, P.H:, op.cit., pp.
370-371.
|
Por
Fernando Jorge Soto Roland
Profesor en Historia
Director de la Expedición Vilcabamba ‘98
Profesor en Historia
Director de la Expedición Vilcabamba ‘98
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