INDIANA JONES
y el Martillo de
Thor
Novela
por
Fernando Jorge Soto Roland |
Indiana Jones es una marca registrada de Paramount Pictures
& LucasFilms Ltd.
|
Muy especialmente a
Alejandro Guaschino y Adrián Coali,
queridos y eternos amigos del alma con los que
he compartido (casi) mi vida
entera.
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Parte I
PRÓLOGO
“Hagan que se investigue lo siguiente:
que se busquen todos los lugares en el mundo
cultural ario germano del norte donde
haya conocimiento del relámpago, el rayo, el
martillo de Thor, o el martillo volador y
arrojadizo, además de todas las esculturas de
dioses representados con una pequeña
hacha en la mano que desprenda un rayo”.
Heinrich Himmler,
correspondencia del 28 de mayo de 1940,
Budensarchiv,
Berlín.
Costa Norte de
España
Diciembre de
1944
A la altura del
cabo Finisterre, en Galicia, el océano se encabritaba como un potro desbocado
produciendo olas de diez metros de altura, que impactaban contra la proa del
carguero español, haciéndolo vibrar como una campana a medio oxidar. Los
sacudones eran dantescos y la nave se escoraba de babor a estribor,
intermitentemente, buscando un punto de equilibrio que no encontraba. La
tripulación había sido alertada sobre la tormenta. Ya todos sabían que a esas
latitudes era muy común toparse con un mar embravecido e indomable. Estaban
acostumbrados. Eran marinos experimentados; y ninguno de los veinte hombres que
guiaban al barco eran vírgenes en esos menesteres. Tenían recorrido casi todos
los océanos del planeta, aún en tiempos de guerra, como los que se vivían en ese
momento.
La Segunda Guerra
Mundial, iniciada por Hitler en septiembre de 1939, parecía estar llegando a su
fin, después de casi seis largos y destructivos años. Alemania estaba vencida. A
esa altura de las circunstancias su rendición era sólo cuestión de tiempo; pero
el Führer se negaba a arrojar la toalla, desatendiendo los pocos cometarios
temerarios que le sugerían diera fin al conflicto. Estaba dispuesto a que su
Reich se hundiera con él si fuera necesario. Alemania no se rendiría; no
volvería a tener un segundo Versalles. La humillación le correspondía, esta vez,
a los otros. Pero ese empecinamiento era una burbuja de irrealidad. La Alemania
de los nazis era una ruina producto de los bombardeos. Las tropas aliadas
avanzaban sobre su capital, Berlín. Ya estaban cerca. Iban a llegar en cualquier
momento. No serían detenidos.
El Victoria-Regia, con sus sesenta metros
de eslora, también luchaba por mantenerse a flote. Corcoveaba entre la espuma de
las olas. Sorteaba aquellos muros de agua con la dignidad de un viejo aguerrido;
crujiendo, haciendo escuchar cada uno de sus tornillos, pero conservando el halo
de integridad necesario como para que su capitán se sintiera seguro al timón, en
el puente de mando.
Manuel Estevanez
pertenecía a la Marina Mercante del Generalísimo Francisco Franco, dictador de
España. Tenía cuarenta y dos años, era un hombre adusto, amante del buen vino y
afiliado a las falanges de ultra-derecha que co-gobernaban su país. Había nacido
en Jaén, Andalucía, y aunque aquel fuera un pueblo mediterráneo, sin costas ni
salida al mar, desde niño se había sentido inclinado por los barcos y los viajes
intercontinentales; quizás como contrapartida a la ausencia de las mareas —altas
y bajas— de su infancia.
En aquel
tormentoso atardecer de diciembre del ’44, a Estevanez sólo le preocupaba una
cosa: la enorme caja de plomo que habían subido a bordo en la Isla de
RØdØya, en la costa central de Noruega. Nunca le habían recomendado
tanto cuidado por un cargamento, ni pagado una fortuna por llevarlo hasta el
puerto de Cádiz.
El marino aferraba
con fuerza el timón. De a ratos miraba hacia su izquierda, tratando de
distinguir la línea costera, pero no era posible. Demasiado oleaje. Demasiada
bruma levantada. Entonces, se preguntó a sí mismo cómo se sentirían los
tripulantes del submarino alemán que lo custodiaban. ¿Cómo sería soportar una
tormenta debajo del agua, enlatado en un U-Boot Tipo VII-C de construcción
germana, sabiendo que se compartía el mismo reducido espacio con bombas y
torpedos activados, listos para ser disparados si hacía falta?
En verdad,
Estevanez prefería la superficie, por más viento y olas que lo
azotaran.
Cuando cayó la
noche, y las luces de navegación del Victoria-Regia fueron prendidas, un
tambaleante marinero de segunda entró en el puente de mando. Tenía el ceño
fruncido y su mirada denotaba una preocupación evidente. Estevanez lo advirtió
de inmediato y, antes de que el muchacho dijera algo, preguntó qué
sucedía.
—Acompáñeme usted,
capitán. No sé explicar lo que está pasando en la bodega
—respondió.
Estevanez delegó el
mando al su contramaestre.
—Hágase cargo
—ordenó—. Mantenga el rumbo y el silencio de radio, tal como lo aconsejaron los
alemanes. Vuelvo enseguida.
Se calzó el capote
de goma y salió en dirección a la cubierta, bañada por el agua de mar.
cd
Julius von Leers aflojó los codos y dejó
que sus antebrazos colgaran de la manija del periscopio en tanto apoyaba su
frente en la mirilla del tubo, para poder observar la silueta del barco carguero
“neutral”, que navegaba a unos cien metros del submarino que
capitaneaba.
Con sólo veintinueve años, el
SS-Hauptsturmführer[1] era un verdadero lobo de mar. Comandaba ese U-Boot desde hacía dos años y aunque
sabía que le quedaba poco tiempo, seguía poniendo todo su empeño en cumplir las
ordenes postreras del un régimen que admiraba y por el que estaba dispuesto a
dar su vida y la de toda su tripulación.
Von Leers era un fanático nazi y se
jactaba de ello, aun en la peor circunstancia de la guerra. Su actual misión
tenía una importancia decisiva en el conflicto. El oficial superior al mando le
había confiado un secreto: si ese carguero español —que tenía que proteger—
llegaba a salvo a España, era muy posible que Alemania pudiera recuperarse de la
debacle y terminara ganando la guerra. Si así fuera, su nombre, su nuevo y más
alto rango, quedarían para siempre en la historia del pueblo ario y su
descendencia lo recordaría como al héroe que salvara al Führer. Tal vez, hasta
levantaran de él una gran estatua en la Cancillería del Reich.
Con sólo pensar en eso, se le helaba la
sangre.
cd
La
bodega era un horno.
La
temperatura había subido hasta superar los cuarenta grados centígrados. Era como
tener un trocito del Ecuador encerrado entre paredes de acero
remachado.
—¡Joder! ¿Qué es lo que pasa acá adentro? —exclamó Estevanez
quitándose la gorra de capitán y secando su frente con la mano—. ¿Hay problemas
con las calderas o qué?
—Ningún problema, capitán —respondió el marinero—. Las calderas
están funcionando bien, el mecánico me lo dijo. Allá hace menos calor que
acá.
Estevanez tocó la pared.
Quemaba. Parecía una inmensa cafetera con su contenido a punto de
ebullición.
—No
sabría decirle, capitán, pero me parece que lo que produce el calor es esa caja
—dijo el muchacho, señalando lo que semejaba un arcón medieval de casi tres
metros de largo por medio de alto.
Era
de plomo macizo, muy grueso y con una tapa que se aferraba a los bordes
perfectamente; trabada, además, por tres candados de bronce que, de lejos, ya se
notaba estaban derritiéndose.
—¡Virgen Santa! —clamó Estevanez—. ¿Qué mierda me están haciendo
transportar esos tipos?— ladró en clara referencia a los alemanes y enfiló
directamente hacia el arcón—. Trae una barreta, hay que abrirlo —le ordenó al
marinero.
El
muchacho tomó una barra de hierro que había apoyada contra la pared, a un
costado, y se la entregó a su jefe. Estevanez introdujo uno de los extremos en
el arco del candado e hizo palanca. El pasador saltó por los aires sin demasiado
esfuerzo y repitió la operación dos veces más. Cuando la tapa quedó libre de
toda atadura, le volvió a pedir al marinero que lo ayudara—. Levántala por aquel
lado. Con cuidado, no rompamos nada.
El
plomo estaba muy caliente. Era como agarrar una sartén sin protección
alguna.
—¡Joder con la tapa! ¡Está que pela! —profirió Estevanez retirando
sus extremidades hacia atrás para frotarlas sobre su pantalón—. Vamos a tener
que usar algo. Busca ayuda. Llama a los muchachos y que traigan unas frazadas
para agarrar esta cosa sin quemarnos.
El
marinero salió al trote a cumplir la orden.
Estevanez se quedó sólo en el depósito por unos minutos. ¿Qué
extraña carga era la que llevaba?
Cuando los cuatro hombretones que había convocado llegaron y se
colocaron en cada una de las puntas de la caja, Estevanez, en el centro, dispuso
su musculatura para empujar la tapa, una vez que se elevara un
poco.
—A la cuenta de tres —dijo; y los marineros, sosteniéndola con
gruesas frazadas de lana, hicieron fuerza y la alzaron un par de centímetros.
Fue cuando el capitán le dio un empellón, hasta hacerla caer parada en la parte
posterior de la caja.
cd
El joven SS-Hauptsturmführer no dejaba de observar al Victoria-Regia zarandearse en la
tormenta. Estaba atento y con sus torpedos listos para ser disparados en caso de
que algún barco o submarino aliado hiciera acto de presencia.
Tenía en su haber una media docena de naufragios provocados. No era
un número descollante, pero constituía un buen promedio para la edad que tenía y
los años que llevaba en el mar. De todos modos, el certero ataque al S.S. Empire Heal, un acorazado de
bolsillo británico, mandado a pique hacía seis meses, contaba por lo menos por
cuatro barcos más.
cd
El
capitán Manuel Estevanez nunca había visto nada igual.
No
entendía lo que tenía ante sus ojos. Parecía un simple palo, pero capaz de
aumentar la temperatura hasta convertir su bodega en un horno de
panadero.
Los
marineros que lo acompañaban se asomaron a la caja de plomo. Transpiraban
copiosamente. Si permanecían mucho tiempo en ese lugar iban a
deshidratarse.
Estevanez los miró de reojo y estiró sus brazos, con las manos
enfundadas por una frazada, para tomar el extraño objeto.
Apenas lo tocó con la punta de los dedos sintió que la fuerza de
mil tormentas lo atravesaban, haciéndolo volar hacia ataras, hasta chocar con la
espalda en una de las paredes del depósito. Cuando cayó al piso ya estaba
muerto.
Entonces, ocurrió.
cd
No
hubo ruido alguno.
Sólo
un fogonazo sordo, seco.
Una
bola de fuego incandescente salida de la nada que se expandió a la velocidad a
la luz hasta colarse por el periscopio del U-Boot, dejando a Julius von Leers
completamente ciego.
El Victoria-Regia se consumió por el fuego
en décimas de segundos.
El
submarino alemán se partió en dos partes iguales. El agua salada invadió cada
uno de sus rincones, y para cuando el último de los submarinistas nazis dio el
suspiro póstumo, todo había terminado.
Cinco
meses después, la Segunda Guerra Mundial llegaba a su fin.
1
EXPOSICIÓN
DIALOGADA
1956
12 Años más
tarde.
Marshall College,
Connecticut.
Bajo la premisa ilustrada de “Sapientia et Lux”, que guiaba al
Marshall Collage desde el año 1772, generaciones de arqueólogos e historiadores
habían salido de sus claustros, dispuestos a desentrañar los misterios del
pasado humano. Era una Casa de Altos Estudios que había sabido ganarse un
merecido prestigio en el mundo académico; y si bien difícilmente se la podía
colocar en el catálogo de las cinco mejores universidades de Estados Unidos, la
calidad técnica y profesional de sus profesores destacaba por encima del
promedio.
El doctor Henry “Indiana” Jones trabajaba
allí desde hacía años. Tenía a su cargo la cátedra de Arqueología Teórica, que alternaba con
viajes y expediciones por el mundo, rescatando antigüedades y reliquias que, de
otro modo, quedarían fuera del alcance de los museos y pasarían a engrosar las
colecciones privadas, enemigas declaradas de los metódicos excavadores
profesionales. De todos ellos, Indy Jones era el profesor estrella.
Carismático, amable y lleno de simpatía
con sus alumnos, el veterano arqueólogo de 57 años de edad convocaba a diario a
decenas de jóvenes a oír sus clases magistrales. Con él las horas se pasaban
rápido y no faltaban las discusiones, abiertas y democráticas, que el propio
Jones estimulaba. Si alguien deseaba conocer artefactos antiguos originales,
tenía que concurrir a sus clases. Con el material ante la vista, la enseñanza
era más directa y efectiva. Difícil de olvidar.
En pocas ocasiones Indy hacía referencia
a sus aventuras por el mundo. Casi nunca ponía sus experiencias como ejemplo de
nada. En primer lugar porque detestaba la auto-adulación; en segundo término,
porque seguramente nadie le creería. Era un aventurero nato y amaba lo que
hacía. Se sentía un tipo afortunado y no dejaba pasar la oportunidad de repetir,
una y otra vez, que “lo más maravilloso
que le puede pasar a un hombre, es trabajar en lo que le gusta y, encima, le
paguen”. Y a él le pagaban bien. Lo suficiente para alimentar semanalmente
su biblioteca personal con trabajos actualizados y conservar su casa —estilo art
decó— impecable, pulcra, ordenada.
Le gustaba enseñar. Debía reconocer que
eso lo había heredado de su padre. Disfrutaba transmitiendo lo que sabía. La
pasaba bien; al punto de que muy pocas veces pensaba en su profesión como un
“trabajo”. Rara vez se despertaba renegando de tener que ir a los claustros. Lo
único que sí detestaba era corregir monografías, exámenes y tesis estudiantiles.
Gajes del oficio. Nada era perfecto. Incluso para un tipo con suerte como
él.
Parado ante un auditorio de más de
cuarenta y cinco alumnos, Indy iba de una punta a otra del salón explicando el
tema del día. Todavía tenía por delante más de dos hora de clases, antes del
almuerzo; y a media mañana los estudiantes estaban en su “punto medio”, ni
demasiado dormidos, ni demasiado cansados, como para hacer de su exposición algo
que les interesara; y en la que intervinieran sin la necesidad de que él los
arriara como corderos, con preguntas y testeos orales.
La
inhonestidad intelectual en arqueología.
De eso se trataba la clase. De eso
discutían y en ello estaban sumergidos, desde hacía largos minutos.
La mayoría de los oyentes conocían las
aventuras del profesor Jones. Era imposible no haber oído hablar de ellas. Todos
sabían que odiaba a los nazis y que en varias ocasiones había competido con
ellos por artefactos arqueológicos de singular valor. Incluso se decía que los
nazis lo habían detestado mucho a él y que hasta el propio Adolfo Hitler le
había declarado una guerra personal en cierto momento. Pero la realidad se
mezclaba con el rumor y la fantasía. Cada vez que le preguntaban algo al
respecto, Indy se limitaba a sonreír, agregando:
—Nunca me llevé bien con esos tipos.
De todos los alumnos que tenía esa mañana
sentados enfrente de él uno destacaba por sus preguntas e intervenciones
inteligentes. Se llamaba Ned Lordon, tenía veintitrés años y sus ojos brillaban
cada vez que levantaba la mano para inquirir sobre algún aspecto de la
exposición. Indy sentía que el muchacho lo ponía a prueba a cada minuto. Era
algo común. Estaba habituado a ese tipo de personalidad. De hecho, le encantaba
tener a alguien como Lordon en el grupo. Era lo que agilizaba una clase; y sabía
que una temática como la que trataba ese día iba a despertar en el chico un
interés muy especial. Mientras hablaba trataba de imaginar los cuestionamientos
que iba a recibir del estudiante.
—Los arios. Ellos fueron los culpables de
todo. Sobre ellos deben caer las responsabilidades de las torturas físicas más
miserables que se hayan conocido en el siglo XX—sostuvo Indy con vehemencia—. La
guerra, el holocausto y las invasiones; la tergiversación de la historia y de
los registros arqueológicos, son algunas de las derivaciones que se
desprendieron de esa idea racista y delirante que defendió Hitler y su gente.
Pero la idea de los arios no nació entre los nazis —agregó levantando el dedo
índice derecho—. No, señor. Sus raíces son mucho más profundas y se encuentran
relacionadas con la erudición y la ciencia europea de los siglos XVIII y XIX. El
origen de la noción “ario” no empezó en Alemania, sino en Inglaterra, la cuna
del liberalismo político. Empezó como una línea de investigación científica que
floreció en una de sus colonias: la India. Recién a finales del siglo XIX adquirió el sesgo racista, que los nazis
elevaron, más tarde, a su máxima potencia.—Tomó aire, caminó hacia la otra punta
del salón y continuó—. Fue un naturalista británico, contemporáneo de Voltaire,
el que plantó la semilla del arianismo. Su nombre era James Parsons y se sabe
que, además de médico, era un entusiasta aficionado a la historia. Fue él quien
inventó la lingüística comparada al tratar de encontrar el origen de los pueblos
a través de sus lenguas. Y claro, para ello acudió al primer best-sellers de
todos los tiempos: la Biblia.
—¿Por qué la Biblia? —preguntó Lordon
desde su pupitre.
—Porque en el Génesis se habla de los
tres hijos de Noé: Sem, Cam y Jafet —respondió Indy—. El primero será el padre
de los pueblos de lengua semita, como los judíos, los beduinos y otros del
Cercano Oriente. El segundo, daría origen a los egipcios, los etíopes y
africanos en general. Finalmente, de Jafet se desprenderían los pueblos de
origen europeo.
—¿Y qué fue lo hizo Parsons con eso?
—Buscó afinidades entre las principales
lenguas europeas y asiáticas. Consulto diccionarios, confeccionó listas de
palabras relevantes, comparó y concluyó que los idiomas bengalí, persa, inglés,
irlandés, italiano, español y alemán, derivaban de una lengua ancestral. La
lengua que presumiblemente hablaba Jafet. Entonces, publicó un libro en 1767,
pero fue recién en 1786 cuando otro orientalista, Sir William Jones, identificó
independientemente las mismas afinidades.
—¿Jones? —frunció el ceño una de las
alumnas de la primera fila.
—Sí, señorita —se apresuró a contestar
Indy—. Pero no me encuentro emparentado con él, si es lo que está pensando.
—¿Está usted seguro, profesor… Jones? —retrucó Lordon.
Indy sonrió.
—Se lo puedo asegurar. De todos modos, si
algún lazo consanguíneo me uniera eventualmente a Sir William, renegaría de su
teoría, convirtiéndome en una especie de “oveja negra” del árbol
genealógico.
Ned Lordon respondió con otra sonrisa
controlada.
—Como les decía —continuó Jones—, en
1783, mi homónimo viajo a la India como funcionario del imperio británico y allí
aprendió un nuevo y fascinante idioma: el sánscrito. Indagó en él y a poco de
estudiarlo empezó a encontrarle muchas similitudes gramaticales con el griego y
el latín. A raíz de ello, tres años después, en una conferencia, sostuvo que el
sánscrito y las dos lenguas clásicas habían brotado de una fuente común, una
lengua originaria que ya no existía. Y como no tenía un nombre con que
indicarla, introdujo un termino nuevo sacado del sánscrito, “Arya”; palabra que significa “noble” en
ese idioma.
—¿Por qué “Arya”? —intervino Lordon,
dejando de tomar apuntes por un segundo.
—Le gustó el término.
—Pero, profesor Jones —añadió la misma
muchacha de antes—, ¿cómo es posible que el sánscrito se parezca al alemán? ¿De
qué modo se estableció el contacto entre lugares tan remotos de la Tierra?
—Justamente a eso quería llegar, señorita
Martin. En 1808, un intelectual alemán publicó otro libro en el que sostenía que
“todo era de origen indio” y que los
alemanes provenían de los remotos valles del Himalaya.
—¡¿Qué?! —estalló Lordon con
incredulidad.
—Lo que acaba de oír—aseveró Indy—.
Friedrich Schegel era su nombre. Él fue quien elaboró una fábula antropológica,
extravagante y ficticia, sin ningún tipo de pruebas.
—¿Y qué dice esa fábula, profesor
Jones?
Indy se ajustó la corbata al cuello de la
camisa y contestó:
—Schegel relata que, en un remoto pasado,
una nación de brillantes sacerdotes-guerreros vivían ocultos en los valles del
Tíbet desarrollando una cultura altamente avanzada, tanto en lo técnico como en
lo moral. Pero, en determinado momento, y por causas desconocidas, se volvieron
belicosos y violentos. Salieron de su reducto montañoso y se difundieron por el
mundo. Algunos se dirigieron al sur, conquistando la India. Otros se fueron
hacia el oeste, hasta llegar a los bosques del norte de Alemania y Escandinavia,
donde se instalaron. Y como no tenía un nombre con que calificarlos, les dio de
arios.
—Pero, todo eso es una locura…
—Una locura. Efectivamente, señor. Una
terrible locura que empeoró en los años posteriores, cuando los alemanes
nacionalistas de fines del siglo XIX y principios del XX, se lanzaron sobre la
teoría. Fue cuando, aún sin tener nada sólido en qué apoyarse, un tal Theodor
Bentley concluyó, a partir de una rocambolesca relación de palabras, que los arios no provenían del Himalaya, sino de
Europa del norte.
—Dio vuelta todo…
—Sí. Invirtió los términos de la
ecuación. Según Bentley, eran los ancestros germanos lo que habían ido hacia la
India llevando su legua.
—¿Es eso cierto? —titubeó otro chico de
anteojos.
—Todo es una absoluta tontería—exclamó
Indy—; pero tocó la fibra más intensa de los nacionalistas alemanes. Es lo que
querían,
—¿Y cómo se suponía que eran los arios,
profesor Jones?
—Bueno, la apariencia física es otro
delirio más que absurdo. La tomaron del libro de un antiguo historiador romano
llamado Tácito.
—¿El autor de Germania?
—Efectivamente, señor Lordon. Pero quiero
aclararles —le dijo a todo el grupo— que Tácito fue muy criticado por sus
contemporáneos. Se lo acusó de exagerar, mentir y agregar cosas de su propia
cosecha imaginaria. Jamás visitó la provincia romana de Germania, en épocas del
Imperio. Aún así, para él los arios eran perfectos: altos, corpulentos, rubios y
de ojos azules; audaces, autosuficientes, justicieros, talentosos e
inteligentes…
—…y unos siglos más tarde se pusieron
uniformes negros convirtiéndose en oficiales de las SS. —bromeó Lordon y todos
lanzaron una carcajada.
—Lamentablemente… —alegó Indy muy serio,
sin sumarse a la broma.
—Pero, doctor Jones, ¿cómo fue posible
que semejante locura se convirtiera en una “verdad” admitida por tantos?
—preguntó un chico gordo, sentado en el fondo del salón.
—Es ahí cuando entra a terciar una
organización ultra-nacionalista, creada por Heinrich Himmler en 1935: la “Deutsches Ahnenerbe, Studiengesellschaft für
Geisyesurgeschichte”, o la Herencia
Ancestral Alemana, Sociedad para el Estudio de la Historia de las Ideas
Primitivas. Un difícil trabalenguas que pronto se abreviaría simplemente
como Ahnenerbe.
—¿Y qué es lo que hacía esa organización?
—repreguntó el muchacho.
—Mentir, fantasear, tergiversar el pasado
europeo y su historia para justificar el dominio de los nazis sobre el mundo.
Una inmoralidad intelectual. Pero no es mucho lo que se sabe de la Ahnenerbe. Lo
que sí conocemos es que organizó más de media docena de expediciones por el
mundo. En una ocasión creo haberme topado con ellos…
—¿Y qué buscaban, profesor?
—Rastros de antiguos arios. Buscaban la
raza primigenia. La raza de la que se habían derivado todas las otras razas. Y
para ello falsearon yacimientos arqueológicos, manuscritos, cerámicas, bajo
relieves… todo lo ustedes se puedan imaginar. ¡Encontraban svásticas por todos
lados!
—¿No había posibilidades de rebatir
científicamente esas ideas tan locas? —intervino la señorita Martin.
—No en el mundo que Himmler y Hitler
controlaban.
—¡Dios!
—Eso eran… dioses absolutos, capaces
hasta de cambiar el pasado si fuera necesario para concretar sus objetivos de
dominación. Para ello contrataron a historiadores, arqueólogos, médicos,
antropólogos, folcloristas, geólogos…. Todos organizados para mentir. Y lo que
es peor, creerse sus propias mentiras. —Indy miró su reloj de pulsera. Quedaban
menos de diez segundos para que tocara el timbre e ir al receso de media hora.
Caminó hacia el escritorio y empezó a ordenar sus papeles—. Como podrán ver
—dijo— nada es más importante en nuestra profesión que la integridad
intelectual. Recién cuando sean buenas personas podrán ser buenos arqueólogos e
historiadores.
Entonces, el timbre sonó.
Recogió sus cosas y salió al pasillo. La
verdad era que tenía muchas ganas de tomarse un rico café caliente.
—¡Doctor Jones! —exclamó una voz—. ¡Un
segundo, por favor!
Era Mathius Roderik, el secretario
personal del decano.
—¿Qué sucede, Rod?
—Hay un grupo de funcionarios que lo
esperan en el decanato, señor. Quieren hablar con usted.
—¿Funcionarios? —repreguntó sorprendido—.
¿Son de la oficina de Rentas? —ironizó.
—No lo sé, doctor. Sólo me dijeron que lo
venga a buscar.
—Está bien. Diles que estaré en unos
minutos. Dejo mis cosas en la oficina y voy para allá. Ah, y por favor, ¿quieres
llevarme una taza de café bien negro?
2
LA
MANSIÓN MÁS GRANDE DEL MUNDO
Con el pocillo aún humeante en la
mano, Indy entró en la oficina llevando un paso cansino, aunque expectante. No
tenía idea quiénes lo convocaban a media mañana, en pleno horario de trabajo.
Seguramente era algo importante; caso contrario el decano no lo hubiera mandado
a llamar con tanta premura, dejando a más de cuarenta alumnos sin clase el resto
del turno. Su superior académico era
demasiado conservador y respetuoso de los estatutos de la universidad, como para
permitir semejante desvío en la ruta de los programas de cátedra.
Cuando finalmente pisó la alfombra de la
oficina, tres sujetos vestidos de civil, traje y corbata azul marino, se
levantaron de las butacas que estaban al borde de la mesa de conferencia para
recibirlo.
El decano no estaba presente. Fue lo
primero que a Indy le llamó la atención.
—¿Doctor Jones? —preguntó, conociendo de
antemano la respuesta el más bajo y viejo de los tres—. Permítame que se me
presente. Soy el General Douglas Newman;
y mis colegas, el Capitán Colin Doss y el Teniente John Odell. Somos del
Servicio Secreto de la Marina, señor.
Indy les estrechó las manos y volvió a
dirigir una mirada a todo el recinto.
—¿Y el decano? —inquirió—. ¿No está?
—Vinimos a hablar con usted, doctor
—respondió Newman presuroso—. Preferimos no involucrar más gente en este tipo de
cuestiones; y mucho menos al Marshall College como institución.
—Yo soy parte de la institución,
general.
—Lo sabemos, doctor Jones.
—Además, ¿Qué quiere decir con eso de “este tipo de cuestiones”?
—Es un asunto delicado, profesor
—intervino el Capitán Doss—. Confidencial.
—En ese caso, con mayor razón, debería
estar presente el responsable del College. ¿No cree?
—Vinimos sólo por usted, señor —repitió Newman—.
El señor decano supo entenderlo perfectamente.
—Sepa usted disculparnos, profesor Jones
—agregó Doss—, pero es un tema urgente y no podíamos esperar mucho más.
—Doctor — dijo el General —, vinimos
hasta acá para que identifique unas fotografías que encontramos —y sacó de su
portafolios un sobre de papel madera con el sello oficial de la Marina—. Véalas
—sugirió, extendiéndoselas.
Indy las sacó del sobre. Eran unas diez
fotos en blanco y negro, y a simple vista se observaba que las habían tomado en
una excavación arqueológica. En la primera, se veían muros de piedra emergiendo
de la tierra, cuya distribución en el terreno delineaba claramente una
habitación. Eran piedras pulidas, no muy grandes, adosadas una sobre otras y de
profundo color gris oscuro. No cabía duda que era una construcción europea de,
por lo menos, la Edad de Bronce.
Revisó el resto con cuidado y, con cada
una de ellas, se fue haciendo una composición de lugar en su cabeza.
—Por lo que puedo apreciar —dijo sin
levantar la vista—, esto que tienen aquí es un
palacio. Los cimientos de uno muy antiguo, para ser preciso. Y es grande…
Acá distingo más de media docena de cuartos… Y en esta vista aérea —dictaminó
agarrando otra foto, tomada desde un avión— se pueden contabilizar por lo menos
unas doscientos habitaciones, entre patios, almacenes, cuarteles y aparentes
caballerizas. Este sitio en enorme y faltaba excavar más del cincuenta por
ciento de todo el predio ¿Dónde queda? —preguntó empezando a interesarse en el
tema.
—Es la isla de RØdØya, frente a la costa central de Noruega —respondió
Newman.
Un
alud de intrigantes ideas se amontonaron en la mente de Jones, en menos de un
segundo. Miró al general e inquirió:
—¿RØdØya?...
