Fantasía,
magia, supersticiones y leyendas del mundo andino contemporáneo Por
Fernando Jorge Soto Roland
Profesor en Historia |
Introducción
Algunos
quizá piensen que nos dejamos influenciar por creencias y actitudes religiosas
(las andinas) vanas en sí mismas; o que permitimos que nuestro sentido religioso
se desviara hacia la superstición. Pero nada de ello es cierto. Soy agnóstico,
muy respetuoso de las todas las prácticas religiosas y conciente de que es muy
sencillo (y hasta diría, reaccionario) caratular de supersticiosas las creencias
que “otros” juzgan fundadas, olvidando que éstas responden a necesidades que la
ortodoxia religiosa o científica no satisfacen. También tengo claro que es muy
difícil acceder a otro “sistema de referencias” independientemente de sus
relaciones con las doctrinas, paradigmas y prácticas sustentadas por las
fracciones dominantes de una comunidad (científica o religiosa). Claramente es
una lucha. Un combate que siempre existió y existirá. Pero hagamos un esfuerzo
intelectual y rescatemos la pequeña cuota de tolerancia que aún nos queda para
introducirnos en un mundo —el andino— abandonando los prejuicios en los que nos
formaron, tratando de captar la validez, y hasta la poesía, que los herederos de
los incas actualizan cada vez que se relacionan con su entrono ecológico y
cotidiano.
Desde
la práctica de la adivinación hasta las relaciones que el hombre andino mantiene
con la Pachamama, los apus, auquis, huacas y otras
deidades muy bien definidas (algunas con un fuerte arraigo local), podemos ver
gran parte del contexto sociocultural de
esas comunidades. En cada uno de esos casos (de los que diremos algunas palabras
más adelante) lo que se busca es resolver estados de preocupación o inseguridad
producidos por las amenazas propias que soportan los países subdesarrollados y
sectores marginales de la sociedad. Consecuentemente, esas creencias no sólo
denuncian problemas reales que afligen a la gente sino que les permiten superar
las crisis; aunque más no sea a nivel simbólico. Lo que no implica falta de
efectividad a la hora de calmar angustias y dar soluciones a inconvenientes
concretos.
Veamos
una serie de ejemplos derivados de mi experiencia personal.
El vuelo del
Chamán
El Cusco es una ciudad mágica, un lugar en donde el pasado y el
presente se mezclan de una forma muy difícil de describir con palabras. Allí
están los muros incas, con su majestuosidad e imponencia monolítica soportando
el peso de los siglos, de las invasiones y de los terremotos. Allí están los
restos de los palacios desde los cuales se controló gran parte de la América del
sur, antes que los españoles pusieran sus pies en estas tierras. Hoy convertidos
en hoteles, museos o restaurantes, esas prestigiosas obras de la arquitectura
precolombina siguen impactando y admirando al más insensible de los viajeros.
Cusco, el Ombligo del Mundo, fundada, según reza el mito, hacia el año 1200 de
nuestra era por los héroes civilizadores más destacados de la genealogía
incaica: Manco Cápac, el primer soberano, y Mama Ocllo, su hermana y esposa.
Basta con tener un poco de imaginación, y dejarse llevar por los olores y
claroscuros de sus calles, para poder recrear el momento mismo de aquella
fundación trascendental, cuando Manco, tras apoyar su cetro de oro en lo que hoy
es la gran Plaza de Armas, lo vio desaparecer, como absorbido por la Madre
Tierra, en el fangoso suelo del valle, indicándole así el sitio exacto en donde
levantar la ciudad que fuera la capital de su imperio. Así se lo había indicado
el gran dios Viracocha, a orillas del lago Titicaca, y así fue.
Pero junto a la escenografía quechua se yerguen, vigilantes y
orgullosos, los campanarios y torres de capillas e iglesias, atiborradas de una
riqueza barroca que ha sabido controlar y emocionar, durante los últimos
cuatrocientos años, la espiritualidad y esperanza de los cusqueños. Ellas, junto
con las señoriales casonas coloniales, son la otra cara del Cusco mestizo, la
cara híbrida de una ciudad que mezcló piedras y culturas tan diferentes como la
de incas y españoles. Se ha dicho que todo el Cusco es un símbolo urbanístico de
la conquista ibérica y, de alguna manera, es cierto. Caminar por sus
callejuelas, sorteando a los mil y un vendedores ambulantes, que impregnan de
olores indescifrables cada rincón empedrado, es advertir la imposición de una
cultura sobre otra, de un olor sobre otro; porque no sólo son los adobes
pintados de blanco, las rejas y las tejas los que se sobreimprimen a los
basamentos de fría piedra incaica, sino que son también las voces, las comidas y
la música las que nos indican que estamos en una ciudad mitad española y mitad
incaica. Una por encima de la otra.
