Dean
Martin
El Suave Arte de decir las Cosas Por Fernando Jorge Soto Roland |
Sin
esfuerzos.
Con una banda, una gran orquesta o a capella, era capaz de hacernos
cambiar el humor llevándonos a vivir en un mundo mejor. Un mundo que creíamos
más dulce, cordial, más lleno de amor, romance e ilusiones.
Era
capaz de hacer eso y mucho más.
Dean
Martin es sin dudas una de las grandes voces del siglo XX. Y hoy, a más de
catorce años de su muerte, sus viejas grabaciones del sello Capitol nos
siguen produciendo el mismo efecto que producían cuando él estaba vivo y llenaba
los Nigth Club más elegantes de Occidente.
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Su voz,
su modo de cantar, su forma de poetizar historias en dos minutos y medio, fueron
únicas. Es lo que lo eleva al Parnaso de los inmortales del espectáculo. Ésos
que nos enseñaron a disfrutar de la existencia dándole un tema de fondo;
ensalzando momentos que, de lo contrario, no guardaríamos en el recuerdo con
tanto cariño y respeto. Porque lo que Dean Martin, Frank Sinatra o Bobby Darin,
han hecho es encumbrar nuestras vivencias personales, íntimas, aderezando la
memoria con un toque de distinción, alegría y risueña
melancolía.
¿Cómo
olvidar aquel viaje desde Machu Picchu, mientras regresaba al Cusco —hace ya más
veinte años— y cantaba (perdón por el uso de ese verbo) You`re
Nobody Til Somebody Loves You, junto a una circunstancial turista
austriaca? ¿Cómo no recordar a mi madre tarareando sus canciones y exclamando de
a ratos “¡Qué divino!”, mientras me transmitía, sin saberlo, el gusto
(el buen gusto) por el swing? ¿De qué manera explicar la forma en que se
recuperaba mi corazón, no correspondido por un amor, cuando comulgaba con sus
interpretaciones; o me volvía a enamorar oyendo esas mismas canciones, pero en
otro contexto emocional?
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No
caben dudas; su dulce arte de decir las cosas atemperó los momentos crudos y
exaltó aquellos que fueron maravillosos. Él, en el instante justo (Just In
Time), nos cambiaba la forma de estar en el mundo. Nos la sigue
cambiando. Tenía esa mágica capacidad.
De
todos modos, si fue una época capaz de producir ejemplos de tan magnifica
calidad artística e interpretativa, no debe haber sido una porquería en un cien
por ciento. Al siglo XX lo salva la música y esos “pequeños gigantes” cantantes
populares (Pop queda más fashion) que
pudieron hacernos creer y sentir que, aún en pena desgracia, la vida es algo que
vale la pena ser vivida.
Música
de fondo, como en la películas.
Eso es
lo que se necesitaba ( se necesita) para salir del lodazal. Porque cuando
Dino afinaba su garganta al compás de
orquestas de otro planeta, nos olvidábamos de las cosas malas y nos
comprometíamos con las sensaciones dulces del alma.
Gracias a las viejas
grabaciones, que hoy resucitan, para beneplácito de los que superamos con
cuarenta y tantos, las nuevas generaciones tendrán la oportunidad de disfrutarlo
y desasnar el chabacano acostumbramiento a una cumbia mal tocada o a “Pibes
Chorros” que no son más que un reflejo (y consecuencia) de esa crueldad de
la que nos hablan los historiadores.
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Porque
aún reproduciendo las críticas que el rock le ha hecho (llamándolo “música de ascensor”), Dino y su estilo
nunca serán mediocres, “grasas”, de mala calidad.
Puede no gustar, pero es excelente.
“¡Qué
divino!”, decía mi madre.
Y lo
era.
Lo
es.
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Fernando J. Soto
Roland
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