domingo, 19 de mayo de 2013


VIAJEROS ILUSTRADOS.

EL GRAND TOUR, EL SIGLO XVIII

Y EL MUNDO CATALOGADO.

 

Por

Fernando Jorge Soto Roland

Profesor en Historia

sotopaikikin@hotmail.com

 

“El escenario del mundo es la madre de

todas las ciencias que un caballero debe

comprender y de los que nunca han oído

nuestras escuelas y colegios”.

Anthony Ashler  (1711)

[...]Ya no con la espada, sino con la pluma

y el cuaderno de notas .Ya no en pos de la

 riqueza material, sino buscando la comprensión

 y el análisis [...]”.

                                              Alexander von Humboldt.

                                              Del Orinoco al Amazonas”.

 

Del mismo modo en que la manera de transmitir la realidad cambia con el paso del tiempo, las motivaciones del viaje también lo han hecho; y, en este aspecto, el siglo XVIII europeo se constituye en un momento crucial.

Mojón impostergable de nuestra cosmovisión contemporánea, la centuria aludida fue una época de modificaciones estructurales en todos los planos. La revolución científica, el inicio de la industrialización en Inglaterra y el asentamiento del racionalismo como producto del movimiento ilustrado, son sus notas más destacadas. En este sentido fue una siglo bisagra; y, con el advenimiento de la razón como “piedra de toque” para interpretar lo real, se da el ingreso a la modernidad.

Valores libertarios, fraternidad, nacionalismo y, al mismo tiempo un exacerbado sentir individual e imperialista, contribuyeron —junto con el avance tecnológico— a que occidente continuara con renovado ímpetu su expansión por todo el orbe.

El mundo se hizo más chico y, desde entonces, no dejó de empequeñecerse. Los largos brazos de los intereses europeos alcanzaron los sitios más recónditos que faltaban por conocer y un espíritu de confianza y optimismo impregnó el accionar de exploradores, viajeros, comerciantes, diplomáticos, espías y sabios. Todos se sintieron capaces de controlar el planeta, armados con la razón. Sólo quedaba, pues, embarcar para conocer y dominar. Y así lo hicieron guiados por nuevos instrumentos de navegación y la confianza que les daba la creencia de ser los representantes del progreso y la verdadera civilización. De este modo, el viaje se convirtió en la suma de una serie de acciones, exacerbadas hasta un punto nunca antes alcanzado. Era la hora de medir, palpar, ver, observar en directo, guiados por la ciencia y la experiencia. El afán de “ser testigos”, de “estar ahí”, de “experimentar en carne propia” el conocimiento de tierras lejanas —o recorrer las viejas con nuevos ojos—, convirtieron al viajero del neoclasicismo en un devorador y transmisor de información y datos útiles. La búsqueda de testimonios veraces, que desecharan las febriles fantasías de las crónicas de siglos pasados, condujeron a la elaboración de un lenguaje científico que clasificaba y catalogaba el mundo; herramienta indispensable de conocimiento y control.

La experiencia se asoció con la verdad y el nuevo horizonte teórico buscó la objetividad fría y exacta, desechando la emoción y el sentimentalismo. La descripción, desprovista de adjetivos, permitía generar orden, cálculo, explicación; que, para el viajero ilustrado del siglo XVIII —“viajero newtoniano”, como lo han denominado— fueron sinónimo de verdad y certeza.

Así, empezaron a extraerle a la naturaleza leyes universales y el lenguaje se volvió medido, poco colorido, con pretensiones de exactitud. Las referencias a las culturas clásicas de la antigüedad, “cunas del racionalismo”, se volvieron frecuentes; y los viajes a Italia o Grecia, una obligación en el cursus honorum de los más pudientes.

El mundo natural y social necesitaba ser domesticado y los hombres de la ilustración se sintieron con el poder y la obligación moral de hacerlo. Pero primero había que empaparse de saber; y el viaje se transformó en el principal vehículo de conocimiento.

 

Una de las instituciones culturales más significativas de mediados y fines del siglo XVIII fue el Grand Tour.

Bajo ese nombre se conocieron los viajes que frecuentemente hacían por Europa los hijos de los personajes más ricos de Inglaterra, para completar su educación. La modalidad alcanzó su apogeo en la década de 1770 —por más que encontremos antecedentes a fines del siglo XVII— y se convirtió en una práctica rápidamente imitada en otros países del viejo mundo y en ciertos sectores europeizados de América.