Cusco sigue siendo un centro sagrado para muchos. Nunca perdió su
prestigio; todo lo contrario, lo ha conservado en su gente, en sus tradiciones y
en el respeto que todavía le guardan los campesinos que llegan a él. Por ello,
si uno es atento y para bien la
oreja, todavía puede escuchar el saludo que se le brinda a la vieja capital
imperial: “Napaykukuykim hatum K’osk’o”
(“¡Oh, gran ciudad, yo te saludo!”).
Repetí esa frase cuando, por cuarta vez, puse mis pies en tierra
cusqueña.
A 3.394 metros sobre el nivel del mar uno se siente extraño. El
aire se vuelve insuficiente, las piernas pesan toneladas y a la agitación
exagerada, de caminar sólo una cuadra, se le suma un punzante dolor de nuca.
Poco es lo que hace el mate de coca, que cortésmente ofrecen todos los hoteles a
los inadaptados turistas. La planta sagrada de los Andes se vuelve inoperante, y
por más que se tomen litros de aquella infusión quechua, los efectos del soroche (el mal de las alturas) se
dejarán sentir durante, por lo menos, cuarenta y ocho horas.
Para nosotros, gringos, los inconvenientes del Cusco los
constituyen sus calles empinadas y el aire rarificado de la gran altitud.
Cualquier esfuerzo físico se traduce en un latir apresurado del corazón y en una
respiración jadeante, entrecortada, que obliga a detenerse a cada paso. Incluso
el gusto de los cigarrillos es distinto; supongo que eso se debe a que el tabaco
se quema de diferente manera que al nivel del mar. Por otra parte, el fumar se
vuelve una tarea que implica atención permanente, ya que al menor descuido la
brasa se apaga, dejándole a la boca un sabor amargo, de consistencia pastosa y
desagradable. Pero bastan dos días para que el organismo se adapte a ese techo
de América, generando la cantidad necesaria de glóbulos rojos que permiten
oxigenar adecuadamente cada centímetro cuadrado del cuerpo. Cuando el físico
entra en consonancia con la naturaleza elevada de ese piso ecológico, recién
ahí, puede uno empezar a disfrutar plenamente de la maravillosa ciudad.
El Qosqo supo tener en la antigüedad la forma de un puma, ya que
los incas no eran ajenos a la tradición del culto al felino; animal mítico que
encuentra sus más profundas raíces en las primeras culturas del área andina,
como lo fueron Chavín de Huantar y Tiahuanaco. Y aunque para los señores del
Cusco el felino no fue tan importante como en las dos culturas nombradas, el
prestigio de la ciudad se tradujo en una arquitectura, y en una planificación
urbanística, virtual y sagrada que tuvo al puma como principal personaje. La
capital entera adquiría así un carácter simbólico, religioso y mítico; una
prueba más del arte monumental de la América precolombina, y un evidente
testimonio de que nada era profano dentro de la cosmovisión incaica. Ni siquiera
el contorno de la gran urbe, o las montañas que la rodeaban.
Efectivamente, todo el Cusco está cercado por
Dioses. Son los Apu, los Señores de
las
Cada Apu tiene jurisdicción sobre determinados espacios y, como
bien señala Jorge A. Flores Ochoa, “sus alcances están en relación con su
importancia jerárquica, en cierto modo condicionadas por su elevación con las
cumbres circunvecinas” [1]. En ellos, la
vieja y la nueva fe (la prehispánica y la católica) entran en simbiosis, se
mezclan, mostrando la clara resistencia y continuidad de las creencias andinas.
El culto a las alturas, tan común entre los incas, se mantiene vivo, actuante;
incluso en la imaginería cristiana, que no dudó en representar a la Virgen con
el contorno piramidal de muchos cerros[2]. Excelente táctica para trasladar la
fe aborigen de la antigua a la nueva religión.
Desde el Cusco es posible distinguir, por lo menos, cinco grandes
Apu, vigías permanentes de la egregia capital.
En primer lugar, y con dirección Norte, puede observarse el
imponente y blanco nevado de Salcantay. En segundo término, y con orientación
Sur, se levantan las sagradas laderas del Apu Ausangate, en las que, anualmente,
se practica una de las peregrinaciones más caras a la fe andina: la procesión al
santuario del Señor de Qoyllurit’i (el señor de las Nieves Resplandecientes).
Hacia el Este, el respetado Pachatusan, “El Sostén del Universo”, a quien la
gente de Cusco le rinde honores por tener fama de ser sanador y curandero.
Finalmente, a su lado, las sombras del Apu Pikol y del Apu Anawarque terminan
por darle al Qosqo la prestigiosa seguridad que, como Centro del Mundo, merecía
y merece[3].
A uno de estos Apu, pero de la región de Vilcabamba, debimos
dirigirnos nosotros, antes de iniciar la marcha. Para ello era necesario
recurrir a una persona que tuviera la capacidad técnica y espiritual, de poder
comunicarse con esa clase de espíritus. La encontramos en la figura de Don
Salvador Blas, un chamán cusqueño de reconocido prestigio.