—Sí,
doctor. Las fotos fueron tomadas en algún momento de febrero de 1944 en ese
lugar. Observe que en el dorso está escrito el nombre y la fecha, con
lápiz.
Indy
giró la foto
—¿1944?... —leyó en voz alta.
—Estuvimos investigando el tema —intervino Newman— y pudimos
averiguar algunas cosas que quisiera contarle. —Levantó la vista hacia Odell y
ordenó: —Por favor, Teniente, léale el informe que usted trae.
El
joven oficial extrajo de su portafolios un papel con membrete del gobierno y
obedeció.
—Isla de RØdØya —dijo—. Excavación arqueológica ordenada por el
Reichsführer-SS[2] Heirinch Himmler en
el marco de una expedición secreta instituida por la organización Ahnenerbe, en
febrero-marzo de 1944. Se desconoce el emplazamiento exacto del yacimiento en la
isla, puesto que se volvió a tapar pocos días antes de que la guerra terminara.
El responsable a cargo de los trabajos era el doctor Bruno Jankhun, uno de los
arqueólogos más brillantes y respetados de Alemania, que se incorporó a la
Ahnenerbe en 1937, convirtiéndose en director del departamento de arqueología al
cabo de tres años. No hay motivos claros para saber porqué los nazis estaban
interesados en esas ruinas. —El muchacho levantó la vista y
miró a Indy—. Es todo, señor.
Indiana jones estaba anonadado. Hacía sólo minutos había explicado
a sus alumnos cómo funcionaba esa organización y ahora estaba involucrándose en
una vieja excavación noruega subvencionada por la Ahnenerbe. Parecía que el
universo estuviera conspirando en su contra para meterlo en un nuevo problema.
Pero esa vez, se dijo para sí, no lo iban a enganchar.
Volvió a darle un vistazo a todas las fotografías y regreso a los
fríos ojos del general.
—¿Qué
supone que sea eso, doctor? —lo interpeló el oficial.
Indy
se rascó las mejillas y notó que tenía una barba de dos días.
—Es
difícil decirlo, señor —respondió, mientras su mente viajaba a los miles de
textos que había leído en los últimos cuarenta años de su vida—, pero puedo
deducir los motivos que llevaron a los nazis a ese lugar.
—¿Cuáles son?
—Himmler siempre sintió un apasionado entusiasmo por la prehistoria
de la Europa septentrional. En la década de 1930 envío al menos dos expediciones
a la zona. Una a Suecia, la otra a Noruega, para copiar en moldes de yeso
antiguas estelas y símbolos rupestres, supuestamente arios. Creían que los
antiguos emigrantes nórdicos habían pasado por esos lugares en su viaje al sur,
hacia Alemania. Estaban ansiosos por encontrar evidencias de su paso por allí.
La isla de RØdØya era famosa por albergar un relieve con un extraño motivo que
representaba una figura humana calzada con esquís y que se creía tenía cuatro
mil años de antigüedad. Para muchos de los hombres de la Ahnenerbe la figura era
una prueba clave para probar que la zona ártica era la imaginaria cuna de la
raza nórdica que tanto amaban. Claro que estaban equivocados y todo eso era un
delirio de base racista.
—De
todos modos, doctor Jones —intervino Newman señalando la fotos—, parece que se
toparon con eso. No sólo estuvieron por allí haciendo moldes en la década del
treinta. Las fotos son del cuarenta y cuatro y por lo que se puede ver los
restos son algo más que… pinturas y relieves rupestres.
—Es
evidente, pero sin más datos no puedo certificar qué puedan llegar a ser esos
muros.
Newman observó al Capitán Doss e hizo un leve movimiento afirmativo
con la cabeza.
—Muéstrele lo que tenemos, capitán —sentenció.
Doss
extrajo de su bolsillo un objeto pequeño, de pocos centímetros de largo,
envuelto en un paño color violenta y se entregó al arqueólogo.
Era
de oro puro y cabía en la palma de la mano.
—Esto
estaba junto con las fotos —aclaró Doss.
El
rostro de Indy se transfiguró. Sus pupilas se dilataron y una corriente de
adrenalina le recorrió el cuerpo. Acarició el artefacto con la yema de los dedos
y observó detenidamente los motivos que tenía grabados. Sólo después de estar
completamente seguro, levantó los ojos hacia los militares.
—Es
un amuleto —dijo—. En la antigüedad creían que servía para protegerse de la mala
suerte y malos espíritus. Éste en particular es sumamente interesante ya que
representa al martillo de Thor, un dios nórdico muy venerado.
Newman esbozó una sonrisa y los demás lo
imitaron..
—Sabíamos que usted era la persona correcta, doctor Jones —afirmó
el general—. Y que podíamos confiar en usted.
—Cualquier especialista en arte escandinavo le diría lo que yo le
dije.
—Pero
no a cualquiera le daría la información que voy a darle ahora.
Doss
sacó un papel mecanografiado del interior de su chaqueta. Estaba arrugado y
medio amarillento.
—Lea
por usted mismo este memorando que el doctor Jankhun, jefe de la excavación, le
envió a Himmler en enero de 1944.
Indiana tomó el documento y lo leyó.
Deutsches Ahnenerbe, Studiengesellschaft für
Geisyesurgeschichte
CONFIDENCIAL.
RØdØya 9/1/44.
Del
Dr. Bruno Jankhun
Al
Reichsführer-SS Heinrich Himmler.
Estimo haber encontrado la región Zrúdvangar y su
castillo.
Las
esperanzas no están perdidas. El amado Führer puede ganar la guerra.
BJ
Inmediatamente, sin decir nada, Indy volvió a las fotos y las pasó
una por una a gran velocidad, hasta detenerse en aquella que había sido tomada
desde el aire.
Newman se dio cuenta que el arqueólogo estaba contando otra vez las
habitaciones que se distinguían en el supuesto palacio, que él identificara
hacía minutos.
Entonces, Jones frunció el entrecejo.
—¿Pasa algo malo, doctor Jones? —preguntó el
general.
—No
lo sé —titubó—. Pero si esta excavación de 1944 llegara a tener 540 aposentos
estaríamos ante un descubrimiento… interesante.
—¿Interesante?
—Muy interesante…
—¿A
qué se refiere, profesor? —preguntó Doss intrigado.
—
Zrúdvangar, la región que se nombra en el memorando, era en la mitología
escandinava el país desde donde gobernaba el dios más importante, después de
Odín: Thor.
—¿El
dueño de ese martillo? —dijo Odell señalando el amuleto.
—Sí,
pero no precisamente de este
martillo, sino de otro mucho más poderoso.
—¡De
seguro otra fantasía nazi!
—El
mito de Thor es mucho más antiguo que esos tipos, capitán.
—Entonces, ¿qué es lo que hay de interesante en el yacimiento
noruego? —inquirió Newman.
Indy
buscó las palabras justas para ser claro.
—General —empezó—, si Bruno Jankhun estaba en lo cierto al decir
que estos edificios eran parte de Zrúdvangar, lo que tenemos aquí fotografiado
es el castillo o palacio de Bilskirnir, la legendaria residencia del dios Thor.
Dé una ojeada esta toma aérea. Hay al descubierto por lo menos dos centenares de
habitaciones y muchísimas más por sacar a la superficie. Los textos nórdicos
cuentan que Bilskirnir era “la mayor
mansión que los hombres conocían” y que contaba con 540 ambientes. Si
efectivamente las ruinas se corresponden con el mito, estaríamos ante una
segunda ciudad Troya, es decir, un leyenda literaria que la arqueología vuelve
realidad. Eso es lo que yo veo interesante.
—Me
sorprenden sus conocimientos, doctor Jones —expresó Newman.
—Llevo muchos años en esto, general —sonrió Indy y le entregó las
fotos y el amuleto en mano.
Newman giró sobre sus talones y se dirigió a paso lento hasta el
ventanal que daba al parque del campus universitario. Cuando volvió a
enfrentar a Indy estaba mucho más serio y su tono de voz adoptó la de un militar
a punto de iniciar una arenga.
—Doctor Jones —articuló con melodramatismo—, hay algo que todavía
no le hemos dicho y que es fundamental en todo este asunto. Tiene que ver con la
procedencia de estas fotos, la estatuilla y el memorando. —Indy se quedó en
silencio esperando a que siguiera—. Tenga en cuenta que lo que voy a decirle es
estrictamente confidencial.
—¡No,
entonces no! —exclamó intempestivamente el arqueólogo levantando su brazo
izquierdo—. Prefiero que no me diga nada confidencial. Ya he estado en
situaciones como estas y no quiero que el gobierno o la milicia me involucre en
problemas que no son míos.
—¡Doctor, estamos en guerra!¡No puede desentenderse de este
modo!
—¿En
guerra?...
—Contra el comunismo, doctor Jones. ¿Acaso no lee los
diarios?
—No
quiero meterme en cuestiones políticas, general.
—Ya
está metido en ella, Jones.
—¿Qué
me quiere decir con eso?
Odell
fue quien le respondió.
—Sabemos que usted vendió piezas arqueológicas al gobierno
soviético, doctor.
—¿Qué
demonios está diciendo?
—Cuatro huevos Faberger del siglo XVI. ¿No los
recuerda?
Indy
empezaba a sentir que la ira ganaba más y más espacio dentro
suyo.
—Usted no entiende nada, capitán —dijo mordiendo sus palabras—.
Jamás vendí piezas a nadie.
—¿No?
¿Está seguro?... Dígame, doctor, ¿conoce al profesor Iván
Chenko?
—Sí.
Estudió conmigo en La Sorbona en la década del veinte. Eso seguramente ustedes
ya lo saben.
—¿Cuánto tiempo hace que no lo ve?
—¡Basta! ¡Se terminó! —estalló—. ¡Esta reunión se acaba aquí y
ahora! ¡No voy a soportar que estén sugiriendo estupideces o dudando de mi
honor! —y volteó furibundo con dirección a la puerta.
—¡Usted le entregó a Chenko los huevos Faberger hace cuatro meses,
doctor! —retrucó Odell elevando más el tono.
Indy
se detuvo, giró y le clavó los ojos.
—¡Por
supuesto que se los entregué! ¡Correspondía que se los diera! ¡Esos huevos
estaban en manos de traficantes de antigüedades y habían sido robados del museo
en el Iván trabaja! ¿Qué pretende que hiciera? ¿Dárselos al
Shimtsoniano?
—Esos
traficantes eran americanos, doctor. Y el museo parte del mundo al que nos
enfrentamos.
—No
puedo creer que me diga eso…
—Capitán, por favor… —solicitó Newman tratando de calmar los
ánimos—. Comportémonos civilizadamente.
—¿Con
insinuaciones como las que acaban de hacer? —prorrumpió Indy—. Debería partirles
la cara.
—Doctor, no creo que sea ese el camino adecuado —atemperó el
general—. Complicaría aún más su situación.
—“¿Mi situación?”
—Y la
de toda la universidad, doctor. ¿Cómo cree usted que la Comisión de Lucha contra el Comunismo del
Senado tomaría un acto de violencia como ese, viniendo de un profesional que
entrega material artístico a otro de origen ruso?
—¡Maldito cerdo! ¡Sabe muy bien que actué
legalmente!
—Yo
sí lo sé, Jones. Pero la Comisión es totalmente ignorante al respecto… y muy
curiosa en todo lo que se refiere a lo que ellos denominan “acciones
anti-norteamericanas”.
—Piense en los problemas que tendría que enfrentar en caso de ser
convocado, doctor —alegó Odell.
—Serían meses de audiencias —agregó Doss.
—Seguramente, al final de cuentas todo se aclararía —dijo Newman—,
pero los trámites serían muy inconvenientes para su carrera y su lugar de
trabajo.
Indy
se pasó la mano por las canas. Quería destrozar a golpes a esos puercos. Pero
tenían razón en las consecuencias que ello acarrearía.
—¿Qué
quieren de mí? —dijo finalmente.
Newman se le acercó marcialmente.
—Que
vaya a la Isla de RØdØya y ubique el yacimiento.
—¿Para qué? ¿Ahora la milicia se interesa también en la
arqueología?
—No
doctor. Sólo nos interesa lo mismo que les interesa a los rusos. —aclaró
Newman.
—¿Y
por qué supone que ese yacimiento les interesa a ellos?
—Las
fotos y demás cosas fueron encontradas en la valija de un espía de la KGB,
mientras intentaba salir del país, doctor —explicó el oficial al mando—.
Queremos saber por qué arriesgaron la identidad de uno de sus mejores hombres
transportándolas.
—No
nos cabe la menor duda que es usted la persona indicada para esa misión —repuso
el capitán.
Si
ese mequetrefe de saco y corbata pretendía quitarle a Indy la impotente furia
que sentía con adulaciones estúpidas, estaba equivocado.
Muy
equivocado.
Pero
se la tuvo que tragar.
3
EN
TIERRAS NÓRDICAS
Veinticuatro horas después de la charla con los militares, Indy
sobrevolaba el Atlántico en dirección a Oslo. Era un vuelo regular y no viajaba
en primera clase, pero no aquello lo que lo mantenía en un estado de furia casi
permanente. Era la presión que había recibido; y la amenaza elegante de la
milicia, obligándolo a que aceptara colaborar con ellos.
¡Qué
diablos! ¡No estaba bajo bandera, ni tenía jerarquía militar!
Aún
así, una supuesta y mal interpretada obligación patriótica lo tenía a más de
10.000 metros de altura sobre el océano, con destino a las frías tierras
noruegas. Claro que, de todas las sorpresas recibidas en el decanato, una lo
había dejado mudo. Y, sin dudas, era la que más le molestaba.
Se
sentía traicionado. Vigilado. Monitoreado, como el personaje de esa novela
futurista de Orwell, titulada “1984”. Y no era para menos. El hecho de saber de
que el joven Ned Lordon era un novicio agente del Servicio Secreto, indagando en
la universidad y recogiendo datos sobre supuestos colaboracionistas de la URSS,
lo había dejado frío. En verdad apreciaba al muchacho por su abierta y frontal
personalidad. Parecía un buen tronco en el que tallar un excelente futuro
arqueólogo. Pero lo había decepcionado. El muy falso había resultado ser un
agente del gobierno encubierto. Un simple buchón, un informante de segunda. Un
“familiar” de los fanáticos cazadores
de brujas que había dentro del propio país. ¿Qué diferencia había entre ese
muchacho y los desaparecidos miembros de las juventudes hitlerianas, de la
década del treinta? Muy pocas. Una de ellas era que no usaba
uniforme.
Ned
Lordon se sentía también muy incómodo ante el indiferente silencio de su
profesor. Indy no le dirigía la palabra y pasaba el tiempo mirando por la
ventanilla el mar de nubes que se deslizaba por debajo del fuselaje del
avión.
Recién cuando la azafata se acercó a ofrecerles algo de tomar,
Jones quitó la vista del cielo y se volvió hacia la chica para pedir un cerveza.
Ned Lordon pidió lo mismo. Una vez que la aeromoza se hubo retirado, el muchacho
lo encaró con tono conciliador.
—¿No
cree que tendríamos que hablar, profesor Jones?
Indy
le dio un sorbo a su bebida y esbozó una sonrisa ladeada llena de
sarcasmo.
—¿Hablar? —repitió—. ¿Desde cuando ustedes han aprendido a hablar?
Ustedes gritan, ordenan, amenazan, presionan, pero ¿hablar?... No sea irónico
conmigo, señor Lordon.
—Le
juro que no sabía nada de este viaje hasta que me convocaron, después la reunión
que tuvieron con usted.
—Permítame en beneficio de la duda —respondió.
—Puede dudar todo lo que quiera, doctor. Pero le aseguro que era
ajeno a este asunto.
—Sí…
ajeno… Y dígame, ¿ya les entregó a sus amigos mi ficha
personal?
—No.
Jamás la confeccioné.
—¡Qué
bueno!... De todos modos me conocían muy bien.
—Usted es una personalidad reconocida y respetada en el ambiente,
profesor.
—¡Ya
veo que muy respetada!... ¡Sí, sí… muy respetada! Por poco me ponen una pistola
en la cabeza para que suba a este avión, indague sobre esas ruinas y acepte su…
compañía. Si así es como respetan
ustedes, debo decirle que mi concepto de respeto es muy diferente, señor
Lordon.
—¿No
cree que en este caso el fin justifica los medios?
—Nunca. Jamás el fin justifica los medios, joven Maquiavelo.
Lordon sonrió.
—Puedo entender su malestar, profesor, pero piense que estaremos
algunos días juntos y no sería cómodo que nos estemos tratando de este modo tan…
distante.
Indy
le clavó los ojos con fiereza.
—Mira
muchacho —dijo acercándole el rostro—, me importa un bledo si estás o no
incómodo con mi actitud. Me tiene sin cuidado. Además, no van a ser muchos los
días que compartamos de “feliz camaradería”. No bien lleguemos a Oslo, me
comunicaré con un viejo colega y él sabrá informarme todo lo que necesitamos. Si
ese yacimiento existe, él nos indicará dónde buscar. Después, yo me regreso a
casa.
Ned
terminó el contenido de su vaso y levantó las cejas.
—Creo
que me va a costar un poco aprobar su materia en el futuro…
Indy
volvió su atención hacia las nubes.
cd
Ajeno
al contenido de la revista París
Match que tenía abierta en su página quince, el sujeto que vigilaba a
Indiana Jones desde la butaca número 33, advirtió que el arqueólogo mantenía una
dura discusión con el chico que lo acompañaba. Algo funcionaba mal. El veterano
profesor apenas gesticulaba y el muchacho lo miraba sin articular palabra.
Estaban discutiendo.
Al
cabo de un par de horas, el piloto anunció que se abrocharan los cinturones de
seguridad. Iban a aterrizar en el aeropuerto internacional de Oslo. Todos
obedecieron y aguardaron a que el tren de aterrizaje chirriara al contacto con
el cemento de la pista.
En
pocos minutos el pasaje abandonó la nave. El aire fresco de escandinavia impactó
en sus rostros. Indy y Lordon se dirigieron con prisa hasta la oficina de aduana
y presentaron sus pasaportes. Cumplido el trámite, atravesaron el hall principal
de la estación y tomaron un taxi con rumbo al Hotel Abdumsem, en pleno centro de
la capital.
Desde
otro auto, el hombre de la butaca 33
no dejaba de pisarle los talones.
Se
llamaba Gregor Strasiva, tenía unos cuarenta y cinco años de edad y
experimentaba una gratificante sensación de poder al seguir a la gente sin ser
advertido. Era lo que le otorgaba siempre ventaja sobre los demás; y que
aprovechaba en su favor la mayor parte de la veces. En aquel mundo de espionaje
y guerra fría había aprendido que la propia vida podía depender del anonimato y
tener de su lado el “elemento sorpresa”.
Siguió a Indy desde una distancia prudencial y cuando ubicó el
hotel en el que se alojaba, hizo lo propio con nombre falso, no sin antes
acordar con el conductor que lo había transportado, estar atento a cualquier
movimiento del arqueólogo o el chico.
Una
hora y media más tarde, Indy y Lordon volvieron a la calle con la intensión de
dirigirse a la Biblioteca Nacional.
Para
entonces, el chofer de Strasiva ya tenía el motor en marcha.
cd
La
Biblioteca Nacional de Oslo era la más completa en lo que se refería a libros
incunables de culturas nórdicas. Allí estaban, cuidadosamente acondicionados,
textos antiguos de épocas y orígenes diversos que permitían reconstruir parte de
las creencias, rituales, política y economía de los pueblos escandinavos.
Fuentes noruegas, islandesas y suecas resguardaban la historia. En sus anaqueles
de cedro se acumulaban los textos de la poesía escáldica, de los siglos IX y X
d.C., claramente pre-cristianos; la Sagas
vikingas, que relataban las aventuras de Eric el Rojo y su familia, en sus
viajes de exploración por los mares septentrionales; y los Eddas, cantos sagrados que versaban
sobre la vida de los dioses y héroes del panteón nórdico, poemas —en su origen
orales— que se remontaban a los siglos VI y VII d.C., puestos por escrito recién
en el año 800 y 1050 de la misma era. En sus depósitos, también acumulaba polvo
la colección más extraordinaria de piedras rúnicas de los siglos III y IV
d.c. y otras piedras con imágenes
jeroglíficas y dibujos que databan de los siglo V al XI d.C.
Los
Pueblos del Norte tenían en ese lugar gran parte de su pasado histórico
asegurado. Sólo se necesitaban historiadores interesados en desentrañar todos
sus misterios.
Indiana Jones golpeó la puerta de la oficina de Norman Alvsön,
director general de la Biblioteca, y sin esperar respuesta giró el picaporte e
ingresó.
Alvsön, un hombre alto, elegante y con una cabellera tan blanca
como la nieve, se puso repentinamente de pie, esbozó una pulcra sonrisa y
abriendo los brazos exclamó:
—¡Doctor Indiana Jones! ¡Qué maravillosa sorpresa, amigo mío! ¡No
hacía otra cosa que esperarlo, tras su llamado telefónico!
Los
dos hombres se confundieron en un caluroso abrazo. Después, a regañadientes,
Indy presentó a Ned Lordon y, tras unas tazas de café bien caliente, se sentaron
al borde del escritorio a tratar el tema que los convocaba en ese espacio de
eruditos.
Indy
extrajo de su bolsillo una copia de las fotos blanco y negro del yacimiento y
las exhibió, al tiempo que relataba en pocas palabras la misión que tenía que
cumplir. Alvsön no se inmutó. Observó las instantáneas con cuidado y cuanto tuvo
una respuesta en mente repuso:
—Lamentablemente no sé nada de este sitio, Jones Había oído rumores sobre una excavación
alemana poco antes de que terminara la guerra, pero hasta este momento nunca
tuve certeza absoluta de que efectivamente habían encontrado algo así en nuestro
territorio.
El
corazón de Indy dio un vuelco. ¡Joder! A final de cuentas su estadía se iba a
prolongar un poco más que lo deseado.
—Confiaba en que usted me guiaría hasta el lugar
—dijo.
—Lamento desilusionarlo.
—De
todas maneras, todavía podemos encontrar información en la Isla de RØdØya —intervino Ned.
Indy
lo miró de reojo.
—Por
supuesto, jovencito —arguyó el Alvsön—. Me encargaré personalmente de
conseguirle los permisos necesarios para que puedan, llegado el caso, hacer una
pequeña excavación en el lugar. ¿Qué le parece, doctor Jones?
Indy
asintió sin articular palabra.
En
ese momento todos escucharon el sonido de cristales de rotos, un siseo muy fino
y la inconfundible vibración de una flecha clavándose contra la
pared.
La
ventana que daba a la calle se había quebrado y en el muro izquierdo de la
oficina un tubo angosto, con una pequeña lucecita titilante en un extremo, se
incrustaba en los ladrillos, junto a un cuadro impresionista de vivos
colores.
Los
tres giraron la cabeza hasta el artefacto y por un segundo se quedaron mirándolo
sorprendidos. Fue cuando Indy exclamó:
—¡Salgamos de aquí! ¡Es una bomba!
Intentaron correr hasta la puerta, pero la onda expansiva no les
dio tiempo a llegar. Los levantó por el aire como si estuvieran hechos de
algodón.
Alvsön salió despedido por el aire, deteniendo su vuelo contra el
marco del ventanal por el que había entrado el dispositivo explosivo. Lordon
sintió una fuerza feroz empujándolo por la espalda y tirándolo de bruces contra
un par de sillones en un rincón de la estancia. Indy trastabilló arrastrado por
la potencia de la detonación en dirección a la ventana.
No
tuvo tiempo a pensar demasiado. Justo cuando salía despedido a través del marco
experimentó la sensación de que iba a morir.
Su
cuerpo rodó por un techo de tejas en declive.
Manoteó cualquier saliente que pudiera encontrar en el camino.
Tenía que detener el impulso.
Resbaló más y cuando experimentó que el vacío se abría por el lado
de sus piernas, los dedos de su mano derecha se apretaron en un borde frió de
metal.
Una
canaleta.
Desde
el parque que rodeaba la biblioteca nacional, los transeúntes observaron
azorados cómo el arqueólogo quedaba colgado, balanceándose como un péndulo, a
más de quince metros de altura de la calle.
cd
Las
falanges de los dedos de su mano se le agarrotaron por la excesiva presión que
ejercían sobre la canaleta; y el peso del cuerpo, que lo invitaba a seguir la
ley de Newton hasta la acera de abajo, se convirtió en su primer
enemigo.
No
iba a poder sostenerse por mucho tiempo más.
Los
calambres del brazo lo matarían, si no era la misma canaleta la que se
desprendía del techo, dejándolo caer pesadamente, ante el morbo de decenas de
testigos que se aglutinaran para observar la escena.
El
brazo izquierdo colgaba pegado de su cuerpo y las piernas se movían buscado un
punto de equilibrio que detuviera de alguna manera el balanceo, que amenazaba
con tirarlo.
Apoyó
la punta de sus zapatos contra la pared que caía verticalmente, sintiendo un
levísimo alivio en los músculos del brazo que lo sostenía.
Debía
levantar el brazo izquierdo. Si quería volver al techo, tenía que agarrar la
canaleta con ambas manos.
Tomó
aire. Contó hasta tres mentalmente y sacudió la extremidad hacia
arriba.
¡Eureka!
Lo
había conseguido. Ya tenía diez dedos apretando con fuerza el borde de la
canaleta.
Entonces, escuchó dos ruidos secos muy cerca suyo y el polvo de
ladrillo de la pared saltó en todas direcciones.
¡Le estaban disparando!
¡Disparaban desde la calle en su
dirección!
Giró
la cabeza, mordiendo bronca y desde lo alto observó en posición sospechosa a un
sujeto que tenía un sombrero de fieltro color negro azabache. Lo miraba con
atención y escondía un arma debajo del abrigo que lo cubría, para que la
multitud no lo identificara como el agresor
Aquello era demasiado. A ese tipo no le bastaba haberlo sacado
volando por una ventana, como resultado de una explosión, sino que ahora le
seguía disparando mientras estaba indefenso y colgando como un mono de la
canaleta.
Una
furia irracional cobró fuerza dentro de Indy. Si iba a morir en esa
circunstancias lo haría peleando y, si era posible, moriría junto con ese
cerdo.
Giró
la cara hacia la derecha en busca de algo.
Ahí
estaba.
La
sección vertical de la canaleta bajaba hasta el parque, adosada a la
pared.
Si
podía alcanzarla la usaría como el tubo de emergencia de los cuarteles de
bomberos. Simplemente se dejaría deslizar hacia el suelo.
Estiró el brazo con determinación.
Llegaba. La tenía a tiro.
Se
aferró a ella y dio un pequeño salto, agarrándola con la otra mano y las
piernas. Recién entonces empezó a deslizarse hacia abajo.
El
hombre del sombrero negro dio media vuelta e inició una huída estratégica por
entre la muchedumbre.
Indy
se desesperó al observarlo. ¡Iba a
escapar!
El
stress aumentó. Entonces, ocurrió lo menos oportuno.
Los
tornillos que sostenían a la canaleta a la pared se soltaron por encima de la
cabeza de Jones.
Oyó
un crujido y al segundo experimentó la sensación de estar abrazando a un carbol
que acababa de ser cortado a hachazos: la canaleta, desprendida del muro,
empezaba a caer.
¡Joder!... ¡Se iba a partir la
espalda!
Y
cayó.
El
jardinero, encargado del cuidado del parque que bordeaba la biblioteca, vio como
se le venía encima suyo y se hizo a un costado.
Indy
gritaba esperando amortiguar con el alarido el choque contra el
piso.
Fue
cuando, con el rabillo de los ojos, vio el montículo de hojas secas que el
jardinero acababa de juntar; y sin dudarlo se soltó de la canaleta tratando de
impulsarse en dirección a los vegetales muertos.
Toda
su masa corporal chocó y rebotó sobre las hojas.
No
sintió dolor; a excepción por la rajadura en la espalda de su chaqueta color
gris y un agujero en la rodilla derecha del pantalón.
Había
tenido suerte.
Se
reincorporó. Sacudió las hojas que se le adherían al cuerpo y levantó la
cabeza.
Escapaba.
¡Bastardo!
Y
salio corriendo detrás del hombre de sombrero negro.
Atravesó el parque. Llegó a la avenida y le imprimió a sus piernas mayor velocidad. El sujeto se
metió por la boca del subterráneo.
No
dejó de imitarlo.
Bajó
por las escaleras dando grandes zancadas. Saltó los molinetes sin pagar y llegó,
agitado, hasta el andén de la estación
Había
gente por doquier. Un mar de sombreros le impedían ver más allá de los cuatro
metros.
Y en
eso llegó el subte.
Las
personas empezaron a subir.
Indy
corría de izquierda a derecha, mirando hacia el interior de lo vagones, sin
ingresar en ellos.
¿Dónde se había metido?
Sonó
un timbre.
Las
puertas, activadas por un sistema de aire comprimido, se
cerraron.
Recién entonces lo vio, al final del andén, como a media cuadra de
distancia.
El
recinto se despejó de personas. El sujeto volvió el rostro y vio a Jones parado
junto a un anciano con bastón, que acababa de bajar desde el nivel de la calle,
y al subte, que empezaba cobrar velocidad.
Indy
reaccionó llevando por el impulso.
Le
quitó el bastón al viejo. Volteó hacia el tren que aceleraba y clavó el bastón
en una de las ranuras de goma de las puertas del convoy, a la altura de sus
radillas.
El
bastón salió disparado cabía adelante, como si fuera una guadaña dispuesta a
cegar un campo listo a ser cosechado.