Según Luis A. Garay Tamajón, el Grand Tour “fue el fenómeno precursor del turismo”; aunque no turismo propiamente dicho, por ser un movimiento de escasa magnitud numérica que no alcanzaba a ser masivo, como la práctica contemporánea del viaje de placer exige[1].

El Grand Tour pretendía ilustrar; enseñar a los futuros funcionarios del Imperio los logros conseguidos por las grandes civilizaciones pasadas, más allá de lo estudiado en los libros de texto. La necesidad de “estar allí”, como dijimos antes, se volvió imperativa. Pusieron en estado de alerta sus oídos para captar toda la información que consideraban estratégicamente vital para alcanzar sus objetivos de dominación mundial.

Monumentos y ruinas arqueológicas; costumbres, formas de gobierno; potencialidad económica, creencias y prácticas sociales, temperatura, presión atmosférica, mareas, alturas, etc, fueron descriptas y catalogadas con determinación. Nada podía —o debía— quedar al margen de la mirada ilustrada; y así el arte, la literatura y la ciencia se cargaron de fríos datos y medidas, evidenciando el nuevo espíritu de la época.

El género del diario de viajes se volvió muy popular; del mismo modo que las “Geografías”, término se usó para describir la compilación de extractos obtenidos de diferentes libros de viajes y que se convirtieron en verdaderos éxitos editoriales, reclamando una y más reediciones debido al consumo masivo.

En Inglaterra, durante el siglo XVIII, la geografía se convirtió en la ciencia estrella y numerosas publicaciones sobre el tema —editadas en enciclopedias, diccionarios y guías— difundieron y perpetuaron la imagen del mundo[2]; glorificando ciertas zonas del planeta, como Italia y Grecia, y difundiendo estereotipos de atraso y superstición, como en el caso de España y América Latina[3].

El libro de viaje se transformó en una herramienta de control y el viaje, en sí mismo, transmutó en ciencia.

Había que leer el mundo con nuevas categorías de análisis; recorrer los caminos ya andados para comprobar las verdades dichas y desechar lo falso. El viaje fue experimentación pura y no ocio o divertimento. La aventura fue, en su mayoría, de suceso y no de itinerario; por más que muchas veces se dijera lo contrario con el afán de aparecer como “los primeros” en llegar y recorrer un determinado lugar.

 

El impulso de catalogar el mundo, inaugurado por Carl Linneo —que llevara a la creación de un exitoso método de clasificación de la Naturaleza (Homo Sapiens incluido— derivó en el deseo por encontrar, fichar, recolectar y coleccionar, con serias intenciones científicas, las especies vegetales y animales (conocidas y desconocidas) que poblaban la Tierra. Surgió así la figura del viajero por excelencia, el naturalista; representante del más acabado academicismo que, contrariamente al conquistador, pretendía ejercer sobre el entorno estudiado una acción aséptica y neutra. Su misión consistía sólo en observar, describir, traducir en palabras las características del universo material que lo rodeaba. Pretendía ser imparcial, sin ser consciente de que su mirada era parte de la voluntad occidental por retraducir y controlar el mundo. Era inevitable, que en esa recolección, los cánones y paradigmas de la vieja Europa se impusieran.

Junto con el naturalista se originó toda una literatura de viajes que lo mostraba como la imagen viva del antihéroe[4], un individuo culto y pacífico que debía soportar mil y un inconvenientes entre sociedades y parajes extraños, mientras transitaba en pos del conocimiento. Y fue el afán de originalidad y prestigio —asociado a todo descubrimiento— el que empujó a encontrar, en las regiones aisladas del planeta, esa especie perdida, ese espécimen extraño y no catalogado, que le permitiera a su potencial descubridor quedar en los anales de la Historia Natural[5].

El acto de viajar fue importante en el siglo XVIII y, quizás por primera vez explícitamente, se alentó con ellos el ejercicio de la Razón con el objeto de penetrar la realidad, conocerla, indagarla y, posteriormente, modificarla científicamente. De ahí la necesidad que se tuvo de planificar todo de antemano, de proyectar; no dejando nada —o muy poco— al azar. Era el ciudadano de un mundo nuevo el que se ponía en movimiento; un tipo de hombre objetivo y utilitarista que buscaba observarlo todo atentamente, ejercitando el “arte de pensar” y tratando de desprenderse de los prejuicios que arrastraba de su sitio de origen, claro que esto último nunca fue posible del todo; ya que, por más que se creyeran asépticos, la mácula cultura que cargaban en sus mochilas era imperecedera en más de un sentido. Y así, como ya hemos dicho, trasladaron sus propias variables de análisis eurocéntricas.

