LA PAMPA DE LOS FANTASMAS
VILCABAMBA “LA VIEJA” Y SU ESPÍRITU DE RESISTENCIA
Por
Fernando Jorge Soto Roland
Profesor en Historia
UNMdP- Argentina
Si bien en el
Perú éste es un dato conocido, en mi país —a excepción de los profesionales en
historia— poco se sabe respecto de los cuarenta años de resistencia que los
incas ejercieron desde la jungla, contra la conquista europea. Es un proceso
histórico que rompe con la imagen de sumisión que muchos prefieren seguir dando
de nuestras culturas originarias; y —por otro lado— con la larga historia de
dictaduras que hemos tenido, no siempre era “ideológicamente correcto” poner en
relieve una actitud de resistencia tan marcadamente rebelde. Incluso —creo— que
de haber mencionado algo sobre ello en la década de los ’70 se hubieran corrido
serios riesgos físicos ya que, para la obtusa mentalidad de muchos mesiánicos
con uniformes, los incas de Vilcabamba eran lo más parecido que se pudiera
encontrar a los movimientos de guerrilla. Pero pecaríamos de anacrónicos
afirmando eso, ya que los incas del siglo XVI constituían un mundo muy ajeno al
nuestro —también al de los años ‘70— siendo sus cosmovisiones e intereses
profundamente diferentes. Dos mundos distintos. Dos universos mentales que
parecerían estar a años luz de distancia pero que, en ocasiones, es posible
encontrar en bolsones geográficos del territorio andino (aunque, claro está,
manifestando un natural sincretismo, producto de más de 400 años de conquista).
Llegar hasta uno
de esos bolsones no resulta nada sencillo.
A nosotros nos
demandó unos cuantos días y para cuando llegamos —cansados y con unos kilos
menos— nos sorprendió tanto el contexto como sus restos arqueológicos que,
silentes, se sostienen en medio de la selva denunciando el paso de los Señores
del Cuzco, en su postrera huída del español.
Allí,
en Vilcabamba, el joven Manco Inca intentó reeditar —o al menos sostener— lo
que quedaba del Tahuantinsuyu. Había abandonado su adorado Ombligo del Mundo,
dejado atrás el precioso Coricancha (Templo del Sol) y, por más que portaba las
momias de los Incas precedentes (consideradas inapreciables objetos de poder
sagrado, huacas), no es lógico pensar
que se dirigiera hacia una región que careciera de un alto valor mítico-religioso[1].
Como bien dijo Mircea Eliade, en su libro El
Mito del Eterno Retorno, “El mundo
arcaico ignora las actividades profanas: toda acción dotada de sentido
participa de un modo u otro con lo sagrado”.
No cabe duda, pues, de que Vilcabamba
tomó parte activa en una geografía
sagrada que mucho influyó en la decisión de Manco, al hacerla su residencia
permanente. El hecho de que el propio soberano fuera al frente del grupo
exiliado, nos está marcando una clara acción ritual: la imposición del “orden”
en el espacio que pretendía convertirse en el núcleo originario de un nuevo
imperio.
Si atendemos al carácter cíclico de la
cosmovisión andina, el repliegue de la elite incaica en esa zona, tras el
desastre frente a los españoles, resulta un hecho significativo ya que
implicaría sumergirse en el “otro lado del mundo”, un lado caótico, informe y
poco controlado, requisito indispensable para reanudar ritualmente el “cosmos”
y aspirar a un retorno al antiguo orden.
Por otra parte, el mismo nombre
de “Vilcabamba” posee una raíz ligada a lo trascendente.
Según Hiram Bingham (descubridor de
Machu Picchu), la palabra deviene de la conjunción de dos vocablos quechuas: “huilca” y “pampa”. El primero, haría referencia a un árbol subtropical
utilizado como medicina purgante del cuál también se preparaba un polvo
narcótico de aplicación nasal (cohoba), que producía una especie de
intoxicación o estado hipnótico, acompañado con visiones consideradas
sobrenaturales[2]. El segundo término, “pampa”, implicaría un terreno plano. Por
consiguiente, para el célebre historiador norteamericano, “Vilcabamba”
significaría: “Pampa en que crece la
huilca”[3].
Pero el término “huilca” (también willka o
villca) tiene otras acepciones más
explícitas, para denotar la profunda carga religiosa del mismo.
Luís E. Valcarcel[4] observa
que la palabra willka antecedió a Inti, para denominar al sol; que, como
es sabido, desde los tiempos de Pachacuti se convirtió en la deidad oficial del
Tahuantinsuyu. Incluso el río más sagrado del valle de Yucay, el Urubamba, era
conocido antiguamente con el nombre de Willkamayu o Vilcamayo, el Río Sol.
Naturalmente, con la llegada de Manco y
su séquito, el prestigio, ya no militar, sino religioso de toda la región se
vio ensalzado por la presencia del Inca y las prácticas rituales que se
desplegaron en toda la zona. Vilcabamba “La Vieja”, la última capital, se
convirtió en el centro de las celebraciones religiosas y asiento de las
todopoderosas momias o “bultos” de los soberanos (antepasados) fallecidos[5].
Como el propio Juan de Betanzos afirmaba
en 1551: “...lo que entienden
allí donde están es en hacer toda la vida sacrificios y ayunos y idolatrías
gentilicias a sus guacas e ídolos y en hacer todas las demás sus fiestas según
que se hacían en el Cuzco en tiempos de los Yngas pasados según que se lo dejó
orden Ynga Yupangue...”[6].