El
francotirador corría en la misma dirección del tren. Estaba llegando al final
del andén y el inicio del túnel.
No
miraba hacia atrás.
Debió
haberlo hecho.
El
bastón, encajado a la puerta, lo enganchó a la altura e sus tobillos y lo tiró
hacia atrás con una fuerza indecible.
El
tipo cayó de espaldas rodó hacia las vías, justo en el instante en que la
formación dejaba de pasar.
Le
dolía todo.
Indy
saltó a los rieles y lo alcanzó antes que pudiera sacar su pistola de la
sobaquera.
Le
quitó el arma y se la apoyó contra el pecho.
—¿Quién es usted? —le gritó tomándolo por la
solapa.
El
hombre no dijo nada. Permaneció en silencio observándolo,
adolorido.
—¿Quién es usted? —volvió a demandar, apoyándole el caño del arma
contra el esternón.
—No
pierda tiempo conmigo, doctor Jones.
La
boca de Indy se contorsionó en una mueca de rabia. Lo agarró por la solapa, sin
dejar de apuntarle y…
…la
bocina de un segundo tren subterráneo llegó hasta sus oídos.
Volteó hacia la izquierda y vio las luces delanteras del convoy
venírseles encima.
¡Mierda!
Intentó arrastrar a su prisionero, pero no pudo. El pantalón del
sujeto estaba atorado a uno de los rieles.
Tiró
una vez.
Y
otra…
Cuando el tren estuvo a punto de arrollarlo, dio un brinco hacia un
lado.
El
subte se llevó al sujeto del sombrero negro dando tumbos, amasándolo como si
fuera de gelatina; hasta que lo lanzó hacia un costado, completamente
lacerado.
Indy
corrió hacia el cuerpo.
Le
faltaba una pierna y la mitad de uno de los brazos.
—¡Imbécil! —dijo Jones.
Fue
cuando advirtió que la billetera del individuo estaba tirada justo al lado de
sus zapatos.
Se
agachó y la guardó en el bolsillo del pantalón, que para entonces tenía dos
agujeros más.
cd
De regreso a la Biblioteca
Nacional, Indy se desayunó de una serie de novedades no muy alentadoras. Dos
autos de policía y un carro de bomberos, en el frente mismo del edificio, eran
síntomas de malos augurios. La gente se arremolinaba contra la valla puesta por
las autoridades y empezaban a llegar los primeros reporteros locales. Una oscura
y densa humareda salía por la ventana de la oficina siniestrada.
Se abrió paso por entre el gentío hasta
que un policía lo detuvo en el borde mismo del perimetrado. A menos de seis
metros, Ned Lordon hablaba con un oficial.
—¡Ned! —le gritó Jones—. ¡Ned! ¡Aquí
estoy!
El muchacho giró la cara, lo miró de
reojo y volvió, imperturbable, a la charla que mantenía con quien parecía tener
la jerarquía de comisario. El murmullo de todos los presentes se tragó la voz de
Indy.
¿Qué
demonios le pasaba a ese chico? ¿Acaso se había vuelto loco? ¿Por qué lo evitaba
de esa manera?
¡Maldita sea!, pensó, recargándose de
rabia una vez más.
Lordon saludó al policía con un apretón
de mano y empezó a caminar lentamente, paralelo a la valla. Indiana lo imitó,
empujando a un lado y otro a los curiosos que se arremolinaban para observar el
escenario del accidente.
¿Accidente?... ¿Quién dijo que había sido
un accidente? El rumor que empezaba a circular en el lugar estaba más errado.
Aquello había resultado un atentado con todas las letras.
Lordon se alejó de los grupos de tareas
que empezaban a trabajar en el jardín y detuvo sus pasos unos segundos junto a
la ambulancia en la que cargaban un cuerpo tapado por una sábana.
Alvsön. No cabía otra opción.
Lordon miró hacia el gentío y se topó con
los ojos furiosos de su profesor. Hizo un leve movimiento con la mano,
indicándole que lo esperaba un poco más allá de la turba. Indy asintió, sin
dejar de fruncir los labios en clara muestra de furia contenida.
—¿Me quieres decir que mierda pasa contigo, muchacho? —le ladró
al rostro cuando se hubieron reunido en un callejón vecino al edificio principal
de la biblioteca.
—Alvsön murió.
—Lo sé. Acabo de ver cómo se lo
llevaban.
—La policía está como loca y los miembros
de la Comisión Directiva quieren iniciar una investigación detallada para
averiguar qué sucedió.
—Es lógico.
—Profesor, ¿se da cuenta que eso nos
demoraría muchos días? Estaríamos metidos en un problema judicial que demandaría
nuestra presencia por meses.—Miró a los policías de lejos y agregó:—Les dije que
circunstancialmente pasaba por la oficina y me sorprendió la explosión. No hice
ninguna referencia a nuestra reunión. Además, Alvsön me dijo algo antes de
morir…
—¿Habló contigo?
—Agonizaba. Me acerqué a él y articuló
una palabra que supongo es un pista.
—¿Qué palabra?
—Grönhagen —dijo Lordon—. ¿Qué cree que
pueda ser? ¿Un lugar?
—Más me parece un apellido, pero no estoy
seguro. Tendré que averiguarlo.
—Tendremos…
Indy lo miró.
—En ese caso, ¿por qué no le pregunta a
sus amigos de Washington? —inquirió con sarcasmo—. Ellos parecen saberlo
todo.
Lordon irguió su columna. No podía
ganarse la confianza de Jones
—¡Claro que lo haré! —profirió ofendido y
se marchó, alejándose a paso veloz.
cd
En su habitación del Hotel Abdumsem Indy Jones extrajo la billetera y la tiró sobre la
cama. Se dio un baño bien caliente, para recuperar parte de la energía perdida
en la persecución, y sólo después, descansado y con el cuerpo relajado, se
recostó a inspeccionar la cartera que había rescatado en el
subterráneo.
El
nombre de su propietario era Gregor Strasiva. Había nacido en Leningrado y por
el carnet falso que tenía, se hacía pasar por periodista. De inmediato, Indy
certificó que la KGB estaba muy involucrada en el asunto.
Se
venían días difíciles.
Vientos de guerra.
Se
reincorporó, caminó hacia el placard y extrajo su maleta. Levantó la tapa y sacó
cuatro cosas que señalaban claramente que los problemas acababan de empezar: un
látigo, su sombrero tipo fedora, la chaqueta de cuero y su poderosa Smith & Wesson Hand Ejector Model
2º.
LOS
LOBOS DE ODÍN
Isla de
RØdØya
Dos días más
tarde.
La isla era un paraíso nórdico,
soleado y fresco; de bahías cerradas y aguas tan verdes como las esmeraldas. Sus
costas, sinuosas, recortadas, denunciaban el antiguo imperio y paso de los
glaciares, hacía más de 10.000 años; y sus fiordos eran como lanzas pétreas que
entraban y salían del mar formando acantilados gigantescos e impactantes. Más
parecía una geografía divina que el hogar de simples pescadores.
El viaje hasta RØdØya lo hicieron en dos tandas. La primera por tierra, desde Oslo
hasta el puerto de Molde, sobre el océano Atlántico; y desde allí, en un barco
pesquero, hasta la isla. Había sido un trayecto cansador por lo que aprovecharon
gran parte de la travesía marina para descansar y tomar conciencia de dos cosas
en las que no habían pensado: que los muros de la Biblioteca Nacional, compactos
y bien construidos en el siglo XIX, habían sido los responsables de que aún
estuvieran con vida. De haberse reunido en otro tipo de edificio, con paredes
menor calidad, la explosión los hubiera aplastados a los tres. La segunda
cuestión, algo más ríspida, tenía que ver con la última palabra que Alvsön había
articulado: Grönhagen.
Lordon recibió en Oslo, antes de partir,
un llamado telefónico desde Washington. La milicia había actuado con celeridad e
informado que esa “extraña palabra” no se correspondía a ningún toponímico
geográfico y que con toda seguridad era una apellido local.
“¡Buen punto para el viejo!”, pensó Ned al
informarle a Jones los resultados de la búsqueda, certificando la primera
impresión del arqueólogo al sostener que, efectivamente, era un nombre.
“¡Punto para el niño!”, pensó Indy
masticando y tragándose su orgullo al verificar la rapidez con que el servicio
secreto había “resuelto” el enigma.
Si efectivamente Grönhagen era un
apellido, sería sencillo ubicar al portador del mismo en una isla poco habitada
y aislada del resto del mundo.
No bien descendieron de la embarcación y
se despidieron de la tripulación, Indy y Ned Lordon recorrieron la distancia que
los separaba del poblado costero y pidieron alojamiento en un hostal de medio
pelo ubicado en la base misma de un acantilado color gris, rodeado de bosques,
debajo de un cielo celeste y diáfano como pocas veces habían visto.
El hospedero, un anciano entrado en años,
los recibió con amabilidad y sonrisas de cortesía, guiándolos hasta la única
habitación que tenía desocupada. El hecho de tener que dormir ambos en la misma
pieza no le agradaba mucho a Jones. El muchacho no le terminaba de caer bien.
Hubiera preferido estar solo para no estar obligado a tener con él charlas de
cortesía. Pero como decía el dicho popular: “el hombre propone, pero Dios
dispone”
Hacia la tarde, después de almorzar un
sazonado arenque noruego con papas hervidas y aceite, Indy se acercó a la
recepción y entabló con el propietario una charla que se prolongó durante quince
minutos. Lordon permaneció recostado en un sillón del hall, hojeando una
revistas de actualidad.
Transcurrido el cuarto de hora, el
muchacho sintió que la voz del hospedero se elevaba por encima de la de Indiana
Jones. Si bien no entendía la lengua noruega, reconoció en el tono del viejo
cierta indignación y temor al mismo tiempo.
—¿Qué sucedió? —le preguntó a Indy cuando
éste pasó a su lado vistiendo como si fuera un domador de leones circense.
—Venga conmigo. Sígame —articuló Jones
sin mover un músculo de su cara.
Al salir a la calle, Lordon volvió a
preguntar:
—¿Qué pasó, profesor? ¿Por qué se alteró
tanto ese hombre?
Indy giró, se acomodó el látigo, que
colgaba enrollado de su cadera izquierda y dirigiendo su mirada hacia el hostal,
respondió:
—Se puso incómodo cuando le pregunté por
el apellido Grönhagen. Me negó su ayuda. Mi noruego no es muy bueno. Algo dijo
respecto de ese nombre… no sé. Que no buscáramos, que era algo especial en esta
isla. No le entendí bien. Me parece que no nos resultará fácil encontrar a ese
tipo.
—No debería preocuparse por lo que diga
el viejo, profesor Jones. De seguro con algo de dinero nos será fácil ubicarlo.
Usted sabe, deberíamos “aceitar” las voluntades.
—Ojalá resulte así de sencillo, señor
Lordon. Ojalá…
cd
Pasaron la tarde haciendo lo que
el célebre arqueólogo Hiram Bingham —descubridor de Machu Picchu— aconsejaba
cuando se buscaba algo: hablar con los lugareños.
Era una técnica que pocas veces fallaba.
Había funcionado antes y tenía que funcionar ahora. No eran tantos los años
transcurridos desde 1944; y con seguridad los más viejos de la isla debían
recordar muy bien la excavación organizada por los nazis. Pero, contrariamente a
toda teoría, los isleños —muy amables al principio— se volvían crípticos y
recelosos cuando Indy y Lordon aludían el nombre que les dijera Alvsön, o hacían
referencia a los restos del supuesto palacio de Thor. Entonces, las sonrisas
desaparecían y los rostros se volvían adustos, dando por terminado cualquier
intercambio de palabras. Era más que evidente que algo sabían, pero un pacto de
silencio levantaba un muro imposible de atravesar… aún ofreciendo dinero
Para cuando empezó a bajar el
sol, las miradas se tornaron suspicaces y Ned advirtió que ya no eran bien
recibidos en
RØdØya.
Nunca en tan poco tiempo, gentiles anfitriones se habían convertido en fríos y
distantes transeúntes.
Fue cuando Indy decidió compartir algunas
de sus ideas con el “chico”.
—De este modo no vamos a llegar a ningún
lado —dijo sentado al borde de la mesa en la que se disponían a cenar—. El viejo
método de Heródoto no parece funcionar en esta isla[3].
Todos ocultan algo. Tendremos que valernos de nuestros propios medios —repuso
involucrándolo a Lordon por primera vez. Le dio un sorbo al vaso de vino que
tenía lleno enfrente suyo y continuó—. Por lo que estuve observando, la
excavación no pudo haber sido hecha nunca en la costa. Es demasiado rocosa y
estas fotos —señaló, mirándolas por enésima vez—, muestran un terreno con una
capa de humus importante. Creo que la única posibilidad de hallar las ruinas es
yendo al centro de la isla, a su parte superior: sobre los acantilados de los
fiordos —giró la cabeza hacia la derecha y señaló con el rabillo del ojo un mapa
que había colgado sobre una vieja y húmeda pared—. Observa esa geografía.
—Tendremos que conseguir un par de
caballos —respondió Lordon leyendo desde lejos las irregularidades del terreno—.
Hay zonas muy empinadas y bosques que atravesar. Nos llevaría mucho tiempo
hacerlo a pie.
—Es una buena opción. Espero que no
hallemos resistencias a la hora de conseguirlos.
—¿Resistencia?
—No creo que nos los entreguen sin
objeciones.
—Nunca pensé en conseguirlos de esa
manera…
—¿Y qué sugieres?
Lordon le esbozó una sonrisa pícara y
cómplice. En ese momento sintió que empezaba a haber química entre
ellos.
cd
Con un par de ganzúas, Ned era
capaz de abrir casi cualquier cosa; y entrar en la caballeriza del herrero del
pueblo no resultó nada difícil. Bastaron dos intentos para que el candado se
abriera de par en par y en pocos minutos —manteniendo absoluto silencio—
ensillaron los caballos, los sacaron por un portón trasero hasta la base del
cerro; montaron y espoleándolos se perdieron en el roquedal que ascendía.
Había luna llena y la noche era clara.
Hacía frío pero la adrenalina volvía soportable cualquier ráfaga helada que
pudiera alcanzarlos.
Los caballos seguían un camino angosto,
abierto anteriormente, y buscaban por sí solos los pasos más directos y
sencillos. Resoplaban y con cada bufido una nube de aire caliente se colaba por
delante de sus narices.
El corazón de la isla se anunciaba tan
abrupto como sus costas. Las gigantescas rocas parecían talladas por las manos
de un cíclope y, a poco de avanzar, ingresaron en un bosque de coníferas muy
tupido, cerrado y húmedo. El frío aumentó. Indy se abrochó su cazadora de cuero
y Lordon hizo lo propio con la suya. La
copa de los árboles oscurecieron el entorno. La noche se volvió más negra, menos
penetrable. Sólo la claridad de la luna dibujaba el alargado contorno de los
cientos de árboles, creando la ilusión de estar en una sala hipóstila hecha por
la naturaleza.
Los caballos avanzaban a paso regular,
esquivando troncos caídos y hundiendo sus cascos en un colchón de hojas
semi-podridas, acumuladas en el suelo. Treparon por una ladera empinada durante
cuarenta minutos y, finalmente, alcanzaron la cima del cerro: una inmensa meseta
en la que el viento del norte soplaba con más fuerza, colándose sin problema por
entre la enramada.
—¿Estamos cerca? —inquirió Lordon,
sufriendo las inclemencias del aire helado en la cara.
—Creo que vamos bien encaminados
—respondió Indy señalando al frente.
A menos de cincuenta metros por delante,
el bosque se abría en un claro.
Marchaban en fila india. El arqueólogo
por delante y, muy cerca de la grupa de su caballo, el de Lordon le pisaba los
cascos.
—Profesor Jones —interrumpió el chico—,
¿usted cree que ese tal Grönhagen viva aquí arriba?
—No lo sé —arguyó—. Si llegara a ser así,
nos toparíamos con un verdadero ermitaño. ¡La soledad de estos parajes es
intimidante!... Pero ya lo averiguaremos. Estamos a punto de salir del
bosque.
No terminó de dar su respuesta que su
caballo trastabilló con un cable escondido al ras del piso, activando un
mecanismo que por antiguo no dejaba de ser efectivo.
Todo se desencadenó a una velocidad
frenética.
El cable tiró de una pequeña palanca
escondida detrás de un árbol y ésta dejó libre a un tronco muy largo, colocado
en posición horizontal, que salió disparado hacia delante, impactando contra el
pecho de Jones. La fuerza del golpe lo sacó de la montura limpiamente,
arrastrándolo hacia atrás y haciendo que cayera de espalda contra el piso. Las
hojas acumuladas amortiguaron la caída.
Aquello fue como recibir la patada de un
burro en pleno tórax. Sus pulmones se
desinflaron como dos globos y estuvo a punto de perder el conocimiento.
Lordon tardó unas décimas de segundos en
entender lo que pasaba.
Cuando vio a Jones en el suelo, se lanzó
del caballo y avanzó hacia él. Le preocupó que Indy estuviera muerto.
—¡Profesor! —exclamó aterrado— ¿Se
encuentra usted bien? —y lo reincorporó por los hombros.
Indy abrió los ojos y no bien los
párpados despejaron sus pupilas gritó “¡Cuidado!”.
Desenfundó mecánicamente la Smith & Wesson de la cartuchera,
levantó el brazo derecho y jaló del gatillo.
El estampido le retumbó a Lordon junto al
oído.
El chico se echó hacia un lado y apenas
pudo oír el chillido de dolor que lanzó el hombre dispuesto a partirle la cabeza
con un hacha, desde atrás.
cd
La
bala entró por el entrecejo y se clavó en el cerebro. El cuerpo del sujeto, de
enormes dimensiones, grueso y musculoso, se zarandeó como un títere y cayó de
costado. Un casco de bronce, decorado con símbolos abstractos, se desprendió de
su cabeza y rodó hasta las piernas de Ned Lordon.
Sin
tiempo para recuperarse, Indy vio como un segundo agresor se le venía encima,
levantando un hacha enorme, filosa y dirigida directamente hacia
él.
No
titubeó y jaló del gatillo otra vez.
El
proyectil impactó en la hoja metálica del hacha y el arma se desprendió de los
dedos del bravucón, que sorprendido vaciló un segundo tratando de entender qué
era lo que había pasado.
Era
lo que Indy necesitaba. Un segundo. Sólo uno, para reincorporarse y saltar sobre
el pecho del sujeto, arrastrándolo al piso.
Rodaron un par de metros. Entonces, el arqueólogo logró sentarse
sobre el abdomen del grandullón y le zampó dos trompadas sobre su rostro barbado
y sucio, imprimiéndole a cada golpe toda la fuerza que tenía. La Smith & Wesson, embarrada, yacía a
medio metro de distancia.
El
hombre exhaló dolor por la boca y perdió la conciencia.
Un
alarido de furia vino sorpresivamente desde atrás.
Indy
giró.
Otro
individuo, extrañamente ataviado, estaba a punto de desgarrarle el cráneo con
una espada, claramente medieval.
Ya no
tenía tiempo para reaccionar. Era tarde. Iba a partirlo al medio como si fuera
una horma de queso.
Levantó los brazos y se cubrió la cara.
No
alcanzó a escuchar el alarido de Ned Lordon. Pero cuando el filo del arma blanca
no lo seccionó como suponía y quitó los brazos, observó al muchacho dándole al
bravucón tres golpes certeros por la columna vertebral; haciéndole perder la
espada.
Fue
cuando Jones estiró la mano y recuperó su revólver.
De un
salto se puso de pie. Lordon se colocó a su lado.
En
ese instante, desde las sombras, seis figuras corpulentas, altas y exhibiendo
vestimentas de vikingos tradicionales —incluso cascos con cuernos— surgieron
desde las sombras de los árboles y los rodearon.
Indy
quedó sorprendido.
Esos
tipos parecían sacados de un libro de arte nórdico. Eran vikingos en el más lato
sentido del término y todos esgrimían armas blancas muy afiladas. Hachas,
espadas y hasta una cadena engarzada a una bola con pinches.
Llevó
el percutor de la Smith & Wesson
hacia atrás y esperó a que se les vinieran encima. Iba a disparar, sin importar
las consecuencias.
Pero
todos permanecieron en su sitio. Inmóviles. Mostrando sus rostros arañados,
carcomidos por el frió y decenas de batallas desconocidas.
Ned
se colocó detrás de Indy, buscando seguridad. Una seguridad que parecía muy
difícil de encontrar estando en la cima de una montaña, de noche y rodeado por
desconocidos con intensiones de matar.
—¿Quiénes son ustedes?—lanzó Jones, impostando la voz para generar
miedo. Nadie respondió—. ¡¿Quiénes son?! —insistió en noruego levantando el arma
hacia el que tenía más cerca.
Un
gigantón de casi dos metros de estatura avanzó un paso y los rayos de la luna le
iluminaron el rostro.
Era
el herrero.
—¿Quiénes son ustedes? —reiteró Indy vehemente.
El
normado le clavó sus helados ojos celestes y respondió:
—Somos… “Los Lobos de Odín”.
EL ROSTRO MISMO DE LA DECADENCIA
—¿Qué
dijo?
Ned
no entendía una palabra en noruego y quedó expectante a la traducción de
Indy.
El
veterano arqueólogo apenas giró la cara, sin dejar de apretar la cacha del
revólver ni apuntar a sus agresores, y respondió cortante, repitiendo en
inglés:
—Dice
que son “Los Lobos de Odín”.
—¿”Los Lobos de Odín”?... Pero, ¿qué tontería en todo
esto?
—No
lo sé, pero tengo la sensación de que vamos a averiguarlo muy
pronto.
Claro
que de sensaciones y corazonadas estaba asfaltado el camino que conducía al
infierno. Los pálpitos no siempre coincidían con la realidad. Ésta,
invariablemente, tendía a superar cualquier expectativa y a echar por tierra las
seguridades en las que se apoyaban muchas opiniones. Los imponderables solían
aparecer como por arte de magia, desvirtuando las proyecciones, generando falsas
posibilidades y alterando cualquier plan que las mentes racionales organizaban a
futuro.
En
aquella oportunidad la contingencia tuvo la forma y el sonido de una flecha que
se arrojó desde las sombras del bosque.
El
vikingo que tensó el arco, escondido en la humedad de los árboles, apuntó
directamente al cuello de Indy; pero cuando soltó la cuerda, y el filoso
proyectil salió despedido hacia delante, un leve movimiento de hombros produjo
una distorsión muy leve en la trayectoria, impactando —sin que él lo deseara— en
el tambor metálico de la Smith &
Wesson que Jones sujetaba.
El
revólver acusó recibo y se desprendió de los dedos del arqueólogo como si
tuviera vida propia. Salió expulsado hacia un costado. Dio una pirueta en el
aire y cayó al piso, perdiéndose entre las hojas.
Inmediatamente, el individuo que tenía enfrente suyo levantó el
hacha y trató de alcanzar a Indy con el filo acerado de la herramienta de corte.
Casi instintivamente, Jones se echó hacia atrás y el extremo metálico siguió su
curso hasta incrustarse en el suelo, a escasos milímetros de su pie
derecho.
Sin
pensar más, Indy extrajo su látigo con la mano izquierda y con un movimiento
ajustado de muñeca produjo un chasquido que obligó al vikingo a retirarse hacia
atrás, dejando su arma clavada en la tierra. Al segundo, Indy estiró su brazo
derecho, cuya mano apretaba como si fuera un yunque, y le partió la cara de una
certera trompada.
Acto
seguido, ante la sorpresa de Lordon, movió la fusta con la izquierda. El aparejo
se extendió y volvió a enrollarse esta vez alrededor del cuello del normando.
Indy tiró con fuerza y el noruego, con su clásico casco de cuernos sobre su
cabeza, salió impulsado de frente, cayendo de rodillas; como si estuviera
cumpliendo una promesa religiosa frente a un altar.
En
ese instante, Jones le lanzó una patada en la cara y el grandullón terminó
desparramándose hacia un costado, totalmente inconsciente.
Fue
entonces cuando Ned reaccionó. Dejó el desconcierto a un lado, se interpuso en
el camino de uno de los escandinavos que se abalanzaba contra su profesor y le
desgarró un tremendo rodillazo en la boca del estómago. El gigante se quedó sin
aliento, turbado y presto a recibir un cross de derecha que no tardó en llegar,
cruzándole la cara con potencia inaudita. Pero cuando Lordon volvió el rostro
hacia Indy, éste ya estaba inmovilizado por la espalda, recibiendo —de un
segundo agresor— un admirable puñetazo en el abdomen, que lo dobló en dos.
Apenas el muchacho tensó los músculos para ayudarlo… se sintió el sonido de un
disparo.
El
“Lobo” que sujetaba a Indy por detrás se zarandeó violentamente. Su cráneo,
invadido por un golpe descomunal, salió despedido hacia un costado, arrastrando
al resto de su humanidad, hasta quedar tendido en el piso con una balazo en la
sien.
Recién entonces, tres hombres con gabardinas marrones y amplios
sombreros de ala ancha se perfilaron debajo de la claridad de la
luna.
Estaban armados. Sus pistolas prestas a ser activadas. Sus rostros
tan serios como una escultura mesopotámica
No
eran noruegos.
No
eran Vikingos.
Bastaron sólo cuatro palabras para que denunciaran su verdadera
procedencia.
—Buenas noches, tovarichs— dijo uno.
Eran
soviéticos.
Indy
y Lordon acababan de pasar de Guatemala a “Guatepeor”.
cd
Con
casi dos metros de estatura y su gabardina oscura cruzándole el pecho, el
coronel Rogo Velikonov, emérito oficial del Ejército Rojo y agente de la KGB,
hizo acto de presencia en el escenario de la lucha sin mover un solo músculo de
la cara.
Entrecano, de cincuenta años de edad, pero con el estado físico de
un hombre de treinta, el ruso impuso su cuerpo, su pistola calibre 9 milímetros
y dos guardaespaldas de dimensiones ciclópeas, como si fuera un príncipe persa
entrando en un palacio hecho de árboles.
Tenía
puesto un sombrero de fieltro color negro y una corbata al tono que destacaba lo
blanco del cuello de su camisa. Era un hombre elegante y de rasgos bien
marcados, afeitado al ras y con unos ojos claros tan helados como los de un
glaciar.
Aún
dolorido por el golpe que recibiera en el abdomen, Indy levantó la mirada hasta
encontrarse con la del militar; en tanto que Ned Lordon alzaba instintivamente
los brazos tratando de comprender de qué se trataba todo el asunto. El vikingo
que pretendiera moler a palos a Jones, se quedó plantado en su sitio con los
puños cerrados, mirando de reojo la sangre que manaba de la cabeza perforada de
su colega.
Velikonov dirigió su atención hacia él y mirándolo furtivamente a
Indy repuso con sorna:
—Son el
rostro mismo de la decadencia. ¿No lo cree, doctor
Jones?
Indy
terminó de reincorporarse, se acomodó el fedora y contestó con el mismo tono
sarcástico:
—Pero
golpean fuerte…
El
ruso sonrió sin dejar de apuntarle con el arma.
—Ya
no somos niños —dijo—. Con los años duelen cada vez más, pero es natural…
—Después señaló al noruego con la barbilla y volvió a inquirir: —¿Los conocía?
—Indy negó con la cabeza—. No son más que nazis disfrazados de vikingos —explicó
el ruso—. Tradicionalistas estúpidos que creen cultivar las artes más puras de
la raza aria. ¡Lobos de Odín! ¡Já!... ¡Una mera caricatura de otra aún mayor y
más peligrosa, que su país y el mío vencieron juntos hace unos
años!
—Dadas las circunstancias —agregó Jones señalando la pistola—, es
difícil creer que hayamos sido aliados, “camarada”.
—Es
cierto, amigo mío. La política tiene esas cosas…. A propósito—agregó
repentinamente—, creo no haberme presentado. Soy el coronel Rogo Velikonov, del
Ejército Rojo.
—Y yo
alguien que usted ya conoce —agregó Indy.
El
ruso volvió a sonreír. Entonces, el vikingo protestó e insultó al oficial
soviético.
—¡Cerdo, judío-bolchevique! —exclamó en noruego—.
¡Púdranse!
Rogo
giró hacia él y con un leve movimiento de cabeza ordenó a sus dos guardaespaldas
a que lo sujetaran. Avanzó tres pasos hasta el prisionero pero antes extendió la
mano que tenía libre en dirección de Jones.
—Facilíteme las fotos que tiene en su poder, doctor. Quisiera
averiguar algo con este sujeto.
Indy
frunció el entrecejo.
—¿Fotos? —simuló—. ¿Qué fotos? —no quería entregarle nada al
ruso.
—¡No
me subestime, tovarich! Las fotos que tiene en su morral y nos que quitaron hace
unos días. Démelas, por favor. No perdamos tiempo.
Indy
accedió. Era en vano dilatar el asunto. Infantil.
Velikonov las tomó y las abrió en abanico frente a los ojos del
vikingo.
—¿Reconoce este lugar? —le preguntó en noruego.
—¡Maldito judío-bolchevique! —exclamó con odio, al tiempo que los
dos simios del coronel lo aprisionaban por los brazos.
—Trate de pensar con paciencia —repitió Rogo—. ¿Reconoce este
sitio?
—¡No!
—contestó girando la cara.
—En
ese caso tendré que refrescarle la memoria —respondió el ruso y le disparó un
tiro directo al pie derecho. El hombre dio un grito desgarrador y sólo por el
soporte que hacían los brazos de los guardaespaldas se mantuvo parado—. ¿Qué me
dice ahora? —Volvió a intervenir Velikonov—. ¿Quiere perder sus dos patas de
lobo?