De todos modos, sus informes y libros de viajes son catálogos fríos, medidos, ausentes de frivolidades y del placer que, en el siglo siguiente, los románticos exaltarían hasta el cenit de la adjetivación.

Apoyados por estado ilustrados devenidos en mecenas, los viajeros del siglo XVIII propagaron el vivo deseo de instruirse —e instruir— con la realidad frente a sus ojos. Viajar era mejorar lo propio a través del ejemplo ajeno; era conocer y filosofar sobre el Progreso que ellos —“civilizados”— creían encarnar unilateralmente.

Ninguna etapa del viaje quedaba librada a la contingencia. Todo estaba perfectamente calculado. Los ojos de la Razón se sentían capacitados para ver, captar, anotar, seleccionar, cotejar y rectificar una serie infinita de materiales, que iban desde inéditos documentos, archivados en bibliotecas regionales, a diplomas, blasones, inscripciones, medallas y monumentos, muebles, utencillos y arquitectura; sin olvidar el relevamiento de caminos, posadas, senderos y geografía en general.

Sin las moderna filmadoras o cámaras fotográficas, la escritura descriptiva alcanzó un nivel difícilmente imaginable hoy día. por su sutileza y profundidad conceptual, los textos de estos viajeros figuran entre los mejores ejemplos de su género. Y sus libros, informes y comentarios terminaron cubriendo el mayor espectro posible de temas. Así, junto a los viajes económicos, comisionados por los gobiernos a fin de conocer la estructura económica y técnica de los países que recorrían, estuvieron los viajes científicos, los naturalistas, los artísticos, los histórico arqueológicos e, incluso, los literarios sociológicos[6].

El objetivo último era dominar. Domesticar al hombre, al paisaje, a la geografía, suprimiendo los rasgos arcaicos tanto dentro como fuera de las fronteras de la Patria.

Es paradójico, pero en un mundo en el que se tendía cada vez más a inmovilizar a la gente para controlar, el movimiento viajero alcanzó gran predicamento, aunque más no sea en un grupo pequeño de personas.

Pero era un traslado medido, “manipulable”, controlado. No vemos en el ilustrado esa vocación de nómada que sí advertimos en el romántico del siglo XIX. Para los primeros cada cosa y cada cual tenía —o debía tener— un lugar determinado, seguro, en el universo; para que éste sea inteligible. Nada más alejado al espíritu de aventura; de ahí que los escenarios urbanos hayan sido los ámbitos de socialización y búsqueda de conocimiento más destacados del siglo XVIII.

 

 

EL VIAJERO DEL ROMANTICISMO.

EL SIGLO XIX Y LA EXPERIENCIA SENSIBLE DEL VIAJE

 

“Viajar conservando siempre una visión

 rigurosa y a la vez exaltada del mundo”.

Alexander von Humboldt (1769-1859).

 

Con la emergencia del viajero romántico, entre fines del siglo XVIII y primeras décadas del siglo XIX, el sentido que tenían los viajes cambió. La representación de la realidad dio un viraje y las experiencias utilitaristas del racionalismo dieciochesco fueron reemplazadas por otras orientadas hacia un discurso que exaltó la sensibilidad, alejándose del cientificismo y rescatando un lenguaje más estético y espiritual.

En un principio, las concepciones iluministas y románticas (divergentes en aspectos básicos) convivieron sin excluirse, coincidiendo en numerosos relatos de viajes, especialmente británicos, que Adolfo Prieto desgranó en un excelente y ya clásico trabajo[7]. En él se desmenuza el modo en que se fue fortaleciendo la aspiración por un tratamiento más literario y sensible del relato de viaje, en la primera parte del siglo XIX. A lo largo de los catorce textos que analiza —editados entre 1820 y 1850— Prieto nos muestra, a través de la estructura literaria de esos escritos, cómo la razón y el sentimiento compartieron el mismo espacio literario, denotando las influencias que distintos viajeros se dieron mutuamente, en especial la del gran Alexander von Humboldt, explorador y científico alemán que supo imprimir con enorme éxito una mirada estética al discurso racionalista.

