lunes, 3 de junio de 2013

NOVELA
 
Fernando Jorge Soto Roland
 
 
 

EDEN


               
CAPÍTULO 1

Valle de Punilla, Córdoba
Verano de 1926

Apenas el sol se asomó por detrás del cerro El Cuadrado, Federico Tolosa se bajó de su cama y aún con el sueño pegado en los ojos caminó tambaleante hasta el baño que compartía con sus compañeros de trabajo. Las baldosas del cubículo estaban frías. Orinó en la taza de un inodoro de origen inglés y después lavó sus manos y cara con abundante agua. Cepilló sus dientes y se calzó la ropa de fajina que colgaba de un gancho detrás de la puerta. Se alisó el cabello y salió al pasillo que comunicaba al resto de las habitaciones de servicio, con un alargado parque trasero. Miró las pocas nubes que empezaban a colorearse en la madrugada y tomó una larga bocanada de aire fresco, que terminó de despertarlo. De seguro por la noche iba a llover, pensó. El calor de la jornada anterior había sido sofocante y no pocos peones de la estancia colindante anunciaban la llegada del agua. Rara vez se equivocaban.
Atravesó la galería a paso veloz. El impactante edificio que tenía enfrente, justo al otro lado de las habitaciones donde él dormía y pasaba sus horas libres, permanecía silente, sin ninguna de sus ventanas abiertas, como si fuera un gigante hibernado en pleno verano. Sólo a lo lejos, más allá de un alambrado con púas, vio a Juancito manipulando un fardo de paja. El muchacho era apenas un punto negro en medio de la tupida vegetación que ascendía por las sierras vecinas, lo cual indicaba que el caballo de Tolosa ya estaba ensillado y listo para ser montado. El pequeño Juan, hijo natural de una de las lavanderas, tenía apenas once años y aún así su responsabilidad era la de un hombre adulto. Se levantaba todas las mañanas una hora antes que todos para cumplir con la primera función de la jornada laboral: preparar el caballo que Tolosa usaría para ir hasta el pueblo vecino a despachar las cartas y postales escritas la noche anterior. Era un buen chico. Obediente y sumiso. Muy distinto a los niños de su edad que se alojaban en el lujoso edificio de doble planta que tenía ante él.
Cuando Federico Tolosa montó al animal, verificó que la bolsa con la correspondencia estuviera en su sitio. Le aflojó las riendas y azuzó con los talones, golpeándole los cuartos traseros para que el caballo adquiriera el trote al que estaba acostumbrado. Rodeó la principesca construcción por la derecha, pasando frente a los ventanales de la gran cocina de la planta baja. Los panaderos debían estar trabajando desde hacía horas. En poco tiempo más, los huéspedes más madrugadores exigirían el desayuno y esa gente no acostumbraba a esperar. Cualquier queja a la Administración General podía costarle a uno el puesto. Todo tenía que funcionar con la precisión de un reloj suizo. Máxima eficiencia en el menor tiempo y a la hora previamente establecida. Si algo se demoraba demasiado el funcionamiento de todo el hotel podía estancarse y los horarios prefijados se desajustarían generando un caos inimaginable en la mente de sus propietarios.
Cuando Tolosa encaró por el camino de tierra —bordeado de eucaliptos— con dirección al portón principal, la luz del día terminó de salir por encima de las sierras y todo el valle volvió a cobrar color. Lo que hasta hacía sólo un rato eran informes siluetas oscuras se convirtieron en bosques y arbustos, particularizándose cada tronco, capa copa de hojas, cada espinillo o sauce. La naturaleza volvía a ser una entidad dominable y el hombre se convertía en su principal depredador, en el omnipotente controlador de cerros y arroyos que, únicamente de noche, recuperaban su ficticia virginidad de territorio salvaje.
Y allí estaban los caminos y parques estilo francés, las verjas repujadas y los portones de hierro para demostrar ese poder. La montaña domesticada por senderos era menos imponente y éstos, como si fueran regueros de ácido sulfúrico, se abrían paso por la vegetación serrana invitando a ser recorridos para experimentar aventuras controladas y seguras. Ya pocos de los lugareños les temían a los cerros. El más cercano —El Cuadrado— no era más que un escenario dócil en donde experimentar explosiones de adrenalina, imposibles en las grandes ciudades, o jugar a ser escaladores en un entorno que había relegado casi cualquier riesgo. La ficción de una montaña indomable atraía a muchos. Era un buen negocio y los dueños del hotel lo sabían. Pero más allá del escenario geográfico había un bien innegociable. Un bendición divina, según algunos. Un milagro de la naturaleza, según los más racionalistas. Y era el clima seco, puro, reparador y medicinal de la provincia de Córdoba que, como un imán invisible, cautivaba anualmente —y por varios meses— a los selectos turistas que se alojaban en el hotel.
Los médicos lo recomendaban. Los pobres tuberculosos de los conventillos porteños lo ansiaban. Pero sólo los miembros sanos y temerosos de una aristocracia sin raíces tenían el privilegio de combatir al mortal bacilo en medio del buen tiempo, las sierras, los árboles y el confort. Sólo ellos podían autoexiliarse en sitios remotos, aislándose de la peste y de la chusma sin perder en lo más mínimo el entorno europeizante que tanto admiraban. Ellos eran los dueños del país. Los únicos irremplazables. Todos los demás eran intercambiables, “gente sencilla”, ignorantes. “Negritos de mierda” que seguían representando a la barbarie vernácula contraria a toda civilización. La misma que ellos creían encarnar.
El paraíso no era para todos y aquella región del valle de Punilla, con su señorial hotel dominando el paisaje serrano, era lo más parecido a un oasis perdido, exclusivo y conservador (como todo paraíso). Un reducto seguro, alejado de los males sociales que sacudían al planeta. Un sitio propicio para la evasión y el falso compromiso con los demás. Un edén.
Pero Federico Tolosa no estaba allí para disfrutar de nada, sino para trabajar. En los ocho años que llevaba sirviendo a la firma Eichhorn Hermanos S.A. había hecho de todo. Desde sembrar y cosechar en los campos linderos, pasar el trapo y barrer cada centímetros del hotel, hasta convertirse en mandadero por las mañanas y camarero durante la tardecita y noche. Era el único cursus honorum al que podía aspirar. Más allá de la chaqueta blanca con corbatín y bandeja de plata, las jerarquías superiores le estaban vedadas. Muy pocos lugareños habían alcanzado el grado de mayordomo en los casi veintiocho años que el hotel tenía de vida. Sus propietarios preferían poner al frente del personal a gente venida del otro lado del Atlántico; y dado el constante flujo inmigratorio que Argentina recibía desde 1880, nunca faltaron españoles o italianos que supieran obedecer al pie de la letra las órdenes impartidas desde la “Administración General.”
En pocas palabras, Federico Tolosa había ascendido hasta el tope. Ya no podía aspirar a más; aún así, estaba agradecido con su suerte. Había visto crecer a la empresa desde sus inicios —a fines del siglo XIX— y vislumbrado cómo la majestuosa edificación estilo francés se imponía frente a las sierras. Aquello resultó ser todo un acontecimiento entre los peones de la vieja estancia La Zulema. Sus propios padres y tíos habían contribuido a acarrear parte de las quinientas toneladas de materiales enviados en tren desde Buenos Aires. Gradualmente habían visto la transformación de una empresa agropecuaria en un moderno emprendimiento hotelero.
El Eden Hotel —como fuera bautizado—estaba enquistado en los recuerdos más antiguos de Tolosa. No concebía esa parte del valle sin el edificio. Todo parecía indicar que se mantendría por siglos. Los vaivenes de la economía y los primeros malos tiempos del hotel habían podido ser sorteados con éxito gracias a las sucesivas ventas y cambios de firmas propietarias. Había optimismo en aquellos días y los tropiezos financieros de los tres primeros dueños no amilanaron a los dos alemanes que, arriesgando sus fortunas, decidieron alzar el negocio y llevarlo hasta las nubes.
Y tuvieron suerte.
En 1914, la Gran Guerra contribuyó al éxito buscado cuando, al impedir vacacionar en los centros alpinos y playas europeas, obligó a que los ricos de la Argentina orientaran su atención en dirección a las sierras cordobesas. Y allí estaba el Eden Hotel dispuesto a ofrecerles el disoluto confort, aislamiento y clase que estaban dispuestos a comprar. Con Walter y Bruno Eichhorn se iniciaba la edad dorada del gigante y la prosperidad, fama y reconocimiento del hotel, mejoró temporada tras temporada.
Finalmente el Eden se había convertido en el gran negocio que todos buscaban.
Aquel hotel era el ingenuo optimismo de la Belle Epoque hecho ladrillos. En él se reeditaba la licenciosa inocencia de un mundo que había cambiado. Y a pesar de los nubarrones que anunciaban futuros conflictos, el Eden (así, nombrado sin acento) se mantenía incólume posibilitando con su lejanía la ilusión de un progreso indefinido para la raza humana.
Allí era posible desatender los acontecimientos mundiales con caminatas, fiestas, guitarreadas y asados criollos. El croquet, las cabalgatas, el tenis o las bochas, el ajedrez y el pin-pong tampoco estaban ausentes. Y por las noches cálidas de verano era posible escuchar a la orquesta estable interpretar los temas de moda en Estados Unidos o Francia. La música americana, el jazz, hacía estragos en todos lados, pero también las marchas y valses germanos solían invadir el paisaje serrano a pedido exclusivo de los hermanos Eichhorn. Siempre trataban de recordarle a sus huéspedes que el Eden era un bastión de cultura alemana enclavado en medio de la nada.
Quince cuadras más allá de la anchísima escalinata de mármol del frente del hotel estaba la Casa de las Columnas, una construcción edificada al borde mismo de la vía del tren en la que la gerencia del Eden había dispuesto cómodos bancos de madera a la sombra y un almacén de ramos generales en donde los pasajeros provenientes de Buenos Aires —o Córdoba capital— podían descansar y esperar a los carruajes que los llevarían hasta el hotel. Era una edificación de pequeñas dimensiones, con base octogonal y ocho columnas de material que le daban el nombre. Constituía la última escala técnica antes de llegar al hotel. Allí se detenía la locomotora —en el kilómetro 78 de su recorrido— para descargar su selecto contenido de aristócratas.
No bien descendían, dos pilares de piedra con una puerta de hierro repujado en el medio les indicaban que habían llegado al paraíso privado de los Eichhorn. Un cartel con letras art noveau auguraban el ingreso a territorios del Eden Hotel. Muchos se acercaban al portón tratando de vislumbrar, al final del camino de tierra, la estructura edilicia. Pero era imposible ver algo. Una doble fila de eucaliptus y pinos muy altos —a lo largo de mil quinientos metros— ocultaba el hotel de miradas ansiosas.
Allí se agrupaban una media docena de carros tirados por caballos. Los había cubiertos y descubiertos. Los primeros para transportar pasajeros. Los otros para llevar las toneladas de equipajes que viajaban con ellos. Federico Tolosa nunca terminaba de sorprenderse de la cantidad de ropa que tenía esa gente, en especial las mujeres que acarreaban un promedio de siete a ocho bultos cada una. La mayoría de las valijas y arcones eran de origen europeo y constituían una atracción en sí mismos. Había valijas para trajes, para pantalones y zapatos, libros, vestidos de gala y sombreros. Eran docenas, centenares de maletas, las que se acumulaban en el andén del ferrocarril. Por ironía del dinero, nunca eran cargadas por sus dueños. Algunos incluso se jactaban de no haberlas tocado siquiera en el momento de la compra. Las tareas de transporte estaban destinadas a otras clases sociales. En un mundo de marcado simbolismo, cuanto más sirvientes se tenía más alto se encumbraba uno en la pirámide social. Legiones de mucamas, secretarios, asistentes y mayordomos personales arribaban al Eden con sus patrones. Tolosa los conocía muy bien. Por eso les tenía tanta bronca. Eran especimenes petulantes, engreídos y soberbios. Se sentían superiores al personal del hotel y exigían un trato que sus propios patrones no demandaban casi nunca. “Piojos resucitados”, les decían. “Perritos falderos alimentados a lomo.” No había peor cosa. Por eso Tolosa los odiaba. En lo posible trataba de no tener mucho contacto personal con ellos, pero a la hora del té o de la cena —cuando se calzaba su uniforme de camarero— se hacía difícil no soportar sus demandas. Era como si ellos fueran los dueños del dinero con el que compraban sus voluntades.
Insoportables.
Aunque no faltaban las ocasiones —raras por cierto— de toparse con alguna mucama solícita con la cual sostener un fugaz romance de verano. Claro que eso estaba terminantemente prohibido. Si alguien del hotel deseaba intercambiar fluidos con la servidumbre venida de la capital debía hacerlo en absoluto secreto. Y eso, en el Eden, era algo difícil. De todas las especies que habitaban en el planeta, los secretos eran las que más corta vida tenían en ese rincón cordobés.
Ya para mediados del verano, el hotel era un hervidero de chismes. Cotilleos, acusaciones en voz baja y rumores de todo tipo iban y venían. Recorrían toda la instalación, incluso llegaban al área de mantenimiento, en donde las lavandera y planchadoras, cocineras y mucamas locales se encargaban de alimentarlos y exagerarlos al máximo. Los “dimes y diretes” se volvían audaces en ausencia del aludido y muy discretos cuando este aparecía. Hablar del otro era el deporte preferido de todos. Los susurros al oído y las miradas de soslayo ya no incomodaban a nadie. Eran parte del folclore del lugar. Mirar y ser mirado, de eso se trataba la vida en el hotel. El saludo de compromiso era casi un tic nervioso. Todos se saludaban con todos. Y se criticaban. Siempre había algo qué decir del vecino. Por eso muchos preferían la soledad de los cerros y las largas caminatas lejos del complejo. Allí se conseguía por un tiempo la intimidad que deseaban. Eran los sitios propicios donde consumar, también, las relaciones prohibidas por la hipócrita moral burguesa que imperaba.
El anonimato era un bien escaso en el hotel. Nadie escapaba de los comentarios, ni de los fugaces árboles genealógicos que se tejían ante la sola mirada de los vecinos. El nombre y apellido era una muestra de identidad de la que difícilmente se podía escapar (como ocurría en las grandes ciudades). Los pecados eran públicos. Cada uno llevaba una etiqueta pegada en su frente. Se podía ser bueno, trabajador, vago, atorrante, pendenciero o puto. El interés por el prójimo alcanzaba cotas casi bíblicas. El «otro» lo era todo. Representaba el eje, el axis mundi de la oralidad más viperina jamás imaginada. Como en una cárcel, el Eden se convertía una vez al año en un panóptico perfectamente diseñado que atravesaba incluso los muros de la privacidad, volviéndola pública.

El caballo resopló y lanzó espuma por la boca cuando Federico Tolosa tensó las riendas y se detuvo frente a la Casa de las Columnas. Se bajó del animal de un salto. Tomó la bolsa de la correspondencia y entró en el almacén.
Acababan de abrir.
A un costado del edificio, los rieles del tren se extendían como dos serpientes metálicas infinitas, compitiendo por ganar los valles colindantes. No había locomotora alguna, ni personal de la empresa Ferrocarril Central de Córdoba.
—Buen día —saludó Tolosa con su voz tomada por la fiaca. Avanzó hasta el mostrador y se apoyó en él.
Marcelino Copello, el encargado del almacén, se asomó desde un cuarto contiguo. Acomodaba bolsas de harina y yerba en largos estantes de madera.
—Buen día, amigazo —respondió sonriendo—. ¿Todavía con sueño?
—Un poco. Ayer hubo una fiesta de cumpleaños y me acosté muy tarde. La verdad es que no dormí casi nada.
—Desquitate con una buena siesta…
— ¡Qué te parece! Me voy a dormir la vida después de almorzar.
—Mejor así. Dicen que va a hacer mucho calor, pero a la noche seguro que llueve. Pero che, contame, ¿de quién era el cumpleaños?
—De una pituca porteña —titubeó—. No me acuerdo el nombre. Una rubiecita…
Copello se limpió sus manos en el delantal que llevaba puesto y lo miró fijo.
— ¿No te acordás del nombre? —dijo con sorna. Federico le respondió con una sonrisa entre pícara y cómplice—. ¿Cuántos cumplió? —preguntó el almacenero.
—Diecinueve.
— ¡”A punto caramelo”! —exclamó mostrando su amarillenta dentadura postiza.
—Sí, es verdad. Está a punto la piba. Lista para la olla.
—Tené cuidado —arguyó Copello con seriedad—. Mirá que estas minitas son muy jodidas y caprichosas. No te vayas a calentar con ella y menos que menos enamorarte. Tené en cuenta que vos sólo sos un empleaducho, un mero cuerpo joven de verano. Un ave de paso. Nada más que eso.
—Ya lo sé, Lino. No me lo tenés que decir.
—Si te lo digo es por experiencia. A mi me pasó y casi pierdo el laburo por una pollera. En aquellos años los dueños eran otros. La patrona era la señora Kreautner y las mujeres…. bueno, vos sabés como son las minas con esas cosas. Cuidate. Vos me dirás que ahora los jefes son hombres. Sí, estoy de acuerdo, pero si les cagás el negocio te van a dar una patada en el culo que vas a llegar a la punta del Cuadrado sin escalas. Además, está la vieja, la señora Ida. Y con ella no se jode.
—Lo sé —dijo Tolosa y colocó la bolsa de correspondencia sobre el mostrador para cambiar de tema—. Acá están las cartas de anoche.
Copello la agarró. Le quitó el precinto que traía y extrajo los sobres. Había más de una docena.
—Mejor las clasifico ahora porque después no me va a dar el tiempo —dijo.
— ¿A qué hora llega el tren?
—A la una.
— ¿Sabés si viene gente? Hay dos habitaciones vacías.
—Entonces, seguro que sí. De todos modos, te vas a enterar cuando te levantés de la siesta —respondió mientras formaba distintas pilas con la correspondencia.
Tolosa clavó sus ojos en una de ellas. Había sólo una carta. Un sobre alargado de color marrón madera.
— ¿Y esa? ¿A dónde va? —preguntó señalándola.
Copello la miró de soslayo sin dejar de seguir con el reparto.
—Para Alemania —dijo.
— ¿Es del señor Eichhorn, no?
—A ver… —El almacenero dio vuelta el sobre y leyó el remitente de la solapa—. Sí, de Eichhorn. Bueno, mejor dicho de la señora Ida. Es su letra.
Tolosa levantó el sobre. Tenía impreso el logo del hotel en el ángulo superior derecho: un águila imperial con las alas extendidas colocada por encima de una inscripción en latín y dos herraduras mirando hacia abajo, con el nombre del establecimiento y de la empresa ferroviaria inscritos en ellas.
— ¿Qué es esto? —preguntó.
— ¿Qué cosa? —repreguntó asomándose al sobre.
—Este nombre tan largo en alemán.
—Dejame ver…—Copello leyó con lentitud el nombre del destinatario. Sabía algo de alemán. Lo suficiente como para clasificar la correspondencia en lengua extranjera—. Debe ser alguna asociación o club a la que ellos pertenecen.
—Sí, ¿pero qué significa? ¿Tiene algún significado, no?
—Traducido quiere decir algo así como Partido Nacionalsocialista de los Trabajadores Alemanes.
— ¿Un partido político?
—Sí, pero alemán.
— ¿Socialista?
— ¡Qué se yo, no sé! De política no entiendo nada. Ni quiero entender.
—No creo que sea socialista. Los Eichhorn odian al socialismo… ¿no?
—Te repito que no hablo de política. No me interesa.
— ¿Qué tiene de malo?
—Te puede traer problemas.
— ¡Pero, che! ¡Todo nos puede traer problemas, acá!
—Sí —respondió tajante—. ¡Todo! No jodas con eso.
—Estamos en democracia. Eso dice la gente del gobierno.
— ¿Acá?... ¿Democracia, acá? ¿En la sierra?... ¡Ay, Tolosa, no entendés nada! —dijo con una sonrisa de compromiso—. Mirá, puede que en Buenos Aires ese radical cajetilla de Alvear les haya hecho creer a los giles que la democracia existe, lo admito. Pero en Buenos Aires. Acá, en el Eden, lo que hay es una monarquía que lo que menos tiene es algo de socialista. Te sugiero que evites usar esa palabra. Te van a mirar rarito y hasta pueden rajarte.
—A mí tampoco me interesa la política —dijo poniéndose derecho—. Sólo preguntaba.
—Mejor así —agregó Copello—. Y ahora volvé que de seguro tenés mucho para hacer antes de dormir la siesta.
—Es cierto —dijo y miró inconscientemente por la ventana del almacén el camino que conducía al hotel—. Ya deben haberse despertado los de la habitación catorce.
— ¿Los de la catorce? ¿Por qué?
—Anoche no fueron a la fiesta. Parece que tienen problemas con el padre de la cumpleañera.
— ¿Quiénes son?
—Los García Morales Uriburu.
— ¡Ah, ésos! —exclamó Copello—. Gente jodida…
—Sí, muy complicados. ¡Si vieras cómo tratan a la mucamita que trajeron de la capital! Para mí que el viejo tiene algo con ella.
— ¿El viejo? —sonrió—. ¿Estás seguro?
—Lo pesqué varias veces mirándola con ganas.
— ¿Y está buena?
—Sí, es linda. Muy jovencita.
—Igual que la niñita que cumplió años ayer… ¿no?
Tolosa se sonrojó. El tono de voz del despensero tenía una carga acusatoria más que clara.
—Bueno, creo que llegó la hora de irme —dijo y giró sobre sus talones.
—Hacés bien.
Fue lo último que oyó antes de salir, subirse al caballo y apurar el trote por el sendero de eucaliptos.
El Eden Hotel seguía invisible a causa del tupido follaje.

Su relación con Pilar Dolores Benegas no pasaba de furtivas miradas en el salón comedor o un simple intercambio de palabras en el parque. Tolosa sabía guardar compostura cuando trabajaba y nunca arriesgaba piropos o comentarios zafados con las huéspedes. Menos que menos cuando eran casi niñas. Pero Tolosa era un hombre soltero, guapo y las atraía. De treinta y cinco años, bien conservado para su vida de plebeyo, alto y con un cuerpo musculoso producto del trabajo, sabía que las féminas lo miraban con ganas y “lo festejaban”.
En todo el tiempo que llevaba en el hotel había tenido sexo con señoras burguesas en tres ocasiones. Todas ellas casadas o viudas. Nunca sus impulsos se habían desbocado por una solterona o una jovencita de sólo diecinueve años recién cumplidos. Siempre trataba de controlarse, de reprimir el deseo y comportarse como un respetuoso miembro del sector de servicios. No quería problemas, pero Pilar tenía algo especial que lo alteraba. Con sólo verla caminar de lejos su corazón se aceleraba y no podía dejar de sentir un cosquilleo perturbador en la entrepierna.
El anuncio del pecado.
Esa niña lo excitaba. Le generaba morbosas fantasías y no sabía explicar por qué.
Podría ser su tez blanca como la porcelana o la forma de mover sus caderas. Quizás eran sus ojos azules o sus tobillos, apenas visibles por momentos cuando con delicadeza se levantaba la falda al sentarse. Algo tenía que lo embrujaba. Debía alejare de esa niña. Quería conservar su trabajo.
Además, Copello tenía razón: él no era más que un sirviente de verano. Algo desechable.
¿Pero qué tenía eso de malo?, pensó. Si él era desechable, la burguesita podría ser también una más en el anecdotario. Una lujosa ave de paso.
Basta, se dijo a sí mismo y sacudió la cara para despejar las lúbricas intensiones que empezaban a tomar forma en su cabeza. Entonces, de repente, el caballo relinchó asustado. Saltó hacia un lado del camino espantado por algo.
Tolosa tensó la riendas. El animal relinchó, se deslizó de costado, tambaleante, y apretó la pierna izquierda del jinete contra uno de los eucaliptos de la vera del camino.
Tolosa gritó, más por la sorpresa que por el dolor.
— ¡Oh, lo siento mucho señor! —La voz suave de Pilar Benegas fue apenas audible. El sonido de las hojas aplastadas y los bufidos del caballo amortiguaron sus palabras.
Tolosa se quedó atónito al verla. Era como observar un fantasma. Como si su imaginación pervertida pudiera materializarse de repente ante el más mínimo de sus deseos.
—Discúlpeme, no fue mi intensión asustarlo.
— ¿Cómo dice? —preguntó Tolosa perturbado, al tiempo que se apeaba del animal tomándose la rodilla.
—Que no quería asustarlo —repitió la chica, sonrojándose.
—Pero…, señorita, ¿qué hace usted caminando sola por acá? Su familia…
—…mi familia duerme hasta tarde. Ayer festejó mi cumpleaños. ¿No lo recuerda?
—Sí… claro que me acuerdo —respondió todavía aturdido—. Estuve allí.
—Te vi —dijo Pilar tuteándolo sin rodeos ni bajar los ojos.
—Bueno, había unos cuantos camareros y…
—Yo te miré sólo a vos —lanzó sin censura.
—Señorita…
—Llamame Pili, por favor.
Pili estaba condenadamente sensual esa mañana. Tolosa no podía dejar de mirarle los pequeños y duros pechos que se insinuaban detrás su vestido floreado, ni sus pies descalzo. Pilar tenía los pezones erectos y se notaba. Estaba excitada. Casi podía oler sus deseos de animal adolescente.
—Señorita, por favor…
—Te dije que me llamés Pili —repitió acercándosele.
—Pili…
— ¿Me tenés miedo?
— ¿Qué? ¿Miedo? No, no es miedo…—carraspeó—. Bueno, en parte sí. Miedo a lo que puedo llegar a hacer.
— ¿Hacer con qué?
—Con vos.
—Ya soy mayor de edad —dijo la chica—. No harías nada que yo no quisiera —y dejó que el bretel de su hombro derecho se le cayera descubriendo la base del cuello más hermoso que Tolosa hubiera visto jamás.
—Pili, esto no es conveniente. Pueden vernos.
— ¿Quién? —Preguntó mirando a un lado y otro del camino—. Yo no veo a nadie.
—Ya hay empleados trabajando cerca de aquí.
—Pero ninguno viene por este camino a no ser cuando llega el tren. O vos, por las mañanas para llevar las cartas.
— ¿Me estuviste vigilando?
—Desde que llegué —contestó sonriendo.
—Pero, ¿por qué? ¡Hay tantos muchachos más jóvenes y ricos que yo en el hotel! Además, por lo que vi, “te arrastran el ala” todo el tiempo.
—No me interesan —arguyó con adulta seguridad y avanzó dos pasos en dirección a Tolosa—. A mi me gustan los hombres como vos.
— ¿Cómo yo?
—Sí, como vos. Morochos, sucios…, chanchitos —sonrió con falso pudor.
— ¿Chanchitos?
Esa palabra lo excitó al extremo. Fue como saltar al vacío y dejarse llevar por la libido de un mono alzado y salvaje. Tuvo una erección inmediata. Se le notó en el pantalón. Pilar levantó las cejas con picardía y esa vez fue Tolosa el que avanzó hacia ella.
—¿Querés que sea chanchito?
—Sí —contestó la niña y dejó que la parte de arriba del vestido terminara de caer hasta su cintura. Su piel era blanquísima, tersa, sin lunares ni marcas. Una piel virgen, deseable. Los pechos eran redondos y firmes. Tolosa no podía quitarle los ojos de encima. Estiró la mano derecha hasta rozarle un pezón. La niña lanzó un débil quejido de placer y cerró los ojos.
Cuando menos lo esperaron, ambos se refregaban los cuerpos a un costado del camino.
No eran caricias de amor. Eran meras manos húmedas hurgando en la intimidad de cada uno hasta arrancarse jadeos, propios de animales en celo. Eso eran. Dos animales violando un tabú social. Lamiéndose como bestias sedientas. Saciando sus impulsos más primitivos.
Pura violencia. Sexo en el sentido más lato.
Y ella ni siquiera era virgen.
«¿Querías un chanchito? Pues vas a tener a tu cerdo padrillo», pensó Tolosa bañado en sudor. «Putita de mierda», se dijo. «¿Un chanchito?... Te voy a dar el chiquero que querías.»
Y lo tuvo.



CAPÍTULO 2

Ciudad de Buenos Aires
Invierno de 1985

A las doce en punto, tal como estaba programado, sonó el timbre. Los pasillos del Instituto Privado de Turismo y Hotelería (IPTH) retumbaron y Jorge Balbi maldijo el ruidoso artilugio que tenía justo sobre su cabeza, en una de las esquina del baño. Acababa de levantarse la cremallera del pantalón y acomodado su camisa cuando, desde la Dirección, alguien convocaba a los alumnos al recreo.
¿Por qué tenían que haber puesto campanillas tan chillonas en todas partes? ¿Qué necesidad había de llamar a los estudiantes cuando, por sí solos, sabían a qué hora debían relajarse y salir a almorzar? No era lógico. Además, Balbi tenía que hacerse cargo de su cátedra y hubiese bastado con que él se parara frente a la puerta vidriada del aula para que todos supieran del cambio de hora. Los que habían cursado su materia el cuatrimestre anterior se irían raudos al comedor, en tanto que el resto debía permanecer una hora más aguantando sus lecciones de Historia Argentina Contemporánea.
Pero Balbi sabía que esos timbres insoportables cumplían una función mucho menos evidente a simple vista. No llamaban sólo a un recreo o convocaban a los profesores a trabajar. Lo que la Dirección quería era imponer su presencia en todos lados. Convertirse en una especie de Gran Hermano omnipresente, que guiaba a empleados y alumnos —dentro y fuera de las aulas— como si fueran los perritos adiestrados de Pavlov.
«Típico de ese imbécil», pensó Balbi en tanto la imagen de Gerardo Martínez —el rector— se le representó en la mente tocando con fuerza el timbre y sonriendo con malicia.
Era un estúpido rastrero. Un cagón. Un obediente lacayo del propietario del Instituto. Lo conocía muy bien. Habían cursado algunas materias juntos en la Facultad de Humanidades hacía más de quince años y el muy cretino no había cambiado nada desde sus días de estudiante.
Poco comunicativo, egoísta y competitivo al máximo, Gerardo Martínez pretendía siempre sobresalir por encima de los demás, rondando a los profesores como las rémoras rondan a los tiburones. Un parásito que les pedía libros, preguntaba estupideces y siempre trataba de hacer notar lo mucho que estudiaba para que lo tuvieran en cuenta a la hora de ser examinado.
Y sí que estudiaba. Era un tipo inteligente, pero muy mal compañero. Sus actitudes eran las que tanto molestaban. Y se lo decían abiertamente.
Martínez sabía que no era bienvenido en las peñas estudiantiles de los sábados y nunca lo invitaban a las reuniones de fin de año. Era un pelmazo, un traga, un mal tipo, sostenían todos. “Un cagador”, decía Balbi sin eufemismos. Tenía motivos para ello. En cierta oportunidad, mientras cursaba el tercer año de la carrera, le habían bajado dos puntos en un examen final por un comentario de Martínez.
— ¡Un segundo! —había dicho éste levantando la mano, tras ser examinado—. Esto no es justo. Yo respondí más preguntas que él y me calificaron con un ocho. ¿Por qué le ponen un diez? —. Eso bastó para que la vieja titular a cargo de la mesa, pusilánime y captada por los encantos del “buen alumno”, le redujera a Balbi dos dígitos.
 «Cerdo alcahuete.»
Era un tipo despreciable que no esperaba volver a cruzarlo después de la graduación. Pero las vueltas del destino le jugaron una mala pasada. Cinco años después de recibido como profesor, al tomar la cátedra de Historia Argentina Contemporánea se enteró de que el nuevo rector no era otro que el “cerdo justo de Martínez”.
«¡Qué puta suerte!»
De todos modos, Balbi decidió no darse manija y hacer caso omiso a todas las estupideces que le ordenara. La experiencia indicaba que valía la pena asentir en todas las idioteces que le sugería y después, en el aula, hacer lo que se le antojara y enfocar el tema del día del modo más personal que le pareciera.
Gerard —como lo llamaban los colegas más obsecuentes— seguía siendo el mismo imbécil de siempre. Aún así, había que reconocer que era hábil para trepar posiciones de jerarquía, cosa que a Balbi no le interesaba en lo más mínimo. Prefería ser un simple profesor a cargo de un curso, lejos de los problemas administrativos, de las quejas de los alumnos y sus padres, de los cobros de cuotas y, por sobre todas las cosas, muy lejos del dueño del instituto y las inútiles reuniones de personal. Todos las odiaban. Nada bueno salía de ellas. Eran el espacio propicio para repetir pavadas pedagógicas y dar lineamientos obvios, que el sentido común los volvía realidad sin necesidad de escucharlos una y otra vez. Balbi podía soportar una cada tanto, pero no pretendía ser el responsable directo de ellas.
«Gajes del oficio.»
A cambio de soportar unas pocas horas anuales de indicaciones superfluas —poniendo, eso sí, cara de mucho interés— se podía disfrutar de cierta independencia laboral y hacer lo mejor que Balbi sabía: dar clases entretenidas. Si algo había aprendido en los años que llevaba como docente era obviar las indicaciones estúpidas y concentrarse en su trabajo. Además, claro, de detestar a Martínez tanto como a ese timbre chillón que acababa de oír.
—Buenos días, profesor —lo saludó la titular de Emprendimientos Turísticos, al tiempo que salía del aula seguida por un grupo de estudiantes y se hacía a un lado para que Balbi entrara—. Disculpe el desorden.
Todos los miércoles a esa misma hora decía más o menos lo mismo.
—No se preocupe, Marita. Ya estoy acostumbrado. Son las desventajas de tomar el curso a esta hora.
—Que tenga un buen día, profesor.
—Igualmente para usted —respondió y vio como se marchaba sacudiendo las caderas con exageración.
Sólo después de perderla en la primer esquina del corredor, ingresó al curso muy erguido y con paso decidido. Dejó el portafolios sobre el escritorio y miró a la clase. Quedaban unos quince alumnos.
—Buen día a todos. ¿Cansados? No se preocupen —dijo—. Ánimo, que en sesenta minutos se van a sus casas.
Algunos sonrieron, otros bostezaron sin disimulo. Los más comprometidos se acomodaron en sus sillas y prepararon las lapiceras. Balbi firmó el Libro de Temas y empezó con su exposición del día.

A las cinco y media de la tarde llegó a su casa. Estaba agotadísimo y tenía la garganta reseca de tanto hablar.
— ¿Cómo te fue? —le preguntó Andrea, recibiéndolo con un beso en la boca.
—Bien, pero estoy muerto.
— ¿Qué hiciste hoy, amor?
—Lo de siempre: dar clases y más clases. ¿Vos?
—Recién llegué de la oficina, hace unos minutos. Hubo otra reunión de personal. Parece que el viernes que viene lo van a decretar feriado. ¿Te enteraste?
—No, no escuché nada. ¿Por qué motivo?
—Dicen que es para incentivar el turismo interno.
—Con el quilombo económico que hay, ¿de qué turismo interno hablan?
—Todavía hay gente que tiene plata… —dijo, y tocándose la frente con la palma de la mano agregó: —Ah, te llamó Eugenio justo antes de que entraras. Dijo que a la noche te vuelve a llamar.
— ¿Qué quería?
—No sé. Te va a pegar un tubazo telefónico a eso de las nueve. ¿Habrá encontrado algo?
—Ojalá. Hace como quince días que no lo veo.
—Che, y el trabajo ese que están haciendo juntos, ¿te lo van a pagar?
— ¿La investigación, decís?
—Sí.
—Ni idea. Cuando la tengamos más o menos cocinada tengo que hablar con Martínez sobre el tema. La verdad es que lo estoy dilatando para no calentarme antes de tiempo.
—Ese cabrón no te va a dar un mango. Es un envidioso de mierda.
—Si no lo hace la publicamos en otro lado y no creo que al dueño del instituto le guste mucho saber que antes se la ofrecimos a él y aquel imbécil la rechazó.
— ¿Y de dónde van a sacar dinero para eso?
— ¿Acaso tus ahorros no están en la alcancía del placard? —sonrió.
— ¡Sos de lo peor! —dijo y le estampó un segundo beso en la boca.
Andrea Dosse era quince años menor que Balbi. Tenía a su cargo una pequeña sucursal del diario La Voz del Interior en el barrio de Palermo y exhibía con orgullo dos títulos muy bien ganados: el de periodista independiente y “segunda esposa de Jorge.”
Se llevaban muy bien, dentro y fuera de la cama. Para nada histérica, inteligente y dulce, era una mujer fuera de lo común; además de solícita a la hora del amor y excelente compañera de charlas interminables. Pero de todas esas cosas, a Jorge Balbi lo que más le fascinaba era su humor mordaz e irónico, lleno de sutilezas y matices ingeniosos. Jamás había pensado en encontrar un ser humano como ella; mucho menos con casi cuarenta y cinco años.
Su primera experiencia matrimonial no había resultado ser de lo mejor y tras siete años de convivencia poco pacífica decidieron divorciarse de común acuerdo. Sin hijos, todo resultó sencillo y sin demasiados conflictos. Parecía mentira, pero las peleas que por años habían desgastado a su primer pareja desaparecieron a la hora de oficializar la separación ante el juez.
«Una cruel ironía», decía Balbi. «Una bendición de Dios »—en el que ya no creía—, decían sus amigos.
Así todo, no consideraba que sus primeras nupcias hubieran sido un fracaso. Nancy era y seguía siendo una excelente persona. Se llamaban al menos dos veces por año, para sus cumpleaños, y Andrea tenía de ella el mejor de los conceptos. No es que fueran amigas, pero convivía sin traumas con el pasado de su esposo. Los celos no jugaban ningún papel en la nueva relación. Ambos estaban seguros del amor que se tenían y la confianza constituía el principal baluarte de esa segunda oportunidad que Balbi se diera.
La esperanza resultó ser más fuerte que la experiencia.
A las nueve en punto el teléfono sonó
—Adivina qué…—dijo Eugenio al otro lado del tubo.
— ¿Qué?
— ¡Conseguí el álbum! —exclamó.
— ¿De verdad? ¿Pudiste lograr que te lo diera?
—Lo tengo justo sobre mi escritorio en este momento. Es grande, hermoso y lleno de fotos.
— ¡Qué bueno, Eugenio! ¡Qué bueno! —expresó Balbi entusiasmado.
—Soy un tipo muy convincente, “profesore.”
— ¡Ya lo creo que sí! Te juro que no esperé que te lo dieran.
—Es todo cuestión de tacto, amigo mío. La vieja resultó ser de lo más simpática y abierta. Sólo me pidió que lo cuidara y se lo llevara la semana que viene.
—Mañana mismo hay que sacar una fotocopia completa a todo ese material.
—Me encargaré de eso, quedate tranquilo. Después repartimos los gastos.
—Pero, contame algo más… ¿Hay muchas fotos?
—Decenas, además de algunas cartas enganchadas con clips en las últimas hojas.
Balbi estaba exultante.
—La verdad es que no sé cómo te entregaron todo eso.
—Ya te lo dije… es mi “sex appeal” natural. Ninguna ancianita de la aristocracia porteña puede resistirse a mis encantos.
Balbi sonrió.
—Adelantame algo, por favor.
— ¡Calma, compañero! Controle su ansiedad. Hasta ahora no tuve tiempo de mirarlo detalladamente; pero, por lo poco que vi, hay algunas fotos muy interesantes de personas con uniformes e insignias nazis. Incluso hay una de un tipo haciendo el clásico saludo con el brazo alzado.
— ¡Qué bueno, qué bueno! ¡Me alegro tanto!... ¿Cuándo nos reunimos?
—Mañana jueves no puedo, tengo trabajo atrasado. ¿Qué te parece el viernes? ¿A qué hora te desocupás del instituto?
—Salgo tarde —respondió Balbi algo contrariado—, pero no bien termine te llamo y voy a tu casa.
—Perfecto. Compro unas pizzas y cenamos juntos. ¿Viene Andrea?
—Seguro que sí.
—Ah, che, una preguntita… Esa amiga de tu mujer, la pelirroja, ¿cómo es que se llamaba?
— ¿Leandra?
—Sí, esa, la divorciada que está tan buena. La podés traer si querés…
—Se lo pregunto a Andy —sonrió Balbi—. Pero no creo que a Leandra le resulte interesante revisar un álbum de fotos viejas.
—No era justamente eso lo que tenía en mente al pensar en ella. Además, recordá siempre que vos estás en deuda conmigo.
Balbi lanzó una corta carcajada.
—El viernes nos vemos —dijo y colgó.
Desde la cocina, Andrea se asomó con un delantal en la cintura.
— ¿Y? ¿Era Eugenio? ¿Qué pasó? —preguntó.
—Este loco consiguió que la vieja le prestara el álbum familiar.
— ¿Sí? ¡Guau! ¡Excelente, amor!
Balbi se puso de pie y con la cara marcada de felicidad agregó:
—Me parece que vas a tener que darme, nomás, los ahorros que están en el placard.
Aquella noche soñó con fotos antiguas.

Sólo por una jugarreta del destino Jorge Balbi se había especializado en Historia Argentina. No era el área que más le interesara en un principio y de poder haber elegido hubiera dedicado su vida a investigar historia egipcia. Pero sin recursos económicos para viajar al Cercano Oriente con regularidad y viviendo a medio mundo de distancia de las pirámides, las circunstancias lo obligaron a ser realista y desistir de la idea.
        ¿Qué podía aportar de nuevo, un simple profesor desde Buenos Aires a la historia del valle del Nilo?
Poco y nada.
Tenía un rechazo visceral por los autoproclamados egiptólogos argentinos. Un grupo de pedantes millonarios que contribuían a ensanchar más sus propios egos que el conocimiento del pasado antiguo. Eran meros copistas de trabajos publicados en el extranjero; plagiadores que se creían sabios.
En algún momento de su vida, Balbi hubiera dado uno de sus dedos por viajar al desierto. Era común que los estudiantes de historia, en los primeros años, pasaran por su “fase de fiebre egipcia” y todos quisieran convertirse en célebres excavadores de tumbas para reeditar el descubrimiento de Tutankamón. Pero no bien llegaban al tercer ciclo académico, las momias se hacían a un lado, aplastadas por revoluciones, castillos medievales, descubrimientos geográficos o conflictos sociales de todo tipo y aquellos restos resecos se convertían en souvenirs inocentes, muy alejados de la historia comprometida que se pretendía enseñar y escribir. Por otro lado, los antiguos egipcios no le iban a dar de comer. Podían, sí, ser un hobby de fin de semana; pero las horas cátedra que se ofrecían en el mercado laboral nada tenían que ver con Osiris, Horus o Ramsés II. Las convocatorias se orientaban hacia la historia nacional y como la necesidad siempre tiene cara de hereje, Balbi cambió la dirección de sus intereses intelectuales y se volcó de lleno al devenir histórico de la Argentina. Era un opción empujada por el hambre, pero con los años llegó a interesarle muchísimo, incluso a disfrutar de ella los sábados y domingos.
Así, la consolidación del poder de los faraones, la mitología y el arte funerario del río Nilo fueron gradualmente suplantados por las guerras civiles entre unitarios y federales, la organización del Estado y las sucesivas luchas ideológicas de los partidos políticos que jalonaban la vida nacional. Algo era claro: la Historia Argentina no se estudiaba, se sufría. Era imposible no sentir indignación leyendo y enseñándola. «¡Cuántos ladrones e inmorales les daban nombres a las calles! ¡Cuánta violencia y militarismo! ¡Cuanta injusticia y estúpida dependencia!» De todos modos, Balbi sacaba provecho de ello. Desmitificando la inocente historia que enseñaban en la primaria, él podía captar la atención rebelde de sus estudiantes universitarios y mostrarles una verdad más crítica y descarnada.
El país no era el lecho de rosas que describían las revistas infantiles, ni los héroes del pasado eran santos alejados de propósitos egoístas. No. Todos resultaban ser hombres y mujeres comunes. Muchos de ellos demasiados comunes. Iban al baño. Cagaban y meaban como cualquiera. Sólo la mirada retrospectivas de una historia volcada al heroísmo los mostraba como almas impolutas. Por eso Balbi detestaba la historia política. La consideraba un mero rejunte de nombres y fechas sin sentido. Una historia memorística y vacía.
«¿Para qué le servía a alguien conocer de memoria el nombre y apellido de todos los presidentes argentinos, desde Bartolomé Mitre? ¿Qué sentido tenía repetir como loros los pactos preconstitucionales, si no se sabía qué decía la carta magna o cuáles habían sido las circunstancias en las que había sido redactada?»
Saber historia no era retener nombres y fechas, como la gente creía. Lo importante era conocer los procesos sociales que se tejían por detrás de esos datos; conocer las mentalidades, el sentir y la ideología de las diferentes épocas para reconocer en dónde uno estaba parado. Si la historia no servía para comprender el presente, no servía para nada. Claro que a muchos no les convenía que eso pasara.
Con casi doscientos años de vida independiente, el país seguía teniendo grandes períodos olvidados y muy pocos eran los que querían rescatarlos. Balbi formaba parte de esa minoría. A poco de especializarse en Historia Argentina, orientó sus intereses hacia esos bolsones ignorados y encontró en ellos un misterio parecido al que despertaban las pirámides en su juventud. Recién entonces el árido terreno de una historia llena de apellidos, fechas y batallas se convirtió en un campo fascinante donde era posible la innovación. Hizo cursos, compró nueva bibliografía, indagó en fuentes no tradicionales y encontró en Eugenio Ross a una aliado incondicional para la tarea.
Ross no era historiador sino fotógrafo profesional, pero tenía un hobby: coleccionar fotos antiguas y postales turísticas de la vieja Argentina. Todos los domingos visitaba el mercado de pulgas de San Telmo con la esperanza de encontrar alguna foto rara y única. Y no le había ido nada mal. Tenía en su poder una de las mejores colecciones de postales pintadas a mano y fotografías de la aristocracia vernácula, desde fines del siglo XIX a la década de 1950. Era una cruel ironía que aquellos momentos captados en la intimidad de los hogares más ricos terminaran siendo exhibidos en un mercado, dentro de sucias cajas de zapatos, desordenados y juntando polvo ante la indiferencia de las mayorías. Sólo les esperaba un destino inexorable: el más absoluto de los olvidos. A menos que Eugenio Ross los rescatara.
Balbi solía acompañarlo de vez en cuando. Fue así como, de a poco, surgió el interés por estudiar esas fotos y rescatar de ellas las representaciones que la gente se hacía de sí misma. Había mucho que indagar en esas imágenes carcomidas por la humedad. Hasta era posible reconstruir parte de ese imaginario que no aparecía en los informes de guerra, ni en los decretos presidenciales o diarios íntimos. Las imágenes hablaban por sí solas. Los rostros, las posturas, la moda y la afectación revelaban una forma de ser que posibilitaba comprender en profundidad el sentir de un sector de la sociedad.
¿Qué historias familiares se escondían detrás de esas imágenes? ¿Qué secretos inconfesables se guardaban esos señores con bigotes estilizados y tan bien vestidos? ¿Qué causaba la pena que se reflejaba en las miradas de aquellas mujeres? ¿Qué pasiones reprimidas acongojaban a esas ancianas en delantal?
Un universo de misterios se abría en abanico en cada foto. Un filón a ser explotado. Un reto en el que muy pocos estaban interesados (especialmente las universidades). Pero Jorge Balbi era un tipo que no sabía hacer dinero. Como los nobles del medioevo consideraba que el comercio tenía algo de indigno y él no iba a desperdiciar su vida haciendo algo que no le gustaba. ¡Era tan corta! ¿Cómo no invertir el poco tiempo que tenía en cuestiones que le dieran placer? Era ilógico hacer lo contrario. Nunca iba a ser millonario, pero ¿cuántas personas en el planeta podían darse el lujo de vivir haciendo lo que le gustaba? Con más de cuatro décadas encima, Balbi no estaba para escribir en borrador. En realidad nadie lo estaba a partir de los treinta. Pero eso no preocupaba. Nadie lo advertía. La muerte no era un tema agradable y menos que menos la muerte propia. Casi todas las personas que conocía no la tenían en cuenta. Se creían inmortales. No asistían a velatorios, ni visitaban cementerios. ¿Acaso no terminarían también ellos en un ataúd? ¡Imposible!, decían. Los que morían siempre eran otros. Mucho más en Buenos Aires que, con sus millones de habitantes, alimentaba esa fantasía perversa. Sólo de a ratos fallecía un conocido. La Parca se disfrazaba siempre con rostros ignorados.
Pero para Balbi y Eugenio Ross las cosas eran bien diferentes.
—Me la paso charlando con gente muerta — les decía a sus alumnos—. Todos los días converso, discuto y aprendo con personas que murieron hace cien, doscientos o dos mil años. La muerte es parte de mi vida cotidiana. Pero eso pasa con la de todos. La única diferencia es yo soy conciente de ello. Es lo que me permite disfrutar a pleno cada minuto. ¿Qué diferencia hay entre un mortal y un moribundo? Respuesta: la lucidez.
Muchos lo aceptaban racionalmente, pero muy pocos incorporaban esa actitud como norma. Quizás ése había sido el motivo de su elección profesional.
«Hablar con los muertos.»
Le agradaba esa frase. La repetía siempre en sus clases. Se sentía como una especie de médium. ¿Acaso los historiadores no eran en gran medida eso?
 Era una metáfora excelente.

Eugenio Ross lo introdujo en el universo de las fotografías antiguas casi por casualidad. Balbi siempre recordaba aquel primer encuentro con cariño. Las cosas habían funcionado bien de entrada. Eugenio era una de esas personas simpáticas por naturaleza, un cómico nato. Un tipo capaz de decir una mala palabra tras otra sin que cayeran mal a nadie. Los insultos que vomitaba cada vez que contaba una anécdota sonaban graciosos cuando él los decía. Era el tono que usaba. Burlón, irónico, lleno de sarcasmo y doble sentido. Es lo que le fascinaba tanto a Balbi. Sólo por eso, ya en el primer encuentro, supo que con ese fotógrafo malhablado e histriónico iban a hacer buenas migas. Y de migas se trató el asunto desde un principio. Las primeras palabras intercambiadas se habían disparado por un sándwich que ambos ansiaban, mientras estaban en la pituca presentación de un libro.
Sin darse cuenta, sus manos habían chocado sobre en el mismo plato.
—Lo siento, tómelo usted —había dicho Balbi sonriendo y retirando el brazo.
—De ningún modo, caballero. Es suyo.
—Pero usted ya lo tocó. Comeré otro, gracias.
Ross se quedó mirándolo. Rió.
— ¿Se da cuenta de algo? —dijo al final.
— ¿De qué?
—De que el contexto lo es todo. Si estuviéramos en un desierto nos mataríamos por ese sándwich.
—Eso depende del grado de salvajismo que usted tenga.
— ¿Y usted puede dominarlo?
—Creo que sí.
—En ese caso ya tengo claro cual de los dos sería el depredador dominante —dijo, y se metió el sándwich entero dentro de la boca. Lo masticó exageradamente. Balbi lanzó una carcajada. Una vez que lo hubo deglutido, Ross se limpió la mano derecha en el mantel de la mesa y la extendió abierta hacia adelante—. Eugenio Ross, fotógrafo —dijo.
Balbi la estrechó con firmeza.
—Jorge Balbi, profesor en historia —respondió con simpatía y se pasaron el resto de esa noche riendo y criticando a todos los demás. Como en toda presentación snob de libros se reunía ahí una fauna de egocéntricos petulantes que ambos detestaban. En realidad lo que les producían era mucha gracia y se aprovecharon de eso.
Por aquellos días Balbi acababa de divorciarse y buscaba distracción en cualquier parte. Estaba algo deprimido y los viernes por la noche se le hacían insoportables cuando se quedaba en casa. Todos sus amigos eran casados o habían formado parte del círculo de amistades de su ex-mujer. Por alguna razón se sentía incómodo con ellos. Quería renovar su libreta de contactos. No soportaba la mirada de velorio que fijaban en él las esposas de sus amigos. Estaba más delgado, algo demacrado, pero entero. Su ropa ya no lucía tan planchada como antes. Sentía que lo observaban con lástima y cierta falsa misericordia. Las conocía. Esas monjas compungidas en el fondo lo sentenciaban con crudeza. “Algo habrá hecho para merecer eso.” Casi podía leerles la mente. Víboras hipócritas.
Necesitaba cambiar su hábitat de distracción. No era posible pasarla bien en medio de semejante escrutinio y como por entonces no tenía interés en encontrar pareja estable, acudía a cuanta charla, conferencia o concierto de jazz se presentara.
Los libros eran su gran terapia. Después de tantos años conviviendo con alguien, la soledad lo mortificaba y descargaba su ansiedad leyendo, comprando cuanto libro le interesaba y acudiendo a las presentaciones de aquellas obras que habían tenido una buena prensa previa. Pero advertía que muy pocas satisfacían por completo sus expectativas intelectuales. Eran más de lo mismo. Refritos de temas conocidos. Balbi tenía que reconocer que a su edad pocas cosas lo sorprendían. Seguramente se estaba poniendo viejo. Un viejo aburrido y renegado.
Pero Eugenio Ross resultó ser el antídoto a todo eso.
Dos semanas después del primer encuentro, el fotógrafo lo llamó por teléfono.
—“Profesore” —bromeó—, tenés que venir urgente a casa. Tengo algo que puede interesarte mucho —dijo masticando un chicle.
—Uf… ¿Qué son? ¿Más fotos?
—Sí, pero muy especiales. Vení al departamento. Tengo un vino mendocino de primera para compartir. Te espero a las nueve. No traigas nada. Una amiga de mi hermana hizo empanadas y una tarta de queso.
— ¿Una amiga de tu hermana? ¿Quién es? ¿No pretenderás hacerme gancho con esa mina, verdad?
Eugenio sonrió.
—No seas boludo. Es una pendeja. Muy joven para un viejo choto como vos. Te espero a las nueve. Chau, un abrazo —y colgó.
La “pendeja” se llamaba Andrea Dosse.

Aquella primera tarta no resultó ser de lo más sabrosa. De hecho, había sido insulsa y con poco queso. Pero tenían hambre y —entre charlas— la bandeja quedó vacía. Todos tomaron vino. Un buen vino cuyano, como le anunciara Eugenio. Una verdadera rareza. Era caro conseguir uno en aquellos días. Los productos berretas que venían del exterior habían casi destruido a las bodegas nacionales y la cultura del vino todavía no estaba asentada. Los nuevos ricos —que surgían como hongos— tomaban cualquier cosa. Muchos traían las bebidas espirituosas de Miami, “el paraíso de los mediocres”, decía Balbi. Ross coincidía con él. Disney World se había convertido en la nueva Meca del medio pelo argentino. Un lugar ideal para practicar lo que muchos consideraban la cumbre del desarrollo intelectual: saber hablar inglés. Y era natural que así fuera visto. Los yanquis sí sabían hacer las cosas. Ellos sí eran organizados y metódicos. Tenían un país seguro, civilizado. Había que imitarlos y hablando inglés se podía empezar a captar parte de ese espíritu de avanzada.
¿Quién podía estar en contra de todo eso?
Los zurdos.
Ésos sí que eran peligrosos.
¿Acaso no habían llevado a la Argentina al caos y la subversión? ¿No eran admiradores del comunismo ruso y la economía dirigida?
Claro que sí. Los diarios tenían razón.
Revolucionarios de mierda… Si por ellos fuera nadie podría disfrutar de los buenos vinos californianos. Ni visitar el Mundo de Disney.
¡Qué zurdos hijos de puta!
Los militares estaban en lo cierto: eran un cáncer.
Gracias a Dios, desde hacía dos años (desde el ’76) los habían borrado del mapa. Ahora sí se podía viajar tranquilo a Yanquilandia e imitar sus buenos modelos. ¿De qué servía la democracia si no se podía disfrutar de dos televisores, dos lavarropas, dos heladeras, dos radio-grabadores y los viajes a la Florida? ¿No eran los militares los responsables de la enorme dicha de ser campeones mundiales de fútbol? ¿De qué se quejaban en el exterior? ¿Por qué tenían una visión tan crítica del Proceso? De seguro eran esas voces las que conspiraban contra el país, enmarcadas dentro de una campaña anti-argentina, que alimentaba el comunismos internacional. Cerdos. No veían nada. No querían ver nada. En el país había paz. Se podía caminar tranquilo por la calle. El sentido de autoridad y patriotismo estaba asentado.
Pero muchos no reconocían nada de eso. Jorge Balbi y Eugenio Ross eran parte de ese grupo disconforme. Así todo, no eran revolucionarios, ni lo habían sido antes. En verdad no sabían cómo clasificarse. Algunas veces decían ser liberales. Pero como ser liberal en Argentina era sinónimo de ser conservador, renegaban de inmediato de la etiqueta. No iban a misa, odiaban a los curas y detestaban aún más a los milicos. Pero no portaban armas. Por temor o convicción —quién sabe— su resistencia era pasiva, inteligente, según decían.
Tarde o temprano todo se vendría abajo por su propio peso. Balbi eso lo sabía muy bien. Era cuestión de tiempo. A la corta o la larga la gente se olvidaría de los goles de Kempes y tomaría conciencia de que la vida del país era algo más que una cancha de fútbol y una pelota. ¡Pelotudos!
Tampoco eran comunistas. A lo sumo, socialdemócratas. Pero en plena dictadura esas sutilezas eran irrelevantes y peligrosas. Con el tiempo encontraron un concepto que les vino como anillo al dedo para autodefinirse y expiar culpas (que las hubo con la llegada de la democracia en el ’83): autoexiliados internos. Sonaba bien. Coincidía en parte con la actitud que habían tomado durante los años de hierro. No eran héroes. Nunca pretendieron serlo. Se conformaron con seguir haciendo lo que querían disfrazando un poco las cosas, no revelándose. No aspiraban a convertirse en  Juana de Arco. El martirologio no estaba en el libreto que leían. No disponían de la fuerza para torcer la historia. Confiaban en que los milicos la torcerían solitos, en perjuicio propio. No se equivocaron. Con el tiempo perdieron la dictadura y, sin desearlo, entregaron la democracia a la gente.
Pero en esa primera cena de 1978 —por la noche, en casa de Ross— Balbi, Andrea y Nancy —hermana del anfitrión— se sintieron inquietos cuando Eugenio desparramó sobre la mesa ratona del living una docena de viejas fotos blanco y negro.
—Las encontré de puro pedo en un sobre, detrás de unas cajas, en el archivo de la biblioteca barrial de Chacarita —explicó mientras las empezaba a ordenar—. Al parecer nadie sabía que estaban ahí. Las miré, me parecieron interesantes, especialmente para vos —dijo observándolo a Balbi—, me hice el boludo y las traje. Nadie me pidió nada a la salida y eso que las tenía bien a la vista… Además, no tienen el sello de la biblioteca. Vaya a saber uno cómo llegaron a ese lugar.
—Me imagino que las vas a devolver, ¿no? —Intervino Nancy frunciendo el entrecejo.
—No sé. A lo mejor con el tiempo…
—Lo que hacés está muy mal. Eso no es tuyo.
— ¡Uy, pero qué boluda sos! Ya parecés la Vieja cuando me retaba de chico —apuntó Eugenio entre ofuscado e irónico—. ¡Pará un cacho con la Inquisición!
—Si se llegan a enterar…
—…si se llegan a enterar voy y las devuelvo. No rompás más las bolas. Conozco a la minita que trabaja en el mostrador. Quedate bien tranquilita, ¿sí? Ya soy grande y sé lo que hago. Si las traje es porque las puedo tener.
Susana puso su mejor cara de culo y desistió en seguir con la batalla. No valía la pena. Su hermano era un terco sin solución. Para entonces, Balbi había echado una ojeada sobre las fotos y tenía dos de ellas en la mano.
Su rostro empalideció de golpe.
— ¿Te pasa algo? —preguntó Andrea, tocándole por primera vez en la vida el hombro—. ¿Te sentís bien?
A pesar de tenerla a su lado, Balbi no la escuchó.
— ¿Leíste las notas manuscritas que las fotos tienen en el dorso? —le inquirió a Ross.
—Más o menos…, bueno, no. No las leí con detalle. ¿Por qué?
—Aparentemente, fueron tomadas en 1948. Para ser más exactos —dijo examinando con dificultad una letra pequeña y achatada—, en mayo de 1948.
— ¿Viste? Te dije que te iban a interesar. Por eso las traje —y miró a su hermana con aire de suficiencia—. El tipo que las tomó era un amateur. La mayoría están fuera de foco y el encuadre es malísimo. Además, los productos que usó en el revelado no eran de primera calidad, aún para la época. Miralas con atención —dijo señalándolas al boleo—. Te vas a dar cuenta solito.
Balbi las fue pasando una por una. A medida que lo hacía, su entusiasmó crecía más y más. Las placas resultaron ser documentos de primera mano, a pesar  de los errores técnicos que Ross anticipaba.
—Están muy buenas —dijo—. Increíblemente buenas.
Eugenio asintió. Susana tomó un poco de café y se recostó sobre el sillón. Andrea clavó sus ojos en las manos cuadradas de Balbi. Lindas manos, pensó.
— ¿Y sirven para algo? —preguntó Susy desde su relajada posición.
Balbi volvió a seleccionar el primer par de fotografías y las separó del resto. En ambas se observaba un desfile militar por la avenida Libertador. Los bosques del fondo eran inconfundibles. Los edificios también. Se podía distinguir la pétrea entrada al zoológico en el margen superior derecho. Los uniformes eran representativos de la época. Se parecían al de los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial. Casi idénticos al de los nazis.
Las placas habían sido tomadas una detrás de la otra. Eran una secuencia perfecta que abarcaba un margen de tiempo no superior a quince o veinte segundos. Eso se notaba en el desprolijo encuadre y en las personas del público que permanecían de pie en el borde de la vereda. Aunque lo más destacado de todo era el rostro —remarcado con lápiz— de un transeúnte y las notas manuscritas que estaban en el dorso.
—De acuerdo al que escribió esto —dijo Balbi—, el tipo que aparece en el público mirando el desfile, y señalado con el círculo, es Wilheim Hans Münch.
— ¿Y quién es? —preguntó Andrea, anticipándose a la duda de los demás.
—Un bacteriólogo de las Waffen SS —respondió Balbi—. El Instituto Higiénico de los nazis lo destinó al campo de concentración de Auschwitz, más o menos en el mismo momento que el que lo hizo Josef Mengele.
— ¿Mengele?
—Sí. El doctor Mengele, el Ángel de la Muerte, como lo llamaban.
— ¿Ese no fue el hijo de puta que experimentaba con judíos en los campos de concentración? —intervino Nancy reincorporándose en el sillón.
Balbi afirmó en silencio sin quitar los ojos de las fotos.
—Si mal no recuerdo —prosiguió—, Münch se horrorizó tanto de lo que vio allí que pidió un traslado y lo sacaron de Auschwitz. Cuando terminó la guerra lo juzgaron como criminal de guerra, pero lo absolvieron. Muchos testigos, ex-prisioneros, testificaron en su favor. Al parecer salvó varias vidas durante el corto tiempo que estuvo en el campo. Dicen que Mengele lo odió con toda sus fuerzas. Lo consideraba un pusilánime, un cobarde.
— ¿Y qué pasó con Münch después del juicio? —inquirió Andrea.
—No lo sé. Pero según estas fotos estuvo en Buenos Aires en 1948.
— ¿Estás seguro? —inquirió Ross asomándose a las placas.
—Mirá, nunca vi la cara de Münch antes, pero leí varios libros que lo nombran. Por eso conozco la historia.
— ¿Vos creés que lo escrito atrás de la foto es cierto? —intervino Nancy.
—Eso es imposible de responder sin una investigación. Habría que conseguir una imagen certificada de Münch y compararla con ésta.
— ¿No hay ninguna en algún libro que vos tengas?
—No creo. El material bibliográfico que llega de afuera es escaso y desactualizado. No es un buen tema para investigar dadas las circunstancias políticas actuales. Ya sabés que hablar de Derechos Humanos hoy en día es más que peligroso.
— ¡Milicos de mierda! —explotó Ross, mientras le daba un sorbo a su vaso de vino.
—Pero, ¿qué tiene de malo indagar en eso? —Repreguntó Nancy.
Ross la miró casi con desprecio. Era humillante tener que admitirlo: su hermana vivía en las nubes.
— ¿Vos sos boluda o te hacés? —dijo entrando en calor—. Si alguien se entera de que andamos en estas cosas nos van a amasijar a todos. A mí por robar las fotos, a Jorge por investigarlas y a Andrea por hacer preguntas incorrectas…
—…¿Y a mí?
— ¿A vos?... A vos, por tarada.