El chamanismo, tal como lo define Mircea Eliade, “es la técnica del éxtasis”[4] por medio de la cual una persona
“elegida” posee la extraordinaria facultad de comunicarse con los muertos, los
“demonios” y los “espíritus de la naturaleza”, sin convertirse por ello en un
instrumento de los mismos. Haciendo uso del trance, el chamán “vuela” hacia el
otro mundo con el objeto de encontrar en él las soluciones que sus pacientes le
requieren. Ser chamán implica superar diferentes pruebas de iniciación, que sólo
una minoría determinada logra concretizar con éxito al alcanzar la mística de la
religión respectiva.
Este interesante fenómeno cultural y religioso ha venido siendo
estudiado desde hace décadas por importantes antropólogos e historiadores de la
religión, y hoy estamos lejos de desechar las prácticas chamánicas como
costumbres primitivas e ignorantes, puesto que las mismas encierran un riquísimo
bagaje de información antropológica, que permite entender cosmovisiones tan
ancestrales como vigentes[5].
En el Perú, y especialmente en la región de la Sierra, los chamanes
reciben el nombre de Pacos y a ellos
se acude para buscar salida a problemas tan complejos como la cura de una
enfermedad; un “daño”; el dolor de un amor no correspondido o la necesidad de
pedir permiso a un Apu para practicar un acto determinado. Por todo ello, es
común que se empleen indistintamente los términos chamán, curandero, hechicero o mago,
para hacer referencia a una misma realidad cultural y social.
Cuando nuestros contactos en el Cusco supieron que el objetivo a
alcanzar por la expedición eran las ruinas de Vilcabamba “La Vieja”, nos
recomendaron consultar al paco. Según
ellos, era indispensable solicitar esa autorización sobrenatural y, al mismo
tiempo, rogar la protección de los Apu que se levantaban a lo largo de un
camino que se nos anunciaba peligroso e imprevisible. La idea nos resultó
atractiva. Ver a un chamán auténtico practicar sus esotéricos rituales no había
estado dentro de nuestros planes iniciales. Al parecer, el permiso oficial que
nos diera el Instituto Nacional de Cultura del Cusco (INC) era insuficiente. La
región de Vilcabamba, con todas sus ruinas, eran consideradas huaca, por lo tanto, era preciso ganarse
la voluntad no sólo de los funcionarios del gobierno, sino también de las
etéreas entidades que, según los cusqueños, protegen el valle.
Desde la época de la conquista del Perú (siglo XVI), los cronistas
españoles registraron la vigencia del concepto, todavía muy extendido y vivo, de
huaca. Según el historiador
norteamericano Burr Brundage, que es quien proporciona una de las mejores
síntesis de este concepto:
“Una huaca era al mismo
tiempo una localización de poder y el poder mismo residente en un objeto, una
montaña, un sepulcro, una momia ancestral, una ciudad ceremonial, un templo, un
árbol sagrado, una cueva, un manantial o un lago de origen, un río o una piedra
vertical, la estatua de una deidad o una plaza venerada o un trecho donde se
llevaban a cabo festividades o donde vivía un gran hombre. El poder que permitía
a los artesanos dotados producir curiosas piezas de trabajo en oro o tapicería
fina, o ricas telas teñidas, y así sucesivamente, era también huaca. La coca, la
hoja narcótica de la montaña, era huaca” [6].
Los valles de los ríos Vilcabamba (antes Vitcos) y Pampaconas
poseían esas connotaciones particulares; y el hecho mismo de que Vilcabamba signifique la “Pampa Sagrada” nos obligaba, de alguna
manera, a comulgar con esas creencias.
Pero nuestra situación se hacía aún más compleja.
El corredor, selvático y montañoso, que conduce al lugar en donde
están emplazadas las ruinas de la última capital inca del exilio, es considerado
como parte del camino que lleva hacia el perdido Paititi; que es, de todas las
huacas reales e imaginarias del Perú, la más importante. Por tal motivo, y con
el fin de no ser considerados por nuestros porteadores y amigos como
impertinentes gringos sacrílegos, convenimos visitar a don Salvador, el chamán,
y respetar los pasos que, obligatoriamente, debían seguirse antes de tratar con
espacios sacros.
Y fue uno de esos amigos del Cusco, el Ingeniero Enrique Palomino
Díaz (conocido proyectista e historiador de la ciudad), el que, no sólo nos
presentara al Paco, sino confirmara lo antes señalado cuando, con su natural
tono ceremonial, nos dijo:
“Lo cierto es que se cree que la región de Espíritu Pampa
[nombre que actualmente reciben las ruinas de Vilcabamba “La Vieja”] es una de
las entradas hacia el Gran Paititi. Siguiendo el eje que va de Vitcos a
Huancacalle y de San Francisco al río Pampaconas, hacia el fondo, en la
quebrada, se piensa que, con toda seguridad, hay una ciudadela que todavía no
está a la vista.
Lo real es que muchos
investigadores independientes, aislados, han estado en la zona, pero no han dado
a conocer sus investigaciones, se entiende que por estrategia. Todavía hay mucho
que rebanar por ahí” [8].