Desde entonces, los viajeros empezaron a denunciar una revolucionaria concepción de la naturaleza, en la que los sentimientos y la imaginación ganarían más y más espacio, estetizando el mundo físico con un manto de poesía y moralidad. Fue así que el sentido primigenio del Gran Tour mutó, imponiéndose nuevas estructuras metodológicas, con gran éxito en las décadas subsiguientes a 1820.

Ya no era en pos del conocimiento por lo que se viajaba. Ya no sólo se buscaba instruir intelectualmente a los futuros funcionarios y empresarios de los imperios. Con el romanticismo se impuso una nueva forma de pararse ante el mundo; un nuevo modo de contarlo. Y así, lo estrictamente literario, la sentimentalidad y efusión subjetiva frente al arrebato esteticista, desplazó las equilibradas y medidas descripciones del siglo XVIII, dando paso a la exaltación del imaginario.

Demás está decir que esta nueva mirada imperial, sensiblera, no desechó las viejas justificaciones eurocéntricas. Lo que cambió fue, solamente, el modo que se hicieron; satisfaciendo los renovados deseos y gustos de una audiencia metropolitana, cada vez más inclinada a la expansión territorial y cultural, pero vestida ahora por la búsqueda interior y lo sublime.

Agentes comerciales, espías, diplomáticos o meros viajeros guiados por la curiosidad, recorrieron el planeta reorganizando sus materiales y discursos literarios. Al principio ofrecieron una visión no demasiado estética de los sitios que recorrían. El oro, la plata, el comercio y la política (temas destacados en los textos clasicistas del siglo XVIII) fueron perdiendo gradualmente el rigor académico de la ilustración y su utilitarismo, dejando entrever una atmósfera mas “deliciosa y placentera” en la que el “Homo Viator” empezaba a reconocerse como una parte ,más de la unicidad de la naturaleza.

La mentalidad práctica —de minero o comerciante mercachifle— se fue debilitando y ganó espacio el poeta interior, turbado por las fuerzas del mar, la montaña o el desierto.

El viajero del romanticismo, cuya veta hasta entonces ocupaba un lugar secundario, copó la escena junto con sus muchísimas estampas literarias y pictóricas; implantando en el imaginario los estereotipos que, aún hoy, siguen alimentando al turismo contemporáneo. Porque lo cierto es que:

 

“El romanticismo, más que un modelo práctico o una revolución literaria, es un concepto de la vida y de los hombres que muchos sostienen no está adscrito a un determinado momento del siglo XIX, que es cuando triunfó literaria y estéticamente, sino un patrimonio privado de todos los que valoran, en su esencia íntima, en su subjetivismo trascendente, el mundo idealizado y soñador del espíritu, ante la mujer y el amor, ante la misma historia”.[8]

 

Nuevos Ojos. Nuevos relatos. Una remozada forma de ver y sentir. El mundo se abría a experiencias que iban mucho más allá de lo intelectual. La imaginación y los sentidos destronaron a la Razón bajo una ola de críticas. Se desecharon las normas, las líneas duras, y las fuerzas del sueño, la pasión y la locura despejaron las miradas a todo aquello que el viajero ilustrado había menospreciado. Frente a la todopoderosa Naturaleza, el viajero del romanticismo, entabló un nexo basado en la contemplación mágica de la realidad y rescató temas como la soledad, el exilio, incluso la muerte trágica.

Tal si fuera una “Maestra de Vida”, la Naturaleza fue indagada con el propósito de conseguir, a través de ella, el conocimiento más profundo de uno mismo; y así, el legado de J.J. Rousseau no tardó en materializarse, concibiéndosela humanizada, viva, casi con conciencia propia; capaz, bajo su influjo, de regresar al hombre a un estado salvaje primordial, naturalizándolo; volviéndolo parte de ella. De dominada, pasó a ser dominadora; quitándose el yugo racional que la sometía desde el siglo XVIII; volviéndose imprevisible, peligrosa, generadora de riesgos y aventuras. Aspectos éstos muy apreciados por el hombre/viajero romántico.

De esta forma, el viaje se transformó en un camino iniciático, introspectivo; en una experiencia personal, íntima, que los viajeros de entonces buscaron alcanzar en los lugares apartados, en el silencio del paisaje y en la soledad, propicia siempre para la lectura, la meditación y la melancolía. De ahí que los escenarios preferidos del romanticismo hayan sido los bosques y selvas neblinosas, lo acantilados y mares tormentosos, los cerros imponentes y la noche. El lenguaje, recatadamente académico de la Ilustración, pasó a ser colorido, enfático, expresivo, con un exceso verbal propicio a la fantasía, las maravillas y el misterio.