Ned
no podía concebir lo que veía. Nunca había sido testigo de un acto concebido con
tanta sangre fría. El ruso no parecía sentir nada hiriendo a un ser humano
indefenso. Era un mero burócrata tratando de buscar
información.
Y la
consiguió.
El
noruego, lloriqueando y saltando sobre su pierna sana, articuló una palabra que
todos entendieron.
—¡Grönhagen!...—exclamó—.
¡Grönhagen! —y señaló en dirección de una montaña de cima muy chata, que se
elevaba más allá del descampado que tenían a pocos pasos.
Indy siguió con la mirada el dedo índice
del normando y clavó sus pupilas en el cerro.
“¿Allí era donde vivía el tipo que
buscaban?”, pensó en silencio.
—¿Está seguro?
—interrogó Velikonov.
El
sujeto asintió con la cabeza.
Entonces, sin escrúpulos, le desgarró
otro tiro; esta vez en el corazón.
Indy estaba acostumbrado a ser testigo de
crueldades, pero aquella ejecución no dejó de sorprenderlo. El gesto de su cara
lo evidenció y el ruso se vio obligado a legitimar su proceder.
—Era un fascista —dijo—. Sólo un maldito
fascista.
Y así, sin mayor pormenores, él y sus dos
guardias pretorianos, empujaron a Indy y Lordon en dirección al descampado.
—¿Cuál será su próxima paso, coronel?
—inquirió el arqueólogo.
El soviético se detuvo, permitió que el Indy y Ned se le
adelantaran unos tres metros y respondió con una leve sonrisa:
—Contar con su colaboración profesional, doctor Jones.
6
BILSKIRNIR
Agotado por la ascensión y tenso por las armas que nunca dejaron de
encañonarlo, Indy alcanzó la cumbre de la montaña, promediando el
mediodía.
Estaba fresco pero el calor empezaba a sentirse a medida que el sol
llegaba a su cenit. Cuando finalmente el plano inclinado de la ladera se
horizontalizó, todos observaron una planicie extensa, rodeada de pinos y con
arbustos y piedras desperdigadas por todos lados.
Indy
advirtió de inmediato que aquel sitio coincidía con las fotografías que tanto
había estado mirando durante los últimos días. Algo resultaba claro a simple
vista: allí habían practicado una excavación. El terreno estaba alterado; y las
piedras sueltas, que se distribuían por todas partes, tenían rastros
inconfundibles de haber estado enterradas durante mucho tiempo. Las manchas
blancas e irregulares que se dibujaban en la superficie eran un claro síntoma de
ello.
De
pronto, todo se le aclaró en la mente.
¡Qué idiota había sido!
¿Cómo
no asociar “Grönhagen” con el apelativo
local a una montaña, seguramente sagrada desde hacía siglos? En muchas partes
del planeta los lugareños solían “hablar
con los cerros” como si fueran parientes directos y para ello le atribuían
un nombre propio como si fuera un ser vivo. Y esos apelativos no aparecían en
los mapas.
¡Qué imbécil!... ¿Dónde había tenido puesta la cabeza?,
pensó.
—¿Es
lo que creo que es, profesor? —preguntó por lo bajo Ned, ladeando la
boca.
—Sí
—respondió Indy ensimismado
Velikonov se les acercó. Tenía la corbata floja y la gabardina
abierta. Había perdido gran parte de su elegancia.
—¿Qué
me dice, Jones? —intervino—. ¿Es el lugar que buscamos, no?
—No
sé que es lo usted busca, coronel.
—Lo
que hay en estas fotos —respondió sonriente sacándolas de su
bolsillo.
—¿Y
qué cree usted que sean esos restos? —inquirió Indy mirándolas de
lejos.
—¡Doctor! ¡No me subestime! —rió—. No soy un académico pero mi
preparatoria fue muy buena. Además, desde el fin de la guerra me interesé mucho
por los nazis y le aseguro que llegué a ser un entendido en mitos arios… o al
menos en los ellos que creían.
—Entonces ya sabe de qué se trata lo que, aparentemente, hay ahí
abajo —dijo Jones señalando el terreno.
—Si
todo concuerda, y no creo equivocarme, son las ruinas del castillo de
Bilskirnir. ¿No vio usted la cantidad de habitaciones que los nazis
desenterraron? —preguntó moviendo las fotos—. Coinciden con el mito. Pero para
eso lo he traído aquí, doctor Jones. Para verificar si nuestros supuestos son
ciertos.
—¿Pretende que iniciemos una excavación en todo este lugar?... Está
loco.
Velikonov esbozó un mohín de ironía.
—Por
supuesto que no. No quiero una excavación, sólo deseo confirmar algo “in situ” y
usted puede darme una mano. —Volteó hacia uno de sus hombres y solicitó: —Iván,
déme el papel que tiene usted, por favor.
El
gigantón obedeció y sacó del bolsillo interno de su gabardina un trozo de papel
amarillento y desgastado que le entregó al coronel.
—Observe bien este documento, doctor —dijo el ruso extendiéndoselo
ante su vista—. Es una antiguo mapa que rescatamos de un fascista español que
vivía en Sevilla, hace unos años. Estaba junto a una serie de documentos
fechados en 1944 que provenían de las oficinas de la Ahnenerbe en Berlín.
Incluso tenían la firma del propio Himmler. Ahora, dígame qué es lo que usted
entiende de todo esto.
—Me
gustaría ser directo, coronel —indicó Indy echándose un poco hacia atrás,
negándose a seguir mirando el papel—. No quiero colaborar con usted,
camarada.
Velikonov frunció el ceño y señaló a Ned Lordon.
—Y yo
no quisiera hacerle daño al muchacho. No me obligue, por
favor.
Lo sabía. Sabía que la presión vendría
por ese lado.
Maldito destino. ¿Por qué siempre las
cosas tenían que resultar tan complicadas?
—Le
sugiero que mire bien el mapa y me dé su opinión al respecto.
Ned
levantó las cejas.
—Ande, hágalo… —agregó el chico—. ¿Sí?...
Indy
tomó el manuscrito y lo desplegó ante sus ojos.
Estaba dibujado a mano alzada. Reproducía el simétrico plano de lo
que parecía un palacio y, sin contar cada uno de los aposentos —grandes y
pequeños— que había delineados, Indy supo de entrada que sumaban—tal como lo
señalaba la leyenda— quinientos cuarenta habitaciones. No cabían dudas de que
representaban los contornos arquitectónicos de Bilskirnir, el castillo de
Thor.
En la
parte superior del mapa había inscripciones rúnicas, que por lo estilizado de
sus trazos debían datar de los siglos III al IV después de Cristo. Indy
identificó cuatro a primera vista. Señalaban las cualidades del gran Thor: Fuerza, Bestialidad, Potencia y Rayos.
Si algo faltaba para confirmar que el plano reproducía sus divinos
aposentos, esas runas eran la prueba.
En la
parte inferior había dibujadas dos cruces svásticas. Una levógira, girando en
dirección a las agujas del reloj; la otra dextrógira, moviéndose en dirección
contraria. Ambas representaban los aspectos solar y lunar que la construcción
debía haber tenido en el pasado. Un símbolo de movimiento, de vida
eterna.
Indy
enfocó después su atención en los contornos de una habitación, que resultaba ser
la más grande todas. En el centro había una runa extraña, retorcida y fuera del
estilo característico de las demás. Hizo foco con las pupilas para poder
entenderla mejor.
Velikonov sonrió al verlo.
—Sabía que no iba a fallar, tovarich —dijo palmeándole la espalda—.
Ése es justamente el símbolo que no pudimos traducir. ¿Qué le
sugiere?
Indy
se rascó la barbilla. Ya tenía una barba crecida y blanca asomándole por la
epidermis.
—En
mi opinión, no es un nombre propio, ni una cualidad; ni siquiera la manera de
indicar un lugar. Me llama la atención este punto que parece dibujado por encima
de la letra. Yo diría que indica un momento del día.
—¿Un
momento del día?
—Sí.
Una hora. El mediodía para ser más exacto.
Velikonov levantó su muñeca y miró la hora. Faltaban diez segundos
para las doce.
—¿Y
para qué querrían poner esa hora en un mapa? —se inmiscuyó Lordon, olvidándose
de las pistolas que lo amenazaban.
—No
lo sé —repuso Indy y levantó la vista hacia la planicie.
En
ese justo instante, las manecillas del reloj señalaron el
mediodía.
cd
Fue
apenas un resplandor. Muy leve, pero lo suficientemente claro como para que
todos lo notaran. Parecía elevarse desde el piso formando una figura delgada,
semejante a un débil hilo de luz. Duró sólo un par segundos y cuando
desapareció, Indy ya tenía registrado en su cabeza el lugar exacto de la
planicie de donde había emergido.
Y
Velikonov también.
Era
una señal.
Un
mojón.
—¡Increíble! —exclamó el ruso y empujando a Indy hacia un costado
partió al trote hacia el lugar en cuestión.
—¿Qué
demonios fue eso? —preguntó Ned.
—No
sabría decírtelo…
El
muchacho le dirigió una mirada recriminatoria.
—¿Acaso no estudió usted en la universidad,
profesor?
Indy
prefirió callar.
Quizás por eso pudo escuchar lo que creyó era el jadeo de una
persona cansada a sus espaldas.
Volteó hacia atrás y apenas tuvo tiempo para esquivar el mazazo que
le lanzaba uno de los siete sujetos que habían terminado de escalar la
ladera.
Vestían chalecos de cuero curtido, camisas roídas y sucias,
pantalones con algunos flecos y cascos de bronce típicamente
normandos.
Los Lobos de
Odín se habían reagrupado en
una nueva y más numerosa manada.
Los
dos matones soviéticos reaccionaron
fuera de tiempo. El primero recibió un hachazo en el hombro y lanzó su
pistola al suelo. El segundo fue impactado por el ruidoso disparo de un arma de
fuego.
Indy
reconoció el sonido.
¡Era su Smith &
Wesson!
Antes
que su agresor pudiera levantarlo, el arqueólogo le agarró el mazo por la punta,
tratando de impedir que volviera a esgrimirlo contra su
persona.
Craso
error.
La
fuerza del tipo era descomunal y lo arrastró como si su cuerpo estuviera hecho
de goma espuma. Indy salió despedido hacia la derecha. Chocó contra el vikingo
que empuñaba su revólver y ambos cayeron al suelo.
Ned
esquivó con agilidad adolescente tres golpes de hacha y mientras lo hacía se
percató de que uno de los escandinavos tenía el látigo de Jones, enrollado en el
hombro izquierdo.
Le
lanzó una patada a los testículos a uno; un codazo en la cara a otro y un
poderoso cabezazo al tercero —al del látigo— que se tambaleó y cayó de
espaldas.
Velikonov veía de lejos la batalla y desde el centro de la
planicie, rodilla en tierra, mató a dos de los siete vikingos con disparos muy
precisos en el pecho.
Indy,
entreverado todavía en el suelo, consiguió meter una trompada en la mandíbula de
su matón. Tomó el revólver y, desde la posición que tenía, tiró directo al
estómago de un normando; que pretendía atravesar a Ned con un filoso cuchillo de
monte, desde un costado.
El
chico, con el látigo recuperado en su mano, gritó:
—¡Doctor! ¡Tome! —y lanzó la fusta.
Jones
la agarró en el aire.
Se
paró de un salto,
Velikonov seguía disparando.
—¡Salgamos de aquí! —ladró y acomodándose su fedora salió corriendo
en dirección de la ladera que descendía.
Lordon no perdió un segundo y lo imitó.
7
EL SASTRE DE HIMMLER
Sevilla,
España.
Una semana
después.
La
España de Franco era por entonces una sociedad conservadora, ordenada y, por
sobre todas las cosas, anticomunista y católica. Un oasis de tradicionalismo
autoritario en el que cualquier esbozo de pensamiento liberal era interpretado
como una herejía ideológica desestabilizante, que se perseguía como si fuera la
mismísima “peste”. El Ejército Nacional, los carabineros de la policía, los
curas y la Iglesia entera, se habían convertido —desde el final de la Guerra
Civil, en 1939— en sus fieles custodios, y el Generalísimo —velando por todos
como si fuera un “Führer castizo”— imponía su voz, chillona y aflautada, por
sobre todas las opiniones.
No
era el tipo de país en el que Indiana Jones se sintiera cómodo. Él “odiaba a los nazis”. Aún así, allí
estaba. Seguido por un alumno que le habían impuesto a la fuerza y los deseos
—cada vez más fuertes— de resolver el misterio que había dejado enterrado en la
costa acantilada de Noruega.
A
orillas del río Guadalquivir, teniendo a la Torre del Oro frente a su vista y
sentado en un florido café repleto de macetas, todas sus tribulaciones
escandinavas parecían estar muy lejos en el tiempo. Era como recordar sucesos
ocurridos hacía años… a pesar de no haber pasado más de siete
días.
Salir de la isla de RØdØya, después de bajar al pueblo
costero, no le costó demasiado. La barcaza que los había llevado estaba
disponible y presta a zarpar ante la primer orden del arqueólogo. Una vez en el
mar, cruzar al continente resultó sencillo y desandar el mismo camino de ida, en
dirección a Oslo, fue cansador pero exento de peligros. Vikingos y rusos habían
quedado atrás; y aunque sabía que era muy probable que los volvería a encontrar,
estaba tranquilo, atando cabos sueltos y esperando la información que Ned Lordon
había ido a buscar a una estafeta de correo; y que Washington se había
comprometido en enviar.
El
sol de Andalucía era reconfortante. Ponerse debajo de él permitía “recargar
pilas”. Además, la comida era fabulosa y el vino soberbio.
Así
todo, los placeres mundanos no iban a llevarlo a correr la misma suerte de
Aníbal, el militar cartaginés que se durmiera en los laureles sin atacar a sus
enemigos romanos, perdiendo la oportunidad histórica de su vida. La experiencia
y los conocimientos habían convertido al “Viejo Indy” en un zorro astuto que no
dejaba nada sin masticar. Y aún tenía en mente cosas que no le
cerraban.
¿Por qué atentar contra su vida en la
Biblioteca Nacional de Noruega y luego ser obligado a colaborar con el coronel
Rogo Velikonov? ¿Acaso no había allí una contradicción manifiesta? ¿Estaría el
oficial soviético usufructuando de su grado y jerarquía en el Ejército Rojo para
concretar planes más personales que nacionales? Eso ya había sucedido antes.
Podía estar sucediendo otra vez. ¿Y las ruinas del cerro? ¿Eran en verdad los
restos del Palacio de Thor, o se habían dejado llevar por la inercia de las
leyendas?
Tranquilamente podía dar por terminada “la misión”. Ya había identificado
el lugar de las fotos. Sabía donde estaban las construcciones descubiertas por
los nazis en 1944. De desearlo, estaba habilitado a pegar la vuelta y regresar a
su universidad. Había cumplido con su gobierno, pero algo le decía que estaba
detrás de un asunto más importante. Podía sentirlo en sus tripas. Ese extraño
fenómeno de luz ocurrido en el mediodía de RØdØya era la punta del
ovillo.
¿Qué podría haber sido? ¿Un
espejismo?...
No.
De ser así, habría sido uno demasiado localizado y coincidente con el símbolo
rúnico que los antiguos habitantes de la isla habían dibujado en el plano del
lugar.
Por
fortuna, destino o azar, Indy tenía el mapa en su poder. El contraataque vikingo
lo había sorprendido con el dibujo en la mano y —la verdad sea dicha— no tenía
ningún interés en devolverlo al ruso o a los agentes federales de su propio
gobierno. No por el momento.
Por
otra parte, se sentía “completo”. Su Smith & Wesson y el látigo volvían a
colgar de su cintura; aunque en ese momento estuvieran guardados en una
habitación de hotel, para evitar problemas con la policía. ¿Cómo hubieran reaccionado los carabineros
al verlo deambular como un cowboy por las calles de Sevilla? Quería evitar
ser visto. No deseaba problemas. Era hora de empezar a encontrar soluciones y
Ned Lordon pareció traerlas cuando —de regreso— tomó asiento a su
lado.
—¡Creo que tenemos el nombre del antiguo propietario del mapa!
—exclamó excitado—. Se llama Francisco “Paco” Serrador. Fue falangista y dueño
de una empresa textil entre 1938 y 1949 —dijo leyendo un papel—. Proveyó de
uniformes a las SS durante casi todo el conflicto. Uniformes de oficiales
exclusivamente —aclaró—. Aparentemente tenía contacto directo con el mismísimo
Himmler y se ufanó durante mucho tiempo de ser “su amigo personal”. Sólo después
de la derrota dejó de hacer referencia directa a esos contactos. Se calló la
boca, dejó la fábrica de uniformes y orientó sus actividades al espectáculo
popular. Hoy es el propietario de una Plaza de Toros que está a las afueras de
esta ciudad.
Indy
lo miró gratamente sorprendido.
—¿Todo eso averiguaron tus amigos del Capitolio?
—preguntó.
—No
fue difícil, profesor Jones. Los datos nos los suministró el propio Velikonov
cuando hizo referencia a la Ahnenerbe; y aquí en España, a excepción de algunos
arqueólogos de ultraderecha reconocidos, el único empresario que tuvo contacto
directo con los nazis fue este tal Francisco Serrador...
—…el
sastre de Himmler.
—Todo
indica que efectivamente lo fue.
Indy
permaneció en silencio.
—¿Qué
sugiere que hagamos ahora? —intervino el muchacho.
—Yo
propondría visitar esa Plaza de Toros. No soy afecto a la tauromaquia pero el
mapa nos conduce a esas “arenas”. Quisiera saber qué es lo que ese hombre sabe
sobre las ruinas de Noruega. Y cómo un texto rúnico llegó a su
poder.
—¿Y
va a preguntárselo directamente?...
Indy
lo observó con sorna. Frunció los labios y se levantó de la mesa del bar sin
responderle.
cd
Las
tribunas de La Gran Plaza estaban
vacías cuando Indy y Lordon subieron por las escaleras que conducían a la
oficina del administrador y propietario del lugar.
No
había gente. Sólo un pequeño número de operarios barrían los largos pasillos que
rodeaban el edificio principal y el predio de arena, en el que la sangre de
toros y toreros se mezclaba semana tras semana bajo los entusiastas gritos de
fanáticos de la tauromaquia.
No
era día de corridas. La parafernalia de aquellas fiestas taurinas estaba ausente
y los pasos del arqueólogo y el muchacho resonaban huecos, sin competencia, por
todo el lugar.
No
había resultado complicado ingresar. Un llamado telefónico bastó para acordar la
cita.
—¿Qué
fue lo que le dijo a ese tipo para que nos recibiera, doctor Jones? —preguntó
Ned moviendo con velocidad sus piernas, escalón tras escalón.
El
veterano explorador lo miró de reojo y respondió:
—Shhh… cállate y sígueme —dijo—. Trata de mantener la boca cerrada
por el bien de ambos.
—Pero…
—Shhh… —chistó con el dedo índice sobre sus labios y golpeó la
puerta a la que habían llegado.
—¡Pase! —gritó alguien desde el interior; y al entrar se toparon
con un hombre corpulento, vistiendo camisa blanca, chaleco de cuero y una
escarapela roja y amarilla prendida en el pecho.
Francisco Serrador debía tener unos cincuenta años de edad y, a
primera vista, no parecía encarnar el estereotipo de fascista altivo, arrogante
y cruel que la prensa y los filmes solían venderle a la gente. Era un tipo
normal. Un padre de familia común y corriente; a no ser por los cuadros de
Mussolini y del generalísimo Franco que colgaban de la pared, rodeados por tres
cabezas disecadas de toros bravos. Meros indicios de una personalidad que, en el
fondo, no debía ser demasiado agradable cuando cambiaba de humor. Estaba sentado
detrás de un gran escritorio de madera, lleno de papeles, volantes comerciales y
programas impresos de la próxima corrida. A un lado y otro de la butaca en la
que Serrador depositaba su gran trasero, dos hombres morrudos, de barba crecida
y pobladas cejas, miraban hacia la puerta. Algo era claro a simple vista: no
eran empleados de oficina.
—Adelante. Pase, señor —sugirió el español con un ademán de lo más
amable mientras se reincorporaba levemente, sin terminar de
hacerlo.
Indy
avanzó cauteloso y se detuvo en el centro de la habitación. Ned, en silencio, lo
imitó.
—Entonces… usted debe ser Indiana Jones —articuló Serrador—. La
persona que me llamó por teléfono hoy por la mañana.
—Sí
—contestó cortante.
—¿Sabe algo, señor Jones? No he podido dejar de pensar en usted
desde entonces, preguntándome qué es lo que posee que haya sido
mío.
—La
vida está llena de sorpresas —dijo, y extrajo el mapa de su
bolsillo.
—¡Joder! —exclamó el peninsular dando un salto de su butaca—.
¿Dónde consiguió eso?
—Se
lo quité a un “amigo” que tenemos en común.
Serrador rodeó el escritorio y tomó el mapa.
—¿Es
usted un espía o algo así? —preguntó sorprendido.
—No,
yo no. El muchacho lo es —y señaló a Ned con la cabeza.
Un
hilo frío de nerviosismo le recorrió a Lordon el espinazo.
¿Estaba ese hombre loco?
—¿El
chico?.... —repreguntó pasmado el anfitrión.
—¡Es
una generación muy precoz! —agregó Indy son sarcasmo.
—Es
increíble recuperar este documento después de casi dos años. Pero…. ¿por qué me
lo devuelve, caballero? ¿Qué quiere usted a cambio? No estoy dispuesto a pagar
por algo que es mío.
—Mi
intensión no es pedirle dinero. Sólo deseo cierta información.
—¿De
qué tipo?
—¿Dónde consiguió el mapa? —lanzó directamente.
Serrador sonrió nervioso y regresó hasta su
butaca.
—¿Su
amigo “el espía” no lo sabe? —inquirió mordiéndose el labio
inferior.
—No;
no lo sabe. Pero sí estamos al tanto de su antigua profesión como…
sastre.
—Si
pretende amenazarme con eso, está muy equivocado, señor Jones. En este país
nadie persigue a “los sastres”. Mucho menos teniendo los clientes que yo
tuve.
—No
es una amenaza, señor. Los tiempos han cambiado y las viejas alianzas se
revirtieron. Hoy por hoy, usted, su país y el mío, están del mismo
bando.
¡Mierda!, pensó Indy. Tenía el estómago revuelto. Estaba
a punto de vomitar y un sabor amargo trepó por su garganta hasta la boca. Era
más fuerte que él. Seguía odiando a los fascistas y semejante mentira estuvo a
punto de delatarlo. No soportaba siquiera imaginar estar del mismo lado que los
nazis. Pero en ese caso, la mentira valía la pena. Si quería seguir indagando en
el tema tenía que hacerse pasar por un misterioso anticomunista de extrema
derecha. Que no lo era.
—Ustedes, los americanos, tardaron en darse cuenta en dónde estaba
el verdadero enemigo. Pero algo es
algo. Deberían hacer pública su equivocación…¡En fin! Dejemos la política
para otro momento. ¿Quiere usted saber quién me dio esto? —preguntó moviendo el
mapa—. Me lo mandó un arqueólogo alemán que se llamaba Bruno Jankhun antes de
que terminara la última guerra mundial. El tipo ya está muerto. Lo atendí una
media docena de veces a lo largo de los años. ¡Fue un gran hombre! ¡Un hombre
con honor! Se suicidó en Berlín antes de caer en manos de “los
rojos”.
¡Bruno Jankhun!... ¡Eureka! ¡Estaba muy
bien encaminado! ¡Jankhun, el jefe de la
excavación en Noruega, ordenada por Himmler en el 1944!... ¡No podía estar mejor
orientado!
—Pocos meses después de la rendición de Alemania —prosiguió
Serrador—, llegó a mi sastrería un paquete con fotos de pozos, este mapa y otras
chucherías que guardé. Es lo que Jankhun me pedía en una carta. Pero tras su
muerte no supe qué hacer con todo eso y me las quedé por cuestiones
sentimentales. También había, y tengo, una serie de documentos oficiales
firmados por otro conocido… de mayor jerarquía —dijo cómplice.
Pero
Indy no captó la ironía. Se había quedado pensando en una palabra específica de la
alocución.
—¿Qué
eran esas “otras chucherías” que mencionó? —preguntó con creciente
ansiedad.
—Objetos viejos, porquerías de ese tipo… ¿Por qué lo
pregunta?
—¿Aún
los tiene?
—Le
dije que sí.
—¿Podría verlos?
Serrador se echó sobre el respaldo de su butaca y señaló con la
mano derecha por encima del hombro de Indiana Jones.
—Ahí
los tiene, sobre esa repisa. ¡Hace años que guardan polvo en ese lugar! —y largó
una carcajada.
Indy
giró como un torbellino. Ned volteó junto con él.
Eran
tres vasos de bronce vikingos, con signos rúnicos grabados que no tenían
significado religioso alguno. Decían “bebe”, “diviértete”, “sé feliz”. Simples
objetos de la vida cotidiana. Pero un poco más allá, sobre el borde mismo de la
repisa de tres estantes, había algo que a Indy le llamó poderosamente la
atención: un par de guantes muy desgastados, descoloridos y hechos en cuero de
cabra.
Cinco
fláccidos dedos colgaban de la esquina. Estaban duros por el paso del tiempo y
cubiertos por una fina capa de tierra. En cada uno de los extremos de los dedos,
a la altura de las uñas, había grabados otros símbolos rúnicos y éstos no
aludían a nada cotidiano.
Indy
se acercó y en silencio leyó el
contenido de ese mensaje críptico, que colgaba acumulando
suciedad.
El
corazón le dio un salto dentro del pecho. Tuvo que disimularlo lo mejor que
pudo. Era como ganar la lotería nacional y no poder exteriorizar con un alarido
de alegría las vibrantes sensaciones que se gestaban en el pecho y garganta del
beneficiario.
Las
runas indicaban un nombre: W-O-T-A-N
Era
el nombre germánico que tenía Odín, el mitológico padre de
Thor.
—¿Y?... —interrumpió Serrador desde el escritorio—. ¿Tiene algún
valor comercial todo eso?
Indy
titubeó. Aún seguía bajo el influjo de la sorpresa.
—Eh…
no… bueno, sí, algo de valor tiene. —Dios, ¿qué estoy diciendo?, pensó. Y tan
directo como había sido desde el primer momento, giró hacia el español y
preguntó: —¿Lo vende? Le compro todo el lote…
Serrador mostró su blanca dentadura.
—No
está a la venta. Ya le dije que tienen valor sentimental para
mí.
Ned
se acercó y trató de meter un bocadillo.
—¡Shhh!... Mantén la boca cerrada
—esgrimió Indy con rabia, por lo bajo; regresando al
escritorio.
—Puedo pagarle bien por esas cosas, Serrador
—insistió.
El
hispano le clavó las pupilas sin pestañear.
—Se
lo repito, doctor Jones: no están a
la venta; pero puede venir a verlos cuando usted quiera —bromeó poniéndose de
pie. —Y ahora, señor mío, sepa disculparme. Tengo mucho por hacer. Lo despido
con la gratitud de quien ha recuperado algo que le pertenecía —volvió a
estrecharlo la diestra—. Se lo agradezco infinitamente, Jones. Los señores le
indicarán el camino de salida.
—Gracias, no hace falta —repuso Indy masticando desilusión—. Lo
conocemos —y reencaminaron sus pasos por los pasillos con dirección a la
salida.
Ned
se le adelantó. Avanzaba rápido, determinado, sin mirar hacia
atrás.
—Hey, espera un segundo, que no es una
carrera —ordenó Indy.
El
chico giró. Sonrió y aguardó a que Indy lo alcanzara.
—¿Sabes algo? —repuso el arqueólogo acomodándose el sombrero—. Le
haremos una nueva visita a la oficina de Serrador… esta noche.
—¿Para qué, profesor?
—Quiero inspeccionar esos guantes con mayor
detenimiento.
—¿Qué
guantes?
—¡Los
que estaban sobre la repisa, Lordon!... ¿Acaso no los viste?
—¿Se
refiere a éstos guantes? — dijo
extrayéndolos del bolsillo interno de su campera.
—Pero… ¡Joder! ¿Cómo…?
—Apure el paso, profesor. No hay misterios. Es algo tan sencillo
como robar. Vamos, salgamos de este lugar cuanto antes.
Indy
empezaba a esbozar su típica sonrisa ladeada cuando oyeron el primer
disparo.
—¡Ahora tendremos que correr! —expuso Ned, lanzándose a toda
velocidad por la galería de concreto y madera.
Indy
no pudo más que imitarlo.
—¡Alto! —gritó uno de los hombres de Serrador, con su revolver aún
humeante—. ¡Paren ahí!
Pero
no tenían pensado hacerle caso.
—¡Hubiera sido más sencillo venir de noche! —recriminó Indy en
tanto doblaban por un corredor lateral, para evitar las municiones que les
tiraban. Ned lo dirigió una fría mirada.
—¡Por
allá! —exclamó el chico—. ¡Hay un portón! ¡Ande! ¡Vamos,
apúrese!
Era
una puerta ancha, de madera y con el dintel en arco. Estaba abierta y el sol
entraba con fuerza a través de ella.
—¿A
dónde va eso? —preguntó Jones.
—¡Lejos de las balas, profesor!
¡Maldición!, pensó Indy. Tendría que haber llevado su Smith &
Wesson.