Eran cerca de las siete de la tarde cuando tomamos el taxi que nos
condujo hasta el barrio de San Sebastián, a las afueras del Cusco. El dios sol
se ocultaba detrás de los cerros y, para cuando llegamos a destino, ya era de
noche. Todo el barrio estaba sumido en penumbras, siendo las luces de los cafés
y picanterías la única claridad que permitía ver y sortear los pozos de la
calle. Caminamos hasta el frente de una humilde casa, muy baja, y golpeamos la
puerta.
No sé qué es lo esperábamos encontrar, pero cuando la estampa
menuda de Don Salvador Blas se recortó en el marco de la entrada no nos produjo
ninguna sensación especial. Era un hombre bajo, de edad indefinida (aunque
sospecho que rondaba entre los cincuenta y cincuenta y cinco años), pómulos
prominentes, ojos oscuros muy chicos y una nariz aguileña que anunciaba a las
claras sus raíces cusqueñas. Nos invitó a pasar.
La recepción era un cuarto aún más humilde que el frente de la
casa. Pintado de celeste claro y con dos largos bancos de madera colocados sobre
las paredes. En uno de ellos se encontraba una “cholita” (mestiza) con su
pequeño hijo en brazos, llorando a moco tendido. Apenas levantó la vista cuando
ingresamos y en ningún momento posterior se animó a mirarnos directamente a los
ojos.
El “Maestro”, como lo llamaba Enrique, pidió que lo esperáramos y
desapareció tras una enclenque puertecita de madera que daba a una reducida
cabina: su consultorio. Estaba curando a alguien. Seguramente, ese bebé
que lloraba delante de mí también estaba enfermo. Viendo esa situación, tan
ajena a mis convicciones, confieso que me fue muy difícil reprimir los juicios
de valor. Mi fe en la medicina clásica no encajaba con la fe que guiaba la
esperanza de esa mujer que tenía delante de mí. No podía imaginarme llevando a
mis hijos a un chamán, y confiándole a un “brujo” la salud de ellos. Pero
bastaron pocos segundos para reconocer que el problema era esencialmente
cultural. En ese cuarto del barrio de San Sebastián los que se enfrentaban no
eran sólo bancas de madera, eran dos culturas distintas, y lo más interesante es
que ninguna era mejor o superior que la otra.
Pasados unos minutos, Don Salvador nos invitó a ingresar en la
“cabina”.
Ese reducido espacio (en el que apenas entrábamos los cinco) era la
materialización misma del sincretismo religioso que se operó en el Perú desde la
llegada de los conquistadores y catequistas españoles. Objetos de “poder”
aborígenes se mezclaban con estampitas e imaginería cristiana. Lo pagano y lo
católico convivían sin conflicto. Junto a una lámina de San Jorge matando al
dragón se apoyaba una conopa (ídolo
de piedra, generalmente con la forma de una llama, que permite invocar a las
fuerzas de la fertilidad) y a los rezos cristianos se les adosaban los pedidos
(en quechua) a los espíritus de las montañas.
Los chamanes quechuas, como Don Salvador, son los herederos de una
dilatada tradición en la que se sostiene que ellos son capaces de efectuar magia
blanca y magia negra indistintamente, y son también adivinos y curanderos. Los
quechuas distinguen entre chamanes superiores, llamados alto mesayoc (o altomesa), y chamanes
inferiores, llamados pampa mesayoc (o
pampamesa). La diferencia esencial entre ellos reside en su relación con los
espíritus. El altomesa puede
conversar con los Apu, que son su medio principal de adivinación; mientras que
el pampamesa sólo es guiado, por
tener un poder menor. El término Paco
(o paqo) es un título genérico que no toma en cuenta su poder y especialidad[9].
Don Salvador era, técnicamente hablando, un poderoso altomesa.
Una vez sentados frente a la mesa, y hechas las presentaciones
formales, nos preguntó qué buscábamos allí. Le comunicamos brevemente nuestros
objetivos exploratorios y, tras moler una serie de productos en una vasija de
cerámica e invocar a la Virgen María, apagó todas las luces. Era la boca de un
lobo. No se podía ver absolutamente nada. La situación se empezaba a poner
interesante.
En eso, un repentino fogonazo iluminó todo el lugar. Recuerdo que
alcancé a ver al Paco manipular la
vasija antes nombrada. Pero fue sólo una décima de segundo; sólo una silueta
desdibujada en medio de la total oscuridad. “Pólvora”, pensé, “era pólvora lo
que molía”. No me equivoqué, al rato, el inconfundible olor a esa materia
inflamable impregnó la cabina. Fue recién entonces cuando nos obligó a que lo
siguiéramos con unos rezos (el Ave María y parte del Padre Nuestro). Nuestras
voces retumbaban contra las débiles paredes de madera, y de pronto, sin
preverlo, se escuchó un prolongado silbido, agudo y penetrante. Sin darnos
tiempo a analizar ese sonido, sentimos sobre nuestras cabezas (muy cerca de
ellas) el furioso aletear de lo que parecía ser un pájaro. El sobresalto fue
mayúsculo y todos nos agachamos temiendo que ese “algo” nos lastimara. Recuerdo
que pensé: ”Se nos metió una paloma en el consultorio”. Pero no había, ni hubo
nunca un ave de ese tipo (al menos que nosotros hayamos visto). Inmediatamente
después del “aleteo” el chamán habló.