El viajero romántico llegó incluso a inventar sus propios ambientes y el viaje en sí mismo se convirtió en una sucesión de aventuras en las que la muerte alcanzaba una gloria remozada, nueva, que rehuía de las agonías sedentarias y las camas en los hospitales. El nomadismo fue exaltado y a la inseguridad de los caminos se sumaron figuras que llegaron a ser clásicas, como los bandoleros y los bandidos, las murallas de las ciudades y los escenarios medievales. El interés por lo oriental, en especial por lo árabe —rescatando creencias moras, leyendas y rumores— generó una añoranza por el pasado; admirando lo marginal, la rebeldía y lo no visto por la ilustración.

Como escribía Stendhal:

 

No pretendo decir lo que las cosas son; cuento la sensación que me han producido”.

 

Así, pues, el viajero del siglo XIX reinventó los lugares. Los construyó a partir de sus sensaciones, de su lenguaje pasional y la admiración por lo que observaba. Narrador hiper-estético,  influenciado por la aventura, magnificó las cosas proyectando su “yo” al exterior; identificándose emotivamente con el entorno, sin interés por las descripciones científicas.

La observación pasó a ser un fin en sí mismo, buscándose el éxtasis de lo sublime, poetizando el mundo; siempre conciente de las limitaciones de la palabra a la hora de explicar.

Literatura y ciencia se mezclaron. La emoción y la razón quedaron imbricadas y de esa extraña mezcla nació la necesidad de encontrar las raíces de la nacionalidad —de lo propio— en personajes que, como el gaucho, el indio, el bandolero, son más producto de una construcción literaria que de una realidad a la que se puede tener contacto directo[9]

El placer de viajar transformó al viaje en enamoramiento; y la modalidad ilustrada de obtener información útil chocó con una mentalidad no utilitarista que rescató otros móviles a la hora de emprender el viaje: la nostalgia por la trashumancia, la evasión, la libertad y el retorno a lo natural.

Detrás de estas motivaciones se manifestaba, explícitamente, una crítica a la vida industrializada de entonces y al desencanto de vivir en ciudades que se hacían cada vez más grandes, populosas y anónimas.

En definitiva, el viajero de la era romántica salió en busca de sus propias fantasías. Persiguió mundos inexistentes desde hacia siglos; y en ellos pretendió escapar de la rutina urbana. Inventaron nuevos tópicos e incorporaron en sus relatos  mitos, leyendas y estereotipos que aún sobreviven. Describieron con arte y maestría, e hicieron que Europa dirigiera sus ojos a países que antes había desatendido; revalorizando regiones como España o el cercano oriente; describiendo sus tradiciones; dotando de identidad y prestigio las costumbres locales que, a la postre, reforzarían las identidades nacionales nacientes (que no eran, también ellas, más que el resultado de una construcción subjetiva).

 

VIAJEROS Y PAISAJES

 

Como hemos dejado aclarado antes, entre mediados del siglo XVIII y el año 1830 se fue operando lentamente una ruptura entre las concepciones que existían de la naturaleza y la aparición de una visión nueva, moderna, del paisaje. Se impuso así un flamante modo de abordarlo, una forma renovada y más familiar de pararnos ante el cosmos.

Con los últimos decenios del Siglo de las Luces se advierte que la actitud indagatoria, racional, crítica y medida de la realidad, empieza a mutar. El paisaje, antes desatendido por el sentimiento y aprehendido únicamente por una preocupación meramente informativa, que buscaba en la descripción la fidelidad y el ser objetivo, cambia. El viajero del siglo XIX, el romántico, dará importancia a la impresión global, a la sensación, al sentimentalismo; recreando un mundo —un paisaje— ideal, fantástico, en el que poco importaba acercarse a la realidad objetiva.

Es ahí cuando el paisaje alcanza la forma que aún hoy reconocemos, es decir, el paisaje como una construcción estético filosófica del territorio[10] que apunta a expresar nuevos problemas y valores sociales que, a nuestro modesto entender, se vuelven evidentes con el movimiento romántico y sus artistas-viajeros. Con éstos el paisaje pasó a expresar la típica oposición entre tecnología y naturaleza; entre ciencia y vida; entre el campo y la ciudad.