La
distancia que los separaba del exterior era de unos treinta metros. Corrieron
casi la mitad del recorrido; entonces, oyeron a sus espaldas el sonido de otra
puerta al cerrarse, mezcladas con risas socarronas.
No
era un buen augurio.
Se
frenaron de golpe. Voltearon.
La
puerta por la que habían pasado estaba cerrada, seguramente con llaves desde el
otro lado.
—¿Qué
pasó? —preguntó Lordon.
—Nos
cerraron la retirada.
—Sigamos, entonces…
—¡Espera!... ¡Detente un segundo! —ladró el arqueólogo—. ¡Es una
trampa!... ¡Maldita sea! ¡Es una trampa!
En
ese mismísimo segundo el piso pareció temblar.
—¿Qué
es eso? —chilló Ned.
—¡Por
Dios! ¡Son toros! —sentenció y señaló
con su dedo índice el portón por el que entraba la luz del
sol.
Una
veintena de toros bravos, con cuernos largos y puntiagudos, empezaban a entrar
al trote por el corredor, desde las arenas de la Plaza.
8
SANGRE Y ARENA
Iban
a ser pisoteados, aplastados, corneados. Una muerte indigna y segura, debajo de
las pezuñas de esos animales que se les acercaban bufando y emanando olor a
bosta.
No
tenían otra opción más que retroceder hasta la puerta de entrada al
corredor.
Lo
hicieron.
Estaba cerrada.
Herméticamente cerrada.
—¡Van
a aplastarnos, profesor! —gritó Lordon exasperado por el
miedo.
—¡Lo
sé! —contestó Indy con muchísima bronca, en tanto el flujo de adrenalina que
recorría su terminales nerviosas ataban cabos, buscaba una salida rápida y
posible.
No
había muchas alternativas ni recovecos donde meter el cuerpo para evitar los
cuernos. Solo había un par de…
—¡…baldes de basura!
—aulló.
—¿Qué? —chilló el
muchacho.
—¡Esos baldes para la basura! ¡Son dos! ¡Hay que apilarlos!... ¡Rápido!
—¿Para qué?
—¡Mira el techo, genio!
¡Hay dinteles de madera! ¡Rápido subamos
allí!
Con
un par de rápidos y espasmódicos movimientos, Indy giró los baldes, los colocó
uno sobre otro, se apoyó en ellos en el mismo momento que Ned, y saltaron hasta
quedar colgados de las vigas horizontales que cruzaban el cielorraso del
corredor.
Levantaron las piernas y un mar de cuernos y lomos de toros
atiborraron, en ese instante, cada centímetro del suelo.
Los
baldes quedaron hechos añicos al segundo.
—¡No
te sueltes! —reclamó Jones tensando los músculos de los brazos—. ¡Si lo haces
quedarás ensartado en esas cosas!
Los
toros mugían y se golpeaban entre ellos. Era un caos de pelos y músculos,
cornamentas y lomos negros. Tan negros como el carbón. Y estaban
furiosos.
—¡Hay
que avanzar colgando hasta la la salida! —ladró el arqueólogo mirando el portón
que daba a la Plaza de toreo—. ¿Puedes hacerlo? Mano tras mano, dintel tras
dintel. Despacio pero con seguridad. ¿Podrás?
—No
tengo otra opción —sentenció Lordon y empezó a zarandearse como un orangután,
pasando de rama en rama.
Con
algo más de dificultad, Indy le siguió los pasos.
Eran
treinta metros de pasillo.
Demasiado… no llegarían. No podrían soportar el peso de sus cuerpos
sin ayuda externa.
Pero
la “caballería” no iba a llegar. No tendrían ayuda del
exterior.
Tras
unas diez brazadas por encima de las bestias, abarrotadas debajo suyo, los dedos
empezaron a sentir calambres.
—¡No
doy más! —anunció Ned.
—¡Resiste!
—Se lo juro, no doy más.
Estoy muerto…
—¡Maldito derrotista!... ¡Sujétate!
Pasar
de maderamen en maderamen resultaba penosamente doloroso. Los bordes rectos de
cada dintel laceraban la palma de las manos al punto, casi, de hacerlas sangrar.
Era evidente que sería imposible alcanzar la salida de ese modo. Quedaba más de
la mitad del pasillo por recorrer y los toros se agolpaban uno contra otro,
dando cornazos y mugiendo con bravura. El ruido era
ensordecedor.
—¡Ned! ¡Escucha! —gritó Indy por encima del batifondo, mientras su
cuerpo pendía con las piernas recogidas, evitando chocar con las
cornamentas.
—¡Me
resbalo, profesor! ¡Ya no doy más!
—¡Óyeme!... ¡Así no podemos continuar! ¡Lo haremos caminando! ¿Me
comprendes?... ¡Caminando!
—¿Caminando? ¿Cómo que caminando? ¡Está lleno de toros! ¿No los
ve?
—Nos
dejaremos caer de pie sobre sus lomos. ¡Tenemos que ser muy veloces!
¿Comprendes?... ¡Caminaremos sobre los toros! ¡Saltaremos de bestia en bestia!
¡No hay otro camino!
—Pero…
—¡No
hay opción! ¡Mantén el equilibrio y nunca te detengas! ¡Pisa, salta y avanza de
un animal a otro! ¿Entiendes?... Así llegaremos a la Plaza. ¡Hazlo con
velocidad! —Y sin meditarlo más, gritó:—¡Ahora!
Se
soltaron ambos al mismo tiempo y como si quisieran cruzar un río saltando por
encima de troncos flotantes, se lanzaron a correr sobre los negros espinazos de
los bovinos.
Fue
aquella una carrera de diez pasos. La más inestable que jamás hubieran hecho en
sus vidas. Incluso mucho más vacilante que los juegos de equilibrio que existían
en los parques de diversiones de Coney Island.
Tal
como lo indicara Jones, el secreto consistía en dar el siguiente salto a otro
animal sin terminar de apoyar todo el peso en el anterior; y aunque el avance
fue tambaleante en extremo, algo que no tuvieron en cuanta contó en su favor: a
la menor presión, los toros se encorvaban pujándolos hacia arriba, impulsándolos
con más fuerza hacia las arenas de la Gran Plaza.
Curiosamente, en el último de los dorsos, ambos perdieron la
estabilidad y se desplomaron más allá del ganado, rodando pesadamente por el
suelo.
—¡Mierda! —lanzó Indy—. ¡Esto duele cada vez más!—. Se reincorporó
de golpe y cerró el portón de madera, dejando a todos los toros encerrados en el
corredor. Entonces, sintió el calor del sol ibérico pegándole en la
nuca.
Ned
seguía echado en el piso.
—Pensé que no lo conseguiríamos —bufó.
—“Hombre de poca fe” —sentenció Jones,
ayudándolo a ponerse de pie—. Salgamos de aquí.
El
chico torció la cara hacia la derecha y articuló:
—Profesor…
—¿Qué
hay ahora?
—La
tribuna…
—¿Qué
pasa en la…?
Una
ráfaga de ametralladora hizo eco en toda la Plaza y su traqueteo repercutió en
cada una de las gradas. Era un sonido seco, cortante.
Alarmante.
La
arena cobró vida a milímetros de los zapatos de Indy. Infinitos granos de piedra
molida saltaron por el aire, señalando la trayectoria que llevaban las
balas.
No
hizo falta decir nada.
Bastó
únicamente levantar la vista, observar las tribuna y decidir para que lado salir
corriendo.
Las
alternativas eran indistintas a primera vista. Estaban en un espacio abierto,
circular, desprotegido. Un verdadero panóptico. Una “galería de tiro” muy
difícil para eludir las balas que disparaban los esbirros de Paco
Serrador.
Corrieron en zigzag , esquivando como podían las
municiones.
—¡Allá! —exclamó el arqueólogo—. ¡Detrás de esa plancha vertical de
madera! ¡Rápido!
Era
el único lugar donde refugiarse. El sitio en el que banderilleros y toreros se
resguardaban en plena faena taurina. Una pared de tablones de madera clavadas al
piso y a pocos centímetros por delante del muro perimetral de las tribunas.
Tenía unos dos metros y medio de largo y el cuerpo de un hombre apenas podía
colarse por detrás de ella. Suficiente para evitar los cuernos, pero…
¿soportarían los tablones las ráfagas de tiros?
No
tardaron en averiguarlo.
Las
astillas y pedazos de madera estallaban, sacudiendo la pared como si tuviera
vida propia.
—Si
siguen tirándole van a hacerla añicos —explicó Indy
preocupado.
—¡Pero no podemos correr por el campo! ¡Nos darían sin
más!
En
tanto, la posición de los tiradores era ideal.
Desde
lo alto de la tribuna tenían una maravillosa perspectiva. Podían ver toda la
plaza y, de no ser por el sitio en el que se habían refugiado, los dos fugitivos
ya estarían muertos.
Pero
sólo era cuestión de tiempo. Ned tenía razón. Con un media docena de cargadores
más, el tablón terminaría hecho un queso gruyere, junto con Jones y el
chico.
Una
lluvia de balas repiqueteó contra la pared de madera. Sólo un par de ellas
lograron atravesarla a centímetros de la cabeza de Jones.
—¡No
duraremos mucho más aquí, doctor! —gritó Lordon—. ¡Sugiera algo,
ahora!
—¿¿Sugerir algo??
—¡Usted es el profesor! ¿No?... ¡Debería saber qué hacer en estos
casos!
—¿Ah si?....
¡Y tú eres el maldito espía!
—berreó corriéndose hacia el muchacho para evitar nuevas balas que
llegaban.
En
ese momento su pie derecho chocó contra un taco de madera que había afirmado al
piso con un tornillo semi-oxidado. Tenía forma triangular y sobre él se apoyaba
parte de la pared de madera que los protegía.
Había
cuatro tacos idénticos más. Uno junto al otro, separados a distancias
regulares.
Indy
fijó su atención en ellos.
cd
Francisco Serrador llegó hasta la grada en la que estaban sus
tiradores; agitado y con una pistola Lüger alemana en la palma de la
mano.
—¿Dónde están? —preguntó oteando la arena vacía de la plaza—.
¿Dónde se metieron esos bastardos?
—Detrás de la protección de madera, jefe —señaló uno de los
matones.
—¿En
cual de ellas?
—En
aquella de…. Pero, ¿qué mierda pasa allí? —inquirió aún con la mano
extendida.
—¡Qué
es eso? —aulló Serrador.
—¡¡Se
está moviendo!! —gritó el francotirador sorprendido—. ¡¡La plancha de madera se
está moviendo, patrón!!
—¡Malditos!
—condenó Serrador—. ¡La desengancharon y están detrás de
ella! ¡La usan como escudo!... ¡No dejen de dispararles!... ¡Van hacia la
salida!... ¡¡Mátelos!!
Indy
sostenía el panel por uno de los lados; Ned por el otro. Lo único que asomaban
eran las puntas de sus dedos; lo que no significaba que no tuvieran miedo de
perderlos.
Se
dirigían hacia la portezuela de salida que los sacaba de la arena. Pero no era
sencillo avanzar. Pesaba demasiado como para empezar a correr. Tenían que dar
cinco o seis pasos; apoyar el panel; cambiar el aire y seguir avanzando. De modo
tal que, cuando los bordes carcomidos de la plancha empezaron a desaparecer por
la balacera, Indy la soltó y tomando a Ned por el brazo corrió hacia el pasillo
que daba al interior del complejo taurino.
—¡Vamos! —anotó Indy—. ¡No dejes de correr!
—¡¡Joder!! — escupió
Serrador—. ¡¡Se
escapan!!
Y lo
hicieron.
Tras
un veloz recorrido por corredores completamente vacíos, alcanzaron la puerta
principal de la Plaza de Toros y salieron a la calle.
Tomaron el primer taxi que se les cruzó.
—Al
centro, de prisa —solicitó Jones.
El
conductor los observó por el espejo retrovisor. Estaban sudorosos, sucios y
rasguñados. Lordon tenía un profundo raspón en el temporal derecho e Indy la
mejilla izquierda manchada por sangre coagulada y a punto de
secarse.
—¿Qué
han estado haciendo ustedes ahí dentro? ¿Domando toros?...
Indy
se recostó contra el respaldar de la butaca trasera, relajó los músculos y
respondió:
—Más
o menos, amigo… Más o menos.
9
GUANTES DE CABRA
Cuatro horas más tarde, después de un reconfortante baño bien
caliente, y sentado en el sillón de dos plazas de su habitación de hotel,
Indiana Jones tomó el par de guantes que Lordon “pidiera prestados” y los
inspeccionó con detenimiento.
El
nombre WOTAN era perfectamente legible en los dedos de la prenda derecha; pero
en el otro, los símbolos rúnicos estaban desgastados y sólo cabía adivinar el
significado de los extraños grifos. Parecía decir DONAR, que no es otro que el
nombre germánico de Thor. Era claro que el dueño original de esos guantes había
sido zurdo. Por lo demás, todo era —o parecía serlo a simple vista— normal. Pero
algo le decía a Indy que debía que seguir indagando. Tenía que llevar a cabo un experimento,
aún estando en ese hotel. Su intuición —ya veterana— rara vez le fallaba y si
esos guantes eran —como él pensaba— efectivamente los del mito, debían tener
alguna cualidad sobresaliente que despertara su capacidad de
asombro.
Pensó
en incinerarlos dentro de la bañera, pero se corría el riesgo de que el fuego se
expandiera por toda la pieza.
No;
no era conveniente encender una hoguera.
La
única solución práctica a su deseo tenía forma alargada, tambor, balas y
gatillo.
Sí.
Su Smith & Wesson haría las veces de catalizador en la experiencia, pero
como carecía de silenciador dudó unos segundos.
¡Al diablo!, pensó. ¡Pagaría el precio de una
almohada!
Se
reincorporó, caminó hacia la cama, agarró el mullido cojín, relleno con plumas
de ganso, y regresó al sillón. Colocó los guantes uno sobre otro, haciéndolos
coincidir en cada uno de los dedos, los apoyó en el piso de
mármol.
Agarró el revólver, puso la almohada delante del orificio de salida
—esperando así amortiguar el sonido del disparo— y gatilló contra los guantes a
quemarropa.
El
ruido de la explosión sonó apagado —inaudible a pocos metros— y las plumas se
esparcieron hacia todos lados, produciendo una verdadera nube flotante que,
lentamente, empezó a buscar el suelo, llamada por la fuerza de la
gravedad.
Ansioso, Indy observó los guantes.
¡Era sorprendente!
¡Maravilloso!
¡No se había
equivocado!
Estaban intactos.
No
tenían siquiera un raspón y la bala de plomo se mecía en una de las
palmas.
Eran
los guantes originales. Los guantes del mismísimo y poderoso Dios del
Rayo.
Las
plumas seguían flotando por la habitación cuando Ned Lordon golpeó la puerta
tres veces, la abrió y entró.
Indy
estaba de pie con su Smith & Wesson humeante, cubierto por el plumaje
sublevado de la almohada y con el rostro desencajado por la
sorpresa.
—Pero… ¿qué diablos está pasando acá?
—interpeló el muchacho, tratando de hacer encajar las piezas de un rompecabezas
que no entendía.
cd
—¿Cómo dice? —profirió Lordon boquiabierto—. ¿Les pegó un tiro y ni
siquiera se perforaron? ¿Acaso tienen alguna malla de acero interna? —preguntó
señalando los guantes.
—Son
de cuero de cabra. Simple cuero de cabra…
—No
es posible… ¿Intentó quemarlos?
—Es
inútil. Son indestructibles. Trata de probar con un simple fósforo y verás. Ni
siquiera se calientan.
—Entonces…
—…
estos guantes son una reliquia nórdica. En mi opinión,
auténticos.
—¿A
qué se refiere con “auténticos”?
—Que
pueden haber pertenecido a alguien que se autodenominaba como Thor. Un vikingo,
un rey, un guerrero, no lo sé; pero con ciertos poderes
misteriosos.
—¿Cree en esas supersticiones?
—¿Supersticiones?... Esto no es un cuento de ancianos, chico.
¡Acabo de tirarle con mi arma y no pasó nada!
—¿Y
qué dicen las leyendas sobre estos guantes?
—Todos conocen que Thor tenía un martillo como atributo, pero lo
que muy pocos saben es que, según el mito, sólo podía manipularlo usando un par
de “guantes mágicos”, regalados también por su padre, Odín. Sin ellos, Myölnir
era inefectivo. No le obedecía y era imposible que pudiera descargar toda su
potencia contra los enemigos que lo amenazaban.
—¿Me
quiere decir que sin los guantes Thor carecía de poder?
—Exactamente, muchacho.
—Me
cuesta creer eso al verlos. ¡Son tan comunes!
—¿Comunes?... ¿Sabías que Thor tenía dos machos cabríos como
animales de tiro en su carro? ¿No te das cuenta? Todo coincide con la leyenda.
El palacio, los guantes, las cabras… Pero no es eso lo que más que preocupa
ahora.
—¿Qué
es?
Indy
se acomodó en el sillón y prosiguió.
—Por
lo que podemos comprobar, los nazis estaban muy bien encaminados. Encontraron el
casillo, los guantes, de seguro también hallaron el martillo.
—¿Y?
—¿Cómo que “y”?...
Imagínate. Si unos simples guantes como estos tienen cualidades como las que
acabo de ver hace un rato, no quiero imaginar el poder que pudieron haber tenido
los nazis con el Myölnir original en sus manos.
—Doctor Jones, perdieron la guerra. ¿Lo recuerda?
—Eso
es lo que más me intriga y preocupa —respondió haciendo caso a la
ironía.
—¿Por
qué?
—Si
el martillo fue hallado, la pregunta del millón es ¿dónde está ahora y por qué
no lo utilizaron? Y si no lo pudieron encontrar, el peligro es mucho mayor. Los
soviéticos conocen el emplazamiento del palacio en Noruega y hay muchas
posibilidades de que esa reliquia mítica esté enterrada en ese sitio. La vara de
luz que vimos en el cerro puede que sea una especie de mojón místico que indique
el lugar exacto en el que se encuentra o encontraba Myölnir.
—¿Y
qué es lo que usted propone hacer?
—Averiguar qué sucedió exactamente —sentenció—. El mapa, las fotos,
los guantes, los mandó la Ahnenerbe a España antes de que terminara la guerra.
Lo que tenemos que hacer es “trabajo de escritorio”: conseguir los archivos de
la Ahnenerbe correspondientes al año 1944.
—¿Ah
si?... ¡Qué sencillo! Vamos a Alemania, ubicamos a un nazi arrepentido, le pedimos los
archivos que celosamente guarda y ¡listo!... ¡Solucionado el
problema!
—Nadie dijo que fuera sencillo.
—¡Doctor Jones, por favor! ¡Es una locura!... Esos archivos deben
haber sido destruidos.
Indy
dibujó un sonrisa socarrona y sabia.
—Te
equivocas —dijo—. Las autoridades estadounidenses descubrieron expedientes de la
Ahnenerbe ocultos en una cueva cerca de la pequeña aldea bávara de Pottenstein.
El director de la organización nazi, Woffram Sievers, había decidido salvar
muchos documentos, al parecer con la esperanza de que un día las investigaciones
pudieran continuar donde las habían dejado. Sé de buena fuente que, siguiendo el
consejo de un experto en cuevas, Sievers decidió ocultar todo en una cueva
conocida como Kleines Teufelsloch o el “Pequeño Agujero del
Diablo”.
—¿Cómo diablos sabe todo eso?
—No
me llevé bien con la Ahnenerbe durante muchos años, muchacho. Y soy de los que
trata de entender al enemigo.
—¿Y
cómo encontraron la cueva?
—Los
nazis cometieron un error: usaron prisioneros de campos de concentración como
mano de obra para transportar las cajas. Un grupo de ellos logró sobrevivir y
contaron todo. Poco después un destacamento de soldados americanos se dirigió a
buscarlos. Las cajas contenían muchos miles de documentos de la Ahnenerbe.
Cartas, archivos personales, memorandos, ordenes, mapas y notas manuscritas,
además de informes oficiales; algunos de los cuales tenían el sello de Geheim o “secreto”. Muchos de ellos sirvieron para
condenar a Sievers en el juicio de Nuremberg.
—¿Y
dónde están todos esos papeles ahora?
—No
lo sé. Pero lo averiguaremos.
—¿Qué
sugiere hacer?
En el
rostro de Indy se volvió a dibujar una sonrisa.
—¿Nunca te comenté que a los veintiún años fue traductor en la
Comisión Americana de la Conferencia de Paz de Versalles, al terminar la Primer
Guerra Mundial?[4]
—Nunca.
—Pues
lo fui. Y en esa oportunidad conocí a un joven abogado inglés que, años después,
resultó ser fiscal en el Juicio de Nuremberg contra los nazis. Aún vive en
Berlín Occidental.
—¿Hacia allá vamos?
—Elemental, mi querido
Watson.
y el
Martillo de Thor
PARTE II
10
NIDO DE ESPÍAS
Berlín
Occidental
República Federal
Alemana
Lloviznaba en la ciudad cuando Indy Jones cruzó la Avenida de los Tilos, dirigiéndose
directamente al bufete de abogados que funcionaba a cinco manzanas de la Puerta de Brandenburgo. Era un edificio
de cinco pisos, señorial, con un frente estilo barroco y un ascensor de jaula
exquisitamente repujado. Debía tener más de cien años de antigüedad y era
evidente que se había salvado de las bombas caídas durante la
guerra.
Indy
subió al tercer piso y golpeó la puerta que tenía adosada una delicada chapa de
bronce en la que se leía: Dr. Lyonell
Stokwell & Asociados.
Un
hombre joven atendió.
—Buenos días, señor —saludó con amabilidad.
—Buenos días —contestó Jones.
—Todavía no abrimos el estudio, caballero.
—¡Oh,
lo siento mucho! La puerta del hall estaba abierta y…
—No
se mortifique, no hay problema. Ya que llegó hasta aquí, ¿qué se le
ofrece?
—Desearía ver al doctor Stokwell.
—¿A
cuál de ellos? —sonrió el sujeto—. Mi padre y mi hermano también trabajan
aquí.
—A
éste —dijo señalando la plaqueta de la puerta.
—¡Ah,
es mi padre! Ya casi no atiende clientes, pero pase usted, por
favor.
Indy
aceptó agradecido.
—No
es una cuestión legal, señor. Su padre y yo nos conocimos hace muchos
años…
—¿Ah
sí?
—En
1919.
—¡Guau!... Eso hace mucho tiempo. Se pondrá contento. No suele
recibir amigos de aquella época. Están todos muertos.
—Entiendo… —agregó Indy frunciendo la boca.
—¡Oh,
por favor, perdóneme! —se disculpó sonriendo—. No lo tome a mal. Usted es un
hombre todavía joven… A propósito, ¿cuál es su nombre?
—¡Jones!—retumbó una voz grave e inconfundible desde el marco de la
puerta que conducía a la habitación contigua—. ¡Henry “Indiana”
Jones!
El
recepcionista volteó abruptamente.
—¡Oh,
papá, iba a buscarte en este momento!
Lyonell Stokwell recorrió los metros que lo separaban de Indy y lo
abrazó como si fuera su propio hijo.
—¡Indy! ¡Qué inmensa alegría, muchacho, volver a
verte!
—Han
pasado muchos años, señor.
—¡Y
que lo digas! ¡Mírate! —río tocándole la cabeza—. ¡Tienes el pelo blanco, lleno
de canas!
Indy
le devolvió la sonrisa.
Lyonell Stokwell tenía ochenta y cinco años. Caminaba con
dificultad y había perdido parte del brillo que Indy recordaba tenía en su
mirada. De todos modos su cerebro funcionaba a la perfección y las conexiones
con el pasado se mantenían intactas.
—Pero… ¿qué te trae por acá? —inquirió el viejo.
—Necesito su ayuda —respondió Indy sin rodeos.
—¡La
que quieras! ¡La que quieras! —exclamó levantando los brazos—. Entra a mi
despacho y charlemos.
—Papá
—intervino el hijo—, ¿necesitas algo? ¿Café? ¿Té? ¿Algo de
comer?...
—No,
John, gracias. Puedes ir a tribunales cuando quieras. Me quedaré con mi amigo
conversando en el estudio. Ve tranquilo. Tu hermano se encargará de los clientes
que vengan.
El
despacho era el típico reducto de un abogado. Un escritorio enorme. Carpetas.
Folios y muchos libros perfectamente colocados en vitrinas de vidrio, con sus
lomos intactos, como si nunca hubieran sido leídos. Una araña de bronce colgaba
en el centro de la habitación y, a un costado, un juego de sillones mullidos
invitaban a ser usados.
—Siéntate —dijo el viejo señalando uno de ellos—. Te traeré algo de
tomar. ¿Qué bebes?
—Nada, muchas gracias.
—Pues
yo me voy a tomar un buen vaso de ginebra. ¡Estos encuentros me llevan siempre a
brindar!
cd
Protegido por la marquesina del café en el que esperaba, Ned Lordon
observó cómo la puerta del edifico en el que había ingresado Indy se abría, y un
hombre atildado, de saco, corbata y portafolios, ganaba la calle. No le prestó
demasiada atención. El Mercedes Benz
modelo 1954 color negro, que venía aminorando la velocidad desde la esquina
contraria, atrajo todo el interés de sus pupilas. Era un automóvil soberbio.
Tenía vidrios oscuros —al tono— y brillaba por las gotas de lluvia que se
acumulaban en su techo. Según había leído, estaba construido con la última
tecnología de punta y el confort de su interior era casi principesco. Era el
auto de sus sueños. Una maravilla sobre ruedas que se detuvo, sorpresivamente de
golpe, junto al hombre de saco, corbata y portafolios.
Las
ventanillas estaban subidas hasta el tope y, por los reflejos del día, no se
podía ver hacia dentro. Habían estacionado justo enfrente a Lordon, por lo que
pudo apreciar con mayor detenimiento las finas líneas del diseño y el
emblemático logo del capot.
El
hombre del portafolios se encorvó para hablar con el copiloto, del otro lado de
la carrocería. Ned no podía ver nada. Un minuto después volvió a asomarse y le
clavó su mirada al chico.
Debió
haber sido más disimulado, pero John Stokwell carecía del don de la diplomacia.
Era un tipo impulsivo.
Ned
reconoció que algo raro se estaba gestando a cincuenta metros de él y se puso de
pié, inquieto. Pero antes de que pudiera recobrar el equilibrio, el Mercedes
arrancó de golpe, dobló en “U” en medio de la calle y frenó a dos metros del
muchacho.
No
tuvo tiempo de hacer nada.
Dos
matones bajaron de un salto. Se le abalanzaron. Lo tomaron por las solapas de su
campera y tras una trompada en la nuca, lo metieron de lleno en el asiento
trasero del auto que tanto deseaba conocer.
Cuando se reincorporó, rodeado de músculos y extremidades fibrosas
listas para triturarlo a golpes, Ned reconoció el rostro del sujeto que viajaba
junto al conductor.
No
era otro que el coronel Rogo Velikonov.
cd
Lyonell Stokwell, aún octogenario, tenía una memoria de elefante;
especialmente de sucesos ocurridos hacía muchos años. Por eso mismo, no dudó en
señalar el lugar en el que estaban guardados los documentos de la Ahnenerbe que
Indiana Jones buscaba.
—Budensarchiv —señaló—. Allí se encuentran las últimas cajas,
especialmente las referidas al Departamento de Arqueología Aria. A ese sitio las
mandó el Fiscal General después de Nuremberg. Todavía deben estar
ahí.
—Necesitaría consultarlas, doctor.
—No
hay problema. Iremos ahora mismo si quieres. El archivo está a media ciudad de
aquí. Tomaremos mi auto. Pero, eso sí —advirtió el anciano levantando el dedo
índice derecho—, me debes una cena para charlar de los viejo
tiempos.
—Donde usted quiera. Yo invito —respondió Jones y se pusieron en
marcha.
Ya en
la calle, Indy buscó a Lordon, pero el muchacho no estaba.
No se
preocupó. De seguro había regresado al hotel.
En
eso habían quedado si la reunión se prolongaba más de lo
imaginado.
“Pobre
chico”, pensó. “Estaría muerto de cansancio con tanto
trajín acumulado”.
cd
Budensarchiv
Barrio de
Dahlem
Berlín
Occidental
En el
número 549 de Dahlemstrasse el
Budensarchiv elevaba su arquitectura barroca hacia el cielo. Era un edificio
imponente, administrado por una docena de funcionarios que pasaban la vida
acomodando cajas y bibliotecas que muy pocos consultaban. No constituía uno de
los lugares más visitados de Berlín y la principal causa de ello residía en que
para examinar algo había que conseguir previamente un permiso de la Secretaria
del Interior, y no todos estaban dispuestos a iniciar trámites tan engorrosos.
Pero Lyonell Stokwell tenía acceso directo a cualquier documento. Él había
contribuido personalmente con el Budensarchiv al sugerir que muchos de los
archivos utilizados en el juicio de Nuremberg fueran a parar a sus estantes. Era
un socio vitalicio y fundador. Una personalidad que todos los empleados
respetaban y a quien, en algún momento de sus vidas, habían recurrido por
cuestiones legales, sin que Stokwell les cobrara un solo peso.
Cuando el empleado más viejo del lugar depositó las dos cajas de
cartón sobre la mesa de ébano de la sala de consultas, el abogado agradeció con
una palmada en el hombro y se puso a revisar pilas de papeles junto con Indy.
Todos los documentos estaban en perfectas condiciones y todos databan del año
1944. La Ahnenerbe había sido cuidadosa y prolija a la hora de empacar sus
toneladas de escritos. Los mismos que Jones y Stokwell tenían enfrente suyo en
ese momento.