Aquel fajo de fotografías quedó en el olvido por muchos años. Nadie las devolvió a la biblioteca de Chacarita y guardaron polvo en un cajón del escritorio de Balbi, tapadas por papeles, apuntes y fotocopias de uso más urgente. Sólo de tanto en tanto resurgían como una anécdota pintoresca del día en que había conocido a Andrea. Pero con el paso del tiempo, incluso ese recuerdo se desdibujó. Sucesos más mundanos ocuparon la atención de ambos: el noviazgo, el casamiento y las muchas mudanzas orientaron los intereses hacia aspectos no tan históricamente comprometidos. Tras la guerra de Malvinas y el derrumbe de la dictadura en 1983, los temas prohibidos se liberaron de la censura y muchos investigadores se enfocaron en “los nazis argentinos.” No sólo en los que habían gobernado el país en la década anterior, sino también aquellos que ingresaron en él después de la derrota de Hitler, en 1945. Al principio tímidamente, más tarde con mayor desparpajo, la historia de la cultura política argentina se condimentó con los ingredientes de un autoritarismo importado y aceptado con los brazos abiertos por los gobiernos democráticos y no democráticos del país, a mediados del siglo XX. Los cazadores de nazis se convirtieron en protagonistas de películas, novelas y algún que otro artículo periodístico de investigación. Captaban la atención y demostraban el asentando espíritu democrático de sus actores al demostrar abiertamente la pesada carga autoritaria de la sociedad. Claro que no tardaron en surgir opositores que negaron lo que toneladas de documentos certificaban.
        Los nazis habían muerto, pero su ideología seguía viva en muchos bolsones intelectuales del país.
Todas las transiciones eran lenta, pensaba Balbi. Se requerirían décadas de maduración y no esperaba ver los resultados finales hasta bien entrada su vejez. Era escéptico en el progreso del hombre. Pero, ¿qué había hecho él para contribuir en esa mejora? ¿Bastaba con haber sido un educador divertido? ¿Hasta que punto no contribuía con la decadencia general mostrando los muchos lados de las cosas, sin jugarse por ninguna? Al final de cuentas, ¿su falta de compromiso político no alimentaba de forma indirecta al despotismo remanente? ¿Qué culpa le cabía a él como educador en todo eso?
La vuelta de la democracia lo vio enrolado en las filas del radicalismo, pero no por mucho tiempo. En doce meses advirtió que esa participación había sido un mero impulso alimentado por el entusiasmo mágico que implicaba el cambio de gobierno y que la política, tal como era practicada, no lo convencía en nada. Dejó de ir al comité y puso otra vez todas sus energías en su trabajo que —por algún motivo jamás racionalizado— orientó hacia los nazis escondidos en Argentina.
Tal vez esas viejas fotos del ’48 tenían algo que ver. De seguro, habían dejado latente una imperceptible semilla germinando en alguna parte de su cabeza. Aún así, no las recordó de inmediato. Las placas eran cosas del pasado. Cosas archivadas.
Saturado como estaba de libros, informes y documentos, Balbi acometió con irregularidad la redacción de un ensayo. Las presiones que ejercían el pago de la hipoteca de su casa y los inciertos vaivenes de la economía del país generaron una actitud poco metódica a la hora de investigar. Más que un proyecto oficializado por un centro académico —que no lo era—, la recopilación de información sobre los criminales de guerra nazis en el país, pasó a ser un hobby de fin de semana. El trabajo en el  Instituto Privado de Turismo y Hotelería, la vida matrimonial y las infinitas correcciones de parciales y trabajos prácticos, le quitaban ganas y tiempo. Sólo de tanto en tanto, cuando los problemas mundanos dejaban de atosigarlo y tenía una brecha ociosa que ocupar, volvía a sus apuntes y fichas bibliográficas a refrescar conceptos y reflotar la pasión por el tema. Una pasión que, intermitente, se dormía y volvía a despertar como un bebé caprichoso.
Pero un viernes por la noche, frente a un álbum familiar de fotos viejas, el bebé se despabilaría definitivamente.



CAPÍTULO 3

Enorme, simétrico, señorial y en ruinas, el Eden Hotel resistía pasivo el avance de la maleza, de las raíces y los árboles que lo sitiaban desde hacía más de quince años. El estuco rosa de su fachada, descolorido y macilento, reflejó los últimos rayos de sol y en minutos la más densa oscuridad se lo tragó, junto con el paisaje serrano que lo contenía.
Estaba derruido, devorado por la humedad y sin ninguna de sus ventanas o puertas con los vidrios sanos. Sucesivas manos anónimas los habían roto a piedrazos sin motivos y los restos que aún quedaban adheridos en los marcos semejaban las bocas negras, dentadas y amenazantes de un monstruo inerte.
Crujía por todas partes. El agua de cientos de lluvias se filtraba por el cielorraso y recorrían los muros, tirantes, columnas y pisos de madera, abriendo grietas que parecían venas hinchadas de odio, por el desamparo y saqueo que sufriera durante tanto tiempo. Ya no era el aristocrático paraíso de la oligarquía de antaño. Se lo veía débil, inestable. Los elementos habían cobrado su precio. La naturaleza, lenta e inexorable, lo desgastaba de a poco como reclamando la materia prima que le robaran para construirlo.
Era un gigante moribundo. Agonizaba, soportando a duras penas su propio peso. Ya no resplandecía. Su estructura, opaca, oxidada, iba perdiendo gradualmente casi todo. Sin mantenimiento ni cuidados, se destartalaba año tras año, despojándose de su antigua soberbia, tanto como del optimismo que encarnara.
El parque circundante, de varias hectáreas, ya no estaba domesticado. Se había convertido en una maraña salvaje de ramas, yuyos, gramíneas y troncos desbocados. El antiguo sendero de eucaliptos, que comunicaba al hotel con las vías del tren, no existía. Era imposible identificarlo en medio de semejante desborde de vegetación. Las plantas lo aislaban más y más del pueblo que había ido creciendo a sus pies. Y así, ajeno a la ciudad de La Falda, aguantando la desidia de sus propietarios ausentes y la impotencia de los funcionarios municipales, el Eden Hotel sobrellevaba un destino manifiesto de decadencia y muerte.
La usina propia ya no funcionaba y ese sector de la sierra, después de mucho tiempo, se convertía en una boca de lobo cuando caía la noche. Varias generaciones de cucarachas, ratas y murciélagos habían nacido, criado y muerto allí. Legiones de gatos descansaban por las tardes, al calor del sol, recostados sobre la escalinata de mármol de Carrara que daba acceso al edificio. Sólo Indio, un pastor alemán vagabundo que se había aquerenciado en las ruinas, los espantaba de a ratos cuando quería hacer valer sus derechos de territorialidad.
Depredadores de todo tamaño se lo devoraban de a poco. Las raíces más insignificantes se colaban por entre las grietas, expandiéndolas y resquebrajando los sectores asfaltado que terminaban por desaparecer. Todo empezaba a ser tapado por un manto vegetal y el dominio humano sobre el Eden se evidenciaba como una mera ilusión. El óxido le daba a los objetos de hierro una pátina de color rojo; y lo que antes parecía firme, rígido, se volvía inestable, peligroso e informe. La naturaleza se empecinaba en borrar toda evidencia del paso del hombre por el lugar. Después de más de una década y media de abandono, exposición a la humedad y al calor sin mantenimiento, el fijador —normalmente flexible de las ventanas— estaba rígido trancándolas a sus marcos sin permitir que la madera respirara. Los cambios de temperatura se encargaban, entonces, de partirlas, haciendo añicos los vidrios y abriendo agujeros por donde el viento se filtraba, depositando en las habitaciones, pasillos, baños y salones del hotel, toneladas de basura y desechos.
Pero la recolonización del Eden no tardó en producirse, esta vez ya no por aristócratas de levita con gruesas billeteras de cocodrilo, sino por centenares de pájaros que hacían de las ruinas un sitio perfecto para anidar. De todos ellos, las palomas eran las que reclamaban, con su lúgubre ulular, un sitio de pertenencia. También lechuzas, aguiluchos, incluso alguna que otra gallina, eran sus nuevos residentes.
En apariencia muerto, el hotel bullía de vida.

Linterna en mano, Eric Wenner avanzó con dificultad sorteando el tupido follaje del parque perimetral. Árboles transplantados de Transilvania y la Selva Negra, crecidos sin control ni poda, recreaban una oscura e inmensa sala hipóstila que, desde el portón de hierro, se extendía hasta la base misma de la fuente de mármol italiano, que emergía a una docena de metros de las escalinatas del hotel.
— ¿No es hermosa? —preguntó Wenner a los dos compañeros que venían con él—. Hace más setenta años que está ahí y mírenla: ¡Está perfecta!
Antonio Schenk dirigió la luz de su propia linterna en dirección a la fuente.
—No entiendo porqué no se la llevaron —dijo controlando su pulso para que el as de luz no se moviera tanto.
—Pesa demasiado. Además, de haberla querido sacar, la tendrían que haber roto —explicó Eric.
—También la trajeron del exterior, ¿no?
—Casi todo fue traído de afuera —intervino Adela Wenner, parapetada detrás de los dos—. Esos tipos tenían mucho dinero y contactos en Europa. No les costaba nada importar todo lo que querían.
— ¡Si hasta los árboles de este parque son europeos, imaginate! —reafirmó Eric con vehemencia.
— ¡Es increíble! —dijo Antonio y movió su linterna de arriba abajo. Estaba saturado de adrenalina, nervioso, expectante. El viaje desde Huerta Grande en camioneta había servido como semillero de ansiedad. Iban a meterse en propiedad privada sin permiso y eso lo tenía más que despierto, a pesar de lo avanzada que estaba la noche. Nunca en su vida había ingresado a hurtadillas a ningún lado. Con veintidós años recién cumplidos, se podía decir que Antonio carecía de un currículum aventurero destacado. Sus amigos siempre lo cargaban por ser tan prudente y temeroso. Romper con esa fama implicaba aceptar ir de “expedición” a los restos del Eden Hotel. No se arrepintió Lo que tenía ante sus ojos lo fascinaba. Esa fuente de mármol era en verdad impresionante. Bellísima, a pesar de los manchones de humedad producidos por las ramas y hojas que se pudrían en el tazón principal.
—Esperá a ver lo hay adentro —dijo Eric Wenner.
— ¿Y los leones? ¿Los viste? —preguntó su hermana.
— ¿Qué leones?
—Esos —dijo la chica y señaló hacia la derecha e izquierda de la fuente—Ahí están. También son de mármol. Los pusieron los primeros dueños del lugar.
Antonio se desplazó hasta una de las pétreas fieras y la tocó, palpando su rugosa melena.
— ¡Bellísimos! —dijo—. Si hasta parecen que están riéndose…
—Son los simbólicos guardianes del hotel —dijo Adela reiniciando la marcha—. Pero apuremos el tranco. Hay mucho que explorar todavía. Si no, ¿qué le vas a contar a tus amiguitos porteños cuando regreses?
— ¡No me lo van creer!
—En ese caso vas a tener que llevarte un souvenir que pruebe que estuviste aquí —intervino Eric,  en tanto acataba la sugerencia de su hermana y se ponía en movimiento.
— ¿Quedó algo dentro del hotel?
—Ves que no me escuchás… Ya te dije que hay de todo. Dejaron el edificio puesto cuando se fueron. Cerraron las puertas y abandonaron el lugar. Claro que, con los años, se han afanado muchas cosas. Tengo entendido que se robaron hasta una de las usinas inglesas que el hotel tenía.
—La primera vez que entramos, estaba —dijo Adela.
—Si, pero, ¿cuánto hace de eso? ¿Seis años?
—Un poco más también.
—Con más razón, entonces. Ya debe quedar muy poco. Pero algo vamos a encontrar.
—Che, ¿y si nos pescan? —preguntó Antonio, haciendo relucir su acostumbrado temor.
— ¿Quién nos va a pescar? —repreguntó Eric.
—Los dueños…
—Los actuales propietarios no le dan “ni cinco de bola.” Creo que hasta viven donde vivís vos.
— ¿Son de Buenos Aires?
—Me parece que sí.
—Qué de guita deben tener, ¿no?
—No lo sé. Pero si es por el hotel te aseguro que no. Lo cerraron en el ’71 porque daba pérdida.
—Sí —dijo Adela, sorteando un alambre caído—. Alguien me dijo que era más económico cerrarlo que tenerlo abierto.
— ¡Qué bárbaro! Parece mentira que pasen estas cosas —arguyó Antonio.
—Cuando lo veas por dentro te vas a sorprender más —dijo la chica y esbozó la típica sonrisa de los ladrones de tumba cuando logran vencer un obstáculo.
Más allá de la fuente, cubierto por hojas amarillentas, el camino de entrada les dio una superficie plana y segura por donde caminar. El bosque quedaba atrás y el pavimento, que se observaba por debajo de esa alfombra vegetal, estaba cuarteado; lo mismo que la enorme escalinata de mármol que desembocaba en él.
Las tres linternas iluminaron, al mismo tiempo, la fachada del hotel.
Las simétricas proporciones del Eden impresionaron.
— ¡Guau! —lanzó Antonio—. ¡Es más grande de lo que creía!
—Es gigantesco —dijo Adela, observando como el edificio elevaba su dos plantas hacia el cielo estrellado.
—Mete respeto.
—Mucho más que respeto —agregó Eric—. Mete miedo. Es lo único que detiene a mucha gente. De lo contrario, creo, lo hubieran desguasado completamente hace años.
Eric Wenner tenía razón. La atmósfera que rodeaba al hotel era siniestra. Una verdadera postal fantasmagórica.
—No me parece que sea una buena idea seguir con esto —dijo Antonio, cuando alcanzó las cuatro puertas de hierro de la entrada. Todos los vidrios estaban  hechos añicos.
— ¡Por favor, no seas cagón! —exclamó Eric sintiendo que su plan se empezaba a desmoronar—. Si llegamos hasta acá, no podemos detenernos ahora. ¡No seas boludo! No pasa nada.
—No sé…
—Si te quedás, te quedás acá solo, afuera. Adela y yo vamos a entrar. Y ni pienses que vamos a compartir lo que saquemos con vos.
La idea de permanecer a solas en medio del parque aterrorizó a Antonio. Si lo decidía, podía regresar sobre sus pasos, volver a atravesar el bosque y esperarlos en la camioneta que tenían estacionada a sólo tres cuadra del portón principal. Pero eso también implicaba riesgos. No conocía el camino y la vegetación era demasiado tupida como para guiarse en la oscuridad, por más linterna que tuviera. Por otro lado, la etiqueta de “cobarde” quedaría estampada de por vida en su frente y sabía que Eric y Adela se encargarían de divulgar todo en la primera reunión de amigos que organizaran.
No. No podía frenar. Tenía que seguirlos y vencer, como fuera, el miedo que lo aguijoneaba.
Respiró hondo y a media voz murmuró:
—Está bien…, vamos.

Como toda casona abandonada, el Eden Hotel producía una extraña sensación en los visitantes. Era como caminar por un lugar que acababa de ser bombardeado. Los escombros se amontonaban en las esquinas formando montañas de tierra, ladrillos, madera y cerámicos, que parecían querer trepar por las paredes despintadas para alcanzar el cielorraso. Los marcos de las aberturas interiores estaban desnudos. Se habían robado las puertas de madera y las pocas que quedaban no tenían sus picaportes, que habían sido de bronce. El piso de la entrada principal, no bien atravesaron los enormes portones con vidrios rotos, estaba hundido y la vieja cava, donde antaño guardaban los vinos finos traídos de Francia, quedaba destechada, como si fuera una bodega a cielo abierto. Sólo un angosto sendero permitía atravesar ese hoyo hasta alcanzar, unos siete metros más adelante, las tres desvencijadas puertas de roble que daban acceso a un salón inmenso.
—Hay que andar con mucho cuidado —advirtió Eric, encabezando la marcha—. El piso está hecho mierda. Miren bien antes de pisar.
— ¿Qué era este lugar? —preguntó Antonio, alumbrando una sala de más de treinta metros de profundidad, con columnas de hierro forjado sosteniendo el techo.
—El comedor —le contestó Adela—. Acá almorzaban y cenaban hace casi cien años. ¿No es increíble?
— ¿Cien años? —volvió a inquirir Schenk
—El hotel se inauguró en 1898… Hacé la cuenta —dijo la chica.
—Ochenta y siete, “Einstein” —se adelantó Eric sonriendo.
Adela lanzó una corta carcajada.
—Hablando de Einstein —agregó—, ¿sabían que visitó este hotel?
— ¿Quién? —saltó Antonio
— ¡Einstein, bobo! Estuvo acá por la década del veinte. No sé bien porqué. Hay una foto del viejo parado en la escalinata, en un restaurante del pueblo.
— ¡Qué raro! Jamás hubiera asociado a Einstein con este lugar.
—Y sí…, era judío —dijo Eric.
— ¿Qué tiene eso que ver?
Eric Wenner volteó la cara hacia su amigo y lo miró fijo a los ojos.
— ¿Sos tarado o te hacés? —preguntó retóricamente—. ¿No te dije que este lugar fue un nido de nazis?
— ¿Nazis?
—Sí, boludo, los de Hitler.
—No, no recuerdo que me hayas dicho algo sobre Hitler.
Eric buscó en la penumbra los ojos de su hermana.
—Este porteñito me está inflando los huevos. ¡No escucha nada!
Adela volvió a sonreír.
—No te calentés. Dale, sigamos con el tour.
Avanzar por el salón comedor era imposible. Los listones de madera del piso estaban arqueados y podridos. Parecían las largas teclas de un piano destartalado a hachazos. Volvieron sobre sus pasos y caminaron por la plata baja recorriendo el bar y el salón de fiestas, que se levantaban hacia el ala izquierda del hotel. Poco y nada encontraron. Sólo restos de platos y tazas de porcelana, resquebrajadas, tiradas por el piso. Una mesita, sin dos de sus patas, hacía equilibrio apoyada contra una pared y la barra del bar, hecha en madera negra, acumulaba polvo y ralladuras.
Antonio no salía de su sombro. Era como viajar por el tiempo. Bastaba con imaginar ese sitio hacía décadas, lleno de vida y de gente, para sentir una fina sensación de mortalidad. Todo fluía. Nada permanecía. «Tenía razón ese griego que había leído en la secundaria», pensó.
El empapelado de las paredes estaba roto y con superposiciones de distintas épocas. Por ese motivo, el color que podían captar bajo la luz de sus linternas no era definido, sino una mezcla de celeste mortecino, rosa, amarillo y marrón. Todo al mismo tiempo. Nada definido, nada claro. Hubiera sido difícil afirmar a ciencia cierta de qué color estaba pintado ese lugar. Aquello era como una gigantesca cebolla. Capa tras capa de un envoltorio que, para entonces, ya no podía ser llamado “revestimiento.”
Eric se agachó y levantó algo del piso.
—Miren qué bueno —expresó sin demasiado entusiasmo—. Un pocillo casi intacto. Y se puede ver el logo del hotel.
Antonio y Adela acercaron sus caras para verlo mejor.
—“Eden Hotel- La Falda” —leyó la chica en voz alta y advirtió cómo cada frase se separaba una de otra por el dibujo de un águila imperial con las alas extendidas—. Es precioso, me encanta—dijo—. Guardala. Nos la llevamos. Está buenísima.
Eric le extendió pocillo a Schenk.
—Acá tenés —le dijo—. ¿Te das cuenta que valió la pena venir? Ya le podés probar a todos que entrante a este lugar. Guardalo, es tuyo.
Antonio hizo un mohín. Sabía que Eric, en el fondo, lo apreciaba. No era para menos: habían cursado la primaria juntos y sus padres se conocían de toda la vida. Buscó el morral que colgaba de su lado derecho y corrió el cierre. Cuando metió el pocillo advirtió que, con los nervios, se había olvidado de algo.
Diez segundos, después un fogonazo de luz iluminó todo el bar.
— ¡La puta que lo parió! —gritó Eric sobresaltado por la intempestiva claridad. Fue como si una mano gigante y helada le recorriera el espinazo con un dedo frío. Nunca había sentido un shock de pánico tan repentino.
Antonio acababa de sacar una foto.
— ¡La puta madre que te parió, pelotudo!—estalló invadido de ira—. ¡Casi me matás del susto! ¿Sos boludo? ¿Cómo se te ocurre…?
Adela permanecía enhiesta a un costado. Tenía sus mejillas blancas, pálidas, y dos lagrimas le caían por el ojo derecho. El otro no le lloraba. Estaba paralizada. No tuvo tiempo ni siquiera a gritar.
—Adela, ¿estás bien? —preguntó Eric, agitado y con el corazón bombeando sangre a lo loco.
—Sí… sí, estoy bien… perfecta—tartamudeó la muchacha.
—Este idiota sacó una foto sin avisar. Fue sólo eso —dijo—, tranquilizate.
Antonio no sabía dónde meterse. Quería pedir perdón, pero sabía que si decía algo, Eric —por más tiempo de amistad que tuvieran— le partiría la cara de una trompada. Decidió callar y adoptar la condición sumisa de un esclavo ante su amo. Era lo mejor.
— ¡Te voy a matar! ¡Te voy a matar! —gritaba Wenner gesticulando frente a su cara—. ¿Casi nos liquidás de un susto a los dos! —Antonio mantuvo el mutismo—. ¿En qué pensás? ¡Decime qué tenés en la cabeza! —dijo zarandeándolo por un brazo.
—Eric… —intervino Adela, algo recuperada—. Pará un poquito, ya está. Ya pasó…—temporizó.
— ¡¿Ya pasó?!... ¡Menos mal que ya pasó! —siguió diciendo en voz muy alta, y volviéndose a Schenk con el ceño fruncido, le inquirió—: ¿Cómo no me avisaste que traías una maquina de fotos? ¡Tarado!
—…lo olvidé.
—Eric… —repitió la chica, con algo de color en las mejilla—. Por favor… terminala. No arruinemos este viaje.
—…lo siento —murmuró Antonio—. De verdad que lo siento mucho.
Eric Wenner se fue calmando poco a poco. Respiraba hondo y se apretaba la boca del estómago.
Él, “el macho” que siempre afrontaba los desafíos sin miedo y sus puños listos, acababa de ser aterrorizado por un simple flash. Era humillante. Sentía su ego menoscabado. Antonio tenía a su disposición una anécdota con la cual rebajarlo al nivel de cualquier mortal. Eso era lo que más lo enfurecía.
«Después arreglaré cuentas con el idiota», pensó, al tiempo que imaginaba el modo que usaría para presionarlo.
—Sigamos —dijo finalmente—. Tenemos toda la planta de arriba que explorar. Y vos, por favor, no saqués más fotos sin avisar.

Accedieron al primer piso subiendo por una escalera de madera un tanto gastada y tras un descanso a mitad de la ascensión, se internaron en un verdadero laberinto de pasillos, corredores, habitaciones y baños semidestruidos.
El Eden había sido sometido a docenas de reformas a lo largo de su vida útil. Donde antes había baños, ahora había piezas. Donde se levantaban patios internos, ahora había pisos de cemento tapándolos, dejando ridículas a las barandillas, que seguían en el lugar, asomándose a ninguna parte. De haber sido arquitectos, los tres se hubieran podido dar una idea aproximada del plano del edificio. Pero apenas tenían terminada la secundaria. Para ellos, el arte de combinar los espacios carecía de sentido. Y en ese sitio, muchísimo más.
—Traten de ubicar un baño que esté medianamente equipado —sugirió Eric—. Los accesorios eran ingleses y valen una fortuna.
—Ya no debe quedar nada…
—No lo sabemos, Adela. Hasta que revisemos todo, lo sabemos.
Antonio caminaba con cuidado, tratando siempre de quedar entre medio de sus dos compañeros de aventura. La vergüenza estaba cediéndole otra vez paso al miedo.
—Me parece que sería mejor que nos separemos, ¿no creen? —sugirió Eric.
— ¿Te parece? —preguntó Antonio, titubeante.
—Sí. Va a ser lo mejor. Ganaremos tiempo. Además, de a uno corremos menos riesgo de que el piso se desmorone y nos hagamos mierda.
—Tengamos las linternas siempre prendidas y si pasa algo pegamos un grito —dijo Adela.
Eric disfrutaba viéndolo a Schenk.
— ¿Estás de acuerdo? —le preguntó.
Antonio movió la cabeza afirmativamente.
—OK —se limitó a responder. Sentía retorcijones en la panza.
—Bien. Pongamos una hora para reencontrarnos en la escalera. ¿Les parece en quince o veinte minutos?
—Perfecto —respondió Adela.
— ¿Tanto tiempo? —inquirió Antonio.
—No es nada. Quince minutos no es nada —dijo Eric—. Con lo oscuro que está acá adentro y la basura que hay en el piso no vas a poder recorrer mucho que digamos.
—Yo preferiría ir con alguno de ustedes. No conozco este lugar.
— ¿Y vos te pensás que yo sí? Hace más de cinco años que lo visité y era de día… ¡Dejate de mariconeadas! Apuntá tu linterna para adelante y tratá de encontrar algo de valor. Chau.
Y dicho eso se perdió en las sombras de un pasillo. Adela lo imitó cinco segundos después, en dirección contraria.
«¡Hijos de puta, se la están cobrando!», se dijo Antonio para sus adentros. «Yo no lo hice apropósito y me dejan solo en este hotel de mierda», pensó. Entonces, muy despacio inició su recorrida.
Caminó por un pasillo embaldosado casi diez metros. A izquierda y derecha se iban abriendo puertas vacías que conducían a habitaciones. Parecía como si todos los ambientes estuvieran conectados. No podía distinguir si eran dormitorios, salas de estar o los tan preciados baños que Eric mandaba a buscar. Antonio ya había decidido no internarse demasiado en el hotel. Inspeccionaría un poco y volvería a la escalera a esperar a los otros. Su vocación de explorador nocturno se había diluido por completo.
Le llamaron mucho la atención las baldosas del piso. El haz de la linterna producía un efecto extraño cuando se reflejaba en ellas, dándoles un aspecto tridimensional que no había advertido al subir. El motivo estampado contribuía a crear esa ilusión: eran cuadrados tricolores (blanco, negro y gris) que generaban una maravillosa sensación de profundidad. Cubismo puro. Se quedó un rato mirándolos. Entonces, con el rabillo del ojo detectó cierto movimiento a su derecha.
Giró la cara y la linterna al mismo tiempo. La luz atravesó una habitación, hasta llegar al pasillo que se prolongaba al otro lado de la estancia.
Tardó dos segundos en descifrar qué era lo que veía.
Cuando lo hizo, una sensación de horror en estado puro le recorrió todo su ser. No hubo músculo, fibra, hueso o arteria que no experimentara el miedo más visceral que Antonio Schenk hubiera tenido en toda su vida.
Allí, debajo del marco de la puerta, a menos de cinco metros de donde él estaba, un hombre alto, vestido con una capa color verde oscuro y una corona dorada hecha de papel maché, lo observaba fijamente. Tenía el rostro pintado de negro y sus ojos blancos brillaron por la claridad de la linterna. No pestañó ni una sola vez y movía la boca, gesticulando como un mimo, mientras murmuraba, muy suave, palabras ininteligibles. Un segundo después, se deslizó por el pasillo, perdiéndose de vista.
Gritar fue poco.
El alarido de Schenk nació de sus tripas, subió hasta la garganta y retumbó como una bomba de estruendo en toda la planta alta. Los hermanos Wenner sintieron que la sangre se les helaba. Era un aullido de terror. Primal, espantoso.
Los pájaros que descansaban en los recovecos de las ruinas se dispararon al aire aleteando frenéticamente y el eco de sus alas semejó un fantasmagórico aplauso salido de la nada.
— ¡Hay gente en el hotel! —alcanzó a articular Antonio con la faringe dolorida—. ¡Hay gente en el edificio! —repetía recostado contra la pared, mientras temblaba (histérico) como una hoja al viento—. ¡Hay gente en el edificio!
Eric Wenner fue el primero en encontrarlo.
— ¿Qué pasa? ¡Calmate!... ¡Antonio, calmate! —exclamó sacudiéndolo con fuerza—. ¡Calmate! ¡Basta!... ¿Qué pasó?
Schenk tenía los ojos muy abiertos y húmedos. Miró a su amigo sin verlo.
—Hay gente… —dijo, observando el pasillo contiguo por encima del hombro de Eric—.¡Vi a un hombre disfrazado parado en ese lugar! ¡Me miró!... ¡Estaba ahí con una capa o no sé que! ¡Me miraba! ¡Tenía una corona que…!
— ¡Calmate, por favor! —interrumpió Wenner—. No hay nadie aquí adentro, Antonio. ¡Nadie! ¿Me entendés?... Sólo estamos nosotros. Vos, Adela y yo.
—Entonces…, ¿fuiste vos? — preguntó clavándole las pupilas. Era una mirada paranoica.
— ¿Qué decís? ¡No seas idiota!
—No…, no…, no pudiste ser vos. No eras vos…
—Antonio, para un cachito, por favor. Calmate. Estás asustando a Adela.
—Te lo juro, Eric… Te juro que había hombre de pie en ese lugar.
Adela Wenner no le quitaba la mirada de encima. No estaba actuando. No era una broma. Creía haber visto algo. No mentía. Su rostro, a la luz de las linternas, se veía desencajado. Parecía un poseso. Entonces ella sintió una sensación extraña en su pecho. Era el miedo que iba ganado terreno sobre la razón.
—Antonio, por favor, no sigas con esto —repetía Wenner—. ¡No hay nadie con disfraz en el hotel! Está abandonado. Te equivocaste. Relajate, ¿sí?...
—Eric…
La voz trémula de Adela lo distrajo un segundo de Schenk.
—Decíselo vos, Adela. Decile que estamos solos…
—Eric…
Por el tono de voz, la muchacha no parecía tener intensiones de convencerlo de nada. Eric volteó decididamente hacia ella.
— ¿Y a vos qué te pasa? —gruñó.
—Salgamos de este lugar.
—Pero si…
—…salgamos ya, Eric. No me siento bien, por favor.
—Adela, sólo fue un sus…
—…¡Me quiero ir de este lugar! ¿No lo entendés? ¡Me quiero ir! ¡Ahora mismo!
Eric apretó sus mandíbulas y volvió su atención a los ojos desencajados de Schenk.
«¡Maricón de mierda!», pensó. «¡El muy imbécil la sugestionó! ¡Todo un viaje al divino pedo! ¡La puta madre!...»
— ¿Te das cuenta? Ahora ella también quiere irse —le recriminó—. ¡Mierda! —y se reincorporó de golpe—. Vámonos, entonces, de este lugar… ¡Manga de cagones! ¡Vamos!
Recorrió el resto del pasillo bufando como un toro y bajó por las escaleras sacudiendo la luz de su linterna como si fuera una espada láser. No había terminado de dar dos pasos por la planta baja cuando escuchó un gruñido a la altura de sus rodillas.
Un perro se le cruzó en el camino.
Eric lo enfocó sobresaltado.
Era un pastor alemán, grande, con el pelo crecido, muy poco cuidado, claramente vagabundo y le mostraba los colmillos y sus encías rojas.
Wenner se clavó al piso.
— ¡Fuera! —le gritó sacudiendo los brazos con exageración—. ¡Fuera!... ¡Perro del carajo!
“Indio” ladró.
Entonces, desde el descanso de la escalera, Adela arrojó un cascote pengándole en el lomo. El animal chilló y pareció caerse sobre sus patas traseras. Eric le lanzó una patada, pero antes de que pudiera darle en el hocico giró, salió corriendo con dirección al parque y se perdió en las sombras.
Wenner se secó la transpiración de la frente.
—Ésta no es mi noche, señor —dijo refunfuñando, al tiempo que su corazón se normalizaba—. Ésta no es mi noche…
Media hora más tarde, se subieron a la camioneta con dirección al centro de La Falda y después, tomando la Ruta Nacional 38, regresaron a Huerta Grande.
Ninguno dijo nada en todo el trayecto.



CAPÍTULO 4

Jorge Balbi se recostó en el sillón de dos plazas junto a su esposa y depositó el viejo álbum de fotos sobre sus rodillas. Estaban satisfechos. Habían cenado un par de pizzas y Eugenio Ross preparaba el café en la cocina, dilatando unos minutos más el instante para mirar “el documento”.
Era una helada noche de viernes y lloviznaba sobre Buenos Aires. El departamento de Ross, pequeño, de dos ambientes, acogedor y muy bien decorado, era el lugar perfecto. Había fotografías colgadas por todos lados. Fotos propias y ajenas. Algunas premiadas en el exterior.
— ¡Ni se les ocurra empezar sin mí! Esto está casi listo —exclamó el dueño de casa, mientras vertía agua caliente en la manga para hacer café—. Controlen un cachito la ansiedad. Tenemos toda la noche para verlo.
Por el tono de voz se notaba que Eugenio estaba feliz de tener a su pareja de amigos preferida como huéspedes. El hecho de haber sido una especie de “Celestina” hacía años, creía darle ciertos derechos a la hora de opinar libremente sobre cualquier tema que los tres trataran. Siempre lo hacían sin pelos en la lengua. Había confianza. Más que confianza, un profundo cariño mutuo. Casi se sentía parte de la familia. Y lo era. Andrea y Jorge Balbi lo consultaban en todo y ya tenía la promesa de ser el “padrino” del primer hijo, que aún no llegaba.
—Les estoy preparando un riquísimo café irlandés —anunció Ross—. Y conste que no debería hacerlo…
— ¿Por qué? —preguntó Andrea sonriendo desde el living.
—Porque no me trajeron a la pelirroja que les pedí —reclamó asomándose por la puerta de la cocina, esbozando su blanca dentadura.
—No podía —explicó Andrea—. De verdad que no podía. Tenía que cuidar a sus sobrinos.
—Sí, sí, sí. Excusas… Meras excusas. Nadie piensa en mis pobres y hambrientas hormonas adolescentes.
Balbi lanzó una carcajada.
— ¡Viejo verde!... ¡Dale, metele! Apurate, sino empiezo solo.
— ¡Ni siquiera lo intentes! —gritó.
Sirvió el café recién hecho en tres posillo y lo llevó en una bandeja hecha con estirillas de madera.
— ¡Todavía la tenés! —exclamó Andrea al verla.
—Yo cuido las cosas, queridita.
—Pero, ¿cuánto hace que te la regalamos?
— ¡Qué se yo! Más de nueve años… no lo sé.
Se sentó en un sillón individual de frente a los demás, entregó las tacitas y relajándose dijo:
—Buenos, señores, ahora sí. Estamos listos. Podemos ver el álbum. ¿No lo ojeaste, verdad?
—No, bolas… —ironizó Balbi y se mandó el primer sorbo caliente de cafeína líquida.
En realidad hacía cuarenta y ocho horas que esperaba verlo. Un álbum familiar de fotos antiguas siempre era una puerta a la intimidad y las costumbres del pasado, una pieza extraña a la que muy pocos tenían acceso, a no ser si se era parte de la familia. Pero Eugenio, sin serlo, lo había conseguido. El muy entrador había logrado convencer a una anciana señora de la aristocracia a que se lo diera para estudiarlo… y sacarle fotocopias si era necesario.
—Ya te había dicho que es una mujer muy simpática —explicaría en la cena—. La conocí en una fiesta de aniversario en la que me habían contratado como fotógrafo. Era amiga de la homenajeada. Una familia «muy bien» de Barrio Norte, con muchos contactos en el mundo de la cultura y la política. Tiene noventa años y ¿saben cómo se llama? María Julieta Clara Menéndez de Benegas… «¡No tenés nombre!» Es la típica vieja, pituca y cheta de la oligarquía —Balbi frunció el entrecejo—. Si en el pasado fue una hija de puta no lo sé. Hoy no lo parece—expresó Ross—. De casualidad me senté a su lado, ya de madrugada, y empezamos a charlar. Cuando se dio cuenta de que era el que sacaba fotos, me dijo que si quería me podía dejar ver unas muy viejas que ella tenía en su palacete. Se imaginarán que, ni lento ni perezoso, le dije que “con mucho gusto” y ahí mismo organicé una entrevista para tener acceso a ellas. A los tres días, cuando fui a su casa (impresionante, por cierto), me invitó con un té con masas (al que no me pude negar) y después trajo el álbum. Bué, la empleada lo trajo… Cuando lo empecé a hojear pensé inmediatamente en vos, por eso te avisé. No podía creer lo que tenía ante mí. Ya lo vas a ver después de comer. Te vas a quedar con la boca abierta.
Ross disfrutaba jugando con la ansiedad de su amigo. Siempre lo hacía. Y dilató la cena lo más que pudo.
Finalmente, tras la pizza, el café y sin más nada qué esperar, Balbi abrió el álbum.

Con la cara de Andrea asomándose por encima del antebrazo izquierdo, Balbi ojeó lentamente aquel grueso y pesado mamotreto. Debía tener más de ciento cincuenta páginas y las tapas, forradas en cuero, eran almohadilladas. Lucía desgastado. Era evidente que había acumulado polvo por décadas, vaya a saber uno en qué estante olvidado de la mansión. Aún así, se conservaba en perfectas condiciones. También las fotografías —originales de color sepia— mantenían el brillo del primer día gracias a innumerables hojas de papel manteca que las cubrían. Debajo de muchas de las placas —incluso en los costados de las mismas— había inscripciones manuscritas. La letra era de lo más prolija. Caligráfica. Propia de otra época. Eran referencias a las imágenes, aunque en más de un caso detectaron poemas y dedicatorias, que excedían en espacio la mera información que otras tenían.
Eugenio no se había equivocado.
Balbi estaba extasiado.
Sus pupilas saltaban de foto en foto, de página en página.
— ¡Esto es una maravilla, Euge! —exclamo levantando apenas la vista del álbum—. Hay fotos de la década de 1920, del ’30 y los ’40.
En realidad el material se estiraba en el tiempo hasta los primeros años de 1960. Las últimas cuatro placas, sin referencias, correspondían a esa década. Eran en blanco y negro.
—No sé por dónde empezar —rió Balbi volviendo a las primeras hojas.
—Como siempre, mi amigo: por el principio —dijo Ross—. Mirá las dos que encabezan el álbum. Son geniales. ¿De dónde es que eran? —preguntó estirando el cuello desde su sillón.
Balbi leyó en voz alta la inscripción que tenían por debajo.
—“Sierras de Córdoba, 30 noviembre de 1929. Teté, Coco y Loly en el Hotel Eden.”
Se quedó un largo tiempo mirando las imágenes. ¡Qué extraña impresión le generaban! Aquel instante de hacía cincuenta y seis años atrás permanecía intacto en el papel. Inmóvil, fijo para la posteridad.  Y Balbi era esa posteridad. Teté, Coco y Loly jamás hubieran imaginado que él pudiera tratar de recrear sus vidas (mentalmente) con sólo una foto después de tantos años.
Si uno respetaba el sentido en que habían sido escritos los nombres, era sencillo identificar a cada uno de los protagonistas que estaban ahí. Teté era por entonces una mujer grande, de unos treinta o treinta y cinco años. De mediana estatura, morocha y ojos saltones, muy oscuros. Llevaba un vestido blanco todo abotonado hasta el cuello, tapándole las piernas unos quince centímetros por debajo de las rodillas y un sombrero de tela que parecía una escupidera invertida sobre su cabeza. Los zapatos eran guillerminas, aparentemente de charol y, por encima de todo, un tapado oscuro que colgaba de los hombros. Loly estaba vestida muy parecida, casi idéntica. El mismo talle, el mismo sombrero, los mismos zapatos. La diferencia más evidente era que Loly era mucho más joven. De unos veinte a veinticinco años de edad. Era la única que sonreía tímidamente. Por último, en el centro la foto, aparecía Coco. Coco era un hombre viejo y grueso. Vestía un elegante saco cruzado (aparentemente marrón claro) con solapas muy anchas, camisa blanca y corbata. El infaltable sombrero era un bombín inglés. Además llevaba zapatos con polainas.
— ¿No tenían calor con toda esa ropa en noviembre? —preguntó Andrea sorprendida y risueña al mismo tiempo.
—Supongo que sí, pero era la moda. Como ya te dije una vez, todas las partes pudendas del cuerpo debían estar bien tapaditas. No es como ahora. Este tipo —señaló a Coco— se debió haber calentado al extremo con sólo un tobillo.
—Cara de pillín tiene… —río su mujer y bebió un sorbito del café residual que quedaba en su posillo—. Lo que parece hermoso es el lugar. Mirá esta escalera blanca en la que están parados. Es preciosa y señorial. Debe ser mármol italiano.
—Seguro.
—Era un hotel para ricachones, ¿no? —volvió a preguntar Andrea.
—Sé muy poco al respecto. Nunca leí nada sobre ese hotel y jamás viajé a Córdoba Pero si estaban de vacaciones en noviembre del ’29, en plena crisis, seguro que tenían mucha guita. ¿Vos, Eugenio, sabés algo sobre ese lugar?
Ross negó con la cabeza.
—De seguro fue muy exclusivo —dijo—. En la foto se ven unas puertas de hierro con vitreaux que son excelentes. Más adelante, en el álbum, hay fotos mucho mejores del edificio y sus interiores.
Balbi avanzó una páginas.
—Acá hay tres en las que se puede apreciar todo su esplendor —dijo señalándolas—. “Hotel Edén de La Falda, Córdoba. Enero de 1933. Fiesta popular”, “Tarde en el Patio de damas. Enero 1933” y  del mismo año “León protector del Edén.” En el fondo de las fotos está el hotelito.
— ¿Hotelito? —intervino Andrea viendo el edificio del Eden extendiéndose todo a lo largo—. ¡Hotelazo!
—Testigo de una época que se fue —sentenció Ross con sarcasmo.
—Eso es muy cierto. Esa época ya no vuelve jamás. Miren qué rostros, qué miradas… ¡Yo las veo tan ingenuas! ¡Tan distintos a nosotros!
Ross se echó hacia atrás, apoyando la espalda en el respaldo del sillón. Estiró sus largas piernas hasta chocar con las de Balbi, que las tenía enfrente.
—No creo eso que dijiste —sostuvo.
— ¿Qué? ¿Qué me parecen ingenuos?
—No, eso no. Lo que dijiste después: que son muy distintos a nosotros.
—Y lo son.
—La forma de vestir, puede ser. Incluso hasta en con uniformes militares pueden parecer muy distintos. Pero en ideología, lamentablemente,  su herencia sigue muy presente en este bendito país.
— ¿Por qué lo decís? ¿Por qué eran nacionalista de derecha?
—De ultraderecha… Eran nazis, Jorge. Nazis declarados —y volviéndose hacia delante le quitó el álbum y buscó otras fotos. Cuando las ubicó, las giró hacia los Balbi y dijo: —Acá está: “Parada militar en el Edén. Mayo de 1942.” Miren los soldados que desfilan. ¿Te recuerdan algo?
Andrea sonrió.
—Tengo la sensación de haber vivido antes este momento —dijo.
Balbi le tomó la mano con cariño.
—Militares uniformados en un hotel… ¿por qué? —preguntó retóricamente.
—Alguien importante debió haber estado en el lugar. Un político o un milico de renombre —sugirió Ross—. Pero eso no es todo, amigos —agregó—. Si das vuelta dos páginas te vas a encontrar con algo muy interesante. Se podría decir que el álbum lo traje sólo por esa foto. Sé que te va a sorprender, “George.”
Balbi obedeció la sugerencia sin chistar. Pasó las páginas y se topó con la gran foto titulada: “Administradora General del Hotel Edén con tío René. Marzo de 1943.”
Jorge se quedó con la boca abierta. Eugenio no se había equivocado un ápice.
Era una placa con extraordinario valor histórico: en una oficina lujosa, decorada con el mejor y más recargado gusto burgués, había tres personas. Dos hombres y una mujer. Sencillo era saber quién era la administradora, pero cuál de los dos era el tío René… eso se complicaba por el momento. De quien no cabía la menor duda era la identidad del personaje que estaba pintado en un gran cuadro (con marco plateado) que colgaba de la pared trasera la escritorio de la mujer. Un hombre con rostro de compromiso agresivo y mirada profética, con bigotes particularísimos y un uniforme caqui con la Cruz de Hierro en primer plano.
Adolf Hitler.

Inopinadamente, después de muchos años, Balbi se volvía a topar con fotos reveladoras de un pasado que —sabía— se venía ocultando hacía mucho tiempo. No bien se despertó a la mañana siguiente rebuscó en los cajones y anaqueles de la biblioteca aquellas imágenes que tanto le habían impactado el día que había conocido a su esposa.
— ¡Siempre pasa lo mismo! —protestó haciendo a un lado libros y papeles como si fuera un loco buscando una rata en medio de una buhardilla—. ¡Nunca aparecen las cosas cuando se las necesita! ¿Vos no viste esas fotos, no?
Andrea lo observaba apoyada en el marco de la puerta del estudio sonriendo.
—No —dijo risueña mientras controlaba la carcajada. Siempre le producía gracia verlo desesperado buscando algo. Se ponía loco.
— ¡Qué mierda, che! ¡Me las chocaba a cada rato cuando no las quería y ahora…!
— ¿Te fijaste en el cajón del modular marrón?
—No, en ese no están.
— ¿Estás seguro? Mirá que una vez vi que las guardaste ahí…
—Andrea, si te digo que no están ahí, no están. La semana pasada arreglé las carpetas y no las vi.
—No quiero insistir pero…
— ¿No tenés nada qué hacer? ¿Por qué no vas a cocinar algo?
— ¡Machista! —exclamó sin dejar de reír y avanzó con paso seguro hacia el mueble, al otro lado de la habitación. Se agachó, abrió el último cajón, rebuscó entre carpetas amarillentas y finalmente articuló: — ¿No estaban?... ¿Y esto qué es? ¿Fotos de Mar del Plata? —dijo sacudiendo una bolsa de nylon negra.
Balbi reconoció el envoltorio de lejos. Dio tres zancadas hasta su mujer. Sonrió con vergüenza. No quería dar el brazo a torcer.
—Te juro que busqué ahí.
—Sí, sí… te creo. Buscaste como vos buscás: todo por arriba. Acá tenés tus fotos de soldaditos nazis.
La abrazó con fuerza y le dio un beso muy largo en la boca.
—Te amo. ¿Te lo había dicho, no?
—Ayer a la noche.
Balbi abrió el sobre y revisó las imágenes. Después caminó hacia su escritorio, tomó el portafolios y las metió adentro.
—Me voy a lo de Guaschino —dijo, poniéndose la campera.
— ¿Ahora?... Casi tengo listo el almuerzo …
—No tengo hambre, amor —respondió—. Me voy ya, así regreso temprano. Tengo que viajar hasta Luján y no recuerdo bien la dirección de Hernán. Cuando esté por salir te llamo, ¿si? No te enojés —. Le dio otro beso en los labios, se puso la campera que colgaba de un perchero de madera y salió corriendo hacia el garage.
El viaje hasta Luján le demandó una hora y media. La ruta estaba en mal estado y no faltaban los feligreses que aprovechaban el sábado para ir hasta la Basílica a rezar. Hacía casi un año que no visitaba el pueblo y si bien iba a reconocer la casa una vez que recorriera sus calles, pasó la mayor parte del trayecto tratando de recordar la dirección correcta de Hernán Guaschino. Fue en vano. Sólo le venían a la mente imágenes de viviendas y negocios, carteles de propaganda y un bache inolvidable en la esquina del sitio al que se dirigía. Era suficiente, pero se esforzaba por visualizar la calle y numeración exacta. “Mierda, pensó, me estoy poniendo viejo.”
Cuando la inmensa ojiva de la basílica se perfiló en el cielo, Balbi tomó por la avenida principal. Pasó por delante del Museo Colonial y dobló a la derecha, en dirección al río. Tres cuadras más adelante apareció el bache y cincuenta metros más allá la casona estilo normando de Guaschino.
Apagó el motor del Renault 18, bajó y tocó el timbre.
«Mitre… ¡La puta madre! ¡Mitre era la calle!»

Hernán Guaschino era el colega que Balbi más admiraba. Veinte años mayor que él, Guaschino había sido su profesor en la universidad y, con el tiempo, gran amigo y consultor. Cada vez que necesitaba actualizar algún tema que no le interesaba demasiado, pero requería para sus clases, lo llamaba por teléfono y sin esperar casi nada, el viejo “Chino” —como lo llamaban a sus espaldas—, se despachaba con una bibliografía infinita y los últimos debates historiográficos sobre la temática. Balbi siempre se preguntaba cómo hacía para recordar tantos títulos y autores. Tenía la capacidad de enlazar las ideas de un modo extraordinario y dar una clase magistral con el tubo apoyado en la oreja. Nunca se negaba a nada. Siempre estaba dispuesto a dar lo que conocía. Había sido un bicho raro dentro del mundillo egoísta de la facultad. De seguro por ese motivo había renunciado hacía años a su cátedra de Historia Argentina III. Por otra parte, poseía una envidiable capacidad de síntesis. Era la persona indicada para informarse, rápido y bien, sobre casi cualquier tema referido al devenir nacional.
Cuando Guaschino abrió la puerta principal, Balbi lo notó más canoso. Estaba viejo. Él también.
— ¿Jorge Balbi? —preguntó retóricamente con la mano apoyada en el picaporte, sin disimular su sorpresa—. Pero, ¿qué hacés acá?
—Necesito tu auxilio —respondió y se dieron un abrazo—. ¿Cómo has estado?
—Muy bien. Tranquilo. Sin demasiados problemas. Pasá. Vamos hasta el estudio. Preparo unos mates y charlamos.
La casona de Guaschino era inmensa. De estilo noreuropeo y con casi setenta años de antigüedad representaba su lugar en mundo. Un lugar demasiado grande para un soltero empedernido como él. La biblioteca del estudio era apoteótica. Parecía increíble que una persona hubiera podido leer tanto y retener gran parte de las cosas que ahí estaban escritas. Balbi  envidiaba esa colección desde sus días de estudiante y, a pesar de los años transcurridos, no había podido acumular tantos volúmenes como su viejo profesor. Al lado de aquella marea de libros, su biblioteca personal era un mero quiosco de feria.
— ¿Dónde irá a parar todo esto cuando te mueras?
Guaschino esbozó una mueca medida que dibujó un mohín en el lateral izquierdo de la comisura de sus labios.
—No tengo la más mínima idea —dijo—. Tampoco quiero preguntármelo. Ya estaré muerto para entonces —y cebó el primer mate amargo. Se acomodó en un mullido sillón de respaldo alto y envolvente y lanzó la pregunta: — ¿Qué es lo que necesitás? Si te hiciste un viaje hasta acá debe ser algo importante.
Balbi se arrellanó en el sillón que estaba enfrente. Era maravillosamente cómodo
— ¿Qué sabés de un hotel llamado Edén? —sacudió sin preámbulos.
— ¿Edén?... No, no es Edén. Es Eden, sin acento. El Eden Hotel de La Falda.
—Sí, ese mismo. ¿Lo conocés?
—No, jamás viaje a La Falda; pero algo leí o escuché sobre ese lugar.
—Era un hotel muy lujoso.
—Un palacio —agregó Guaschino mientras buscaba en su banco de memoria datos que le permitieran desarrollar el tema en profundidad—. Fue inaugurado hacia fines del siglo XIX, si mal no recuerdo. Era un típico hotel que se encuadraba dentro de lo que entonces llamaban “turismo sanitario.” Allí iban los ricos patricios del país huyendo de la tuberculosis, que era la enfermedad de moda por esos días. Un lugar caro, exclusivo, bien propio de la oligarquía. Sus propietarios fueron alemanes desde el principio. Sólo recuerdo el apellido de aquellos que regentearon el edificio en su mejor momento: los hermanos Eichhorn. Se dice que eran amigos personales de Hitler y que sostuvieron el dogma nacionalsocialista hasta después de la derrota alemana en el ’45.
—No “se dice”, Hernán. Es verdad. Eran nazis y tengo pruebas. —Balbi abrió el sobre de nylon negro y desparramó las viejas fotos en blanco y negro delante de los ojos imperturbables de su amigo—. ¿Te acordás de estas fotos?
Guaschino las observó sin tocarlas.
— ¿No son las que te dio un amigo en la época de los milicos?
— ¡Tenés una memoria de elefante! Sí, son ellas.
— ¿Y escribiste algo?
—No, nada. Las dejé arrumbadas en un escritorio.
—Hiciste bien. Aquellos no eran días fastos para esas cosas.
—Pero no son las que quiero que veas.
—Mejor, porque esas ya las conocía…
Balbi extrajo del portafolios una manojo de fotocopias. Las había sacado del álbum de fotos de la vieja de Palermo. Eligió la que tenía el cuadro con Hitler  y se la alcanzó a Guaschino.
—Muy interesante —dijo mientras leía la inscripción manuscrita, “Administradora General del Hotel Edén con tío René. Marzo de 1943.”
— ¿Lo ubicás, no? —ironizó Balbi.
—La verdad que no. No sé quién es el “tío René.” Pero al que está atrás, sí que lo tengo. Y a la vieja también.
— ¿Si?
—Se llamaba Ida o Hilda Eichhorn y era la esposa de uno de los dueños del Eden.
— ¿Estás seguro?
—Si no confiás en mí…
—No, no es eso, Hernán. ¡Qué tonto sos!
—No hay dudas de que es la esposa de Walter Eichhorn. Ella administraba el hotel con mano de hierro. Era una nazi declarada, pero nunca había visto una foto así.
—Yo tampoco.
— ¿Y qué vas a hacer con esto? ¿Escribir un ensayo?
—No lo sé. Lo que quiero es recopilar datos. Ya tengo mucho sobre nazis en Argentina, pero nada en relación con el Hotel Edén…
—…Eden, sin acento.
Balbi se sonrojó.
— ¿Qué más sabés? ¿Qué libro me recomendás?
—Libro, que yo sepa, no hay. No conozco ninguno específico sobre el tema. Lo que sí puedo decirte es que después de la guerra los alemanes vendieron el hotel y éste entró en decadencia. Tengo entendido que desde la década de los ’70 está abandonado y en ruinas.
— ¿En ruinas?
—Sí, hecho pelota. Lo robaron, lo desmantelaron, lo dejaron estar y se vino abajo de a poco. No sé quienes son sus propietarios ahora, pero… —meditó un segundo—, dejame ver—. Se puso de pie y se trasladó hasta la otra punta de la biblioteca. Buscó una libreta negra, como de almacenero, y la ojeó con fruición—. ¡Acá está! —dijo finalmente.
Balbi caminó hacia él.
— ¿Qué es?
—No es “qué”, sino “quién”—y arrancó un pedacito de papel, entregándoselo. Había un nombre y un número de teléfono—. Tomá. Se llama Ariel Menzoni. Es de La Falda. Si querés saber todo sobre ese hotelito tenés que verlo a él.
— ¿De dónde lo conocés?
— ¿Acaso nunca tuviste alumnos brillantes? Fui su profesor hace unos años. Un buen tipo. Es cordobés. Cuando se recibió regresó a su ciudad natal. Durante algún tiempo mantuvimos contacto por carta, pero ya sabés como es esto. Un día dejás de escribirte…
— ¿Creés, entonces, que él me puede ayudar?
—Claro que sí. Ya te digo, es un buen muchacho. Además conoce el Eden como nadie. Lo lleva en la sangre. Llamalo por teléfono de parte mía. Te va a dar una mano.
—Estoy pensando en viajar allá.
— ¿Vacaciones? ¡Qué bien!
—Sí. En siete días empieza el receso de invierno. Dos semanas. Voy aprovechar ese tiempo para conocer La Falda.
—Te veo entusiasmado y me alegra. Es bueno que hayas reencausado tu investigación.
—También estoy contento. Necesitaba un “motorcito fuera de borda” que me acelerara un poco el flujo de adrenalina. Ya sabés lo que es esto de dar clases. Llega un momento que empezás a pudrirte y si no tenés algo que te entusiasme un poco…
— ¿Y tenés pensado publicarlo?
—No lo sé. A lo mejor lo presento en algún congreso. Claro que si surge la posibilidad de convertirse en un libro, la voy a aprovechar.
Guaschino se rascó la barbilla y se quedó un par de segundos mirándolo fijo a los ojos.
—Qué raro… —dijo.
— ¿Qué es lo raro?
—Que te metas con un tema como el de los nazis en Argentina. Siempre pensé que tus intereses iban por otro camino. Recuerdo que como alumno estaban muy metido con los egipcios.
—Eso es la prehistoria de mi vida —rió—. Dejé las pirámides hace mucho tiempo. Además, nadie le da bola a temas como ése y yo puchereo con mi profesión. Vivo de ella. No lo hago sólo por vocación.
—Te entiendo, pero andá cuidado.
— ¿Por?
—Hay gente jodida metida en ese tema y no quieren que sus trapitos salgan al sol.
—Ya lo sé. Desde hace años vienen negando la participación de Perón en la huída de criminales de guerra después del ’45.
—No me refiero solo a los peronistas. A nadie le gusta que un forastero vaya a su pueblo y devele un pasado que nadie pretende recordar. Aún sin ser nazis, muchos se van a molestar con vos. Por eso te digo que te muevas con cuidado y diplomacia —Balbi asintió en silencio—. Por otro lado —siguió Guaschino—, no te confíes mucho de los tiempos que corren.
— ¿A qué te referís?
—A esta democracia que recién se inicia. Convengamos que estamos en una transición y que va a durar años. Muchos de los simpatizantes de Hitler durante la dictadura siguen sueltos, vivitos y coleando.
—“La mano de obra desocupada.” La ultraderecha anticomunista y chupacirios.
—Esa misma. ¿Sabías que durante el Proceso algunos viejos oficiales de las SS colaboraron con los torturadores vernáculos?
—Algo oí al respecto.
—Por eso, movete con sigilo. Esos hijos de puta todavía tienen mucho poder. Me han dicho que en Villa General Belgrano, La Falda y Villa Rumipal, Córdoba, hay gente que todavía festeja el cumpleaños de Hitler, los 20 de abril.
— ¿Me querés meter miedo? —sonrió.
—No, en absoluto. Sólo te prevengo. Tratá únicamente con gente de confianza, como este muchacho —dijo, señalando el papel que Balbi tenía en la mano—. Si te mostrás mucho no vas a conseguir nada. Te van a caratular como “el zurdito porteño que viene a alterar el avispero.” Recordá que hay hijos y nietos de los involucrados en el tema y, seguramente, siguen teniendo mucho poder. Esos tipos no nacieron en villas miserias.
—Es evidente que me querés asustar… —volvió reír Balbi, apoyándole la mano sobre el hombro.
—Ja, ja, ja…para nada, mi amigo. Jamás asusto a la gente que aprecio —dijo y regresó con paso cansino hasta su sillón. Allí pareció relajarse. Tomó un mate y miró a Balbi. Jorge lo imitó y cuando terminó de acomodarse preguntó:
— ¿Y vos en qué andás?
— ¿Cómo en qué ando?
— ¿Estás trabajando en algún tema?
— ¡Si te contara! —exclamó.
—Contame.
—Te vas a reír…
—Dale, desembuchá.
Guaschino se acomodó el cuello de su camisa. Se puso colorado y una sonrisa nerviosa le cruzó la cara. Por último articuló sólo una palabra:
—Fantasmas…
Balbi quedó sorprendió. Su entrecejo pareció un acordeón.
— ¡¿Eh?!... ¿Qué decís? —exclamó.
—Lo que escuchaste: fantasmas.
— ¿Fantasmas?... ¿Estas estudiando… fantasmas?
—Pará un cacho, no me malentiendas. Yo no creo en fantasmas ni ando en esas cosas raras del espiritismo. Mi interés es puramente histórico.
— ¿Con los fantasmas?
—No con los fantasmas directamente, sino con la creencia en fantasmas. ¿Me entendés?
Balbi se tomó un tiempo para acomodar las fichas en su cabeza.
—Me estás hablando de una historia cultural de mentalidades, ¿no?
—Así es, amigo. Lo que me interesa es saber por qué la gente cree en fantasmas y cómo evolucionó la creencia a lo largo del tiempo. Una historia de mentalidades, como acabás de definirla. Aunque yo prefiero etiquetarla como “historia del patrimonio intangible de la sociedad.”
—Jamás se me hubiera ocurrido una cosa así… Está bárbaro. Me encanta. Espero poder leer un día lo que vayas a escribir.
—Te lo prometo —aseveró Guaschino
Dedicaron el resto de la tarde a charlar sobre “bueyes perdidos”; recordar los días universitarios y recopilar una nutrida bibliografía de la biblioteca personal de Guaschino. Libros que Balbi no había leído e iba a necesitar en su resucitado proyecto sobre la “amenaza nazi en la Argentina.” Hablaron sobre las tendencias historiográficas vigentes y de lo podrido que estaban de la historia económica, que parecía ser la moda en casi todas las cátedras de Humanidades. “Era más científico”, decían. Al parecer todo debía ser cuantificado para plasmarlo en cuadros y en series numéricas. De ellos, sostenían los “obispos de la cantidad” (como los llamaba Guaschino) iba a salir en estado puro y objetivo la historia de la humanidad. ¡Qué de textos aburridos y secos se publicaban a diario! ¡Cuántos eran los que se habían olvidado del hombre que estaba detrás de las cifras! ¿Dónde había quedado la historia de la cultura, de las creencias religiosas o del arte? Historia burguesa… Así la definían los popes de la nueva izquierda universitaria. Sin ser de derecha, Balbi y Guaschino no comulgaban con lo cuantitativo a la hora de investigar el pasado. Les resultaba una forma árida, deshumanizada. No era el tipo de historia que leían ni querían hacer.
—El día que tenga que dedicarme a contar las vacas que había en la Pampa durante el decenio 1790-1800, dejo la historia y me hago plomero —sostenía con irónica tristeza Balbi.
— ¿Por qué crees que dejé la Universidad?
— ¡¿Te hiciste plomero?!
—No, pero tengo una bolsa llena de cueritos para las canillas.
Rieron a carcajadas. Fortalecían sus tendencias intelectuales burlándose de la nueva academia. Les hacía bien. No se sentían solos.
Cuando el sol se puso detrás del horizonte y la basílica, a tres cuadras, dejó de dar sombra, Balbi se despidió. Subió a su auto y emprendió el viaje de regreso a casa.
Por algún motivo, los nazis habían sido desplazados de su mente.
Fantasmas.
Eran ellos los que le rondaron la cabeza durante todo el trayecto.



