miércoles, 22 de mayo de 2013

Gran Hotel Viena
aguafuertes de la decadencia y del olvido

por
Fernando Jorge Soto Roland

Ríos de agua dulce. Angostos, sucios, con barro y óxido diluido, que marchan sin más hasta la laguna salada, inmensa e insondable. Ríos que brotan de caños de antiguas casas que ya no están, ni nunca estarán.
Ruinas que emergen como islas frente a impertérritos flamencos. Ironías de una felicidad propietaria tan breve como la brisa de los anaranjados atardeceres del pueblo, que hacen hoy de los islotes un paisaje de ignota y decadente belleza.
Playas oscuras, salpicadas de ladrillos y postes parados; mojones de un mundo devorado por las aguas y un pueblo que ya no está. Y en medio de todos esos recuerdos que denotan el pesar de miles, los flamencos. Siempre los flamencos.
Como si fueran dedos crispados en manos nervudas pero inertes, los árboles de antaño asoman desde el barro costero como deseando retener una época de oro, de turistas, de hoteles y sonrisas inocentes que el agua se tragó sin pedir permiso.
Sólo de a ratos se ve la mano del hombre actual apilando antiguos ladrillos, aprovechando lo poco que las ruinas pueden darle, como si se tratara de algún pecaminoso ritual de necrofilia en el que un loco excava un cementerio para rescatar los huesos que usará en sus impuras recetas.
Descontextuado, cubierto de óxido, Imperio del Tétanos, un arado olvidado nos recuerda que alguna vez ese lugar tuvo vida. Está viejo, solo, abandonado a la corrosión y el salitre inmisericorde de «la mar». Es un cadáver inservible. Sólo la vitrina de un museo podría devolverle la dignidad que supo simbolizar alguna vez. Representación del trabajo abnegado, del esfuerzo, hoy es «puro grupo», como dice el tango. Una metáfora de lo inútil y del tiempo perdido.
Hay troncos que semejan cerebros deformes emergiendo de la arena, cubierta toda ella de una baba salitrosa, blanca, espesa, repugnante a la vista. Formas redondeadas, vencidas por la erosión y el tiempo. «Cerebros» que ya no florecen. Es triste ver tanto quebranto.
Las calles se pierden en un mar impávido, frente al desastre que él mismo provocó hace décadas. Parece un abrazo, pero no lo es. El pueblo no abrazó al mar. El mar tampoco abrazó al pueblo. Lo hundió.
Sentado en medio de tanta destrucción, solo faltan los acordes llorosos de un bandoneón. Allí no cuaja la bailanta o el cuarteto. La melancolía es contagiosa en medio de esas paredes a medio levantar. La decadencia campea, te envuelve y el «taura macho» del tango se descompone en suspiros y llanto. Un buen lugar para llorar, sin duda.
Columna caídas, patios hundidos, desprecio inconciente de un mar que se llevó casi todo, devolviendo sólo dolorosos recuerdos y amarga nostalgia.
Cada escombro parecería esconder un secreto. Y uno los mira esperando con intensidad que digan algo; pero la realidad es que son mudos materiales con los que un día se construyeron anhelos de felicidad y cosas que hoy son nada.
En medio de tanta decadencia costera, Él se levanta rectilíneo, enhiesto como un gigantesco bloque de eternidad, capaz de soportar cualquier contingencia. Pero engaña. Sólo la distancia lo maquilla. Y es mucho, porque de todo lo que ahí hubo sólo queda su estructura de falso presidio, húmedo y manchado por las exudaciones del Mar de Ansenuza. Gran Hotel Viena.
Está descascarándose desde abajo. Su otrora blancura es cosa del pasado y como un ser mal querido, se conforma con lo que es: un ruina.
Ventanas y persianas derruidas. Balcones grises, tristes, «con olor a olvido y gusto de muerte». Paredes tajeadas que muestran rojizos ladrillos que semejan la carne de un cadáver pudriéndose después de sufrir los zarpazos del descuido y la desidia.
Caminar por sus inmediaciones significa hacer equilibrio permanentemente. Piedras, ladrillos molidos, cascotes infames, traicioneros, parecen querer devorarnos los pies. Hacernos tropezar . sólo ásperas planchas de concreto —amplias como puentes— son las que nos dejan avanzar a paso lento, a los golpes. Muy propio de todo ese escenario molido por las bombas del Ejército Argentino en 1992 y el deseo de olvidar de toda una población.
Hacia el lado de la costa, en la parte lateral del hotel, hay plantas. Verdes, enmarañadas, hirsutas, en medio de las ruinas. Son el único color que anuncian la vida, donde sólo se ve un pasado aplastado.
Racional, orgulloso, señorial a pesar del cataclismo; receptáculo de cientos de preguntas sin respuestas, el Gran Hotel Viena simula ser el único vencedor ante tanto desastre de un pasado cercano. Maleva y altanera construcción en un predio en el que predomina el polvo.
Redondeados y simétricos, los balcones del hotel —donde antaño la aristocracia local exhibía su prepotencia de clase— son reductos en los que nidifican las aves carroñeras de la costa. Perfecta metonimia de una agónica y arrogante sociedad descreída de los ocasos.
La planta baja del Sector VIP ya no está pintada. Sólo jirones de mampostería sobreviven adheridos a columnas de concreto que simulan ser —como alguien dijo— raquíticas piernas salidas de un campo de concentración, tras años de hambruna y castigos. Sólo impertinentes graffiti señalizan el paso de anónimas manos desarraigas al lugar. Meras señales de almas despersonalizadas, inseguras, vacías, como el mismo soporte con el que se ensañaron.
Observado desde el frente —en lo posible sobre un bote desde la laguna— las ventanas del primer y segundo piso del hotel representan una partitura irregular de persianas abiertas y cerradas, prestas a interpretar una melodía fantasmal cuando el viento se cuela por los intersticios del edificio en ruinas.

Postal de lo que ya no es.
Paisaje lunar, poblado de posos y charcos sin nombres, de color gris y ocre e irregularidades que sólo se detiene a los pies mismo del hotel. Pero la metástasis decadente del tiempo tampoco se frena ante sus muros. Se hunde incluso en los mismos cimientos de la mole, que sigue resistiendo.
Los mosquiteros de las ventanas, corroídos y desflecados por la falta de mantenimiento, ya no detienen a los insectos y se convierten en pantallas reflectoras de imágenes espectrales que alimentan la imaginación de los visitantes, que creen observar sobre ellos las siluetas en pena de los fantasmas que hotel dice guarecer.

Fernando Jorge Soto Roland

Profesor en Historia por la Universidad Nacional de Mar del Plata

marzo de 2010

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