Su voz no sonaba como la que tenía normalmente. Era más fina y
entrecortada (como si muchas palabras las dijera tosiendo). Cuando nos dio la bienvenida advertimos que ya no
hablábamos con don Salvador, sino con el
Apu Espíritu Pampa.
Según los estudiosos del chamanismo andino, estábamos presenciando
(mejor dicho, escuchando, porque no se podía ver nada) uno de los momentos más
relevantes del ritual: el del “vuelo
mágico”. En él, el altomesa,
liberado de la materia, asciende hasta reinos de conocimiento y de visión que
están fuera del alcance de la persona no iniciada. Ese viaje en espíritu es lo
que generalmente se denomina vuelo y
lo que permite que el chamán se vuelva igual que los Apu, o que el espíritu de
un muerto, que también tiene la capacidad de convocar[10]. Son estas transformaciones las que
le dan a un chamán su más alta reputación; son las que marcan su calidad.
Por lo tanto, para esa ajena cosmovisión, quien estaba delante de
nosotros no era Don Salvador. Él se encontraba muy lejos del Cusco, en la
cordillera de Vilcabamba, contactándose con el Apu que, en pocos días más,
nosotros conoceríamos. Pero esta subjetiva experiencia que estábamos viviendo no
era nueva; ya había sido advertida a mediados del siglo XVI por funcionarios del
Cusco colonial, como por ejemplo el corregidor y licenciado Juan Polo de
Ondegardo, quien escribió:
“Entre los indios había
otra clase de brujos, tolerados por los incas hasta cierto punto, que son como
hechiceros. Ellos toman la forma que quieren y viajan a una gran distancia por
el aire en poco tiempo; y ven lo que está pasando, hablan con el diablo, que les
contesta en ciertas rocas, o en otras cosas que ellos veneran muchísimo. Sirven
como adivinos y dicen lo que sucede en lugares remotos antes de que las noticias
lleguen o puedan llegar”[11].
El “mensaje” que Don Salvador nos trasmitiera fue más bien breve; y
como tuve la impertinencia de grabarlo subrepticiamente, lo transcribo a
continuación:
“Bienvenidos,
bienvenidos. ¿Para qué me han hecho llamar? Si, para el viaje, lo sé...sean
bienvenidos. Yo los voy a recibir con todo cariño y amor. Muy bien, todo va a ir
bien. Yo los protegeré, tanto de ida como de vuelta por pedir permiso. Pero es
posible que hagan otro viaje al Perú para llegar a la zona del Paititi. Sí, es
posible, pero tienen que llevar bastante pago, no es por así llegar allá. Tienen
que llevar bastante pago. Sí pueden ir, yo los estaré aguardando allá.
(Pregunta: ¿Usted conoce
la puerta hacia el Gran Paititi?).
¡Claro! Es una
zona a la que hay que entrar por quebrada. Sí, es por la puerta de la salida del
sol, por Paucartambo. Yo he entrado. Hay cosas muy buenas, pero hay que tener
mucho coraje para ir allí, porque ahí los nativos no dejan entrar; ni tampoco te
pueden contar cómo es ni a dónde es.
(Pregunta: ¿Qué
nativos?).
Una vez más, la leyenda del Paititi impactaba en nuestros oídos y
en el sitio menos pensado. La voz de chamán se unía, así, a las voces del
imaginario colectivo arrastrándonos hacia una selva que, desde hacía siglos,
escondía mucho más que animales y sociedades extrañas.
Dejamos la casa del altomesa con más dudas y suspicacias que
respuestas ciertas. No pertenecíamos a ese mundo; y el corto abordaje hecho en
él nos revelaba mucho acerca de la importancia de la creencia. Habíamos intentado abrir un
poco nuestras mentes a experiencias fuera de lo común, pero sólo conseguimos
crear una angosta rendija, aunque lo suficientemente profunda como para permitir
que nos introdujéramos en una realidad mágica de leyendas y
mitos.
El oro maldito
Muchas personas arrastradas por un excesivo espíritu de
resistencia, siguen afirmando que el Paititi no es una ciudad muerta, sino un
centro urbano que todavía congrega a una importante comunidad de incas vivientes
que, protegidos por la selva, han podido resguardar sus costumbres, rituales y
creencias de un modo intacto. Un Mundo Perdido. Tal como nos lo describiera Don
Salvador, el chamán.
Además, en la zona de Chinchero y Urubamba (muy cercanas al Cusco),
o la región del valle San Miguel-Kiteni (al norte de Quillabamba, en plena selva
tropical), los aborígenes creen que el Paititi es el verdadero refugio de los
últimos incas y que aún están escondidos en la selva. Incluso, sostienen que
algunos de ellos se han podido comunicar con las gentes del Paititi, aunque no
conocen el sitio donde está.