CAPÍTULO 5

Vacaciones… ¿Cuánto tiempo hacía que no se tomaba vacaciones con Andrea? Años… La última vez había sido en el ’79, un año después de irse a vivir juntos y no era uno de esos viajes extraordinarios para el recuerdo. El destino había sido Mar del Plata, a un hotelucho de mala muerte de la calle Belgrano y en pleno invierno. Por suerte no les faltaba amor ni pasión. Lo que escaseaba era dinero, por lo que pasaron esa fría semana de lloviznas sin tregua, yendo y viniendo de la habitación al centro y del centro a la habitación. Romanticismo era lo que sobraba. Pero después de ese viaje, por un motivo u otro, el tiempo transcurrió sin traslados a ninguna parte. Los inviernos fueron sucedidos por las primaveras y los veranos sin que disfrutaran de la costa, de la montaña o el río. Y se hizo costumbre. Tanto que dejaron de extrañar los viajes y se anclaron en la capital.
Las vacaciones eran sinónimo de nuevos libros, caminatas con la fresca de la noche (cuando el clima lo permitía) y alguna que otra cena en un restaurante. Nada más. Mar del Plata se convirtió en una Siberia lejana y Córdoba en un planeta inexplorado a años luz de la Tierra. Por eso, cuando Balbi le propuso ir a La Falda, Andrea se sorprendió y empezó a saltar en una pata como si se hubiera sacado un pasaje aéreo a la Polinesia.
Utilizaron el resto de la semana para preparar todo. El Renault 18 fue al taller, las valijas salieron de la pieza de servicio para deshumedecerse y perder el polvo acumulado, los ridículos sombreros estilo “Capitán Piluso” volvieron a relucir y Andrea planchó camisas, pulóveres  y pantalones como nunca lo había hecho. No recordaba haber planchado tanto en toda su vida. Odiaba planchar, pero las circunstancias extraordinarias de unas vacaciones fuera de Buenos Aires lo ameritaba. Por su parte, Balbi acondicionó todo el material fotográfico que había conseguido y lo puso con cuidado en carpetas de tapa dura, dentro de folios transparentes. Pesaban bastante. Las fotos viejas y nuevas —que Ross había logrado le prestaran— ocupaban un lugar considerable. De no ser por el auto que tenía, pensó, no podría llevarlas consigo. ¿Por qué los papeles eran siempre el mayor problema a la hora de un viaje o mudanza? “El saber no ocupa lugar”, versaba un viejo dicho. ¡Tonterías! No existía una premisa más falsa e idiota. Ocupaban y mucho; además de tener un peso condenadamente enorme. Se veía que quien dijo ese aforismo imbécil debería haber tenido una biblioteca de sólo tres o cinco libros.
Andrea compró un mapa carretero de la provincia de Córdoba. Durante las noche después de cenar lo estudiaron en detalle. Ella anotaba en una libreta el nombre de todas las localidades por las que iban a pasar o, eventualmente, parar a comer o tomar algo. Sacaba cálculos, medía kilometrajes, promediaba tiempos. No dejaba nada librado al azar, en especial la contratación del hotel en el que iban a para. Se lo había recomendado una compañera de trabajo que aseguraba tenía un servicio de primera calidad, sin caer en el lujo principesco.
Como dos chicos dispuestos a salir en sus primeras vacaciones, se imaginaron en sus nuevos roles de huéspedes y disfrutaban por anticipado uno de los servicios más lindos que tenía la vida hotelera: los desayunos abundantes por la mañana temprano. Andrea tampoco olvidó empacar un conjunto de ropa interior muy sexy. ¿Por qué no darle una sorpresa a su marido y la oportunidad de cierto tinte romántico al viaje? Sería como una segunda Luna de Miel y su secreto hasta el momento adecuado.
Dos días antes de partir, un miércoles por la tardecita, Eugenio Ross los llamó por teléfono.
—Estuve pensándolo bien —dijo— y creo que voy a ir con ustedes. ¿Hay lugar en el auto? Por la estadía no se preocupen, ya conseguí una habitación en el Hostal Fiumicino, justo enfrente al hotel en donde ustedes van a estar. La enganché de casualidad. Parece que las plazas hoteleras quedan todas cubiertas en vacaciones de invierno.
Balbi se sintió más acompañado con la decisión de Ross.
—Me parece genial, Eugenio —respondió sacudiendo el auricular del teléfono con demostrada alegría—. Seis ojos ven más que cuatro. ¿Vas a llevar mucho equipaje? Mirá que Andrea preparó bártulos como si nos fuéramos a vivir a allá y no sé si van a entrar en el baúl…
—Soy un tipo práctico —acotó Ross—. Como mucho llevo un bolsito con dos mudas de ropa interior y casi lo puesto, además de los equipos. No te hagas problema por lo mío. Va a entrar.
El tono de voz de Eugenio evidenciaba una incontenible alegría y entusiasmo. El fotógrafo se tomaba el viaje muy en serio. Lo definía como una “aventura.” “¡Vamos a cazar nazis!, exclamaba a viva voz. “Seremos los Simones Wiesenthal de Argentina.”
Balbi no le festejó demasiado esas ocurrencias. Los consejos de Guaschino le rondaban la cabeza. El tema de la prudencia era una cuestión clave y no dejó de decírselo.
—Es conveniente que no digas esas cosas en público y menos que menos en Córdoba. Puede entorpecer todo el trabajo.
Pero Ross era un tipo inteligente.
— ¡Sos un salame! ¿Qué te pensás? ¿Qué voy a comprarme un parlante para anunciarlo a los cuatro vientos?... Quedate tranquilo, “fumá” en paz.
Fumar, caviló Balbi. No tenía que olvidarse de comprar dos o tres cartones de Baltimore. Esos puchos desabridos y baratos no se encontraban en todas partes y pensó que en La Falda serían un “avis raris.” No se equivocó. ¿Quién podía fumar esa porquería además de él?

A las ocho de la noche del viernes partieron. Tenían planeado llegar a La Falda a primera hora de la mañana.
—Vamos a ir despacio —aclaró Balbi al salir. Estaba nervioso. Su nuevo rol de chofer le generaba ansiedad. Hacía mucho tiempo que no manejaba en ruta y sabía que era esa inexperiencia la que se cobraba centenares de muertes al año, en especial durante los meses de enero, febrero y julio, cuando se inauguraban las vacaciones.
“Todos los pelotudos que no tocan un volante en el año se largan a los caminos en esas fechas”, sostenía Ross. “Y así se hacen mierda familias enteras.” Pero Balbi no se sintió aludido. Trataría de combatir su “boludez” con precaución. Por fortuna, la ruta estuvo medianamente despejada a lo largo de toda la provincia de Buenos Aires y parte de Santa Fe. Muy pocos habían decidido salir ese viernes. Seguramente la mayoría se pondría en camino al día siguiente. Muchos trabajaban los sábados hasta el mediodía.
—Mañana a la tarde esto va a ser un despelote —profetizó Balbi, con la vista y los demás sentidos clavados en el asfalto. Las rayas punteadas blancas del centro de la ruta parecían ser devoradas por la parrilla delantera del Renault.
El velocímetro estaba clavado en los 90 kilómetros. No iba a pasar de ahí. Se sentía cómodo con esa velocidad. Tan cómodo como con los mates que cebaba Andrea para combatir el sueño, en tanto miraba por la ventanilla un cielo estrellado, solo contaminado por algunas de las luces del tablero reflejadas en el vidrio.
—En Buenos Aires no se ven tantas estrellas —dijo sosteniendo el mate vacío que Balbi acababa de tomar. Ross asintió en silencio, recostado en la butaca trasera, al tiempo que apoyaba su frente contra el vidrio de su ventana.
—La gran ciudad te da muchas cosas, pero te quita otras —respondió Balbi—. Una de ellas es el contacto con la naturaleza. ¿Cuánto tiempo hace que no vemos una noche tan cerrada como ésta? Si apagara los faros, dudo que pudiéramos distinguirnos a menos de un metro y medio.
—Lo que se dice “una verdadera boca de lobo” —dijo Ross—. Me recuerda mucho a un viaje que hice al Perú. Estaba recorriendo el Callejón de las Huaylas, al norte del país, en plena cordillera de los Andes, y me agarró la noche más negra que se puedan imaginar. Jamás había visto estrellas tan brillantes. A más de 3.500 metros sobre el nivel del mar parecían lamparitas eléctricas colgadas del cielo. Fue maravilloso. Así todo, les confieso que llegado el momento sentí mucho miedo. No es nada agradable que la oscuridad te morfe en medio de la nada. Además —lanzó una corta carcajada—, la gente del lugar me había llenado la cabeza con historias raras, de esas que sólo recordás por la noche.
— ¿Qué historias? —preguntó Andrea girando hacia el asiento de Ross.
—Historias de aparecidos y seres sobrenaturales. Folclore local que le dicen, ¿no profesor?
Balbi arqueó la boca en una corta sonrisa.
— ¿Saben algo? —dijo—. Hernán Guaschino está metido a estudiar ese tipo de cosas.
— ¿Tu ex profesor de la facultad? —se sorprendió Ross—. ¿Estudia seres sobrenaturales?...
—Fantasmas —especificó Balbi—. Parece que le dio “la loca” por esos temas.
—Pero… ese tipo era una persona seria, ¿no?
—Sí.
— ¿Y qué hace estudiando fantasmas? ¿Se volcó hacia la New Age?
Logrado el efecto sorpresa que quería, Balbi aclaró los puntos.
—Si hablamos con propiedad académica —dijo simulando la típica soberbia intelectual de los mediocres—, su estudio no está centrado en los fantasmas en sí mismos, sino en la creencia en fantasmas.
—En ese caso —intervino Ross—, decile que estudie ese tipo de cosas de día.
— ¿Por? —inquirió Andrea en tanto apuntaba el chorro de agua caliente del termo al centro del mate.
—Porque si lo hace de noche corre el riesgo de sugestionarse y terminar creyendo y escribiendo cosas en las que hasta ahora no cree.
—No lo conocés —dijo Balbi—. Es un capo. No va caer en ésa.
—Yo no estaría tan seguro. He visto a muchos “capos” cagarse en las patas con historias relatadas en campamentos nocturnos.
—Es verdad —acotó la mujer—. El contexto condiciona todo.
—Estoy de acuerdo —respondió su marido—. Pero de ahí a escribir pavadas, como dice él, no lo creo. Y mucho menos de Hernán.
Eugenio se sintió “tocado.” Inclinó el cuerpo hacia delante y asomó la cara entre el conductor y su esposa.
— ¿Quieren escuchar una historia de fantasmas?
— ¿Ahora? —rió Balbi.
—Ahora mismo. En este auto, rodeados de campo y oscuridad. ¿Quieren?
—Dale, contala —asintió Andrea.
Inconcientemente, Balbi se arrellanó en su butaca y agarró el volante con más fuerza.
— ¿Te das cuenta? —dijo Ross advirtiendo el movimiento—. Ya te estás preparando para creer.
— ¡Dejate de boludeces y empezá de una vez! —carcajeó Balbi—. Te escuchamos atentamente, “Narciso Ibáñez Menta.”
Entonces, Eugenio Ross hizo un silencio largo. Dejó que se oyera la respiración relajada de los tres. Recién ahí empezó con el relato.
—Hace unos cuantos años, unos nueve más o menos, en la misma época en que nos conocimos, viajé a Mar del Plata a cubrir un evento farandulesco de la temporada de verano. Una de esas mersadas que suelen recalar en los teatros de la costa para alimentarse de los grasas que van a verlas. Me habían contratado para que le tomara fotos a un supuesto galancito de la tele. Pagaban bien. Tenía todos los viáticos cubiertos, por lo que me pasé cinco días de lo más tranquilo en un lindo hotelito. Por aquel entonces terminaban de construir el Estadio Mundialista. Toda la gente estaba enloquecida y orgullosa de tener un campo de fútbol de nivel internacional y la verdad es que me impactó cuando fui a verlo. Ustedes saben que a mí el fútbol, ni fu ni fa. De todo modos, me quedé con la boca abierta. Era enorme. Esos milicos de mierda la habían pensado muy bien. Afanaron a tres manos en la contratación de empresas constructoras, distrajeron la atención de la gente hacia temas boludos y encima se ganaron el apoyo de un buen número de imbéciles que aplaudían las obras faraónicas ligadas al “fobal.” ¡El Progreso, decían lo muy turros! En fin…, más allá del uso político que le dieron, aquel estadio llamaba la atención. Por eso se me ocurrió tomarle algunas buenas fotos. Una tarde fui hasta la entrada principal, por la avenida Juan B. Justo, y le mostré al guardia de seguridad mi credencial profesional (era un época en la que todo el mundo chapeaba). Le pedí entrar. Le dije que quería aprovechar el color del atardecer para generar una composición visual más atractiva, pero me respondió que no estaba inaugurado y que todavía había cuadrillas de obreros trabajando. De todos modos me quedé charlando un rato con el tipo y al cabo de una media hora, y varios cigarrillos importados de regalo, se hizo a un costado y me dijo: “Pasá rápido. Sacá las fotos que quieras y rajá. Apurate que mi turno termina en una hora.” Cuando ingresé, las tribunas parecían que se te venían encima a devorarte y los pasillos, los corredores, eran gigantescos. Muchos estaban sin pintar. Semejaban la garganta de una ballena.
— ¡Qué bella metáfora! —ironizó Balbi.
Ross no atendió el comentario y siguió.
—Saqué algunas fotos y cuando regresaba a la salida, me topé con un par de albañiles. Dos negros simpáticos que me pidieron fuego. Se los di y les pregunté cuánto tiempo hacía que trabajaban en el lugar. “Desde el comienzo”, respondió uno. “Yo desde que hicieron el primer pozo”, agregó el otro. Les dije que estaba quedando muy lindo todo. No sé porqué, quise alimentarles el orgullo. Asintieron, pero el más gordito hizo un gesto que me llamó la atención. Les pregunté si pasaba algo. Se miraron a los ojos mientras empezaban a fumar. Entonces el que era alto y flaco, me señaló: “Sí, quedó muy lindo, pero sólo durante el día. De noche es diferente.” Volví a preguntarles por qué decían eso y si ellos trabajaban durante noche. “No, de noche no labura nadie”, respondieron. “Pero todos dormimos en lo que van a ser los vestuarios. Pernoctamos acá adentro. Como madrugamos mucho nos dejan acá. Además se ahorran unos mangos del hospedaje. Nosotros somos de Santiago del Estero”, aclaró. Les pregunté si no hacía frío, porque notaba el ambiente muy húmedo y de noche en Mar del Plata siempre refresca. Me dijeron que no era por el frió que se quejaban, sino por otras cosas. Cuando inquirí qué cosas, muy sueltos de cuerpo respondieron: “Hay espíritus en el estadio.”
“Se imaginaran que quedé descolocado. Lo que yo menos pensaba era una respuesta de ese tipo. Les pregunté si se referían a fantasmas y dijeron que sí. “Acá pasaron cosas muy fieras, señor”, señaló el gordo. “Nos chusmearon que abajo del estadio, en los cimientos, hay enterrados unos cuantos cristianos. Gente que los militares no querían. Desaparecidos.” Me quedé helado. Traté de sonsacarles quién les había dicho eso, pero se negaron a contármelo. Entonces, el gordito agregó: “Nosotros los vemos.” Me pareció una incongruencia. ¿A quiénes veían? ¿A la gente allí sepultada? “No, a sus fantasmas”, respondió el otro. Hubiera dado mi alma por un grabador en ese momento.
— ¿Por? ¿Qué más te dijeron? —preguntó Balbi.
—Me contaron que durante las primeras noches, muy tarde, después de cenar, cuando se acostaban, escuchaban ruidos. Un batifondo terrible que venía de las tribunas que tenían por encima. Era como si alguien estuviera moviendo tablones o corriendo de un lado a otro. Al principio se preguntaron quién había quedado afuera o quién andaba haciendo lío en plena noche. Los vigilantes les aseguraron que ningún obrero se iba a arriesgar a hacer algo que estaba prohibido y que nadie podía entrar o salir del estadio después de las diez de la noche. Pero como los ruidos seguían, varios de los albañiles decidieron ir a ver qué pasaba. Al principio pensaron que eran los propios guardias los estaban jorobando. Por eso se animaron a investigar. Salieron a los corredores, caminaron por ellos sin linterna ni luz alguna hasta el lugar de donde provenían los ruidos. Se los podía escuchar perfectamente. Retumbaban por toda la tribuna. Subieron por una escalinata y cuando alcanzaron la base misma del estrado, los ruidos cesaron. Silencio absoluto. Nada, ni el vuelo de una mosca. Solo una tribuna gigantesca y vacía. Se asustaron muchísimo y cuando estaba por regresar a los vestuarios, vieron, a unos cincuenta metros, a dos hombres fumando. Uno estaba recostado contra la pared. El otro, de pie frente al primero. Podían ver en la oscuridad sus siluetas y las brasas de los cigarrillos encendidas, prendiéndose y apagándose a medida que pitaban. Creyendo que eran dos de los serenos, se les acercaron pero cuando estaban a menos de cinco metros de ellos… desaparecieron en el aire.
Balbi lo miró por el espejo retrovisor.
— ¿Cómo que desaparecieron?
— Se esfumaron en la nada, como si hubiesen sido de humo. Pero no fue todo. Me aseguraron que aparecían todas las noches en el mismo lugar. Incluso, el gordo señaló: “Si usted quiere y se queda hasta las dos o tres de la mañana, los podrá ver por allá”, dijo indicando un sector del corredor. Naturalmente, salí de ese lugar lo más rápido que pude. No me interesó certificar nada de lo que me habían contado.
Andrea experimentó la piel de gallina en todo su cuerpo. Tenía su vello erizado. Balbi, por su lado, sintió un cosquilleo extraño por el espinazo.
Eugenio Ross había conseguido su propósito: sugestionar a sus compañeros de viaje. Pero en el fondo inconfesable de sus almas lo que los Balbi habían experimentado era un irracional y primitivo pavor.
La sugestión había surtido efecto.

Lloviznaba cuando, muy de madrugada, el Renault 18 tomó por la avenida Kennedy de La Falda y dejó atrás la Ruta Nacional 38.
El último trayecto desde Villa Carlos Paz había resultado lleno de curvas, subidas y bajadas, caminos de cornisa y lomadas. Poco sosegado para un piloto sin mucha experiencia como Balbi. Las sierras cordobesas lo habían puesto a prueba. Hasta que no bajara del auto el paisaje serrano del Valle de Punilla no sería un paisaje, sino una serie de vallas que superar, etapas rocosas que ponían los nervios de punta y distraían la atención. Como las mujeres bellas y melindrosas, las sierras exigían lentitud para conocerlas. No era posible conducir y disfrutarlas al mismo tiempo. Reclamaban serenidad, un momento exclusivo de sosiego en que cual detenerse y —abstraído de todo— mirarlas con detenimiento. Recorrer con las pupilas cada uno de los picos, irregularidades y senderos, cada roca o promontorio, prefiguraba cierto histerismo. Había algo de eso en aquellas sierras que pedían a gritos toda la atención, aún sin entregarse nunca por completo.
La Falda no era tan pintoresca como Villa General Belgrano, ni tan alemana a simple vista. Era un pueblo híbrido. Lo viejo y lo nuevo convivían sin rechazarse. Construcciones modernas y edificios reciclados alternaban con antiguas mansiones del siglo XIX y principios del XX. Los carteles luminosos (o simplemente pintados) de la propaganda consumista cruzaban las calles por lo alto, dándoles un aspecto abigarrado, casi barroco en lo que a cartelería se refiere. Casas de fotos, restaurantes, bares y parrillas, negocios de ropa y de alfajores regionales, competían por la atención de los turistas (que, al momento, estaban por llegar). Era una perfecta villa de vacaciones que desplegaba su vida comercial y social todo a lo largo de una arteria principal: la Avenida Eden (sin acento). Ella era la columna vertebral del lugar. En ella se aglutinaban los principales negocios, como si fueran animales sedientos refrescándose a la orilla de un arroyo. Era larga. Quizás la más larga del pueblo. Arrancaba en el Automóvil Club Argentino (ACA), junto a las antiguas vías del ferrocarril (ya en desuso), y terminaba —quince cuadras más allá— en la marmóreas escalinatas del mítico hotel de los hermanos Eichhorn.
Al tomar por la avenida semidesierta, Balbi experimentó una extraña sensación. Sentía que había estado en ese lugar mucho tiempo antes. Aunque sabía que jamás lo había pisado en toda su vida.
—Me alegro de haber venido —expresó sin esperar respuesta de sus compañeros y enfiló directo hasta el 700 de la avenida Eden. Allí estaban los dos hoteles. Uno enfrente del otro. Bajaron las valijas. Ross cruzó hasta el Hostal Fiumicino, en tanto Jorge y Andrea encararon al Tomaso di Savoia, donde tenían la reservación.
—Nos vemos en un par de horas —anunció Ross cargando su mochila y máquina de fotos—. Necesito dormir un poco antes de salir por ahí. El viaje me dejó agotado.
Balbi decidió imitarlo. Se registró en la conserjería y un botones los condujo hasta la habitación 107, en el primer piso.
—El desayuno se sirve de ocho a once de la mañana. Si lo desean pueden tener acceso a la pileta climatizada y al restaurante para cenar. En caso de que decidan comer aquí tienen que hacer la reserva unas horas antes —informó el muchacho.
Andrea se dio un baño caliente y tiró sobre la cama. Fue lo primero que hizo. Ni siquiera corrió la colcha que la cubría. No había pegado un ojo en toda la noche. Necesitaba lo mismo que Ross: relajarse y dormir un rato. Balbi fue el siguiente en meterse bajo la ducha. Después se vistió y se recostó junto a su mujer.
—Puse el despertador para que suene en dos hora. ¿Te parece bien? —Andrea murmuró algo que interpretó como un “sí”—. Si me llego a dormir, por favor, despertame —solicitó. Pero esa vez ni murmullo hubo. Andrea dormía ya como un perezoso amazónico.
Media hora más tarde, Balbi se despabiló. El propio agotamiento le impedía descansar y ganar sueño. Le dolían las piernas y un poco la cabeza. Se levantó, buscó en la cartera de Andrea una tableta de aspirinas y se tomó dos juntas. “Un día te van a hacer un agujero en el estómago”, le advertía siempre su padre. Era el karma de tener un progenitor médico. Jubilado, pero médico al fin.
Cada vez dormía menos. No más de cuatro o cinco horas como mucho por día. Todos sus alumnos le decían que era muy poco. ¿Se estaría poniendo viejo?
Con sumo sigilo salió del cuarto. Andrea empezaba a roncar. Bajo al lobby en el ascensor y pidió un teléfono en la conserjería.
—Quisiera hacer una llamada local, por favor.
— ¿No funciona el aparato de la habitación? —preguntó el empleado con aire de preocupación.
—Sí, funciona. Pero mi esposa duerme y…
—…entiendo, señor. ¿Tiene el número?
—Es este —respondió entregándole el trocito de papel que le diera Guaschino.
El conserje tomó nota y discó. Esperó unos treinta segundos con el tubo en la oreja.
—No responde nadie, señor —dijo frunciendo la boca.
Balbi miró su reloj de pulsera.
— ¿Será muy temprano? —preguntó.
—Y… es sábado. Si lo desea intento en un rato otra vez y le paso la comunicación a su habitación.
—No, mejor avíseme en el comedor. Voy a tomar un café —y señaló las mesas recién tendidas del bar.
—Muy bien, señor. Lo llamo cuando me comunique.
El hotelero hizo una pausa y con el papel aún en la mano articuló:
 —Perdón, no lo tome a mal pero, ¿puedo hacerle una pregunta?
—Por supuesto.
— ¿Es usted familiar del Ariel Menzoni?
—No, para nada. ¿Por qué? ¿Lo conoce?
—Todos nos conocemos en esta ciudad, señor. Es un pueblo pequeño.
— ¡Qué bien, porque quiero hablar con él!
El conserje se tildó una décima de segundo, mirándolo fijo a la cara. Fue apenas un lapsus imperceptible, pero Balbi, en fondo, lo captó.
—Vaya tranquilo, señor. Insisto en el teléfono y le aviso —dijo finalmente.
—Gracias… Ah, una cosita más.
—Dígame…
—El Eden Hotel, ¿está muy lejos de aquí?
—No, señor, si sale a la calle, son siete cuadras hacia la derecha. Está muy cerquita. Pero dudo que pueda verlo desde la verja perimetral.
— ¿Por?
—Mucha vegetación. Prácticamente lo tapan todo desde afuera.
Balbi agradeció de nuevo y antes de sentarse en el bar a tomar el café salió a la vereda. La Avenida Eden estaba barnizada por la humedad matutina y brillaba con la luz de las farolas todavía prendidas a pesar de la claridad. Elevó la vista hasta los dos cerros que se erguían al fondo de la calle —La Banderita y El Cuadrado— y se embelezó observando cómo la niebla bajaba por sus laderas creando una cortina gaseosa que impedía ver más allá de las siete manzanas indicadas. El Eden Hotel estaba ahí, casi al alcance de su mano. Aún así, el viejo gigante seguía siendo esquivo para el porteño.
Regresó al bar. De pasada tomó del mostrador una serie de folletos turísticos. Se sentó en una mesa junto a un ventanal cubiertos de vitraux y pidió cafeína en estado puro. El más puro que pudiera conseguirse. Recién cuando el mozo depositó el pocillo humeante delante de sus narices, se puso a hojear los papeles.
¡Qué de pavadas inventaban las secretarías de turismo de todo el mundo para conseguir gente! Inventaban atracciones que a la postre resultaban ser una gansada total. “Conozca el Cerrito Pirulo, el único en el mundo con forma de nutria”; “Visite el bosque encantado de Don Otto y sorprenda su imaginación”; “No deje de recorrer el Sendero del Canguro”… y estupideces de ese tipo. A la gente les encantaban esas cosas. Bastaba oírlas por las noches cuando comentaban los circuitos que habían hecho durante la jornada. Nunca faltaba una vieja de ruleros que dijera: “¿No hicieron el circuito del gaucho Mal Parido o el Sendero de los Duendes? ¡Es una hermosura!.”
Algo le pasa a los seres humanos cuando se convierten en turistas. La mayoría pierde el sentido crítico o se dejan seducir por las construcciones ficticias de los guías. No es para menos: tienen que justificar el gasto que les significó el viaje. Muy pocos reconocen que se equivocaron de destino turístico y adornan todo con palabras grandilocuentes, dejándose llevar por los adjetivos de los lugareños. Exageraban.  Era el comportamiento natural en todo viajero.
De la media docena de folletos que tenía sobre la mesa, Balbi centró su atención sólo en uno: un cuadernillo editado por el gobierno municipal, de unas veinte páginas a todo color, impreso en papel de primera calidad y repleto de propaganda local. Empresas de taxis y remises, inmobiliarias, cabañas, paradores y hoteles, estaciones de servicio, joyerías y hasta negocios de artesanías, ofertaban sus servicios. Tampoco faltaban pequeños planos de la ciudad con referencias muy claras ni los “Teléfonos Útiles”, que iban desde los bomberos (toda una institución en el pueblo), la policía y los infaltables hospitales.
El espacio publicitario ocupaba más del cincuenta por ciento de cada hoja. Iba intercalado con las fotos a color de los principales centros de atracción y, en medio de todo eso, pequeñas síntesis que daban cuenta del tipo de clima, rutas, distancias y circuitos turísticos. No podía faltar un resumen sobre la historia de La Falda. Ocupaba cinco carillas en total. ¿Qué podía decirse en tan poco espacio, aparte del redundante regodeo de sentir orgullo de pertenecer a la ciudad? En opinión de Balbi, ése era el punto débil de los especialistas en turismo: sintetizaban demasiado. “Los Magos del Resumen”, les decía. Tenían, misteriosamente, la capacidad de convertir cien años de historia en dos renglones intrascendentes, repletos de fechas y datos que la gente olvidaba casi al mismo tiempo que los escuchaba. El positivismo parecía seguir anclado en la profesión y ese cuadernillo bien editado que tenía en sus manos no era la excepción a la regla.
Más allá de los diferentes estilos arquitectónicos que se podían ver en las casas y de los principales emplazamientos originarios del pueblo, los anónimos autores de aquel extracto le dedicaban al Eden Hotel una columna escueta y muy angosta de no más de quince renglones. Recalaban en los mismos lugares comunes de siempre: año de construcción (1898), tipo de decoración y modo en que la empresa se organizaba en sus momentos de esplendor. Tampoco faltaban sus ilustres visitantes de antaño (Julio A. Roca, Agustín P. Justo, el poeta nicaragüense Rubén Darío, Albert Einstein y renombrados apellidos de la más rancia oligarquía argentina), ni las comodidades de las que disponía el hotel en sus años dorados (jardines de invierno, cancha de tenis, campo de golf, caballerizas, un teatrino al aire libre, usina propia y calefacción central, entre otras). Se dejaba entrever que el origen mismo del pueblo estaba ligado al emprendimiento hotelero, pero de sus dueños originales —los hermanos Eichhorn—, ni una sola palabra. Los dos alemanes fascistas habían quedado relegados de la historia (al menos en ese folleto). ¿A qué se debía semejante omisión? Las palabras de Hernán Guaschino volvieron a su mente: “Nadie quiere que sus trapitos se sequen al sol.” Menos que menos si esos trapos eran de color rojo, blanco y una svástica negra en el centro.
—Señor Balbi… su llamada. —La voz del conserje, desde el mostrador, lo regresó a la realidad del bar—. Atienda en la cabina que tiene detrás suyo.
Balbi giró, dejó el folleto sobre la mesa y caminó hasta un cubículo de madera en el que había, colgado contra la pared, un teléfono muy antiguo.
— ¿Esto funciona? —preguntó señalándolo. Debía tener casi cien años.
—Sí, anda muy bien. Atienda tranquilo.
Descolgó el auricular campaniforme y acercó sus labios a la bocina, adherida al cuerpo del aparato.
— ¿Hola?...



CAPÍTULO 6

Ariel Menzoni debía tener unos treinta y cinco años. Alto, desgarbado, de pómulos afilados, una barba desprojila cubriéndole el mentón y gran parte de sus mejillas. Era la imagen viva y estereotipada de un intelectual volcado a las humanidades. Tenía ojos muy pequeños que parecían ranuras (“ojos de chancho” diría más tarde Andrea) y una mirada vivaz, apenas discernible detrás de los párpados y las pestañas. Sus arcos superciliares eran prominentes y poblados por espesas cejas negras. Tenía pocas canas en las patillas y caminaba echado apenas hacia delante. Si la especie homo sapiens estaba emparentada con la Neanderthal, Menzoni podría pasar como un buen ejemplo de ello.
Cuando entró al café en el que los había citado, saludó con medida cortesía y escrutó de arriba de abajo a los tres porteños durante los primeros minutos. Se hizo una composición de lugar sin decir mucho. Escuchó con atención las presentaciones y los motivos de la visita. Mientras lo hacía, movía la cabeza afirmativamente y sólo después de que Balbi lo nombrara a Hernán Guaschino —el ex profesor que tenían en común— arrimó una sonrisa silenciosa, dando prueba del afecto que le seguía teniendo a pesar del tiempo transcurrido. Entonces sí hizo una referencia breve a sus días de estudiante en Buenos Aires (ciudad que confesó no extrañaba en lo más mínimo) y con una pronunciada tonada cordobesa empezó a hablar de lo que él llamaba “la verdadera historia del Eden Hotel, con la que estaba muy comprometido a pesar de los muchos problemas personales que le había acarreado.
—Con el advenimiento de la democracia en el ’83, empecé a participar en la política local. Nunca ocupé un puesto oficial —dijo—. No me interesaba. Pero sí me involucré mucho en la creación de una Comisión de Estudios Históricos. Desde muy chico había soñado con estudiar al Eden metódicamente. Nací y me crié a sólo cinco cuadras del hotel. Vi cómo lo saqueaban, cómo la gente rompía sus puertas de hierro para llevarse el plomo y lo desguasaban robándose todo el bronce que podían encontrar. No se salvó casi nada. Ni los picaportes, ni la grifería, que eran importados de Europa, quedaron a buen resguardo. Los pisos de madera fueron levantados a mazazos e incluso una de las máquinas inglesas de la usina fue arrastrada por una camioneta y llevada a alguna estancia cercana. El hotel era tierra de nadie. Sus propietarios no se interesaron en cuidarlo y nadie elevó una denuncia formal por los bienes que faltaban. ¡Ni siquiera hicieron un inventario!  ¡Y ni qué hablar de la vajilla de porcelana, la mantelería de primera calidad y los muebles! Eso fue lo primero que desapareció después del ’65 y muy especialmente después del año ’71. ¡Un desastre! Con el paso de los años el edificio empezó a caerse a pedazos. Los pisos cedieron, los techos se pudrieron y descascararon. Todo se convirtió en una ruina ante la desidia del pueblo entero. ¡Es una lástima! ¡Una verdadera lástima! Pero fue lo que ocurrió. Algunos decían que no valía la pena mantener en pie un edificio que simbolizaba los intereses de la oligarquía egoísta y corrupta de principios de siglo. Otros decían defender las arcas públicas, evitando gastos innecesarios en algo que estaba condenado a desaparecer. Finalmente estaban los que no les interesaba para nada el tema y sencillamente ignoraron al Eden Hotel. Pero, ¿cómo ignorar algo que es el origen mismo de la ciudad? Sería como negar a los propios padres. Desentenderse del pasado propio porque nos disgusta o no coincide con nuestra ideología. La verdad histórica está ahí. No podemos mirar para otro lado. Te guste o no, es una. Y debemos conocerla para no repetirla o exaltarla para asegurar la propia identidad comunal… ¡Qué tendría que hacer yo con la historia de un tío que tuve! Fue represor durante la dictadura de Onganía. Un mal bicho. Lo sé porque oí comentarios familiares y fue condenado por la justicia en un tribunal, hace pocos años. ¿Qué quieren que haga con eso? ¿Borrarlo de mi historia personal? Imposible, al menos para mí. Si él fue un hijo de puta (y perdonen el término), es bueno que las generaciones de Menzonis que vengan sepan la verdad. Pero no todos piensan lo mismo. Por eso renuncié a la política. Me cansé de reclamar y recibir falsas promesas.
— ¿Nunca se creó la Comisión de Estudios Históricos? —preguntó Balbi.
—Sí, claro que se creó… pero después de mi renuncia y la de mis compañeros. Recién entonces entró a funcionar, dirigida por personas que no saben nada de historia, ni les interesa conocer nada. —Tomó un sorbo de agua. Tragó y continuó: —No creo que ustedes estén enterados (son de afuera) pero, ¿sabían que el director es un poderoso comerciante del pueblo? ¿Qué puede saber de historia un tipo que no tiene ni la secundaria hecha? ¡Un comino! Pero, claro, es un reconocido vecino. Un personaje con mucha guita e influencias. Casi un patriarca. Tiene ochenta y pico de años y se lo venera como su fuera un “héroe de guerra.”
— ¿Se puede saber cómo se llama? —inquirió Balbi, casi con timidez.
—Friedich von Berger. —Las mandíbulas de Menzoni se apretaron y sus músculos faciales movieron débilmente las patillas. Sus pequeños ojos parecieron lanzar rayos. Algo era muy claro: detestaba a ese individuo—. Para ser más exacto —continuó—, Barón von Berger. Tiene un título de nobleza. No sé dónde ni cuándo lo debe haber comprado; porque siempre se dedicó a eso: a comprar todo.
—Un hombre poderoso… —agregó Ross.
— ¡Muy poderoso! No sólo es dueño de varios locales en la avenida —dijo señalando hacia la calle—, sino propietario de muchas tierras. En Buenos Aires tiene más de seis departamentos en la avenida del Libertador y, como si eso fuera poco, también se dedica a la exportación de cueros. Pero no es eso lo que le critico, no es la fortuna que tiene, sino su permanente voluntad por ocultar el pasado.
— ¿Por qué lo dice? —preguntó Balbi.
— ¡Cómo se nota que son de acá! —exclamó con una sonrisa apesadumbrada—. Pero está bien, no tienen porqué saberlo. Mire, se lo explico en pocas palabras: el deterioro del hotel continúa y la comisión no hace nada de nada. Se reúnen para hablar boludeces y poner palos en la rueda a todos los que queremos rescatar y conocer el pasado del Eden Hotel.
Balbi se sintió involucrado por el comentario. Él estaba muy interesado en el edificio.
— ¿”Palos”? ¿Por qué? ¿Qué han hecho?
Menzoni estiró el cuello. Se reclinó contra la silla y controlando los nervios jugueteó con la cuchara del café. Era claro que estaba eligiendo las palabras. No quería desembuchar cosas inapropiadas ante desconocidos. Balbi lo advirtió. Andrea y Ross también.
—Puede hablar tranquilo con nosotros —expresó el fotógrafo.
—Estamos de su parte, Ariel —agregó Balbi.
Una vez más, los “ojitos de chancho” escrutaron esos rostros llenos de interés. Dudó unos dos segundos y al cabo de los mismos continuó.
—Hace algo más de un año decidí con un amigo emprender un proyecto de investigación particular. Teníamos pensado recopilar entre los pobladores testimonios orales, material fotográfico y documentos escritos y crear un pequeño archivo para, más tarde, ponernos a escribir algo. Con Marcelo (así se llamaba mi amigo, Marcelo Droeven) entrevistamos a algunos ancianos de la zona, grabamos testimonios y juntamos unas pocas fotografías muy interesantes. Entonces, cuando todo empezaba a marchar bien, se iniciaron las amenazas telefónicas. Me llamaban a mi casa y a la de Marcelo, diciendo que nos dejáramos de joder con el Eden y que si seguíamos nos iban a “boletear.” Al principio no le hicimos caso, ni presentamos ninguna denuncia en la policía. Pero con el paso del tiempo la cosa empeoró. Un día mi hijo menor (que tiene siete años) vino y me dijo que un señor se le había acercado a la salida del colegio preguntándole si yo era su papá. Cuando respondió que sí, el tipo se le acercó al oído y le dijo: “Avisale a tu papito que se deje de joder. Que deje las cosas como están y al hotelito tranquilo”… Dos meses después, Marcelo apareció flotando en las aguas del dique San Roque, en Carlos Paz.
— ¿Qué? —exclamó Andrea poniéndose pálida.
—Lo que oyó, señora. Apareció ahogado.
— ¿Y usted lo asocia con las amenazas? —intervino Ross.
Menzoni frunció los labios.
—La policía caratuló la causa como “suicidio.”
— ¿Suicidio? —dijo Andrea.
—Una locura. Yo sé que Marcelo no se suicidó. Estaba esperando su primer hijo y tenía un enorme entusiasmo por la vida. A Droeven lo suicidaron…
—Y la investigación judicial, ¿en qué quedó?
—Como tantos otros casos en este país: en la nada. Cajonearon el tema y ahí se terminó todo.
— ¿Usted siguió recibiendo amenazas? —le preguntó Ross.
—Una vez más, por teléfono. Un tiempo después de la muerte de Marcelo, llamaron por la noche. Cuando atendí, una voz modificada por un dispositivo electrónico, me dijo textualmente: “Oime bien, sorete. Ya sabés que no estamos jodiendo. Terminala con todo. Dedicate a cuidar de tu familia si no querés convertirte en carnada de pejerreyes.”
— ¡Dios! —exclamó Andrea llevándose las manos a la boca.
— ¿Qué pasó después? —Balbi sentía una extraña mezcla de ansiedad, miedo y adrenalina.
— ¿Después? —suspiró Menzoni—. Después me despidieron del colegio en el que trabajaba y mi mujer me rogó de rodillas, me suplicó, que abandonara todo—. Hizo un largo silencio. Miró hacia abajo y acarició el borde del pocillo con su dedo índice—. Y así lo hice —agregó.
Balbi no supo qué decir. El clima que se había creado en esa mesa de café era demasiado denso. Casi se podía cortar con un cuchillo. Andrea tenía sus ojos abiertos de par en par y Eugenio Ross se rascaba la pera mirándolo a Balbi fijamente. Entonces, Jorge volvió a intervenir.
— ¿Y a qué se dedica ahora, Ariel?
—Doy clases particulares en mi casa y mi esposa es empleada en un local de ropa. Por suerte hubo gente que nos ayudó, pero no tienen peso en la vida comunal, ni ganas de meterse en problemas. Y los comprendo. De lo que estoy seguro es que esos hijos de puta querían que me fuera del pueblo Pero no tengo plata, no tengo familiares, ni conocidos, ni ahorros para empezar de cero en otro sitio.
—Pero, Ariel, éste es su lugar… —falló Balbi.
Menzoni levantó su mirada.
— ¿Usted cree, profesor? —preguntó—. ¿Cree, realmente, que éste sea mi lugar?
Balbi extendió su mano y la apoyó en el antebrazo de Menzoni.
—De eso estoy seguro, amigo mío—. Entonces modificó el tono apesadumbrado de voz, esbozó una sonrisa forzada y apuntó: —Creo que será mejor que nos tuteemos de ahora en adelante. Llamame Jorge. Ella es Andrea y él, Eugenio. ¿De acuerdo?
Menzoni retribuyó la amabilidad mostrando por primera su dientes blancos.
—Me parece muy bien —dijo y levantó el brazo llamando a la camarera—.Claudia —expresó—, traé una vuelta más café para todos, por favor. Esta vez invito yo.

A fin de relajar un poco la charla y volverla más distendida, Jorge Balbi le sugirió Menzoni que hiciera una apretada síntesis de la historia del Eden Hotel.
Era escasísima la información que tenía sobre ese emprendimiento turístico. No había libros publicados y los pocos artículos periodísticos que lo trataban de soslayo habían sido editados por La Voz del Interior (uno de los más famosos diarios cordobeses), cuyos archivos eran difíciles de consultar desde Buenos Aires. Si Balbi pretendía escribir un ensayo con los datos que pudiera recabar entre los papeles del periódico, estaba frito. No eran más que meras menciones y alguna que otra propaganda. Nada despreciable si se quería publicar otra nota intrascendente, pero para un libro no alcanzaba. Por ese motivo fue sincero con Menzoni. Desde el vamos le comunicó sus planes. Le dijo que no se ofendería si se negaba a hablar o a pasarle datos. Conocía el paño. Era conciente de que la mayoría de los investigadores se comportaban con celo extremo cuando alguien invadía su quintita.
Pero Menzoni no era de ésos. Estaba desintoxicado de los malos hábitos de la universidad. El egoísmo académico no era parte constitutiva de su personalidad. Jamás lo había sido y mucho menos lo sería ahora. De todos modos, Balbi le anunció que, en el supuesto caso de publicar algo en el futuro, le pediría una autorización formal (remunerada) para poder utilizar sus palabras y citarlo entre las fuentes principales.
—Es increíble lo poco que se conoce sobre la historia local de los pueblos del interior —dijo—. ¡Es tan poca la información que llega a Buenos Aires! El trabajo de los investigadores regionales, cuando se los deja trabajar —recalcó levantando las cejas—, nunca se publica en las grandes editoriales de la Capital. A lo sumo, con mucha suerte, existen tiradas muy pequeñas, editadas por el propio autor y de una circulación más que limitada. Cuando esos libritos se agotan… ¡chau, se terminó la historia! Pero creo que lo del Eden puede pegar en el mercado porteño. Tiene muchas aristas interesantes… Por eso, Ariel —dijo, dirigiéndose a él por primera vez por su nombre de pila—, te prometo que no voy a dejarte afuera si las cosas marchan bien.
Menzoni desestimó la proposición. Gesticuló con la mano no dándole importancia. Después miró por separado a cada uno de sus tres tertuliantes y agregó:
—No me interesa la fama, ni el reconocimiento personal. Lo único que quiero es que la verdad salga alguna vez a la luz sin prejuicios de ningún tipo.
— ¿Y cuál es esa verdad? —preguntó Eugenio Ross—. Contala.
Pocas veces Menzoni había encontrado una audiencia tan interesada. Se les notaba en las caras que estaban fascinados y con ansias de oírlo todo. Entonces, agarró una servilleta de papel y mientras la doblaba infinita cantidad de veces hasta convertirla en un muñón, relató la historia.
—Según cuentan los diarios de fines del siglo XIX, todo empezó en 1891 cuando un viajero y militar alemán llamado Roberto Bahlke llegó a estas tierras y, al recorrerlas a caballo, se enamoró de ellas. Decidió entonces comprar unas cuantas hectáreas y fue así que, en agosto de 1897, se hizo de una estancia llamada La Falda de la Higuera. La propiedad tenía unas 900 hectáreas y a seiscientos metros de ella pasaban las vías del tren. Pero don Roberto no tenía intensiones de dedicarse sólo a las actividades agrícolas. Su sueño era construir un hotel de lujo en la zona. Un hotel exclusivo, elegante, aislado de la “gente común” y de la tuberculosis, que producía estragos. En una palabra, quería que su hotel fuera sinónimo de salud y confort al mismo tiempo. Para ello se asoció con dos personas: Juan Kurth (suizo) y María Herbert de Kreautner, además de recibir un crédito de Ernesto Tornquist. El hotel estaba terminado por la mitad en enero de 1898. Lo habían amueblado y llegaron unos pocos pasajeros. En el invierno de ese año lo terminaron y en diciembre de 1898 se cree se hizo la inauguración oficial. Los visitantes quedaban fascinado. El Eden era la encarnación misma del progreso y la modernidad. Tenía luz eléctrica (toda una novedad por esos días) producida por una usina propia, cámara frigorífica, dos pisos, casi cien habitaciones, baños equipados con lo último de la tecnología, salas de esterilización, lavaderos, un comedor inmenso y lujoso, cancha de golf y de tenis, parques completamente arbolados con especies traídas del viejo mundo…, en una palabra: un Edén en la tierra. Bueno, de ahí su nombre, ¿no? —Tomó un poco de agua y siguió—. Pero, a pesar de todo, las cosas no andaban bien, las ganancias eran escasas y los gastos de mantenimiento enormes. Además, no hay que olvidarse que todavía debían el crédito que se les había otorgado para construirlo. Por eso, hacia 1902, la señora Kreautner se retira de la sociedad. Dos años después, en 1904, Bahlke y Kurth disuelven lo que quedaba de ella y el hotel queda en manos de Tornquist, que resultaba ser el principal acreedor. Pero ¿qué corno iba a hacer con semejante gigante? Fue ahí cuando, por razones no del todo claras, se lo ofrece de nuevo a María Kreautner, quien se hace cargo de él en 1905. Había un saldo pendiente, pero la experiencia hotelera de la mujer hizo que se terminara de pagar en pocos años. Con ella el hotel aumentó su clientela y se publicitó en Europa. Lo tuvo hasta 1912 cuando, ya vieja, decidió venderlo a dos hermanos alemanes…
—…los Eichhorn —señaló Andrea.
—Exactamente, los hermanos Bruno y Walter Eichhorn. Con ellos dos y sus respectivas esposas (que participaron y mucho en la administración del complejo) el Eden vivió su etapa más dorada, que se prolongará hasta 1945, cuando termine la Segunda Guerra Mundial.
— ¿Qué fue lo que la hizo tan “dorada”? —volvió a intervenir Andrea.
—En realidad hubo una serie de circunstancias que los beneficiaron. En primer lugar, en 1914 estalla la Primera Guerra en Europa y por lo tanto ningún miembro de la oligarquía argentina podía disfrutar de las playas y montañas del viejo mundo, a menos que quisieran les partieran el traste de un cañonazo. Por lo tanto, buscaron lugares más cercano y seguros. El Eden Hotel fue uno de ellos. Pero eso no fue todo. Como al principio las cosas marchaban con lentitud y ellos le debían dinero a la anterior propietaria, empezaron a lotear parte de la gran estancia para saldar la deuda. Lote por aquí, lote por allá y cuando menos lo pensaron ya tenían un asentamiento de categoría rodeando al hotel. Los primeros en comprarlos eran gente de mucha guita de Buenos Aires, Santa Fe y Córdoba. Después se instalaron almacenes, farmacias, negocios y un día… ¡oh sorpresa! Se había formado un pueblo. Este pueblo, La Falda. —Lo miró a Balbi. — ¿Voy bien?—preguntó.
—Perfecto. Continúa.
—Con relación a los Eichhorn se han dicho muchas cosas. De que fueron nazis confesos no hay duda y eso es lo que muchos quieren seguir negando. De todos modos hay muchas cuestiones por probar, de ahí la importancia que tiene una investigación profunda y sin miedos.
— ¿Qué pasó con los Eichhorn después de terminada la Segunda Guerra?
—Se retiraron de la vida pública por completo. Vendieron el hotel en 1948 y de los tan famosos y honrados “pioneros” se supo poco y nada  desde entonces.
— ¿Y el hotel? —inquirió Ross.
—El Eden fue adquirido por una sociedad formada por un trío cuyos apellidos empezaban con la letra “K.” Por esa razón la gente la llamó  las “Tres K.” Se ha dicho siempre que ellos no eran los verdaderos propietarios, sino testaferros del cuñado de Perón, Juan Duarte. Pero de ello tampoco hay seguridad absoluta. Lo cierto es que en 1953, estos tipos (que habían pedido un crédito enorme e hipotecado el hotel) no pudieron responder con sus obligaciones y el Eden se remató. De ahí en más, pasó de mano en mano, de una sociedad a otra. Se fue deteriorando de a poco. La vieja oligarquía ya no venía a Córdoba. El peronismo había modificado la forma de veranear y los grandes sindicatos llenaron de colonias de vacaciones y de obreros estas sierras. Los “grasitas” desplazaron a los “caquitas” y el Eden envejeció en medio de tanto cambio social. Hasta 1965 funcionó como hotel, pero al final de esa temporada cerró sus puertas definitivamente. Dejaron todo adentro y empezaron los saqueos. Unos años después, en 1970, surgió el proyecto de convertirlo en casino. Tampoco prosperó esa idea. Se hicieron reformas. Se tiraron paredes, se cerraron puertas, hicieron modificaciones aquí y allá, pero, todo fue en vano. El gobierno de turno no dio la autorización y desde 1971 hasta hoy fuimos testigos ciegos de la debacle total. En el ’82 la empresa Frigor se hizo cargo de él, pero no le dieron bola. El deterioro continuó.
— ¿Hoy a quien pertenece? —preguntó Balbi.
—No se sabe a ciencia cierta, pero se comenta que a un hotelero de Huerta Grande.
— ¿Y?
— ¿Y qué?
— ¿No hizo nada?
— ¿Ustedes vieron cómo está el hotel?
—Aún no.
—Arrímense a las rejas que lo rodean y después me cuenta. ¡Es una ruina cubierta de vegetación! Se está viniendo abajo solito.
—Es increíble… —alcanzó a murmurar Ross.
—Como pueden ver —prosiguió Menzoni—, conocemos sólo la punta del iceberg. La más elemental, algunas que otras fechas y nombres. La verdadera historia del Eden está por escribirse. Hay que despejar la paja del grano. La fantasía se mezcla con la realidad constantemente. Se los repito de nuevo: hasta que no tengamos documentos escritos originales la verdad sobre los Eichhorn quedará en una nebulosa. ¿Sabían que se los acusa de haber sido espías de los nazis? En la década del treinta y parte de los cuarenta el hotel tenía dos antenas, una de onda corta. Con ella, se cuenta, no sólo recibían los discursos del Führer directamente desde Alemania, sino que transmitían informes secretos hacía allá. Cuando terminó la guerra otros rumores empezaron a circular. ¡Y qué rumores! Decían que muchos criminales de guerra nazis se escondieron en el hotel y que hasta Adolfo Hitler estuvo recluido en él después de la derrota alemana.
—Hitler murió en el bunker en 1945 —sentenció Ross.
— ¿Estás ciento por ciento seguro? —retrucó Menzoni—. Acá algunos viejos juran haberlo visto caminar por el Eden.
— ¿Vos crees que realmente Hitler estuvo aquí? —inquirió Balbi con incredulidad.
—No. Es un leyenda que circuló en aquellos días. ¿Acaso no saben que también se dice que “Bigotes” estuvo escondido en el Gran Hotel Viena de Miramar, acá en la provincia de Córdoba?
—Miramar está en la provincia de Buenos Aires —intervino Andrea.
—No esa Miramar, sino la nuestra, la cordobesa. La ciudad que está a orillas de la laguna de Mar Chiquita. Ahí también hay historias de nazis y führers fugitivos. ¡Son todas pavadas! Pero… una vez me dijeron que detrás de toda leyenda hay algo de verdad. —De repente Menzoni se entristeció. Se mordió el labio inferior y miró hacia el piso—. Es lo que queríamos dilucidar con Marcelo —dijo.
Todos en la mesa entraron en un cono de silencio. Ross jugueteó con el tabique de su nariz. Andrea se acarició la nuca. Balbi, tras un corto mutismo se rascó la pera. Nunca había imaginado que Menzoni supiera tanto y por un instante se sintió un ladrón.
—Ariel —le dijo muy serio—, este tema es tuyo. Nadie mejor que vos está calificado para escribir su historia. Sería injusto, hasta inmoral te diría, que yo publicara algo sobre él. Vos sos la persona indicada para hacerlo y te prometo que voy a mover cielo y tierra para los editores te oigan y conozcan en Buenos Aires. Desde este momento tenés todo mi apoyo y colaboración.
Andrea lo miró orgullosa. Le tomó la mano con dulzura y le dio un beso en la mejilla.
—Te amo —le dijo despacito al oído.
Entonces, antes que Menzoni respondiera algo, Ross le preguntó a Balbi abiertamente:
— ¿Cuándo le vas a contar a este muchacho lo que tenemos en el hotel?
Balbi rió.
Menzoni movió cabeza a un lado y otro de la mesa, desorientado.
— ¿De qué hablan? —inquirió más que curioso.
—Tenemos una foto que queremos que veas —respondió Jorge sin dejar de sonreír—. Una foto del Eden. La conseguimos en Buenos Aires en casa de una señora muy adinerada.
— ¿Ah sí?
—Sí. Y adiviná quién está en la fotografía…
— ¿Quién? —la ansiedad lo devoraba.
—La administradora del hotel.
— ¿Ida Eichhorn?... ¿Es cierto?... ¡Qué bueno porque no hay muchas fotos de ella!
—Y está acompañada…
— ¿…por su esposo, Walter?
—No, por el tío René —interrumpió Ross y todos (incluso Menzoni sin saber por qué) estallaron en una carcajada.
— ¿Quién es el tío René? —preguntó el cordobés arrastrando las últimas risas nerviosas que le quedaban en la boca.
— ¡Eugenio, por favor! ¡No jodas ahora! —exclamó Balbi, lanzándole un cachetazo simulado a la cara mientras trataba de contener las risas.
Menzoni no entendía nada.
—No le hagas caso —agregó Andrea—. Está cansado y con hambre. Siempre se pone así cuando tiene sueño y quiere almorzar.
—Entonces… ¿es una broma?
—No, no, no es broma —aclaró Balbi—. Tenemos la foto. Está la señora, el tío René y otro tío muy famoso.
—No sé de quién hablan. ¿Qué otro tío?
—El “tío Adolfo.”
— ¿Y tío de quién es ése?
— ¿No te das cuenta?...
—No…
— ¡Te estoy hablando de Adolf Hitler!
— ¿Queeé?... ¿Hitler?... ¿En persona?
—No. En un cuadro inmenso, enmarcado con lo que parece ser plata. Cuelga sobre la pared del despacho u oficina de la señora Ida.
— ¡No te lo puedo creer!
—Creelo. La tengo en el hotel. No la quise traer aquí por las dudas.
— ¿Y… puedo verla?
— ¡Por supuesto que sí! Pagá el café y vamos. Yo después los invito a almorzar.
Ya eran pasadas las trece horas, pero Menzoni en lo último que pensaba era en comer.

Cuando entraron en el Tomaso di Savoia, promediando la una y media de la tarde, la llovizna se había convertido en una lluvia torrencial y el frío de julio empezó a arreciar. Balbi invitó a Menzoni a que esperara en los sillones del hall y subió solo a buscar las carpetas con la fotos. Ross y Andrea se quedaron acompañándolo en la planta baja.
—Es un buen hotel —dijo Menzoni recorriendo con la vista todo el vestíbulo—. Conocí a su dueño cuando era chico. Un hombre decente. Falleció hace unos años y ahora le regentea su hijo. Era un tano agradable y muy simpático.
Desde el mostrador de la entrada, el conserje observaba al grupo con curioso interés. Disimuladamente asomaba la cabeza, tratando de ver por detrás de una columna que le tapa la vista. ¿Por qué Menzoni había hecho tan buenas migas con los forasteros? Esperó unos minutos y cuando Balbi bajó del ascensor cargado de papeles encarpetados, levantó el teléfono y marcó un número.
—Acá están los futuros cuadros de tu museo —bromeó Jorge y se sentó.
Durante los siguientes quince minutos miraron detenidamente la colección. Menzoni exclamaba sorprendido ante cada foto que se le presentaba. Daba explicaciones desordenadas de ellas. No terminaba de detenerse en una para saltar a la otra. La ansiedad, desbocada por captar todo en un mismo instante, le impedía ver las placas con el detenimiento que deseaba. Estaba en otro mundo. Esas tomas, esas escenas delante del Eden eran únicas.
Finalmente llegó a la tan mentada foto de “la señora.”
—Es ésta —dijo Ross y la extrajo del folio transparente que la protegía.
Al tocarla, Menzoni frunció en entrecejo.
— ¿Es una fotocopia? —preguntó.
—Sí. El original lo tiene la propietaria —aclaró Balbi.
Ariel clavó sus ojos en la foto. La estudió unos segundo. Buscó ver detalles. Enfocó su atención en el rostro de la mujer.
—Es Ida Eichhorn —sentenció—. No hay duda de ello. —Siguió recorriendo la escena—. El de aquí debe ser el famosos tío René —sonrió— y el cuadro… ¡Dios! ¡Es genial! Esto certifica muchísimas cosas. Durante años circuló el rumor acerca de la existencia de este retrato de Hitler. Se contaba que lo mandaron de Alemania en 1933 o 1934 en agradecimiento por la ayuda económica que los Eichhorn dieron al Partido Nazi. ¡Y acá está!... ¡Maravilloso!
—Es muy interesante —agregó Balbi en voz baja.
—Pero… —de pronto el rostro de Menzoni se tornó oscuro, pesimista—, puede haber un problema en todo esto.
— ¿Qué problema? —preguntó Ross.
—Lo van a negar —dijo—. Van a negarlo todo. Dirán que el lugar donde se tomó la foto no es la oficina de Ida, sino otro lugar.
—Pero acá dice que fue tomada en el Eden Hotel —interrumpió Andrea señalando la referencia manuscrita que estaba al pie de las imágenes.
—No es prueba de nada. No certifica que haya sido en el Eden. Podría ser en cualquier lado.
—Sí… es cierto.
—Se van a agarrar de eso para defenestrar la historia que puede haber detrás de la fotografía.
— ¡Sería como tapar el sol con un dedo! —dijo Balbi—. No pueden.
—Sí que pueden —rebatió Menzoni acercando la cara a la foto como si fuera un ciego tratando de ver algo—. Pueden hacerlo, Jorge. Pero… a ver… ¡Un segundo! —exclamó de repente—. ¿Tienen una lupa?
— ¿Una lupa? No, ¿por qué?
— ¡Hay que conseguir una lupa!
—Esperen —dijo Andrea—. Voy a preguntarle al conserje si tiene una.
Cuando el encargado la vio llegar dejó de hablar por teléfono. Si Andrea lo hubiera conocido un poco más se habría dando cuenta de que estaba nervioso.
—Perdón —dijo la chica—, ¿no tendría por casualidad una lupa?
— ¿Una lupa? Mmm...… no creo, señora. De todos modos, espere que voy hasta la oficina del fondo a fijarme, pero no le prometo nada. —Dos minutos después regresó con las manos vacías—. Lo siento. No hay ninguna. Pero, ¿para qué la necesita? —arriesgó a preguntar.
—Estamos viendo unas fotos…No se preocupe, ya no arreglaremos. Gracias.
Al volver al hall el problema estaba resuelto: Menzoni manipulaba los anteojos de lectura de Balbi a modo de improvisado lente de aumento.
— ¡Sí, señor! —clamó el cordobés—. ¡Sí, señor! ¡Acá está! ¡Sabía que la había visto! ¡Ya me parecía!
Balbi miraba la foto sin entender nada.
— ¿Qué es lo que hay?
—Yo no veo nada —dijo Ross.
— ¡Acá está, señores! —repitió Menzoni—. ¡Esta moldura en el techo! ¿La ven? Es un rosetón estilo francés hecho de yeso. Aquí. ¿Pueden verlo ahora? Es muy claro.
— ¿Y? —preguntó Balbi.
—Sólo en el despacho del administrador del hotel tenía estos ornamentos. —Nadie dijo nada. Entonces Menzoni verbalizó la idea que lo entusiasmaba—. ¿No se dan cuenta? ¡La moldura todavía se mantiene intacta en el Eden! ¡La vi miles de veces! Coincide perfectamente con la foto.
—Eso probaría que se tomó allá —dijo Ross.
—Sin duda alguna… —murmuró Balbi.
—Pero vamos a tener que ir al hotel y registrar varias fotos del rosetón —sugirió Menzoni.
— ¿Cuándo sería eso? —preguntó Andrea.
—Tendría que ser de noche.
— ¿Hoy? —demandó Balbi.
—No creo que sea conveniente. Está lloviendo a cántaros y el parque va estar hecho un desastre. Además, hay muchas filtraciones de agua en el hotel y puede resultar peligroso andar por ahí en la oscuridad. Sugiero que lo dejemos para mañana, si no sigue lloviendo.
—Perfecto. Será mañana, entonces —dijo Ross poniéndose de pie—. ¿Vamos a comer algo?
—Por supuesto —respondió Balbi—. Voy por una campera más gruesa a la habitación —y también se paró.
—Jorge —lo frenó Menzoni—, ¿podría quedarme con las fotos hasta mañana? Quisiera verla con más detenimiento.
— ¡Claro! Antes de irnos te dejaré copias de todas ellas.
—Gracias, pero por ahora me quedaré sólo con las del Eden. El resto, las de los desfiles y soldados, tenelas vos.
—Como quieras — y subió a su cuarto.
Terminaron de almorzar muy tarde. Eran casi las cuatro y media. Se despidieron y cada uno regresó a su lugar de descanso.
El resto del día transcurrió con lluvia. Balbi y Andrea hicieron el amor, charlaron un rato y durmieron la siesta un par de horas. Salieron a caminar por el centro del pueblo. Tomaron un café con Ross y retornaron al hotel para cenar algo liviano. Se fueron a la cama bien temprano. Seguían cansados. Las emociones los habían tensionado. Lo único que deseaban era estirarse y ver televisión un rato. No mucho.
A poco de empezar el noticiero de medianoche, Balbi y Andrea estaban profundamente dormidos.



CAPÍTULO 7

Era una escalinata ancha —anchísima— que ascendía hacia la calle, en la que estaba estacionado un auto antiguo con dos mujeres sentadas en el asiento trasero.
Sabía que detrás suyo —aún sin verlo— se levantaba un cementerio oscuro, con cúpulas barrocas, cruces de hierro y sucios murallones de ladrillos rojizos. En los corredores, las tumbas estaban abiertas. Los féretros, con sus tapas alzadas, dejaban ver mortajas enmohecidas que cubrían unos cuerpos tiesos como troncos, en tanto que legiones de individuos anónimos —sin rostros— se detenían ante lápidas sin epitafios a llorar a sus seres queridos.
Subió la escalinata corriendo. Le parecía mentira sentirse tan ágil.
Se aproximó al auto estacionado. Abrió la puerta trasera y allí estaban las dos. Una sentada junto a la otra.
La que en su juventud había sido gorda y rozagante, tenía una mirada extraña, pero feliz. Sus ojos llorosos lo miraron directamente.
— ¡Mirá, Jorgito! ¡Es la Chicha! —exclamó señalando a la otra mujer, que permanecía quieta a su lado, con las órbitas de los ojos hundidas y una tez tan blanca y fría como el mármol—. ¡Volvió!
La Chicha tenía por entonces casi cuatro años de muerta.