Las
horas transcurrieron lentamente. La yema de los dedos estaban ya sucias de tinta
y polvo cuando, finalmente, Indy se topó con un manojo de pliegos, envueltos por
una etiqueta que decía “Noruega,
excavaciones-1944”.
—Aquí
está lo que busco —articuló Indiana, abriendo y leyendo varios memorandos,
cartas e informes escritos a máquina.
A poco de avanzar, renglón tras renglón, aparecieron dos nombres. El
primero ya era conocido: Bruno Jankhun, jefe de la excavación en
RØdØya. El segundo correspondía a un
SS-Sturmmann[5] llamado Ulrich
Hanfstängl que por entonces estudiaba historia en la universidad de Munich.
Tenía veinte años y por lo se podía deducir a partir de sus firmas en varios
documentos, había cumplido un rol destacado en el proyecto
noruego.
Indy se detuvo en un memorando interno de la Ahnenerbe en el que Jankhum
hacía referencia a un embarque secreto que desde RØdØya debía salir hacia Europa en un
barco de bandera española llamado Victoria-Regia. El documento estaba
incompleto. Le faltaban tres páginas, que habían sido arrancadas. La firma de
Hanfstängl figuraba debajo del texto, corroborando la orden del arqueólogo
nazi.
—¿Conoce a este tal Hanfstängl, doctor? —preguntó
Jones.
—No,
pero si aún vive será sencillo ubicarlo. Era un hombre joven
entonces.
—Debe
tener treinta y dos años actualmente —precisó Indy y Stokwell anotó el apellido
en una libretita.
—Lo
que no me suena para nada es este barco español, el Victoria-Regia —dijo el
abogado.
—También lo averiguaremos.
Indy
empezaba a sentirse optimista.
Se
levantó, caminó hacia la recepción y pidió una guía
telefónica.
cd
Terminada la Segunda Guerra Mundial, y en medio del nuevo contexto
de Guerra Fría, muchos miembros activos de la Ahnenerbe —incluso aquellos que
habían tenido un rol preponderante en el saqueo artístico de la Europa ocupada—
continuaron con sus vidas académicas normalmente, como si nada hubiera
pasado.
Arqueólogos, historiadores y especialistas en arte mantuvieron sus
puestos, tratando de pasar desapercibidos, sin llamar demasiado la atención.
Algunos hasta habían prosperado en los últimos doce años publicando trabajos de
investigación, en los que evitaron usar el término “ario”; antes común y ubicuo
en sus “papers”
científicos.
Sólo
los más altos jerarcas de Ahnenerbe fueron sometidos a juicio. El resto,
aprovechando la desidia y complicidad del bando ganador, explotaron el miedo al
comunismo, que se propagaba por todos los rincones de la sociedad capitalista.
El fin justificaba los medios una vez más; y los antiguos enemigos pasaban a ser
aliados en la contención ideológica contra la izquierda y el poder la Unión
Soviética.
Desde
que Moscú hiciera su primera prueba nuclear, en 1949, muchos nazis habían
empezado a ser percibidos “desde otro ángulo”, y de “hunos sedientos de sangre y
conquistas” habían pasado a ser “males necesarios” con los que tratar y tenerlos
como socios.
Indy
Jones detestaba profundamente ese tipo de política, hipócrita y acomodaticia.
Para él, la mierda era mierda, fuera nazi o stanilista. ¿Qué diferencia había
entre Hitler y el dictador soviético?... Los dos olían a bosta de igual forma;
pero para la “Alta Política” mundial esos eran detalles sin importancia. Cuando
el viento cambiaba, cambiaban los juicios y pareceres.
Por
eso, cuando Ulrich Hanfstängl abrió la puerta de su casa, algo sorprendido, Indy
sintió un revoltijo en el estómago y no pudo dejar de imaginarlo vestido con su
uniforme de soldado nazi. Ese tipo había sido la mano derecha de Bruno Jankhun y
trabajado en pos del proyecto nacionalsocialista durante muchos años. No era un
niño entonces y su antigua inclinación nada tenía de inocente. Aún así, atendió
a Indy y a Stokwell como si fuera un buen vecino berlinés.
El abogado no tardó en exhibir sus viejas credencias de fiscal y la
intimidación produjo el efecto deseado. Hanfstängl, temiendo quedar implicado en
nuevos vericuetos judiciales, contó todo lo que tenía que contar. En ningún
momento negó su participación —innegable
por cierto— en las excavaciones de
RØdØya y respondió todas las preguntas que Indy Jones le realizó, con
marcado gesto de
contrariedad.
—Jamás intervine en ninguna operación en la que se eliminaran seres
humanos —dijo el alemán—. Estoy limpio. Además, tengo testigos que pueden dar
cuenta de la colaboración que personalmente brindé a muchas familias judías para
que huyeran del país…
—No
vinimos por ese motivo, señor —arguyó Indy—. Lo que queremos saber es qué fue lo
que Jankhun y usted encontraron en aquella isla de Noruega; y qué hicieron con
lo que hallaron.
Hanfstängl se refregó la frente. Transpiraba. Hacía tiempo que no
hablaba de esas cosas.
—En
principio debo decirles que yo era un mero colaborador. No tenía voz de mando en
la excavación. Jankhum era el amo y señor. Él era quien tenía comunicación
directa con Himmler y el director Sievers. Yo únicamente cumplía
órdenes.
—Continúe —repuso Stokwell.
—Lo
que recuerdo muy bien fue la alegría inmensa que Jankhum sintió cuando
aparecieron los primeros muros. Estaba como loco. Quería excavar todo el
yacimiento a velocidad imposible. Decía que corríamos contra el reloj y que el
triunfo del Führer dependía de nosotros. Cosa que me pareció exagerada, porque
muchos sabíamos que, para entonces, la guerra ya estaba perdida. De todos modos
nos contagió su entusiasmo y sacamos a la superficie, en pocos días, una gran
cantidad de unidades habitacionales.
—Siga
—ordenó Jones al sentir que la voz de Hanfstängl se volvía
mortecina.
—Una
mañana, cercano el mediodía, alguien hizo referencia a una luz extraña que salía
de una construcción que todavía no habíamos inspeccionado.
—¿Luz
extraña? —preguntó Indy.
—Sí;
una especie de columna lumínica, que desapareció rápidamente. Yo no la vi, pero
cuando excavamos en el sitio donde supuestamente había salido, nos topamos con
algo increíblemente raro.
—¿Qué
era?
—Un
sarcófago o caja hecha enteramente de plomo. Plomo puro.
—¿Y
que había adentro? —repreguntó Indy.
—No
lo sé. Nadie lo vio.
—¿Nadie?
—Únicamente Jankhum.
—¿Y
usted?
—No
vi, ni me mostraron nada.
—¿Y
que pasó luego?
—Jankhum ordenó que moviéramos esa caja hasta la costa. Era
pesadísima. Tardamos casi dos días en llevarla hasta el buque carguero que la
esperaba.
Los
ojos de Jones se abrieron más de lo acostumbrado.
—¿La
cargaron en un barco?
—Sí.
—¿Recuerda su nombre?
—¿El
del barco?
—Sí.
—No;
no lo recuerdo. Pero tenía pabellón español.
Jones
miró a Stokwell.
—Continúe.
—No
hay mucho más que contar —explicó Hanfstängl—. Al día siguiente de la partida,
un operario halló una serie de vasos de bronce y un par de guantes, escondidos
en un hoyo a pocos metros de donde estaba la caja de plomo. Por algún motivo
Jankhum se lamentó de no haber encontrado eso antes, pero como de costumbre
mantuvo su hermetismo. Unas jornadas después vino la orden de tapar todo. Muchos
no entendían porqué. Yo imaginé que la guerra estaba a punto de terminar y que
no deseaban dejarle a los noruegos un yacimiento tan importante excavado a costa
del Reich. Un par de semanas después, abandonamos la isla y regresamos al
continente.
—Dígame Hanfstängl —dijo Indy—, ¿y qué pasó con el cargamento del
barco español? ¿Supo algo más al respecto?
—Supe
que nunca llegó al continente. Tengo entendido que lo hundieron los
aliados,.
—Pero
era un barco con bandera neutral…
—Eso
fue lo que oí.
—¿Sabe en dónde lo hundieron? —inquirió Jones sin esperar una
respuesta precisa.
Contrariamente a lo imaginado, el alemán dijo:
—Frente a las costas de España. Cerca de Galicia. Al menos eso fue
lo que escuché.
11
LATITUDES Y LONGITUDES
Indiana Jones salió de la casa exultante de emoción. Ya tenía una
pista concreta y estaba dispuesto a no cejar en el esfuerzo hasta develarla por
completo. Sólo era cuestión de tiempo y paciencia. Si el barco seguía estando en
el fondo del mar iba a encontrarlo.
—Vamos a lograrlo, doctor Stokwell —dijo sonriendo, palmeándole la
espalda—. Estamos bien encaminados —y enderezaron los pasos hacia el coche del
abogado.
Apenas habían abierto las puertas del vehículo, dos Chevrolet
negros frenaron repentinamente delante de ellos y cuatro individuos armados
descendieron a las corridas.
—¡Rusos! —masticó Indy, sin tiempo a reaccionar. En segundos estaba
rodeado por los gorilas.
—¿Profesor Jones?... —preguntó uno de ellos mirándolo a los
ojos.
—Soy
yo —respondió Indy, derrumbándose por dentro. “¡Maldita sea, qué corta era la
tranquilidad!”.
—Haga
el favor de subir al auto —ordenó el ruso moviendo su pistola.
—¿Y qué pasa si no quiero? —espetó el
arqueólogo con tono bravucón.
—En
ese caso, permítame que le muestre un “adelanto” —y girando la pistola hacia
Stokwell apretó el gatillo.
El
viejo sintió cómo la bala le atravesaba el cuerpo a la altura del pecho. Cuando
se desplomó en la vereda, ya estaba muerto.
—¡Oh, Dios! —clamó Jones arrodillándose
junto a su amigo, buscando signos de vida en la yugular—. ¡Hijos de perra! ¡Lo mataron!
Pero
no alcanzó a escuchar respuesta alguna. Un golpe de culata en la nuca bastó para
que el arqueólogo cayera inconsciente sobre el cadáver.
El
ruso que llevaba la batuta miró a sus compañeros.
—Rápido, súbanlo al coche —dijo— y encárguense del alemán que está
dentro de la casa.
Quince minutos después, los dos automóviles enfilaron hacia la
frontera.
cd
Berlín
Oriental
Cuartel de la
KGB
República
Democrática Alemana
Cuando abrió los ojos, advirtió que estaba atado en una silla de
madera, en el centro mismo de un cuarto húmedo, de paredes de concreto y una
lamparilla colgando desde en el centro del techo. Un lugar no muy acogedor. Indy
ya había estado así en sitios como ése.
—Estábamos esperando a que se despertará, doctor Jones. ¡Hace más
de dos horas que no hace otra cosa que dormir! —exclamó con ironía Rogo
Velikonov, parapetado en una de las esquinas de la habitación—. ¿Descansó
bien?
Indy
movió el cuello de una lado a otro. Sentía una fuerte contractura en la base de
la nuca.
—Tengo mi conciencia tranquila, coronel. Suelo dormir como un bebé
—respondió siguiéndole la corriente.
Rogo
sonrió.
—¡No
exagere, camarada! —repuso el ruso con simpatía—. No deseo quitarle mérito a sus
actos, pero su descanso estuvo provocado por un relajante muscular muy poderoso
que le inyectamos. Lo solemos utilizar en nuestros opositores cuando los
mandamos a “charlar con los peces”. ¿No es interesante?
—¡Qué hijo de puta! —lanzó Jones sin dejar
de sonreírle.
—¡No
pierda su estilo, doctor! ¿O prefiere terminar como su amigo
nazi?
—¡Yo
no tengo a nazis como amigos!
—¿Ah
no? ¿Y qué era suyo ese soldadito alemán? —preguntó señalando un rincón de la
pieza.
Indy
miró hacia allí y distinguió el cuerpo inerte de Hanfstängl. Lo habían molido a
golpes.
—No
era amigo mío —murmuró finalmente.
—No
importa, doctor Jones. Ya lo sabemos todo. El señor Hanfstängl no pudo
resistirse a contarnos la historia de la excavación y el barco Pero ahora
necesitamos algo que usted tiene.
—¿Dignidad?
—¡Qué
ingenioso que se ha despertado, camarada! ¡No dejo de admirarme de su buen
humor! Ojalá que lo mantenga.—Volteó a la izquierda y ordenó con voz de mando:
—Traigan al chico —y un par de agentes de la KGB empujaron a Ned hasta el centro
del cuarto.
—¡Lordon! —clamó Indy sorprendido.
—¡No
les dije nada, profesor! —farfulló Lordon con dificultad. Tenía el labio
inferior partido en dos partes.
El
rostro de Indy se crispó.
—¡No
me caben dudas que es dignidad lo que le falta… camarada! —ladró forcejeando con
las cuerdas que lo retenían. Rogo hizo
caso omiso al comentario
—Y
ahora, doctor, que estamos todos juntos otra vez —pronunció el ruso—, dígame
¿dónde tiene el objeto que recuperó en España?
—¿Qué
objeto?
—No
se haga el tonto, Jones. ¡Los guantes! ¿Dónde están esos
guantes?
—¿Y
usted cree que los tengo acá?
—Dígame dónde los metió y los mandaré a buscar.
—¡Idiota! —respondió Jones y bajó la cara.
Velikonov actuó entonces como un autómata. Extrajo su pistola de la
cartuchera que colgaba de su cintura. Amartilló el arma y se la colocó a Ned en
el entrecejo.
—Se
me acaba la paciencia, doctor Jones —repitió—. ¿Dónde están?
Lo
iba a matar sangre fría. Ya lo había hecho con otros. No dudaría en jalar del
gatillo.
—¡No
dispare! —solicitó Indy—. Se los traeré si deja al chico en
paz.
—¿Chico?... —ironizó Velikonov moviendo la pistola por delante del
rostro de Ned—. Este “chico” es un espía enemigo, doctor. De “chico” tiene muy
poco.
—Si
le hace algún daño…
—No
está en condiciones de amenazar a nadie, camarada. Por favor, sea realista y
dígame dónde tiene los guantes.
—Están en una caja de seguridad. Se los traeré.
Rogo
chasqueó los labios.
—¡De
haberlo sabido, habríamos pasado por ellos antes de venir a esta parte de la
ciudad!
—Debería controlar mejor su ansiedad, coronel.
Rogo
hizo caso omiso al sarcasmo.
—Hoy
ya es tarde, pero mañana algunos de mis hombres lo acompañaran a buscarlos. No
tengo tiempo que perder. Mientras tanto, el chico se quedará a buen resguardo
con nosotros. ¡Llévenselo! —Un par de agentes soviéticos lo sacaron a
empellones—. En cuanto a usted, doctor Jones, espero no le moleste pasar la
noche con el joven Stokwell —dijo señalando el cadáver del rincón—. Le aseguro
que lo dejará dormir muy tranquilo. ¡No habla una palabra! —Rió con estruendo—.
¡Que la pase bien camarada! —Y saliendo, cerró la puerta tras de
sí.
Para
alguien como Indy, que había convivido con la muerte en las trincheras de la
Primera Guerra Mundial durante su adolescencia, tener un cuerpo exánime y en
estado de putrefacción a pocos metros de distancia, no representaba una tortura
para nada traumática. Conocía el olor de la muerte. El conocimiento popular
solía decir que era dulzón, pero para él lo único dulce en ese momento era el
hilo de sangre que le corría desde la comisura superior de su
boca.
Forcejeó de nuevo las cuerdas que lo retenían a la silla. Imposible
soltarse. Tenía las muñecas atadas con mucha destreza y los tobillos amarrados a
las dos patas delanteras Nudos marineros, con seguridad. Sería en vano cansarse
tirando de ellos.
Observó la habitación.
Era
de dimensiones normales. Cuatro por tres metros. Había una mesa de madera
desgastada y un foco de luz que no apagaron al salir.
“Craso error”, pensó.
Desde
su posición de prisionero, advirtió que en la muñeca de John Stokwell relucía un
reloj de acero inoxidable. Apenas lo notaba por debajo de la manga de la
chaqueta; pero allí estaba.
Era
lo único que tenía mano.
Tenía
que intentarlo.
Sacudió todo su cuerpo con violencia. Por fortuna la silla no
estaba adosada al suelo.
Se
sacudió otra vez y avanzó unos centímetros.
Una
vez más y otra…
Lentamente movió la silla hasta colocarla muy cerca del
cuerpo.
Echó
todo el peso hacia un costado y cayó, golpeando el hombro derecho contra el
piso. Después, y al cabo de unos quince minutos, se arrastró tratando de
alcanzar con las manos el reloj del difunto.
No
era una tarea sencilla. Pero no tenía otra cosa para hacer.
Media
hora más tarde, con el reloj en la mano derecha, abrió la pulsera de metal y, al
tacto, buscó la pestaña que hacía las veces de broche. Era la parte más filosa
del objeto.
Acto
seguido, inició la lenta tarea de roer con ella el nudo de cuerda que lo retenía
a la silla.
cd
Para
un intelectual como él, conseguir imponerse sobre la vil materia de una soga
siempre era un logro maravilloso. Por eso, cuando sus muñecas se sintieron
libres de toda presión, una sonrisa casi lujuriosa se le dibujo en el
rostro.
Se
reincorporó y sin perder tiempo revisó los bolsillos de Stokwell. Algo tenía que
haber en ellos que le sirviera para dejar esa habitación-celda en la que lo
habían arrojado.
Rebuscó en la chaqueta y en los pantalones.
Poca
cosa había.
Una
lapicera fuente, un paquete de cigarrillos a medio consumir y su billetera con
cien marcos en cambio, sujetados por un clip de metal.
¡Eureka!
¡Un
clip metálico!
Con
eso le bastaría.
Lo
extrajo con cuidado y extendió cuán largo era. Giró una punta hacia abajo,
volvió a levantarla un poco por el extremo doblado y se dirigió directamente
hacia la cerradura de la puerta.
Tenía
la ganzúa. Ahora debía desplegar la habilidad para usarla.
cd
El
agente ruso adoptó la posición de firme y esperó a que Velikonov le diera la
venia para entrar en su despacho.
—Este
es el listado de submarinos alemanes que solicitó, camarada coronel —expuso
teniendo una carpeta entre sus manos.
—¿Leyó el informe?
—Sí,
señor.
—Resúmalo.
—No
fueron muchos los submarinos nazis hundidos en diciembre de 1944, señor. La
lista indica un número total veinticuatro; y cada uno de ellos tiene a su lado
el nombre del barco o submarino aliado
que lo torpedeó y hundió. Sólo uno de ellos carece de dicha información: el
U-Boot Tipo VII C678.
—¿Y
qué fue lo que le pasó a ese aparato? ¿Se hundió solo?
—Simplemente desapareció, camarada.
—¿Cómo que desapareció?
—Se
perdió contacto con él y nunca más se supo nada.
—¿Indica ese informe desde dónde mandó su última
comunicación?
—Costa norte de España.
—¿España?... ¿A qué altura?
—No
hay indicaciones precisas, pero aparentemente un grupo de pescadores, dos días
después, encontró una gran mancha de aceite y petróleo a los 43º 25’ Latitud
Norte y 10º 30’ Longitud Oeste.
—¿Y
dónde es eso, precisamente?
—Frente a las costas del cabo Finisterre, en
Galicia.
Velikonov se rascó la barbilla.
—¿Son
seguros esos datos?
—Fueron extraídos del Cuartel General de las SS cuando ingresamos
en Berlín, coronel.
—Y
dígame, ¿cuál fue el puerto de partida de ese U-Boot? ¿Noruega,
quizás?
—Isla
de Rodoya, Noruega, efectivamente camarada —leyó sorprendido el soldado—. ¿Cómo
lo supo?
Velikonov sonrió.
—Es
todo —masculló sin atender la pregunta—. Retírese. Buen
trabajo.
El
agente hizo chocar los tacos de las botas, giró sobre su propio eje como si
fuera un trompo y abandonó la oficina.
cd
Cerró
el puño. Lo apretó con todas sus fuerzas, al punto de dejar los nudillos casi
blancos, mientras escuchaba lo que sucedía detrás de la puerta, en la oficina de
Velikonov.
Aquel
cuartel parecía una dependencia “no oficial” de la KGB; un conjunto de cuartos y
pasillos poco amueblados, mal pintados y húmedos, que costaba creer fuera un
edificio del Ministerio del Interior Soviético. Semejaba una catacumba no
declarada, secreta; aún para el Estado comunista.
“Algo
olía mal en Dinamarca”.
De
seguro los jefes de Velikonov desconocían la existencia de ese lugar. Y eso era
un punto a favor de Indy en caso de poder escapar de allí. Y ya estaba
trabajando en el asunto.
Cuando el soldado se asomó
por el marco de puerta, la
trompada, directa a la nariz, fue tan poderosa que lo despidió hacia atrás,
haciéndolo trastabillar hasta quedar tendido a los pies del escritorio de
Velikonov.
Indy
se adelantó tres pasos, le quitó de la cintura la pistola automática, la
amartilló y apuntó directamente a la cara del coronel.
—¡Jones! —ladró éste mordiendo furia.
—¡Increíble como cambian las perspectivas en poco tiempo!, ¿verdad
coronel?... ¡Levante las manos y ni se le ocurra intentar nada
raro!
Velikonov dibujó con dificultad una sonrisa de
compromiso.
—¿Cree que me amedrenta con esa pistola?
—¿Ah
no?... —respondió Indy y le partió la mejilla derecha de un culatazo;
obligándolo a quedar sentado en su roída butaca—. No estoy para juegos, coronel
—expuso nervioso—. ¡Traiga al chico y disponga un auto para salir de
“paseo”!
—Estamos es Berlín Oriental, imbécil… ¡No podrá dar un paso sin
tener a todo el ejército rojo detrás suyo!
—En
ese caso —respondió Jones—, pediré una entrevista con el jefe de la KGB, en
persona; para hablar sobre sus proyectos individuales,
coronel.
Velikonov estaba a punto de explotar. Las venas hinchadas se le
marcaron en el cuello como si fueran culebras trepando hacia la
mandíbula.
—¡Voy
a matarlo, Jones! ¡Se lo juro!
—¡Traiga al chico y el auto! —volvió a gruñir con la pistola
temblorosa en su mano.
El
ruso cumplió con la orden.
cd
Desabitadas, en penumbras, húmedas, casi vacías. Así estaban las
cinco manzanas previas a abandonar el sector oriental, todo a lo largo de la
frontera. Decenas de viviendas habían asido desalojadas y tapiadas. Aquello
parecía una “zona muerta”, sólo transitada de vez en cuando por algún grupo de
soldados soviéticos, que la vigilaban celosamente.
Era
en esa parte desolada del Berlín socialista en donde Velikonov había instalado
su improvisado “cuartel de campaña”, lejos de la mirada burocrática de sus
superiores. Creía con eso poder aislarse e sus camaradas y concretar en silencio
sus proyectos personales de dominio y control absoluto; pero no había contado
con las insistentes interrupciones de un arqueólogo americano. “Ese tipo era un
verdadero callo plantar”, una molestia persistente que laceraba minuto a minuto
el orgullo militar ruso y ponía todos
sus planes en el borde mismo del abismo. Pero con una pistola en la cabeza y la
amenaza de ventilar todo, Velikonov estaba indefenso. No le quedaba otra opción
que obedecer
Despejado el camino de guardias, el blondo coronel de la KGB subió
al auto color gris plomo que habían estacionado en la puerta de su guarida. Tomó
asiento al lado del volante y esperó a que Ned Lordon rodeara el coche y ocupara
el lugar del chofer. Indy Jones acomodó su humanidad en el asiento trasero,
clavándole la pistola automática en la base del cuello. Sólo después, el auto
arrancó con dirección a las garitas, emplazadas en la línea
fronteriza.
—Trate de ser muy
convincente, coronel —dijo Indy acariciando el gatillo con su dedo
índice
cd
¡¡ATENCIÓN!!
USTED DEJANDO EL SECTOR ORIENTAL
SIE VERLASSEN DEN ORIENTALNISCHE SEKTOR
Era
un cartel intimidante, de grandes letras rojas, iluminado desde abajo y rodeado
por alambradas con púas, bastidores de madera, hombreas armados y perros bravos.
Las dos garitas, hechas de cemento, flanqueaban una pequeña barrera de madera
pintada de amarillo, desde la que se prolongaba un sendero asfaltado,
resguardado también por una alambrada tejida que conducía al sector
occidental.
El
camino era una “tierra de nadie” e Indy no pudo dejar de recordar el espacio que
existía entre las trincheras enemigas, durante la Primera Guerra Mundial. No era
agradable comprender que el mundo seguía bajo el manto arrogante de un conflicto
que ponía a la humanidad como rehén. La Guerra Fría parecía calentarse más y más
en el interior del auto que, a regular velocidad, avanzaba en dirección al
puesto de guardia.
Lordon tenía sus nervios crispados y las manos le transpiraban
copiosamente. El corazón latía fuera de control y una sensación de vacío,
incómoda, había invadido su estómago.
Velikonov no movía un músculo. Permanecía callado, expectante.
Pensó en dar un par de gritos, alarmar a los soldados y terminar con toda esa
pantomima de una vez por todas, pero la idea no lo convenció. Podía salir herido
en el trámite. Y, en ese caso, todo su plan se desmoronaría como un castillo de
naipes.
Indy,
en tanto, fijaba sus dilatadas pupilas en la frontera que se acercaba.
Cuidadosamente bajó el arma y la puso fuera del alcance de la vista de los
soldados rusos que se arrimaron a la ventanilla del auto para hacer las
verificaciones de rutina.
La
hora había llegado. El momento de cruzar de un mundo a otro era
inminente.
—Buenas noches, coronel —saludó, inclinándose un poco, el
uniformado.
—Buenas noches, camarada —respondió Velikonov—. Abra la barrera,
por favor. Estoy en misión especial.
El
soldado frunció el entrecejo. De pronto, se sintió muy
incómodo.
—Debo
solicitarle sus permisos, coronel.
—¿Permisos? ¿Qué permisos? ¡Soy el coronel Rogo Velikonov! ¡Yo no
necesito permisos! ¿Acaso no me reconoce, soldado?
—Pero, señor…
—Escúcheme bien, camarada. Estoy en misión oficial. Abra, ahora, ¿o
quiere que moleste al General Godunchenko por este
inconveniente?
El
hombre titubeó.
—Señor, tengo ordenes de…
—…
¡De obedecer! ¡Abra esa maldita barrera de una buena vez o me encargaré
personalmente de que usted, y todo el
puesto de guardia, termine en la Siberia rusa contando restos de mamuts!...
¡Abra!
“Contando restos de mamuts”… Había que
reconocer que el coronel era ingenioso a la hora de amedrentar a los
subalternos, pensó Jones. En el mundo de la milicia, para convencer al más
desconfiado, un par de galones eran más que suficientes para
subordinarlos.
Entonces, la barrera se levantó.
Ned
presionó levemente el acelerador y el automóvil encaminó sus ruedas por el
sendero. El sector oriental quedaba atrás.
—Buen
trabajo, coronel —murmuró Indy—. Y en cuanto a esos mamuts —agregó con ironía—,
en verdad me encantaría conocerlos.
Velikonov no articuló palabra. Tenía su mirada fija en la nueva
barrera que se avecinaba. Indy hizo lo mismo.
Entonces, el ruso reaccionó.
Movió
la pierna izquierda a gran velocidad y pisó con fuerza el pie que Lordon que
tenía sobre el acelerador.
El
auto salió disparado hacia delante e Indy hacia atrás, chocando con fuerza
contra el respaldo del asiento. La rápida aceleración del chevrolet alertó
sobremanera a los soldados del lado occidental, que vieron como el coche se les
venía encima. En décimas de segundos, tenían sus fusiles dispuestos a ser
disparados. Pero, tan repentinamente como había corcoveado hacia delante, el
auto se frenó de golpe.
El
mismo pie de Velikonov había cambiado de lugar. Ahora apretaba el freno, al
tiempo que de un codazo golpeaba a Ned en la cara y abría la portezuela del
coche, lanzándose al exterior.
Fueron movimientos precisos. Perfectamente orquestados. No dieron
tiempo a que Jones pudiera hacer nada. El viejo Indy quedó sentado, impotente,
observando como el ruso salía corriendo en dirección al sector
oriental.
—¡Maldición! —masculló mirando por el parabrisas
trasero.
12
CORREDOR AÉREO
Berlín
Occidental
Destacamento de
la
Policía Militar
de Fronteras
El general Robert Moore entró con paso marcial en la sala de
interrogación y se paró junto a la mesa en la Indy y Ned estaban esperando desde
hacía ya un buen rato. Los dos soldados de la PM que los custodiaban se
cuadraron, haciendo sonar sus tacones.
—El Servicio de Inteligencia de la Marina y el FBI confirmaron
todos los datos que nos dio, doctor Jones —dijo el oficial mirándolo a Indy, con
un fax en la mano—. Solicitaron que fueran enviados de inmediato a territorio de
la República Federal Alemana. Están preparando un avión que saldrá en una hora.
Tendrán que hacer un corto viaje por el corredor aéreo, autorizado por las
autoridades soviéticas.
—Muy bien —sostuvo Jones—. Le agradezco todo,
general.
Moore esbozó una sonrisa de compromiso, giró sobre sus botas y
salió del lugar sin dar tiempo a que Jones le diera la mano. Fue cuando Lordon,
ya más relajado, apoyó medio cuerpo sobre la mesa y le dirigió a Indy una mirada
que parecía lanzar puñales.