En un mundo que se industrializaba rápidamente y en que lo urbano, como una mancha de aceite copaba espacios tradicionalmente verdes, las ideas de “naturaleza” y “paisaje” se entrecruzaron hasta formar un bloque indiferenciado en el que lo natural —lo salvaje— quedaba impregnado de valores liberales, típicos de la burguesía triunfante.

Naturaleza, paisaje, apertura y libertad. Ése era el escenario perfecto para el viajero del siglo XIX, portador ya no sólo de un afán de dominio —típico en los más conservadores—, sino de una reacción nostálgica por el “Paraíso pre-industrial Perdido”. En síntesis, surgía una nueva sensibilidad en la que la naturaleza, hasta entonces concebida como una máquina armónica y racional, se convertía en un océano de inquietudes e incomprensión. Los pre-románticos de fines del siglo XVIII empezaban a dudar de los esquemas claros, perfectos, predecibles; y es probable que el terremoto que destruyó la ciudad de Lisboa en 1755 haya contribuido a debilitar ciertas certezas.

El universo, reglado por el neoclasicismo (expresión artística del siglo XVIII),  se abría a sensaciones nuevas y empezó a ser pensado de manera diferente. Lo estético, impregnado ahora con una filosofía menos segura de sí misma, se orientaba hacia el misterio y el esoterismo. El paisaje dejó de mostrar leyes universales y pasó a expresar sentimientos movilizadores. El hombre se sintió pequeño, indefenso, y al mismo tiempo asombrado ante la magnitud del cosmos y sus enigmas. El “paisaje real” —concebido como algo medido, controlado, racionalizado, humanizado— es reemplazado por el “paisaje sublime”, que sacude y produce sorpresa, estupor, en el alma de los nuevos viajeros decimonónicos.

En sus relatos de viajes se pasa de las descripciones genéricas y citas de “autoridades” —referenciadas en testimonios antiguos— a la percepción de lugares específicos que no tienen ya la serenidad ni el equilibrio que creían tener los viajeros de la Ilustración.

El paisaje romántico refleja el espíritu atormentado de sus nuevos observadores. El viajero de entonces empieza a buscar una comunión más original, más pura con la naturaleza. Por eso, en él   no cabe ya la idea iluminista —racional— del jardín. Ese espacio domesticado, alejado de todo riesgo y símbolo de la serenidad y equilibrio, le resulta extraño, artificial, vacío.

El viajero del romanticismo se aleja de esos laboratorios de experimentación que fueron los grandes jardines del XVIII; y si en ocasiones se detiene frente a ellos, lo hará para proyectarles una moral no humana, en la que la naturaleza se impone adquiriendo preeminencia sobre la obra del hombre, sometiéndolo, dominándolo. No hay mejor imagen al respecto que un típico jardín romántico en ruinas, con enredaderas salidas de su cauce devorando el orden artificial que lo humano intentara imponerle. Los jardines de la razón son devorados por la fuerza telúrica de la naturaleza desatada.

Este nuevo saber romántico, llevado por los viajeros del XIX a un lado y otro del planeta, difundía una apreciación más integrada del mundo, más panteísta y holística; en la que no se reconocían divisiones tajantes entre el observador y el paisaje. Se sentían emparentados, unidos. Materia y espíritu, cuerpo y alma, no reclamaban separación ni diferencias.

Como puede notarse, esto estaba en clara oposición a la visión mecanicista de la Ilustración y alimentaba una relación casi religiosa —religada—, en la que el hombre se sentía integrado y no aislado de lo natural.

Así pues, el viajero romántico se hunde, se funde, en el medio vital que recorre. De ahí la importancia que se le da no sólo a la percepción visual, sino a la percepción interior, considerada como la victoria de la expresión y el sentimiento sobre las normas y las leyes.

Es, sin dudas, el viajero del romanticismo el que más se acerca al turista contemporáneo.

 

Pero antes de pasar a otros aspectos del ensayo, quisiéramos detenernos en el análisis y comentario de dos temas que nos permitirán reconocer mejor los cambios y contrastes que dejamos ver en las líneas anteriores.

En primer lugar, la notable relación que ilustrados y románticos establecieron con las ruinas de civilizaciones pasadas; y en segundo término, el descubrimiento e invención de la montaña por el europeo moderno[11].