Dio un alarido de terror en plena noche, giró bruscamente sobre la cama y chocó contra la mesita luz, tirándola al suelo. Andrea se despertó de un salto y encendió su velador.
—Jorge, ¿qué te pasa, amor?
Balbi, aún semidormido y empapado en sudor, la abrazó como si fuera un chico. Decía algo que su mujer no comprendió.
—Amor, tranquilo, fue sólo una pesadilla. No pasa nada, cielo. Estoy con vos —y lo sujetó con fuerza. En ese momento experimentó una profunda ternura por su marido—. ¿Estás mejor?
Balbi tenía la mirada perdida y le costó unos segundos recuperarse. Ya no era parte del sueño. El cementerio y sus amadas tías de la infancia ya no estaban allí.
— ¡Dios! ¡Qué sueño más espantoso! —dijo mientras se sentaba—. No recuerdo haberme asustado tanto con uno. ¡Fue horrible!... ¿Te desperté?... Lo siento mucho.
—No importa, amor. Es que casi te caes de la cama. Pero ya pasó.
—Uf… feísimo.
— ¿Qué soñaste?
—Con mis tías. Una de ellas regresaba…—suspiró con las imágenes de la pesadilla todavía frescas—, pero no importa —dijo cortando el relato—. Es tarde. Mañana te cuento. —Le dio un beso en la boca. —Seguí durmiendo. Ya estoy bien.
El reloj despertador marcaba la 03:45a.m.
Andrea se volteó hacia su parte de la cama. Se tapó hasta el cuello y volvió a dormir.
Balbi ya no pudo pegar un ojo. Dio vueltas un rato y cuando no soportó más el peso de las frazadas se levantó en silencio y se vistió. Se calzó la campera gruesa y bajó a la recepción.
El conserje había terminado su turno. En su lugar estaba un hombre mayor. El sereno.
— ¿Sin sueño? —le preguntó al verlo.
Balbi asintió. Tuvo vergüenza en decirle la verdadera causa de ese deambular nocturno. Intercambiaron unas pocas palabras de cortesía y hablaron del tiempo.
—Ahora paró un poquito de llover —dijo el viejo mirando hacia la calle—, pero el pronóstico no es nada bueno para hoy ni mañana.
—En ese caso voy aprovechar a caminar ahora —dijo Balbi levantándose el cierre de la campera y salió a la vereda. El sereno volvió a cerrar la puerta con llave cuando lo vio encarar en dirección al Eden.
Una vez más, la avenida era un páramo.
Caminó lento. Pasó por el frente de la capilla del Sagrado Corazón. Estaba a oscuras, cerrada. Prosiguió su marcha hasta llegar al portón del viejo hotel que también estaba cerrado. Se detuvo unos minutos y observó las dos placas de bronce adosadas a las columnas de la entrada. EDEN HOTEL-LA FALDA decían con letras desgastadas.
Dobló por un camino de tierra que se abría hacia la derecha. Tenía pequeños focos de luz colgando en el centro de la calle, pero era una claridad ocre. No se podía ver muy bien. Caminó sorteando charcos hasta toparse con un edificio de dos pisos. Un chalet muy grande, estilo colonial, de tejas y ventanas con columnas redondeadas. Era el anexo del Eden Hotel, construido en la década del treinta. Según sabía, tenía unas veintidós habitaciones y su estado de conservación era bastante bueno. Aún así, estaba abandonado.
Siguió caminando. Escuchó que algunos perros ladraban a lo lejos y que ciertos pájaros nocturnos — ¿palomas?— chillaban desde los árboles. Era como si estuvieran pasando una película a su alrededor, como si nunca se hubiera despertado. Pero estaba despierto. Sus zapatos embarrados lo probaban.
Bordeó un alambrado perimetral muy alto durante más de media hora. En alguna parte, más allá de él, se levantaban las ruinas del Eden. Los foquitos titilantes de la empresa eléctrica local salpicaban con claridad el camino irregular que transitaba. El Cuadrado elevaba sus laderas a la izquierda. El cerro La Banderita había quedado a sus espaladas. Tiempo después, la calle daba un recodo. Balbi dobló hacia la izquierda.
No llovía.
Las casas se fueron haciendo más y más esporádicas. Si en las cuadras previas había dos o tres chalets cada cien metros, ahora había uno o ninguno. De seguro ya estaba recorriendo los suburbios del pueblo.
La luz artificial también se fue haciendo cada vez más escasa.
Pasó por delante de un racho. Parecía abandonado. Una tapera. Un perro negro le salió a ladrar desde lejos. Balbi levantó una piedra. Una vez le habían comentado que para espantar a un perro bravo bastaba con agacharse y levantarse de golpe cuando se lo tenía cerca. No había funcionado esa táctica. Prefería estar bien provisto de un cascote para partirle el lomo si era necesario. No le gustaban mucho los animales, especialmente los gatos (a los que les tenía fobia).
No hizo falta que sacudiera proyectil alguno. El can se retiró antes de que pudiera verlo.
De todo modos, apuró el tranco.
Unos quince minutos después, ya estaba en la base misma de El Cuadrado. La vegetación lindante se volvió más espesa. La calle se fue convirtiendo en un camino sinuoso que doblaba una y otra vez en zigzag.
Se fatigó. Las piernas empezaron a pesarle. Estaba ascendiendo. Cuando volteaba, podía ver las luces de La Falda cada vez más abajo y más lejos. Era una vista hermosa. Se había acostumbrado a la penumbra. Tenía las pupilas dilatadas y sus ojos distinguían con claridad el camino, enmarcado por sombras.
Siguió subiendo.
Sentía que, de continuar, podría rodear por completo el boscoso predio en el que se levantaba el Eden. No era el momento de dar la vuelta.
Sólo la cantinela de algunos pocos grillos le hacían compañía. Quinientos metros más adelante se topó con algo.
Era una zona abierta por la mano del hombre. Allí el cerro había sido excavado para abrir una cantera.
Lo primero que vio fue el acantilado artificial de tierra y piedras que caía en picada hacia una planicie llena de cascotes y basura. Montículos de tierras, bidones viejos, toneles de chapa podrida y porquerías de todo tipo estaban desperdigadas en el sitio.
Ingresó con cuidado de no lastimarse ni tropezar con nada. La brisa, que hasta entonces lo despeinaba, se calmó y el silencio se volvió absoluto.
No había un alma en el lugar.
Sólo él y la cantera.
Pero algo le llamó la atención.
A unos cien metros, observó que algo emanaba una tenue claridad. Era una luz que parecía moverse, tambalearse, como si fuera un fogón. Aumentaba y disminuía su potencia de manera intermitente.
Caminó hacia ella.
“Alguien que quema basura”, pensó. Pero, ¿a esa hora y en ese lugar, en pleno invierno?
A medida que se acercaba se dio cuenta de que no había nadie.
Podía escuchar su propia respiración entrecortada. Estaba cansado, pero la controló para tratar de oír mejor.
Caminó un poco más.
En centro de la cantera había una hoya rocosa con agua acumulada. Agua de lluvia. Pero la cantidad de barro disminuía. La tosca suplantaba a la tierra húmeda.
Todavía tenía fuera del ángulo de visión al supuesto fogón. Sin embargo, sintió que se estaba equivocando. Esa luz no provenía de fogón alguno. Era menos intensa de lo que creyó al principio. Pero de algo no tenía dudas: no era producida por una linterna o foco de alumbrado público.
Sorteó un gran roca, desprendida del cerro, y volteó a la derecha.
La sorpresa fue mayúscula.
Allí, en medio de la cantera abandonada, rodeada por el carcomido talud de la montaña, en un espacio deshabitado y carente de vecinos, había una mesa servida.
Tenía puesto un mantel de tela, platos y vasos para cuatro comensales invisibles. Las servilletas a un costado y en el centro una cazuela de barro con guiso aún tibio. A la derecha había una botella de vino barato y en cada una de las esquinas un candelabro con tres velas prendidas cada uno.
Perturbado, Balbi se fue acercando. ¿Qué es lo que hacía esa mesa en medio de la noche y en ese sitio?
Levantó la cabeza tratando de ver si alguien se escondía en los alrededores.
Nadie.
Estaba solo.
Sólo él y la cantera, el cerro, la vegetación tupida y esa mesa servida, como si estuviera esperando que convidados fantasmas se acercaran a cenar.
Un hilo helado de temor le recorrió por el cuerpo. Sintió cómo el vello de la nuca se le erizaba. Aún así, avanzó hasta el borde del mueble y miró con más detalle la disposición de los objetos.
Los platos eran de cerámica blanca. Tenían en uno de sus lados, casi en el borde mismo, un pájaro estampado con las alas abiertas (muy desgastado por cierto). Los tenedores eran los típicos que él conocía de la casa de su abuela. Estilizados, redondeados en su parte inferior (con forma casi de gota) y largos dientes puntiagudos del otro lado. Los cuchillos, por el contrario, no estaban afilados y tenían sus puntas romas. Más parecían cuchillos de postre que otra cosa. El mantel era de color amarillo con un fino bordeado blanco, que caía por los laterales. Los vasos, no eran vasos. Eran copas chatas. Muy bajas, de vidrio.
En cuanto a la cazuela, el guiso no tenía nada de sugerente. Semejaba un vómito tibio. Había allí mezclados porotos, garbanzos, papas y zapallo. Pero lo que más impresionaba eran las patas de un pollo. Estaban crudas. Podía verlas flotar en el menjurje
No se animó a tocar nada.
¿Qué corno era todo eso?, pensó. Un escalofrío le recorrió el cuerpo.
 Permaneció un par de minutos al lado de la mesa.
La rodeó.
Entonces, algo dentro suyo le indicó que mirara a su derecha, hacia el borde del bosque.
No estaba muy lejos, tampoco cerca. La luz de las velas lo habían deshabituado a la oscuridad. De todos modos, supo que en ese lugar había alguien parado.
— ¿Quién anda ahí? —preguntó. Al verbalizarlo su temor aumentó.
No hubo respuesta.
Sólo cuando se apartó un poco del radio de influencia de las velas pudo distinguir, a unos cuarenta metros, la silueta oscura de un hombre.
Estaba de pie. Inmóvil en la orilla del monte.
Tenía una perfecta postura erecta. Vestía algo blanco (una camisa o chaqueta, quizá). Pero no respondió, ni se movió un milímetro.
— ¿Quién es usted? —insistió Balbi. Y señalando la mesa preguntó: — ¿Es suya?
Bastaron esas décimas de segundos que tardó en mirar la mesa y volver la vista al sujeto para advertir que éste había desaparecido.
Era suficiente. “Se terminó”, pensó.
Retrocedió con cuidado y cuando el terreno se despejó, emprendió el regreso.
No supo cuándo, pero en cierto momento advirtió que caminaba muy rápido. Casi al trote.
El miedo lo siguió hasta la puerta de su hotel.

A las once y media de la mañana el teléfono de la habitación sonó con insistencia.
Andrea salió del baño, corrió hacia el aparato y atendió. Balbi dormía como un tronco, ocupando toda la cama matrimonial.
Media docena de palabras después, lo despertó.
—Es Menzoni, amor —le dijo entregándole el tubo.
— ¿Quién?... —preguntó aún dormido.
—Ariel Menzoni. ¿Querés que te llame más tarde?
—No, no, está bien… Dame. —Se reincorporó en la cama y se llevó el auricular a la oreja—. Hola…
Del otro lado respondieron.
— ¿Jorge? ¿Dormías?... Disculpame que te haya despertado.
—No te preocupes. Es que me acosté tarde… ¿Qué pasa?
—Necesito verte. Es algo…urgente –titubeó.
— ¿Pasa algo?
—Nada grave. Pero quiero que veas algo que me dieron. ¿A qué hora te parece?
— ¿Qué hora es?
—Las once y media pasadas.
— ¡Uf… qué tarde! ¡Dormí una barbaridad!
— ¿Te parece bien después de almorzar?
—Perfecto. A eso de las dos y media o tres de la tarde.
—OK. A las tres entonces.
— ¿Pasás por acá?
—No, mejor vengan ustedes a mi casa. Vamos a estar más tranquilos. Anotá la dirección.
Balbi le pidió a Andrea que lo hiciera. Se la dictó y colgó.
— ¿Me querés decir por dónde anduviste? —le preguntó Andrea, parada al lado de la cama, con los brazos en jarra—. ¡Tenés los zapatos con barro y las botamangas del pantalón todas sucias!
—Salí a caminar un rato de madrugada —respondió refregándose la cara.
— ¡Vos sos loco! ¡Deambulando de noche por la calle! Uno de estos días te va a pasar algo.
—Acá no hay problema, Andy. No había nadie.
—No es normal que duermas tan poco. ¿A qué hora te volviste a acostar después de la pesadilla?
—No lo sé… Serían las siete, siete y media.
—Tenés el sueño cambiado. Vas a tener que ver a un médico o tomar algo.
—No es nada, amor… Es la ansiedad que me produce toda esta historia. Además, no dormí tan poco. Si sumás, fueron cerca de seis a siete horas de sueño.
—Sí, pero entrecortadas. Así no descansás. ¿Y por dónde fuiste?
—Por acá cerca, no sé. No conozco las calles —Mintió. No quería contarle la extraña experiencia todavía. Ni él mismo la terminaba de entender.
— ¿Estuviste fumando? — le preguntó con tono inquisitorial.
—No, para nada.
— ¡No me mientas!
—No fumé, Andrea. Te juro que no lo hice. —Su mujer advertía algo raro. Sabía que no le era sincero por completo. Lo conocía muy bien.
— ¿Qué es lo que quería ese muchacho? —le volvió a preguntar señalando el teléfono.
—No me dijo. “Algo que le dieron”…, no le entendí muy bien. Nos encontraremos a las tarde en su casa. —Saltó de la cama y caminó al baño—. ¿Llamó Eugenio?
—No.
— ¿Cómo está el tiempo?
—Horrible. Se largó a llover otra vez —respondió—. Me parece que hoy tampoco vamos a poder ir al Eden.
Por algún motivo, Balbi sintió alivio.
— ¿Vamos a desayunar? —sugirió.
—Ya es tarde. El desayuno lo sirven hasta las once.
—En ese caso, tomamos un cafecito en algún bar del centro, antes de almorzar.
Abrió la canilla de agua caliente, se desnudó y se metió en la ducha.
Mientras se enjabonaba la cara, cerró los ojos. Las imágenes de la cantera y los raros sucesos que había vivido allí, volvieron a su mente como si hubieran ocurrido hacía mucho, mucho tiempo.

En la esquina de San Jerónimo y Avenida Eden encontraron el bar que buscaban. Era un local amplio, ambientado con claro estilo alemán. Sillas con respaldos tallados, cuadros de la vieja Germania en todas las paredes, etiquetas con marcas de cervezas importadas y antiguas propagandas de la década del veinte y del treinta, en especial de esperidinas, gaseosas y vinos del Rin, sartenes y cucharones de bronce, colgaban aquí y allá. Era un sitio acogedor, agradable. Ocuparon una mesa contra la ventana. Pidieron dos cafés y se pusieron a leer el diario local.
Adoraban esos momentos de silencio compartido. Era una costumbre que Balbi y Andrea mantenían desde sus primeros días juntos. Todos los fines de semana se despertaban temprano y desayunaban en algún cafecito porteño diferente. Nunca habían hecho un listado de ellos. De hacerlo se contarían por cientos. Ahora, de vacaciones en un lugar extraño, la costumbre no tenía porqué desaparecer.
— ¿A qué hora dijo Eugenio que venía? —interrumpió Balbi, levantando la cabeza por encima del periódico.
—Ya debe estar por llegar —respondió mecánicamente.
Balbi volvió a sumergirse en las noticias, pero no estaba del todo concentrado en ellas. La caminata de esa madrugada volvía una y otra vez a su cabeza. Afuera, la lluvia era intermitente. Chaparrones copiosos eran seguidos por una llovizna fina  y porfiada. Nada parecía indicar que el tiempo mejorara.
Diez minutos después, Balbi se levantó.
—Voy hasta el baño —dijo—. Ya vengo —y atravesó el salón hasta la caja registradora.
—A la derecha, bajando por la escalera —señaló el encargado.
Descendió unos quince peldaños por una escalinata en caracol hecha de mármol. El calor acumulado en el subsuelo era insoportable. Sintió olor a lavandina y entró por la puerta en la que estaba grabada la clásica silueta de un hombre.
El baño era relativamente grande. Tenía tres cubiles con inodoros y una media docena de mingitorios adosados a la pared, un gran espejo y un rollo de papel para secarse junto a tres lavabos.  No había nadie.
Balbi entró en el primer cubil y entrecerró la puerta No le gustaba orinar a la vista de nadie. Ya era un hábito adquirido, por más que el lugar estuviera vacío. Se bajó la bragueta y empezó a hacer pis. Un reconfortante alivio le relajó el vientre y cerró sus ojos. Entonces, oyó pasos bajando por la escalera y la puerta de ingreso baño de caballeros se abrió.
Terminó de orinar, se acomodó la camisa dentro del pantalón y cuando estaba a punto de salir, la puerta del cubil se cerró de golpe. Alguien la había atrancado desde afuera. Balbi intentó abrirla. No pudo.
— ¿Ey, qué pasa?... —exclamó—.¿Euge, sos vos? Abrí y dejate de joder, dale.
No hubo respuesta. La puerta siguió atrancada. Balbi tiró hacia él con fuerza apretando el picaporte. No hubo caso. En ese momento, la luz se cortó y todo quedó a oscuras.
— ¡Abran la puerta! —gritó poniéndose nervioso—. ¡Prendan la luz!
Nadie respondió.
El baño se convirtió una verdadera tumba egipcia sin explorar.
— ¿Quién anda ahí? ¡Responda! —volvió a gritar, tratando de controlar el temor que empezaba a ganarle la boca del estómago y el pecho.
La puerta seguía trabada. No podía salir de allí. Decidió controlar la respiración, callarse y escuchar. Ya no era conveniente salir, pensó; y apoyó todo el peso de su cuerpo para impedir que entraran. Su estrategia había cambiado en una décima de segundo.
Agudizó los oídos. Ahora se conformaba con oír algo.
Entonces, sintió cómo alguien apoyó su cara contra la puerta, del otro lado, y murmuró:
—Regrese a su casa si aprecia la vida. No se comprometa más con asuntos que no le incumben. Deje las cosas como están y olvídese del Eden.
— ¡Maldito hijo de puta! ¡Abra ya la puerta! —explotó lleno de furia, cambiando de nuevo su estrategia de acción. Ahora quería golpear al bastardo. Pero antes de que moviera un músculo, la luz regresó.
Salió hecho una furia, dispuesto a trompearse con quien fuera. No era un hombre de “armas tomar” aunque en ese instante quería romperle el cuello al cerdo que lo había encerrado y amenazado.
Pero el baño estaba vacío.
Respiró con dificultad. El corazón le latía como queriendo saltar del pecho. Revisó los dos cubiles restantes. No había nadie. Seguía estando solo en el baño.
Subió los escalones de dos en dos y entré al bar.
Ross estaba junto con Andrea en la mesa.
— ¿Fuiste vos? —ladró Balbi, casi desde el mostrador, señalándolo a Eugenio.
Andrea lo miró extrañada. Estaba pálido.
La sonrisa que Ross tenía se desdibujó.
— ¿Qué decís?
— ¿Si fuiste vos el que estaba recién en el baño? —repitió Balbi, ya parado junto a la mesa.
—No sé de qué mierda hablás y no me gusta nada tu tono. ¿Qué te pasa?
Los ojos de Eugenio le resultaron sinceros. Decía la verdad. Además, sus bromas no solían tener el grado de morosidad que había experimentado en el subsuelo.
La camarera se acercó al grupo.
Balbi giró hacia el baño señalando la escalera.
—Si no fuiste vos, ¿quién mierda me trabó la puerta allá abajo? —gritó.
—No fue él, amor —contestó Andrea—. Acaba de llegar.
— ¿Quién subió por la escalera? ¡Lo tienen que haber visto! ¡No hay nadie en el bar a excepción de nosotros!
—No presté atención —dijo Andrea.
—Debe estar confundido, señor —intervino la camarera—. No subió nadie por ahí, a no ser usted.
— ¡Había un tipo allá abajo!¡Apagó la luz y me amenazo! —chilló Balbi.
— ¿Qué?...
—Sí, Eugenio. Lo que oís. ¡Un tipo me amenazó en el baño! ¿En qué idioma quieren que lo repita?
El dueño del bar se acercó a su lado.
—Acabo de escuchar todo, señor, y le aseguro que nadie subió desde el baño. Yo estaba en la caja, junto con la chica, y no vimos a nadie.
— ¿El subsuelo tiene alguna salida individual? ¿Se puede entrar y salir por alguna otra parte?
—No, señor, ninguna.
Andrea le pasó un brazo por los hombros.
—Tranquilizate, por favor. Vení, sentate a la mesa.
— ¿Quiere que le traiga un vaso de agua? —preguntó, gentil, la camarera.
—Por favor —agradeció Andrea.
—Si necesita que llame a la policía o un médico, dígamelo —anunció el dueño.
—No va a hacer falta por ahora —dijo Ross—. Gracias. Cualquier cosa le avisamos.
El propietario regresó a la caja. Se lo veía afligido. Nunca había sucedido algo así en el bar.
Balbi se fue sosegando. Su respiración se normalizó de a poco. Tomó de un trago el vaso con agua y escondió la cara entre las palmas de sus manos. Le dolían los hombros. Estaba muy tensionado.
—Algo raro está pasando —dijo por lo bajo—. Y loco no estoy.



CAPÍTULO 8

Le habían comentado que la paranoia y los ataques de pánico solían aparecer de la noche a la mañana, y que una vida hasta entonces normal, podía convertirse en un verdadero infierno. Desconocía si eso era cierto, pero el solo hecho de pensar en dicha posibilidad lo ponía más nervioso y temeroso que nunca.
¿Estaría volviéndose loco? ¿Qué extraña mutación se había producido dentro de su cabeza para que empezara a experimentar sucesos tan raros, en tan poco tiempo? La advertencia de Hernán Guaschino golpeó sus recuerdos como su fuera un rompehielos partiendo el casquete polar. Su viejo profesor tenía razón: era peligroso meterse en cuestiones que —como había repetido el tipo del baño— no eran de su incumbencia. Pero estaban en democracia y después de tantas dictaduras y estado de sitio no se iba a acobardar. Tenía derechos y los quería ejercer. Iba a estudiar el tema que se le antojara. No debía hacer caso a las amenazas. Vivía en un país libre y esa ciudad —La Falda— no era propiedad de nadie en particular. Era de todos, incluso de él que era porteño. El feudalismo ya había desparecido hacia fines de la Edad Media. Los señores todopoderosos de antaño eran historia. Nadie podía impedirle que investigara algo. Por otra parte, cuanto más trabas le ponían a la rueda, más ímpetu iba a orientar en el proceso de investigación. Correría el riesgo. Pero… ¿hasta qué límites? ¿Estaba dispuesto a perder su razón en el proceso? ¿Valía la pena? ¿No era, en definitiva, una cuestión de amor propio? ¿Una actitud casi adolescente? ¿O debía definirla de otra manera? ¿Idealismo, quizás?...
 ¡Mierda! Tenía miedo. No podía negarlo. Estaba nervioso. Había sentido verdadero pánico en el subsuelo del bar. También en la cantera. ¿Quiénes se proponían alterar su estado emocional? ¿Los “dueños del pueblo”? ¿Neonazis? ¿Era eso posible? Parecía cosa de película. No podía ser cierto. Él, que siempre se deleitaba con las aventuras televisadas, estaba soportando una en carne propia y tenía que admitir que no disfrutaba nada de todo ese proceso.
Las aventuras no estaban hechas para Jorge Balbi. Se corrían muchos riesgos y desde chico los detestaba. Prefería siempre jugar a lo seguro, aunque de tanto en tanto, para romper con la rutina decidía poner en funcionamiento el motorcito fuera de borda que lo estimulaba intelectualmente. Claro que ese motor no significaba correr riesgos físicos de ningún tipo.
Le agradaba buscar nuevos temas, nuevas preguntas, nuevos senderos por los que moverse mentalmente. Eso sí era seguro.
¿Qué peligros podían acosarlo sentado cómodamente en un escritorio, leyendo documentos y tratando de tirar abajo alguna idea preestablecida de su profesión? Ninguno. A lo sumo la dura crítica de algún colega celoso, pero el peligro físico quedaba a un lado. Claro que esa mañana sus inquietudes intelectuales empezaron a derivar en amenazas concretas a su seguridad. El corte de luz, la encerrona en el cubículo del baño y esas palabras susurrantes saltaban de las páginas de los libros y se metía en la vida real. En su vida real. Y le molestaba vivir con temor. Tampoco quería someterse a las decisiones de otros y transformarse en un cobarde. Pero, ¿por qué le molestaba tanto ser calificado de cobarde? A Andrea de seguro lo le interesaría, a Ross tampoco. ¿Por qué a él sí, cuando ni siquiera tenía hijos ante los cuales simular una valentía inexistente?
Su cabeza le daba vueltas. No quería agrandar más las cosas. Su mujer estaba preocupada y Eugenio lo miraba extraño. El episodio del bar —debía reconocerlo— había sido de los más extraño. De seguro ya pensaban que sufría un desequilibrio psíquico de algún tipo. Pero Balbi se sentía bien. Sólo era un poco de temor mezclado con sorpresa e impotencia. Iba a superar la situación y sólo cuando la seguridad de sus seres queridos se viera involucrada daría un paso atrás. ¿Era esa un actitud egoísta? Probablemente. De todos modos, lo charlaría con Andrea esa misma tarde.
De pronto, le vino a la cabeza esa extraña mesa servida en plena noche.
¿Qué podía significar? ¿Un ritual umbanda? ¿Era acaso una manera de expresar un maleficio vudú, o algo por el estilo? Parecía irracionalmente idiota conjeturar de esa forma. Así todo, había que reconocer que no era normal toparse con una mesa de esas características en medio de la sierra.
¿Y ese tipo asomándose desde las sombras? ¿Quién era? ¿Qué quería? ¿Cómo había desaparecido tan rápido? ¿Pretendía hacerle daño? No. Si lo hubiera deseado podría haberlo hecho sin inconvenientes. Bastaba con apretar un gatillo y ¡chau!. Un crimen casi perfecto. Su cuerpo sería encontrado muchos días más tarde y el asesino ya estaría muy lejos del lugar… o protegido por las autoridades nazis del pueblo…
Deliraba. ¡Pero si estaba sugiriendo la existencia de un complot!
¡Maldita sea!
¡Tejía redes de conspiraciones que desconocía si existían!
Lo más probable era que fueran falsas (como todas las conspiraciones).
No era posible que estuviera pensando tantas tonterías al mismo tiempo.
Tenía que parar.
Frenar.
Bajar un cambio y recapacitar sesudamente.
Él era un intelectual. No podía dejarse arrastrar por el miedo. Lo paralizaba. Creaba monstruos. Se convertía en su principal enemigo. Tenía que vencerlo de alguna forma. ¿Cómo? Enfrentándolo. Un cara a cara sin ambigüedades.
Si eran nazis, ¡a la mierda con ellos! Si eran vecinos celosos por sus secretos del pasado, ¡a la mierda con ellos también! Acudiría a la policía, al fiscal, al Presidente de la Nación si era necesario, pero no le iban a torcer el brazo. Tenía herramientas para triunfar y las iba a utilizar.  No lo amedrentarían. ¿Querían un héroe? Iban a tener un héroe. ¡Malditos cerdos fascistas! ¡Iban a pagar sus amenazas con creces! Y si era posible, atacaría antes que lo atacaran. ¿Cómo?... No lo imaginaba siquiera.
Estaba delirando otra vez… ¡Basta!...¡Basta de pensar! se dijo a sí mismo y regresó al mundo concreto. Un mundo que lo había transportado en auto hasta el living de la casa de Ariel Menzoni.
Una casa linda, por cierto.
Eran las tres y media de la tarde.

—En principio quiero hacer una aclaración —dijo Menzoni, de pie frente al juego de sillones que retenían a sus invitados, cómodamente apoltronados entre almohadones—. No soy una persona creyente y menos que menos en cosas raras. Siempre fui ajeno a la tendencia misteriosa tan de moda en nuestros días y me opuse (y me opongo) a todos los locos que intentan convertir la zona del Cerro Uritorco en un centro de avistamientos de ovnis. Lo digo para que no piensen que estoy influido por el esoterismo barato que pulula por todos lados; y que muchos pretenden explotar para el turismo local. Siempre he sido un tipo que va a lo concreto y no me dejo llevar por nada que no tenga evidencias ciertas. Ustedes no me conocen bien todavía, pero les aseguro que así soy: un materialista hecho y derecho. Por eso, lo que tengo que contarles me tiene consternado.
— ¿Qué pasó? —preguntó intrigado Jorge Balbi.
—No me animo todavía a explicarlo con palabras. Por eso los llamé. Quiero que ustedes mismos lo vean con sus propios ojos y me digan si estoy o no equivocado. —Caminó hacia una repisa, a su izquierda, y agarró una bolsa de papel muy colorinche. Era claramente el sobre de una casa de fotografías—. Hoy a la mañana temprano, gente conocida de Huerta Grande (el pueblo que está a pocos kilómetros de acá) vino a verme y me trajo esto. Es la foto que un muchacho sacó en el Eden hace unos días. Mírenla —dijo, y sacándola del sobre se la extendió a los tres.
Era una toma bastante mal encuadrada sacada en el antiguo bar del hotel, explicó Menzoni. Se podía ver parte de un mostrador de madera —muy deteriorado— y montículos de escombros distribuidos en el piso. En el ángulo inferior derecho había dos jóvenes de espaldas, un chico y una chica, y por detrás de ellos, casi en el centro de la toma, teniendo como telón de fondo la pared descascarada de la habitación, un hombre parado, en mangas de camisa, peinado con gomina hacia atrás y un pantalón negro de vestir perfectamente planchado.
— ¿Qué ven de raro? —preguntó Menzoni al cabo de un minuto.
— ¿Hay algo raro? —repreguntó Andrea—. Yo no veo nada.
— ¿Ustedes?
Balbi la observó más en detalle y cuando estaba a punto de responder, Eugenio Ross le ganó de mano.
—La foto es casera —dijo—. La tomaron con un flash no profesional, por eso está algo “quemada” y los colores han perdido nitidez. El encuadre, como dijiste, es pésimo. Parece como si se hubiera disparado por error. Debe haber sido una máquina muy elemental. Una Kodak Fiesta, probablemente. Y no cabe duda de que el fotógrafo no se dedica a esto, ni es su tiempo libre. No veo nada extraño. Es sólo una mala toma, de las muchas que la gente acumula en sus casas.
—Como crítica técnica, está muy bien —dijo Menzoni—. Pero no me refería a eso cuando les pregunté si veían algo raro.
— ¿Y a qué te referías? —inquirió Ross.
— ¿Cuántas personas ves en la foto?
—Tres, claramente. ¿Por qué?
Menzoni hizo un breve silencio. Sentía como si estuviera a punto de lanzarse por un acantilado. Por ultimo agregó:
— ¿Por qué?...Porque sólo eran tres los que entraron al hotel esa noche. El que sacó la foto (que obviamente está detrás de la máquina) y los dos hermanos Wenner, que aparecen ahí retratados. Ese tipo que está en el centro no iba con ellos. Tampoco estaba cuando sacaron la fotografía. No había nadie a excepción de los muchachos.
— ¿Y cómo es que aparece acá? —preguntó Andrea.
—No lo sé.
— ¿Puede que sea el fotógrafo reflejado en un espejo o en alguna clase de mosaico?
—No. ¿Ves alguna máquina de fotos en la mano del sujeto o la luz de un flash reflejándose?
— ¿Qué estás sugiriendo? ¿Que ese hombre apareció de la nada? —inquirió Ross sonriendo con nerviosismo.
—Yo no sugiero nada. Sólo les comento lo que estos chicos me contaron: que estaban solos y que a ese sujeto no lo vieron cuando exploraron el hotel.
Balbi agarró la foto entre sus dedos.
—La imagen es muy nítida —dijo—. Se notan perfectamente sus rasgos. No parece la foto de un fantasma.
— ¿Viste alguna vez una? —preguntó el cordobés.
—No, pero imagino que un fantasmas debería tener, no sé, rasgos menos nítidos….
— ¡Una sábana y cadenas! —rió  Eugenio.
—Tal vez en las películas de terror —dijo Menzoni sin festejar la broma—, pero en este caso parece que no necesitó ninguna de las dos cosas.
— ¿Estás confirmando que es un fantasma? —escudriñó Andrea.
—Aún no sé cómo definir a esa cosa. Lo único que sé es que los chicos no mienten. Estaban muy asustados. Además me dijeron que esa noche, uno de ellos, vio un hombre deambulando por los pasillos oscuros del Eden.
— ¿El mismo tipo de la foto? —intervino Balbi.
—No, otro. Uno que estaba…disfrazado.
— ¡Bueno, ya nos estamos orientando a cualquier parte! —exclamó Ross incrédulo.
—No lo creo así, Eugenio —rebatió Menzoni.
—Ariel, por favor, esos chicos te han hecho una broma. El hombre de la foto debe haber sido un colaborador, amigo o conocido de ellos que se prendió en el asunto. Y el tipo disfrazado… me parece demasiado. ¿No lo crees?
—No —respondió parco—. No me parece, porque después de ver bien el rostro del personaje, creí reconocerlo de  alguna parte. Y no me equivoqué. Lo conocía…
— ¿Un sereno del Eden?... ¿Un vecino de la zona, quizás?
—Si así fuera no estaría mostrándole esta foto y haciendo el ridículo con historias extrañas.
— ¿Y quién es él, entonces? —apuró Balbi.
Menzoni volvió hasta la repisa y tomó una segunda fotografía bastante grande, captada en blanco y negro. La expuso delante de su pecho para que todos la vieran con claridad. En ella había un grupo de personas —más de una docena— ordenas perfectamente de mayor a menor sobre una escalinata de mármol. Todas parecían vestir de etiqueta. Pero a poco de mirarlas bien se advertía que no eran fracs sino uniformes. Uniformes de camareros. Sonreían. Se los veía a todos muy felices.
—Esta foto —dijo Menzoni— fue tomada en la primavera de 1925, en la entrada principal del Eden y estos son los empleados que trabajaban en el hotel por aquel entonces. Si se fijan bien (y acercan la vista) podrán observan a este sujeto —dijo señalando al último de la fila superior—  y comprobarán que es la misma persona que aparece en la foto tomada por los chicos hace sólo unos días.
— ¡Es imposible! —ladró Ross y se hizo de ambas fotos. Las colocó una al lado de la otra y… empalideció—. No puedo creerlo… —dijo con la voz entrecortada—. No es posible. Si este tipo aún vive, se mantuvo idéntico a como era hace sesenta años. ¡No envejeció nada! Tiene que haber alguna explicación lógica.
— ¿Querés ver los negativos? Los tengo acá mismo —y los sacó de su bolsillo—. Revisalos. Vos sos el profesional en la materia, ¿no?
Le temblaban las manos. Agarró el rollo —que venía acompañado de una veintena más de fotos que nada tenían que ver con el Eden— y lo estiró contra la ventana. Buscó la toma en cuestión y la observó detenidamente.
Balbi no podía dejar de quitar su atención del rostro del camarero.
—No entiendo —dijo Ross—. La verdad que es desconcertante. El negativo no tiene fallas, ni hay superposición de imágenes. Tampoco lo han modificado intencionalmente.
— ¿Entonces? —dijo Menzoni esperando una retractación pública.
—A primera vista no es un truco. El individuo que aparece en la foto estaba ahí cuando ésta se tomó.
Andrea empezó a transpirar. Sus manos se le humedecieron. Sintió un leve mareo y apoyándose en le respaldo de uno de los sillones de la sala, preguntó:
— ¿Qué es lo que está pasando aquí?
—Ya te lo dije antes —respondió su marido—. Cosas muy, pero muy raras.

— ¿Quién es el hombre de las fotos? —indagó Ross
Todos lo miraron a Menzoni. Tenían la esperanza que él los volviera a sorprender con algún dato no revelado, pero la desilusión no se hizo esperar.
—No tengo la menor idea —respondió, arremangándose el pulóver y frunciendo sus gruesas y pobladas cejas. Balbi lo imaginó por un segundo sentado ante una fogata, dentro de una caverna paleolítica. Cada vez que lo observaba no podía dejar de pensar en que Menzoni tenía genes neandertales. 
—Entonces, ¿no hay forma de identificarlo? —intervino Andrea.
El cordobés negó con un suave movimiento de cabeza.
—Tiene que haber algún registro del personal empleado en el hotel —dijo Balbi—. O en su defecto, gente que haya trabajado en él y esté todavía con vida.
Menzoni se rascó la palma de su mano.
—Los que sobreviven —dijo— son personas que trabajaron en los últimos años, antes de que cerrara como hotel, especialmente a finales de los años ’50 y principios de los ’60. Son muy pocos y casi ninguno tiene domicilio en La Falda. Cuando el Eden empezó a andar mal, muchos se mudaron y buscaron mejor suerte en otros lugares. Algunos se instalaron en las costas de la laguna de Mar Chiquita, al este de la provincia, y otros en Carlos Paz. Hubo incluso personas que se fueron a Villa General Belgrano.
— ¿Y la Comisión Histórica? —insistió Balbi—. ¿No tiene nada?
—Con la Comisión no se puede contar, eso ya se los dije. Von Berger no me permitiría siquiera pasar por la vereda.
—Pero, ¿tiene o no tiene algo?
—No lo sé —titubeó—. No creo… Mientras fui parte de ella no había nada y dudo que hayan avanzado más en el tema. No son muy afectos a indagar sobre la historia del Eden Hotel.
Ross se cruzó de piernas.
—Tengo una duda muy sencilla —expresó—. ¿Es fácil entrar?
Menzoni lo miró sorprendido.
— ¿Al edificio de la Comisión? ¿Estás loco? ¡Imposible! ¡Sacate eso de la cabeza o vamos a terminar todos en cana! ¡Es una locura!
—No me respondiste la pregunta —reclamó Ross.
— ¡No se puede! ¡Es dificilísimo! —Menzoni se había puesto nervioso—. ¡Ni siquiera lo pienses! Entrar ahí sería como cavarnos solitos la fosa.
—De todos modos, insisto —acotó Balbi—: debe quedar alguien que pueda identificarlo. ¿No tenés ningún listado de los ex-empleados sobrevivientes?
—No…, pero….
Los ojitos de Menzoni subieron, bajaron y volvieron a subir dentro sus órbitas. Se tocó los labios. Los apretó. Estaba buscando en su cabeza.
—“Pero”, ¿qué? —lo apuró Balbi.
—Conozco a un muchacho  que trabaja en Vialidad Nacional, que está emparentado con una señora que solía cumplir funciones, hace mucho, en el Eden. Creo que era lavandera o algo así…
— ¿Podemos ubicarla? —preguntó Ross.
—Supongo que sí. Tengo el teléfono del chico en la mesa de luz. Está en mi pieza. Si me esperan…
Y sin decir más, salió rápido del living.
Balbi volvió a las fotos. Comparó los rostros una vez más. Eran idénticos y eso lo intrigaba. La posibilidad de que el personaje de la última fotografía fuera un fantasma socavaba su sentido más básico de realidad. ¿Era posible regresar de la muerte o la responsabilidad la tenían los edificios viejos que, como grabadoras gigantescas, podían registrar escenas del pasado y reproducirlas en momentos especiales? Como decía Eugenio Ross, tenía que haber una explicación racional. Los fantasmas no existían, como no existían los lobisones, ni los extraterrestres de color verde oliva. Hernán Guaschino, su más confiable maestro, los calificaba como patrimonios intangibles del imaginario social. Eso sí sonaba lógico, acorde a su formación intelectual y coincidente con su cosmovisión universitaria y algo materialista. “Voy a tener que llamarlo urgente”, pensó. Si Guaschino se había metido en el mundillo de la creencia en espíritus inquietos, con toda seguridad sabría guiarlo desde la teoría y tirarle un cable a tierra para volver a mirar la realidad con los ojos de un adulto descreído.
Fantasmas…
Parecía mentira. No podía terminar de aceptar lo que sospechaba mirando el rostro capturado por la fotografía. Él, que durante toda su vida había criticado con dureza extrema las tendencias esotéricas en boga, podía llegar a quedar escrachado en los anales del ridículo como el primer historiador en toparse con “visitantes del Más Allá.” No quería pensar en el escándalo que se armaría. Además, con más de cuarenta años sobre sus espaldas, y cuando creía tener todo claro —al punto de convertirse en un remachado cínico— debía replantearse toda la vida desde una perspectiva diferente; incluso considerar que se había equivocado en todo o casi todo. Si esa foto era real —y el supuesto fantasma no terminaba siendo un truco o un error— de nada le había servido su título universitario o la experiencia acumulada como catedrático. Toda su formación intelectual se iría por el caño. Hasta podría llegar a pensar que le había jugado en su contra y que el arrogante escepticismo en el que se había criado era el responsable de sus dudas presentes. Dudas desequilibrantes, aterradoras, que podían llevarlo a experimentar un universo caótico, casi de pesadillas. Si esa imagen correspondía a un fantasma, a partir de ese momento el más mínimo movimiento podía llegar a convertirse en una fuente de horror paralizante. Balbi empezaba a sentir que estaba ante el umbral de un mundo imposible de explicar con los parámetros que conocía.
Diez minutos después, Ariel Menzoni regresó con un papel arrugado en la mano.
—Ya conseguí su nombre y dirección —dijo agitado—. Hablé por teléfono con ese conocido mío y me los dio. La señora se llama Ventura Sánchez y, sí, fue lavandera del Eden Hotel cuando era muy jovencita. Ahora está jubilada y vive en Carlos Paz.
—Parece que encontramos la punta del ovillo, ¿no? —dijo Ross.
— ¿A cuántas horas es que estamos de Villa Carlos Paz? —preguntó Andrea.
—Una hora, más o menos —respondió Menzoni.
—Hoy ya es tarde —decretó Balbi—, pero mañana mismo hay que ir a ver a esa mujer. Ariel —dijo señalándolo— arreglá una entrevista para mañana. Vamos en mi auto, ¿qué les parece?
Todos estuvieron de acuerdo.
Después de unos mates, Andrea, Balbi y Ross, regresaron a sus respectivos hoteles. Había sido una tarde extrañamente productiva.

—Hola, ¿Hernán?... Jorge Balbi.
Recostado en la cama del Tomaso di Savoia, con el tubo del teléfono apoyado en el hombro y una gaseosa sobre la mesita de luz, Balbi estaba dispuesto a gastar lo que fuera en esa llamada  telefónica.
— ¡Eh, qué sorpresa!...—respondió Guaschino desde su estudio en Luján—. ¿Cómo estás? ¿Viajaste al final?
—Sí. Te llamo justamente desde Córdoba. Estoy en La Falda.
— ¡Qué bueno, che!... Me alegro mucho. ¿Y? ¿Qué tal todo? ¿Lindo, no?
—Muy bonito, sí. Las sierras son hermosas…
—… y relajantes —interrumpió.
—Bueno, no sé si tanto. Eso de “relajantes” corre por tu cuenta —rió.
— ¿Por?... ¿Te pasó algo?
— ¿Tenés tiempo para oírme? Andrea fue hasta el centro a comprar algunas cosas…
—Sí, sí, claro. Te escucho.
Balbi relató brevemente los acontecimientos de las últimas horas, si omitir los sucesos referidos al paseo matutino por el cerro El Cuadrado, la aparición de esa extraña mesa y el tipo que parecía vigilarlo desde las sombras. Hizo una síntesis escueta del trabajo llevado a cabo por Menzoni en el pueblo, las amenazas y la apretada que  él había sufrido en el sótano del bar.
—Te lo dije —sentenció Guaschino—. Te advertí sobre la sensibilidad lugareña.
—Lo recordé en todo momento —reconoció Balbi—. Pero no es ése el motivo de mi llamada.
— ¿Qué necesitás?
—Como siempre: información.
— ¡Ja!... ¡Esos nazis sí que te tienen obsesionado!
—No, no son nazis. Quisiera saber más sobre el tema en el que estás trabajando ahora.
— ¿Lo del imaginario?
—Sí.
— ¿Y qué querés saber? ¿Ahora te interesan las historias de fantasmas?
—Tal vez… —murmuró Balbi.
—Muy bien, pero, ¿por qué este repentino interés?
Balbi hizo un silencio más largo de lo normal. Luego respondió:
— ¿Qué me dirías si te digo que tengo en mi poder una foto?
— ¿Foto de qué?
—La foto, aparentemente no trucada, de un fantasma.
— ¿Qué me decís?...
—Lo que oíste —aseveró—. La foto de lo que parece ser un fantasma.
—Me estás jodiendo…
—Te juro que no —dijo, y pasó a relatarle todo el entuerto de las fotos.
Cuando hubo terminado Guaschino sentenció:
—Debe haber una sobreimpresión de imágenes.
—Eugenio las revisó y dice que no hay truco, ni error. Vio los negativos originales.
Ahora fue Guaschino el que se quedó en silencio unos segundos.
—Es una broma, ¿no?... Me estás jodiendo… ¿verdad?
—Es difícil de creer, pero te aseguro que no es broma, ni nada. Yo mismo no sé qué pensar
—Mirá… no sé… tendría que ver las fotos…
—Te las puedo mandar mañana por fax. Tiene que haber una oficina de ENTEL por acá cerca. Incluso creo que el hotel tiene uno.
—Dale. Envíamelas.
—Ojalá que encuentres un motivo para convencerme de que nada de esto es cierto.
—Jorge —respondió Guaschino más que sorprendido por el tono de la charla—, históricamente todas las fotos de fantasmas han sido un chasco. Simples fraudes, muy de moda a fines del siglo XIX y principios del XX. Fue cuando la fotografía se popularizó y los espiritistas aprovecharon la técnica en su favor, engañando a centenares de clientes deseosos de contactar y ver a sus seres queridos. ¿Sabés quién fue el que los combatió y desenmascaró?
—No. ¿Quién?
—Harry Houdini, el ilusionista, el famosos mago. Él había sido un creyente en todas esas cosas del más allá, pero cuando murió su madre y una espiritista lo estafó, juró combatir esas prácticas toda su vida. Las denunció como inmorales porque lucraban con los desesperados.
—Te aseguro que si Houdini viviera y pudiera ver las fotos que yo tengo se sorprendería… ¡Hernán, vos sabés mejor que nadie que yo jamás creí en todas estas cosas! Además… ¡yo no estoy desesperado por nada!
Guaschino lo sintió sincero. Creía lo que decía.
—Sí, lo sé —respondió—. Pero…, ¿cómo querés que te ayude? La verdad que me deja desconcertado tu propio desconcierto.
—Dame información sobre el tema. Contame qué dicen las tradiciones sobre los fantasmas… Jamás leí nada al respecto.
—Lo que yo puedo decirte parte del supuesto previo de que no existen.
—Está bien.
—Y mi ángulo de observación es más histórico que otra cosa.
—Eso también lo sé —repitió impaciente.
—No quiero meterme con teorías y doctrinas misteriosas para explicar el fenómeno. En mi opinión, la creencia en fantasmas y la imagen que se ha dado de ellos, en la tradición oral y escrita, está determinada históricamente. Cada época creyó en ellos de un modo diferente, lo que refleja, según creo, los cambios que han ido sufriendo los miedos, esperanzas y dudas de la humanidad. Es algo que está dentro nuestro, amigo. Esas historias de fantasmas nos hablan más de nosotros mismos que de ellos. Son nuestros propios reflejos…
—Si es como vos decís, el que aparece en la foto se reflejó perfectamente bien.
—Tiene que haber una explicación lógica.
— ¡Te llamo porque, justamente, no la encuentro!
—Debe ser un error…
—Me parece que hasta que no las veas no te vas a convencer.
— ¿Vos ya te convenciste?
Balbi titubeó.
—No creo que al ciento por ciento…, pero mucha gente lo está.
—“Coma mierda. Millones de moscas no pueden equivocarse.” ¿Recuerdas ese dicho? ¡Jorge, recapacitá! Es más fácil creer que pensar. Lo que vos tenés que hacer es poner en práctica la segunda opción: ¡Pensar!... ¡Pensar!... ¡Pensar! Sólo por ahí vas a encontrar la respuesta.
— ¿Y si es cierto?... —titubeó como un niño—. ¿Y si vos y yo estuvimos siempre equivocados?
—Para eso tampoco tengo respuesta. Si eventualmente llegara a convencerme de que hay vida después de la muerte… no sé…, tendría que tragarme el orgullo de ser escéptico. Pero la verdad es que dudo mucho que eso llegue a ocurrir. Jorgito —dijo con cariño—, la historia de los fenómenos parapsicológicos está poblada de engaños muy ingeniosos. Los que sacaron esa foto que me comentás… ¡son chicos! ¡Adolescentes! ¿Acaso te olvidaste cuando lo eras? Son mentes llenas de imaginación y temores. Adolecen de muchas cosas. De ahí viene adolescente, “profesor.” ¿Lo recuerdas? Y de una de las cosas de las que más adolecen es de criterio… ¿Qué hubieras buscado vos a los 15 años, en un hotel abandonado, en plena noche y sumergido en un ambiente más que macabro?... ¿Te lo digo?... ¡Fantasmas! Eso hubieras buscado. Jorge, esos chicos estaban sugestionados. Querían creer y hallaron el modo de engatusarlos a todos ustedes. Verás que cuando la foto sea analizada en un laboratorio se demostrará que es un error o un fraude. ¿Sabías que hay gente que afirman haber fotografiado a la Virgen María?... ¡Paparruchadas! ¡Meras manchas de humedad en una pared! Querían ver eso y terminaron viéndolo.
—Yo no quería ver nada…
—Amigo, este tema viene interesando a la humanidad desde los días de Plinio el Joven, a fines del siglo I d.C., y nunca, nunca, ¡nunca!, se encontraron pruebas concluyentes. Legiones de personajes a lo largo del tiempo intentaron conseguir elementos que certificaran que los espectros nos venían a visitar por las noches. ¿Sabés que consiguieron? ¡Nada! Siempre terminaron reconociendo un error o el deseo de lucrar con un tema que a la mayoría le interesa. No quiero prejuzgar antes de ver tus fotos, pero insisto que están viendo lo que quieren ver. —Guaschino no sentía ni la respiración de su amigo a través del tubo—. ¿Estás ahí? —preguntó.
—Sí…
— ¿Y?... ¿Qué me decís?
—Que no me informaste nada sobre la tradición de los fantasmas…
—Pero, ¿qué querés que te diga? ¿Por qué regresan al mundo de los vivos? ¿Qué aspecto tiene? ¿Esas cosas?...
— ¡Sí, eso quiero!
—Ey… ¿Te estás ofuscando, o me pareció mal?
Balbi suspiró.
—Disculpame —dijo—. Todo esto me tiene muy nervioso.
—Estás disculpado, “camarada.”
— ¡Ja!... ¡Lo que menos tengo ahora es algo de un “camarada” materialista!
—Ya te recuperarás.
—Bueno, ¿y?... ¿Para qué vienen, según dice la gente?
—Todo es resultado del temor que produce la muerte. Es la culpa, el miedo y las ganas de creer en algo trascendente lo que hace que imaginemos fantasmas. Nadie soporta la completa desaparición del yo. Si tomás y analisás los miles de relatos que hay sobre el tema, verás que los espíritus  regresan por varios motivos, todos ellos bien terrenales. El primero, para despedirse. A eso se lo llama Visiones al Momento de la Muerte. Esas historias abundan en épocas de guerras, cuando la angustia de los que esperan a los que están en el frente luchando, les hace ver cosas que los conectan con sus seres queridos. Hay ejemplos de madres que ven, de pronto, a su hijo parado en la puerta de la casa, en silencio, para después desaparecer. “Vino a despedirse de mí”, dicen las pobres cuando se enteran, tiempo después, de que murieron en batalla.
“El segundo motivo es la venganza —continuó—. Este tipo de causa es muy común en las tradiciones orientales, especialmente en China, donde los fantasmas adquieren una materialización que no tiene en las leyendas europeas. El muerto regresa para denunciar algo o a alguien. Supongo que habrás leído novelas de terror de ese tipo. La muchachita asesinada se aparece ante su amado y le dice con voz de ultratumba (nunca supe cómo suena ese tipo de voz): “¡Fulanitooo me matooó! Buscá las pruebas de mi crimen en tal lugar.” Típico…
“El tercer motivo es un tanto más escabroso. Son los regresos relacionados con la necromancia (arte de resucitar a los muertos) y el satanismo. El fantasma viene del más allá obligado por el demonio o por orden de algún brujo. En estos casos son presencias maléficas que vienen a perturbar las almas de los buenos cristianos. Estas historias fueron muy comunes en el siglo XVII, cuando la crisis asolaba a Europa y la Iglesia tenía que generar miedo para ganar adeptos.
“Finalmente, hay un cuarto motivo: el apego al mundo físico que experimenta el muerto. Se quedan deambulando porque no desean desprenderse de sus cosas (casas, castillos, riquezas, etc.). Son historias muy burguesas, ¿no crees?...
Balbi permaneció mudo. Mientras lo escuchaba había pergeñado algo.
—Oime —dijo—, si te pido un favor, ¿podrías cumplírmelo?
—Depende. Si me pedís plata para comprar algún elixir mágico espanta fantasmas te digo que no.
—No es eso.
— ¿Qué es?
— ¿Qué me dirías si te invito a que vengas a La Falda? Todo pago, por supuesto. Pasaje y estadía gratis. Venís acá, conocés un lugar hermoso, me mantenés cuerdo un tiempo más y, de paso, te reencontrás con Ariel Menzoni.
—La oferta es tentadora.
—Aceptala, entonces. Si tomás un micro mañana a la noche, pasado por la mañana estás acá. ¿Qué me decís?
—Siento que te estoy robando el dinero…
— ¡Para nada! No lo hago por vos, sino por mí… ¿Venís?
—Está bien. Pero antes tengo que hacerte una pregunta muy importante…
—Decímela.
— ¿Cuántas estrellas tiene el hotel en el que me vas a alojar?



CAPÍTULO 9

Entonces lo vio.
Venía caminando por el medio de la ruta. No parecía que la lluvia lo molestara en lo más mínimo. Tampoco el aire helado de la noche le hacía mella. Apenas con camisa y pantalón de tela fina, ese hombre vestido de verano, soportaba las inclemencias del invierno sin demostrar ningún inconveniente.
A medida que el auto se le acercaba, Balbi advirtió por el cristal mojado del parabrisas, que movía los hombros muy suave de un lado a otro, como si fuera un espantajo a cuerda.
“Quizás sea una ilusión producto de la mala visibilidad”, pensó. Pero cuando frenó a unos diez metros, siguió haciendo el extraño movimiento de vaivén; imperceptible, aunque notable al clavar los ojos en él.
Balbi miró las banquinas. Todo parecía indicar que se había producido un accidente y que ese hombre desorientado se había salvado de milagro. Pero no vio nada. Ningún auto, camión, colectivo o camioneta. La ruta estaba desierta y el campo colindante tan oscuro como el lomo de una orca. Tampoco había señales de que algún otro vehículo se acercara, como lo hacía el sujeto.
Balbi no podía verle  el  rostro. La lluvia formaba una verdadera cortina líquida y el reflejo de los faros rebotando en el asfalto producía una neblina que lo convertían en una mera silueta brillante que avanzaban hacia él.
Pensó en bajarse, pero desistió de la idea casi al instante.
¿Y si pretendían asaltarlo?
De golpe se volvió precavido y bajó las trabas de seguridad de las puertas. Sólo por las dudas.
Detenido en plena ruta, con la lluvia cayendo impiadosa, el frío y el viento del invierno moviéndole el chasis del Renault, sintió que estaba dentro de una burbuja de chapa y vidrio que podía ser violentada muy fácilmente. Bastarían unos palos para hacer trizas las ventanillas, pensó.
Pero el hombre no traía palos. No traía nada.
A menos de dos metros del capot, su camisa blanca era como una pantalla de cine iluminada por un proyector. Estaba empapada. Traslucía el tórax y se le adhería al cuerpo, en extremo delgado.
La parte interior del parabrisas se empañó. Se veía mucho menos que antes. Balbi se reclinó sobre el asiento del acompañante, sacó una franela de la guantera y con un solo movimiento en círculo limpió una porción importante del vidrio. Cuando miró otra vez hacia delante, el hombre de la camisa ya no estaba.
Buscó en la zona circundante. La lluvia seguía cayendo cada vez con más fuerza.
Ni un alma.
Puso la luces altas del Renault y la oscuridad que tenía al frente fue devorada en varios metros por las partículas lumínicas de los faros.
Tampoco había nadie.
¿Qué debía hacer?
¿Bajar y buscar a ese tipo, probablemente herido, o quedarse en el interior protegido de su auto?
El motor seguía en marcha.
¿Y si estaba pidiendo ayuda? En ese caso, el sonido del caño de escape y el ruido de las gotas chocando contra el chasis, le impedirían oír algo.
Tenía que bajar y mojarse. Correr el riesgo.
¿Cómo dormiría tranquilo más tarde, pensando en que podría haber salvado una vida y no había hecho nada?
Se levantó el cierre de la campera de cuero que tenía puesta y agarró la manivela para abrir la puerta.
El ruido del cristal astillándose lo tiró hacia atrás. Su corazón le dio un brinco y se pegó contra el respaldo de la butaca, como si el auto estuviera cayendo de cien metros de altura.
El parabrisas había adquirido el aspecto de una gigantesca telaraña hecha de pequeños cristales que crujían por la presión de una sombra que los empujaba desde afuera.
Balbi sintió que la sangre se le helaba en las venas. Tendido sobre el capot de su Renault, el hombre de la camisa blanca luchaba por abrir un agujero en el cristal, golpeándolo con su cabeza como si fuera una cabra enloquecida de ira.
Lo más extraño de todo era que no emitía ningún sonido, pero el cristal se seguía partiendo más y más.
Pequeñas porciones del parabrisas cayeron sobre las piernas de Balbi. El pavor ya no tenía límites. Tomó otra vez la manivela y la jaló hacía abajo.
La puerta no respondió.
¿Iba a salir a la ruta con ese loco tratando de matarlo? ¡Idiota! ¿Qué querían hacer?
Agarró la palanca de cambio, puso marcha atrás y aceleró. El auto corcoveó. Las ruedas rechinaron en el asfalto y cuando dio el primer volantazo, la fuerza de la inercia lo sacudió tomado del volante. Parecía que estaba domando un caballo cimarrón.
La sombra detrás del parabrisas se mantuvo a pesar de la maniobra y fue como si Balbi le hiciera un favor.
El cristal terminó de rajarse.
Balbi clavó su pie derecho en el freno y la cabeza del sujeto irrumpió dentro del auto, como emergen los bebés al nacer por las vaginas dilatadas de sus madres. El chirrido de las cubiertas se mezcló con el alarido de terror que se desgarró de su garganta y el coche se detuvo en medio de la ruta.
Era un rostro desfigurado, quemado por el fuego, con las mejillas negruzcas semi-carbonizadas y los párpados derretidos a causa de un calor intenso. Los pelos que le caían sobre la frente eran de un color ceniciento y también estaban chamuscados. De los dientes sólo le quedan cuatro. Renegridos y flojos. Balbi los podía apreciar al detalle. Los tenía a menos de tres centímetros de sus ojos. De esa cavidad oscura, enmarcada por labios agrietados y sanguinolentos, emergía un vaho asqueroso. Una mezcla de carbón, carne podrida y nafta, que le impregnó cada poro de la cara.
Aquel monstruo movía la cabeza como una lombriz atrapada en un anzuelo. La sacudía con desesperación, como queriendo abrir más el hueco del parabrisas para seguir avanzando. Fue entonces cuando sus cuerdas vocales lograron articular un sonido áspero, un murmullo carraspeado con dificultad, que decía:  “No… fui…yo…. No…fui…yo….”
Balbi sintió un revoltijo en el estómago. Era un flujo de bilis que le anunciaba la llegada de un vómito. Hizo su cara hacia un lado. Tosió y un hilo de baba muy espesa se coló por la comisura de su boca. En ese momento se dio cuenta que estaba llorando y gritando al mismo al tiempo. El terror más denso y penetrante que hubiera podido imaginar lo tenía enlazado como un si fuera el tentáculo helado de un calamar gigante.
Entonces unos dedos aún más fríos lo tomaron por el mentón, presionándolo con fuerza, y giraron su cara.
“¡No quiero volver a ver ese rostro! ¡No quiero volver a ver ese rostro!.” Los pensamientos de Balbi eran una catarata que inundaban su cerebro.
— ¡Nooooo!.... ¡Nooooo!.... —gritó desesperado, sin impedir que sus pupilas dilatadas enfocaran ese adefesio humano—. ¡Basta yaaa!... ¡Basta!
— ¡Jorge!
— ¡Basta, por favor! ¡Basta!... ¡Vete!
— ¡Jorge!... ¡Jorge!... ¡Jorgeeee!
— ¡Nooooo!... ¡Basta! ¡Veteeeee!
Un cachetazo muy fuerte en plena mejilla, lo sacudió como a un muñeco de trapo.
Levantó sus párpados mojados.
Ya no había auto, ni parabrisas destruido, ni rostro deforme.
Sólo era Andrea y estaba tan hermosa como siempre, sentada al borde de la cama del hotel, sacudiéndolo.