Mientras nosotros encaminábamos nuestras botas hacia las ruinas
Vilcabamba “La Vieja” pudimos colectar variadas versiones sobre el tema, y en
todas ellas advertimos dos denominadores comunes: uno, es el temor que el
Paititi despierta; y dos, el respeto y admiración que se siente por algo que,
hasta ahora, es sólo un nombre.
“Según la narración de
muchos moradores del valle, el Paititi es una ciudad perdida bajo tierra [nueva
versión] que está encantada, en las altas montañas del Kiteni-San Miguel; y
mucha gente cuenta que han llegado, pero apenas están arribando empieza a
cambiar el clima, se nubla, comienza a llover... Y también hay muchas víboras en
el camino. Pero, así todo, hay personas que han entrado, que lograron traspasar
la primer puerta, que es muy linda, hermosa, de piedras finísimas. Adentro es
todo un edificio como un palacio, una vivienda inca. Y es muy difícil penetrar
porque está lleno de serpientes y víboras venenosas. La gente que ha retornado
de ese lugar ha sido picada. Esta es la historia que cuentan muchas personas
sobre el Paititi, la ciudad perdida. Yo todo esto lo sé a través de hechos
verbales, de historias contadas por mis familiares, abuelos y tatarabuelos que
han conocido este lugar (Vilcabamba) y son moradores desde el 1700. Mi abuelo
era de los 1800. Ellos me contaron todas estas historias.” [13]
Los elementos y las alimañas parecen proteger al Paititi. Al
respecto quisiera transcribir la charla mantenida en Lucma con un abnegado
profesor rural (Samuel), en la que se condensan muchas de las creencias
populares que guardan relación con la legendaria ciudad.
“Los hombres y
mujeres del lugar no se acercan a las ruinas que están en la selva. Les temen a
los aukis [espíritus]. Les pueden agarrar una enfermedad si el auki se enoja. Y
si van a las montañas, comienza a llover; y esto sí es un problema porque sus
ganados empiezan a desbarrancarse y mueren.
(Pregunta: ¿No se puede
solucionar el tema con “pagos”?).
Claro, con
“pagos” sí. Pero hay que “pagar” a la tierra delante de ellos [se refiere a los
campesinos], sino no le creen.
(Pregunta: Es decir, que temen meterse en
esos lugares...).
Sí, mucho. Difícil se atreven.
(Pregunta: En lo que respecta a religión,
son católicos, ¿verdad?).
Sí, la religión
es católica, Con poca “mezcla”, muy poca... bueno, quizás en estos últimos
años... pero no tanto. Todos son católicos. Aquí se vienen haciendo las fiestas
patronales, el culto a los santos, los cargos, etc...
(Pregunta: ¿Se han
encontrado momias por la zona?).
No, por aquí
no. Pero, justamente, yo mismo estoy inquieto sobre dónde han podido enterrar
los incas sus restos en Vilcabamba [se refiere al valle y no a las ruinas de
Espíritu Pampa]. No creo que los hayan tirado a una laguna o al río, debe haber
una zona donde han podido enterrar, y debe existir aquí en Vilcabamba... ¡Pero
tan oculta!...
(Pregunta: Y
sobre Wilkapampa La Grande o el Paititi, ¿nunca hablaste con los hombres mayores
sobre ellas?).
Si hablamos,
pero ellos desvían el tema, Dicen que si vas a esas tierras mueres. Por eso no
se entra, casi. Yo tuve la oportunidad de hablar con dos personas sobre eso. Me
contaron que sus tíos, o abuelos, iban a buscar ruinas. Tenían que pasar por
montañas y pantanos. Y fue ahí donde uno de ellos murió, se ahogó. Del miedo se
rehusaron a volver, y hoy día no se atreven a buscar la Wilkapampa La Grande o
el Paititi. Es zona prohibida.
(Pregunta: ¿Prohibida?,
¿Por quién?...).
Los protectores
serían los pantanos, las víboras, el rayo, el trueno, la granizada y la lluvia.
Ésos son los protectores.
(Pregunta: ¿Y vos que
opinás de todo eso?).
Yo creo que si
hubo esto. Si, hubo... hay. Es que nuestros conquistadores no quisieron
avisarlo, y los abuelos nos han dicho: “Nunca avisen a nadie”. Y eso quedó para
siempre: no contar a nadie.
(Pregunta:
¿Crees que la gente de la zona [Lucma, valle del río Vilcabamba] sostenga que
haya incas escondidos por aquí?).
¿Incas?...No.
Sólo ruinas, restos. Esos si que han quedado ocultos. Hay mucha riqueza
oculta...
(Pregunta: ¿Qué podés
decirme acerca de los “tapados” [tesoros] en la región?).
Eso existe
aquí. ¡Claro!...Aquí existe en cantidad. Si tu te quedas unos días verás que hay
llamas que arden en la montaña. Cuando arde una llama, hay riqueza oculta
debajo. Si no es riqueza de la conquista, que han ocultado los mismos españoles,
son los incas los que la ocultaron para no dársela.