—¿Ah si que yo era un “maldito espía”, eh?... ¿Y qué hay de usted,
“doctor Jones”? ¿Qué dice ahora?...
¡Usted fue espía de la OSS![6]
—¡Eso fue durante la guerra! —contestó—. ¡Es
diferente!
—¿”Diferente”?... ¿Cuál
es la diferencia?
El rostro de Indy se contrajo en una mueca de rabia e imitó al
muchacho, apoyándose con violencia contra la mesa y dejando su nariz a
centímetros de la del chico.
—¡Yo espié siempre hacia fuera! —vociferó—. ¡Tú, en cambio, lo
haces hacia adentro! ¡Esa es la diferencia, “señor Lordon”!
De pronto sintió que todo el desprecio que había experimentado al
principio de la “misión” resucitaba con virulencia.
Se puso de pie y salió de la sala dando un
portazo.
cd
Al terminar la Segunda Guerra Mundial en 1945, la ciudad de Berlín,
dividida en dos sectores claramente identificables, se había convertido en una
zona de conflicto diplomático entre el mundo capitalista y el comunista. Esos
dos modelos políticos y económicos se rozaban generando duros discursos de
amenaza, que convertían a todo el planeta en un polvorín que podía estallar en
cualquier momento. La tensión y la desconfianza venía creciendo desde hacía años
y la emigración de ciudadanos de Alemania Oriental hacia el sector capitalista
perjudicaba el buen trato y humor de ambas partes.
En medio de esa situación, el sector capitalista de la ciudad de
Berlín era una isla desprendida del resto de la Alemania occidental. Un
territorio escindido, rodeado por un régimen político enemigo y en contacto con
la República Federal gracias —únicamente— a un corredor aéreo que sobrevolaba
territorio soviético. Ese era el corredor que Indy y Lordon tenían que
transitar; un imaginario camino de pocos kilómetros de ancho que unía “el Berlín
libre” con el aeropuerto de Schanheide, al otro lado de la frontera socialista,
por el norte.
El avión esperaba con los motores prendidos en medio de la pista de
aterrizaje. Era un aparato bastante viejo. De seguro había servido de correo
durante la guerra contra Hitler, pero se lo veía completo y seguro. Tenía una
capacidad máxima de quince pasajeros, aunque en esa oportunidad sólo cuatro
ocuparían sus butacas, además del piloto y copiloto de la
nave.
Indy avanzó hasta la escalinata de ascenso y subió por ella. Ned lo
siguió pisándole los talones; en tanto que dos funcionarios uniformados los
imitaron. Ocuparon sus respectivas butacas y
minutos más tarde el aparato empezó a carretear hasta levantar
vuelo.
Desde el aire, la ciudad de Berlín parecía un todo homogéneo. Era
la ilusión óptica más perfecta que podía darles esa perspectiva
aérea.
—¡Por fin en dirección a casa! —exclamó Ned mirando por la
ventanilla.
Indy no respondió. Relajó su musculatura y se dispuso a descansar.
En menos de media hora estarían aterrizando en el otro lado y tendría que dar
respuestas a muchas preguntas. Bajó el ala de su sombrero fedora delante de la
cara y se dispuso a tomar una siesta.
—¿No va a ver el panorama? —le inquirió Lordon.
—Ya lo conozco —contestó el arqueólogo tan secamente como le fue
posible.
Era un día ideal para volar. Despejado y calmo. Sin
viento.
A poco de estabilizarse a cinco mil metros de altura, uno de los
dos militares que oficiaba de escolta se desabrochó el cinturón de seguridad y
caminó hacia la cabina del piloto. Ned le dirigió un vistazo sin demasiado
interés y volvió sus ojos al paisaje que se desplegaba por debajo del fuselaje
del avión.
El capitán del vuelo se sorprendió por la visita. Volteó todo el
cuerpo sobre su butaca y sin soltar el timón preguntó:
—¿Qué se lo ofrece, teniente? ¿Hay algún problema con los
pasajeros?
—Algo por estilo.
—¿Qué pasa?
—Es el más joven, señor. Exige hablar con el comandante del
avión.
—¿Para qué?
—Dice que tiene algo importante que decirle y se niega hablar con
nosotros.
—¿Están seguros que esos dos son de los nuestros?
—inquirió.
—Eso dijo el oficial de guardia, capitán. ¿Va a
ir?
El piloto miró a su compañero de cabina.
—Ve tú, Steve. A ver qué es lo que quiere ese
tipo.
El copiloto se puso de pie, pidió permiso y salió por la portezuela
que conducía a la parte trasera.
No bien había abandonado la cabina, el oficial escolta extrajo su
arma reglamentaria y la dirigió directamente a la nuca del
piloto.
—¿Qué es lo que le pasa?—exclamó sorprendido—. ¿Se volvió loco,
teniente?
—Cállese la boca y obedezca. Vamos a tomar un rumbo
diferente.
—¿A qué se refiere?
—Gire el aparato hacia la derecha, yo le indicaré nuestro nuevo
destino.
—Esto le va a costar una corte marcial…
—¡Le dije que se callara! ¡Gire el avión!
—Teniente, le informo que si nos salimos del corredor aéreo
autorizado estaremos entrando en cielo soviético y podemos ser derribados por
baterías antiaéreas o aviones caza de combate rusos.
—¡Gírelo! ¡Haga lo que le digo, capitán!
cd
En menos de cinco minutos Indy se había quedado dormido. Tenía esa
facilidad envidiable. Podía recuperar energías en cualquier parte y echarse a
descansar sobre un tronco y dormir como un lirón; mucho más cuando estaba
cansado y acumulaba la tensión de días. Pero una sensación extraña en la base
del estómago lo alertó. No cabía dudas de que el avión estaba cambiando de
rumbo. Pudo sentir todo su cuerpo inclinándose hacia un
costado.
Tardó en abrir los ojos. Se resistía a abandonar el cómodo letargo
en el que voluntariamente se había dejado caer.
Tal vez se equivocaba. De seguro no era nada.
Se acomodó en la butaca y mandó todo al diablo. ¿Para que
preocuparse? Quería dormir un rato más. Las cosas no podían complicarse tanto a
cara rato. Buscó el calor de su propio cuerpo y entonces…
… un fuerte cachetazo le voló el fedora de su
cabeza.
—¡Pero qué diablos!... —estalló y abrió los ojos.
El segundo oficial de custodia lo encañonaba.
—Quédese quietito, amigo —ordenó.
Indy recorrió con la vista todo el interior del
fuselaje.
Lordon permanecía estático en su butaca. Tenía al copiloto con una
contusión en la cabeza tirado sobre él.
Indy miró por la ventanilla.
—¡Joder! —exclamó—. ¡Estamos abandonando el corredor
aéreo!
El pistolero sonrió sin decir nada.
—¿Esto significa lo que creo, doctor? —inquirió el
chico.
—Estamos entrando en el espacio aéreo soviético —aclaró Jones—.
Volvemos a Berlín Oriental.
No había terminado de articular la última palabra cuando el
ensordecedor ruido de motores a propulsión resonaron por todos lados y la
moderna silueta de un avión caza ruso se perfiló contra el cielo, a escasos
metros del fuselaje del aparato de Indy.
—Parece que llegó la escolta —dijo con resignación mirando hacia
fuera.
El secuestrador lo imitó y por un segundo distrajo su atención del
arqueólogo.
Craso error.
Jones impulsó su codo hacia la ingle del oficial, dándole de lleno
en los testículos. La profunda exhalación del sujeto le hizo saber que eso había
dolido. Y le iba a doler más. Sin tiempo a que reaccionara, apretó el puño y le
encajó una trompada poderosa en el centro del rostro.
No fue necesario más. El individuo se desplomó como una bolsa en el
pasillo.
—¿Por Dios, profesor! —exclamó Lordon sorprendido—. ¿Cómo demonios
puede hacer esas cosas?
—Es una cuestión de actitud —respondió y recuperando el sombrero se
lo calzó de nuevo en la cabeza.
—El otro está con el piloto —informó el muchacho.
—Le iré hacer una visita.
Levantó la pistola del piso y con sigilo caminó hacia la puerta que
lo separaba de la cabina de mando.
Giró el picaporte lentamente. Tenía intensión de irrumpir de golpe.
Aprovechar el elemento sorpresa. Pero un simple movimiento de la portezuela
bastó para desencadenar el caos.
El secuestrador volvió a cerrarla
de una patada. El marco impactó en la pistola que Indy empuñaba y se le
escabulló de los dedos
La puerta se volvió abrir.
Ahí estaba el otro espía. Serio, consternado y con una Walter PKK bien apretada
en la palma de la mano.
Indy se dejó llevar por la adrenalina una vez
más.
Agitó su brazo directamente contra el rostro del traidor
golpeándolo con el reverso de la mano derecha y tirándolo sobre el tablero de
mando.
Se oyó un disparo.
Y el ruido de un cristal al romperse.
—¡El ventanal lateral! —gritó aterrado el piloto.
Pero Indy no lo escuchó. Tenía la atención puesta en otro
lado.
Se lanzó encima del oficial y empezó a golpearlo casi con
desesperación. Debía quitarlo del medio cuanto antes.
Una, dos, tres trompadas en la cara y la sangre brotaba por la
comisura de los labios salpicando los relojes de panel de
comando.
El avión caza ruso cruzó por delante a velocidad
supersónica.
Entonces, parte del ventanal lateral se terminó de
rajar.
Fue lo más parecido a meterse dentro de un
huracán.
La fuerza de la succión se volvió descomunal y el piloto fue
arrancado de su butaca, levantado por el aire y chupado literalmente por el
agujero abierto en el vidrio. Parecía físicamente imposible que pudiera pasar
por allí, pero pasó. En segundos, una mancha de sangre decoró el borde del
orificó y el cuerpo del piloto desapareció de la vista.
Indy fue elevado hacia el techo de la cabina, despegándose del
oficial al que estaba golpeando. Experimentó un fuerte dolor en la espalda y
lanzó un alarido que mezclaba miedo y sorpresa al mismo tiempo. El secuestrador,
libre de las manos de Jones, y con ambas piernas totalmente horizontales
flotando en el aire, se desplazó como si fuera un pañuelo al viento hacia el
orificio. En poco menos de diez segundos, la presión del aire actuó como una
verdadera trituradora y el toda la masa muscular y ósea del militar se convirtió
en un revoltijo inidentificable, bajo su grito aterrador. Dos segundos después
había desaparecido.
El piloto del caza miró y volvió a mirar. No podía creer de lo que
era testigo. Dos personas acababan de salir despedidas al vacío por un
agujero.
En la cabina, tras la segunda expulsión, la succión pareció
calmarse y sólo una corriente violentísima de aire hacia volar, por todos lados,
las hojas de los manuales de instrucciones.
Indy cayó al suelo. Curiosamente, el sombrero fedora seguía clavado
en su cabeza.
Fue cuando advirtió que el aparato caía en picada y adquiría una
inclinación tremendamente peligrosa.
—¡Por Dios! ¡Estamos cayendo! ¡Vamos a matarnos!
El alarido desencajado de Lordon lo trajo a la realidad. El
muchacho estaba agarrado del marco de la puerta de la cabina y clavaba sus
mirada en el timón, libre de cualquier control humano.
Indy se reincorporó, tomó asiento en el lugar del piloto y aferró
el volante con ambas manos. Tiró hacia arriba y la trompa del aparato empezó a
elevarse. Lordon se deslizó hacia atrás.
—¡Siéntate! —gritó Jones señalando con la cabeza la butaca del
copiloto.
—¿Usted sabe pilotear esto, verdad? —inquirió el chico casi sin
aire.
—¡No!
—¡Mierda! ¡Vamos a matarnos!
El avión siguió levantando la proa. De pronto dejaron de visualizar
la superficie de la tierra y la línea del horizonte se dibujó ante
ellos.
—¡Manténgalo ahí, profesor! ¡Lo ha estabilizado! ¡No lo
mueva!
—¡El copiloto! —gritó Indy.
—¿Qué hay con él?
—¡Tráelo!
—¡Pero está sin conocimiento!
—¡Despiértalo o nadie en este aparato saldrá con vida!
¡Apúrate!
Lordon se paró y tambaleando caminó hacia el sector de
pasajeros.
El copiloto yacía tendido sobre dos butacas. Respiraba. Todavía
vivía.
Lordon se arrodilló y lo zarandeó con fuerza.
—¡Señor, despierte! ¡Oficial, por favor!
Pero los gritos de Lordon no llegaban al cerebro. El copiloto
seguía inconciente.
Entonces, repentinamente una seguidilla de golpes secos sacudió
todo el fuselaje de la nave.
Indy miró hacia la derecha.
El caza soviético estaba disparándole y parte del ala de estribor
mostraba una seria herida en su punta.
—¡Apúrate! —estalló Indy—. ¡Tráelo!
Lordon actuó casi como un autómata. Lo había leído en algún lado.
No sabía si funcionaría, pero de todos modos tenía que
intentarlo.
Levantó su chaqueta, la camisa y buscó sus pezones. Colocó sus
dedos en pinzas y con el borde de las uñas los tomó y giró como si fueran las
tetinas de una mamadera.
El copiloto abrió sus ojos como dos huevos fritos y un grito salido
desde lo más hondo del abdomen retumbó en todo el avión.
Ned lo tomó por los hombros. lo levantó y gritó:
—¡Tiene que pilotear la nave! ¡Nos estamos
cayendo!
Entonces, por segunda vez el traqueteo de las ametralladoras del
caza volvieron a escucharse y un reguero de agujeros decoró las paredes externas
del avión.
El muchacho empujó al copiloto dentro de la
cabina.
El aviador seguía muy mareado.
—¡Hágase cargo de esta cosa —ordenó Indy— y regrese al corredor
aéreo cuanto antes! ¡Estamos bajo ataque soviético!
El oficial tardó unos segundos en tomar conciencia, pero el viento
que entraba por el agujero de la ventana lo despabiló.
Apretó dos botones, corrió una planca hacia atrás, tomó el timón y
lo giró hacia la izquierda.
El avión dio un giro brusco. Lordón chocó contra uno de los
laterales e Indy alcanzó a aferrarse al timón que tenía delante
suyo.
El caza se les acercaba a gran velocidad.
—No creo que resistamos una nueva andanada de balas —informó
Jones.
El copiloto se arrellanó en su asiento y exclamó.
—¡Sujétense fuerte!
Hundió el timón contra el tablero de mando. El avión volvió a llevar la trompa hacia abajo y el
caza pasó por encima de ellos, fallando en todos sus disparos.
—¡No es posible regresar a la base! ¡Tendremos que hacer un
aterrizaje de emergencia! —informó el oficial—. Los alerones de las alas no
responden.
—¿Estamos sobre espacio soviético? —preguntó
Jones.
—Sí.
—¡Vamos a ser tomados prisioneros otra vez! —profirió
Ned.
—No adelante el carro al caballo, caballero —agregó el copiloto—.
No creo que podamos salir vivos del aterrizaje. ¡El tren de aterrizaje tampoco
anda!
A medida que descendían, las irregularidades del terreno se volvían
más y más nítidas. La campiña, las casa, los molinos… y un poco más allá, el
mar.
¿Mar?
¡Dios! ¡El Báltico!¡Era el golfo de Mecklenburgo!
—¡Allí! —señaló Jones—. ¡Aterrícelo sobre el
agua!
—Lo intentaré.
El avión corcoveó. Levantó un poco su punta. El agua se
acercaba.
Levantó un poco más la trompa. Bajó la potencia de sus motores. Las
hélices dejaron de funcionar.
—¡Es ahora o nunca! —exclamó Indy.
La panza del aparato tocó la superficie. Su cola se levantó como la
de un pez encabritado. El ala derecha se partió y hundió. Todo el fuselaje se
puso en posición vertical y terminó su atribulada trayectoria impactando con el
techo.
El aviador del caza sobrevoló tres veces la zona del
siniestro.
No percibió ningún movimiento.
Tomó el intercomunicador y lo llevó a sus labios.
—Aquí vuelo 19… adelante, cambio —dijo en alemán.
—Aquí torre de control. Escuchamos su informe…
cambio.
—El avión se accidentó. No hay sobrevivientes. Sus restos están
desperdigados en el mar. Regreso a la base… cambio y fuera.
Y con un leve movimiento de muñecas, el caza colocó sus alas
verticalmente y marchó, cortando el aire, con dirección a la base militar de
Cumlosen, de donde había despegado.
13
EL
RESENTIMIENTO ES NUESTRO ALIADO
Puerto De Muros
Galicia, España
Cuatro días más
tarde
Roído y viejo, el muelle de madera seguía recibiendo, como desde
hacía décadas, el ir y venir de las olas del mar, que desgastaban de poco su ya
débil estructura. A pesar de todo, seguía congregando a varias generaciones de
pescadores trabajando, que saltaban de a ratos a las cubiertas de los muchos
barcos de pesca que amarraban a ambos lados. Eran cuerpos fornidos, con rostros
curtidos y manos callosas por el salitre del mar; ojos apagados, escondidos
detrás de párpados rugosos y miradas cansinas, acostumbradas a distinguir en la
lontananza los bancos de peces que les daban razón a sus
vidas.
Indy avanzó lentamente por esa jungla proletaria, seguido de cerca
por Ned Lordon. Estaban algo demacrados y muy cansados. Los últimos días habían
sido de un deambular constante, viajando desde Dinamarca —en cuyas aguas
territoriales fueran rescatados por un bote de turismo— hasta Berlín occidental,
en donde habían recogido los tan mentados guantes del Thor. No habían tenido
descanso alguno. Mal alimentados, magullados por el accidente en el Báltico,
pero activos por el inmenso deseo de encontrar el cofre de plomo, habían
arribado a Galicia por vía terrestre con el claro objetivo de toparse con algún
testigo del naufragio de 1944.
Si hacía doce años alguien había visto manchas de aceite cerca de
la costa era posible que todavía recordara aspectos más concretos. Sólo era
cuestión de romper el hielo, hacer que alguien hablara y les diera una pista.
Caso contrario, tendrían que dar parte al Servicio de Inteligencia de la Marina
Norteamericana y practicar una búsqueda subterránea en el sitio exacto del
accidente. Pero querían evitar a la milicia mientras pudieran. Ese había sido el
pacto de honor que Indy le arrancara al muchacho durante el viaje a
España.
—Tenemos que conectarnos con alguien que nos ayude. Sígueme
—sostuvo Jones y dirigió sus zapatos en dirección a un sujeto que tejía una
larga red para atrapar atunes. El “lobo de mar” levantó la vista cuando lo vio
llegar. Dejó de mover la aguja que manipulaba con maestría y se quedó quieto, a
la espera de la llegada del arqueólogo.
Indy se tocó el ala del sombrero y saludó en un cerrado
castellano.
—Buenos días, caballero.
El viejo tomó un cigarrillo a medio consumir que tenía detrás de la
oreja y lo prendió moviendo la cabeza cansinamente.
—¿Qué se le ofrece?
—Necesitamos hablar con alguien que tenga contacto con la gente que
trabaja por aquí. Un sindicalista, quizás. ¿Puede usted
ayudarme?
—¿Es del gobierno? —inquirió el pescador con
suspicacia.
—No, señor. ¿Por qué lo dice?
—¿No sabe que los sindicatos están prohibidos?
—No, no lo sabía —mintió.
—¿Y para qué quiere hablar con un gremialista.
—Estamos buscando información sobre un antiguo
naufragio.
—¿Qué naufragio?
—El de un barco. Aquí enfrente, sobre la costa. En 1944. ¿Sabe
usted algo al respecto?
—No. Pero vaya hasta el bar “Barracuda” y pregunte por
Demetrio.
—¿Sólo
Demetrio?
—Sólo Demetrio. Es lo único que puedo decirle. Vaya, tengo mucho
que hacer —y sin preámbulos, con el cigarrillo humeando en la comisura de sus
labios, se puso a trabajar otra vez en la red.
cd
El “Barracuda” era un típico bar portuario. Sucio, húmedo y oscuro;
con ambientes fuertemente impregnados de olor a pescado, parroquianos celosos de
sus costumbres y de poca diplomacia con los extranjeros. Tenía una barra larga,
de madera tallada con motivos marinos, y anclas y nudos colgados de sus paredes.
Sus mesas eran pequeñas, perfectamente cuadradas y todas ocupadas por personajes
que parecían salidos de una novela de Julio Verne.
El camarero coincidía con el ambiente. Era un gallego bigotudo y
sudoroso que clavó sus pupilas en el arqueólogo no bien éste abrió la puerta del
local y caminó hacia él.
—¿Qué se va a servir? —le preguntó.
—En realidad, nada —repuso Indy—. Estoy buscando a un tal Demetrio.
¿Lo conoce, usted?
—¿Qué Demetrio?
—¡Joder! ¡Lo sabía! —murmuró Indy muy por lo
bajo.
—¿A qué Demetrio busca?
—No lo sé. Sólo Demetrio, el gremialista.
—¡Ah! ¡Ese Demetrio! Está en aquella mesa de la esquina. Es el
anciano de barba. Espero que lo moleste por algo importante. Es un tipo de poca
paciencia y detesta a los extranjeros. Tenga cuidado, amigo. Sotelo siempre está
acompañado, aunque no lo parezca.
—¿Sotelo? ¿Quién es Sotelo?
—Demetrio.
—¿Demetrio es Sotelo?
—Demetrio es sólo Demetrio. No lo llame por el
apellido.
Indy giró y dirigiéndose a Lordon articuló:
—¡Oh, por Dios! ¡Me está volviendo loco! Espérame aquí. No te
muevas.
El muchacho asintió. Indy caminó hacia la mesita y se paró junto al
anciano, quien no le dirigió la mirada y siguió tomando un vaso de
moscazo.
—¿Señor Demetrio?
—¿Quién lo pregunta? —retrucó el anciano secándose los
labios.
—Mi nombres es Henry Jones y desearía poder hablar con usted unos
minutos.
—¿Para qué quiere hablar conmigo? No lo conozco.
—Busco información, señor.
—¿Ah sí? ¿Acerca de qué?
—Sobre un barco que aparentemente se hundió frente a Finisterre en
1944.
—Muchos barcos se hundían por aquella época.
—Su nombre era Victoria-Regia. ¿Le suena?
Por primera vez el viejo le dirigió la mirada.
—¿Quién me dijo que era usted?
—Me apellido Jones.
—¿Jones?... ¿Es usted inglés?
—Norteamericano.
—¿Y por qué motivo un yanqui quiere saber algo sobre un naufragio
español de la Segunda Guerra?
Indy señaló a Ned.
—El padre del chico viajaba en él —mintió— y pensé que por sus
contactos gremiales con muchos pescadores usted podía saber algo o conectarme
con alguien.
—¿Por qué lo busca después de tanto tiempo? Ya han pasado doce
años.
—Bueno… es que el chico era demasiado pequeño entonces. Ha madurado
y quiere conocer cómo murió su progenitor.
—¿Cómo murió? ¡Pues se ahogó, hombre! ¿Qué le va a pasar si
naufragó? Además, nadie sabe lo que sucedió con ese “bote”.
—¿Conoce el caso?
—Navegué la zona del accidente a la mañana
siguiente.
—¿Usted?
—Sí.
—¿Y no encontraron nada?
—Sólo una mancha de aceite y unos pocos restos flotando en el mar.
Ningún cuerpo.
Indy experimentó una profunda desilusión.
—Pero oí rumores —agregó el viejo.
—¿Rumores?
—Sé de buena fuente que algunos de los pescadores que viajaron
conmigo esa mañana, regresaron unos días después. Era común en aquellos días
desarmar los barcos que quedaban al alcance de la mano. Mucha gente hizo
fortunas vendiendo la chatarra que encontraba. Además, siempre se hallaban
instrumentos electrónicos y demás chucherías… ¡Eran como las hienas!
¡Carroñeros! —ladró y se prendió al vaso de moscazo.
—Continué, por favor —solicitó Indiana.
El anciano esbozó una sonrisa desdentada.
—¿Y qué tiene para darme
cambio? —preguntó.
Indy extrajo unos pocos dólares y los colocó sobre la
mesa.
—No es mucho —dijo el marino mirando el fajo—. Con esto no alcanza
para hacer la revolución.
—Tómelo como una cuota inicial. No tengo más.
Demetrio tomó el dinero y lo guardó en el bolsillo de su
chaqueta.
—Hubo un hombre —agregó—. Un tipo del gobierno; un tal Domínguez.
Apareció por aquí una semana después de haber visto la mancha de aceite. Se
comentó que era del Ejército, un hombre de la dictadura. Reunió a dos marineros
y viajaron en una lancha hasta la zona. Estuvieron yendo y viniendo por un lapso
de tres días, después, el tipo se marchó. Vinieron a buscarlo unos camiones. Yo
mismo los vi.
—¿Y sabe si encontraron algo?
—Una caja grande de metal.
—¿Cómo dijo? —repreguntó Indy sorprendido.
—Parecía un sarcófago, un cajón… algo así. No losé. Es lo que
circuló por el pueblo. De todos modos, se lo llevaron de aquí.
—¿Tiene idea a dónde?
—No. Ya le dije que no participé en la operación de rescate… ¡Odio
a los fascistas del gobierno! —exclamó el viejo—. Pero uno de los que colaboró
con él vive en Compostela.
—¿Recuerda su nombre?
—¡Cómo olvidarlo! ¡Fue un traidor a la causa! ¡Un ventajero! ¡Un
vendido! Ahora, dicen, vive como un rey en la ciudad y desde entonces nunca
regresó a Muros. A eso yo llamo “falsa conciencia de clase”… Su nombre es José
Ángel Gutiérrez. ¡Un cerdo! —El anciano levantó sus ojos hasta los de Indiana,
los clavó fijamente y terminó diciendo: —Y ahora váyase. Ya dije todo lo que
tenía que decir sobre el tema.
—Gracias, señor.
—Lárguese —repitió— y que el chico tenga suerte con su
padre.
Indy dibujó una sonrisa ladeada, cómplice, y regresó hasta donde
Lordon lo esperaba.
—¿Averiguó algo? —inquirió el muchacho con
ansiedad.
—Sí, pero vayámonos de aquí.
—¿Cómo lo hizo?
—Sucede que el resentimiento es nuestro aliado.
Y salieron del “Barracuda”.
14
VISITAS
Eran las tres de la mañana cuando entraron sin
golpear.
Abrieron la puerta de una patada e ingresaron en la casucha con
absoluta impunidad.
Atravesaron el comedor; tiraron las sillas de la mesa al piso y se
metieron en el cuarto
Un par de manos inmensas tomaron a Demetrio por el cuello y lo
levantaron de la cama de un tirón.
El viejo sintió como los dedos se enredaban en su barba y su
cuerpo. Ya desgastado por los años, era sacado de las sábanas como si fuera un
simple cuero reseco. Seguidamente lo estrellaron contra la pared y cuando
terminó de desmoronarse en el suelo un borceguí, de suela de goma, se le clavó
en el abdomen.
Se quedó sin aire. Sangraba por la boca.
Abrió los ojos y observó todo su cuarto nublado. Apenas percibió
tres bultos a su lado.
Eran tres sujetos enormes.
Uno de ellos lo volvió a tomar por la camiseta de frisa y lo
levantó. Lo sentó al borde de la cama. Recién entonces advirtió los dos ojos
celestes más fríos que jamás había visto.
Rogo Velikonov acercó su rostro a centímetros de la nariz del
anciano.
—¿Quién vino a verlo y qué información le brindó? —preguntó sin
preámbulos en un duro español—. Cuénteme todo, señor Demetrio.
El viejo titubeo. Reconoció el acento. Era ruso. Era comunista. Era
de su propio palo.
—¿Me pregunta por el gringo?
—No lo sé. ¿Era un “gringo”?
—Yanqui. Me dijo que se llamaba Jones de
apellido.
Velikonov dilató las pupilas
—¿Cómo dice?
—Jones.
—¿Indiana Jones?
—No, Henry Jones.
—¡Maldición! —explotó el soviético.
—¿Algún problema, “camarada”?
—¿Qué fue lo que le
dijo? —preguntó Velikonov fuera de sí, tomándolo
por la garganta
El viejo desembuchó todo.
Un minuto después, Rogo Velikonov ordenó que lo asesinaran.
15
TESTIMONIOS
José Ángel Gutiérrez, “El Cerdo”, era franquista. Un devoto
chupacirios de derecha, como Dios manda, que vivía en una casona
enorme a las afueras de Santiago de Compostela, por donde pasaba un sector del
centenario camino que conducía, desde el resto de Europa, a la sagrada
catedral.
Gordo, con carnosas adiposidades colgando de su abdomen y una barba
desprolija e hirsuta, reflejaba la más cabal imagen del nuevo rico, odiado por
los sectores populares —a los que detestaba— y despreciado por la nobleza de
sangre, que jamás lo consideraría uno de ellos.
Soltero, pero con amantes pagas en cada pueblo vecino, Gutiérrez
paseaba su orgullo de “macho cabrío” por la alameda todos los domingos, a bordo
de su Cabriolet modelo 1949, traído especialmente desde el otro lado del
Atlántico. No había auto semejante en todo el norte de España y eso lo hacía
sentir bien, completo, superior al resto de los campesinos y comerciantes que
seguían arrastrando sus pies por los polvorientos caminos de la
región.