CAPÍTULO 10

Era una casa humilde, mal pintada y con manchas de humedad en las paredes. Estaba al noroeste de la ciudad y representaba el ejemplo más acabado de vivienda obrera. Su decoración sencilla hubiera pasado como “minimalista” para cualquier arquitecto snob del mundillo universitario, pero en realidad ninguno de sus ocupantes permanentes había pensado en ello al momento de decorar sus ambientes. Las repisas de madera de pino, las pocas estatuillas de yeso y los cuadros (sin vidrio) que tapaban rajaduras y manchones, no constituían elementos de “estilo”, sino un improvisado intento por maquillar la decadencia.
Cruzaron la sala principal haciendo el menor ruido posible. El eco de sus pasos sobre las baldosas desgastadas le recordó a Balbi los paseos de fin de semana por los museos de Buenos Aires. En esos lugares —como en la iglesias— el silencio llamaba al silencio y la vocación bulliciosa de las mayorías se diluía en el intento por mantener inalterado el sonido ambiente.
—A la abuela no le gustan los ruidos fuertes —dijo Inés Zapata al recibirlos—. No viene nadie a verla desde hace mucho tiempo y perdió la costumbre, ¿vio? Todas sus amigas han muerto y las visitas la ponen nerviosa. Le sube la presión. Es que ya perdió la paciencia… ustedes saben cómo son los viejos —comentó sonriendo con resignación, mientras los conducía a la cocina, ubicada al otro lado de la sala principal.
“Como son los viejos”… ¿Qué había querido decir con eso?, pensó Balbi. ¡Si conocieran a su propia madre! A los setenta y nueve años seguía siendo la encarnación misma de la sociabilidad. Simpática, inteligente, desenfadada; siempre con ganas de salir y divertirse. Era el modelo que Balbi quería imitar en su vejez. Pero, claro,… no todos envejecían de la misma manera.
Ventura Sánchez los recibió sentada en una silla con almohadones muy mullidos. Apoyaba sus codos sobre una mesa larga en el centro de la cocina, mientras pelaba chauchas. Apenas giró su cabeza cuando Inés entró en la estancia.
—Nana —le dijo la nieta—, acá están las personas de las que le hablé ayer. Quieren charlar un ratito con usted.
La anciana los observó con desinterés.
Era una mujer de rasgos gruesos, poco femeninos y agrietados por los años. Su tez “café con leche” contrastaba con la cabellera intensamente blanca que le caía hasta la cadera. Era aquel un cabello sedoso y brillante que no había sufrido los baños de tintura a los que se sometían las mujeres jóvenes. Sus manos, manipulando verdura, eran como pergaminos antiguos en movimiento, que cargaban ochenta y seis inviernos sobre sus articulaciones. Más allá de esa primera impresión, parecía una mujer lúcida.
Sólo lo parecía…
Menzoni le lanzó a Balbi una mirada disimulada como diciendo “con esta vieja estamos fritos” e inmediatamente, al verse observado por la octogenaria, exhibió su sonrisa más seductora y avanzó hacia ella con la mano tendida.
—Doña Ventura, mucho gusto en conocerla —dijo con dulzura. La vieja no le correspondió el saludo.
—Nana, este es el señor Ariel —intervino la nieta—. ¿Se acuerda que ayer le dije que vendría?
La vieja la miró y, sin ambigüedades, respondió con un “No” cortante. Después, volvió a sus chauchas a medio pelar.
Menzoni se agachó hasta quedar a su altura.
—Déjeme a mí —solicitó por lo bajo y sin esperar que la nieta respondiera, volvió a impostar la voz. Parecía una mediador diplomático—. ¿Cómo le va, doña Ventura? ¿Está por cocinar algo rico?
Balbi detestaba cuando la gente infantilizaba a los gerontes. Pero la táctica de Menzoni resultó.
—Una ensaladita de chaucha y huevo es lo que preparo—respondió la vieja.
— ¡Qué rico! ¿Me invita a comer con usted? —repreguntó simpático, mostrándole sus dientes blancos.
 La mujer lo volvió a mirar por encima de los lentes y frunció el ceño.
— ¿Y vos quién sos? —preguntó con tono agrio.
—Soy Ariel, abuela. El amigo de José. El que trabajaba en Vialidad Nacional con su esposo…
— ¿Ah sí? —reaccionó—. ¿Trabajaba con Domingo?
—Sí, abuela. Con su marido.
— ¿Y por qué no me lo dijiste antes, Inés? —recriminó ofuscada y volvió sus ojos a los de Menzoni—. Ella sabe que a mí siempre me gustó hablar con los amigos de mi finadito. ¡Pobrecito!... ¿Sabías que él hizo casi todos los caminos de la provincia? ¿Cómo trabajaba! ¡Cuánto le gustaba andar entre las máquinas y la brea!... Era un hombre muy responsable, trabajador y cariñoso.
—Me lo imagino, abuela. ¡Qué bien! —la siguió Menzoni.
—Sí, era buenísimo. Nunca me hizo faltar nada, ni a mis hijos tampoco. ¡Si hasta no me dejó que siguiera trabajando cuando quedé embarazada del primer hijo!... ¡Mi finadito, querido! —expresó bajando la voz.
— ¿Y usted se acuerda cuando trabajaba en la lavandería? —Menzoni aprovechó la veta que la vieja había abierto solita.
— ¿Si me acuerdo?... ¡Claro que me acuerdo! ¡De todo me acuerdo!... Yo era muy jovencita. Tenía quince años recién cumplidos cuando empecé en el Eden y trabajé hasta el año ’24. ¡Imagínese! ¡Nueve años fregando en el hotel! ¿Cómo no me voy a acordar?... ¡Pasaron tantas cosas en ese tiempo! Era lindo ese lugar… ¡Si vos vieras los parques que tenía y el lujo de las habitaciones! Era hermoso…,
—Sí, lo sé… muy lindo.
De repente, la vieja le tomó la mano y sonrió por primera vez.
— ¿Así que eras amigos de Domingo? ¡Mirá vos!...
Menzoni miró a la nieta. Ésta levantó los hombros y gesticuló instándolo a que siguiera. No valía la pena aclarar el malentendido. La anciana se confundiría aún más y hasta podía dejar de hablar.
—Doña Ventura, mire —prosiguió Menzoni—, mis amigo y yo vinimos a verla para preguntarle por una persona que trabajaba en el Eden Hotel cuando usted estaba allá.
—Pero eso fue hace muchos años…
—Sí, muchos. Por eso le trajimos un par de fotos para que las mire —le explicó y extendió a Balbi la mano para que se las diera.
— ¿De quién quieren saber? —preguntó—. A ver… —y antes de que Ariel pudiera agarrarlas, la vieja arrebató las fotos y las puso delante suyo. La foto a color fue la quedó primero.
La mujer la miró un rato y más rápido de lo que todos pensaban dictaminó con seguridad:
—Este de acá es Federico Tolosa. Trabajaba en el hotel como camarero y “pibe de los mandados.” A los otros dos no los conozco —agregó haciendo referencia a los hermanos Wenner y pasó a la segunda fotografía más antigua. No hizo falta ni un solo titubeo. Señaló con el índice al mismo hombre y afirmó: —Acá está otra vez. Es él: Tolosa. Un buen hombre…
Balbi y Ross se miraron conteniendo la euforia. Andrea le apretó fuerte el brazo a su esposo.
A Menzoni se le cortó la respiración por un segundo. Se mojó los labios resecos y carraspeó nervioso.
— ¿Qué más nos puede decir de ese señor, abuela? —intervino Balbi.
—No era amigo ni conocido mío —le respondió—. Pero sí puedo decirle que era muy buenmozo —sonrió con picardía—. Todas las chicas del hotel se morían por él. Cuando se ponía el uniforme de camarero parecía un artista de cine.
—Y…, dígame, ¿lo volvió a ver después de que usted se fuera del hotel? —preguntó Menzoni.
—No. ¡Cómo lo voy a volver a ver si desapareció!
—Murió…
—No. Desapareció.
— ¿Cómo dice?
—Ese muchacho desapareció de la noche a la mañana. Es lo que me contó Norita Luna, otra lavandera que trabajó más años que yo en el Eden.
— ¿Cómo que desapareció de la noche a la mañana?
—Nunca se supo bien qué pasó. Un día estaba y al otro… chau. ¡Se esfumó! Dicen que se escapó con dinero. Otros, que se fugó con una mujer, pero lo cierto es que no quedó nada claro el asunto.
Menzoni dirigió la atención a Balbi. Era una pedido de auxilio. Necesitaba que alguien dijera algo para encajar las piezas de un rompecabezas que cada vez entendía menos.
Y Balbi respondió a la llamada
—Señora —dijo con exagerado respeto—, ¿usted está completamente segura de que este hombre que señaló en ambas fotos es ese tal Tolosa?
El nuevo interlocutor no pareció simpatizarle demasiado.
— ¿En qué idioma hablo yo? —apuntó la vieja refunfuñando—. ¿Me ve cara de tonta?... ¡Claro que es Tolosa! ¡Mi memoria no falla!
Y era cierto.
No le fallaba su memoria retrospectiva. Pero de haber querido investigar qué había hecho el día anterior, Ventura Sánchez, la vieja lavandera, no hubiera sabido qué responder.

Encapsulados en el Renault de regreso a La Falda, en un contexto de tormenta que parecía no amainar nunca, Balbi y sus tres compañeros trataban de ordenar las ideas y planificar las acciones a seguir de ahí en adelante. Si se les hubiera hecho una tomografía computada de cerebro, ésta habría revelado que la actividad intercraneana de todos estaba literalmente en efervescencia.
Andrea no emitía palabra. Iba sentada en la butaca del copiloto mirando hacia fuera, con la frente apoyada en el vidrio de la ventanilla, escuchando las especulaciones de los demás. Estaba confundida y temerosa. La realidad circundante había dado un vuelco de trescientos sesenta grados con la aparición de la foto y, tras la charla con su marido esa mañana bien temprano, empezaba a sospechar que algo extraño se ocultaba detrás de sus sucesivas pesadillas. Él no era de soñar. En los años que llevaban juntos nunca se había despertado sobresaltado de ese modo. ¿Serían esos los primeros síntomas de una enfermedad mental, desencadenada por los acontecimientos de las últimas horas? ¿Podría empeorar y verse obligada a llevarlo a un psiquiatra o, aún peor, internarlo en un manicomio? ¡Exageraba!, pero si eso sucedía, ella iría con él. Las mismas locuras se les cruzaban a ambos por la cabeza. Se estaban enredando en una historia de fantasmas. Ya estaban enredados. ¿Quién podría tomarse en serio semejante tonterías? Ambos tenían títulos universitarios, eran gente instruida, racional, inteligente… No era posible que fuera cierto. Pero…¿y la misteriosa amenaza en la confitería? ¡Joder!... ¡Maldita la hora que decidieran viajar a ver el Eden!
Eugenio Ross no quitaba la vista de las dos fotos. Recostado en el asiento trasero, junto a Menzoni, buscaba y rebuscaba algún detalle que probara que todos estaban equivocados o que habían sido víctimas de un chiste de mal gusto. Pero la foto tomada por los muchachos de Huerta Grande —en la que se materializaba el aparente espectro de Tolosa— era una placa sin manipular. De todos modos seguía inspeccionándola grano por grano y comparando los rostros de una foto a otra. ¡Mierda! ¡Eran idénticos! Representaban a la misma persona. ¿Sería cierto, entonces, que los fantasmas se materializaban? No podía creerlo. Se resistía a tener que aceptar esas cosas. Tenía que haber una explicación lógica y sencilla. ¿Y qué había del contexto? ¿Dónde corno quedaba el contexto del que tanto había hablado? La foto había sido expuesta y vista en un living común y corriente, a plena luz del día. No existían condicionantes extraños y todos estaban bien dormidos y descansados al momento de verlas. El contexto se iba por la cloaca. Esa situación era bien diferente a la del estadio mundialista en Mar del Plata o a cualquier relato de campamento. ¿Qué era lo se cocinaba detrás de toda esa locura? ¿Cómo era posible que un hombre desaparecido en 1925 apareciera en una fotografía tomada hacía sólo unas semanas?... Un despropósito lógico. Tenía que encontrar la falla, pensó. En algún lado tenía que estar.
Balbi, al volante del auto, sorteaba las curvas del camino que rodeaban al lago San Roque. Era una ruta angosta, asfaltada y de cornisa. La superficie del reservorio acuífero reflejaba la tenue claridad de un sol tapado por la nubes y el tráfico aumentaba como resultado del inicio de las vacaciones de invierno. Todos se habían olvidado de que no era un conductor experimentado. Él mismo no lo recordó hasta que tuvo que hacer una rebaje de cambios en una curva peligrosa y la adrenalina lo trajo a la realidad. Bajó la velocidad y se calmó. No tenían apuro de llegar a La Falda. Eran las cuatro de la tarde, habían almorzado algo frugal hacía sólo quince minutos antes de salir, pero él había pasado una mala noche y no se sentía seguro al mando del Renault. Por ese motivo, en un recodo del camino frenó y le pidió a Ariel Menzoni que se hiciera cargo del volante. El cordobés adujo no tener el registro de conductor al día y Ross se quedó en el molde, sin proponerse como nuevo piloto. También detestaba manejar, máxime en una ruta tan retorcida como esa.
—Ariel, mirá —expresó Balbi con practicidad—, es preferible que nos metan una multa que hacernos mierda contra algo. Agarrá vos el volante y que sea lo que Dios quiera. Yo pago, llegado el caso, todos los gastos.
Menzoni aceptó. El porteño algo de razón tenía. Además, él conocía la ruta casi como la palma de su mano. Intercambiaron los puestos. Andrea pasó atrás y Balbi se sentó en la butaca del acompañante. Un verdadero enroque. Ahora se sentía más tranquilo y empezó a pensar con mayor claridad.
—Lo primero que tenemos que hacer —dijo— es averiguar algo más sobre Federico Tolosa. Las personas no se esfuman así como así. Tienen que haber habido alguna investigación, ¿no?
—No creo —dijo Menzoni—. Si la gente comentó que se había ido por voluntad propia, ¿para qué investigar? Yo jamás leí o escuché nada al respecto. Por otro lado, ¿qué iban a investigar?
—Su desaparición. ¿Qué otra cosa? —adujo Balbi.
—La gente llega y se va constantemente —agregó Ross.
—Pero ¿por qué una persona que tiene un buen trabajo decide de la noche a la mañana, como dijo la vieja, irse sin avisarle a nadie? —argumentó Jorge—. No me parece lógico. ¿No tenía amigos a quien confiarle que estaba por marcharse? En un hotel aislado como el Eden, por entonces los chismes deben haber corrido como el aire…. Alguien tiene que haber conocido el motivo por el cual se marchó.
Menzoni movió los dedos sobre el volante.
— ¿Y qué pasa si nunca se fue? —inquirió.
— ¿Cómo si nunca fue? —repreguntó Balbi.
—La foto que sacaron los chicos lo muestran claramente… en el hotel.
—Andá al grano. ¿Qué querés decir?
—No quiero decir nada. Sólo especulo en voz alta.
Ross dejó las fotos sobre su regazo y se inclinó hacia delante.
—Acá me parece que nadie quiere hablar claramente —dijo—. Estamos todos cagados en las patas y ninguno se anima a considerar que ese fantasma fotografiado existe en realidad. ¿A qué le tememos? ¿A quedar en ridículo?... ¿Qué mayor ridículo que el de viajar una hora para hablar con una mujer e identificar al tipo ese? Me parece que si queremos desentrañar lo que hay detrás de todo esto tenemos que abrir la cabeza y considerar la posibilidad de que nos topamos con un fenómeno paranormal. ¿Por qué no partimos de esa hipótesis inicial y después la confirmamos o rechazamos de plano? No sé mucho sobre fantasmas. Nunca me ha interesado el tema en lo más mínimo, de hecho, sigo sin creer en ellos. Insisto que esta foto tiene que tener una explicación menos extraordinaria. Pero, suponiendo que lo que aparece en la placa es el espíritu de Federico Tolosa, ¿por qué se hizo presente en el Eden si no está ahí? Si un buen día se rajó del lugar para nunca regresar, como nos contó la señora, ¿por qué su supuesto fantasma insiste en pasearse por los pasillos del hotel?...
—Eso es lo que yo sugería —dijo Menzoni.
Se quedaron todos en silencio.
Sobrevino una curva cerrada. Luego otra y una ascensión empinada que trepaba la montaña al borde del lago.
—Llamé a alguien para que viniera a ayudarnos —dijo Balbi como al pasar.
Menzoni lo miró sorprendido.
— ¿A quién? —preguntó.
—Al profesor Hernán Guaschino.
Menzoni abrió los ojos de par en par.
— ¿Qué?... —exclamó—. ¿Al viejo “Chino”?
—Sí.
—Pero… ¿qué sabe él sobre estas cosas?
—Más de lo que suponés.
Menzoni se sintió extraño. Volver a ver a su viejo mentor lo estimuló. En verdad apreciaba a ese tipo. Entonces, repentinamente, escucharon el chirrido de las gomas del camión.

— ¡¿Qué hace ese loco?!
El alarido de Andrea los despabiló a todos; en especial a Ariel Menzoni que, con el grito, puso toda su atención en la ruta, despajando la mente de las elucubraciones a las que había sido llevado por los comentarios de Eugenio. Volteó sobresaltado hacia la izquierda y alcanzó a ver, por el espejo retrovisor externo, el inmenso paragolpe delantero de un camión Mercedes Benz que se les acercaba a toda velocidad.
Se les venía encima como un toro bravo dispuesto a todo.
Tres segundos después de la advertencia, sintieron el primer sacudón.
El camión, de color celeste claro y un acoplado enorme cubierto por lonas, impactó con todas sus fuerzas contra la puerta trasera izquierda del automóvil, que se abolló como si fuera de aluminio. Toda la carrocería del Renault 18 de Balbi se sacudió y por un momento Menzoni estuvo a punto de perder el control.
Se acomodó en la butaca y apretó los dedos contra el volante, en medio de un griterío infernal.
El coche, impulsado por el topetazo, se deslizó de cola hacia el muro montañoso que se levantaba a su derecha y rozó las salientes rocosas, despidiendo una lluvia de de chispas, como si fuera la mecha de una bomba a punto de estallar.
— ¡¡Acelerá!! —aulló Ross, tendido prácticamente sobre el cuerpo de Andrea, que gritaba palabras ininteligibles, prendada por un ataque de pánico—. ¡¡Acelerá porque nos hace mierda!!
Menzoni apretó el acelerador hasta el fondo. El auto corcoveó y tomó distancia del camión, que lo seguía de cerca. Entonces… una curva cerrada.
El volante giró enloquecido sobre su eje. Las manos de Menzoni lo rotaron frenéticamente casi hasta convertirlo en una hélice y, manteniendo de milagro la estabilidad, consiguió tomar la curva bajando apenas la velocidad. El olor a goma quemada se filtró por todos los intersticios del coche.
Balbi, Ross y Andrea, sin los cinturones de seguridad puestos, se zarandeaban de una lado a otro como si sus bizarros movimientos fueran hechos a propósito.
— ¡Bajá la velocidad! ¡Nos vamos a salir del camino! —gritó Balbi, agarrándose del techo y del picaporte de la puerta.
— ¡¡No!! ¡¡No parés!! —contradijo la voz de Ross, en franco estado de histeria—. ¡¡Si parás nos pasa por encima!! ¡¡Acelerá todo lo que pue…!!
El Mercedes volvió a chocarlos por detrás. El paragolpe delantero del camión se pegó al del automóvil y éste cobró velocidad tal como lo quería el fotógrafo. Pero no eran las revoluciones del coche las que lo impulsaban más y más rápido, sino las del Mercedes Benz
— ¡Nos está empujando! ¡Alejate! ¡Tomá distancia! ¡Acelerá! ¡Acelerá!
Los gritos de Ross eran ensordecedores.
Menzoni obedeció.
Por unos segundos el Renault se sintió libre de la presión que ejercía el gigante con ruedas y se distanció un par de metros.
La ruta era demasiado trabada para andar maniobrando a tientas y locas. Tenía que poner todos sus sentidos en ella. Entonces, una vez más, una curva se le presentó por delante,
Menzoni clavó el freno al tiempo que mantenía el otro pie en el acelerador y dio un volantazo a la derecha, imprimiéndole todas sus fuerzas a los brazos. El coche derrapó. Sus ruedas rechinaron sobre el asfalto, en tanto su trompa buscaba de nuevo el camino y la parte trasera se deslizaba muy cerca del abismo.
En cuestión de segundos, el Mercedes Benz de varias toneladas, estaba de nuevo tocándolos por detrás con aviesas intensiones.
Menzoni liberó el freno. El Renault cobró de nuevo velocidad, aullando como un lobo en celo.
Y, otra vez, una nueva curva.
La inercia que llevaba hizo que el auto chocara contra la pared rocosa del cerro, por la derecha.
Se escuchó un ruido descomunal. Los vidrios de las ventanillas estallaron en millones de pedacitos, inundando el interior. Pero no hubo tiempo para reponerse: un Chevrolet color gris se les venía encima, en dirección contraria.
Un choque de frente sería mortal.
Los reflejos de Menzoni estaban excitados como los de un gato. Sin pensar en las consecuencias, dobló bruscamente hacia el precipicio, listo para sostenerse como pudiera en la baranda metálica de contención que lo separaba del precipicio y el lago San Roque.
El Chevrolet pasó rozándolo por la derecha. Balbi alcanzó a observar la cara de su conductor, desconcertado.
En tanto el Renault chocaba contra la barandilla de metal, el otro auto conseguía pasar de milagro junto al camión, que lo esquivó demostrando la gran pericia del chofer.
La baranda crujió y se abrió hacia fuera. Menzoni giró el volante, rebotó en ella con el costado del auto y regresó a la ruta sacudiéndose de un lado a otro. Nadie dentro del vehículo había advertido que una de las ruedas traseras se había asomado al precipicio, arrancando parte del cemento de la base de la baranda, que se despeñó desde unos cuarenta metros a las aguas del lago.
El camionero apretó el acelerador.
Andrea miró para atrás.
— ¡Ahí viene otra vez! —gritó sollozando muerta de miedo.
No bien terminó de pronunciar la frase, la parrilla gigantesca del camión, impactó de nuevo en la zona del baúl.
— ¡Dios! —exclamó Menzoni y experimentó la clara sensación de ser empujado por segunda vez a mayor velocidad.
Balbi se inclinó y apoyó sobre la guantera. Otro automóvil, un Fiat, pasó junto a ellos sin problemas.
En eso, la trompa del Renault 18 se elevó más de normal. Parecía un lancha con motor fuera de borda.
El paragolpe del Mercedes, de mucha mayor altura, los había enganchado.
— ¡Estamos fritos! —lanzó Balbi.
El camionero le imprimió más fuerza a su marcha.
Menzoni movió el volante.
Nada. No hubo respuesta.
Las ruedas delanteras no acataban las ordenes que se les daba.
— ¡No responde! —gritó—. ¡Están en el aire! ¡Este hijo de puta nos levantó!
  Ross reaccionó. Se reincorporó como pudo y sin decir nada se tiró hacia delante, colocando todo su cuerpo en el espacio que separaba a Balbi del conductor.
Contrapeso.
Tenía que generar contrapeso de alguna forma.
Andrea lo entendió en el acto y pasando por encima del respaldo de su marido, quedó colgada sobre sus hombros.
Sintieron un ruido. El coche dio un nuevo salto y bajó la trompa. Se movió bruscamente en zigzag y toda su estabilidad entró en zona de riesgo.
Podían volcar.
 Iban a volcar.
Menzoni aferró el volante y buscó equilibrar el auto, maniobrando como lo hacen los niños cuando juegan a manejar.
Con las ruedas delanteras de nuevo en el pavimento, el coche fue de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. Raspaba la pared montañosa y volvía a rozar la baranda de contención metálica que daba al lago.
Entonces, el chofer que los atacaba aceleró y se les puso a un costado.
Balbi advirtió que era vehículo inmenso.
— ¡Nos va a aplastar contra la ladera del cerro! —gritó.
Y no especulaba. Un simple volantazo que el camionero diera bastaría para destruirlos, aprisionándolos contra las rocas, sin tiempo ya para escapar de la embestida.
Se preparó para lo peor y cerró sus ojos.
Sorpresivamente, el Mercedes Benz apenas los rozó.
Oyeron muy claro cuando el motor regulaba su potencia y, a toda velocidad, se alejaba del coche, doblaba en la primera curva y desparecía de la vista.
Menzoni redujo la velocidad hasta frenar. Le temblaban las piernas y el corazón le latía como el cuero de un tambor africano.
— ¿Están todos bien?... —indagó Balbi, buscando con sus manos las de Andrea.
Respondieron moviendo la cabeza  afirmativamente. Tenían las gargantas resecas.
Cinco minutos más tarde, recuperados, bajaron del auto a tomar algo de aire puro.



CAPÍTULO 11

Amaneció sin lluvia por primera vez en tres días. El cielo permanecía cubierto pero el viento del sur anunciaba un inminente cambio de clima. El frío era intenso. Con toda seguridad las temperaturas seguirían bajando. Sin embrago, desde muy temprano, podían advertirse espacios despejados de intenso color celeste, entre nube y nube.
¿Cambiaría la suerte con el tiempo?
Balbi se levantó a las ocho. No había dormido bien y Andrea había dado vueltas en la cama toda la noche. Seguían nerviosos aún con los ojos cerrados.
Se cepilló los dientes, disfrutó de una ducha caliente y despertó a su mujer con un beso. No había terminado de dárselo cuando el teléfono sonó y el sereno (ya terminando su turno) le anunció que Menzoni los esperaba en el hall. Agradeció con cortesía y colgó. Andrea —más rápido que nunca— ya estaba sentada al borde del colchón dispuesta a cambiarse.
—Llegó Ariel —dijo Balbi y la mujer, bostezando como un hipopótamo, se retiró al baño.
Algo era evidente: Menzoni tampoco había dormido con placidez.
Cuando bajaron al hall de recepción, el cordobés los esperaba muy abrigado. Balbi lo saludó y averiguó en la conserjería si Ross se había comunicado desde su hotel, al otro lado de la calle. El sereno ya se había ido y la jovencita que atendía a los más madrugadores respondió que no. No había comunicación alguna.
— ¿Lo llamo? —preguntó sonriendo.
—No —respondió Balbi levantando la mano—. Déjelo descansar. —Entonces se percató de que no conocía a la niña—. ¿Sos nueva?
—No —sonrió la muchacha—. Sólo hago suplencias cuando alguien sale de vacaciones. El señor que lo atendió antes se tomó dos semanas.
— ¿Nos vamos?
La voz de Menzoni llegó clara a los oídos de Balbi.
—Sí… No quiero llegar tarde —dijo y se levantó el cierre de la campera—. No hagamos esperar al buen profesor.
Un taxi ya los aguardaba en la puerta del hotel. Subieron en él y tomaron la Avenida Eden con dirección a la Estación de Colectivos.

Terminaba de calzarse la botas cuando oyó arrancar el motor de un auto. Se asomó por entre las cortinas de la ventana y miró la calle. Un taxi ganaba velocidad, alejándose por la calle principal.
Salió de la habitación, bajó por el ascensor y dejó la llave sobre el mostrador de la recepción. El Hostal Fiumicino parecía abandonado. Estaba desierto. Sólo una pareja de ancianos aguardaba por el desayuno en una mesa de la confitería. Entonces, Ross se abrochó la campera Polar y encaró el frío de la mañana. Era temprano. La Avenida Eden se veía sin movimiento. Volteó hacia la izquierda y se puso a caminar las cuadras que lo separaban del mítico hotel.
Él tampoco había descansado bien. El incidente de la tarde anterior, lo tenía preocupado y en estado de alerta. Habían querido asesinarlos. Nunca en toda su vida lo habían intentado antes. Solo pensar que podía estar muerto, flotando o sumergido en el lago San Roque como aquel amigo de Menzoni, lo tenía nervioso y muy temeroso. ¿En qué rara historia estaba metido? ¿Qué clase de pueblo era ése que celaba tanto de su propia historia? ¿Y por qué Menzoni había sugerido no hacer la denuncia?... Bueno… pensándolo fríamente, ninguno de los cuatro recordaba la patente del Mercedes Benz. ¿Qué iban a decirle a la policía? Aún con el Renault “hecho pelota” no tenían pruebas y ubicar aquel auto que se les cruzara al momento del atentado era una misión prácticamente imposible. Además, ¿quién iba a querer involucrarse en un lío ajeno? Él hubiera hecho lo mismo, pensó. El “No Te Metás” estaba hecho carne en toda la sociedad. Había que reconocer que los milicos algo habían hecho bien durante la dictadura. La Argentina era todavía un mero conglomerado de ciudadanos desactivados. ¿Qué pornográficos misterios escondía ese viejo hotel como para que desearan matarlos?
Pasó por el frente de una antigua mansión estilo normado, con techos negros de chapa pintada y advirtió —recién entonces— que había olvidado su máquina de fotos en el hostal. Eso jamás hubiera pasado en otras circunstancias. ¡Increíble! Era como si un cirujano olvidara el bisturí en su mesa de luz antes de entrar al quirófano. Pero no sintió ganas de desandar los pasos y regresar por ella.  Entraría en el Eden Hotel sin una parte suya, incompleto, pero confiado de que sus neuronas —alertas— detectarían cualquier detalle que le llamara la atención. Más tarde, en una próxima visita, sacaría todas las fotos necesarias. Ésa sería una primera misión de reconocimiento; y como se notaba muy ansioso, sabía que no se iba a perder de nada que le interesara.
No podía seguir posponiendo la visita. La lluvia había parado momentáneamente y él no tenía ningún interés por conocer tan temprano a ese tal Guaschino. Creía que Balbi apostaba demasiadas fichas confiando tanto en el viejo. ¿Qué más podía aportar otro historiador a todo ese entuerto?... ¿Datos?... ¿Información?... ¿Teorías?... ¡Estaban llenos de ellas! Lo que había que hacer era ir directo “a los bifes”, como decían los muchachones que jugaban con él a billar en Buenos Aires. Tenía que ser directo, expeditivo. Tomar el toro por las astas. Lo mejor era meterse en hotel e indagar in situ. ¿Qué otra cosa podía asustarlo más que el camión desbocado del día anterior?... ¿Un fantasma?... ¡Já!... los fantasmas no deambulaban de día. Eso es lo que decían… En verdad sólo una cosa lo espantaba: toparse con el camionero.
Siguió caminando con paso firme. Cien metros más adelante, el vergel que ocultaba al Eden se hizo presente.

Hernán Guaschino bajó del colectivo extenuado. Sin peinar y con la barba de casi un día pegada en la cara, parecía mucho más viejo de lo que era. Tenía las piernas agarrotadas y el deseo de un beduino por tomar un buen vaso de agua helada. La calefacción excesiva del bus lo había torturado toda la noche. El viaje tenía un retraso de dos horas. No veía la hora de poner pie en “tierra firme.” No estaba de humor. Balbi se dio cuenta de ello con solo verlo de lejos. De seguro el viejo estaba arrepentido de haber aceptado su invitación. Pero ya era tarde.
Se saludaron con afecto. Incluso Menzoni, tras tantos años sin verlo, lo notó un poco distante a pesar del abrazo que se dieron.
—Muero por algo fresco —dijo Guaschino acomodando el bolso que colgaba de su hombro—. ¿Les parece bien tomar algo en el bar de la Terminal, antes de irnos?
Todos aceptaron y se dirigieron a una mesa destartalada, aun costado de la estación.
El viejo había cambiado, observó Menzoni al verlo andar. Ya no era el hombre erguido de antaño ni el imponente profesor que hacía sentir su presencia con sólo entrar en el salón. Estaba anciano. Más sabio quizás, pero desgastado por los años. Así todo, algo se mantenía inalterable. Algo que revelaba que su esencia seguía ahí, escondida, camuflada entre canas y arrugas: durante todo el trayecto a la mesa el viejo no había dejado de mirarle el culo a Andrea.

Sus predicciones meteorológicas fallaron y una hora más tarde se largó a llover otra vez.
El mal tiempo no quería irse. El frío arreciaba. De haber soplando un poco de viento la sensación térmica hubiera bajado a varias décimas de grado bajo cero, pero por el momento la marca térmica no le preocupaba a Ross. Resguardado por los descascarados y sucios cielorrasos del Eden Hotel, recorría la planta baja sorprendiéndose ante tanta belleza en decadencia.
La tenue claridad gris de la mañana iluminaba el gran comedor. La luz, filtrada por los vidrios coloreados y rotos de la puerta principal, le daban al enorme salón un aspecto nostálgico y vergonzante. Sus largos tablones del piso se pudrían por la humedad. Retorcidos, encimados, trepándose unos por encima de los otros, acumulando basura y porquerías, parecían querer ocultar su antiguo orgullo aristocrático. El sol, aquel que antes resaltara sus hermosas columnas de hierro forjado, ya no era bienvenido y la mugre adherida en los pocos vidrios que quedaban intactos, se convertía en el inútil primer frente de batalla que el Gran Febo tenía que superar. Pero hasta esa resistencia de mujer coqueta era imposible. Las marcas del tiempo y el abandono se imponían por doquier.
Eugenio permaneció unos minutos observando aquel lugar. Recordó las fotos que lo retrataban cuando aún congregaba vida y automáticamente pensó en un libro que había leído en su juventud. Un libro escrito por un alemán. Las ideas se le entremezclaban de un modo imposible de describir, sin método, y al texto de Spengler, La Decadencia de Occidente, se le adosó el recuerdo de su madre enferma y moribunda.
Ella, que de joven había sido elegida princesa de la primavera y levantaba los suspiros (y otras cosas) de los muchachos del barrio, terminaría sus días convertida en una pasa de uva, enjuta y descolorida. Sólo en sus ojos celestes, cuando se los observaba de cerca y con detenimiento, se reflejaban la vivacidad y frescura de antaño. Sólo en ellos perduraba aquel pasado florido de bailes, carcajadas y orquestas.
Pero en el Eden Hotel esos ojos eran difíciles de encontrar. Seguramente estaban. Sólo era cuestión de mirar con detenimiento las columnas que quedaban en pie, el mármol que daba consistencia a la escalinata principal y los pocos restos de mobiliario que resistían el saqueo de décadas, demostrando su voluntad de permanecer en el edificio hasta que desapareciera por completo.
Ubicó el sector del bar fácilmente, con solo salir del gran comedor y dar unos pasos a la derecha. Era inconfundible. De todos los ambientes de la planta baja era el único al que se le podía dar una función clara al observarlo. El mostrador de madera y los restos de sillas y mesas destruidas, se constituían en los signos identificatorios más evidentes.
Ross los recorrió sin que menguara su capacidad de asombro y, a poco de mirar aquí y allá, los detalles de la fotos que tanto había estudiado se le hicieron claros. Ése era el lugar. En el marco de la puerta que tenía frente a él —del que bajaba una escalinata angosta de mármol— había sido fotografiada la imagen de Federico Tolosa.
Una extraña sensación de inquietud y ansiedad le recorrió cada fibra de su cuerpo y los pelos del brazo —resguardados por la camisa, un pulóver y la campera— se le erizaron. ¿Estaba con miedo? No. No podía darse ese lujo. Vaciló por un segundo y sin meditarlo demasiado bajó por la escalera que lo condujo hasta un subsuelo bastante bien iluminado desde el exterior. Había sido construido al ras del piso y tenía grandes ventanales —todos rotos, por supuesto— cuyos marcos inferiores coincidían con el nivel de la calle que rodeaba al hotel.
Allí abajo el caos era dominante. Sin saberlo, Ross caminó por la antigua sala de juegos en donde, alguna vez, las mesas de billar importadas de Inglaterra señoreaban la habitación y los inviernos, combatidos por una chimenea empotrada en la pared, se volvían apacibles y mansos. De los billares no quedaba nada, en tanto el hogar —con restos de viejos troncos calcinados— se había convertido en un vertedero de basura maloliente. Gruesas columnas de concreto sostenían el techo, lo que indicaba que aquel sector del hotel no era originario del siglo XIX, sino una ampliación realizada en épocas posteriores. Había graffiti decorándolas y la vieja pintura color crema sólo se mantenía adheridas a las paredes por sectores. El piso de mosaicos apenas se adivinaba por debajo de un manto de maderas, piedras y tierra.
“¿Cómo se podía haber dejado venir abajo semejante obra de arquitectura?”, pensó Ross.
Siguió avanzando sorteando porquerías. Sus tobillos luchaban por mantenerse firmes. Tropezaba de a ratos. No había sitio donde pisar con seguridad. Todo crujía bajo su peso. Caminó unos cuantos metros. Quería revisar la chimenea. Podía oír el sonido de sus botas aplastando basura. Entonces se detuvo y la basura siguió crujiendo a pesar de todo.
Se plantó estático en un lugar. Guardó absoluto silencio.
El piso volvió a crujir.
Giró en dirección a la escalera. A un costado había dos puertas rotas. Eran los antiguos baños.
Contuvo la respiración.
Una vez más, crujidos.
Alguien aplastaba restos de botellas de plástico y troncos. Lo hacía con cuidado.
Otra vez…
Ross se agachó y levantó del piso dos cascotes. El corazón empezó a latirle con prisa. Volvió sobre sus pasos tratando de controlar el ruido que él mismo producía. Lentamente llegó al pie de los escalones y avanzó hacia los sanitarios.
Dos palomas, sorprendidas, aletearon y salieron volando por los ventanucos del baño de caballeros. Ross se quedó helado. “¡Malditos pájaros!”, pensó. Odiaba a los pájaros. Le producían asco, desde que era niño.
Ingresó en el baño. Los mingitorios ya no estaban adosados a la pared: acumulaban polvo sobre el suelo. El lavabo no tenía la grifería de bronce. Alguien la había robado hacía ya mucho tiempo. Sólo quedaban tres agujeros negros como testigos mudos de la canilla y de las perillas del agua fría y caliente.
Entonces, repentinamente, una piedra golpeó contra su espalda.
Estuvo a punto de gritar, pero se contuvo. Decidió enfrentar a su agresor y giró como un trompo sobre su eje.
El subsuelo seguía vacío.
Miró hacia el techo para comprobar si había sido un desprendimiento, pero no. No era el techo. A la piedra la habían arrojado con fuerza. No demasiada, pero con suficiente violencia como para que la sintiera rebotar contra su campera.
Manipuló los cascotes entre los dedos. Eran sus armas. Las únicas cosas concretas que tenía a mano (bien en la mano) que le indicaban que no soñaba, ni aquello era una pesadilla.
Otra vez el piso crujió en alguna parte.
¿Sería la basura que se reacomodaba después de haber soportado su propio peso de explorador?
Se quedó quieto.
Volvió a contener la respiración y, cuando menos lo esperaba, el batifondo de personas corriendo en la planta baja —justo sobre su cabeza— lo paralizó de terror.
Era como si corrieran descalzos. El concreto del techo del subsuelo retumbó. Una finísima nube de polvo se desprendió de él y cayó sobre los hombres de Ross.
Si emitir palabra, el fotógrafo salió disparado escalera arriba. ¡Les iba a partir la cabeza de un cascotazo!, pero dos escalones antes de llegar al bar, una sombra baja y alargada le cortó el paso.
Era negra con manchas marrones a un costado de la cara.
Un ovejero alemán.
Gruñía y mostraba sus dientes.
En una décima de segundo, Ross se recriminó a sí mismo ser tan estúpido y pensar en tonterías. Si bien el animal no se evidenciaba amistoso, no era un monstruo mitológico ni un ser sobrenatural.
Un simple y sencillo “perro bravo”: Indio.
En el manual nunca escrito de cómo enfrentar perros peligrosos se comentaba que, ante un can enojado y dispuesto a atacar, lo conveniente era agacharse rápido y volverse a parar de golpe. Eso espantaba a la “bestia.” Los contrastes de alturas servían para frenar al animal. Y es lo que Ross hizo mecánicamente.
Pero no funcionó.
Indio ladró escupiendo espuma. Dio un paso en dirección de Eugenio y volvió a lanzar tres ladridos seguidos.
Ross retrocedió, trastabilló contra algo y empezó a caer de espaldas. A último momento pudo girar y chocar de hombros contra la escalera. Un calor desconocido le recorrió el brazo derecho. ¿Se lo había fracturado?. No había oído ningún ruido raro, pero ahora tenía al perro cinco escalones por encima suyo.
Un cascote voló hasta pegarle a Indio en el hocico.
El perro acusó el golpe y se enfureció aún más.
Pero… ¿quién se lo había sacudido? No era Ross el responsable de la agresión.
El piso lleno de basura del subsuelo crujió otra vez. Dos, tres, cuatro veces más. Algo caminaba por ahí.
Algo invisible.
Ross trató de pararse. Quería ver bien qué sucedía. Por alguna razón extraña, sintió seguridad al estar cerca del perro que, enloquecido, no paraba de ladrarle. Apoyó la mano izquierda para reincorporarse. Los dedos se hundieron en algo blando y tibio. Sintió asco. Miró hacia el piso y vio toda su extremidad embadurnada en mierda.
— ¡Aj! —exclamó al punto del vómito y mecánicamente refregó los dedos sucios contra el mármol de la escalera para limpiarse—. ¡Puta madre!
¡Tok…!
No había terminado de insultar cuando una nueva piedra cruzó la antigua sala de juego por el aire hasta darle en la frente.
Esta vez sí dolió mucho.
Ross salió despedido hacia atrás, desplomándose de espaldas. Todo su rostro de ensució de mierda fresca cuando se tomó la herida con la mano.
Sangraba.
Se le nubló la vista y en ese remolino de dolor, asco y temor en el que había sido engullido, alcanzó a ver cómo el ovejero alemán saltaba por encima suyo hecho una furia y corría por el subsuelo hasta detenerse frente a la chimenea, ladrándole a algo que Ross no podía observar.
El animal parecía estar fuera de sí.
Ross alcanzó a ponerse de pie. La cabeza le daba vueltas. Sufría de un fuerte mareo y la sangre no paraba de manarle, cubriéndole todo el rostro y limpiando de excremento sus mejillas.
En el subsuelo no había nadie. Sólo ese perro desconocido que, dando pequeños brincos hacia delante, parecía estar cercando a alguien contra el hueco de la chimenea.
Tenía que salir de ahí, pensó. Y venciendo el malestar que le ganaba lucidez a su conciencia subió las escaleras que conducían al bar de la planta baja. Tres peldaños antes de llegar, la claridad que provenía del exterior y se colaba por los ventanales, se interrumpió de golpe.
Un hombre de mediana estatura, vestido con camisa blanca, pantalón de gabardina azul, una capa verde sobre sus hombros y corona de papel maché dorado en la cabeza, lo observaba fijamente. Parecía una estatua de cera. Erguida, tiesa, como si no perteneciera a este mundo.
Ross pegó un alarido. Volvió a trastabillar y apuntalándose contra la pared bajó los escalones que acababa de subir. Estaba aterrado. Los ojos de ese individuo lo miraban sin emoción. Entonces, los dedos del fotógrafo detectaron el marco de una puerta pequeña que no había visto. Era más baja que una normal. El terror mudo que le recorría el cuerpo hizo que la empujara y de un solo golpe se abrió. Sin pensar en nada, aún estando por completo a oscuras, Ross emprendió una carrera alocada por lo que parecía ser un pasillo angosto y húmedo. Al final del mismo se notaba claridad. Tenía que llegar a ahí.
Intentó acelerar el paso pero advirtió que rengueaba. La primera caída le había lastimado el tobillo. Una punzada indescriptible obligó a que se detuviera. Se apoyó contra unos piletones de material. Eran muchos. Uno al lado del otro. Se sentían frescos al tacto, limpios en contraste con el resto del hotel. ¿Qué eran? Inmediatamente recordó las viejas cavas del campo de su abuelo, donde almacenaban los vinos para mantenerlos fríos.
Sí, eran las cavas del Eden Hotel.
Repentinamente, justo delante suyo, bajo la poca claridad que se notaba al final del pasillo, una nueva silueta se recortó entre las sombras. No tenía capa, ni corona de papel. Era un hombre alto metido en un traje de etiqueta.
El perro había dejado de ladrar. Ya no le escuchaba.
Ross se clavó al piso. Temblaba. El individuo levantó uno de sus brazos y lo señaló. No le veía el rostro. Era un calidoscopio de sombras. Entonces, un llanto adulto retumbó en todo el lugar. Las paredes temblaron, el cielorraso podrido de la cava se resquebrajó y desplomó con todo su peso sobre el cuerpo de Eugenio Ross.



 CAPÍTULO 12

El único en tomar algo frío fue Guaschino. El resto optó por un café bien caliente. La temperatura del bar se mantenía baja y la sensación térmica era mucho más baja por efectos de la lluvia. Aún así, Guaschino seguía con calor. Había soportado por horas el sofocante embotamiento producido por la excesiva calefacción del colectivo y recién después de cuarenta minutos empezaba a regularizar su termostato personal. Se sentía raro. Hacía años que no salía de Luján y lo menos que tenía era un espíritu andariego. Le disgustaba abandonar su sillón preferido y su biblioteca. Sin ellos experimentaba una sensación de vacío casi enfermizo. Era conciente de ello, pero no le importaba. A su edad ya no iba a cambiar. Tampoco su poco demostrativo afecto por los otros necesitaba cambios. El encuentro con Menzoni no había sido caluroso en lo más mínimo y su antiguo alumno se sorprendió al sentirlo tan distante a pesar de los años que habían pasado. Balbi lo conocía un poco mejor. Por ello, a la hora de relatarle todos los sucesos, se cuidó mucho de no abundar en detalles innecesarios e ir directo al grano. Guaschino —especialmente cuando estaba cansado— perdía la paciencia fácilmente y esa mañana su mirada —en apariencia ausente— anunciaba que sus límites eran muy cortos.
Escuchó lo que Balbi le decía y los comentarios que de a ratos mechaba Menzoni. Andrea sólo asentía con la cabeza, sin disimular la preocupación que la acosaba desde hacia menos de veinticuatro horas.
Cuando Balbi le pidió al cordobés las fotografías y las puso sobre la mesa, Guaschino las miró de lejos sin tocarlas. Siguió escuchando el relato. El incidente de las amenazas en el baño lo sorprendió un poco y el asunto del camión lo terminó despabilando del todo. Preguntó por qué no hacían la denuncia a la policía y Menzoni respondió que era en vano. Que nadie les creería y que él no era muy bienvenido en ninguna dependencia policial. Balbi sugirió seguir la charla en el hotel. Tenía frió. Estaba destemplado y quería ponerse un abrigo más grueso. Guaschino asintió y mientras esperaban que el mozo se les acercara a cobrar Andrea, dirigiéndose a su esposo, preguntó:
— ¿Esos sueños que tuviste las dos últimas noches, tendrán algo que ver con todo este tema de los fantasmas?
Guaschino lo miró.
— ¿Qué sueños? —inquirió el viejo.
—Pesadillas, sólo pesadillas. Estoy un poco alterado con todo este tema… no es nada.
— ¿Ah, no? —exclamó Andrea—. ¿No es nada? Nunca te había visto tan asustado en mi vida por “nada”.
— ¿Qué soñaste? —preguntó Menzoni sonriente—. ¿Te acordás?
—Vagamente… Soñé con unas tías mías de la infancia que volvían de la muerte y con un hombre que atropellaba en un camino que me decía cosas rarísimas. Reconozco que me desperté sorprendido, pero no creo que sea nada importante. A fuer de ser sincero, más me asusté en el bar de la confitería y la otra noche en El Cuadrado…
—…¿qué otra noche? —lo interrumpió Menzoni.
—Salí a caminar. No me podía dormir y decidí ir hasta el Eden. Caminé como loco. Bordeé casi todo el perímetro del hotel.
— ¡Llegó con todos los pantalones sucios! —recriminó Andrea
— ¿De noche? —preguntó Menzoni sorprendido.
—Sí. Ya sé que no es común, pero suelo hacer eso cuando no puedo conciliar el sueño.
— ¿Y qué te pasó? —insistió Menzoni.
Balbi tragó saliva.
—Me topé con algo raro que me produjo escalofríos.
— ¡No me dijiste nada de eso! —saltó su esposa.
—No me pareció importante en su momento y después con todos los líos que tuvimos me olvidé —se justificó.
— ¿Qué viste? —preguntó impaciente Menzoni.
Balbi relató su extraña caminata por El Cuadrado y describió lo mejor que pudo el episodio de la mesa y el extraño personaje que lo vigilaba desde la espesura. Cuando terminó, sin darle demasiada jerarquía a la anécdota, advirtió que el cordobés lo observaba con los ojos muy abiertos.
Menzoni estaba visiblemente atónito.
— ¿Y ahora qué te pasa? —lo increpó Balbi dibujando un mohín con su boca.
— ¿Por qué no comentaste nada?
—Ya te dije que…
—… ¡Tendrías que haberlo dicho!
— ¿Qué pasa? ¿Por qué es tan importante ese episodio?
—Jorge, ¿nunca oíste hablar sobre las “mesas servidas”?
—No.
—Pero… ¿en qué mundo viven ustedes en Buenos Aires?
—En un mundo donde las mesas las sirven los mozos… ¿Qué mierda es lo que me querés decir?
En ese momento, Guaschino se inmiscuyó, agregando con voz muy suave:
—Es una vieja leyenda campera.
— ¿Leyenda? ¿De qué tipo? —preguntó Jorge.
—Discúlpeme que lo contradiga, profesor —saltó Menzoni—. Pero, está equivocado. Es una práctica ritual muy común en el campo. No una leyenda.
Guaschino se llamó a silencio.
— ¿Y en qué consiste esa práctica? —Balbi empezaba a sentir que las cosas, una vez más, tomaban por senderos impensados. No se equivocó.
—Las mesas servidas son una tradición muy larga en el interior. Por lo general las realizan “especialistas”; a los que genéricamente se les llama curanderos. Ellos son los que las arman a pedido.
— ¿A pedido de quién?
—De algún chacarero. Dicen que esas mesas ofician como ofrendas, pero hay muchas explicaciones distintas. Algunos sostienen que sirven para ahuyentar malos espíritus y beneficiar así las cosechas. Otros afirman que se ponen en agradecimiento por un buen año. Por último están los que alegan que por medio de ellas se puede atraer espíritus y ejercer sobre ellos cierta influencia.
— ¿Y eso no es una leyenda? —preguntó Guaschino con ironía.
—Esas cosas pasan, profesor —adujo Menzoni con vehemencia—. No son cuentos de niños. Yo mismo las vi de chico. Hacía décadas que no escuchaba que alguien fuera testigo de algo parecido.
— ¿Y cómo puede haber influido esa mesa en lo que nos está pasando? —preguntó Andrea.
Menzoni sacudió la cabeza.
—No lo sé.
La manaza de Guaschino golpeó con la palma abierta sobre la mesa del bar. Todos se sobresaltaron.
—Creo que llegó la hora de irnos —dijo poniéndose de pie—. Por lo que veo están los tres muy sugestionados por cuestiones… extrañas. Me parece que lo mejor es poner la cabeza en agua fría y empezar a pensar todo el asunto con los ojos de la razón. ¡Sueños, fantasmas y ahora mesas servidas! Es demasiado para un viejo incrédulo como yo. Necesito tiempo para procesar todo. Y hablando de procesar, ¿hicieron analizar estas fotos? —preguntó señalándolas. Todavía estaban al lado de las jarritas de café.
—No —respondió Balbi—. Ross las miró con detenimiento y dijo que no hay truco. Es profesional en el tema, Hernán.
—Pues deberían mandarla a un laboratorio o algo así. Se sorprenderían de lo bien que se arman hoy las mentiras—. Sacó de su billetera veinte australes y los dejó junto a las fotos. —Yo invito —dijo y cargando el bolso encaró hacia la puerta de la Terminal.
—Tomaremos un taxi —explicó Balbi siguiéndole los pasos—. El Renault está hecho bolsa y lo mandé a un taller.

Lo primero que le llamó la atención fue que Eugenio no le hubiera dejado ningún mensaje en la conserjería, ni estuviera esperándolos en el hall. Sin esperar un minuto, Balbi cruzó la avenida y habló con el encargado del Hostal Fiumicino, en tanto Guaschino subió a su habitación a descansar un poco.
—No, señor. El señor Ross no está hospedado en este momento. Tengo la llave de su cuarto aquí —dijo el conserje—. Debió haber salido en algún momento.
— ¿Usted no lo vio? —El sujeto de camisa y corbata contestó con una negativa. Balbi se rascó la pera y miró hacia la calle, como esperando que Eugenio apareciera como por arte de magia—. Avíseme no bien regrese, por favor —dijo—. Estoy en el Tomaso di Savoia, acá enfrente. Habitación 107.
—Como no, caballero. Ya mismo le dejo un recado en el casillero —respondió y colocó una nota manuscrita junto con la llave de la pieza.
Balbi regresó a su hotel. Menzoni lo llamó desde los sillones del hall de entrada.
— ¿Y Andrea? —inquirió Balbi al verlo solo.
—Subió al cuarto. No me dijo nada. ¿Y Ross? —indagó.
—No sé donde se metió. No está en su hotel.
Relajado por los almohadones mullidos del sillón, Menzoni se desperezó como un gato. El mal dormir empezaba a hacerse sentir.
— ¿Llueve? —preguntó.
—Llovizna . ¡Qué tiempo de mierda! ¿Cuándo va a parar?
—Si te digo te miento. A esta altura ya no tengo idea. Agradecé que no se largó a nevar.
— ¿Nevar?... ¿Qué?... ¿Nieva acá?
—Algunas veces. Y hoy, con el frío que hace…
—Es cierto. Ahora que recuerdo vi algunas fotos con el paisaje nevado en los locales del centro.
—Che, me quedé pensando… —interrumpió Menzoni frunciendo el entrecejo.
— ¿En qué?
—El asunto ese de la mesa servida.
—Es rarísimo, ¿no?
—Sí. Y lo que más me extraña es que, como te dije antes, hacía mucho tiempo que no escuchaba que “sirvieran” una.
—Yo jamás había oído nada al respecto. De ser así no me habría impresionado tanto al verla.
—Al que no vi nada sorprendido es al viejo —dijo en referencia a Guaschino.
—A su edad parece que hay pocas cosas que lo sorprenden.
—Lo veo muy cambiado. ¿Vos, no?
—Es que hace mucho tiempo que no lo veías.
— ¡Años!... Pero lo noto distinto. Menos comunicativo, no sé…
—Es probable. Pero convengamos que lo que le contamos es muy poco común.
—Justamente por eso mismo.
— ¿Y qué querés que dijera?
—Tenés razón… Siempre fue un tipo muy racional.
— ¡Yo también!
—Pero tenés predisposición al cambio… ¿o no? —sonrió.
—La verdad que ya no sé qué pensar. Todavía tengo todo muy confuso.
—Yo también.
— ¿Te das cuenta? —dijo Balbi—Viajé hasta acá siguiendo la pista de unos nazis y mirá en qué estoy metido
— ¡Qué locura! —rió Menzoni.
—Decime una cosita, Ariel. Vos hablaste hace una rato de “especialistas” en mesas servidas…
—Sí.
—… de curanderos encargados de ponerlas…
—Sí.
— ¿Conocés alguno? ¿Hay alguien en La Falda que se dedique a esos extraños menesteres?
—Sí que hay. Se llama Alberto Rosendo Domínguez —respondió con la seguridad de un cura—. Está casado con una evangelista y tienen un “templo” (como ellos le llaman) a las afueras del pueblo. Es un garage remodelado, con bancas y un estrado desde donde ellos hablan. Tengo entendido que asiste bastante gente.
— ¿Tenés trato con él?
—En mi vida crucé una palabra, pero… me conoce.
— ¿Creés que sirva de algo ir a verlo y preguntarle?
—No sé… Dicen que tiene un carácter de mierda. ¿Por qué te interesa tanto hablar con él?
—La verdad es que cuesta verbalizarlo… —dijo Balbi—, pero si estamos lidiando con un fantasma, él tal vez nos pueda ayudar… ¿O no?
—Sé como ir hasta su casa. Si querés…
— ¡Dios! ¡Es un despropósito! —exclamó tomándose la cabeza—. ¡Estoy hablando de fantasmas! Ni yo me lo creo… Pero es que, cuando hablé con Guaschino por teléfono invitándolo a que viniera, me explicó algunas cosas que quisiera confirmar ahora.
— ¿Qué fue lo que te dijo?
—Comentó algo parecido a lo que vos explicaste en relación a… convocar espíritus.
— ¿Sí?... ¿Dijo eso? Parecía muy escéptico en el café.
—Y lo es. Pero está muy empapado en el tema de leyendas y folclore relacionado con fantasmas. Vos lo conocés bien. Cuando se mete a estudiar algo no para hasta leer y saber todo.
Menzoni se arrellanó en el sillón.
—Yo no tengo problemas en llevarte hasta lo de este tipo.
—Entonces, cuando venga Eugenio, vamos. ¿Te parece?
—OK.
Balbi se echó hacia atrás y estiró las piernas.
—Che, decime una cosa más: ¿en qué momento vamos a ir al Eden? —preguntó.
—Si el tiempo sigue así… no sé. La lluvia no para. Hoy a la mañana parecía que se despejaba pero ya ves como está ahora —dijo señalando hacia afuera.
— ¿Y de día? ¿No se puede?
—Es propiedad privada. Podríamos tener problemas con la policía.
— ¡Pero si no se ve nada desde afuera!
—Eso nunca se sabe. Pero no es sólo por la seguridad de la noche, sino porque el agua lo convierte en algo más peligroso. Ya te dije que hay muchas maderas y pisos podridos… podría haber un accidente. De todos modos —señaló—, dejámelo pensar y veo.
El ruido de cristalería desde el bar los alcanzó nítidamente.
— ¿Tomás algo? —invitó Balbi.
—No , gracias. Ya tomé en la Terminal. Mucho café me despabila, además estoy cansado. Mejor me voy yendo a casa —dijo poniéndose de pie— y me tiro un ratito a descansar.
—Hacés bien, andá. Te llamo a eso de las seis.
—Dale, pero si no llego a estar por algún motivo, dejale el recado a mi mujer. Voy a tratar de averiguar algo más sobre este Federico Tolosa. En la biblioteca municipal hay padrones viejos y algunos papeles.
—Habría que ir también al registro civil, ¿no?
— ¡Qué buena idea! No se me había ocurrido…
Se despidieron y Balbi subió a su habitación.
Andrea estaba recostada vestida sobre la cama.
— ¿Vas a dormir? —le preguntó Balbi al entrar.
—No. Me tiré un rato para relajarme. ¿Y Eugenio?
—No estaba. Debió salir. Después lo llamo.
— ¿Y dónde se fue ése?
—Ni idea —respondió y se recostó junto a su esposa.
Cinco minutos después se quedaron dormidos.



CAPÍTULO 13

Lejano, sordo, monótono. Así llegó el ruido de lo que parecían ser troncos golpeados por hachas. Un sonido repetitivo y monocorde que retumbaba en los tímpanos de Balbi como los tambores de la películas de Tarzán, que tanto disfrutaba cuando era chico. Le costó casi un minuto reconocer que era la puerta de su habitación la que se sacudía por efecto un puño ansioso.
Era Menzoni.
— ¿Qué te pasó? —le preguntó el cordobés visiblemente preocupado, parado bajo el marco de puerta.
Balbi seguía grogui. Las lagañas le impedían abrir bien los ojos. Estaba desconcertado. Seguía dormido.
— ¿Por…? —masculló.
— ¡Jorge, son casi las nueve de la noche! ¡Ocho y cuarenta y cinco! ¿Pasó algo?
—No… ¡Dios, nos quedamos fritos! ¡Qué barbaridad! ¡Qué manera de dormir!
—La verdad que me preocupé mucho. Cuando llegué a casa a las ocho de la noche y Nany me dijo que no habías llamado me vine corriendo para acá.
—Perdoname… Estábamos muy cansados. No nos dimos cuenta.
Andrea se asomó por detrás de su esposo. Sonreía y tenía todo el cabello despeinado.
— ¡Es increíble! Debe ser el aire serrano… No nos dimos cuenta —dijo.
Menzoni, relajado, lo palmeó en el hombro.
—Limpiate la cara, yo voy abajo. Los espero allá —y empezó a girar.
Balbi lo detuvo.
—Che, ¿Y Eugenio?... ¿Está con vos? —inquirió refregándose los ojos.
Hubo un corto silencio.
—No… —respondió el cordobés.
— ¿Y dónde está?
— ¡Qué se yo! ¿Todavía no se comunicó?
—No —respondió Andrea.
Balbi se despabiló de golpe. Una mala corazonada se le filtró por el pecho quitándole la modorra que arrastraba
—Vamos hasta su hotel… —dijo y agarrando la campera salió presuroso por el pasillo. Bajó por la escalera. No quería esperar el ascensor. Cruzó la calle, pero Ross no estaba.
—Todavía no regresó, señor —respondió el conserje—. No lo vi en todo el día.
La mala espina se le terminó de clavar en el pecho.
—Le pasó algo —dijo agitado.
—Pero, ¿qué puede haberle pasado? —preguntó Menzoni medio despreocupado.
—Dadas las circunstancias, cualquier cosa…
Menzoni se apretó las sienes. El porteño profesor en historia tenía razón. Ross podía estar en peligro. Un accidente, un atentado… cualquier cosa. Habían estado a punto de ser arrollados por un camión. Nada era sorprendente.
De inmediato llamaron un taxi y pidieron que los condujeran al hospital municipal. Ross podía estar herido, inconciente o —en el peor de los casos— muerto sin identificación. Los encargados de la morgue, dos jóvenes médicos de guardia, les dieron la mejor de las noticias: “No tenemos a nadie en la heladera.” Pero el periplo no terminó. Visitaron las dos clínicas privadas del pueblo. Tampoco lo encontraron en ellas. Ross se había desvanecido y ya era casi la medianoche.
Regresaron al hotel. Andrea los aguardaba junto con Guaschino en el hall de los sillones.
— ¿Y?... —preguntó con ansiedad.
—Nada. Se lo tragó la tierra —respondió su esposo.
—Debemos hacer la denuncia en la policía —saltó Guaschino.
Menzoni se contuvo de responder. Balbi asintió.
—Voy ya mismo. Esto me huele muy raro.
Guaschino se abrochó el saco de pana que tenía puesto.
—Voy con vos —dijo y miró a Menzoni—. ¿Venís?...
—Por supuesto… —respondió.
No se lo notó muy convencido.
—Andy, amor —dijo Balbi—, quedate acá por si regresa. Si lo hace tratá de comunicarte con nosotros.
Y sin más, partieron raudos hacia la comisaría local.
La llovizna, la puta llovizna, no dejaba de caer.

Ventura Sánchez se había quedado sola en la casa. Inés, su nieta, trabajaba en un restaurante durante toda la noche y la anciana lavandera compartía la soledad únicamente con los recuerdos. Estaba acostumbrada a moverse tranquila por todos los ambientes sin la mirada vigilante de otros y le encantaba no ser, al menos por una horas, “la vieja capaz de hacer un desastre tropezando con todo.” Veía tele, tomaba leche tibia con galletas, iba al baño cuando se le antojaba y revisaba los cajones con el empeño de un arqueólogo en una excavación. Ya desde su juventud había reconocido que era una chusma incurable. Todo eso la divertía, por más que siempre encontrara las mismas cosas en el fondo de los modulares y placares de la casa.
Cuando el reloj de la cocina dio la medianoche, Ventura no escuchó el suave tintineo que emitía y siguió imperturbable observando un viejo álbum de fotos que había hallado.
Ahí estaba Domingo. Joven, apuesto, viril en sus años mozos. También sus hijos y el dolor lejano de no verlos cuando ella quería. La luz del comedor había quedado prendida y los ruidos de la calle se habían aplacado. Los grillos no cantaban. Era invierno. Sólo el repiqueteo de gotas sobre el techo de zinc marcaban un ritmo inconciente que la mujer desatendía por completo.
La taza con leche y oporto tibio aún emitía una débil columna de vapor sobre la mesa. Las manos trémulas de la viejas ojeaban las fotos reviviendo escenas que ni siquiera recordaba haber vivido. ¡Qué extraña era la vida! Llegaba un momento en que lo imaginado y lo real se confundían, sin poder distinguir qué había sido deseo o qué experiencia concreta.
Sentada en la mesa junto a la heladera, trataba de reconocer rostros que había olvidado; entonces, la luz del comedor se apagó de golpe.
Curiosamente, la mujer lo advirtió.
— ¿Inés, sos vos? —preguntó con tono bajo y cansino, mientras cerraba el álbum.
No hubo respuesta. Sólo una negrura impenetrable que parecía haberse tragado todos los muebles al otro lado de la puerta.
— ¿Inés?... —volvió a llamar la vieja—. ¿Ya llegaste, querida?
Una persona cruzó de la sala principal. Apenas alcanzó notar que era un hombre.
Una hola de calor le abrazó la nuca. Ese sujeto le resultó familiar.
¿Domingo?... ¿Podía ser Domingo, su esposo fallecido?
Se reincorporó con dificultad. Las piernas le temblaban más de lo acostumbrado.
— ¿Domingo…? ¿Estás ahí?
Se acercó a la puerta del comedor. Extendió su mano nervuda y buscó el interruptor de luz a un costado. Lo apretó, pero la oscuridad se mantuvo. Asomó la cabeza. El pasillo que conducía a las habitaciones estaba tan negro como un trozo de carbón.
No se animó a seguir. Se agarró del marco de la puerta y estiró su desgastado cuerpo todo lo más que pudo tratando de atisbar quién andaba por ahí.
Y lo vio por segunda vez.
Era un hombre.
De pronto una cruda realidad le atravesó su conciencia. Podía ser un ladrón y sintió miedo
Miró el reloj que colgaba de la pared: 00:10 horas. Era demasiado temprano. Inés no iba a llegar a tiempo para ayudarla. Volvió sobre sus pasos, arrastrándolos hasta el aparador. Abrió el cajón de arriba, buscó y sacó un cuchillo. “No se la iba a llevar de arriba, no señor”, pensó. Estaría vieja, pero todavía le quedaban fuerzas para defenderse.
Tomó el mango de madera con la derecha. Colocó la punta del cuchillo apuntando de frente y se quedó parada, apoyándose contra el lavabo.
No escuchaba ni un solo ruido.
Reconocía que era sorda, pero no tan sorda como para no oír nada. El médico le había dicho que —a su edad— tenía que enorgullecerse de tener una audición tan buena; de hecho siempre oía la puerta de entrada cuando Inés llegaba por la madrugada.
¿Qué es lo que estaba haciendo ese tipo? ¿Por qué tanto silencio?
Los minutos transcurrieron como si fueran siglos. Suficientes como para que la vieja creyera conveniente alejarse de donde estaba y colocarse a un costado de la puerta de la cocina. Desde ahí, con seguridad, tendría más chance de sorprender al intruso.
Arrastró de nuevo su humanidad unos metros, bordeó la mesa y se quedó quietita, empuñando la hoja de metal con todas sus fuerzas. Asomó un poco la oreja al resto de la casa a oscuras.
Nada.
¿Estaría usando los patines de tela para no rayar el piso?, pensó. No era posible. Los chorros no usaban patines cuando iban a robar. ¡Qué tonta era al imaginar esas tonterías!, se dijo para sí.
A los cinco minutos empezaron a dolerle la piernas. Fue cuando oyó un batifondo de proporciones en su propia habitación, al otro lado del corredor.
No podía seguir esperando más. ¡Basta, se terminó! Venció el temor y se volvió a asomar. La luz de la pieza estaba encendida y la claridad le permitió ver muy bien el trayecto que conducía hasta ella. Tomó coraje y avanzó a paso lento.
El ruido que provenía de la habitación era extraño. Le recordaba mucho al sonido que producía la secadora eléctrica que ella usaba en el Eden para resecar las sábanas. ¿Cómo era eso posible? Hacía décadas que no lo escuchaba. Creía haberlo olvidado, pero el cerebro guarda detalles increíbles que permanecen ahí escondidos hasta que salen, reviviendo sensaciones que muchas veces eran imposibles de describir con palabras y comparaciones forzadas.
Cuando llegó al marco del cuarto se quedó muda. Su garganta era un lija.
La habitación estaba tal cual ella la había dejado. La cama tendida como siempre y el camisón sobre una silla, perfectamente doblado. Los cuadros de la familia, intactos contra pared y el ropero de seis patas ni siquiera se movía o tenía las puertas abiertas.
Entró.
El lugar no era tan grande como para que alguien se escondiera sin ser visto. Sólo un sitio podía servir de improvisada guarida. Uno ya tradicional: debajo de la cama.
No faltaba nada. Todo estaba en su lugar; hasta el vaso con agua que Inés siempre le dejaba sobre su mesita de luz.
Caminó con precaución, agachándose un poco para poder ver algo. No era el ángulo adecuado. Cuando alcanzó la cama, se sentó en el borde. Seguía blandiendo el cuchillo como un bizarro mosquetero inexperto. Se apoyó en el colchón y colocó su primer rodilla en el suelo. Entonces, sintió un olor familiar. Olor a jabón blanco, del mismo tipo que usaba cuando fregaba sábanas antes de quedar embarazada. Jabón El Federal. Sí, esa era la marca.
Ya de rodillas y soportando un fuerte dolor en las articulaciones, bajó la cabeza y miró debajo de la cama.
Al principio, lo único que detectó con claridad fueron sus pantuflas y un rulo de pelusas acurrucado contra la pared a un costado. Tenía que barrer, pensó, sintiendo alivio por no toparse con nadie; pero cuando se disponía a reincorporarse distinguió, en el ángulo de la pata que tenía más lejos, lo que parecía ser una bolsa de basura color negro —de unos veinticinco centímetros de alto—, casi pegada contra el muro que daba a la pieza contigua.
Forzó la vista, pero el claroscuro que producía el mobiliario no le permitió identificar qué cosa era.
Se agachó más. Estiró el brazo con la intensión de agarrarla, tratando de moverla un poco con la punta del cuchillo. Cuando apenas la rozó, el bulto se movió como si se despertara. Ventura Sánchez retiró el brazo con celeridad. Su ritmo cardíaco se aceleró y experimentó un fuerte mareo. Se había sobresaltado.
Tomó aire, se calmó y lo intentó de nuevo. Esta vez, esa cosa negra rodó hasta el borde en el que la vieja permanecía recostada.
No era una bolsa.
El grito de horror quiso salir expelido por la boca de la mujer, pero quedó atragantado en su garganta. Una mezcla de asco y sorpresa la dejó paralizaba mirando aquello sin poder quitarle la vista, hipnotizada por la repugnancia.
El bulto oscuro tenía ojos. Ojos grandes, vidriosos, que parecían botones de nácar cocidos encima de una hendidura morada, con dientes amarillentos y rotos.
La vieja gateó desesperada hacia atrás. Con el espasmo, el cuchillo le laceró el tobillo derecho, pero no fue eso lo que dolió, sino la infinita presión que sintió en el pecho. Era como si un elefante le aplastara el tórax sin misericordia.
El infarto masivo no tardó en dar resultados. La lavandera se contorsionó en el suelo, giró y murió al instante.
Para entonces, la cabeza de su marido muerto ya había desaparecido.