(Pregunta: ¿Conocés a
alguien que haya descubierto un “tapado”?).
No han
descubierto... ¡Han sacado! ¡Han sacado pequeñas riquezas! Por eso muchos se
fueron. En algunos casos porque los vecinos los han amonestado diciéndoles: “Si
otra vez sacas, ¡mueres!”...Pero, ¡si han dejado tantos tapados los
españoles!...Contaminados, claro... Los han dejado siempre con algo. El Inca ha
sido inteligente: “Quien saca, muere”, dicen. “Quien toque eso va a morir”. Y
eso sucede con muchos. Muchos aquí mueren... los que sacan. Se dice: “Sacó el
tapado, por eso se murió sin disfrutar las riquezas”. Todo esto, aquí, es
natural. Quien tiene suerte saca. Quien no tiene suerte muere.
(Pregunta: Esos
fuegos que se ven arder, ¿se observan sólo en las montañas? ¿Se relacionan sólo
con el Paititi?).
No. Podemos tenerlos en
cualquier lugar; en las montañas también o aquí en esta zona [señalo un amplio
llano]. Hay bastante riqueza aquí. El Paititi, o Espíritu Pampa deben estar
llenos de oro.”[14]
Este interesante fragmento de la conversación corrobora la vigencia
de una larga tradición, seguramente venida de Europa y mezclada con elementos
propios del mundo prehispánico. En el Viejo Mundo los tesoros escondidos eran
custodiados por dragones o serpientes con garras y alas, grifos (mitad águila y
mitad león), monstruos varios, espíritus o demonios. Común en España, estas
creencias tenían también en el fuego, la llamas y llamaradas de los lugares
altos, a verdaderos faros que revelaban la existencia de tesoros enterrados. En
América del Sur, especialmente en las regiones andinas, las riquezas ocultas
tienen centinelas de fuego, que son
los que constantemente señalan el sitio de tesoros escondidos y encantados[15].
Como escribió Daniel Granada:
“Todo lugar que ofrezca
alguna particularidad extraña o sorprendente, que infunda pavor o recelo, todo
lugar donde en forma alguna se manifieste el movimiento de la vida de la
naturaleza y que sea poco frecuentado o menos accesible [...], despierta en el
alma del hombre [...] la idea de misterio. De ahí nace el encanto del que,
juntamente con la imaginación, nacen los diversos fantasmas que pueblan y
acompañan a cerros, cavernas, ruinas, selvas, montes y lagunas.”[16]
Pero en el caso del Paititi , sus protectores no sólo son serpientes
venenosas, truenos o rayos. Como ya hemos mencionado anteriormente, se dice que tribus salvajes impiden el
ingreso al perímetros de la ciudad (?). Algunas de ellas tienen una existencia
comprobada, otras son de carácter tal elusivo como las ruinas que protegen. En
este último rubro se ubican los Paco-pacoris.
Nos comentaron en el Cusco:
“Cuando los
incas se internaron a todas esas zonas
llevaron a sus mejores guerreros y la selva los ha ido mestizando con las
comunidades nativas, y al final se han transformado en chunchos. Ellos son ahora
los celosos guardianes de las ciudadelas. Hoy se habla de los machiguengas, de
los huachipaires, de los paco-pacoris, de los piros y otras tribus más de la
zona de la meseta de Pantiacolla. Los Paco-pacoris son los directos (hasta donde
la tradición informa) guardianes de las principales ciudadelas incas que han
quedado en la selva. Ellos han sido escogidos por ser los más leales guardianes
de los incas.
Los incas eran
hombres corpulentos. Se habla de soldados de 2,20 metros, de 2,10 metros... y
esos eran los paco-pacoris. Eran los “comandos del inca”, y han sido los que
estuvieron en primera fila en la ida a la selva. Y ellos serían los encargados,
los celosos guardianes, de las entradas a las ciudadelas.
(Pregunta: ¿Y se los ve seguido?).
Se tiene unas tres o
cuatro referencias de personas de todo crédito, en las que han hecho alusión a
la crueldad y también a la severidad de estos Paco-pacoris. Los testigos son
gente que están ligada a la ceja de selva cercana al Cusco, pero hay otra
versión aislada, casi segura, que los ubican por la zona de Riberalta
(Bolivia).No aceptan intrusos. No aceptan exploradores.” [17]
Debo confesar que el comentario nos dejó un tanto intranquilos,
máxime si tenemos en consideración que otra versión sostenía que los
Paco-pacoris eran los “fieros cuidantes
de las ruinas de Vilcabamba”[18].
En
síntesis, se podría decir que, con o sin oro, alimañas o indios protectores, la
tradición oral le da al Paititi dos posibilidades: la primera (más lógica y
posible), que sea uno o varios yacimientos arqueológicos (ruinas) perdidos en la
selva; y la segunda (más imaginaria, pero con una fuerte dosis inconsciente de
resistencia), que sea una ciudad en la se conservan los auténticos incas
descendientes del viejo Tahuantinsuyu, esperando el momento adecuado para
reeditar el perdido esplendor.