Según se decía —y los dichos coincidían con la información
entregada por Demetrio— su poder económico había sido el producto de la “ayuda”
que le brindara el gobierno hacía poco más de una década; y por más que había
comprado heredades en la región, convirtiéndose en un hacendado de leudante
capital, nadie lo identificaba como ”Señor”. Era un piojo resucitado, tan lleno
de rencor y resentimiento que no podía mirar a sus vecinos sin un cierto encono
y envidia escondidos. Había muchas cosas que el dinero no podía comprar. Pero,
así todo, seguía teniendo el espaldarazo del gobierno nacional y, por ende, el
apoyo incondicional del obispo del pueblo. Eso lo elevaba por encima de los
demás y todos los domingos, en la misa, solía ocupar un sitial destacado en la
Casa del Señor. Tomaba la comunión semana tras semana y siempre se cuidaba de
estar listo para ser el primero en devorar el cuerpo de Cristo. En ese acto
religioso fue que Indiana Jones lo ubicó ese fin de semana.
—¿Es él? —le preguntó a una señora rechoncha que abrazaba sobre su
pecho un misal de nácar.
—Sí, señor. Ese es Gutiérrez —respondió la mujer tras haber creado
cierta confianza circunstancial con el arqueólogo.
Indy miró la hora. Faltaban unos cuarenta minutos más de
misa.
—Queda poco —agregó la vieja al advertir el movimiento de Jones—.
Pero si quiere hablar con ese tipo tendrá que esperar a que termine el curso
dominical que se brinda después de la ceremonia.
—Lástima. No tengo tiempo. En otra ocasión
quizás.
Salió de la iglesia a paso veloz y buscó a Ned Lordon. El chico
estaba mirando una artesanías, justo enfrente del templo. Cuando advirtió a su
profesor, cruzó la calle y preguntó:
—¿Averiguó algo más?
—Tenemos unas dos horas para inspeccionar su casa. Saldrá tarde esa
reunión religiosa.
—En ese caso, apurémonos.
Y sin perder tiempo marcharon hacia la mansión.
cd
Resguardada con setos altísimos y enclavada en la cima de una
elevación del terreno, la propiedad de Gutiérrez señoreaba todo el barrio. Era
de típico estilo colonial americano y poseía un parque enorme que la rodeaba.
Los árboles se amontonaban sobre uno de los laterales de la heredad, simulando
un bosque medieval en donde el “Señor” dedicaba sus horas de ocio a la caza de
codornices y cervatillos. Pero ninguna de ambas especies campeaban por el sitio.
Era puro decorado. Pura ostentación. Una forma más de decir: “Aquí estoy yo, el
mejor de todos”.
No resultó dificultoso saltar el vallado vegetal, ni recorrer los
doscientos metros de terreno que lo separaban de la casona. No había guardias. Y
si en verdad había, estaban del otro lado de la construcción.
Corrieron hasta una de los paredones de ladrillo y buscaron una
puerta por donde entrar. Una vez más, la habilidad de Lordon se dejó relucir y
con un doble giro de alambres improvisados giraron la cerradura de la cocina y
entraron.
Era inmensa. Tenía una gran mesada central de mármol y una
colección de ollas de cobre colgando de una viga que la atravesaba
completamente. También una docena de cuchillos de Toledo decoraban la pared
principal, justo por encima de la heladera.
Avanzaron con cuidado. No quería despertar a
nadie.
Cruzaron una sala de estar con chimenea y encararon por una
escalera que conducía al primer piso. Había siete habitaciones. Eligieron una al
azar.
—Esto parece ser su oficina —sentenció Indy al abrir la puerta—.
Tuvimos suerte.
—¿Qué se supone que debemos encontrar? —preguntó
Lordon.
—Me daré cuenta cuando lo tenga ante mí.
Y sin más, se pusieron a revolver todo.
Había papeles mecanografiados (con tremenda faltas ortográficas)
por todos lados, una foto autografiada del generalísimo Franco enmarcada
prolijamente, una bandera española cubriendo una de las paredes y un tríptico
medieval que representaba a la Sagrada Familia, a un costado de la habitación.
Pero de todos los objetos que allí se aglomeraban, en un claro estilo de burgués
en ascenso, lo que más le sorprendió a Jones fue una lustrosa svástica de bronce
colocada en el ala derecha del escritorio.
“Comulgaba con el diablo el
muy hipócrita”, pensó Indy imaginándoselo tomando la ostia todos los días en
la iglesia del barrio.
Ned inspeccionó una pequeña biblioteca. Todos los libros estaban
claramente sin leer. Era obvio que los había comprado como mero decorado; por el
color de sus lomos. Ninguno estaba hojeado y tenían una gruesa capa de polvo en
la superficie. Era una pena porque allí se juntaban tres de las mejores
historias del arte del mundo.
—Dios le da pan al que no tiene dientes —sentenció el
muchacho.
—A este tipo le dio mucho más que pan, Lordon. Con pan no te
compras una mansión como esta —ajustó Indiana—. Le deben haber dado marcos
alemanes… ¡y de los de denominación grande!
—¿Usted se llevó muy mal con los nazis, verdad?
Indy frunció los labios.
—Digamos que desde muy joven no me llevé bien con esos tipos y
durante la guerra traté de hacerles la vida difícil.
—Aparentemente con éxito.
—Digamos que sí, aunque cuando veo lugares como éste me pregunto si
realmente la contienda terminó realmente en 1945.
—Algunos tienen haber sobrevivido.
—¿Algunos?... ¡Muchísimos! Y lo peor de todo es que no puedo
sacármelos de encima.
—Convengamos que hoy los rusos le matizan la vida, profesor —dijo
con sarcasmo.
—Es cierto. Para variar un poco, nada más. No te creas que son tan
diferentes. Entre Hitler y Stalin existió sólo una mínima variación. Al final de
cuentas, los dos fueron bestias que despertaron bestias.
Pero no debió convocar a los demonios dormidos con su comentario:
el ruido del motor de dos autos se coló por la ventana.
—¿Quiénes son? —preguntó al advertir que Lordon se asomaba hacia
fuera.
—Es un Ford Continental, doctor y viene lleno de tipos. No distingo
sus rostros desde este lugar.
—Apúrate. En breve tendremos que irnos de aquí.
Siguieron buscando algo hasta que escucharon el sonido de personas
subiendo por la escalera. Corrieron a un armario abierto, al otro lado de la
habitación, y se metieron dentro. Cabían perfectamente. Era un espacio grande.
Cinco minutos más tarde, un tropel de pasos invadieron el estudio y el cuarto se
llenó de voces.
Oyeron muebles que se corrían y la voz apagada de una de las
personas protestar.
Indy se asomó con mucho sigilo. No debía ser visto. Echó una
ojeada.
Entonces, el corazón se le heló: Velikonov acababa de empujar a
Gutiérrez obligándolo a sentarse en una silla en el centro mismo de la
sala
—Estoy cansado, aburrido y sin tiempo, “camarada” —articuló el ruso
en perfecto español—. Le haré sólo una pregunta y quiero una respuesta rápida y
concreta. ¿Quedó claro, verdad? ¿Me entendió usted bien?
Gutiérrez lo observó en silencio. Estaba asustado. Se notaba a
simple vista. Cuatro matones lo rodeaban.
—Hace doce años usted y el gobierno español rescataron del mar una
sarcófago de plomo. Supongo que lo debe recordar muy bien. Por lo tanto, mi gran
duda es: ¿dónde se lo llevaron? ¿En dónde está ese artefacto?
—No sé de que habla —respondió con voz temblorosa el
prisionero.
“Miente”, pensó
Indy.
Velikonov se alejó de Gutiérrez y recorrió la estancia, pasando a
centímetros del armario en el que el arqueólogo se escondía.
—Ya le dije que no tengo tiempo, señor —agregó el ruso y con un
chasquido de los dedos de la mano derecha dio la orden.
Dos de sus hombres tomaron a Gutiérrez por la espalda, sujetándolo
con fuerza e impidiendo que se pudiera mover. Un tercero extrajo de su bolsillo
un cortaplumas muy afilado y se acercó amenazante hasta el español. Otro, por el
costado, le apretó la cara y abrió la boca. Oprimía con tanta violencia que las
mandíbulas del prisionero se trabaron, dejando salir la lengua como si fuera un
perro cansado. El del cortaplumas se aproximó más y sin esperar una nueva
directiva de Velikonov clavó la punta del arma en las encías inferiores y tras
hacer palanca extrajo uno de los dientes delanteros de la
víctima.
El alarido retumbó por toda la casa.
La sangre chorreó y un mar de lágrimas bañaron el rostro de
Gutiérrez.
Velikonov caminó hacia el español. Sonreía.
—¿Recuerda algo, ahora? —inquirió; pero antes de recibir una
respuesta volvió a ordenar: —Extráele otro diente. Asegurémonos una respuesta
sincera.
El cortaplumas atravesó la base del primer molar. Escarbó un poco,
abriéndose camino entre una masa sanguinolenta de carne y nervios hasta que la
pieza dentaria se aflojó y saltó.
Gutiérrez perdió el conocimiento pero una cachetazo lo volvió a la
cruda realidad de dolor u tortura.
La cara del coronel soviético se le dibujó a cinco centímetros de
su nariz.
—¿Dónde está la caja de plomo, señor Gutiérrez? —insistió
pausadamente.
—¡En San Juan…! —balbució fuera de sí.
—¿San Juan? ¿Qué es San Juan?
Gutiérrez tomó aire. Estaba agitado y no podía articular con
precisión.
—San Juan… —repitió—. La Orden de San Juan…
—¡La Abadía de la Orden de los Caballeros de San Juan! —exclamó
Velikonov reincorporándose con una amplia sonrisa en los labios—.
¡Perfecto!
Giró sobre sus talones y caminó hacia la puerta. Antes de
atravesarla y sin siquiera darse vuelta prescribió con
autoridad:
—Elimínenlo.
16
MYÖLNIR
La fortaleza de la Orden de San Juan era un pedazo de la Edad Media
en pleno siglo XX. Enclavada en lo alto de un cerro, sus murallas eran el
símbolo de una época violenta, animada por el fanatismo religioso y la
intolerancia que nacía de la convicción monoteísta de tener al verdadero dios
del lado de uno. Como resultado del secular enfrentamiento entre cristianos y
musulmanes, España —“la defensora de la fe”— había levantado, más que ninguna
otra nación, decenas de construcciones de ese tipo a lo largo y ancho de su
geografía.
Hacia 1956 la mayoría de ellas estaban en ruinas y el mal llamado
“Castillo” de San Juan no era una excepción a la regla.
Derruidos por el viento y las lluvias, sus almenares ya no
protegían a nadie y las torres de piedra, sin techumbre y desvencijadas, no
inspiran respeto ni temor; solo nostalgia por una época que todos habían
olvidado.
Gran parte de los muros que daban al sur se habían derrumbado por
el paso del tiempo y la absoluta ausencia de mantenimiento. Ni siquiera esas
paredes de cinco metros de grosor habían podido resistir la fuerza de las raíces
de los muchos árboles que crecían sobre la estructura misma de la antigua
fortaleza.
La Orden de San Juan había sido fundada por Raymond du Puy en 1120,
dos años después de que la cristiandad viera nacer a la más famosa de sus
ordenes de caballería: Los caballeros del Temple, fundada por Hugo de Payens.
Como tantas ordenes medievales, la de San Juan era una institución en la que
convergían los ideales de la ascesis eclesiástica —castidad, pobreza y
obediencia—con el ideal caballeresco de protección a los peregrinos y a los
Santos Lugares. En los días de gloria, sus miembros habían sido poderosos e
influyentes, capaces de controlar insumos y hombres al otro lado del
Mediterráneo, en Palestina, que era en donde se libraba la Guerra Santa contra
el Islam y en la que los espíritus guerreros desfloraban sus pasiones espada en
mano para ganarse así la puertas del Paraíso. Pero el “Castillo” de San Juan ya
no reflejaba ese antiquísimo poder. Abandonado, descuidado, aislado en un paraje
yermo de las montañas gallegas, era un sitio arqueológico más. Un lugar olvidado
al que nadie dirigía sus pasos. Un resto del pasado. Meras piedras apiladas
desordenadamente.
Aún así, de noche e iluminado por más de media docena de antorchas,
la fortaleza reeditaba su perdido esplendor. Era como una construcción fantasmal
que, tras siglos de olvido, volvía a cobrar vida generando un ambiente lúgubre,
en el que los claroscuros producían un clima de miedo y opresión muy difícil de
evitar.
Escondido detrás una muralla en ruinas, Indiana Jones esperaba con
parsimonia que los rusos terminaran de arrastrar el gran cajón de plomo hasta el
centro de la plaza de armas. Hacía más de cuatro horas habían llegado a las
ruinas cuidándose muy bien de no ser vistos por los soviéticos que, con denuedo
habían estando buscando el arcón por todos lados. Finalmente, se habían topado
con él en una cámara subterránea, oscura y húmeda, ubicada detrás del altar de
lo que antaño fuera una capilla.
Clavaron las antorchas en el suelo. Desplazaron la caja hasta el
centro. La rodearon. Eran seis hombre fornidos, de civil, vistiendo sombreros de
ala ancha y chaquetas oscuras. Velikonov los guiaba. Era la autoridad máxima y
estaba obnubilado por la presencia de ese mueble, que tanto había
buscado.
Indy giró el cuello y miró a Lordon.
—Quédate aquí. No te muevas. Es una orden directa.
¿Entendiste?
—Sí, “coronel” —respondió el muchacho con ironía y nervios
contenidos—. Lo que usted diga. Pero ¿qué es lo que va a
hacer?
—No lo sé. Improvisaré sobre la marcha —y sin decir más, se perdió
en las sombras.
cd
Rogo Velikonov se acercó a la caja de plomo y observó detenidamente
cada uno de sus detalles. La rodeó y cuando tuvo grabados en su mente cada
centímetro de la misma ordenó que corrieran la tapa.
—Que a nadie se le ocurra meter una mano adentro. ¿Comprendieron
bien? ¡Que nadie toque nada o yo mismo le dispararé al corazón! —dijo—. Estamos
ante un artefacto de inmenso poder, capaz de hacer desaparecer toda la comarca
en segundos.
Los hombres titubearon con la tapa entre sus
manos.
—Ábranla. No habrá problemas siempre y cuando obedezcan lo que
acabo de decirles.
Entonces los seis matones de la KGB imprimieron fuerza a sus bíceps
y la cubierta se desplazó hacia un costado, produciendo un ruido metálico y
chirriante. Velikonov sintió que encarnaba a un personaje de la ficción
decimonónica, un típico producto de la industria capitalista del espectáculo: al
profesor Abraham Van Helsing, el famoso caza-vampiros de la novela Drácula, de Bram
Stoker.
Pero no surgió ningún vampiro humano de la caja. Cuando la tapa
finalmente cayó al piso, y el grupo entero sació su curiosidad asomándose por
los bordes, sintieron una profunda desilusión.
A excepción de Velikonov, cuyos ojos brillaban de entusiasmo, los
demás se miraron sorprendidos por la poca cosa que había en el
interior.
Pero el coronel era el único que comprendía la tremenda importancia
de la herramienta que tenía enfrente suyo. Un objeto místico de cientos de años
de antigüedad. Una reliquia sagrada que había desvelado el sueño del mismísimo
Heirinch Himmler.
Ahí estaba.
Quieto, perfecto, divino. No era otra cosa que Myölnir, “El
Triturador”, el Martillo de Thor.
Visto con detenimiento, no tenía la belleza que le adjudicaban los
artistas plásticos y escritores escandinavos. No develaba a simple vista ningún
peligro. Más parecía un pieza arqueológica, común y corriente, que la poderosa
arma de un dios.
El mango era de madera pero estaba enteramente cubierto por el
cuero negro de una cabra. Tenía decoraciones rúnicas todo a lo largo, pero el
ruso no supo interpretarlas. En el extremo superior, engarzada al mango, se
observaba una piedra pulida de regular tamaño, sujeta, además, por tiras
cruzadas de cuero marrón.
Era un simple martillo de la edad del bronce. No tenía ninguna de
sus partes hecha en oro o plata y nadie hubiera dado demasiado de haber sido
encontrado y puesto en venta en alguna galería de arte o mercado negro de
antigüedades.
Sin embrago, Velikonov sabía que lo que tenía a centímetros de su
mano era el artefacto capaz de inclinar la Guerra Fría en beneficio de la URSS…
y de sí mismo. Cuando pudiera manipular a Myölnir no sólo el imperio capitalista
que encabezaba Estados Unidos se rendiría a sus pies, sino que también el propio
gobierno soviético tendría que obedecerle como si fuera un nuevo Stalin. Un
nuevo emperador… el emperador del mundo.
—¡Aléjense! —ladró con voz estruendosa. Quería ser el único
admirador de semejante fuente de poder.
Los agentes de la KGB no salían de su asombro. ¿Por qué motivo se
entusiasmaba tanto con semejante porquería? El asombro se convirtió en sarcasmo
y no faltaron las sonrisas mordaces al advertir las muchas horas invertidas en
la búsqueda de ese palo con una piedra en la punta. Pero Velikonov no advirtió
nada. Estaba estupefacto mirando el martillo.
Entonces, misteriosamente, Myölnir empezó a vibrar como si
estuviera despertándose de un largísimo letargo.
El ruso se asustó, pero no retrocedió un solo paso. No le quitaba
sus ojos de encima.
El martillo aumentó su vibración y la piedra que sostenían los
tirantes de cuero se fue volviendo lentamente incandescente.
Velikonov se moría por tocarlo.
Myölnir siguió temblando más y más. Repentinamente, el coronel
comunista confirmó lo que creía estar viendo: el martillo empezaba a levitar,
elevándose del cajón de plomo, superando la altura de sus hombres y quedando
extendido horizontalmente ante el asombro aterrado de todos.
¿Qué sucedía?
¿Qué misteriosa fuerza producía semejante fenómeno?
El martillo se enderezó gradualmente. Adquirió una postura vertical
con la piedra apuntando al cielo. Quedó perfectamente erecto como si fuera un
pene divino dispuesto a fertilizar todo el universo.
Entonces, con un movimiento brusco, se desplazó hacia un costado a
gran velocidad, pasó a centímetros de la cabeza de Velikonov y sobrevoló a la
media docena de agentes restantes que, sin entender nada, lo siguieron con sus
ojos azorados.
Velikonov hizo lo propio y cuando giró sobre sus talones para ver
la dirección que el martillo llevaba, distinguió claramente una silueta
parapetada a veinte metros de la cajón.
Una silueta que conocía. Una silueta con sombrero de ala ancha y
látigo en la cintura
—¡Jones! —gritó desaforado a punto de estallar de rabia, y todos
sus esbirros desenfundaron las pistolas automáticas.
No había terminado de nombrar a su odiado competidor cuando
advirtió algo que le heló la sangre: Myölnir volaba en dirección del arqueólogo,
que lo atrapó como su fuera un aborigen australiano arrebatando un bumerang del
aire.
¿Cómo era posible?
¿Qué estaba pasando?
Indiana Jones semejaba un Coloso de Rodas en miniatura. Con las
piernas abiertas, perfectamente plantado en el suelo y los brazos extendidos
hacia delante, sostenía al martillo con firmeza y los guantes bien calzados en
cada una de las manos.
Myölnir brillaba como una linterna, intermitentemente, lanzando
chispazos hacia arriba y hacia abajo como si fuera un potente generador de
energía eléctrica a punto de estallar.
Velikonov se quedó pasmado ante semejante estampa y no tardó en
gritar la orden de contraatacar.
—¡Mátenlo! ¡Dispárenle! ¡Lo quiero muerto!
Los soldados soviéticos reaccionarios al unísono y apretaron los
gatillos.
Una lluvia de balas salió disparada en dirección a Indy; pero lo
que nadie imaginaba —ni siquiera Jones— ocurrió.
Myölnir empezó a girar cual una hélice, desmaterializando los
proyectiles antes de que impactaran en el cuerpo del arqueólogo, devenido en un
Thor moderno.
Se escuchaba un inocente chisporroteo cuando las balas desaparecían
como si fueran copos de nieve derritiéndose ante una fuente inmensa de
calor.
Velikonov, inconscientemente, se corrió a un costado hasta
ocultarse detrás de la caja de plomo. Sus hombres siguieron disparando,
inútilmente, unos segundos más. Entonces, el martillo dirigió los brazos de Indy
hasta colocarlos horizontalmente, siendo blandido como si fuera una espada
medieval apuntando a sus agresores.
Y volvió a ocurrir lo inimaginable.
Desde la punta del martillo se desprendió un rayo de luz compacto y
resplandeciente que salió dirigido hacia los pistoleros impactándolos en sus
cuerpos, uno a uno, recreando una abanico lumínico que buscaba selectivamente el
pecho de sus enemigos, pulverizándolos como si fueran estatuas de
arena.
Pero no todo iba bien.
Indy podía sentir que algo se trastocaba dentro de él y todo ello
se reflejaba en sus facciones que, de a poco, se volvían más duras, mucho más
marcadas sus arrugas y los ojos iban adoptando una coloración roja, no carente
de maldad.
Ned Lordon advirtió cómo se iba llevando a cabo la metamorfosis y
salió del refugio corriendo en dirección de Indy.
—¡Profesor Jones! —gritó acercándosele por la espalda—. ¿Qué sucede
profesor” —y antes de poder tocarle el hombro, Indiana volteó sobre su tronco y
lo golpeó con el antebrazo lanzándolo a más de cinco metros de
distancia.
Lordon se quedó tumbado y estupefacto en el suelo. El rostro que
veía no era el que conocía. Aquel que sostenía el martillo ya no era Indiana
Jones, sino un cuerpo dominado, poseído por una entidad extraña que convertía a
su viejo profesor en una herramienta de destrucción y
venganza.
Jones ya no era Jones.
Un vengativo dios escandinavo controlaba su voluntad. Todo eso se
advertía en la mueca de furioso odio que la cara del arqueólogo
expresaba.
—¡Profesor! —volvió a suplicar Ned—. ¡Soy yo!
—¿Y quién eres tú,
asquerosa alimaña rastrera? —repreguntó Indiana
con una voz cavernosa y penetrante, que salía de sus labios
entreabiertos.
Lordon empezó a retroceder, arrastrándose como un cangrejo, sin
querer sacar sus ojos de Indy para, al menos, estar consciente en el momento de
recibir la descarga mortal. Pero nada de eso ocurrió. Desde el piso notó como
Velikonov se le acercaba a Jones desde atrás con un pesado tronco en la mano. No
dijo nada. Se calló la boca y para cuando el madero dio con fuerza en la nuca
del arqueólogo se hizo a un lado para evitar que Indy se desmoronara sobre
él.
El martillo resbaló de los dedos de Jones y quedó tendido a
centímetros de la mano del muchacho, que se alejó de él como si fuera la peste
misma.
El ruso apuró el tranco, se agachó y de dos tirones violentos le
extrajo a Indy los dos guantes que tenía puestos.
Sonrió con malicia y sin esperar un segundo se los
colocó.
Se sintió poderoso, omnipotente.
Indy, salido del trance en el que había caído, levantó los
párpados. En ese instante, Velikonov agarraba con ambas manos a Myölnir como si
fuera un vikingo. Sin dejar que el soviético reaccionara, Indy se reincorporó y
dio el salto más fuerte que pudo imprimirle a sus piernas. Estiró también los
brazos y alcanzó a tomarle las dos muñecas enguantadas, sujetándolo con todo el
peso de su cuerpo. Tenía que frenarlo. No podía permitir que blandiera el
martillo.
Velikonov empezó a experimentar la metamorfosis. Sus ojos se
abrieron desorbitados y las dilatadas pupilas del ruso se enfocaron el rostro
aterrorizado de Indiana, que luchaba por no perder las muñecas de su enemigo.
Apretaba sus manos contra los guantes con desesperación.
El ruso se sacudió hacia la izquierda y volvió hacerlo hacia la
derecha. Los pies del arqueólogo perdieron sustento y empezó a sacudirse cual un
muñeco de trapo.
—¡Ned! —aulló—. ¡Ayúdame!
Pero el chico apenas alcanzó a levantarse. No había terminado de
ponerse de pie cuando vio como Velikonov agitaba sus extremidades e Indy salía
despedido por el aire… con un guante fuertemente agarrado entre sus
dedos.
El arqueólogo rodó por el suelo, levantando polvo en todas
direcciones.
El ruso se quedó con el martillo, agarrado con la única mano que le
quedaba enguantada. Gruñó y sacando pecho como si fuera un palomo, dirigió la
punta lítica de Myölnir hacia Jones.
Una serpentina de energía se desprendió desde la punta de la
reliquia.
Indy giró hacia la izquierda y la tierra estalló a centímetros de
su cuerpo.
Entonces actuó con celeridad.
Se paró.
Se calzó el guante en la mano derecha y esperó el segundo ataque,
que no tardó en llegar.
El nuevo rayo de Myölnir recorrió la distancia que lo separaba del
arqueólogo y cuando iba a impactarlo, disolviéndolo en el aire por la fuerza de
la energía concentrada en el as, el guante de Indy actuó como si fuera un escudo
protector.
La energía se frenó y rodeó su mano. Dio vueltas sobre el guante y
regresó por el mismo que camino que había recorrido, hasta llegar a la mano de
Velikonov.
Ambos, el ruso y el americano, quedaron conectados por una cadena
de energía; un lazo de luz destructor que, cual un electroimán, los atraía más a
más. Cuando estuvieron a pocos centímetros, Indy no perdió tiempo y agarró el
mango del martillo, colocando su mano por encima de la del soviético… y
empezaron a tirar uno para cada lado.
—¡Maldito gusano!
—profirió Velikonov.
—¡Cerdo putrefacto!
—insultó Indy.
—¡Suéltalo!
—¡Suéltalo tú!
—¡No!
—¡No lo dejaré, imbécil!
—¡Voy a destruirte, insecto!
Entonces algo fantástico acaeció.
Desde la punta lítica del martillo salió lanzado hacia el cielo un
potentísimo relámpago de luz que fue adquiriendo gradualmente una forma
monstruosa, desproporcionada, gigantesca, tan grande como la mismísima plaza de
armas del “castillo” de San Juan. Una nube rojiza, con tintes de color verde y
negro en los bordes, formó un rostro casi demoníaco, de boca atigrada y ojos
resplandecientes que miraban hacia abajo como queriendo devorarse a los dos
seres humanos que competían por Myölnir. Hacia los costados se desplegaron dos
alas inmensas, flamígeras, intimidantes. En ese instante Indy soltó el mango de
madera.
Velikonov abrió la boca en señal de triunfo y lanzó una carcajada
en la que se mezclaba revancha, alegría y furia, con el martillo bien agarrado
con la mano.
—¡Aquí estoy, Señor! —exclamó mirando hacia arriba—. ¡Soy tu
humilde esclavo! ¡Tu instrumento en la Tierra!
Un rugido tremendo bajó desde lo alto.
Un trueno.
Una catarata ronca.
Un gruñido inhumano.
Y de pronto, Velikonov sintió que el martillo era succionado hacia
el cielo. Sus dedos resbalaron por el mango al tiempo que empezaba a
experimentar un estado de ingravidez y advirtió que estaba flotando en el aire,
a casi seis metros de altura.
Indy retrocedió arrastrándose por el suelo. Sospechaba que algo
raro iba a suceder.
No se equivocó.
Inopinadamente, la pantagruélica boca de la entidad se abrió como
si fuera el Mar Rojo, excitado por los conjuros de Moisés y el ruso fue
literalmente absorbido ese un agujero negro rugiente y
malévolo.
Myölnir, “El
Triturador”, permaneció unos segundos más en el aire para, finalmente, ser
también devorado por aquella misteriosa nube antropomórfica.
Las titánicas alas se sacudieron y en un segundo, como si se
abriera una puerta directa hacia el Valhala, todo se desvaneció en aire de la
noche.
Indiana Jones se reincorporó. Estaba azorado. Se acomodó el fedora
en la cabeza y buscó a Ned Lordon, que se le acercó desconcertado.
EPÍLOGO
Marshall
College
Connecticut
Una semana
después
Indy salió de la oficina del decano con una sonrisa en la boca,
cruzó el pasillo en dirección al parque del campus universitario y caminó lentamente
hacia Ned Lordon, que lo esperaba sentado en una banca debajo de un aromo
florecido y verde.
El muchacho se puso de pie cuando lo vio llegar.
—¿Y qué sucedió? —preguntó ansioso.
—Lo que era obvio: no me creyeron una sola palabra —respondió Indy
despreocupado.
—¿Puede eso traernos problemas?
—No, ninguno. En pocos días más olvidarán el asunto, lo archivarán
y empezaran a competir por alguna otra cosa.
—Entonces, ¿podemos quedarnos tranquilos?
—Absolutamente.
El chico respiró aliviado. Se acomodó el cabello y le extendió la
mano abierta.
—Bien, profesor Jones, me despido de usted.
—¿Despedirte?—repreguntó intrigado.
—Solicité mi traslado a Boston.
—¿Por qué?
—Mis padres son de allá. Además, todo este asunto me ha puesto
mucho en evidencia y los demás alumnos han empezado a hablar…
—Entiendo —contestó y le apretó la diestra con fuerza—. No pensé
nunca decir esto, después de conocer tu actividad como informante, pero ha sido un placer
trabajar contigo.
—Lo mismo digo, doctor Jones. ha sido una experiencia…
interesante.
—Estaremos en contacto, muchacho.
—Por supuesto que sí.
Lordon volteó y se retiró caminando por un camino de grava bordeado
de flores. Indy se le quedó observándolo unos segundos. Se rascó la nuca y puso
dirección a su oficina.
Tenía una decena de monografías que corregir.
FIN
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