CAPÍTULO 14

Norberto “El Mulo” Lizarraga era comisario en La Falda desde hacía siete años y formaba parte de la Policía de la Provincia de Córdoba desde 1966. Desde aquellos tempranos días se jactaba de haber participado en la represión a los intelectuales de la universidad argentina, contribuyendo a la mayor “fuga de cerebros” registrada hasta entonces. Bastón en mano, su carrera no paró de crecer y al cumplir su primera década como “uniformado”, la nueva dictadura lo ascendió en jerarquía, responsabilidad y sueldo. Ya en marzo de 1976, a pocos días de concretarse el golpe de estado, Lizarraga empezó a combatir a la subversión internacional que, según la propaganda militar, amenazaba la integridad occidental y cristiana de la Argentina. Camuflado, a cara limpia, con o sin uniforme, “El Mulo” —como lo llamaban sus camaradas— había tenido una participación activa en el proceso de tortura, asesinato y desaparición de personas. Para él, el fin justificaba los medios; por ese motivo cuando en 1983 el regreso a la democracia dio vuelta la tortilla una vez más, sus fines cambiaron y no tardó en ocultar su pasado para mantenerse en el cargo. Todos reconocían que era un tipo sumamente práctico y acomodaticio.
En la dependencia de La Falda todos le temían. Aglutinaba en torno suyo la imagen de un hombre valiente, decidido y muy expeditivo, razón por la cual muchos eran sus imitadores, aplicando la famosa “ley del gallinero”, tan típica en el mundillo de las fuerzas armadas: “El que está arriba caga al que está abajo.” Y debía ser ese guano derramado desde las alturas el que le tapaba la vista a muchos. Lizarraga seguía en su puesto a pesar de todo, sin inmutarse por su pasado personal, ni inmutar a nadie.
Cuando Ariel Menzoni entró en la comisaría encabezando el grupo, Lizarraga estaba en su oficina “tratando temas urgentes con los vecinos”, como había dicho el oficial de guardia.
—Dígale, por favor, que lo nuestro también es urgente —manifestó Menzoni acodado al mostrador—. Queremos hablar con él.
—Para eso estoy yo, señor —retrucó el oficial con notable antipatía.
Menzoni conocía a ese tipo. Había sido compañero suyo durante parte de la secundaria. A pesar de todo, insistía en marcar distancia, evitando el tuteo, llamándolo “señor.” Sonaba raro en sus labios.
—Oscar —insistió Menzoni—, te pido por favor que lo llames. No le vamos a quitar mucho tiempo.
El policía ensanchó sus hombros.
—Le repito, señor, que el comisario no los puede atender en este momento.
Balbi miró la puerta cerrada de la oficina. ¿Qué tenían que debatir los vecinos a esa hora de la noche?...
Guaschino se acercó a Balbi.
—Estos tipos no cambian más — le susurró al oído
Jorge no respondió
—Queremos denunciar la desaparición de una persona —anunció Menzoni.
El oficial agarró un formulario y acomodó una lapicera entre los dedos.
—Deme el nombre —solicitó.
—Eugenio Ross —intervino Balbi—. Fotógrafo.
— ¿Número de documento?
— ¿Cómo?
—El DNI de la persona.
—No… no lo sabemos. ¿Cómo vamos a conocerlo? —contestó Menzoni—. ¿No basta con el nombre y apellido?
—La mayor cantidad de datos posibles siempre son bienvenido, caballero. ¿Cuánto hace que desapareció?
—Esta tarde, supongo. No sabemos nada desde la mañana temprano.
El oficial los miró uno por uno, aplastó la lapicera sobre la hoja en la que apuntaba los datos y se quedó quieto unos segundos.
— ¿Qué sucede? —preguntó Balbi intrigado.
—Señores —dijo—, no puedo tomarles la denuncia. No todavía…
— ¿Por qué no? —estalló Guaschino.
—Hay que dejar pasar por lo menos setenta y dos horas.
—Pero… no podemos esperar tanto —masticó Menzoni casi con furia.
— ¿Ya fueron al hospital?
—Y a las dos clínicas… —respondió el cordobés—. No está internado. Tampoco hay cuerpos en la morgue.
El policía hojeó una carpeta azul que descansaba a un costado.
—Es cierto, no se denunció ningún accidente —dijo.
— ¡Con más razón! —expresó Balbi.
— ¡Señor, creo haber sido claro! —respondió el oficial elevando la voz—. ¡No puedo tomarle la denuncia hasta dentro de por lo  menos cuarenta y ocho horas más!
—Pero…
—…¿De dónde es el señor Ross? —inquirió el policía.
—Buenos Aires —repuso Balbi.
— ¿Capital?
—Sí…
—Es posible que haya regresado por propia voluntad, ¿no?
—Oficial —gruñó Balbi sintiendo una profunda impotencia ante el cinismo del funcionario—, teníamos que reunirnos con él por la tarde. Además, todas sus pertenencias siguen en el hotel donde se aloja y no pagó la cuenta.
El oficial de guardia frunció la boca y levantó sus cejas.
—De todos modos, no puedo hacer nada. Hay que cumplir con los procedimientos.
— ¡Quiero hablar con el comisario! —estalló Balbi—. ¡Quiero ver al oficial superior de esta comisaría ya mismo!
—Le acabo de decir que está ocupado y no puede atenderlo —respondió elevando aún más el tono de voz, que retumbó en toda la dependencia.
Nadie oyó la puerta que se abría.
— ¿Qué es lo que pasa acá?
La aguda voz de Lizarraga cortó de lleno la discusión que se iniciaba.
El oficial de guardia abrió la boca para excusarse y explicar lo que sucedía, pero “El Mulo” levantó la mano deteniéndolo, al tiempo que sus ojos negros y desangelados se estaqueaban en los de Ariel Menzoni. Parecían echar chispazos.
—Comisario —titubeó el cordobés inhibido por la estampa uniformada de Lizarraga—, necesitamos hablar con usted…
— ¿Y para eso necesita andar gritando como un loco?
—Perdónenos, pero un amigo ha desaparecido —alcanzó a decir Guaschino— y no nos quieren tomar la denuncia.
—El oficial dice que tenemos que esperar cuarenta y ocho horas—agregó Balbi visiblemente sulfurado—. Usted se imagina que…
— ¡Un momentito! —exclamó Lizarraga levantando sus dos brazos con las palmas hacia el frente—. ¡Un segundo, señores, que esto no es un mercadito! —Una vez que los presentes se callaron, el comisario señaló a Menzoni y lo invitó a que le diera “un estado de la situación.” Éste no tardó más de un minuto en resumirle el problema. Lizarraga lo oyó con atención, acariciándose su tupido bigote con el labio inferior.
Balbi sintió que Menzoni estaba nervioso. Se podía observar a simple vista que la voz le temblaba y que la presencia del comisario le producía una notable incomodidad. Cuando hubo terminado, Lizarraga se dirigió al oficial de guardia.
—A ver, Cárdenas, haga lo siguiente —ordenó—. Tómeles la denuncia a los señores y mañana mismo, a primera hora, disponga la búsqueda del señor Ross. Vamos a hacer una excepción en este caso y saltear los escollos de procedimiento. —Giró la cabeza y lo miró a Menzoni—. ¿Le parece bien?
—Gracias, comisario.
Balbi intervino en la charla.
—Pero…, ¿no puede ordenar q ue lo busquen ahora?
El policía lo caló de arriba abajo.
— ¿Y usted quién es, caballero? —preguntó secamente.
—Profesor Jorge Balbi —respondió anteponiendo, como nunca lo hacía, su título universitario.
—Mire, profesor —dijo Lizarraga—, más no puedo hacer. Agradezca que tiene ante usted a una persona comprensiva, señor, y que va a ganar más de dos días… ¿De dónde me dijo que era?
Balbi no se lo había dicho.
—De Buenos Aires —contestó cortante.
— ¡Ah, de la Capital!... ¡Ahora entiendo su ansiedad! —exclamó sonriendo—. Tengo entendido que por allá quieren hacer todo muy rápido.
—Cuando alguien desaparece, sí, comisario —respondió secamente.
—En ese caso, profesor, despreocúpese que desde acá —dijo señalando la comisaría— vamos a actuar más rápido de lo que el procedimiento indica. Y ahora —señaló—, me van a tener que disculpar, señores. —Y sin el saludo protocolar, giró sobre las botas y caminó hacia su oficina, no sin antes repetir la orden al subordinado.
—Sí, señor comisario —adujo Cárdenas adoptando una postura firme.
Lizarraga abrió la puerta y se perdió de vista.
Menzoni, que lo siguió con la vista, alcanzó a colar su mirada en el interior de la oficina y, antes de que la puerta se volviera a cerrar, vio reflejado en un espejado que colgaba al fondo de la habitación la silueta sentada de un hombre alto, rubio y de piel muy blanca.
Era Friedich von Berger.

Salieron de la comisaría consternados. Caminaron unas cuadras bajo la llovizna haciendo caso omiso al frío que les calaba los huesos. La desaparición de Eugenio y la gélida actitud de la policía ante la denuncia, los retraía a épocas oscuras del país, en el que la gente se esfumaba como el fantasma que tanto —ahora— los atormentaba. Menzoni no podía quitarse de la cabeza la imagen de von Berger sentado frente al escritorio del comisario. ¿Era casualidad, coincidencia o acción del enemigo?
        El cordobés respiraba agitado. Los últimos sucesos y las averiguaciones obtenidas esa misma tarde —después de dejar a los Balbi en el hotel— lo abrumaban. Pugnaban por salir convertidas en palabras. Pero se le hacía difícil. Quería sintetizar todo en segundos. Los conceptos se entreveraban, no podía ajustarlos a una explicación clara. Balbi y Guaschino esperaban con ojos desorbitados de ansiedad.
Buscaron sin éxito un café abierto. Eran casi las dos de la mañana y La Falda tenía sus calles desiertas. El asfalto húmedo, las marquesinas goteando lluvia y ese silencio serrano, profundo, enmarcado por las montañas cercanas, se agudizó cuando alcanzaron la avenida Eden y miraron en dirección al viejo hotel.
Se detuvieron debajo de la saliente de un negocio cerrado. Balbi le pidió a Menzoni que terminara de ordenar sus conceptos y éste se despachó con más serenidad.
—Me pasé la tarde yendo de una lado para otro —dijo un poco más calmo—. Tenía pensado en irme a dormir una rato, pero tu idea del Registro Civil me quedó dando vuelta en la cabeza y me desvelé. Llegué a casa, me di un baño y salí de nuevo; no sin antes llamar a un amigo que tengo en el registro. Cuando llegué allá, me tenía preparadas toda una serie de carpetas que revisamos minuciosamente, amén de entrar en la base de datos de la computadora. Al final de cuentas, no encontramos nada. No hay certificado de defunción de ningún Federico Tolosa, ni parientes que sigan vivos. Tampoco encontramos el acta de nacimiento, que de seguro debe estar guardando polvo en alguna parroquia del valle. Tolosa desapareció de la historia. Pero eso no es lo más importante —dijo—. Entre los papeles, como imaginarán, encontré expedientes de muchos vecinos conocidos del pueblo. Expedientes todos muy viejos: cambios de domicilio, pedidos de casamiento, registro de recién nacidos, renovaciones de libretas de enrolamiento, etc. ¿Y adivinen qué?... En medio de todas esas cosas encontré esto —y extrajo del bolsillo interno de la campera una fotocopia que tenía plegada en cuatro partes. La abrió con cuidado y la mostró como quien muestra el mapa de un tesoro. Era una ficha personal en la que se consignaban datos de una persona. En el ángulo superior derecho, pegada con una cinta amarillenta y vieja, había una foto carnet en blanco y negro. Era el retrato de un hombre joven. Un muchacho rubio, de mandíbulas cuadradas y cabello cortado al ras. Tenía sus mejillas afeitadas casi con obsesión. Los ojos eran celestes, como los de un gato siamés, y la mirada clara de solemnidad teutona.
— ¿Quién es? —indagó Balbi.
—No lo conocen en persona —explicó Menzoni—, pero yo lo tengo nombrado varias veces desde que llegaron.
Balbi volvió sus ojos al papel. Releyó los datos de nuevo y le pasó la ficha a Guaschino. No tenía idea a quién se refería.
—Acá dice que se llama Fredy Belggen… —sostuvo desorientado.
— ¿Y quién es Fredy Belggen? —repitió Guaschino.
Menzoni tenía las manos transpiradas a pesar del frío.
—Aunque parezca extraño —dijo—, el tipo de la fotito es Friedich von Berger.
— ¿Cómo?... ¿Von Berger?... —exclamó Balbi—. ¿Y qué hace su foto en la ficha de otro?
—Un error… —murmuró Guaschino.
—No lo creo —respondió Menzoni—. La foto está pegada con una cinta adhesiva de papel muy antigua. Si fuera un error, es un error que se cometió hace mucho tiempo.
— ¿Qué fecha tiene? —preguntó Guaschino.
—Es de 1922.
— ¡Guau!... ¡Viejita!
Balbi sospechó que el cordobés quería comunicarles algo importante.
—Ariel —le dijo—, andá al grano, por favor.
—Lo que quiero advertirles —sostuvo con seriedad— es que Fredy Belggen es el verdadero nombre de Friedich von Berger. Su nombre original.
—Es más sencillo pensar que es un error…
—Sí, es lo que creí al principio, pero me equivocaba. —Extrajo otra fotocopia, esta vez de un viejo periódico—. Cuando salí del Registro Civil, me fui directamente hasta el archivo de diarios de la biblioteca municipal y revisando La Voz del Interior, revolviendo en viejas cajas, encontré este artículo de 1921 —dijo y se lo entregó a Balbi.
Era un típico escrito periodístico de la época. Letra chica, abigarrada, con muy poco interlineado y rodeado de otros artículos de igual características. De no ser por la foto blanco y negro que tenía en el encabezado, hubiera pasado desapercibido.
LA VOZ DEL INTERIOR, 30 de enero de 1921
NOTICIAS SOCIALES
La señorita María Lucrecia Aráoz López de Arándolla, agradece al joven Jefe de Mayordomos del Hotel Edén, Fredy Belggen, por la voluntariosa actitud demostrada ante la enfermedad de Silver-Ring (caballo purasangre, propiedad del señor José Arándolla).
Ella, su familia y los socios del Jockey Club Buenos Aires, desean destacar su grandeza de espíritu, generosidad y don de gente por los trámites que gestionó desde las sierras de Córdoba.
—Vean quién está en la foto de acá —señaló Menzoni.
Balbi acercó la cara a la fotocopia. Observó y comparó con la ficha que todavía tenía Guaschino entre sus dedos.
—Es la misma persona—dijo—: Fredy Belggen
—Pero ése no es Belggen —exclamó el cordobés— ¡Es von Berger de muy joven! ¡Conozco a ese hijo de puta!
Guaschino frunció el entrecejo.
—Dos errores de identidad, en el registro Civil y en el diario, es casi imposible —sentenció.
—A eso me refiero —aseveró Menzoni—. Este tipo se cambió el nombre en algún momento, después de 1922…
—OK, estamos de acuerdo —dijo Balbi—, pero, ¿a qué viene todo esto? No comprendo.
— ¡Von Berger o Fredy Belggen, como quieran llamarlo, estaba en la comisaría hace un rato, hablando con Lizarraga! —expresó Menzoni.
— ¿No es acaso un vecino importante? —irrumpió Guaschino tratando de racionalizar la coincidencia.
—Sí, es muy importante… Pero, ¿a los dos de la mañana?... ¿Qué hacía a las dos de la mañana en la comisaría?
—Esto huele cada vez más a podrido —agregó Balbi.
—Los acontecimientos se están disparando de un modo muy extraño —señaló Menzoni.
— ¿Qué se supone que tenemos que hacer? —inquirió Guaschino.
—Por el momento seguir buscándolo a Eugenio —dijo Balbi.
—No creo que Lizarraga haga nada para encontrarlo —sentenció Menzoni.
—Tendríamos que ir a un juzgado y hacer la denuncia ante un fiscal…, no sé.
—Muchachos —intervino el viejo profesor—, paren un segundo. Detrás de todo esto tiene que haber una explicación sencilla. No gestionemos conspiraciones. Vamos a perder el rumbo si hacemos eso. Tal vez el señor Ross ya esté de regreso en el hotel. Sugiero que vayamos de inmediato para allá y avancemos paso a paso. Nos estamos mojando, hace frío y debemos tener las cabezas despejadas para pensar con claridad. Me temo que nos estamos sugestionando y…
—… ¡Hernán, no me vengas con eso de la sugestión! —estalló Balbi—. ¡La foto no es sugestión! ¡La desaparición de Eugenio no es sugestión! ¡El atentado de ayer tampoco lo es! ¡Las casualidades se acumulan y crecen en número como una bola de nieve! ¿De qué sugestión me estás hablando? ¡Estamos ante hechos concretos!... ¡Hechos! ¡Y nadie los está imaginando!... ¡Al menos yo no!
De haber tenido una puerta a mano la hubiera golpeado con todas sus fuerzas, con bronca. Pero no había una puerta que golpear.
Giró sobre sus talones y salió caminando bajo la lluvia a toda velocidad.

Ofuscado y con cierto sentimiento de culpa, Balbi tocó el timbre del hotel. A esas altas horas ya permanecía cerrado. Miró a través del vidrio de la puerta pero no vio a nadie. El sereno no estaba en la conserjería. De seguro había salido a recorrer las instalaciones, pensó. Tocó timbre por segunda vez, como para asegurarse de que el viejo lo oyera y volteó hacia el centro comercial. Guaschino y Menzoni caminaban lentamente hacia él, a una cuadra y media de distancia.
Había tenido un arranque de furia con la persona menos indicada. ¡Pobre Hernán! ¿Por qué no lo había gritado así al comisario? Sintió que era un cobarde. Un cagón que sólo podía descargar su bronca contenida contra un viejo indefenso que sólo pretendía ayudar calmando las aguas. ¿Hasta qué punto Guaschino toleraría semejante arranque de adolescencia tardía? El profesor no tenía por qué soportar sus pulsiones idiotas. Él mismo lo había traído a La Falda para que lo asesorara y evitara caer en un mar de suposiciones delirantes. ¡Era su cable a tierra y, cuando empezaba a cumplir con su función, le gritaba en la cara y se marchaba corriendo como un chico caprichoso!  No era normal que él se comportara de esa forma. En realidad, nada de nada era normal en ese pueblo.
Se refregó los ojos. Le iba a pedir perdón no bien llegara.
Oyó girar una llave en el tambor de la puerta,
— ¡Ah, es usted! —exclamó el sereno, linterna en mano, al tiempo que abría y lo invitaba a entrar—. Perdóneme, estaba en el sector de la pileta cubierta revisando todo.
Balbi le regaló una sonrisa de cortesía.
—No se preocupe —le dijo—. Imaginé que estaba ocupado. —El sereno se hizo a un lado y Balbi cruzó el hall en dirección al ascensor—. Deje abierto un segundito —pidió mientras llamaba al elevador—. Ya vienen mis dos compañeros.
El viejo se asomó a la vereda y miró avenida abajo. Guaschino y Menzoni ya estaban en la esquina más cercana.
— ¿Y su esposa? ¿Dónde quedó? —preguntó curioso.
Con la puerta corrediza del ascensor en la mano y a punto de entrar en su cubículo, Balbi sintió una puntada en las sienes.
— ¿De qué habla? —indagó.
—Su señora no viene con los otros caballeros —respondió el sereno, señalándolos con el pulgar
Balbi experimentó un vacío debajo de sus pies. Era como si le quitaran el piso y estuviera a punto de caer por un pozo negro sin fondo.
— ¿Qué dice? Mi mujer se quedó aquí.
El cuidador puso cara de sorpresa.
—Pero, señor —masculló—, usted la llamó por teléfono hace una hora para que fuera a verlo.
— ¿Yo?... ¡Yo no la llamé en absoluto!
—Pues alguien lo hizo. Ella salió a buscarlo. No está en el hotel. Yo mismo le pasé la llamada a su habitación y la despedí en la puerta cuando se fue.
Esas palabras fueron un mazazo directo al pecho de Jorge Balbi. Experimentó un leve mareo y el estómago se le estrujó, expandiéndose y contrayéndose, como un fuelle. Respiró con dificultad. De pronto, todo el hall del Tomaso di Savoia se dilató adquiriendo una consistencia gelatinosa. Las paredes parecían temblar. El mundo tomaba otra forma. Fue entonces cuando comprendió que sufría algún tipo de ataque. No sabía qué era. Sólo era conciente que Andrea había caído en una trampa.
Cuando se desplomó de rodillas al suelo, escuchó el aullar de un animal que gritaba de sufrimiento. No supo identificarlo. Venía de muy lejos. Casi de la otra parte del planeta.
De haberse mantenido despierto se hubiera dado cuenta que ese aullido no era de lobos. No había lobos en Córdoba. Provenía de su propia garganta reseca. Era un grito de miedo que anticipaba lo peor. Un alarido que partía desde lo más profundo de su ser. Recién cuando se precipitó contra los mosaicos del piso y perdía la consciencia al chocar con la cabeza, alcanzó a ver —en una décima de segundo— a sus dos amigos entrar en el hall.




CAPÍTULO 15

Dolor.
Era lo que sentía Jorge Balbi en las piernas y brazos.
Dolor y frustración.
Impotencia.
¿Qué otra experiencia podía ser más genuina en un hombre joven que sólo dos horas antes estaba en perfectas condiciones al soportar el escarnio de no poder moverse, postrado en una cama de hospital?
Aislado y con frío en todo el cuerpo, Balbi murmuraba incoherencia. No podía hacer coincidir lo que pensaba con lo que decía. Sus labios apenas pronunciaban las palabras más sencilla. Era como si algo le impidiera a su cerebro mandar las ordenes correctas. En alguna parte del camino, éstas se perdían y a la impotencia de no poder pronunciar el nombre de su esposa se le sumaba el miedo de que estuviera muerta.
De milagro su tabique nasal seguía intacto. El impacto que recibiera en la cara al momento de chocar contra el piso le había dejado un moretón enorme que se extendía por toda su mejilla derecha y parte del arco superciliar hasta cubrirle la mitad de la frente. Todo su rostro era una mancha violácea que, con inconciente vocación imperialista, avanzaba con el paso de los minutos desfigurándolo más y más.
Pero la procesión iba por dentro.
El verdadero problema lo habían diagnosticado los médicos de guardia: hipertensión arterial como producto de un pico de stress, con posible secuelas cerebrales.
Había que esperar cómo evolucionaba en las próximas horas para poder trasladarlo a Villa Carlos Paz y hacerle una tomografía computada en un hospital con mejor tecnología. La Falda carecía de esa aparatología moderna y con una simple radiografía —como le habían hecho— lo único a descartar era la fractura de cráneo.
—Lo dejaremos sedado hasta tanto sus signos vitales mejoren —les explicó a Guaschino y Menzoni el especialista a cargo—. Lo estabilizamos pero hay que esperar un poco más y ver qué tratamiento seguir. No es conveniente que lo movamos por ahora. Tiene que descansar y relajarse. Va a quedar internado bajo observación médica. Los mantendremos al tanto —y sin más se retiró caminando velozmente por el largo pasillo de la sala de “terapia intermedia.”
Eran las cinco y media de la mañana y el frío exterior parecía colarse dentro del nosocomio como si éste fuera una inmensa carpa llena de camas.
Por el momento no había nada que hacer en ese lugar; y esperar —como quien espera la postrera exhalación de un moribundo— era lo último que Guaschino y Menzoni deseaban. No iban a velar al amigo antes de tiempo.
Intercambiaron unas pocas palabras con una enfermera, le dieron el número de teléfono del Tomaso di Savoia —recomendándole que los llamara por cualquier cosa— y salieron a la calle.
Estaban desencajados. No podían terminar de asimilar la catarata de acontecimientos que los envolvían. Ross y Andrea habían desaparecido —tal vez secuestrados— y los hechos no parecían inclinarse a favor de ellos. La policía mostraba una desidia manifiesta y uno de los vecinos más prominentes del lugar se asomaba por detrás de todos los hechos. No cabía duda de que les estaban poniendo palos en la rueda. ¿Valía la pena seguir asumiendo tantos riesgos? ¿Hasta qué punto era conveniente comprometerse más en tan turbios temas? ¿Qué escondían? ¿Qué querían mantener fuera de la vista de todos?... Si por Guaschino fuera, dejaría todo como estaba; buscaría a Ross y a Andrea y regresaría corriendo a Buenos Aires. Pero Menzoni veía las cosas de otro modo. Su contexto existencial era diferente. Él era de La Falda y no estaba dispuesto a bajar los brazos. ¡Ya no más!... Lo habían provocado hasta el límite. Además, sabía que de no insistir la cosas iban a empeorar. Fuera quien fuera la persona que manipulaba los hilos de los sucesos no cejaría hasta tenerlo tendido bajo sus pies o, directamente, bajo tierra.
En la esquina del hospital había un café, El Galeno (un nombre típico para un bar hospitalario, que se repetía en más de una ciudad). Entraron y pidieron un desayuno completo. Tenían que recuperar energías. Como decía Guaschino, “la cabeza trabaja mejor cuando está bien alimentada.”
Ambos estaban cansados. Toda una noche sin dormir se notaba en las ojeras y tono macilento de sus rostros. Bostezaban por turno y tenían los ojos brillosos. “Mi reino por una cama”, pensó Guaschino, pero sabía que no podría ir a descansar en breve. De todos modos imaginó todo su cuerpo desparramado sobre un colchón, disfrutando de la tibia sensación de unas sábanas bien gruesas.
—Y ahora… ¿qué hacemos? —le preguntó al cordobés, en tanto la camarera se retiraba al mostrador.
Menzoni se refregó la cara.
—No sé…—dijo—. Esperar, supongo. ¿Qué otra cosa?
— ¿Nos vamos a quedar con los brazos cruzados sin averiguar qué pasó con Andrea y Eugenio?
—No, no es eso… La policía dijo que iba a encargarse del asunto hoy temprano y…
—... ¡Pero si vos no confiás en la policía! ¿Qué decís?
—No… sí, es verdad. No confío en ellos, pero hay que dejar que hagan algo. No se me ocurre nada en este momento. ¿Qué recursos tenemos para empezar una búsqueda sistemática? ¿Ir persona por persona preguntando a tonta y locas si saben algo?
—Eso no va a servir de nada —sentenció Guaschino—. Lo que hay que hacer es ir a ver un fiscal ya mismo. Ahora.
—Tiene razón, profesor —repuso Menzoni—. Después de tomar algo vamos para allá. Estoy mareado…
Guaschino se frotó los ojos con fuerza. Le picaban.
—Todo esto es insano —dijo—. ¡No puedo creer que exista tanta impunidad en plena democracia!
Menzoni levantó la mirada.
— ¿Democracia? —preguntó retóricamente—. ¿En verdad cree que la democracia existe en el país?
—No… —respondió el viejo. La realidad histórica se imponía más allá de las páginas de los diarios—. Todavía nos queda mucho por aprender.
—Hasta tanto el aparato represivo de la dictadura no se termine de desmantelar, los riesgos van a persistir. Mire lo que nos está pasando ahora.
—Esos hijos de puta son duros de roer, pero ya les caerán los juicios sobre sus cabezas. Dicen que para fin de este año van a dar las sentencias a los miembros de la ex-junta militar. Serán condenados, sin duda. Van a pagar por las atrocidades que cometieron en los setenta.
Menzoni, como todos los argentinos, sabía a qué se refería. Los tribunales de la novel democracia radical había emprendido una operación jamás vista desde los juicios Nuremberg: llevar al banquillo de los acusados a los principales responsables del terrorismo de estado del período 1976-1983. Había esperanzas entre los demócratas del país y las investigaciones realizadas por la CONADEP  probaban que el gobierno de facto había desplegado un plan sistemático para torturar, matar y desaparecer seres humanos. Algo nunca visto en la larga historia de horrores de la Argentina.
Pero las persistencias del pasado cercano todavía se hacían sentir.
Menzoni frunció el ceño.
—Si fueran solos ellos, el problema sería mucho más sencillo —dijo—. La cuestión es que vivimos en una sociedad que sigue siendo autoritaria y que nos falta mucho por aprender y ser tolerantes. Recuerdo que un profesor en la facultad me dijo eso hace mucho tiempo…
Guaschino sonrió al reconocer sus propias palabras.
La camarera llegó con el pedido más rápido de lo esperado. Colocó sobre la mesa un plato con seis medialunas y dos tazas con café con leche bien caliente. Menzoni entibió las palmas de las manos colocándolas sobre el vapor que salía por el borde de su taza. Guaschino arremetió sin culpa contra las facturas. No imaginaban que tenían tanto apetito.
Cinco minutos después, un patrullero de la policía provincial estacionó en la puerta de El Galeno y dos oficiales uniformados bajaron, acomodaron sus gorras, entraron al café y saludaron a la linda camarera que los observaba desde el mostrador.
Cárdenas, el policía que les había tomado la denuncia en la comisaría, se acercó a la mesa de Menzoni. Ariel le dirigió una mirada displicente.
— ¿Qué fue lo que pasó? —preguntó el oficial sin preámbulos—. Venimos del hotel.
—La esposa del profesor Balbi desapareció. La secuestraron —sentenció Menzoni muy serio, adelantando una hipótesis aún no confirmada.
— ¿Otra persona más? —inquirió Cárdenas sorprendido.
—Me parece que van a tener que rever sus medidas de seguridad en este pueblo —agregó Guaschino con marcado y molesto sarcasmo.
Cárdenas no le respondió.
— ¿Qué fue lo que le pasó al profesor? —preguntó.
—Tuvo una desmejora. Está internado en el hospital —explicó Menzoni.
El oficial chasqueó sus labios.
—En ese caso, ustedes dos tendrán que acompañarme a la seccional. El comisario quiere hablarles con más tiempo.
— ¿Qué?¿Ya se retiró el señor von Berger?
Las palabras de Menzoni sonaron ásperas. El policía guardó silencio.
Finalmente, agregó:
—Les rogaría que vengan conmigo. Hay que ganarle tiempo al tiempo.
— ¡Ah! —exclamó Guaschino intempestivamente—. ¡Ahora sí se preocupan por los tiempos! ¡Vamos mejorando! ¡Hace unas horas no quería tomarnos una denuncia y ahora quieren ganar tiempo! ¡Me alegra el cambio de actitud, oficial!...
—Yo sólo cumplo órdenes, señor —masculló Cárdenas. Era una excusa muy de moda en esos días, en especial en el tribunal que juzgaba a los torturadores de antaño.
Menzoni se reincorporó, sacó de su billetera una veintena de australes y pagó el desayuno, dejándolos sobre la mesa.
— ¿Nos vamos, señores? — dijo el policía, invitándolos con la mano a salir del café.
—No —contestó de golpe Menzoni—. No podemos ir los dos —Guaschino lo miró sorprendido—. Balbi necesita que alguien se quede con él —mintió—. Creo que lo más conveniente es que usted lo acompañe, profesor. Cuando el hospital me dé el parte médico, corro hasta la comisaría.
Cárdenas titubeó. Sabía que no podía obligarlo a nada.
—Como quiera —dijo, insistiendo en no tutearlo—. Lo esperamos más tarde. —Giró sobre sus botas bien lustradas y mientras se encaminaba al patrullero lo miró a Guaschino: —Lo espero en el móvil, señor.
No bien Cárdenas salió a la calle, Guaschino se abalanzó sobre Ariel.
— ¿Qué te pasa? ¿Te volviste loco? ¿Por qué no venís conmigo?
—No, vaya usted, Hernán. Sígales la corriente. Quiero hacer antes unas averiguaciones.
— ¿Qué cosa?... ¿A dónde vas a ir?
Menzoni bajó aún más el tono de voz.
—A lo del “brujo” —le respondió al oído.

La sala de terapia intermedia —el paso previo a la tan temida “sala de cuidados intensivos”— era una habitación inmensa, de altos ventanales con vidrios esmerilados y una docena de camas blancas, hechas de hierro, colocadas una al lado de la otra. Sus acolchados —de color claro— se veían casi perfectos, lisos, prolijamente sostenidos por los colchones y sin nadie a quien cubrir. Sólo el lugar que ocupaba Balbi daba señales de vida. Una vida que luchaba y parecía abrazarse al trípode del que colgaba el suero que lo alimentaba.
Balbi seguía sin poder movilizar sus músculos normalmente. Podría haberlo hecho con mucho esfuerzo, pero su mente racional —aturdida por los fármacos— alcanzaba a decirle que no lo hiciera, que era en vano. Que era preferible descansar y esperar.
Los párpados le pesaban. Apenas los entreabría. A través de las pestañas podía ver un mundo difuso de claridad y sombras indefinidas, de molduras y círculos florecidos que no eran otra cosa que los decorados antiguos del cielorraso del hospital. Pero Balbi no se percató de ello, ni supo interpretarlos correctamente. Seguía mareado, dopado como un compulsivo fumador de opio.
Sabía que algo malo le pasaba. No estaba seguro qué, aunque —aún soportando lo peor—no era esa la idea que más lo acongojaba. En el fondo remoto de su conciencia, sentía que Andrea corría peligro y él no podía hacer nada. Ni siquiera articular una palabra de forma correcta.
Los sonidos le llegaban como venidos de otra dimensión. A lo lejos —muy lejos—, demasiado como para calcular la distancia, el inconfundible timbre de voz de una mujer hablando por teléfono lo traía de a ratos al mundo real. Era la enfermera de turno que reía y charlaba con alguien.
¿Qué era lo que tenía?, se preguntó. ¿Qué le había pasado? No recordaba nada, excepto al sereno del hotel dándole la peor noticia que esperaba recibir. ¿Sería un infarto? ¿Una hemiplejía o algo peor?
Carecía de respuestas. Por otro lado, aún consiguiéndolas —tal y como se sentía— habría comprendido muy poco.
Quiso moverse, pero no lo consiguió. Lo mejor sería someterse a esa cama de hospital y esperar una recuperación rápida. Entonces escuchó que alguien se le acercaba. El sonido de tacos era inconfundible.
Levantó unos milímetros sus párpados con mucho esfuerzo y notó que una sombra se paraba a los pies del camastro. La chillona voz de la enfermera dejó de oírse.
Balbi trató de mantener los ojos abiertos lo más que pudo, pero los sedantes que le habían aplicado le impedían ver claramente el rostro del sujeto, que por entonces no era otra cosa que una silueta borrosa contra el blanco de las paredes que tenía por detrás.
Estaba inmóvil. Más parecía una fotografía que un ser humano de carne y hueso.
En su estado de ingravidez mental, Balbi creyó reconocer la figura. Le costó unos segundos identificarla y arriesgar una respuesta. Conocía esos hombros. El corte de la cabeza y el modo de pararse, flexionando una de la piernas dejando la otra rígida como un flamenco, lo remitían sólo a un individuo: Eugenio Ross.
— ¿Euge?... ¿Dónde estabas?
La pregunta, más pensada que articulada, surgió de repente. Balbi sintió que algo se modificaba dentro suyo. Era una inesperada bocanada de esperanza. Si Ross había reaparecido, con seguridad la suerte de Andrea podía ser aclarada del mismo modo. Tal vez había sido Eugenio quien la llamara…
El sujeto se movió. Caminó hasta el borde de la cama. Se inclinó un poco sobre Balbi, le acercó la cara y ésta se volvió identificable.
No cabía duda: era Ross. Pero lo notó raro. Estaba pálido y tenía algo sobre la cabeza que lo encanecía prematuramente. No eran canas. Era polvo. Un polvo muy fino y blanco que le cubría los cabellos de manera pareja y uniforme.
— ¿Qué te pasó? —volvió a inquirir Balbi, moviendo apenas la boca—. ¿Dónde te habías metido?
No se escuchaba a sí mismo y dudó de que, efectivamente, algún sonido saliera por entre sus labios. Aún así, Ross le respondió:
—Quiero que veas algo —dijo.
La palabras del fotógrafo retumbaron en el cráneo de Balbi. Podía entenderlas, pero las oía extrañas. La frase murmurada no coincidía con el movimiento de la boca de Ross. Había un defasaje. Un desajuste entre lo dicho y el tempo en el que se movían sus labios.
— ¿Qué es lo que pasa? —insistió Balbi sorprendido y mareado por el esfuerzo de mantener la charla.
Ross no dijo nada, pero los vocablos de Balbi, articulados con dificultad, confirmaron lo que sospechaba: Eugenio no había hablado con normalidad.
Él tampoco.
Las palabras llegaban a su conciencia sin la intermediación de sonidos. Estaban protagonizando un extraño evento de telepatía. Y eso lo asustó.
—No tengas miedo —lo calmó Ross—. Sólo observá los detalles que te voy a mostrar.—Y sin más, le colocó sus dos manos sobre la frente.
Balbi experimentó un sacudón en todo el cuerpo. Un poderoso choque eléctrico le recorrió cada una de sus fibras y la sala del hospital en la que estaba internado se desvaneció en un parpadeo.

Un par de perros salieron a recibirlo ladrando como locos, pero Ariel Menzoni —que los vio venir de lejos— no aminoró la marcha. Se irguió todo lo más que pudo y siguió caminando en dirección al chalet. Controló su temor. Sabía que los perros olían la adrenalina de las personas y, según el rumor popular, eso los volvía mucho más agresivos. Respiró hondo y los enfrentó sin levantar los brazos, ni demostrar miedo. Dos perros de porquería no iba a amilanarlo. Además, no eran tan grandes.
Desoyó los ladridos, pasó junto a ellos sin demostrarles interés y alcanzó el porche de la casa. Pensó en dar unas palmadas para llamar al propietario, pero eso alteraría aún más a las bestias. Decidió tocar el timbre. Los animales gruñían a su lado sin tocarlo. Los tenía a centímetros de sus tobillos. De morderlo, le dejarían profundas heridas. Sus colmillos sí que eran grandes.
La casita de Alberto Domínguez era una típica construcción serrana revestida de piedras. Humilde, pero digna. Cómoda en una primera impresión. Tenía un largo parque al frente y un garage para tres autos sobre la derecha. Un garage que nadie en la familia usaba. Inhabilitado para guardar coches, servía de improvisado templo evangelista. Era en donde la esposa de Domínguez, todas las tardes, se reunía con sus feligreses. La fe seguía siendo un buen negocio en tiempos de crisis.
Domínguez abrió la puerta. Su actitud no fue la de un anfitrión amable. Exhibía un rostro adusto y sorprendido por lo temprano de la visita. Vestía una camisa de franela a cuadros y un vaquero desgastado. Sólo con eso desafiaba al frío de la mañana que se le colaba por la puerta entreabierta.
— ¿Vos?... —dijo al identificar a Menzoni—. ¿Qué querés por acá?
Ariel quiso responder, pero los perros seguían chumbando. El dueño de casa sacudió un brazo y les gritó. Los perros se retiraron al parque.
—Tengo que hablar con usted, Don Alberto —dijo el cordobés.
Sabía que a Domínguez le gustaba el trato respetuoso y que el título de “Don” lo enorgullecía.
Era un pobre mediocre, pensó. Pero tenía que “hacerle la corte” si quería conseguir información. El hecho de que no le cerrara la puerta en la cara era de por sí un buen indicio.
— ¿Y de qué podemos hablar nosotros? Me parece que tenemos muy pocos puntos en común. ¿O ya te olvidaste lo que escribiste una vez en el semanario local sobre “las nuevas sectas que invadían la ciudad”?
Menzoni se sonrojó. Recordaba muy bien ese escrito suyo. Les había dado leña sin asco a los nuevos pastores de la desesperación, denunciando sus prácticas coercitivas basadas en sembrar miedo a la gente. “Inquisidores medievales” los había llamado. Y seguía pensando lo mismo. La gran diferencia era que en ese momento necesitaba datos de un inquisidor.
—No vine a retractarme, Don Alberto, ni a pedirle disculpas si se ofendió por lo que escribí. Vine porque hay personas en peligro y usted puede ayudarme.
— ¿Personas en peligro?
—Un hombre y una mujer. Desaparecieron ayer…
— ¿Y qué tengo que ver yo en todo eso?
—Eso es lo que he venido a averiguar.
—No te entiendo…
—Mire, Don Alberto, voy a ser bien directo. Sé que usted prepara “mesas servidas” y que preparó una hace unos días…
— ¿Y qué hay con eso?
—Es que han estado pasando cosas muy raras desde entonces. Un amigo mío vio una de sus mesas en la zona de cantera la noche pasada y, a partir de ese momento, no dejaron de sucederle inconvenientes. El último de ellos fue el rapto de su esposa.
Domínguez se mordió el labio inferior.
— ¿Entiendo mal o vos me estás acusando de algo?
—No, señor. No lo acuso de nada, pero intuyo que usted puede darme información valiosa.
— ¿Cuál?
—Decirme para quién preparó la “mesa” del otro día. ¿Quién le pagó para eso?
— ¡Imposible!... ¡Es imposible! —dijo y lanzó una carcajada—. ¿Quién carajo te pensás que sos? ¿Qué autoridad te asiste para pedirme eso? ¿No te das cuenta que esa información es confidencial? Es como el secreto de confesión de un cura… Además —agregó—, aún si pudiera decírtelo no te lo diría. ¡Andate de acá! ¡Rajá o te hago morfar por lo perros!... ¡Caradura! ¡Venir a preguntarme esas cosas! ¡Andate!... ¡Andá a escribir en el diario esas pelotudeces que te gustan tanto!
—Pero, Don…
—… ¡Don Alberto, las pelotas! —gritó—. ¡Raja de acá ya mismo! ¡Fuera de mi propiedad!
Si Domínguez hubiera terminado ahí con la agresión, Menzoni se habría dado la vuelta y marchado: pero agregó algo inapropiado en el momento menos oportuno. Algo que al cordobés lo sacó de sus cabales:
— ¡Zurdo de mierda! ¡Andá a ayudar a los judíos comunistas que tanto querés!
Esa fue la gota que rebalsó el vaso.
Desoyendo cualquier advertencia lógica que pudiera provenir de su cerebro racional, Menzoni le sacudió una trompada en la cara. Sintió en sus nudillos cómo crujía el cartílago de la nariz al partirse y el curandero cayó hacia atrás, desplomándose sobre el felpudo de la entrada.
Sin pensarlo dos veces, el cordobés entró en la casa y cerró la puerta tras de sí.
Los perros retomaron sus ladridos.



CAPÍTULO 16

Tras el fogonazo, lo primero que Jorge Balbi escuchó fue música de jazz. Una melodía en la que prevalecían los instrumentos de viento y un piano, que luchaba por imponerse detrás de una orgía de notas estridentes y rítmicas. Las trompetas acompañaban a los saxofones alegrando el ambiente. Inundaban el aire insuflando vida a cada partícula. Un misterioso clima de ingenua felicidad recorría el enorme parque y la luna, en cuarto creciente, colgaba del cielo estrellado mitigando la claridad que se colaba desde los ventanales del gran hotel.
Era una visión hermosa. Una perspectiva aérea que permitía observar al Eden desde unos cuarenta metros de altura, todo iluminado en medio de un útero oscuro, recorrido por cerros y bosques de eucaliptos plantados con preciosismo estético bien europeo.
Las dos torres de la construcción sobresalían como gruesos dedos de ladrillos pretendiendo alcanzar el firmamento y, entremedio, equidistante de cada una de ellas, se erguía el águila de bronce, distintiva del hotel. Sus alas se extendían, rígidas, hacia los costados procurando proteger simbólicamente todo con sus plumas doradas, enhiestas, fijas. Balbi la reconoció de inmediato. La tenía vista en muchas fotos antiguas y se sorprendió al observarla ya que —según constaba en los folletos turísticos— hacía años que la habían robado. Recién entonces advirtió que flotaba como colgado de un paracaídas y que el lujoso hotel no era la ruina que imaginaba encontrar.
El edificio estaba espléndido. Sus paredes relucían y el mármol de Carrara de la escalinata brillaba reflejando la luz de las farolas más cercanas. Los cristales esmerilados de la gran puerta de ingreso se veían intactos, trasluciendo al exterior los colores vivos con los estaban pintados. Semejaban vitraux, pero no lo eran. Un poco más allá, en la primera planta del hotel, sobre una terraza embaldosada expuesta a la suave brisa nocturna que bajaba de las sierras, una media docena de personas charlaban ajenas por completo a la presencia de Balbi.
«¿Cómo no lo veían?», pensó, al tiempo que descendía hasta quedar suspendido justo sobre el borde mismo de la barandilla.
Era imposible que no repararan en él. Lo tenían a escasos metros y pocas veces alguien podía estar flotando frente a sus narices sin que nadie dijera nada.
Buscó el arnés que pensó lo sostenía.
No lo encontró.
En realidad, no encontró nada.
No había paracaídas, ni arnés, ni brazos, ni manos, ni piernas. Balbi era una entidad gaseosa, inocua, inodora e invisible. Un fantasma; apenas una incorpórea idea de sí mismo. Pero sabía que estaba vivo. Aquello no era la muerte. Estaba seguro de eso. Era otra cosa.
«¿Una alucinación? ¿Un sueño?»
No.
No era un sueño. Demasiado vívido para serlo.
«¿Qué diablos estaba pasando?»
De repente, una de las personas de la terraza se aproximó a la barandilla sacándolo de sus cavilaciones. Era un niño de unos cinco años. Tenía puesto un típico uniforme de marinerito, llevaba un sombrero de color azul oscuro y zapatitos de charol muy lustrados. Tenía en sus manos algo, al parecer un caramelo, que —sin previo amague— arrojó por encima de la baranda en dirección al sitio en donde Balbi se sentía flotar.
El dulce recorrió la distancia que los separaba de él, girando sobre un eje imaginario y atravesó el espacio que Balbi creía ocupar como si nada.
El niño sonrió. Alguien desde atrás lo reprendió por su travesura. Una mujer gruesa, que ocultaba sus rollos bajo un vestido muy largo de color negro, lo tomó por el bracito y sacudió con moderada fuerza.
— ¡Eso no se hace! —le gritó y regresó con el muchacho al centro de la terraza. Lo obligó a que se sentara sobre su falda mientras el resto de los presentes —dos hombres y dos mujeres— reían a carcajadas.
— ¡Dejalo, Teté, que es muy chico! —sancionó una mujer—. ¡Está jugando un poquito, nada más!
— ¡Qué pícaro te resultó éste! —expresó uno de los varones.
Su voz, gruesa y varonil, Balbi la oyó a la perfección, aunque con un leve eco de fondo. Los bigotes del sujeto, prolijos y puntiagudos, lo sorprendieron. Nunca había visto a nadie lucir uno de ese tipo en toda su vida; a no ser —claro— en las viejas fotos de los libros y álbumes antiguos. El hombre era de lo más atildado. Saco oscuro, abotonado, de etiqueta. El pantalón al tono tenía dos pinzas muy prolijas a la altura de la cintura y un corbatín con pintas rojas resaltaba sobre una camisa tan blanca como la nieve. Las mujeres eran jóvenes. Llevaban puestos vestidos de seda, brillosos, impecables, que le sobrepasaban sus rodillas. Dos de ellas tenían el cabello corto, estiló carré. La otra lo recogía en un rodete, sostenido por una hebilla de nácar con dos brillantes incrustados. Sonreían. Pero eran muecas recatadas, medidas, autocontenidas. Todo muy distinto a los que Balbi estaba acostumbrado a ver en chicas de su edad. También le llamó la atención lo pálidas que eran. No tenían lunares en toda la piel, ni manchas. De seguro jamás se exponían al sol.
La música de fondo cambió de ritmo. Al tema de jazz le siguió un valsecito de lo más cadencioso y Balbi buscó la fuente de donde salía el sonido.
Provenía de la planta baja.
Remolcado por las nuevas notas musicales, Balbi descendió hasta la escalera de mármol.
Los portones de hierro del Eden permanecían abiertos de par en par y tras cruzar el hall principal, las hojas de madera de la entrada al comedor también se desplegaban hacia los costados. Adentro, traspasándolas, cientos de personas elegantemente vestidas escuchaban a una orquesta en vivo, mientras charlaban, bebían y comían lo que a simple vista era el postre.
Los más viejos, arrinconados contra la pared y disfrutando de mullidas sillas aterciopeladas, conversaban en voz baja para no ofender a los músicos. Más allá, otras personas de menor edad, sentadas al borde de mesas vestidas con manteles de hilo, brindaban con champaña francés; devorando de a ratos masas finas y porciones de torta, con crema y chocolate. El resto, iba y venía. Se palmeaban las espaldas y pavoneaban como aves en celo a punto de aparearse. Todos se exhibían a la vista de los otros; especialmente la mujeres, que emitían de a ratos agudos gritos de alegría para llamar la atención, mal simulando sorpresa ante cualquier comentario estúpido.
Los muchachos más jóvenes vestían igual que los ancianos, pero sus estampas de machos bien plantados eran casi caricaturescas. Se cruzaban de piernas con aire aristocrático, sacaban pecho exponiendo sus chalecos bien planchados y movían rítmicamente los pies, mostrando sus costosos zapatos adquiridos en Italia.
Balbi no vio ninguna sonrisa irregular, ni ensombrecida por el esmalte mal cuidado. Eran todos dientes perfectos. Dientes caros. Dientes de gente bien alimentada y rica.
Los mozos cruzaban el comedor a cada ratos. Lucían pulcros, atildados, y se movían con maestría entre las mesas y sillas desordenadas, después de lo que había sido una cena espectacular. Todo parecía indicar que se festejaba un cumpleaños. Había cintas de colores colgando de las arañas de bronce, serpentinas y papel picado por todos lados. Según se podía observar, ya habían cantado el “Happy Birthday To You.”
Bajo su nueva y extraña condición, Balbi disfrutó de una extraordinaria visión panorámica del comedor. Lo sobrevolaba casi a la altura del cielorraso y tenía a todos los concurrentes al alcance de su “mirada.”
Se los notaba felices, relajados. Gozaban de la vida, que por entonces tomaba la apariencia de una fiesta privada llena de estilo y glamour, diferente a cualquier otra que pudiera disfrutarse fuera del Eden. El gran hotel era un palacio de privilegios. Un mundo soberano cerrado en sí mismo. Un feudo en el que las extravagancias de la joven oligarquía argentina se toleraban con sonrisas y los caprichos de sus padres se enmascaraban bajo gestos de adusta seriedad, no impidiendo que se cumplieran en secreto sus pecados más morbosos.
En noches cálidas como ésa, cada pasillo mal iluminado, habitación, baño o recodo del hotel, reproducían pequeños festejos privados de poder sexual y sodomía entre clases sociales diferentes. Lúbricas celebraciones en las que patrones de doble apellido y sirvientas, damas de alta alcurnia y cocheros, se aislaban para intercambiar fluidos corporales prohibidos por las buenas costumbres.
Todos conocían o sospechaban de esos asuntos, pero nadie denunciaba nunca nada; ni siquiera en las vespertinas tertulias que alimentaban las lenguas de las viejas, con chismes y comentarios picantes. La hipocresía era regla. Nada era lo que aparentaba ser. La doble moral imperante podría haber desdoblado al hotel en dos instalaciones turísticas opuestas: la del cielo y el infierno. Pero ninguno quería reparar en ello. Un pacto de silencio tácito bañaba las conciencias. Sacos, corbatas y sombreros, calzado caro y vestidos importados de París, se constituían en metafóricos rompeolas que frenaban los impulsos primitivos de caballeros y damas. Una mera cáscara que muchos tomaban por modelo y arquetipo. Una mentira que expulsaba la basura fuera de casa y la enraizaba en la chusma popular, aglutinada en los arrabales cercanos a sus palacetes y mansiones.
El mundo burgués del Eden Hotel carecía del espíritu asistencialita de la Iglesia, por mucho que sus más egregios representantes fueran a misa todos los domingos. Hipocresía en su estado más puro. Pero era conveniente alimentarla y mantener una buena relación con Dios. Al fin y al cabo, ¿no era él su principal y condescendiente aliado?
Balbi siguió con su recorrido, pero se daba cuenta de que no era él quien lo decidía. Algo o alguien le servía de guía. Aquel era un tour prediseñado en el que el libre albedrío no tenía espacio alguno, a no ser pequeñas alteraciones de ruta para observar detalles que, como historiador, le llamaban la atención.
La vajilla fue uno de ellos. Era claramente europea. Cristal puro y de la más alta calidad; de igual manera que la mantelería, los cortinados y los prolijos listones de madera del piso del comedor. La vestimenta era atemporal en los hombres, especialmente por ser de rigurosa etiqueta; en el caso de las mujeres el asunto era diferente. Las boinas, sombreros achatados y el corte de los diseños en sus vestidos, retrotraían a Balbi, sin duda alguna, a las primeras décadas del siglo XX. Era como estar viviendo dentro de una antigua película documental. La gran diferencia era que ahí se podían apreciar pormenores y detalles que de otra forma hubieran sido imposibles de disfrutar.
 La orquesta volvió a cambiar de ritmo. Esta vez, un tango. Pero nadie lo bailó. No había espacio suficiente. Faltaban correr las mesas. Entonces, un ejército de camareros apareció por el fondo del salón y con suma diplomacia empezaron con los preparativos. Los asistentes a la fiesta no colaboraron. Las funciones estaban bien definidas: ellos no estaban allí para trabajar, por algo pagaban una fortuna a la familia Eichhorn, propietaria del hotel.
Con simpatía unos, con displicencia otros, los invitados fueron dejando sus lugares originales y el centro del comedor se convirtió en una enorme pista de baile, circundada por nuevas mesas bien provistas de bebidas espirituosas.
Mientras realizaban esas operaciones de recambio, Balbi creyó reconocer a alguien.
«Imposible», pensó. Él nunca había estado en ese lugar. Así todo, un camarero en especial le llamó poderosamente la atención. Su rostro le resultaba familiar. Lo conocía de algún lado.
Era el fantasma de la foto, identificado por la anciana de Villa Carlos Paz.
Su nombre: Federico Tolosa.

