Gran Hotel
Viena
aguafuertes de la decadencia y del olvido por Fernando Jorge Soto Roland |
Ríos de agua dulce.
Angostos, sucios, con barro y óxido diluido, que marchan sin más hasta la laguna
salada, inmensa e insondable. Ríos que brotan de caños de antiguas casas que ya
no están, ni nunca estarán.
Ruinas que emergen
como islas frente a impertérritos flamencos. Ironías de una felicidad
propietaria tan breve como la brisa de los anaranjados atardeceres del pueblo,
que hacen hoy de los islotes un paisaje de ignota y decadente
belleza.
Playas oscuras,
salpicadas de ladrillos y postes parados; mojones de un mundo devorado por las
aguas y un pueblo que ya no está. Y en medio de todos esos recuerdos que denotan
el pesar de miles, los flamencos. Siempre los flamencos.
Como si fueran
dedos crispados en manos nervudas pero inertes, los árboles de antaño asoman
desde el barro costero como deseando retener una época de oro, de turistas, de
hoteles y sonrisas inocentes que el agua se tragó sin pedir
permiso.
Sólo de a ratos se
ve la mano del hombre actual apilando antiguos ladrillos, aprovechando lo poco
que las ruinas pueden darle, como si se tratara de algún pecaminoso ritual de
necrofilia en el que un loco excava un cementerio para rescatar los huesos que
usará en sus impuras recetas.
Descontextuado,
cubierto de óxido, Imperio del
Tétanos, un arado olvidado nos recuerda que alguna vez ese lugar tuvo vida.
Está viejo, solo, abandonado a la corrosión y el salitre inmisericorde de «la
mar». Es un cadáver inservible. Sólo la vitrina de un museo podría devolverle la
dignidad que supo simbolizar alguna vez. Representación del trabajo abnegado,
del esfuerzo, hoy es «puro grupo», como dice el tango. Una metáfora de lo inútil
y del tiempo perdido.
Hay troncos que
semejan cerebros deformes emergiendo de la arena, cubierta toda ella de una baba
salitrosa, blanca, espesa, repugnante a la vista. Formas redondeadas, vencidas
por la erosión y el tiempo. «Cerebros» que ya no florecen. Es triste
ver tanto quebranto.
Las calles se
pierden en un mar impávido, frente al desastre que él mismo provocó hace
décadas. Parece un abrazo, pero no lo es. El pueblo no abrazó al mar. El mar
tampoco abrazó al pueblo. Lo hundió.
Sentado en medio de
tanta destrucción, solo faltan los acordes llorosos de un bandoneón. Allí no
cuaja la bailanta o el cuarteto. La melancolía es contagiosa en medio de esas
paredes a medio levantar. La decadencia campea, te envuelve y el «taura macho» del tango se descompone en
suspiros y llanto. Un buen lugar para llorar, sin duda.
Columna caídas,
patios hundidos, desprecio inconciente de un mar que se llevó casi todo,
devolviendo sólo dolorosos recuerdos y amarga nostalgia.
Cada escombro
parecería esconder un secreto. Y uno los mira esperando con intensidad que digan
algo; pero la realidad es que son mudos materiales con los que un día se
construyeron anhelos de felicidad y cosas que hoy son nada.
En medio de tanta
decadencia costera, Él se levanta
rectilíneo, enhiesto como un gigantesco bloque de eternidad, capaz de soportar
cualquier contingencia. Pero engaña. Sólo la distancia lo maquilla. Y es mucho,
porque de todo lo que ahí hubo sólo queda su estructura de falso presidio,
húmedo y manchado por las exudaciones del Mar de Ansenuza. Gran Hotel Viena.
Está
descascarándose desde abajo. Su otrora blancura es cosa del pasado y como un ser
mal querido, se conforma con lo que es: un ruina.
Ventanas y
persianas derruidas. Balcones grises, tristes, «con olor a olvido y gusto de muerte».
Paredes tajeadas que muestran rojizos ladrillos que semejan la carne de un
cadáver pudriéndose después de sufrir los zarpazos del descuido y la
desidia.
Caminar por sus
inmediaciones significa hacer equilibrio permanentemente. Piedras, ladrillos
molidos, cascotes infames, traicioneros, parecen querer devorarnos los pies.
Hacernos tropezar . sólo ásperas planchas de concreto —amplias como puentes— son
las que nos dejan avanzar a paso lento, a los golpes. Muy propio de todo ese
escenario molido por las bombas del Ejército Argentino en 1992 y el deseo de
olvidar de toda una población.
Hacia el lado de la
costa, en la parte lateral del hotel, hay plantas. Verdes, enmarañadas,
hirsutas, en medio de las ruinas. Son el único color que anuncian la vida, donde
sólo se ve un pasado aplastado.
Racional,
orgulloso, señorial a pesar del cataclismo; receptáculo de cientos de preguntas
sin respuestas, el Gran Hotel Viena simula ser el único vencedor ante tanto
desastre de un pasado cercano. Maleva y altanera construcción en un predio en el
que predomina el polvo.
Redondeados y
simétricos, los balcones del hotel —donde antaño la aristocracia local exhibía
su prepotencia de clase— son reductos en los que nidifican las aves carroñeras
de la costa. Perfecta metonimia de una agónica y arrogante sociedad descreída de
los ocasos.
La planta baja del
Sector VIP ya no está pintada. Sólo jirones de mampostería sobreviven adheridos
a columnas de concreto que simulan ser —como alguien dijo— raquíticas piernas
salidas de un campo de concentración, tras años de hambruna y castigos. Sólo
impertinentes graffiti señalizan el paso de anónimas manos desarraigas al lugar.
Meras señales de almas despersonalizadas, inseguras, vacías, como el mismo
soporte con el que se ensañaron.
Observado desde el
frente —en lo posible sobre un bote desde la laguna— las ventanas del primer y
segundo piso del hotel representan una partitura irregular de persianas abiertas
y cerradas, prestas a interpretar una melodía fantasmal cuando el viento se
cuela por los intersticios del edificio en ruinas.
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Postal de lo que ya
no es.
Paisaje lunar,
poblado de posos y charcos sin nombres, de color gris y ocre e irregularidades
que sólo se detiene a los pies mismo del hotel. Pero la metástasis decadente del
tiempo tampoco se frena ante sus muros. Se hunde incluso en los mismos cimientos
de la mole, que sigue resistiendo.
Los mosquiteros de
las ventanas, corroídos y desflecados por la falta de mantenimiento, ya no
detienen a los insectos y se convierten en pantallas reflectoras de imágenes
espectrales que alimentan la imaginación de los visitantes, que creen observar
sobre ellos las siluetas en pena de los fantasmas que hotel dice
guarecer.
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Fernando Jorge Soto
Roland
Profesor en Historia
por la Universidad Nacional de Mar del Plata
marzo de 2010
Email: sotopaikikin@hotmail.com
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