Prof. Fernando Jorge Soto Roland
Profesor en Historia por la Universidad Nacional de Mar del Plata
octubre 2008
Referencias:
*
Imperio de los Incas.
[1] Flores Ochoa, Jorge
A., "Taytacha Qoylluriti. El Cristo de la
Nieve resplandeciente", en El Cuzco. Resistencia y continuidad,
Editorial Andina SRL. , Cusco, Perú, 1990, pág. 74.
[2] Caunedo Madrigal,
Silvia, "De las Hijas del Sol a las
Vírgenes Criollas", en Las Entrañas mágicas de América,
Editorial Plural, Barcelona, España, 1992, pp. 93-105.
[3] Palomino Díaz,
Enrique, Qosqo, Centro del Mundo, Imprenta
Yáñez, Cusco, Perú, 1993, pág. 19.
[4] Eliade, Mircea, El
Chamanismo y las Técnicas Arcaicas del Éxtasis, Fondo de Cultura
Económica, México, edición 1982, pág. 22.
[5] Véase: Sharon,
Douglas, El Chamán de los Cuatro Vientos,
Editorial Siglo XXI, México, 1978.
[6] Brundage, Burr C., Empire of the Inca, Norman, Ok. ,
Oklahoma University Press, 1963, pág. 47.
[7] Rostworowski, María,
Estructuras Andinas del Poder. Ideología
religiosa y Política, IEP, Instituto de estudios Peruanos, Lima, Perú,
3º edición 1983, pp. 9-10.
[8] Testimonio oral
recogido en la ciudad de Cusco de boca del ingeniero Enrique Palomino Díaz.
Archivo personal del autor.
[9] Véase: Núñez del
Prado, Juan Víctor, "El Mundo
Sobrenatural de los quechuas del sur del Perú a través de la comunidad de
Qotobamaba", Allpanchis Phuturinqa, 2, 1970,pp.
57-119. - Véase también: Gow, Rosalind y Bernabé Condori, 1975, Kay
Pacha, Editorial de Cultura Andina, Cusco.
[10] Véase: Eliade, M.,
op.cit. pp.101-102.
[11] Polo de Ondegardo,
Juan, 1916, "Los Cerros y supersticiones de los indios sacados del tratado y
averiguaciones que hizo el licenciado Polo", Colección de libros y documentos referentes
a la historia del Perú, editado por Horacio H. Urteaga y Carlos A.
Romero, primera serie, vol.3, pp3-43, Lima, Perú.
[12] Testimonio oral
recogido en una sesión chamánica en la ciudad de Cusco de boca del Altomesa Don
Salvador Blas. Julio de 1998. Archivo del autor.
[13] Testimonio oral
recogido de boca del guía y baquiano local Francisco Cobos Umeres. Archivo del
autor.
[14] Testimonio oral
recogido en el poblado de Lucma de boca del profesor a cargo de la pequeña
escuelita rural del sitio. Archivo del autor.
NOTA: Como hemos dicho en un párrafo anterior, la obsesión por los
tesoros perdidos es un hecho cotidiano en varias regiones del Perú. Nuestro
guía, Pancho Cobos, nos explicó bien cómo se destapan los tapados: "La gente, especialmente en la montaña y en
la selva, todavía vive con la aspiración de querer encontrar un tesoro, porque
estamos en lugares incaicos, y los incas dejaron todas las riquezas en estos
sitios. Entonces, si se quiere oro, hay que salir a medianoche e intentar ver,
en algún lugar, como se encienden llamas de fuego, que no son otra cosa que el
antimonio del oro, del tesoro. Entonces hay que tratar de ubicar el lugar exacto
en donde se ve la luz, y al día siguiente se va a excavar, a huaquear. Y si
tienen suerte y lo encuentran, para que todo salga bien, se debe hacer un "pago" a esa tierra: bien se agarra
un animalito, un perrito, un gatito y lo sacrifican. Pero, y esto es verídico mi
Jefe, algunos se llevan un peón, al campesino más cholo y, después de que éste
los ayuda a sacar el tesoro, para que la fortuna sea bien recibida, el "pago" lo
hacen con el peón. Lo entierran vivo". (Estos relatos los he podido escuchar
tanto en la costa como en la sierra peruana). Archivo del
autor.
[15] Granada, Daniel, Supersticiones del Río de la Plata,
Editorial Guillermo Kraft Ltd., Buenos Aires, primera edición de 1896, pp.
97-99.
[16] Granada, D. Op.cit.,
pág. 139.
[17] Testimonio recogido
de boca del ingeniero Enrique Palomino Díaz en Cusco. Julio de 1998. Archivo del
autor.
[18] Neuenschwander
Landa, C., Paititi en las brumas de la historia. pág.
40.
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Prof. Fernando Jorge Soto Roland
Profesor en Historia por la Universidad Nacional de Mar del Plata
Profesor en Historia por la Universidad Nacional de Mar del Plata
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