Tras la individualización, Balbi notó que era succionado hacia atrás por una fuerza extraña. Ese guía invisible que dirigía su recorrido por el hotel lo sacó del comedor, rebobinando todas las escenas, incluso la del niño tirando el caramelo. Inesperadamente el sol salió por detrás de un cerro y se hizo la luz. Todo el valle se volvió verde y el techo del Eden reflejó los rayos del día.
El inmenso parque circundante estaba desierto. No había nadie paseándose. Al parecer era muy temprano. La fiesta había terminado y Balbi lamentó no haber podido ser testigo de la gente bailando.
Una larga hilera de eucaliptos se desprendía como un brazo desde la torre izquierda del edificio. La copa de los árboles tapaban el camino, pero eso no fue un escollo para Balbi. Bastaron dos segundos para que su etérea existencia se viera flotando como un pájaro por encima del sendero de tierra.
«¡Dios mío!», pensó. Era la Avenida Eden pero mucho tiempo antes de que fuera efectivamente la famosa avenida del pueblo. No tenía pavimento ni casas a sus costados. Era un mero camino de campo. Sólo las prolijas filas de eucaliptos ahí plantados ubicaron a Balbi en el espacio.
Entonces, escuchó algo.
Eran gemidos.
Gemidos de placer.
Balbi dirigió su atención a un costado y se sorprendió de ver dos cuerpos a medio vestir manteniendo una cruda relación sexual a la vera del camino.
La mujer, que a primera vista parecía muy joven, tenía su vestido levantado hasta la cintura y los senos libres, saliendo por el escote. Las manos cuadradas y velludas de su compañero le acariciaban los pezones arrancándole suspiros y palabras imposibles de repetir en un salón aristocrático y conservador.
Estaban de espaldas a Balbi, por lo que no podía verles sus rostros; pero los imaginó. Lo único claro eran los empalidecidos glúteos del hombre moviéndose rítmicamente sobre el cuerpo de la chica, que apoyaba sus rodillas y manos sobre un manto de hojas caídas, mientras recibía sin resistencia los excitados empellones de su amante.
La penetraba con fuerza y le gustaba la violencia animal que ejercía sobre ella. La sostenía por las caderas y su jadeo se hizo persistente, como si fuera el de una “pura sangre” en la recta final de un gran premio. La pareja estaba en su propio mundo. No había más sensaciones que sus propios cuerpos conectándose. Disfrutaban, ajenos a todo. Y a la pasión expresada en sus sacudones se agregaba un poco de morbo y circunstancial cariño. La chica lo estimulaba con frases de grueso calibre, excitándolo cada vez más. De pronto, intempestivamente, un ruido de ramas rotas interrumpió ese idilio hormonal celebrado en la naturaleza.
El muchacho giró al escuchar los pasos tras de sí y por segunda vez en poco tiempo Balbi se sorprendió al reconocer la cara ruborizada de Tolosa.
Lo que siguió fue una sucesión de hechos cortos, contundentes, en los que nadie pudo hacer nada.
Un tercer hombre se abalanzó sobre Tolosa tomándolo del cuello y jalándolo hacía atrás. Los ardientes cuerpos se desacoplaron y el camarero fue despedido contra el suelo, manteniendo su erección. La chica se volteó y gritó algo que Balbi no entendió, justo en el instante en que el agresor descargaba sobre el hombro derecho de Tolosa un enérgico hachazo.
El filo cortante de la herramienta se hundió hasta la clavícula y se detuvo al chocar contra el hueso. Sin dar tiempo a nada, el individuo repitió la operación. Esta vez el golpe tuvo como destino la cabeza. Bañada en sangre, el hacha subió y bajó con rabia, una y otra vez. El cráneo de Tolosa sonó como una caja hueca al partirse y un chorro escarlata le embadurnó la cara.
Sus ojos, desorbitados, se volvieron hacia atrás. Las cuencas quedaron en blanco.
Estaba muerto.
Los siguientes dos hachazos entraron y salieron de su cuerpo sin resistencia. Ambos dirigidos contra sus genitales desnudos.
La chica se bajó automáticamente la falda.
Observaba la tremenda carnicería que se cometía ante su vista levantando los brazos en dirección al agresor mientras repetía algo que Balbi seguía sin escuchar con claridad. Él también sintió asco e impotencia. No podía hacer nada. Sólo mirar, como le sugiriera Ross antes de iniciar ese extraño tour. Observar cómo se cometía un crimen atroz delante de sus narices.
Entonces, el asesino caminó tambaleante hacia la mujer. La tomó por un brazo y la levantó del piso. La sacudió como si estuviera hecha de gelatina y abofeteó, cruzándole la cara, hasta hacerla sangrar por la boca.
— ¡Puta! —le gritó—. ¡Puta de mierda!
Recién en ese momento Balbi comprendió lo que la chica murmuraba una y otra vez:
— ¡Papá, por favor, no me mates! ¡No me mates!
La sucesión de imágenes continuas que Jorge Balbi podía ver y escuchar cambiaron. Fue como si el soporte de la historia dejara de ser un film para convertirse en una larga serie de fotografías muy bien tomadas.
Eran cuadros estáticos pero, como en una fotonovela, fáciles de entender. En ellos el principal protagonista empezó a ser el violento progenitor. Los demás personajes del drama pasaron a segundo plano, resaltando así los actos del asesino.
Claro que no había muchos personajes secundarios. El Eden estaba desierto a esas tempranas horas de la mañana. La fiesta celebrada la noche anterior —supuso Balbi— mantenía a casi todos en sus camas. Incluso los fanáticos por las caminatas matutinas permanecieron en el interior del hotel. Sólo un par de ancianos, muy pitucos y con aire de estancieros, desayunaban en el bar Oriental (o Chino, como lo llamaban todos) atentos al diario del día anterior, que leían con gozo. Pero el asesino evitó pasar por ahí cuando, con paso firme, empujó a su primogénita hasta la habitación que ocupaba con su madre en la primera planta.
La imágenes que se reproducían en la conciencia de Balbi revelaron que el criminal no dio explicaciones a su esposa cuando entró en la pieza, y que ésta se sorprendió mucho al verle sus manos manchadas con sangre. Como respuesta recibió una mueca de rechazo, tras tirar a la niña/mujer sobre la cama.
Ordenó que guardaran silencio y volvió salir.
El siguiente “fotograma” lo mostró caminando por el pasillo que conducía a un patio de invierno. Llevaba las manos en los bolsillos. No se había tomado el tiempo ni de limpiarse la sangre. Tenía la cara transfigurada en un gesto de odio, sorpresa y temor. En la imagen subsiguiente apareció golpeando una puerta lustrosa, muy alta y maciza, que se abrió al rato permitiendo observar la estampa de un hombre despeinado y en pijamas. Era alto, de pelo muy claro y rasgos nórdicos. Sus ojos celestes resaltaron como farolas detrás de su cutis bronceado por el sol de las sierras. Balbi lo identificó al instante. Era Friedich von Berger, tan joven y guapo como en las fotos de archivo que había visto antes.
Entonces, la película se reinició y la escena cobró movimiento y sonido.
— ¿Qué le anda pasando, doctor Benegas? —indagó el alemán sin entender bien por qué lo solicitaban a esas horas en su reducto de privacidad. No solía atender a nadie en ese lugar. Para eso tenía su oficina en la planta baja.
El victimario no dijo nada. Lo hizo a un lado, entró en la habitación y sacó sus manos manchadas de los bolsillos.
— ¡Cometí una locura! —dijo exhibiendo las palmas llenas de sangre coagulada.
— ¡Por Dios! —exclamó von Berger retrocediendo un paso—. ¿Qué le pasó?
A medida que Belisario Benegas le explicaba lo ocurrido, el jefe de mayordomos del Eden Hotel sacudió su cabeza negándose a creer lo que escuchaba. No podía ser cierto. Era una locura. ¡Se había cometido un asesinato en su área de responsabilidad! ¡Y qué asesinato! ¡Una familia de la alta sociedad porteña se involucraba en un asunto de sexo, pecado y muerte! Era algo que no podía dejar pasar.
— ¿Quién más sabe de esto? —le preguntó tratando de calmarse para pensar con claridad.
—Mi esposa… —alegó Benegas.
— ¿Está seguro que nadie vio nada?
—Estaba todo el camino desierto… No vi a nadie al ir, ni al venir hacia el hotel.
— ¿Dónde está el cuerpo?
—Lo puse detrás de unos arbusto, tras la hilera de eucaliptos. Apenas lo tapé con unas hojas…
—Hay que recuperarlo ya mismo. No podemos dejar que esto trascienda. No tiene que enterarse nadie, ¿me entendió? ¡Nadie! Ni siquiera los propietarios del hotel…
Benegas asintió con la cabeza desconcertado.
Von Berger se vistió a las disparadas y bajaron a la explanada principal casi al trote.
—Espéreme aquí —ordenó el alemán y corrió hacia la torre derecha del edificio. Justo frente al llamado patio cervecero de los hombres, había un Ford-T estacionado.
Subió, lo puso en marcha, recogió a Benegas y partieron en dirección a la escena del crimen.
Tal como había dicho el asesino, no había un alma y el cadáver de Tolosa ya empezaba a convocar algunas moscas.
No les costó mucho levantar el cuerpo. Entre dos resultó sencillo y rápido. Le quitaron las hojas que lo cubrían y envolvieron con una sábana blanca a modo de mortaja, con el logo del hotel mirando hacia arriba. Después lo cargaron en la parte trasera del auto y escondieron durante el resto del día en el garage privado de von Berger, detrás del Eden; un sector poco frecuentado por el personal y nada visitado por los huéspedes.
Dejaron que el sol recorriera su periplo en el cielo para volver junto al cadáver.
Éste se había hinchado y la sábana que lo cubría estaba abultada como si Tolosa hubiera engordado. No despedía olor y lo movieron sin sentir repulsión.
Von Berger sugirió meterlo dentro de una carro de metal de dimensiones considerables, el mismo que las mucamas usaban para juntar las sábanas sucias de las camas y para ello tuvieron que acudir a un martillo. El rigor mortis había convertido el cuerpo en una estatua de mármol, dura y poco manipulable. Pero bastaron una media docena de golpes bien dirigidos a las rodillas para partirlas y así flexionarlas convenientemente.
Una bestialidad. Pero ya estaba muerto. ¿Qué más daba?
Benegas no tenía ánimo para proponer nada. Cumplía las indicaciones al pie de la letra (algo a lo que no estaba acostumbrado dada su alta posición en la escala social). Pero el miedo era buen consejero, además de tener cara de hereje; y con el imperio de ese sentimiento las conductas cambiaban. Ya no era posible mantener la altanería de cirujano reconocido. En esas circunstancias, su poder estaba por debajo del de un simple auxiliar de enfermería. Un auxiliar que trabajaba por ocultar el daño cometido sobre un cuerpo inerte, ahora convertido en un enorme problema.
—Vamos a dejar esto en la lavandería hasta bien entrada la noche —explicó von Berger empujando el carro—. Nadie va a tocar nada hasta la madrugada, cuando las empleadas vayan a fregar. Tenemos que esperar a que los operarios de la sala de máquinas de la usina terminen su turno para poder acceder, sin ser vistos, a los hornos que están detrás. Se retirarán a las dos de la mañana —aclaró y se volvió hacia Benegas, que tiraban del carro como su fuera un buey en trance—. Doctor, ¿me escuchó bien?
El médico asintió con la cabeza.
“¡Maldito imbécil!”, pensó el alemán. “!Criollo de mierda!.” El muy cagón estaba paralizado por el pánico.
—Óigame, Benegas —insistió von Berger—. Esto no lo hago por usted, sino por mí. ¿Entiende?... El hotel no tiene porqué verse involucrado en una locura como esta. Así que ponga un poco más de garra en lo que hace y dispóngase a vivir con esto a cuestas.
—Sí… —respondió timorato.
—Nunca olvide que por este crimen puede ir a la cárcel de por vida.
—Lo sé…
—Pero no se preocupe. En pocas horas más el cuerpo habrá desaparecido y sin cuerpo no hay asesinato.
Benegas le dirigió una mirada sincera, la primera desde hacía horas, en la que se podía ver cierta racionalidad por detrás.
—Gracias… —dijo—. Se está portando como un verdadero amigo.
Von Berger le devolvió la mirada. Tenía sus ojos húmedos, pero no de emoción. Lo que se vislumbraba era codicia contenida.
—No se equivoque, doctor —dijo clavándole las pupilas—. Yo no soy su amigo. A lo sumo puede considerarme como un socio en esta tragedia. Y como socio que ha colaborado con su parte en la solución de un problema, reclamaré que usted haga lo mismo en el futuro.
—Me parece justo. Será lo que usted quiera —dijo Benegas al tiempo que dejaban el carro de metal al lado de otros, en una terraza en la que se aireaban decenas de sábanas.
—Ahora le sugiero que regrese a su habitación y vuelva a charlar detenidamente con su familia —dijo el alemán apoyándose en el borde del carromato—. Explíqueles las consecuencias de todo esto y vaya viendo qué va a hacer con su hija.
Benegas se mordió el labio inferior. Era un tic que sólo aparecía en momentos difíciles de ansiedad.
—Ya estuve pensando en eso —respondió.
— ¿Ah sí?... ¿Qué fue lo que pensó?
—Tengo una hermana mayor que está internada en Santa Fe…
—… ¿En un manicomio?
—No. Es un convento.
— ¿Monja?
—Sí.
Von Berger se rascó la barbilla.
—Es una buena opción, doctor —repuso.
—Es monjita de clausura en la Hermandad de Santa Rosa de Lima.
El germano sonrió con malicia.
— ¿Monja de clausura?... ¡Mucho mejor!
Cinco minutos después se separaron y cada uno marchó a sus dependencias.

A las dos y media de la madrugada en punto, von Berger y Belisario Benegas volvieron  a reunirse en la terraza de la lavandería.
Al médico se lo veía demacrado. Oscuras ojeras le hundían el rostro como si fuera él el muerto. Y algo de eso había. El reconocido doctor de la aristocracia porteña no era el mismo desde la mañana anterior y la vida por venir tampoco lo sería. Su pasado había fenecido. Experimentaba, en esa parte para él desconocida del hotel, un renacimiento. Una nueva existencia como asesino que lo acompañaría el resto de sus días. Un secreto “secretísimo” que afectaría a todo su entorno familiar para siempre. El Belisario de antes había muerto. Era otro tipo. Tendría que acostumbrarse a convivir con él.
Desde su omnisciente condición de fisgón, Jorge Balbi observaba todos los movimientos y todos los ambientes que la dupla recorría en pos de la “solución final.” Siempre había sentido angustia en sus pesadillas cuando la mente lo colocaba en el rol de asesino. Por eso recordó perfectamente un sueño en el que, tras matar a un hombre, intentaba seguir con su vida normal. La sensación había sido horrible. El solo pensar que un cuerpo se descomponía a escondidas por culpa suya, lo atormentaba y, al despertar sabiéndose inocente, experimentaba un alivio imposible de describir con palabras.
Por ese motivo, al ver a Benegas pasar un trance semejante, no pudo dejar de sufrir esa sensación de opresión tan característica en el pecho.
¿Qué pecho? No había pecho. Sólo su conciencia descarnada vagando por el hotel.
Von Berger llevaba la batuta. La tenía bien agarrada de la mano y no la iba a soltar. Con ella dirigiría los compases de Benegas a su antojo para conseguir lo que siempre había soñado: un título de nobleza.
—Agárrelo bien de los tobillos y sígame —le ordenó al doctor.
Benegas lo miró sorprendido.
— ¿No me va a dar una mano? —preguntó algo aireado.
—Imposible. Me agarró un tirón en el hombro izquierdo, cuando lo levantamos a la mañana —mintió.
— ¡Pero hay escalones! ¡Se va a golpear la cabeza!
— ¡Doctor! —exclamó el alemán sonriendo—. ¡Ese hombre está muerto! Le aseguro que no se va a quejar de nada —y sin más bajó las escaleras que conducían a la sala de máquinas.
No había un alma.
El Eden tenía —como gran prueba de la modernidad que encarnaba— una usina propia capaz de abastecer de electricidad a todo el hotel. Los generadores —tres pesadas máquinas británicas marca Crossley— daban luz al edificio. Eran una pequeña porción de la revolución industrial inglesa en medio de las sierras de Córdoba. Una maravilla de la tecnología y un halagüeño, aunque  fallido presagio, del mundo por venir.

El cadáver pesaba más de lo que Benegas suponía. No manipulaba a uno desde sus días de practicante en la universidad de medicina.
«¡Qué ironía!», meditó. Él, el Gran Matasanos que nunca había tenido una sola baja en el quirófano y salvado a miles, cargaba con un cuerpo al que en persona le había quitado la vida. ¿Dónde estaba el juramento hipocrático que había prometido respetar? De seguro en el mismo basural donde se retorcía su conciencia.
Bajo las sábanas, el cráneo de Tolosa sonaba como un balde vacío con cada golpe que daba al chocar contra los escalones.
Ya en la usina, Benegas siguió jalando de los tobillos. Cruzó por delante del tablero de control, construido enteramente de mármol italiano y observó sorprendido una media docena de relojitos e indicadores que desconocía para qué servían. Por indicaciones del alemán, giró a la derecha y entró por una puerta lateral a un sector oscuro, apenas iluminado por una bombilla titilante.
—Déjelo sobre la lona que está extendida en el piso —ordenó von Berger.
El recinto no era muy grande. Sus paredes de ladrillo vista lo oscurecían aún más y el suelo estaba hecho con grandes adoquines desgastados. Había dos calderas de factura alemana, uno al lado del otro, separadas apenas por una plataforma de material a la que se accedía subiendo tres escalones. Sendas tuberías (que Benegas asoció con chimeneas) trepaban hacia el techo hasta incrustarse en él y perderse. Eran los conductos de la calefacción y las arterías que permitían que el hotel tuviera agua caliente las veinticuatro horas. La carcasa de las calderas, macizas, de hierro, se empotraban al piso. El calor en el sitio era sofocante.
Benegas se recostó, agitado, contra la pared.
— ¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó angustiado.
—Lo desapareceremos —respondió von Berger y giró la manivela de uno de las calderas que, de inmediato, le imprimió más potencia al fuego que crepitaba en la cámara inferior.
Benegas observó la portezuela de hierro que conducía a las brasas. A su entender era muy pequeña para que entrara un cuerpo por ahí.
— ¿Cabe por ese lugar? —indagó.
—No —repuso el germano—. Pero es una suerte que usted sea médico, ¿no cree?
— ¿A qué se refiere?...
Von Berger dirigió su atención a Tolosa.
—Hay que trozarlo…
— ¡¿Qué?!...
—Lo meteremos por partes en el horno.
— ¿Lo dice en serio?
— ¿Acaso le da asco?
—No…, no es asco, pero…
—…en ese caso agarre esto —dijo von Berger entregándole una serrucho que colgaba de clavo contra la pared—. Lo usan los empleados para cortar troncos y hacer leña. No pierda tiempo. Trócelo con prolijidad.
Sangró muy poco. De todos modos Benegas tuvo la precaución de descuartizarlo sobre la lona impidiendo que el piso se manchara.
Una hora y media más tarde, casi treinta minutos antes de que el primer obrero bajara a la sala de calderas, las cenizas de Tolosa se mezclaron con las de cientos de troncos allí consumidos.








CAPÍTULO 17

— ¡Hijo de puta! —gritó Alberto Domínguez agarrándose la cara, tirado en el piso—. ¡Me rompiste la nariz!
Los perros ladraban desesperados arañando la puerta del chalet desde afuera. Querían entrar y destrozar a Menzoni. Habían oído a su amo gritar, pero el cordobés resultó ser más rápido que ellos y ahora estaba ¿seguro? en el interior de la casa del curandero.
Menzoni lo tenía literalmente a sus pies, desparramado sobre los mosaicos del piso. La furia más irracional que hubiera experimentado en toda su vida lo dominaba. Estaba fuera de sí. Ni él mismo se reconocía. Habían colmado su paciencia. Años de silencio, miedo y amenazas, estallaron en un segundo como un volcán en erupción, generando la poderosa trompada que le rompiera la nariz a Domínguez.
— ¡Cállese! —le gritó Menzoni y su voz tronó como nunca en el living de la vivienda—. ¡Si continúa hablando cuando no se lo ordeno voy a terminar de romperle toda la cara!
Domínguez no era un hombre joven, pero a pesar de ello tenía una contextura robusta y tirarlo al piso de un solo golpe resultó ser casi una proeza.
— ¡Esto te va a costar caro, hijo de puta! —recriminó desafiante el curandero.
Pero Menzoni ya estaba “jugado”. No podía mostrarse dubitativo en un momento como ese. Por algún extraño mecanismo de su memoria recordó una frase que le dijera su padre y que él relacionó misteriosamente con la situación que protagonizaba en ese instante: «Si alguna vez sacás un revólver y le apuntás a alguien, no dudes en disparar. Caso contrario, jamás lo desenfundes.» Y si bien en esa oportunidad no tenía ningún arma de fuego, sus puños la suplantaban a la perfección.
No lo pensó ni una sola vez más y cumplió con el ultimátum: flexionó las rodillas, se inclinó un poco y le clavó otro puñetazo en la costillas.
Domínguez chilló como un cerdo y encogió las piernas adoptando una posición fetal. De poco le sirvió.
Ariel Menzoni se abalanzó sobre él y lo agarró por la garganta.
— ¡Le dije que se callara! —profirió enfurecido, sintiendo como la frente se le perlaba de sudor.
Domínguez boqueó como un pez fuera del agua. Le faltaba el aire. Menzoni lo ahorcaba. Apretaba más y más; y cuando el curandero estuvo a punto de perder su conciencia, aflojó los dedos y los pulmones del brujo volvieron a llenarse de oxigeno.
— ¿Qué… querés…? —alcanzó a murmurar, antes de toser con fuerza.
— ¡Ya lo sabe! —profirió Menzoni—. ¡Quiero el nombre de la persona que lo contrató! ¡Eso quiero!... ¿Quién es?... ¡Dígamelo!... ¿Quién le pidió la “mesa servida”? —Domínguez tenía los ojos húmedos, pero un odio visceral se traslucía por detrás de las lágrimas contenidas en el párpado inferior—. ¿Quién lo contrató? —repitió con tono más que amenazante.
El curandero frunció un poco su nariz. Le sangraba.
—Fue… Friedich von Berger —respondió conteniendo la ira.
Menzoni no se sorprendió en lo más mínimo. Era lógico. Sospechó de antemano esa respuesta. Sabía que von Berger estaba detrás de toda esa trama siniestra.
— ¿Y para qué quería la “mesa”? —indagó, presionando su rodilla contra el pecho del Brujo.
— ¡Eso sí que no te lo voy a decir!
Menzoni, apoyando todo su peso sobre él, aplicó más fuerza contra el cuello.
«¿Sería capaz de matarlo?»
Como un rayo la pregunta le cruzó la conciencia.
«¿Sería capaz de apretar el gatillo?»
Ya había desenfundado su ira. ¿Qué iba a hacer ahora? Si seguía apretándolo la traquea lo iba a matar.
«¡Soltalo, no vale la pena!”, retumbó su propia voz dentro suyo. «¡Soltalo o vas a terminar preso!.»
Bastaron esas décimas de segundo para que la tenaza de falanges y uñas que ahogaban a Domínguez volvieran a aflojarse.
¿En qué parte de su personalidad Menzoni escondía esa furia casi animal que disfrutaba produciéndole daño a otro ser humano?
Se asustó de sí mismo. Estaba comportándose como aquellos que tanto detestaba. ¿Era también él uno de esos violentos natos de los que hablaba Guaschino en sus clases?
Le soltó el cuello y se reincorporó de un salto.
Tener a Domínguez bajo su merced, tirado en el piso, sangrando por la nariz y a punto de morir asfixiado por ahorcamiento, lo horrorizó. Retrocedió unos pasos hasta la puerta de entrada y por unos segundos se quedó mirándolo sin creer en lo que había sido capaz de hacer.
Pero fue ese hiato de conciencia humanitaria el que le hizo perder la iniciativa.
Sorpresivamente, sintió que el picaporte que tenía casi tocándole la espalda crujía y la puerta que daba al parque de la casa se abrió de repente.
Lo golpeó con fuerza en el hombro izquierdo. Menzoni perdió el equilibrio. Se tambaleó de costado, chocó contra un modular y cayó al suelo.
Un hombre joven, alto y fornido, entró hecho una tromba. Observó a Domínguez, giró su rubicundo rostro hacia el cordobés y sin preámbulos le propinó una pesada patada en la boca del estómago.
¿De dónde le resultaba a Menzoni familiar esa cara? La tenía registrada de algún lado.
Un segundo antes de recibir otro puntapié en la cabeza supo la respuesta: no era otro que el joven conserje que había conocido en el mostrador del Tomaso di Savoia.

El patrullero que trasladaba a Hernán Guaschino giró en la esquina incorrecta y tomó por la calle que corría paralela a la Avenida Eden, alejándose del camino que conducía a la comisaría. El viejo historiador no lo advirtió. No tenía por qué conocer cuál era el trayecto más directo a la dependencia policial. Nunca había estado antes en La Falda y carecía de los mojones urbanos necesarios para poder guiarse. Imposible saber que no lo llevaban adonde le habían dicho.
Ignorante de su destino, Guaschino pensaba en la salud de su colega y ex-alumno, mientras veía por la ventanilla cómo pasaban a su lado decenas de chalets y viejas casonas (muchas de ellas, las primeras en el valle).
 Oscar Cárdenas, el oficial al volante, sí sabía lo que hacía. Cumplía órdenes. Para eso había sido entrenado y estaba dispuesto a seguirlas al pie de la letra, a pesar de los riesgos. «¿Qué podía perder?», pensó. Ya había secuestrado a hombres y mujeres con anterioridad. Conocía el paño. Además, volver a las andadas, resucitando lo que llamaban “Grupos de Operaciones”, era revivir las viejas épocas de impunidad del Proceso Militar. Claro que las circunstancias en ese tenso 1985 no eran las mismas. El gobierno democrático de los radicales estaba empeñado en castigar a los “milicos torturadores”, sin reconocer lo que Cárdenas, “El Mulo” Lizarraga y otros represores, consideraban una gloriosa lucha antisubversiva. Lucha nunca reconocida y ahora desprestigiada por los zurdos inmorales que tenían el poder.
 «Pero eso se iba a acabar», meditó apretando el manubrio.
La política de Derechos Humanos, la CONADEP y los demócratas eran sus enemigos. Es lo que siempre sostenía el comisario: “Nos van a perseguir, nos van a quitar el poder y las influencias, pero lo que nunca podrán sacarnos serán los privilegios naturales que tenemos por ser uniformados.”
Cárdenas había incorporado en la academia ese espíritu mesiánico. Lo mantenía incólume. Seguía creyendo que los militares y la policía eran los verdaderos Mesías en un país a la deriva. “¿Quiénes, sino ellos, eran los indicados para reencausar a la patria?.”
Se habían apropiado de la bandera, de la escarapela, del himno nacional; pero ya no poseían el poder y manejo de la política. ¿Por cuánto tiempo?... Según Lizarraga, por muy poco. La conspiración estaba en marcha. Era sólo cuestión de paciencia. Los argentinos no sabían vivir en democracia. Eran corderos que necesitaban de pastores duros y exigentes. La picana eléctrica ya volvería a las manos predestinadas por Dios.
El patrullero volvió a girar a derecha y remontó una calle muy empinada. Cárdenas puso segunda y apretó el acelerador. El auto trepó la cuesta con esfuerzo y giró hacia la izquierda en la primer esquina. Retomó una calle ancha, cuyo declive no tan pronunciado, los conducía hacia las laderas del cerro El Cuadrado. Cuatro manzanas más adelante, la calle se hizo de tierra. Dejaron el asfalto atrás.
Recién entonces Guaschino se percató de algo no iba bien.
—Perdón —dijo—, ¿qué camino es éste?
Cárdenas no respondió y miró de reojo al policía que lo acompañaba.
Guaschino se apoyó en el enrejado que lo separaba del asiento del conductor y reclamó una respuesta.
—Oficial, le hice una pregunta. ¿A dónde vamos por este camino?



CAPÍTULO 18

Resultó tan sencillo como abrir los ojos reconocer que estaba de vuelta en la sala de internación del hospital.
Los ventanales, el pasillo, las camas, las molduras del techo. Todo aquello era bien real. Concreto. El Eden Hotel había desaparecido con sólo un parpadeo. El hospital del pueblo era su contexto. Podía experimentar el roce de las sábanas en las piernas y un dolor profundo de cabeza. La extraña sensación de flotar se había esfumado y su cuerpo volvió a tener solidez. Se sintió pesado. Agotado, como si hubiera corrido kilómetros. Pero el malestar general que antes lo embargaba era un mero recuerdo. Volvía a ser el mismo de siempre, con fuerza suficiente para ponerse de pie sin depender de nadie.
Aquello que lo había postrado ya no lo acongojaba.
Volteó la cara hacia la entrada de la sala. La enfermera que hablaba por teléfono se había ido. El sol atravesaba las cortinas de algodón. El ambiente era magnífico. Cálido. Sintió paz pero, al mismo tiempo, la necesidad de salir corriendo de ese lugar. Algo lo tenía nervioso.
Recordó a su esposa. Se reincorporó como un rayo nombrándola. Permaneció sentado en la cama un minuto. Los ojos se le humedecieron y vio el suero que tenía inyectado en la palma de la mano derecha. Se lo quitó de un tirón.
—Debes irte de este sitio.
La sentencia retumbó en el salón.
Era un voz clara y conocida.
Balbi la buscó. Venía de su izquierda. Más exactamente de la puerta que comunicaba con la sala contigua.
Distinguió a un hombre parado debajo del marco. Le estaba hablando a él. Movía las manos con lentitud.
Era Ross.
—Andate de acá —dijo el fotógrafo—. Te buscan. Regresá …
Balbi notó algo inusual en su amigo. Su cara, su cuerpo, no parecían tener consistencia.
— ¿Qué te pasa? —le preguntó, bajando las piernas al costado de la cama—. Te noto…
—…andate ya.
Esas dos palabras sacudieron la cabeza de Balbi como si le gritaran con un megáfono al oído. Sólo que más suave, sin aturdirlo.
«Insólito», pensó.
Al segundo, Ross se desvaneció.

Se bajó de la cama y buscó algo con qué vestirse. Tenía puesto sólo un camisolín hospitalario abierto por la espalda y, sin calzoncillos, se sintió desnudo.
Tambaleante, Balbi caminó hasta la puerta en donde había visto a Eugenio. Al principio se apoyó en las barandillas de las camas para no caerse, pero con cada paso que daba se sintió más y más seguro de sí mismo y de sus músculos. Cuando alcanzó el último de los colchones de la fila, encontró una camisa y un jean desgastado, prolijamente colocados junto a la almohada y a los pies de la cama; un par de zapatillas “Flecha” color azul y colgando de una percha incrustada en la pared, una campera gruesa de tela negra. Recién entonces advirtió que tenía frío.
Se cambió rápido. No era su ropa, pero ¿a quién le importaba? Más tarde la devolvería. No podía salir desnudo a la calle… se helaría.
Los pantalones le quedaron algo cortos. («¡Bajalo a tomar agua!», le habría gritado con simpatía su querida tía Chicha,). Igual se los calzó. Por fortuna, el calzado deportivo no le apretó el molesto callo que lo torturaba desde hacía meses y del que tomaba conciencia sólo cuando se ponía un par de zapatos nuevos. Lo mismo le sucedía con algunos alumnos, pensó: «Los recordaba únicamente cuando los veía al entrar al curso. Después, desaparecían de su vida hasta la siguiente clase.» Nadie era lo suficientemente importante como para ocupar su cabeza fuera de la universidad. Y mucho menos un simple callo.
Se ató los cordones con fuerza. Las lengüetas superiores le apretaron el empeine más de lo debido, pero antes de rehacer los nudos, escuchó el sonido del motor de un auto deteniéndose frente al hospital. Se acercó y miró por una ventana.
Estaba en un primer piso. El nosocomio era enorme. Sin tecnología de punta (como los de la Capital o Villa Carlos Paz) pero lo que perdía en adelantos lo ganaba en tamaño. «Debió haber sido construido en la época de Juan Perón», dedujo Balbi, sin poder reprimir la referencia histórica.
Corrió un poco la cortina del ventanal, escondiéndose detrás. No quería que lo vieran.
En la puerta principal, junto a la rampa para la ambulancias, un patrullero de la policía provincial acababa de parar. Dos agentes uniformados bajaron de él.
Al instante lo supo: «Vienen por mí.»
No tenía tiempo que perder.
«¡Andate de acá!.»
La orden había sido bien clara. Casi una súplica desesperada.
Imprimió fuerza a sus piernas e intentó una desequilibrada carrera por la sala contigua en la que había estado postrado. Era idéntica a la otra, sólo que había una media docena de aparadores con medicamentos y no tenía tantas camas.
¿Acaso él era el único enfermo en todo el pueblo? Nunca había visto un hospital con tan poca gente. Recordaba aquellos que visitaba de chico cuando su padre ejercía la medicina. Eran sitios repletos de gente, casi bulliciosos. Un hervidero de miserias humanas a medio controlar, sin tanta luz como ése hospital de La Falda, pero llenos de enfermeras y enfermos, rostros preocupados y mucha indiferencia vistiendo guardapolvos blancos. Eran como las antesalas a la vida y a la muerte. Los halls de salida y entrada a la existencia. Sitios fríos, sin espíritu, al menos para él. En ellos había decidido no seguir los pasos de su progenitor. El camino de Galeno no era el suyo. ¿Cómo se podía alcanzar la felicidad viviendo con las vísceras de otros en las manos? ¿De qué manera vivir tranquilo con la mente puesta en las infinitas causas de muerte de los demás? No tenía respuestas. Nunca las había encontrado. De todos modos, de lo que sí estaba seguro era de que su padre (el doctor) nunca había sido feliz del todo. Y lo entendía. El temor de llevarse el trabajo a casa lo había angustiado por décadas. «¡Pobre, Viejo!», meditó. Cualquier tos, fiebre o leve raspón en la familia, era motivo para un estudio médico exhaustivo y las horrorosas inyecciones con las que lo perseguía de niño. Entonces, al desviar la vista de un aparador lleno de agujas hipodérmicas, vio que en la última cama, al final de la fila, había alguien sentado.
Se había equivocado: no era el único internado del hospital.
La persona estaba de espaldas. No le distinguía el rostro. Sólo podía ver que sus piernas pendían a un costado del colchón. Las zarandeaba de adelante hacia atrás con lentitud. Tenía puesta una bata de toalla de color claro que le traspasaba la nuca y le cubría casi la mitad de la cabeza.
«Pasaré de largo sin saludar», pensó. «No quiero que nadie registre mi salida.»
De haber habido otro lugar por donde huir lo hubiera tomado sin vacilar, pero aquel era un camino de dirección única.
Aceleró el tranco. Desvió la mirada mientras se subía la cremallera de la campera. Fue cuando escuchó un chistido.
Lo llamaban.
No pudo resistir la tentación de mirar. Giró la cabeza hacia la cama y se quedó petrificado de ver a la vieja lavandera del Eden Hotel, inclinada hacia delante, sin quitarle los ojos de encima.
«¿Qué hacía doña Ventura el ese lugar? ¿Qué le había pasado?»
Las piernas de Balbi titubearon. Redujo la velocidad hasta detenerse en el la puerta que daba a un pasillo, a dos metros de la cama de la anciana, y se quedó sin habla, confuso, observándola.
Estuvo a punto de preguntarle algo, pero el rostro de la mujer lo intimidó
Parecía un maniquí demasiado maquillado. Su mirada desangelada le perforó las pupilas. Balbi trastabilló con sus propios pies y cayó al piso de cóccix, quedándose agarrado del marco de la puerta.
La vieja abrió la boca. La tenía pintarrajeada de rojo, como si fuera una prostituta decadente. Era una boca agrietada, sin dientes; un mero hueco oscuro en cuyo interior se movía una lengua blanquecina y espantosa con la cual articuló una simple pregunta:
— ¿Por qué a mí? —carraspeó—. ¿Qué hice para merecer esto?
Balbi empezó a transpirar frío. Era aquella una voz gutural, cavernosa, diferente a la que había escuchado en Carlos Paz, y emergía de ese hueco inundando el ambiente con un profundo olor a podrido.
— ¡Usted es el responsable! —exclamó la vieja señalándolo con un dedo huesudo de uñas sucias—. ¡Por usted han venido! ¡Usted me condenó!... ¡Usted!
El alarido retumbó en toda la sala. Balbi se arrastró hacia atrás por el piso temiendo por su vida. El más puro sentimiento de pánico le inundó la panza a punto de mearse encima. Cuando volvió su atención a la vieja, ella ya no estaba.
En ese momento de titubeo, miedo e inseguridad, pensó en las drogas que le habían suministrado. «Debe ser ellas. No hay otra explicación», se dijo, y trató de pararse.
Desde la otra punta del hospital llegaron el sonido de varias botas subiendo por la escalera.
«Los policías.»
Se acomodó la campera y salió con paso veloz por el pasillo, sin imaginar que su pesadilla personal acababa de empezar.

Espeso, coagulado, irregular, formando meandros por detrás del cartílago de la oreja derecha, el reguero de sangre bajaba por el cuello y se perdía a la altura de la clavícula, dentro de una camisa ya manchada de rojo. Un zumbido persistente le azotaba las sienes. Era como tener un panal de avispas incrustado en el cráneo y le dolía. Con la vista nublada, algo mareado y cansado, Ariel Menzoni reconoció el lugar en el que lo habían tirado.
De techos altos, paredes descascaradas por la falta de mantenimiento y el piso de madera levantado en varias secciones, la habitación mostraba claros signos de decadencia. Una bañadera antigua, descontextualizada y con patas decoradas con volutas, se apoyaba contra uno de los muros, inservible, reseca y sin poder cumplir ya función alguna. No cabía duda: estaba en el interior del Eden Hotel.
La persiana de la ventana que tenía a su izquierda —asegurada con alambres retorcidos para que no se abriera o golpeara— permitía que la claridad se colara por sus hendijas revelando que todavía era de día. Débiles ases de luz iluminaban miles de motas de polvo revoloteando en el ambiente. De no ser porque estaba con esposas de hierro sujetándole las muñecas, inmovilizado a un caño que sobresalía de la pared, Menzoni habría tenido que reconocer que existía una cierta belleza en el lugar. Una belleza romántica, propia de todos los sitios abandonados que a él, desde niño, siempre le fascinaron.
La humedad, conjugada con el clima invernal del exterior, volvía literalmente gélida esa parte del hotel; y sin posibilidades de mover el cuerpo para entrar en calor, el cordobés estaba a punto de sufrir un cuadro de hipotermia. De todos modos, el mal tiempo había pasado. Después de días con lluvias persistentes, el cielo despejado de nubes reconfortaba a la ciudad de La Falda.
Pero Menzoni no podía disfrutarlo. Sólo lo imaginaba.
Esposado, con fuertes dolores en la cabeza y el abdomen, era la mitad del hombre que solía ser. Despojado de su libertad —ilegalmente— aguardaba en silencio que algo pasara. No podía dejar de pensar en los sucesos que protagonizara en la casa de Domínguez (el curandero), ni en el modo arrebatado con que había actuado.
Él, que no mataba a una mosca, se había convertido en un simple matón de feria, un patovica pendenciero y agresivo. Seguramente, en un juicio penal, sería condenado por daños y perjuicios, por irrupción en propiedad privada y violencia física sobre un tercero. Se había metido en un gran lío.
Sólo restaba aguardar.
No tenía más opciones. No manejaba la situación. Apenas podía mover sus brazos.
Durante las siguientes tres horas el hotel lo envolvió en el más absoluto silencio. De a ratos oía el crujir de las maderas al dilatarse y el revoloteo de algún pájaro atrapado en un cuarto. No escuchó ninguna voz, aunque suponía que sus captores estaban cerca, igual que el ejército de ratas que esperaban la noche para salir de sus escondrijos a consumir la basura desparramada por todos lados.
«Ratas…»
«¡Qué asquerosidad!»
Verdadera fobia era lo que sentía por esos repugnantes roedores. No podía ni verlos. El solo hecho de imaginar que lo tocaran con sus diminutas patitas le producía pánico. Esos bichos tenían una consistencia vomitiva. Todavía recordaba muy bien la oportunidad en la que, durante su servicio militar obligatorio, un suboficial le había ordenado aplastar a una con el pie. Parecía mentira, pero conservaba la sensación de su botín reventándola. La rata había estallado, desperdigando sus víscera en todas direcciones. Incluso por la boca del animal se asomaron sus tripas sanguinolentas. Lo que quedó había sido lo más parecido a un felpudo de roedor que hubiera conocido, manchado de secreciones, sangre y bilis. Desde entonces las odiaba, y saberse rodeado por ellas lo intranquilizaba al borde de la taquicardia.
«¿Tendría Domínguez la capacidad de convocarlas mágicamente y ordenar que le devoraran de a poco?»
«¡Tonterías!...»
«¡Era imposible!... Ese charlatán de cuarta no podía hacer semejante cosa.»
«¿Y si imitaban a aquella novela de George Orwell y le ponían la cara dentro de una jaula con una rata de campo para que le fuera comiendo de a poco sus partes blandas?»
«¡Basta!... ¡Basta de auto-torturarse!... Esos tipos ni siquiera sabían quién era George Orwell. No lo había leído en su vida y no sería él quien les diera la idea. Ya de por sí tenían un morbo bien alimentado como para que su propio temor mal contenido se los engordara más.»
De todos modos, las ratas siguieron rondándole sus fantasías hasta que se hizo de noche y el cuarto se volvió oscuro.
Apenas se podía vislumbrar algo y los miedos volvieron engrandecidos.
«¡Cerdos de mierda!», se dijo. “¿Cómo era posible que le estuvieran haciendo eso?.”
Entonces, justo en el momento en que cabeceó combatiendo el cansancio, escuchó ruidos lejanos.
Eran pasos que subían por la escalera que partía de la antigua y desaparecida recepción.
Varios pasos.
Más de tres personas.
Unos minutos más tarde oyó voces. No reconoció ninguna. Apenas entendía lo que decían. Pero las pocas palabras que le llegaban tenían un tono autoritarios.
Cuando se acercaron al cuarto en el que Menzoni estaba y sintió que las puertas se abrían, lo encandilaron las luces de varias linternas directo a los ojos.
— ¡Acá tenés a un compañerito! —dijo una de las voces y percibió con claridad cómo empujaban a alguien al piso. Las maderas crujieron con fuerza.
Desde las sombras se desprendió un quejido lastimero.
Inmediatamente después, uno de los carceleros manipuló un cuerpo que parecía inconciente y lo esposó con los brazos levantados al marco roto de una ventana.
Cuando estuvieron a punto de marcharse, lo rociaron con luz para verificar si el trabajo estaba bien hecho. Fue apenas necesario un instante para que Menzoni reconociera el rostro magullado de su viejo profesor universitario.

—Profesor, soy Menzoni —retumbó su voz en medio de la oscuridad—, ¿se siente bien? ¿Lo golpearon mucho?
Demasiadas preguntas que responder.
Guaschino sufría dolores por todos lados. Nunca en su vida lo habían humillado tanto, pero el último empellón resultó ser el peor. Un tirón muy fuerte en el tobillo derecho anunciaba que los tendones se habían dañado con la caída. Ya no podría caminar normalmente, al menos en los siguientes días. En minutos el pie parecía a una empanada gallega: hinchado, lleno de moretones y la dolorosa sensación de estar relleno de carne cortada a cuchillo.
Abrió los ojos pero no vio nada. Su cabeza era una licuadora de preguntas que pugnaban por salir todas al mismo tiempo, atorándose en la garganta sin poder articular una sola palabra. Muchas preguntas . Demasiadas.
Sin poder verse, sabía que su estado físico era deplorable. Lo habían castigado sin piedad en todas partes. Sentía los labios resecos, pero el paladar lo tenía húmedo por la sangre que lo cubría. La cintura le ardía como si tuviera culebrilla: le habían aplicado una fuerte descarga eléctrica con una picana de ganado. Era un hombre abochornado. Su amor propio, mancillado, sin dignidad, carecía de fuerza para responder las preguntas que escuchaba de boca de Menzoni, en plena penumbra.
—Profesor —insistió el cordobés—, contésteme, por favor. ¿Cómo se siente? ¿Qué le hicieron?
Debieron pasar más de cinco minutos para que Guaschino reordenara la cabeza y tomara conciencia de que estaba en un cuarto a oscuras, atado contra una ventana y al lado de su ex alumno de la universidad.
— ¿Estamos en el Eden, verdad?
Menzoni sintió una bocanada de alivio. El viejo todavía estaba en sus cabales.
—En el Eden, profesor. Así es —contestó.
— ¿Por qué nos trajeron aquí?
—No lo sé… No tengo idea. Pero dígame, ¿qué le hicieron? ¿Lo torturaron? ¿Cómo se siente?
—Estoy cansado. Agotado. En mi vida me trataron como esos hijos de puta. Ya no soy un chico. Me duele todo. —Hizo un breve silencio y agregó por lo bajo: —Me picanearon…
Menzoni no podía creer lo que escuchaba.
— ¿Quiénes eran?
—La policía. Los mismos que me levantaron en el bar.
— ¿Vio a alguien más?
—Estaba Lizarraga. Fue el que me interrogó.
— ¿Qué quería?
—Saber en qué andábamos… Qué habíamos averiguado sobre el pasado del hotel. Pero no le entendí muy bien. Estaba dolorido y asustado. No lo escuché mucho. Sólo quería salir de ahí… —Permaneció callado unos segundos. Estiró las piernas. Movió el tobillo. Le dolió mucho. Recién entonces intervino como inquisidor—. ¿Y a vos, qué te pasó? ¿Cuándo te agarraron?
—Me sorprendieron en la casa del curandero.
—Te dije que no fueras…
—Nunca me dijo eso.
— ¿Ah no? Te pedí que te quedaras conmigo.
—Nos hubieran agarrado de igual modo.
—Es verdad, pero me habría sentido acompañado.
—Ya está acompañado, profesor. Estoy esposado a su lado.
Guaschino esbozó una sonrisa forzada. Hasta las comisuras dolían.
— ¿Y valió la pena? —preguntó.
— ¿Qué cosa?
—Ir a hasta lo del Domínguez. ¿Qué averiguaste?
—Que ese sorete trabaja con von Berger…
—Igual que Lizarraga. Tenías razón.
—Sí. Lamentablemente mis sospechas eran fundadas. Pero este tipo colabora de un modo muy especial.
— ¿A que te refieres?
—Fue quien preparó la “mesa servida” para el alemán.
— ¿Con qué objeto?
—No alcancé a preguntárselo. Me golpearon antes.
Guaschino se humedeció la boca con la lengua.
—No creo que haya armado esa “mesa” en agradecimiento por una buena cosecha —dijo.
—Yo tampoco.
— ¿Qué buscaba von Berger con una “mesa servida”?
—Espantar o convocar a alguien…
—… o algo.
Menzoni buscó el rostro de su compañero en las sombras. No lo encontró. No se veía nada. Un abismo negro los separaba. Entonces, súbitamente, la temperatura de la habitación experimentó un descenso muy brusco.
— ¿Qué está pasando? —indagó Guaschino, temeroso, al sentir en la piel el bajón térmico.
Menzoni chistó llamándolo a silencio. Quería escuchar. (“Era sorprendente cómo los demás sentidos se agudizaban cuando se perdía el de la vista”, pensó).
Una brisa helada les cruzó la cara y empezaron a tiritar como si estuvieran dentro de una cámara frigorífica. El frío era seco, penetrante, les calaba los huesos hasta el dolor y se incrementó ante la imposibilidad de moverse. No tenían forma de entrar en calor. Ni siquiera podían entibiar sus manos con el cálido aliento de sus bocas. Estaban demasiado lejos unas de otras.
Menzoni volvió a llamar a silencio.
— ¡Cállese, por favor! —dijo.
Algo había llegado hasta sus oídos en medio de la oscuridad. Provenía del otro lado de la habitación. No tenía idea qué podía ser. Hubiera jurado escuchar una suspiro entrecortado, seguido de pasos muy débiles sobre el entablado del piso.
Intentó agudizar la vista para ver algo, pero sus pupilas ya estaban más que dilatadas. No eran las de un animal nocturno y, lejos de ser un lemur, siguió ciego en medio de las sombras. La evolución se había equivocado en ese aspecto. El “Rey de la Creación” no era más que un simple vasallo cuando la luz desaparecía, un plebeyo indefenso cuya corona no podía elevarlo siquiera por encima de un simple gato callejero.
—Contenga la respiración por unos segundos, profesor —murmuró a Guaschino.
El viejo historiador obedeció.
Nada generaba más expectativas que permanecer mudo en la oscuridad. Era como estar incubando sobresaltos. Casi se podía oír el latir de sus propios corazones y con cada segundo que transcurría el miedo aumentaba de tamaño, convirtiéndose en un monstruo imaginario tan grande como el mismísimo Eden Hotel. Por un instante, Menzoni creyó estar en el estómago de una ballena; igual que Pinocho, en aquel viejo film de Walt Disney. La única gran diferencia estribaba en que, durante la película, el niño de madera estaba pescando inconciente del peligro que corría. En cambio, él y su Geppeto de turno (Guaschino) sólo aguardaban que algo los masticara hasta convertirlos en un bolo alimenticio deforme o digerirlos en un baño de fluidos gástricos. Y cuando menos lo pensaron, una sensación extrañísima los embargó a ambos.
No era algo físico, sino emocional. Un estremecimiento que les entraba por los poros generándoles agobio, angustia, dolor moral.
Fue cuando una mano le acarició a Menzoni toda la cara.
El contacto con esos dedos helados lo electrizaron de pavor.
— ¿Qué mierda es eso? —profirió el cordobés echándose hacia atrás, golpeando la nuca contra la pared.
Otra mano lo despeinó suavemente.
Menzoni volvió a gritar.
— ¿Qué es lo que pasa? —ladró Guaschino, sobresaltado como un murciélago.
— ¡Hay una persona entre nosotros! —respondió Ariel—. ¡Me acaba de tocar! ¡Está acá adentro, en la habitación!
Mecánicamente, Guaschino recogió las piernas hasta adoptar una posición fetal. El tobillo le latió de dolor, pero no le hizo caso. Tenía un asunto mucho más urgente por el que preocuparse. El anuncio de Menzoni lo despertó de golpe a una realidad extraña y su intuición (en la que rara vez confiaba) desbancó al racionalismo de años, alertándolo de que algo maligno flotaba en el ambiente.
Una entidad siniestra y etérea, pero con la capacidad de producir un daño permanente en cualquiera de los dos.
— ¿Quién anda ahí? —gritó Menzoni alardeando con su voz gruesa.
No hubo respuesta.
— ¡Si se acerca a mí lo muelo a patadas! —exclamó Guaschino buscando protección contra el muro.
Tampoco hubo respuesta alguna.
El frío se mantuvo y la brisa se volvió insoportable. Era apenas un soplido muy débil, pero capaz de inmovilizar a cualquiera.
Por tercera vez, esos misteriosos dedos hechos de sombra le tocaron al cordobés la barbilla, pudiéndoles oler un fuerte perfume. Una fragancia a pino salvaje, fresca y natural. Bien de hombre.
Entonces, Guaschino carraspeó.
Volvió a carraspear una y otra vez.
No decía nada. Sólo carraspeaba.
Y tosió. Una, dos, tres veces.
Tosió más fuerte.
La garganta empezó a cerrársele.
Se estaba ahogando.
¡Algo lo ahorcaba!
— ¡Ariel…! —alcanzó a decir con voz gangosa.
— ¡Profesor!... ¡Por Dios!... ¿Qué le pasa?
Sabía que su compañero se estaba muriendo, pero no podía desprenderse de las esposas por más que tirara.
Impotencia total. Absoluta.
Guaschino se ahogaba.
Podía escuchar el sonido del aire tratando de entrar y salir por una tráquea obstruida a punto de colapsar por la presión que se ejercía sobre el cuello.
— ¡Soltalo, la puta que te parió! —estalló Menzoni desesperado—. ¡Soltalo!... ¡Dejalo en paz, hijo de puta!...
Como si el insulto hubiera sido el código secreto de un candado, las dos hojas de la puerta de la habitación se abrieron de golpe. Chocaron y se astillaron contra las paredes. Los goznes oxidados rechinaron como si fueran chanchos a punto de ser sacrificados y, apenas iluminada por la claridad que corría por el pasillo exterior, la inconfundible silueta de un perro hizo acto de presencia.

Bastó sólo un ladrido para que la opresiva sensación que los agobiaba disminuyera notablemente. Hernán Guaschino recuperó su respiración normal y la mano helada que le oprimía la garganta se desapareció en la oscuridad. El viejo experimentó un alivio indecible. Tenía los pulmones a punto de estallar y le ardían por la falta de oxigeno.
Tomó aire. Parecía que hubiera estado sumergido por horas en el fondo del mar. Volvió a toser. Un hilo de saliva se escapó por la comisura derecha de su boca y le mojó el cuello de la camisa. Se sintió aliviado, aún así carraspeó una vez más. Le ardía la tráquea. El perro respondió con tres ladridos cortos, agudos, contundentes, que resonaron fuerte en todo el cuarto.
Al estar inmovilizado, Guaschino temió por un mordiscón. No podía ver al can. Menzoni, a metros de él, buscó con sus ojos el lógico contraste que la sombra del animal producía en medio de la oscuridad. Débiles rayos de luna, filtrándose por alguna de las ventanas del pasillo, le permitieron detectarlo.
Era de tamaño mediano, con un hocico prominente y el pelaje greñudo, sin cuidar, que delataba su carácter salvaje y vagabundo. Tenía el tronco bien erguido, sus orejas paradas (las podía detectar contra el fondo claro de una pared del fondo) y gruñía enloquecido hacia un costado de la habitación.
Pero no era a ellos.
No era a Guaschino, ni a Menzoni a quien dirigía su rabia.
El perro tenía a otra persona como objetivo. Alguien a quien no podían observar, pero sí oír.
Sus pasos sonaban sin el ritmo propio de la tranquilidad. Se los advertía cavilantes, con miedo, rodeando el perímetro de la pieza para escapar del animal. El piso de madera rechinaba bajo su peso. Piedras y escombros rebotaban sobre los listones de roble a medida que el extraño se los llevaba por delante. Entonces, como si un operador invisible silenciara el ruido ambiente, los gruñidos, los pasos y demás sonidos, desaparecieron y el silencio más absoluto volvió a imperar en ese sector del hotel.
— ¿Qué pasa ahora? —inquirió Menzoni buscando con sus oídos algún sonido identificable.
—No lo sé… —Guaschino mantenía su voz ronca y respiración entrecortada
— ¿Quién fue el que lo atacó, profesor? —inquirió el cordobés—. ¿Pudo verlo?
—Era claramente un hombre y quiso ahorcarme. Me apretó el cuello muy fuerte. ¡Casi lo logra el muy cerdo! De no ser por ese bendito perro… ¡Me salvó la vida!
Menzoni no emitió palabra. Aflojó los brazos que sentía tensos y dejó que todo el peso de su cuerpo se apoyara sobre el piso.
—Algo muy raro está sucediendo en este lugar… —dijo finalmente—. ¿Quién querría entrar y ahorcarlo en medio de esta oscuridad?
—No es lógico.
—No, no lo es. Nada es lógico. Esto es una locura. Von Berger, Cárdenas o Lizarraga hubieran entrado con las linternas prendidas. Además… ¿cómo es que se esfumó tan de golpe? ¿Dónde se metió?... ¿Y el perro? Él también se evaporó como el humo.
Guaschino hilvanó un par de ideas que le rondaban la cabeza. Ninguna de ellas podían relacionarse con su formación académica, pero dadas las circunstancias éstas parecieron cruzar el límite que separaba la realidad de la fantasía. Y por ello sintió miedo. No un miedo concreto, como el que había experimentado al ser torturado, sino un horror indefinido que rompía con todo los esquemas de realidad que había elaborado a lo largo de toda su vida.
—Sospecho —dijo— con qué podemos relacionar toda esta pesadilla.
— ¿Ah sí?... ¿Con qué?
—Con el ritual de la “mesa servida” de Domínguez… Creo que mi agresor es parte de todo este circo esotérico.
— ¿Un colaborador del curandero?
—Sí. Efectivamente —respondió—… un colaborador.




CAPÍTULO 19

Bajo la luz de la luna, los sauces, eucaliptos y helechos que tapizaban centenares de troncos retorcidos, recreaban una selva en miniatura todo alrededor del hotel. Entramada en redes vegetales, sobre pastos y yuyos indomesticados, las plantas habían reconquistado el espacio antes dominado por el hombre y sus obras de ingeniería semejaban ruinas medievales emergiendo del suelo. Costaba entender cómo simples raíces eran capaces de partir veredas y escalinatas de concreto como si fueran de plastilina. Pero ahí estaban: resquebrajadas, húmedas, con grietas que se abrían a una naturaleza invasora que parecía querer recobrar ese lugar que había sido únicamente suyo hacía poco menos de cien años.
Por el frente, el Eden Hotel exhibía una vegetación no tan tupida, en tanto que sus laterales se habían convertido en sitios de muy difícil acceso, en gran parte por no haber sido deforestados o mantenidos a raya desde que los primeros árboles habían sido plantados. Era y había sido la zona más agreste del hotel. Una frontera natural con el exterior. Un muro verde capaz de proteger la intimidad de los huéspedes de las vista curiosa de los “negritos” de afuera.
Sobre la izquierda, a metros de la gran escalinata de mármol, se levantaban los restos del Patio Cervecero, un reducto de masculinidad a principios de siglo, en el que se intercambiaban  opiniones, proyectos y negocios. ¡Cuántas veces habrían criticado a Hipólito Yrigoyen en ese lugar, menospreciando sus dotes de caudillo popular y tildándolo de charlatán de feria! ¡Si hasta era posible que allí mismo se hubiera planeado su derrocamiento en 1930!
En sus días de gloria, el patio disponía de mesas hechas en basalto, bancas de madera y mucha sombra para las tardes calurosas de verano. Claro que aquellos que buscaban algo de privacidad, podían usar las escalinatas que descendían por un barranco, internándose en el bosque, y ver —desde abajo— las columnas que emergían de una glorieta redondeada, donde se tomaba cerveza y demás bebidas espirituosas. Era un sendero para pocos. No estaba bien visto que “niñas de su casa” lo recorrieran, ni siquiera de día. Sólo de tanto en tanto, los empleados lo usaban para recoger el agua de lluvia que se acumulaba en una pileta de material, a modo de cisterna. Pero cuando Jorge Balbi se paró en su borde, era un bebedero que sólo acumulaba musgos y bacterias; una fuente de putrefacción rodeaba de pasto y ramas en descomposición.
La iluminó con la linterna que había conseguido antes de salir del hospital.
«Maldito criadero de mosquitos.»
Y sin esperar demasiado, emprendió el ascenso por la escalinata en dirección al viejo patio.
No tardó en darse cuenta de que se sentía mejor que nunca. Sus piernas respondían al esfuerzo sin problema y la capacidad respiratoria era perfecta. De no haber fumado en su juventud se habría sentido mejor, caviló. De todos modos, y tras el mal trance hospitalario, no podía quejarse. Su estado físico era milagroso y se daba cuenta de que ese extraño sueño —inducido por Eugenio Ross— tenía mucho que ver con el tema.
«¿Había sido todo eso real?»
De ser una ilusión, la experiencia había resultado de lo más vívida, además de aleccionadora.
Siguió subiendo.
La gradería estaba hecha añicos.
Pocos metros más arriba, cuando el follaje que crecía por encima de su cabeza se despejó un poco y la luna iluminó el camino, apagó la linterna. No era conveniente andar por ahí con una luz delatora en la mano. Además, con unos pocos minutos de adaptación, iba a poder moverse a la perfección. Y así fue. El resto del recorrido lo hizo con sus pupilas dilatadas como las de un gato, sin tropezar con nada. Se había hecho uno con la oscuridad clara de la noche.
Media docena de escalones más arriba, vio la baranda redondeada de piedra que circundaba al patio cervecero. Apuró el tranco. Saltó de dos en dos el espacio que quedaba y alcanzó una superficie plana, repleta de hojas caídas. Hacia el fondo: la silueta del Eden brotaba de las sombras.
Experimentó una curiosa nostalgia al verlo. Ya no era el mismo hotel que había conocido. Se lo veía viejo, desgastado. Un cadáver que, como el Mío Cid, se mantenía de pie tratando de demostrar un poderío que había perdido hacía mucho tiempo.
Sintió que el corazón se le estrujaba y los ojos se le llenaron de lágrimas.
Dolía verlo de ese modo. Sin gente, sin brillo, sin vida. Una mera cáscara vacía.
Se quedó unos minutos contemplándolo.
Las dos torres permanecían erguidas con señorío y el balcón de la primera planta —silente y sin luces— le recordó al niño vestido de marinerito. ¿Estaría todavía rondando por esos viejos pasillos?
Lo buscó. Más no lo encontró.
Terminada su recorrida visual, advirtió que desde una ventana de la planta baja, bien a la derecha del hotel, se colaba la típica luz de unas candelas encendidas.
«¿Velas?»
Dio un par pasos en dirección al hotel y se detuvo de golpe, plantándose como un soldado.
Una persona se acercaba corriendo hacia él.
Una mujer.
Y la conocía.
Era Andrea, su esposa.

Se abrazaron con fuerza y lloraron de emoción. Balbi le tomó la cara con ambas manos y besó en la boca una y otra vez. No podía creer tenerla entre sus brazos. Había imaginado lo peor. Pero allí estaba, sana y salva. Tan hermosa y vivaz como siempre, sin un rasguño. Entera. En ese momento, Balbi volvió a confirmar que su vida no tenía sentido sin ella.
— ¡Dios, qué alegría verte, amor mío! —exclamó hundiendo la cara en su cabellera—. Creí que…
—No pienses en eso, por favor —contestó ella aferrándolo contra el pecho—. No pienses en cosas negativas. Hay mucho por hacer. Muchos problemas que solucionar…
Balbi se alejó de sus hombros y la miró fijo a los ojos.
— ¿De qué me hablás? —preguntó extrañado
—De Guaschino y Menzoni. Corren peligro.
— ¿Qué decís? ¿Por qué en peligro? No te entiendo…
—Los van a matar.
— ¿Qué?
— ¡Los van a matar! Los tienen encerrados en el primer piso del hotel —dijo señalando al edificio—. Tenemos que hacer algo al respecto.
— ¡Llamar a la policía! ¡Hay que llamarlos ya mismo!
—Amor —dijo Andrea con tono resignado—, son policías los que quieren asesinarlos. Lizarraga, von Berger y otros más están detrás de todo esto.
—Pero… —vaciló Balbi—, ¿qué podemos hacer nosotros? Estamos sin armas… sin nada.
—No importa.
— ¿Cómo que no importa? ¿Estás loca? ¡No podemos ir así como así! ¡No voy a permitir que te arriesgues!
— ¡Tenemos que arriesgarnos! —exclamó ella, tomando distancia—. ¡Si no venís, voy a tener que ir sola!
— ¿Acaso enloqueciste? ¿Cómo me decís eso? ¡Vos sola no vas a ningún lado! Si es verdad que estas personas están manejando todo este asunto, son gente de lo peor. ¡Asesinos, Andy! ¿Entendés eso? ¡A-se-si-nos…!
—Justamente por eso te vine a buscar. ¡No hay tiempo! Vamos, seguime. Sé en dónde los tienen —y volteó en dirección del hotel.
Balbi la frenó agarrándola de la muñeca.
— ¡Pará un cacho! —prorrumpió—. ¿Cómo sabés vos todo esto? ¿Cómo corno te metiste en este lío?
—Amor, después te lo explico. Ahora, vamos… Hay que sacarlos.
Y así, vencido por el ímpetu de su mujer, Jorge Balbi corrió en silencio hasta las escalinatas de mármol del Eden.

— ¿No hay otro lugar por donde entrar? —preguntó Balbi, observando la puerta principal del hotel, trece escalones más arriba.
— ¡Shhh!... Bajá el tono que pueden oírnos —susurró Andrea señalando la única fuente titilante de luz de vela, en la otra punta del edificio—. Es la entrada que conozco —dijo por lo bajo—. Además, adentro vas a tener que caminar muy despacio y en silencio absoluto; al menos hasta llegar a la planta alta. El alemán y los demás están reunidos al final del pasillo por el que vamos a andar unos metros. Tenemos que ser muy, pero muy cuidadosos. ¿Oíste?...
Balbi miró la fachada del hotel con detenimiento. Se sintió un liliputiense.
— ¿Te tenían acá? —preguntó.
Su mujer asintió con un leve movimiento de cabeza y empezó a subir. Balbi volvió a frenarla agarrándola por el antebrazo.
—Andy…
— ¿Qué pasa?
—No me parece que sea lo correcto lo que vamos a hacer. Tendríamos que ir al pueblo y traer a un abogado, a un fiscal… No sé, alguna autoridad competente.
Andrea lo miró con severidad.
— Te dije que no tenemos tiempo —dijo cortante—. ¿Cuántas veces querés que lo repita?
Balbi la soltó. El miedo a perderla de nuevo lo paralizaba y convertía en un fastidioso. Andrea no era una mujer que avinagrara su carácter por cualquier cosa, pero esa mirada de cejo fruncido y tono de voz áspero no lo sorprendió. Solía surgir cuando él insistía reiteradamente sobre algo ya charlado.
—Comprendeme, es peligroso —dijo Balbi, esbozando un mohín indefinido.
Ella le agarró la mano con dulzura y la rigidez de sus facciones se convirtieron en una sonrisa controlada.
—Tranquilo, amor. Todo va a salir bien.
—Eso espero.
Andrea retomó el ascenso por la escalinata hasta alcanzar la gran puerta de hierro y vidrios rotos.
—Tené cuidad —susurró—. Hay un desmoronamiento del piso al cruzar. Permenacé cerca de mí. No te separes mucho ni toques nada que pueda hacer ruido. El edificio se está cayendo a pedazos por sí solo y hay muchos sitios inestables. Ariel tenía razón cuando nos dijo que era peligroso venir de noche.
«De nada sirvieron sus advertencias, a final de cuentas», pensó Balbi para sus adentros.
Entraron con sumo sigilo y torcieron unos metros hacia la derecha. Las puertas derruidas que daban al gran comedor se sostenían aún en sus goznes oxidados. Balbi no pudo más que sorprenderse por los contrastes. Todavía las recordaba lustrosas y elegantes, como recién salidas del taller del artesano que las había hecho.
Media docena de pasos más y las dejaron atrás. Giraron a la izquierda por otra puerta y salieron del corredor principal.
—Acá estaba la recepción —explicó Andrea—. Y por ahí subimos al primer piso —dijo señalando una escalera de madera tan ancha como para que tres personas se pararan una al lado de otra.
El pasamanos de roble estaba podrido y roto en varias secciones. Daba un aspecto de lo más destartalado. Secciones enteras habían desaparecido y por cada una de las molduras redondeadas que lo decoraban faltaban tres o cuatro. Alguien del pueblo tenía, con seguridad, un pedacito de esa escalera señorial como adorno personal.
—Vas a tener que prender la linterna —dijo Andrea señalando hacia arriba—. La claridad de la luna no llega más allá del primer descanso. Hay corredores muy oscuros y llenos de escombros y hierros oxidados que pueden lastimarte. Tené mucho cuidado.
Balbi extrajo el artilugio a pilas del bolsillo y corrió su perilla hacia delante. Un haz de luz se desplegó compacto hasta impactar contra una pared con restos de empapelado.
“El sable láser de Star Wars. ¡Lástima que no tenía uno de verdad!”
—Andy —dijo Balbi, despejando de su cabeza la ridícula imagen de un Jedi—, ¿cómo estás segura de que no hay guardias en el primer piso?
—No los hay…
—Pero, ¿por qué estás tan segura?
—Porque lo sé. Estuve allá arriba.
—Entonces...
—… entonces, ¿qué?
— ¿Por qué no liberaste a Guaschino y Menzoni vos sola?
Andrea hizo a un lado el rayo de la linterna que le daba directo en el rostro.
— ¡Saca eso, por favor! ¡Me estás encandilando!
— ¡Ups!... ¡Perdón! No me di cuenta...
—No importa. Dale, sigamos.
—Pero, no me respondiste...
— ¿Qué querés que te diga?
—Lo que te pregunté. Creo haber sido muy claro, ¿no?... Si estuviste en este lugar cuando nadie lo vigilaba, ¿por qué no liberaste a los muchachos?
Andrea lanzó un suspiro y ladeó la boca, mirando a su marido. Balbi supo que le ocultaba algo.
— ¿Qué pasó, Andy? —insistió él—. Decime la verdad, por favor.
—Sucedieron muchas cosas extrañas en este lugar —respondió con gravedad en su voz.
—A esta altura del partido te aseguro que tengo la mente más abierta que de costumbre —tragó saliva y repreguntó: —Contame qué pasó.
—No me parece que sea éste el momento ni el sitio adecuado...
—Andrea, me estás poniendo nervioso. Decime qué pasa en este lugar.
La mujer suspiró otra vez. Se plantó firme en el piso y dijo de manera directa:
—Está embrujado...
— ¿Cómo?
—Que está embrujado, encantado o como quieras llamarlo. El hotel está lleno de fantasmas, y no es una metáfora. Es algo real. Este sitio es como una gran puerta al Más Allá y von Berger es quien la abrió. Sé que suena como algo de locos, pero te aseguro que es cierto. Yo mismo vi a uno de ellos en el primer piso.
— ¿Que viste qué?
—A un alma en pena.
— ¿Un fantasma?
—Sí. Era Federico Tolosa.
Balbi se quedó estupefacto. Todo un aluvión de suposiciones se arremolinaron en la mente del historiador. Conjeturas y suposiciones que no había atendido en el corto tiempo que llevaba en la calle, se le mezclaron al unísono y, si bien no dedujo nada con claridad, una serie de ideas fuerza quedaron en suspenso girando en su inconciente.
— ¿A Tolosa? —indagó.
—Los chicos que sacaron la foto decían la verdad. No era un truco.
—No..., no era un truco. Eso es más que claro —dijo Balbi meditando—. Y creo saber el motivo por el cual Tolosa se sigue manifestando como un fantasma.
— ¿Qué decís?
—En el hospital tuve una experiencia de lo más extraña —explicó—. Vi como Tolosa era asesinado por un hombre en confabulación con Friedich von Berger.
— ¿Eh?...
—Como lo oís. Experimenté una especie de regresión cuando estaba internado. No sabría explicártelo racionalmente, pero sé muy bien lo vi. Fue como si me metieran en una película filmada en el Eden hace mucho tiempo y Eugenio estaba en ese sueño. Era él quien me inducía la visión. Fue algo extraordinario.
— ¿Eugenio?...
—Sí.
Andrea empalideció.
—Entonces no estás enterado de nada...
— ¿Enterado de qué?
—Amor —dijo apretándole el antebrazo con dulzura—, pensé que ya lo sabías.
— ¿Qué cosa?
—Eugenio... está muerto.
— ¿Qué?
—Aparentemente lo mataron. Su cuerpo está en el subsuelo del edificio.
— ¡No puedo creerlo! —susurró tomándose las sienes—. ¡Dios!... ¡Dios! ¡Mierda!... ¡Puta madre! —Levantó compungido su cara hacia Andrea y miró sus ojos—. ¿Estás segura?
—Sí, amor. Muy segura. Yo misma encontré el cadáver.
Decenas de imágenes del pasado se arremolinaron en la memoria y Balbi no pudo controlar las lágrimas, alimentadas por el dolor y un odio contenido
—¡Cerdos fascistas! ¡No puedo creerlo! ¿Cómo es posible que existan monstruos de esa calaña?
Andy lo abrazó con ternura tratando de calmarlo hablándole al oído.
—Amor, tranquilizate, por favor. Ya no hay nada qué hacer por él. Ahora tenemos que salvar a Guaschino y a Menzoni. Evitar que les pase lo mismo y salir de este lugar cuanto antes para denunciar todos los crímenes que se cometieron. Estamos en terreno enemigo y no es conveniente que permanezcamos mucho tiempo en el hotel. Corremos con desventaja. ¿Me comprendés?... Amor —reiteró—, ¿me entendés, verdad?
Balbi se secó las lagrimas que corrían por sus mejillas y movió la cabeza de arriba abajo casi con timidez.
—No perdamos tiempo.