Estas prácticas y creencias serían muy
difíciles de erradicar después de la victoria española en 1572.
Actualmente, en la zona
habitan dos familias campesinas, los Zaka Puma y los Wilka Puma, sufridos
colonos que, sustentados por una economía de subsistencia, pasan sus días
ignorando la relevancia simbólica de las construcciones, que conocen desde
siempre.
Ninguno de los miembros de
esas familias sabían algo sobre la historia del valle. Nunca habían escuchado
hablar de Manco Inca y sus sucesores (Sayri Túpac, Titu Cusi o Túpac Amaru). El
legado arquitectónico de los incas era, para ellos, un mero conjunto de “piedras”, sin valor alguno. Muy de vez
en cuándo se internaban en la arboleda, y si lo hacían era para “buscar tesoros”, para huaquear; es
decir, desenterrar piezas de cerámica que, sólo ocasionalmente, podían ser
suplantadas por pequeños ídolos de oro y plata, que más tarde cambiaban en
Chaullay por arroz y otros productos.
Pero, a pesar de este “saqueo al pasado”, la actitud general de
los moradores es de respeto y temor.
El nombre con el que hoy se
conocen las ruinas de Vilcabamba es el de “Espíritu
Pampa”, la “Pampa de los Espíritus”
o “de los fantasmas”, puesto que están
asociadas con historias de “aparecidos” (vistiendo indumentarias indias) y de
extraños sonidos y lamentos de dolor. Nadie se aventura por las ruinas,
especialmente de cuando el sol se pone.
Estando una noche escribiendo
sobre una gran roca, ubicada muy cerca del emplazamiento de la vieja ciudad,
tuve la inquietante visita de un par de niños que, salidos de la sombra, se me
acercaron sigilosos ante mi más espantoso y profundo susto. No eran fantasmas.
Eran los miembros menores de las familias de colonos arriba nombradas. Debían
tener por entonces unos diez u once años y se quedaron muy sorprendidos por el
grabador portátil que tenía en mi cintura, con el cual grababa todas las
charlas que podía cuando me topaba con lugareños, chamanes y exploradores. Y
aquella no fue una oportunidad que deseché.
Debo que confesar que en ese
contexto de selva extrema y montañas que tenía a mi alrededor, no pude evitar
sentir un escalofrío recorrerme el espinazo. Soy una persona racional y no creo
en fantasmas, pero en ese lugar, a esa hora, con esas sombras gigantescas
devorando kilómetros y kilómetros entorno mío, ¿quién podía negar rotundamente
que en ese sitio no hubiera espíritus rondando el roquedal?
“De noche se escuchan cánticos y lamentos. El sonido de las quenas es
audible a gran distancia. Se las puede oír perfectamente. Son las ánimas de los
muertos que salen a caminar”, me explicó el caballero local. “Aquí los muertos salen por las noches. ¿En
Argentina no lo hacen?”.
Respondí que no. Que al menos
yo, jamás los había visto.
“Pues aquí, es de lo más común”, agregó y la charla cambió inopinadamente
hacia un pedido de medicamentos y el relato de sus enfermedades y
padecimientos.
Sólo un tiempo después, oyendo
esas grabaciones mientras escribía el libro de la expedición, me puse a pensar
en esas leyendas y rumores sobre aparecidos.
Es probable que estos relatos
tenebrosos no hagan otra cosa que
revelar, de un modo inconsciente, el sentimiento de pérdida por un mundo (el
incaico), del que tanto los Zaka como los Wilka Puma son sus directos
herederos. Y hasta podría llegar a pensarse que los “lamentos” lúgubres,
provenientes del “roquedal”, son el
signo de la permanencia de un pueblo que se resiste a desaparecer, o perder su
digno prestigio. Todo, envuelto en forma de leyendas.
Los fantasmas ocultan muchas cosas, pero también revelan otras muy importantes.
Fernando Jorge Soto Roland
Profesor en Historia
[1] Incluso la ubicación de la ciudadela de Machu Picchu ha sido
interpretada siguiendo el enorme peso que la región tuvo dentro del culto solar
(Inti), impuesto por el gobierno de Pachacuti Inca Yupanqui.
[2] Véase: Bingham, Hiram, La Ciudad Perdida de los Incas, Editorial
Zig - Zag, Chile, 1950.
[3] Según indican los investigadores cusqueños Fernando y Edgard
Elorrieta Salazar ( La gran pirámide de Pacaritanpu. Entes y campos de poder en los Andes
Cusco, Perú, 1992, pp. 150-151): "La
asociación de árboles y ancestros u orígenes se pone de manifiesto en los
propios mitos de origen de los incas". Por otro lado, "Muchos árboles tenidos por sagrados se
tornaban en oráculos y eran objeto de un constante peregrinaje. La relación
asociativa entre árboles y oráculos es mencionada y graficada por numerosos
cronistas."
[4] Valcárcel, Luis E., Machu Picchu, Eudeba, Buenos Aires,
1978.
[5] Véase: Regalado de Hurtado, Liliana, Religión y Evangelización en
Vilcabamba 1572-1602, Pontificia Universidad Católica del Perú, Fondo
Editorial, 1992.
[6] Betanzos, Juan de, Suma y narración de los incas,
segunda parte, Cáp. XXXIII: 308, edición y notas de María del Carmen Rubio,
Madrid.
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