Tras el descanso de la escalera, el piso embaldosado de la planta alta brindó mayor seguridad a sus pasos. Como el resto de las cosas, estaba desgastado y sucio. La luz de la linterna los recorría casi con curiosidad, pero a poco de avanzar una media docena de metros, la claridad lunar volvió al espectral escenario mucho más nítido. Los restos de un patio de invierno, con su techo venido abajo, se abrió a la intemperie y al frío de la noche, rodeado de lo que quedaba de las antiguas habitaciones.
Balbi miró los hierros retorcidos de lo que antaño habían sido los soportes de un techo movible. Parecían fideos negros. Ya no quedaba ningún vidrio esmerilado en su lugar original.
«Debió ser un sitio perfecto para leer y escribir», pensó.
Andrea, a su lado, lo instó a seguir.
—Es al otro lado —dijo, y aprovechando la luz de la luna se adelantó unos metros—. No apagués la linterna. En breve nos meteremos en piezas muy oscuras.
Balbi asintió sin responder y siguió caminando lentamente.
El viento se colaba por el gran hueco abierto en el techo. El ruido de las ramas denunció el estado salvaje del entorno y lo mucho que habían olvidado a ese hotel durante décadas. Docenas de plantas muy crecidas hundían sus raíces en los recovecos de las paredes y aleros de la construcción.
Entonces, el sonido de una rama sobresalió por encima del resto.
Balbi lo escuchó tras de sí.
Volteó.
Agudizó su oído.
Otra vez.
Mecánicamente la rama golpeó algo una, dos, tres veces. No coincidía con las corrientes de aire.
«Demasiado regular», se dijo y levantó la mano con la linterna prendida en dirección a un espacio por demás oscuro. Un rincón. Un nicho de misterio.
Y allí estaba.
Lo reconoció al instante.
Era una cara inconfundible. Idéntica a la que había visto en su “sueño”, aunque con algunas arrugas que Balbi no recordaba. Además, tenía una calvicie más prominente.
No cabía duda de que el tiempo había pasado para el padre de Pilar Benegas.

Desconcertado, Balbi lo observó de arriba abajo. Belisario Benegas parecía ser un hombre de carne y hueso. Pero era imposible que hubiera envejecido tan poco después de tantos años. Además, vestía una indumentaria fuera de moda, idéntica a la que se podía apreciar en las documentales de principios de siglo: saco a rayas, chaleco, camisa de cuello redondeado y un corbatín desanudado que le caía sobre el pecho, amén de las polainas y zapatos marrones en bastante mal estado.
El recién llegado le devolvió la mirada y Balbi retrocedió unos pasos, internándose de lleno en el patio de invierno. Sabía que la persona que tenía ante él no era un ser humano. Era otra cosa. Venía de otro lado. Ese rostro macilento de ojos hundidos y párpados violáceos le recordó la pesadilla que había tenido, días antes, con su tía muerta. ¿Acaso era un fantasma?
Quiso alertar a su mujer de la aparición, pero Benegas reaccionó con la velocidad de un rayo. Desapareció en el aire y volvió a materializarse muy cerca de Balbi. Tan cerca que creyó tocarlo con el codo izquierdo.
—Le dije que no se involucrara en esto —murmuró el espectro y alzando sus brazos tomó a Balbi por la garganta.
El historiador trastabilló y cayó de espaldas al piso de baldosas, con Benegas sobre él.
A pesar del mal trance, no experimentó peso alguno.
Sacudió las manos con brusquedad, tratando de golpearlo para quitárselo de encima. Era como arar en el mar: imposible hacer nada. Benegas no recibía ninguno de los golpes, pero sus dedos sí ahorcaban a Balbi.
Empezó a ahogarse y palidecer, con cierto tono morado en los labios.
—Se lo advertí —repitió el fantasma apretando cada vez más—. Le dije que se marchara.
Volcado de espaldas, Balbi veía el cielo estrellado a través del techo derrumbado del patio. Un cielo que iba y volvía, desdibujándose cada vez más de su conciencia.
Lo estaban estrangulando.
— ¡Salí de acá, maldito cobarde!
El grito de Andrea retumbó en todo el pasillo y Benegas, tomado por el cuello de su camisa, salió despedido hacia atrás soltando la garganta que comprimía.
Sin esperar más, Andrea reaccionó con premura. Agarró a Benegas por las solapas del traje y lo sacudió como si fuera un trapo.
Balbi, en toda su vida, había visto a su esposa hacer semejante cosa.
— ¡Andrea, cuidado!
El sorprendido alarido de Balbi estremeció toda la planta alta justo en el momento en el que el envejecido asesino se desvanecía en el aire, a un costado de su mujer.
Andrea no tuvo tiempo a reaccionar. Benegas, vuelto a materiliazar, le propinó un empellón lleno de violencia y la chica salió despedida contra su marido, rodando ambos sobre una montaña de tierra, escombros y hierros retorcidos.
— ¡Tenés que seguir vos! —ladró la mujer al tiempo que se reincorporaba—. ¡Andá y sacá a tus amigos de este lugar! ¡Yo me encargo de Benegas!
«¿Benegas?»
«¿Cómo conocía Andrea el apellido de esa entidad del pasado? ¿Había tenido también ella una regresión?»
El espectro arremetió con fuerza.
Andrea sacudió sus brazos obligándolo a retroceder.
— ¡Haceme caso! —ladró desesperada—. ¡Andá! —Y con fuerza descontrolada lo empujó en dirección a las habitaciones que se abrían más allá del patio.
Jamás en toda su vida Balbi la había visto tan fuera de sí y segura al mismo tiempo. Siempre sabía lo que hacía. Era esa convicción la que a él tanto lo enamoraba. Por eso no discutió la orden y como un chico obediente trastabilló alejándose del lugar de la pelea.
No era lógico dejarla sola.
De todas formas lo hizo.
Repentinamente, la voz inconfundible de Ariel Menzoni resonó desde la oscuridad, fuerte y clara:
— ¡Jorge! ¡Por acá!... ¡Aquí estamos!



CAPÍTULO 20

Las velas de la mesa se sacudieron a punto de apagarse cuando “El Mulo” Lizarraga se paró de un salto y desenfundó el arma reglamentaria como si fuera el cowboy de un western clase B.
Friedich von Berger y Domínguez, el curandero, no se sobresaltaron. Ellos también habían escuchado los gritos provenientes del interior del hotel, pero se quedaron en sus bancos sin moverse. Las tareas del grupo estaban bien determinadas desde el principio. A la hora de reprimir el comisario se llevaba todos los honores.
A Lizarraga le gustaba la acción. Disfrutaba del poder que le daba apretar la cacha de su pistola calibre cuarenta y cinco. Era un placer que había sentido antes, en los setenta, y seguía sintiéndolo aún durante esa democracia inestable y en crecimiento. ¡Qué importaba la situación institucional del país! Mientras él tuviera municiones que descargar, la impunidad se mantenía indemne. Seguía siendo el mismo de siempre: un soldado del orden anticomunista. Un cruzado.
Mientras se dirigía en dirección a la escalera de madera que conducía al primer piso, amartilló la ’45 y, sin dejar de proferir insultos, avanzó cauteloso hasta el patio de invierno.
No había nadie.
Estaba desierto.
Era un páramo de ruinas contemporáneas.
— ¿Quién carajo anda por ahí? —inquirió a los gritos, impostando la voz, lleno de rabia y ansiedad.
Desde las habitaciones colindantes nadie respondió.

Los músculos del cuello de Balbi se tensaron al oír el alarido del uniformado y la barreta de hierro oxidado, con la que trataba de hacer palanca para romper las esposas de Menzoni, se le resbaló de sus manos húmedas y cayó al suelo.
El ruido metálico retumbó por el eco de la habitación desamueblada y la respiración de Balbi se paralizó.
—Mierda... Ya están acá —dijo mirando hacia la puerta.
—Tenés que rajar ya mismo —prescribió Menzoni.
— ¡No!... ¿Y Andrea?
—Si te agarran no vas a poder hacer nada por ella. ¡Salí de acá antes de que lleguen!
—Pero...
—...¡Andate!
Recogió la linterna que descansaba en el piso y enfocó la luz hacia la persiana cerrada de la única ventana de la habitación.
Los tacos de Lizarraga anunciaban que se acercaba por el pasillo. Podían oírlos con claridad pisando restos de basura y piedras desparramadas por todos lados.
—Tratá de salir por ahí —dijo Menzoni—. No hay otra opción.
— ¡Estamos en un primer piso, Ariel!
—Inténtalo... Hay bordes de donde podes agarrarte... ¡Decidite pronto porque ya llega!
«Decidite pronto...»
«Decidite pronto...»
Menzoni tenía razón.
«¡Claro! ¡Total no era él quien se zambulliría al vacío!.»
Movió los postigos. Abrió las hojas de madera y miró hacia abajo. No se veía mucho. Sacó la primera pierna por la ventana. Buscó un lugar de apoyo con la punta de los zapatos, una cornisa segura.
«¿Soportaría su peso? ¿Podría tocar tierra sin dañarse? Por mucho menos su padre se había fracturado el fémur hacía tiempo. ¡Joder! Tenía qué hacerlo.»
«Decidite pronto...»
«Decidite, maldito cagón..»
El primer balazo rompió el borde de la ventana convirtiéndolo en cientos de astillas.
— ¡Alto!
El grito de Lizarraga fue tan fuerte que resultó casi material. Tan material como para empujar a Balbi hacia el vacío. Guaschino, esposado a su lado, lo vio desaparecer a través del marco y rumió lo peor.

La caída fue más corta de lo que Balbi imaginaba y el rebote, sobre una montaña de yuyos y basura acumulada, inimaginable.
Sus huesos crujieron pero no se quebraron.
Cual una bolsa llena de cereal, amortiguada por una lona bien tirante, Balbi salió despedido hacia un costado. Rodó sobre el pasto frío, apartándose de la pared, y detuvo su marcha.
No tenía ningún dolor. Había zafado de milagro.
En plena oscuridad, buscó la linterna que seguía prendida. Se reincorporó temiendo desajustar alguna articulación e instintivamente miró para arriba.
Dos fogonazos destellaron desde el alfeizar de la ventana. Lizarraga no perdía tiempo.
Asomado desde el primer piso apuntó hacia la única fuente de luz artificial que había en el exterior.
Gatilló por tercera vez.
 El proyectil pegó a milímetros del tobillo de Balbi.
No había mucho que meditar: corrió como loco hacia la construcción horizontal que tenía enfrente. No supo identificarla. Estaba muy venida abajo.
Tropezó un par de veces en su corrida, pero no se amilanó. El instinto de supervivencia lo impelía hacia delante como si fuera una alud descontrolado.
Tomó por un pasillo que descendía algunos metros y apagó la linterna.
«No hace falta gastar pilas.»
Además, podían verlo.
Por segunda vez en pocos días su vida corría peligro. Era muy raro sentirse perseguido.
En ese mismo instante, “El Mulo” se arrojaba sin miramientos por la ventana del hotel. Como buen cazador no iba a dejar escapar a “su presa.”
Jamás lo había hecho.

Balbi desembocó en un lugar que le resultó conocido.
Era el área de mantenimiento del antiguo Eden, pero nada de lo que podía apreciar a la luz de la luna le resultó del todo familiar. Aquello era una “zona de desastre.” Los efectos del deterioro se notaban  a simple vista.
Estaba en el sector donde había funcionado la usina.
Ya no se oía el rugir de sus motores de origen inglés. La marca Crossley, repujada en uno de los lados, estaba despintada. Sólo quedaban pequeñas cascaritas del color rojo original.
Al panel de control, hecho de mármol de primera calidad, y en su momento repleto de relojes y medidores de bronce, lo habían desmantelado y partido en uno de sus tramos. Sin un solo instrumento de medición, desguasado y carente de utilidad, semejaba la mesada de una cocina puesta verticalmente contra la pared.
«El saqueo no paraba nunca.»
Los generadores de electricidad ya no brillaban ni estaban aceitados. Eran sólo hierros que acumulaban polvo, incapaces de producir nada. La oscuridad había triunfado. Los insectos —en especial las arañas— anidaban en ellos. La revolución industrial del valle de Punilla era el espectro decadente de un Progreso jamás alcanzado. La confianza del siglo XIX tenía allí una de sus tumbas.
Entonces, Balbi volvió a escuchar pasos: Lizarraga bajaba por la escalera.
Buscó un sitio donde esconderse. Eligió una puerta muy angosta, justo al lado del tablero de mármol, y guardó silencio.
«Si seguía así de nervioso, su corazón iba a delatarlo.»
 El taconeo del comisario dejó de oírse. Se había detenido en el centro de la sala de máquinas.
Estaba allí. Muy cerca.
—Sé que está oculto en este lugar —dijo el policía con tono calmo—. No complique más las cosas y salga. No quiero pasarme la noche corriendo por estas malditas ruinas.
Balbi contuvo su respiración.
— ¿Usted cree que va a poder escaparse? —preguntó “El Mulo”—. Se equivoca, mi amigo. No voy a dejar que lo haga. Ande, salga y charlaremos como dos personas civilizadas.
Balbi no respondió.
— ¿Quién es usted? ¿Qué busca en ese sitio? —indagó Lizarraga desde las sombras—. Vamos, dígamelo. Si vino a robar algo se lo daré yo mismo. No se preocupe por los dos tipos que vio atados en la planta alta. Yo soy policía. Salga tranquilo... No se asuste. Ellos son traficantes de drogas —mintió—. Si quiere algo del hotel, le repito, que yo se lo voy a dar. No me tenga miedo.
«¡Bastardo mentiroso! ¡Quiere matarme! ¡Cerdo inmundo!»
Pegado a la pared, Balbi descuidó la linterna que tenía en la mano. El foco a rosca de la parte posterior había quedado flojo por las caídas y terminó de desenroscarse en el momento menos adecuado.
«¡CLACK...!»
En medio de tan absoluto silencio, el ruido fue como una bomba de hidrógeno.
Lizarraga rotó hacia la puerta y el haz de su propia linterna venció la oscuridad hasta chocar con el rostro empalidecido de Jorge.
— ¡Usted! —exclamó sorprendido el policía.
Balbi levantó las manos.
— ¿No estaba internado en el hospital?
—Lo estaba...
—Pero..., ¿cómo se recuperó tan pronto? Mis hombres me informaron que su problema era grave.
—No era para tanto —retrucó, disimulando el miedo.
El policía retrocedió unos pasos hacia el centro de la usina.
—Salga de ahí, venga para acá —dijo, instándolo con la mano a que abandonara su escondite, sin dejar de encañonarlo—. ¿Qué es lo que vino a buscar a este lugar? ¿A sus amiguitos?...
—Vine por mi esposa.
— ¿Por su esposa? —rió—. ¿Cree que le voy a creer semejante estupidez? ¡Usted vino a hurgar en un pasado que no es suyo! ¡A eso vino! ¡A ayudar a Menzoni! Usted y el viejo idiota que lo acompaña se metieron donde no tenían que meterse. ¿Por qué no se quedaron tranquilitos en Buenos Aires, eh? Se hubieran ahorrado muchos inconvenientes y su esposa estaría tranquilamente con usted. Pero no. Insisten en meter el palo en la herida y revolverlo. Ahora voy a ser yo el que va revolver su herida. ¡Ya verá qué doloroso resulta! No le van a quedar ganas de seguir investigando el pasado de Don Friedich.
Balbi quedó fuera de contexto. Ya no pensaba en los nazis, como al principio. El asunto era mucho menos “internacional.”
—No creo que sea por eso que von Berger está tan nervioso —dijo.
— ¿Ah, no?
—No. Usted sabe muy bien que no es eso, comisario.
— ¿Y qué es?
Balbi le clavó la mirada, desafiándolo.
—Todo esto tiene que ver con un crimen en el que von Berger colaboró hace muchos años: el asesinato de Federico Toledo.
Lizarraga apretó las mandíbulas y levantó el arma hasta apuntarle a Balbi en la cabeza.
—Entonces —dijo—, esto es peor de lo que yo pensaba.
Acto seguido, jaló del gatillo.




CAPÍTULO 21

Oyó el disparo reverberar en toda la sala y automáticamente cerró los ojos en un acto mecánico de defensa.
«¡Como si la bala pudiera detenerse sin atravesar su frente!»
«Ingenuo».
«Tonto».
«Infantil en extremo».
«Era increíble cuántas ideas bobas se podían arremolinar en la cabeza de un condenado a muerte».
Pero la bala nunca llegó.
No sintió nada. Ningún golpe desmesurado. Ningún impulso hacia atrás. Sólo el estampido de la pistola y un penetrante olor a azufre cerca de su nariz.
Levantó los párpados.
Una extraña nube de color azul se desplegaba delante suyo. Muy cerca. No era humo ni vapor. Era otra cosa. Algo que no supo cómo definir. Una niebla espesa que, a modo de cortina, se interponía entre él y un Lizarraga con el rostro desencajado por la sorpresa.
Retrocedió medio paso. Tomó distancia.
Fue cuando advirtió lo que la masa gaseosa tenía una forma definida. Poseía un contorno. Era una silueta humana.
La miró tan sorprendido como el comisario. Allí había un rostro.
«Sí, era una cara. La de un hombre de mediana edad.»
No gesticulaba. Estaba inmutable.
Lentamente se fue corporizando y la identidad de Federico Tolosa se volvió más que clara.
A la sazón, el espectro giró sobre su eje y le clavó a Balbi una mirada anodina.
Algo cayó al piso y rodó. Tenía sonido metálico.
Era una bala calibre ’45.
—Retírese—le dijo Tolosa—. Ya ha hecho demasiado
Lizarraga, se recuperó y levantó su arma.
— ¡Demonio del infierno! —gritó—. ¿Acaso no hay manera de que vayas de este lugar? —y disparó por segunda vez.
No sucedió nada.
Otra bala cayó al piso tintineando como si fuera la cuenta de un collar de perlas.
Tolosa viró hasta enfrentarlo. Su mano salió disparada hacia delante y agarró al comisario por el cuello. Lo levantó hasta que sus pies quedaron en el aire.
Volteó otra vez hacia Balbi.
—Retírese, señor —repitió.
Intimidado, Balbi obedeció sin quitar su mirada de la escena. El ex-mayordomo del Eden emitía un brillo espectral que asoció con la pantalla de un televisor encendido en un canal sin señal. Era una luz intermitente que iluminaba toda la usina con un color azulino apagado que, por momentos, se volvía sepia y al segundo desaparecía para volver a aparecer al rato. Balbi recordó mucho el juego de luces que usaban en las discotecas. Aún así, aquello no se parecía a nada que antes hubiera visto.
El cuadro en sí mismo no era aterrorizador si se lo observaba con frialdad. Eran sólo dos hombres peleando. Uno por ocultar el pasado, el otro por rescatarlo del olvido. Dos extremos de una misma cuerda, separados por casi sesenta años de negligencia.
Tolosa esperó a que Balbi estuviera debajo del marco de la puerta de salida. Recién entonces bajó al policía —casi asfixiado— y lo empujó contra el motor Crossley. Lizarraga tosió con desesperación, agarrándose el cuello dolorido, y se apoyó sobre la carcasa metálica que cubría los engranajes y partes mecánicas del aparato.
No hubo tiempo para más.
El motor reaccionó como si lo despertaran de un largo sueño y la gran rueda de hierro, encastrada a un costado, empezó a girar sobre su eje produciendo un sonido que no se escuchaba en ese sitio desde hacía décadas.
«¿Cómo podía funcionar esa porquería si estaba llena de tierra, polvo y sin lubricante?»
Repentinamente, a la luz que producía el etéreo cuerpo de Tolosa se le sumaron chispas rojas y fugaces rayos del mismo color, procedentes de la carcasa reavivada de la Crossley.
«Un cortocircuito.»
Lizarraga, recuperándose del ahorcamiento, experimentó como todo su cuerpo se convertía en un conductor de electricidad.
No pudo despegarse de la máquina.
Ni siquiera gritó. No hubo sonido alguno.
Sus articulaciones se tensaron como los cables de un puente colgante. Rígidas, entumecidas por los voltios que corrían a través de ellas, le dieron la fugaz apariencia de un espantapájaros alcanzado por un relámpago.
La piel del policía alcanzó un color carmesí profundo. La sangre le hervía en sus venas y desde su boca abierta y contracturada salió una bocanada de vapor oscuro que dejó en el ambiente un hondo olor a carne quemada.
Lizarraga se incineraba por dentro.
Los pelos de su cabeza, chamuscados, contribuyeron a impregnar todo el lugar con el mismo aroma a chuleta calcinada.
Y de improviso: oscuridad.
Todo se tornó negro. Las perspectivas desaparecieron junto con las luces; incluso la producida por la Crossley.
Una boca de lobo silenciosa se tragó la usina.
Un hoyo de negrura insondable volvió a convertir todo el lugar en lo que siempre había sido: una dependencia de mantenimiento, abandonada y muerta.



CAPÍTULO 22

Casi de memoria, Jorge Balbi recorrió el camino de regreso al edificio principal del hotel.
Sabía cómo guiarse, por dónde entrar y llegar al primer al primer piso, atravesar el patio de invierno y terminar con el salvataje que Lizarraga había interrumpido.
Aturdido por la experiencia en la usina, tenía trastocado su sentido de la realidad. Lo imposible era posible. La forma de ver y entender el mundo, dilatada hasta incorporar cosas que antes le parecían fantasías, se asemejaba mucho a la de un eremita medieval. Cualquier cosa podía ocurrir en ese  «su» nuevo universo.
Incluso la aparición de fantasmas.
El frío arreciaba. La temperatura ambiente había bajado hasta el grado de congelación y un manto de color blanco, que tapizaban los despeinados yuyos del parque, anunciaba la helada de la madrugada.
Al trote, para entrar en calor,  Balbi alcanzó el muro en el que estaba empotrada la ventana por la que se había lanzado.
Se detuvo y tomó aire. Una nube gris salió expelida de su boca como si estuviera fumando. Miró hacia arriba.
— ¡Ariel! —llamó, elevando la voz—. ¡Hernán!... ¿Me escuchan?
Recostado contra la pared de la ventana, Guaschino hizo una difícil contorsión, asomó una de sus manos esposadas y la sacudió.
— ¡Acá!... —respondió—. ¡Acá estamos!
Jorge experimentó un gran alivio. Respiró hondo. Cambió el aire de sus pulmones e intentó tranquilizarse.
Iba a tener que actuar con sumo cuidado. No tenía un «plan B».»
De hecho, no tenía ningún plan.
No tenía nada.
Ni un palo con qué defenderse.
«Joder.»
«¿Era conveniente actuar como un adolescente improvisado o sería mejor abandonar el hotel en busca de ayuda?»
«¡Mierda!... ¿Por qué tenía que pasarle eso a él?»
No podía dejar el predio. Lo necesitaban.
«Soy el último recurso», pensó.
Nunca había tenido la responsabilidad sobre la vida y la muerte de otros. Era algo nuevo. Angustiante.
«Y él sin un plan».
Repentinamente, alguien se asomó por la ventana del primer piso.
Balbi le clavó los ojos e identificó de inmediato a su mujer.
— ¡Andy! —exclamó con alegría—. ¡Quedate ahí, no bajes!... ¡Ya subo!... ¡Por favor, no bajes! —reiteró extendiendo sus brazos.
Pero notó algo extraño.
Andrea tenía dos hilos de sangre saliéndole por la nariz. Chorreaban hasta el labio superior y se desviaban en las comisuras de la boca, deslizándose hasta la pera. Le daban el horroroso aspecto de un muñeco de ventrílocuo.
Vaciló al verla.
«Estaba golpeada», pensó.
«Los muy cobardes la habían maltratado».
Al mirarla con mayor atención, advirtió que también tenía una mancha oscura en la frente.
«Un moretón».
«Pero, ¿qué era eso que le caminaba por la mejilla izquierda?»
Hizo foco y no tardó en resolver el misterio.
«¿Una cucaracha?... ¿Por qué no se la quitaba? ¿Qué extraño motivo impedía que su mujer la aplastara contra el piso? Ella odiaba las cucarachas. Les tenía un profundo asco. ¿Por qué permitía que esa alimaña anduviera libre por su cara?»
Apuró el paso.
Dejó atrás la torre derecha del Eden y dobló en dirección a la escalinata principal (el único lugar de ingreso que conocía).
Las luces de las velas, al otro lado del edificio, ya no estaban encendidas. La reunión había terminado.
«¿Se habían ido?»
Distraído, tropezó con un tronco y cayó al piso. Quedó todo sucio de barro.
Lanzó un improperio y se reincorporó sacudiéndose el pantalón. Mientras lo hacía, apoyó una de sus manos contra el muro del hotel.
«¡Torpe!», se dijo y al quitar la palma del revoque de la pared observó algo que lo dejó impávido: un graffiti de color verde musgo comenzó a dibujarse guiado por una mano invisible.
No temas a la resurrección,
sino a la insurrección de los muertos
Balbi, quedó paralizado.




CAPÍTULO 23

Hasta esa misma noche, Balbi había tenido una interpretación muy acotada de la realidad. Una visión incompleta y falaz. Todo en lo que creía se desmoronaba como un castillo de naipes. No quedaba nada de donde agarrarse. Su escepticismo de academia —ese pilar largamente construido a lo largo de sus años como historiador— era vencido por sucesos inconcebibles para un hombre racional como él.
«¿Dónde estaban las Luces del siglo XVIII? ¿Qué había sido de ellas? ¿Cómo era factible que se apagaran de un saque, hundiéndolo en lo que hasta ese instante no era otra cosa que mera superstición?»
Ya no tenía nada.
Los parámetros para medir y entender el mundo circundante no le servían.
Todo había sido en vano. Sólo una mueca irónica de soberbia intelectual. Un salvavidas que resultaba, a la postre, ser de plomo.
En medio de ese parque irredento y salvaje, Balbi trató de acomodar sus ideas a un molde en el que ninguna de ellas encajaba ya. Tenía el libreto cambiado. Los fantasmas del Eden y ese graffiti color verde musgo demostraban que se había equivocado en casi todo; que la vida y la muerte (y la supervivencia a ella) no eran tal como él las imaginaba. La existencia se volvía más complicada. Más densa. Sintió estar en medio de una inmensa sopa de maicena. Atorado. Impedido de seguir avanzando con el ritmo que había tenido en todos esos años.
¿Cómo era posible que nunca hubiera intuido nada de eso? ¿Qué mecanismo interno —de defensa— lo había llevado por senderos tan errados?
«La razón».
Al momento, era su única respuesta. El Iluminismo era el culpable. Aún así, se negaba a dejar de lado la herencia ilustrada. Le resultaba imposible desembarazarse de esa cosmovisión forjada en tantísimas horas de lectura y estudio.
«¿Había perdido tanto el tiempo? ¿Podía ser todo aquello el castigo de un Dios al que había negado durante casi cinco décadas de vida?»
«¡No! ¡Tiene que haber un error! En algo se equivocaba. Tenía que haber una explicación lógica... racional».
Por primera vez, todo le resultó vano, sin sentido, y notó la inusitada sensación de estar desnudo ante el mundo.
Por alguna extraña causa recordó a los conquistadores españoles del siglo XVI y XVII. A ellos les había pasado algo semejante. Se habían topado con un universo nuevo y carecían de conceptos para definirlo.
«Balbi, El Conquistador», pensó. «El Gran Adelantado de fines de siglo XX».
Sintió un vacío enorme. ¿Cómo descifrar esos misteriosos acontecimientos de los que era testigo?
—No puede ser... —farfulló y retrocedió unos pasos, alejándose del graffiti de la pared.
Las leyes de la Naturaleza se fracturaban y caían. Se despedazaban, marchitaban. Eran puro cartón, madera podrida, inestabilidad pura.
Eran nada.
Entonces, Balbi volvió a experimentar el más visceral, horroroso y profundo de los miedos.
Tenía ante él, de nuevo, a un fantasma.

El rostro impávido de Belisario Benegas le recordó el sueño que había tenido con su tía Chicha. Materializado de la nada, fue como si una pesadilla se encarnara a centímetros de su cara.
El viejo oligarca irrumpió del muro de ladrillo. Tenía el rostro violáceo y su mirada, sitiada por ojeras oscuras y agrietadas, le daban más el aspecto de un cadáver revivido  que el un espectro salido de una novela romántica.
« El hotel está lleno de fantasmas», le había dicho Andrea.
«¿Cuántas de esas entidades en pena se escondían en la argamasa y junturas de las paredes del Eden Hotel? ¿Quiénes eran? ¿Por qué se mantenían deambulando en ese sitio? ¿Acaso también la mitología religiosa del Paraíso y del Infierno era falsa? ¿Nos quedábamos errando como almas descarnadas en este mundo?»
Benegas no se movió. Quedó estático frente a Balbi sin hacer nada. El insurrecto parecía no ser una amenaza. De todos modos, el historiador reculó tres pasos más, alejándose de la visión. Pero no tuvo tiempo de analizarla: un puño cerrado, hasta tener los nudillos blanquecinos por la presión que ejercían sobre la palma, se estrelló contra su sien derecha, volviéndolo a tirar al piso.
Fue como un latigazo y al principio no sintió dolor.
Éste sobrevino unos segundos más tarde. Para entonces, Friedrich von Berger estaba parado al lado suyo.
— ¿Por qué no le hizo caso a la advertencia? —preguntó retóricamente el alemán mientras se reclinaba un poco para verlo mejor—. ¡Se hubiera ahorrado tanto dolor! ¡Tantas sorpresas!... Pero no..., prefirió seguir hasta ser un mártir y martirizar a todos los suyos. ¿Para qué? ¿Sólo para revolver en el pasado? ¿Para ser reconocido entre sus colegas y su mediocre mundillo de intelectualoides fracasados? ¡Imbécil!... ¡Mírese ahora!... ¡Mírese! Es apenas un despojo de humanidad. Un ente angustiado y perdido... ¡Y se cree capaz de modificar todo manejando fuerzas que ni siquiera conoce! ¡Idiota!... —Apoyó una de las botas sobre la garganta de Balbi y le apretó la nuez de Adán sin miramientos—. Usted no tiene idea lo mucho que me costó hacer lo que hice sin ensuciarme las manos —dijo—. ¡Tantos años intentando no quedar ligado a muertes ajenas y aparece usted!... ¿Qué fue lo le hice? Dígame, ¿qué hice para merecer todo su odio y resentimiento? ¡Ni siquiera lo conozco!
Balbi no respondió. De haber querido hacerlo tampoco hubiera podido. La presión sobre su garganta aumentaba.
Boqueó. Trató de filtrar algo de oxigeno. Sólo un poco.
Imposible articular alguna respuesta.
La atención estaba puesta en sobrevivir. La alocución del agresor parecía lejana. De otro mundo.
— ¡Maldito cabrón! —estalló von Berger retroalimentando su ira—. ¿Cuándo nos van a dejar en paz, eh?... ¿Cuándo? ¡Y después hablan de libertad y derechos humanos! ¡Libertad!... ¿Dónde está la libertad que tanto proclaman?... ¡Comunistas de mierda! —gritó y cambiando el punto de apoyo le propinó una fuerte patada en las costillas.
Balbi se retorció de dolor, pero algo había mejorado: ya no tenía la suela de la bota obstruyéndole la faringe y volvió a respirar. Fue reconfortante sentir fluir el aire dentro suyo, a pesar de tener una costilla fracturada.
Pero von Berger contraatacó.
— ¡Se acabó! —exclamó acercándose a su víctima—. ¡Me pudrí! ¿Buscaban un asesino? ¡Van a tenerlo, profesor!... ¡Van a sufrirlo en carne propia!
Instintivamente, Balbi se ovilló como un bicho bolita y esperó un nuevo golpe.
—Domínguez —dijo entonces el germano—, ordénele que lo haga o va a reunirse con su mujercita.
Balbi entreabrió sus ojos. No había visto al curandero.
«¿Mujercita...?»
«¿A quién se refería?»
«¿A  Andrea?»
«¿Iban a llevarlo al primer piso con ella?»
Domínguez, parapetado detrás de von Berger, extrajo del pantalón unas cuentas de madera engarzadas en una cuerda muy fina y avanzó hacia el espectro. Parecía un rosario católico, pero evidentemente no lo era. Estaban pintadas de colores varios, algunos más estridentes que otros. Con marcado histrionismo, el curandero levantó los brazos hacia el cielo y murmuró palabras ininteligibles en castellano.
«No era un Padre Nuestro. Ni un credo, ni un Ave María».
Von Berger giró en dirección del “Brujo” y lo miró detenidamente. Desde el piso, Balbi creyó advertir una sonrisa en los labios del alemán. Pero estaba demasiado oscuro para ver detalles. A pesar del acostumbramiento a la luz de la luna, las sombras predominaban. Sólo la silueta de Benegas —a quien casi había olvidado después de tantos golpes— se perfilaba en la oscuridad, rodeado de un brillo azulino, muy parecido al que había visto en la usina.
«Estaba ahí», se dijo. «Todos podían verlo», pensó, sintiendo el alivio de no estar loco.
—Haga lo suyo, doctor.
El tono de voz de von Berger resultó de lo más coloquial, casi fuera de lugar tras la violenta arenga que le había dado hacía segundos.
«¿Doctor?... ¿Qué doctor?», rumió Balbi. «¿Domínguez era doctor en algo?»
—Hágalo —repitió el teutón— y prometo dejarlo en paz.
La luminosidad que envolvía a Benegas reaccionó ante esas palabras apagándose casi por completo y el espectro del médico adquirió un aspecto tan material que ya no hubo diferencias entre él y los otros agresores.
Domínguez bajó los brazos.
—Si está convencido de eso —dijo dirigiéndose a von Berger—, es el momento de decir la frase.
El viejo encargado del Eden Hotel refregó sus manos y clavó los ojos en el fantasma de Benegas. Su natural aplomo teutón aumentó cuando irguió los hombros, adoptando la postura de un mariscal de campo a punto de ordenar el ataque final.
Entonces, impostando su voz, profirió casi con solemnidad:
—Belisario Benegas..., yo te libero.
Aquel conjunto de palabras tenían mucho de despedida y Balbi no tardó en percatarse de ello. El médico abrió sus amoratados ojos y un rictus extraño se le dibujó en todo su rostro.
No era felicidad lo que se observaba. Tampoco alivio. Por más libertad que von Berger le estuviera dando, Benegas expresó desconcierto y, por el movimiento de las cejas, también resignación. Pero, ¿quién podía cabalmente entender a un fantasma?
De seguro, Balbi no,
Benegas se apartó de la pared por la que había brotado. Volvió a titilar como si fuera una luciérnaga y avanzó en dirección del historiador.
Balbi experimentó una fuerte opresión en el pecho.
«Un infarto».
En una milésima de segundo, Benegas apareció parado sobre él, presionándole el esternón como un buitre a punto de devorar su sanguinolenta carroña.



CAPÍTULO 24

Al principio creyó que deliraba.
Embarrado, con la espalda helada (a pesar de la campera que llevaba puesta), Balbi sintió que moría.
Una vez más le costó respirar, pero en esa ocasión las cosas parecieron diferentes. Ya no tenía una bota de cuero presionándole la garganta. El padecimiento venía desde adentro.
El peso que Benegas ejercía sobre su pecho era poderoso y extraño al mismo tiempo. Por algún motivo (imposible de dilucidar) imaginó que era un tubo de dentífrico apretado por el medio para que evacuara su pastoso contenido. Pero, «¿qué iba él a excretar? ¿Sus vísceras? ¿Su alma?»
Se ahogaba.
No podía hacer nada.
Los sacudones espasmódicos que daba eran seguramente humillantes vistos desde afuera. «¿A quién podía interesarle eso?»
La vida se iba. El gran tránsito se había iniciado.
Un oscuro manto de sombras cubrió su conciencia. Era lo más parecido a esas telas arrugadas que solían esculpirse en los frontispicios de las tumbas aristocráticas del cementerio de la Recoleta. Un manto que tapaba todo.
La muerte misma.
Metido en ese torbellino de sensaciones desagradables y desconocidas, Balbi volvió a tener un flash retrospectivo. Relámpagos de imágenes inconexas cuyo telón de fondo seguía siendo el mismo de siempre: el Eden Hotel.
«Inconfundible».
Escuchó voces.
Charlas a medio terminar. Sonidos de pasos y las borrosas imágenes de un Friedich von Berger conversando con Benegas. Ambos mucho más jóvenes.
Eran como diapositivas. Fotogramas de una vida que no había sido la suya.
«¿Por qué tenía que ver eso? ¿Acaso no debía estar reviviendo su infancia, el rostro de su madre, el momento de su graduación, el casamiento con Andrea?»
El dolor en el pecho aumentó, pero no era un infarto. Era culpa. Un profundísimo sentimiento de culpa. Distante, casi desgastada, pero culpa al fin.
Y tampoco era suya.

Lo que siguió después fue mucho más confuso. Casi una sucesión onírica de imágenes en las que el pasado remoto se mezcló con el presente, como si aprovechara herméticos intersticios por los cuales colarse para emerger en un tiempo que ya no le pertenecía.
Un vórtice de escenas blanquinegras con algunos destellos de color y voces. Muchas voces que parodiaban distantes cantos de sirenas llamando la atención de un Jorge Balbi postrado en el suelo y en el que ya no sentía esa tremenda presión que lo mataba.
Como salida de la nada, la tormenta volvió al valle de Punilla. Densos nubarrones cubrieron la luna en segundos, como si reclamaran su propio espacio en un momento tan singular, y se largó un terrible aguacero.
Con sus orbitas desencajadas, Balbi intentó darle coherencia a las escenas que llegaban a sus pupilas.
Distinguió primero un perro. Un ovejero desgreñado y viejo que saltó —casi en cámara lenta— sobre los hombros de Benegas, aprisionándole el brazo que el médico interpuso antes de que lo mordiera.
«¡Atácalo, Indio!», resonó una orden venida de la nada. «¡Atácalo!».
Era una voz familiar. La había oído en alguna parte poco tiempo antes. «¿Dónde?»
Embebido en un océano de luces y sombras, Balbi experimentó el raro mareo que se siente en un barco sorteando un huracán. Su atención se desenfocó y visiones del pasado le invadieron la conciencia: su madre —muy joven— jugando a la canasta, su padre de la infancia sacando el Ford del garage, su primer día de escuela primaria y todo el miedo acumulado dentro de ese delantal blanco que le habían puesto tras una ceremonia digna de un príncipe en su ritual de iniciación... Pero de todo ese maremágnum de personas y objetos (cartas, pedales, volantes y guardapolvos) sólo una se materializó con nitidez: la Chicha, su tía muerta que regresaba por segunda vez en un sueño.
No debería haber sentido temor (la había querido muchísimo en vida), pero igual una ola de frío le cruzó todo su cuerpo. Era terror. Pánico por algo que no sabía bien cómo definir.
«¡La usina!», destelló una idea dentro suyo.
«Era en la usina donde había escuchado esa voz. Finalmente lo recordaba».
Repentinamente identificó al vocero. Era Federico Toledo y su cara (blanquecina como el yeso) desplazó el rostro de la Chicha, convirtiéndose en algo nítido, concreto.
Benegas profirió un alarido de ¿dolor?
— ¡Haga algo, Domínguez! ¡Haga algo! —gritó von Berger.
Balbi no podía verlo. Apenas lo oía muy lejano.
Tolosa se deslizó hasta donde estaba Benegas forcejeando con el perro. No se lo podía quitar de encima. Indio retenía al fantasma del médico.
«¿Un perro? ¿Cómo era posible?»
Otro relámpago lo retrotrajo a uno de sus viajes al Perú. Más concretamente al predio de una cancha de básquet abandonada al pie de la selva, donde un lugareño le relataba parte del folklore local, haciendo especial hincapié en la relación que el vulgo establecía entre los perros y las almas en pena.
«Sólo ellos pueden verlas» —decía—. «Sólo los perros saben por dónde van, por dónde cruzan los arroyos y habitan. Cuando un perro ladra a la nada, téngalo por seguro, en ese lugar hay un “espanto”».
Sí, en ese lugar había muchos.
El Eden estaba lleno de ellos.
Entonces, todo el hotel volvió a aparecer ante sus ojos, aunque luciendo con el esplendor de antaño. Su señorial estampa de sitio aristocrático destacaba las repujadas barandas de hierro pulido de los balcones y los cristales intactos de todas sus ventanas (que se veían limpias, sin arañas ni tierra acumulada en los alfeizares).
Y allí estaban, víctima y victimario, enfrentados después de tanto tiempo compartiendo el mismo metro cuadrado, diciéndose cosas que nadie oía ni podía interpretar. Los ojos de Toledo y Benegas sacaban chispas, en especial los del primero quien, a través de un críptico mensaje gestual parecía estar pidiendo explicaciones por los macabros sucesos ocurridos hacía ya varias décadas.
Balbi, grogui en el piso, volvió a escuchar los gritos de von Berger reclamándole a Domínguez que interviniera de alguna forma. Al parecer el curandero no podía hacer nada. Su inescrutable control sobre Benegas ya no funcionaba y el “rosario” de cuentas colorinches carecía de los efectos primarios que, segundos antes de la “liberación”, tenía.
Aquella extraña porción de mundo espectral devenida en materia se había vuelto autónoma y preocupante, según se podía adivinar por los alaridos del alemán.
— ¡Que lo desintegre ahora! ¡Que lo haga ya! ¡Domínguez, haga algo, mierda!...
Pero Benegas no obedeció. No lo dejaban actuar. Tolosa se lo impedía sujetándolo fuerte del brazo, en tanto el perro gruñía a sus pies, dispuesto a tirarle un tarascón en cualquier momento. El médico había sido neutralizado.
Entonces, la realidad se complicó aún más y lo impensable se materializó en una grieta oscura que se abrió en medio del parque, muy próxima a la pared en la que se escribiera el graffiti. Era como si el Eden se convirtiera en un descomunal esterilizador de virus, capaz de destruir no sólo la tuberculosis, sino también todo germen de moralidad descarriada.
Y Benegas acusó recibo de todo eso.
Succionado por una misteriosa fuerza, que sólo a él afectaba, su cara se desdibujó como si estuviera hecha de tiza. Los contornos del cuerpo se transformaron en líneas informes (semejantes a fideos cabello de ángel), acompañados por un bramido visceral, desgarrador. El terror se había transmutado en una cacofonía intolerable y la etérea esencia de Benegas desapareció por el agujero.
Tolosa relajó sus facciones gradualmente y el perro se calmó. Un silencio sepulcral impregnó todo el lugar.
Balbi trató de reincorporarse. Le costó un poco. Todavía seguía mareado por el golpe en la sien. Cuando consiguió ponerse de pie, apoyándose contra la pared, Tolosa se le acercó y movió la boca como un mimo callejero. Las palabras no brotaron de la garganta sino que resonaron en el interior mismo del cráneo de Jorge.
—La frase del muro no era para usted —dijo el espectro—, pero eso ya no importa.
Balbi retrocedió un par de pasos, tambaleante, nervioso y con algo de miedo.
—Lo que ahora a usted le interesa —prosiguió Tolosa— está en el convento de Santa Rosa de Lima. Allí encontrará sus respuestas.
Acto seguido, tras esgrimir lo que Balbi creyó era una sonrisa, se desvaneció en el aire.

Cuando es espectáculo terminó, el aguacero no había amainado.
Balbi, empapado de arriba abajo, tiritaba de frío. No había forma de que pudiera entrar en calor.
Tolosa ya no estaba.
El perro tampoco.
Las ruinosas paredes del Eden Hotel se contornearon de golpe por la luz de un rayo. Fue cuando lo vio.
A unos cinco metros de su posición, Balbi divisó un cuerpo tirado sobre el barro, boca abajo. Caminó con cautela hacia él y se detuvo, no muy cerca, para completarlo.
Era Domínguez.
Tenía el cráneo partido en dos. Se lo habían roto con algo pesado.
El “Brujo” yacía con los labios entreabiertos, mirando —sin ver— el cielo encapotado de nubes negras.
Fiedrich von Berger se había marchado.



EPÍLOGO

Ciudad Autónoma de Buenos Aires
Invierno de 2009
24 años después

Jorge Balbi se despertó sobresaltado en medio de la noche y manoteó la perilla del velador que descansaba sobre la mesita de luz.
Hacía frío. La habitación estaba destemplada. Tenía por costumbre apagar el Eskabe cuando se iba a dormir. No soportaba el sofocamiento de un ambiente calefaccionado. Aún así, se sintió transpirado. Tenía la espalda húmeda y su frente salpicada por gotitas de sudor.
«Demasiadas frazadas», pensó, y se levantó de un salto corriéndolas prolijamente, para no tener que hacer la cama de nuevo más tarde. Se calzó las pantuflas, vistió una bata para no enfriarse y arrastró los pies hasta la cocina, donde prendió una hornalla y puso agua a calentar para el mate.
Eran las cuatro de la madrugada.
Por la ventana que daba al sur, observó que el cielo amenazaba con lluvias, pero no le importó. En otro momento de su vida hubiera protestado, pero en su condición de jubilado ya no tenía que salir temprano a la intemperie. Un largo día lo esperaba encerrado en su casa y el traqueteo de antaño ya era un mero recuerdo.
De pie junto a la cocina, miró extasiado la anaranjada danza  que las llamas desplegaban debajo de la pava. Sacó un cigarrillo y lo prendió. Aspiró con fuerza moderada y sus pulmones se reconfortaron con la primera dosis de nicotina del día.
«Esto va a terminar por matarme».
Tampoco le importó. ¿Qué más podía perder a sus setenta y ocho años de edad?
Con el mate listo, se trasladó hasta el estudio.
Ése era su mundo. Siempre lo había sido; pero desde hacía más de dos décadas, era el único lugar en el que se sentía cómodo, junto a sus libros, papeles y recuerdos.
Pasaba la mayor parte de la jornada sentado al escritorio. Recibía pocas visitas (ninguna en realidad) y su vida social se limitaba a un simple intercambio de palabras con el quiosquero, cuando iba por el diario a media mañana. Estaba cansado de las charlas sin sentido. No tenía porqué soportar más estupideces en su vida. ¡Cuántas gansadas había tenido que aguantar! ¡Cuántas caras —como decía Joseph Conrad— de estúpida importancia!
Ya no.
Ya no hacía falta simular interés por pavadas ajenas. Ahora eran sus propias boberías las que le que consumían las horas. Finalmente, era un hombre libre.
Pero no del todo.
Esas malditas pesadillas que lo despertaban recurrentemente casi todas las noches, lo tenían a mal traer. No podía evitarlas. La terapia psicológica («maravillosa rama de la literatura fantástica», según Borges) nunca había funcionado. Tampoco los tranquilizantes y pastillas para dormir habían tenido efectos duraderos. Los malos sueños volvían una y otra vez, como una maldición. Y se despertaba angustiado, sudoroso y solo, en una cama que desde 1985 no compartía con nadie.
La muerte de Andrea había sido devastadora. No se acostumbraba a vivir sin ella y no pasaba un minuto del día sin dejar de extrañarla. Nunca había imaginado que pudiera fallecer antes que él. Eran tan joven, tan linda, tan compañera... No era justo que corriera aquella suerte. No tenían porqué haberla asesinado.
«Malditos hijos de puta».
Pero así eran las cosas y ya nada podía ser vuelto atrás.

Prendió la computadora y aguardó a que el sistema terminara de cargar todos los programas.
Una vez ubicada la carpeta titulada “Diario Personal”, la abrió. Tenía por costumbre releer sus viejos escritos cuando estaba aburrido. Sólo por la tarde se dedicaba a agregar frases al libro (inconcluso) que llevaba escribiendo desde hacía no tanto tiempo.
Es que después de los sucesos de Córdoba nada había sido igual. Su gusto por la escritura había desaparecido y casi por una década abandonó esa práctica que —ahora lo reconocía— era una parte constitutiva de su ser.
Así todo, reencontrarse con la palabra escrita le costó mucho. El dolor y la negación a revivir aquellos acontecimientos lo apartaron de los teclados. Escapó de ellos como quien escapa de la peste. Aunque pensándolo con frialdad, no escapaba de nada. Simplemente las ganas se habían diluido.
Pero, como la mareas, un día regresaron.
«Agosto de 1994. Recién hoy, a nueve años de todo, siento el impulso de ponerme a escribir —por fin— sobre lo que ocurrió en el Eden Hotel. Durante mucho tiempo el solo nombre de ese lugar me inspiró rechazo, temor y angustia. Hoy quiero enfrentar todo aquello, aunque sé que muchas cosas —la mayoría quizá— no encuentren una explicación satisfactoria.
«Nada de lo vivido allí ha dejado nunca de atormentarme. Incluso de noche, al dormir, esos pasillos ruinosos me persiguen como si quisieran torturarme indefinidamente. Por eso creo que llegó el momento de tomar el toro por las astas para exorcizarlo.
«Andrea está muerta. La mataron a sangre fría en aquel lugar. Nunca supe cómo, pero el forense que atendió su cadáver tras los sucesos, me comentó que había sido de un tiro en la nuca, pocas horas después de haber sido secuestrada en la puerta del Tomaso di Savoia (el hotel en el que nos alojábamos). Eso jamás pude entenderlo racionalmente.
«Yo la había abrazado, besado y estado con ella mucho tiempo después de su supuesto fallecimiento. ¿Acaso había sido su fantasma el que me ayudó a encontrar a Guaschino y Menzoni en la habitación del primer piso, el que me protegió y advirtió de más de un ataque? ¿Qué otra explicación quedaba?
«Si según la ciencia ella ya estaba muerta, ¿fue todo una alucinación producto de mi mente acongojada? ¿Se mezclan, tal vez por el paso del tiempo, los eventos? ¡No!... Siempre fui muy conciente de todo eso. Si algo he aprendido a lo largo de la vida, como humilde historiador que soy, es a tener claras las líneas cronológicas. Y Andrea estuvo conmigo mucho después de la hora oficial de su deceso.
«Durante años medité el asunto y cuando la memoria empezaba a flaquearme —y ponía yo mismo en duda los sucesos que había protagonizado— me calmaba, volvía a pensarlos y todo se aclaraba otra vez. Hubiera sido menos perturbador seguir la hipótesis oficial y concluir que me equivocaba. Pero estoy seguro de los tiempos, de lo que vi y sentí aquella noche.
«No puedo quitarme de la cabeza la imagen de Andrea en la ventana. Sangraba y me asusté por ello, aunque supuse que por compartir el cuarto con Guaschino y Menzoni las cosas no podrían empeorar. Pero empeoraron. Ninguno de los dos me reconoció jamás que ella hubiera estado prisionera en el mismo lugar y que, según habían oído de boca de uno de los carceleros —hoy detenido—, a mi mujer la habían “despachado” hacía casi veinticuatro horas.
«¿A quién besé, entonces? ¿A quién abracé? ¿Con quién hablé y corrí por esos pasillos?...
«¿Fue todo una increíble ilusión?... Me niego a creerlo. Aún así, la duda reaparece por momentos. ¿Estaré agregando sucesos que jamás ocurrieron?. Creo que no... ».
Balbi se recostó en el sillón y miró la pantalla de su computadora de lejos, releyendo lo que había escrito hacía quince años. Tomó un mate y prendió su segundo cigarrillo. La sirena de una ambulancia, que pasaba a toda velocidad por la avenida contigua a la casa, lo trasladó de nuevo a la realidad concreta de su estudio. Se refregó los ojos, desperezó y buscó otro párrafo en el archivo de Word que tenía ante él.
«Pasados siete meses de la desaparición de Eugenio y Andy, realicé ese viaje que tanto venía posponiendo. Algo me decía que no tenía que ir a Santa Fe, pero las dudas me carcomían el alma y un fin de semana de principios de 1986 tomé un colectivo y finalmente me apersoné en el convento de Santa Rosa de Lima.
«Llegué allí guiado por el consejo de un fantasma. Parece una locura, pero así fue. Ahí estaba yo, pidiendo permiso a la Madre Superiora para consultar la biblioteca y charlar con alguna de las monjas internas. Reconozco que nunca me llevé bien con los inciensos, pero hice de tripas corazón y me comporté como un buen cristiano, al punto de ganarme la simpatía de esa mujer gorda y mofletuda vestida de negro (a la que engañé diciéndole que estaba trabajando sobre el desempeño de los conventos de principios de siglo).
«Almorcé con ellas en un recinto muy grande. Bife con ensalada. “Es algo sano”, me había dicho y hasta tuvo la gentileza de convidarme con un poco de vino mistela. Durante la comida, en voz baja y recatada, la Madre Superiora me fue presentando de lejos a las quince monjitas que compartían con nosotros la mesa. Yo no sabía todavía qué era lo que buscaba en ese sitio, hasta que una de esas mujeres fue identificada con nombre y apellido:
«— ¿Ve aquella hermanita de allá —inquirió la Madre Superiora, señalándola con su barbilla—. Así como la ve tiene ciento dos años de edad, es la monjita más anciana del convento. Nadie recuerda desde qué año está internada en este sitio. Ella habla muy poco, aunque sigue lúcida para los años que tiene. Se llama Pilar Dolores Benegas y tengo entendido que proviene de una familia muy acaudalada de Buenos Aires.
«La sangre se heló en mis venas y el vaso de vino se desparramó sobre el mantel. Estaba estupefacto. No podía creer que esa mujer fuera la misma niña hermosa que había visto en ese raro sueño tenido en el hospital de La Falda.
«Durante el resto del almuerzo no dejé de mirarla buscando rasgos que certificaran su identidad. Finalmente, en sus ojos encontré la clave. Sin dudas era la mujer abusada por Federico Tolosa en 1926.
«Le requerí a la Madre Superiora autorización para conversar con ella y me la concedió gustosa. Después de los postres, la encargada del convento me condujo hasta una banca de madera ubicada en un parque muy grande, en donde la monjita me esperaba tomando sol, ensimismada en sus propios pensamientos.
«Cuando me acerqué a ella, levantó la vista y pude apreciar que sus parpados caídos y arrugados aún dejaban vislumbrar el brillo de unos ojos hermosos, aunque apagados por los años. Me senté a su lado, la saludé tiernamente y me quedé unos minutos observándola. Recuerdo que pensé en lo desagradable que sería vivir tanto tiempo.
«Con voz trémula y muy baja me preguntó qué quería, que por qué un porteño se interesaba en la historia de los conventos de la provincia y le expliqué que como investigador social siempre me había preocupado por conocer el rol de la iglesia en el devenir de la historia nacional. Mentía, naturalmente. Pero no lo advirtió. Parece que los años no dan sabiduría en ese sentido. Al menos no en ella.
«Le pedí que me relatara sobre su llegada al convento. La viejecita suspiró y jugueteando con los pliegues de piel del dorso de sus manos me contó una historia, de la que yo conocía una parte importante. Dio nombres, fechas, parajes y árboles genealógicos que no me interesaban conocer (pero la oí igual con atención). Me habló de Buenos Aires, de sus primos y primas (todos ellos poderosos ganaderos de la provincia), de su gusto por la música, cuando era chica, incluso de los perros y caballos que había tenido. Pero al ver que se iba por las ramas, la reorienté de nuevo hacia mis reales intereses. Entonces me contó que al principio no había sido su vocación religiosa la que la condujera a la vida de los claustros, sino la decisión de un padre devoto y comprometido con Dios y su iglesia y que sólo con el tiempo había aprendido a amar profundamente al Señor.
«—En aquellos días las niñas no teníamos la libertad que gozan ahora —añadió sonriendo con picardía—. Era otra vida. Todo muy distinto, hijo mío. Pero no me arrepiento de nada. Aquí encontré la paz que siempre busqué. Y todavía la conservo intacta... —titubeó.
«No pude contenerme y con cierta desfachatez le repregunté:
«— ¿Eso es cierto, hermana?... ¿Realmente encontró la paz en este lugar? ¿No hay ningún suceso del pasado que la haya perseguido durante todos estos años?
«La vieja me clavó la mirada y guardó silencio. Se había dado cuenta. Entonces, con una malicia que desconocía en mí, pronuncié sólo dos palabras (sin acento):
«—Eden Hotel.
«El rostro apergaminado de la anciana empalideció y empezó a temblar como una hoja. Temí por su salud y le tomé las manos con dulzura para calmarla.
«—Hermana Pilar, no tema —dije—. No se preocupe. No diré nada. Sólo quiero conocer ciertos detalles sobre esa historia. Aunque a usted le cueste comprender, me involucra directamente y quiero saber... Necesito saber.
«Esperé a que se calmara. Dejé que sus lágrimas le recorrieran las mejillas y cuando la vi de nuevo segura de sí misma le nombré a Federico Tolosa.
«—Federico Tolosa... —balbuceó—. ¡Pobre muchacho! Eso sí que fue un grave error. El peor error de toda mi vida... pero lo pagué con creces. Me lo hicieron pagar con creces...
«— ¿Su padre?
«—Sí, él —respondió pensativa—. Fue quien me internó en este convento a los veintiún años
«—Pero usted no había hecho nada grave...
«—Ya le dije que eran otros tiempo y mi audacia adolescencia deshonró el apellido de la familia. Había que hacer algo... y se hizo a “su” modo.
«—Pero, Pilar, Hermana, ¿cómo pudo vivir todo este tiempo guardando semejante secreto? ¿No la torturaba?
«— ¡Claro que me torturaba! Y me tortura aún hoy, después de toda una vida pidiendo perdón.
«La miré con compasión. Me dolía si propio dolor.
«— ¿Qué pasó con su padre? —indagué—. ¿Qué fue de él después del crimen?
«—Vivió unos cuantos años más. Murió, si mal no recuerdo en 1940 o 1941. No fui a su funeral. Mi madre me avisó de su muerte muchos meses más tarde. Ella falleció poco después. —Hizo un impasse de dos minutos que se volvieron eternos. Decidí no intervenir. No hacerme cargo de su propio silencio. Luego agregó: —Aunque él tampoco la pasó nada bien.
«— ¿Por qué lo dice si nunca fue juzgado por lo que hizo?
«—Porque quedó a merced del hombre que lo ayudó —contestó con resolución.
«— ¿Quién era él? —pregunté conociendo la respuesta.
«—Un alemán. Era administrador o jefe en el Eden Hotel. No recuerdo su nombre, pero sé que le sacó mucho dinero, incluso lo obligó a que viajara a La Falda bastante seguido. Es que papá le gestionó en Alemania un título de nobleza que ese tipo deseaba mucho. Teníamos contactos con el embajador y amistad con muchos empresarios germanos por entonces.
«— ¿Qué más sabe de su padre?
«— ¿Qué más puedo saber? Lo vi muy poco después de mi reclusión. Un par de veces, y en todas ellas no hablamos de casi nada. Después dejó de venir. Todo lo que supe, lo supe por mi madre. Otra gran mártir en todo esto. Que en paz descanse.»
El que nunca había descansado en paz, aún después de muerto, había sido Belisario Benegas.

Hacia las nueve de la mañana, Balbi volvió a sentir sueño. Apagó la PC, dejó el mate en la mesada de la cocina y regresó a la cama. Se le cerraban los ojos.
Mientras se quitaba la bata, observó las fotos que tenía exhibidas sobre un aparador de roble al otro lado de la habitación. Había una media docena de instantáneas y en una de ellas la estampa de Hernán Guaschino parecía sonreírle.
Lo recordó con aprecio.
Hernán había fallecido hacia casi veinte años de un infarto. Nunca había terminado de digerir la experiencia en el hotel y sólo a instancias del propio Balbi aceptaba reunirse a tomar o comer algo. Pero ya no era el mismo. Murió solo en su casa de Luján.
De Ariel Menzoni —referencia obligada tras recordar al maestro que habían tenido en común— no sabía nada desde hacía mucho tiempo. Habían mantenido correspondencia fluida al principio, sabiendo que se había divorciado y mudado a Carlos Paz. Pero las cartas se volvieron más y más esporádicas y el contacto se perdió como tantas otra cosas.
El olvido se fagocitaba todo.
Bueno, no todo.
De von Berger —con toda probabilidad ya muerto— Balbi jamás se olvidó. Nunca dejó recordar que ese tipo había encarnado la impunidad más absoluta.
Aún la encarnaba. Por eso nunca dejó de odiarlo.

Pasado el mediodía, Balbi se despertó más descansado.
Almorzó un sándwich de jamón con queso y salió en busca del periódico. La caminata no le demandó ni quince minutos. De regreso a su casa, se instaló en el estudio y colocó sobre el escritorio una docena de libros y documentos que estaba utilizando en la redacción de un nuevo libro.
Encendió un cigarrillo. Pitó tranquilo. Dejó que el humo inflara sus pulmones y agarró la lapicera fuente con la que garabateaba siempre los primeros borradores del texto.
Tomo asiento. Se reclinó hasta casi mirar el techo y pensó en el título que iba a darle a su obra. Ya lo tenía más o menos masticado.
 Cuando lo hubo decidido, tomó una libreta y con una caligrafía clarísima escribió: «LOS VISITANTES DE LA NOCHE. HISTORIA DE LOS FANTASMAS EN EL IMAGINARIO DE LA CULTURA OCCIDENTAL».
11/06/2009
01:40 AM
FIN