 

 

RUINAS

 

“La vista de las ruinas dio vueltas a la

corriente de mis pensamientos. El lugar,

grandemente favorecido por la naturaleza,

fue en un tiempo orgullo del arte, pero ahora

se había convertido en un monumento de la

 decadencia. Ante mí había muchos edificios

 arruinados, acueductos mohosos, campos llenos

de flores salvajes y malas hierbas, que presentaban

un cuadro melancólico [...]”.

Joseph Andrews (1827)

“A la mañana siguiente, muy temprano di un paseo

por las ruinas del viejo castillo moro, construido sobre

los restos de una fortaleza romana. Allí, sentado junto a

una desmoronada torre, gocé de un amplio y variado paisaje,

que, además de bello, estaba cargado de recuerdos históricos.

Me hallaba en el verdadero corazón de la comarca, famoso por

las caballerescas contiendas entre moros y cristianos”.

                                                                                                         Washington  Irving

                                                                                                         “Cuentos de la Alambra” (1832)

 

Para los juiciosos viajeros ilustrados, las ruinas y restos arqueológicos de culturas desaparecidas, se presentaron como una afirmación de la ciudad —la Razón— sobre la naturaleza; ya que lo urbano fue considerado, desde los tiempos clásicos, foco de civilización, humanidad e ímpetu antropocéntrico; núcleo de elevación intelectual y moral[12].

En las ruinas, los viajeros del siglo XVIII pretendían encontrar saber, conocimiento y una prueba indeleble de la fuerza de voluntad que expresaba la supremacía de lo humano sobre la naturaleza salvaje, ahora domesticada. Por ese motivo, los hijos de familias adineradas que viajaban por Europa en verdaderos “tours pedagógicos culturales”, orientaban sus intereses hacia países como Italia y Grecia, cunas de la cultura occidental y proveedoras de testimonios artísticos y arqueológicos que los conectaban con esos ideales racionalistas que tanto buscaban[13].

Las descripciones, mediciones y asépticas “miradas de arqueólogos” de aquellos iluministas nada tienen que ver con el aporte que hicieron los viajeros románticos, más inclinados a ver en las ruinas la nostalgia de un pasado irremediablemente perdido y el inevitable paso del tiempo.

La mirada romántica se centró en la naturaleza, que siempre terminaba, en definitiva, por vencer a la obra humana. La vida no era otra cosa que un largo camino hacia el olvido y los restos de la antigüedad o de la edad media, fueron leídos como signos del fatalismo por venir. Con los viajeros románticos, y su gusto por la muerte, las ruinas adquirieron un carácter fúnebre; clara muestra de la impermanencia de todas las cosas y ejemplo evidente de la pérdida y lo desconocido. Las ruinas escondían más de lo que revelaban y personificaron así el misterio. Se cargaron de poesía y reflexión, gracias a la imaginación que se les supo imprimir en textos y dibujos.

En sus viajes, el romántico no sólo observa; también cavila sobre su propia finitud cuando se detiene ante los restos de lo antiguo. Por eso no fue casual que escenarios como la noche, los paisajes lunares, los sepulcros y los cementerios, hayan sido parte de sus recorridos y espacios predilectos para intentar una aproximación a los tiempos pasados.

Por otra parte, el aumento del interés por las costumbres, hábitos y situación política general, enmarcados en un proyecto intelectual por rescatar la “identidad nacional”, hizo que se buscara en los restos arquitectónicos de épocas pretéritas “la esencia originaria” del orgullo nacionalista, o la justificación que orientara la colonización de tierras consideradas atrasadas, incultas o bárbaras. Así pues, desde las primeras décadas del siglo XIX, nuevos temas se impusieron tanto en los escritores como entre los pintores. Castillos, templos, ciudades perdidas o exóticas esculturas rescatadas de la oscuridad de las selvas tropicales, empezaron a ilustrar decenas de libros de viajes, dando el puntapié inicial a los primeros estudios etnológicos y antropológicos. África, Asia y América hallaron en las ruinas testimonios de sus pasados ancestrales, pasando a ser elementos indispensables del paisajismo romántico.

 

MONTAÑAS

No hubo sociedad en el mundo antiguo que no adorara, de un modo u otro, a las montañas. El culto a las alturas, debidamente comprobado en el Viejo y en el Nuevo Mundo, es una constante que se repite cada vez que nos interesamos por las creencias y cosmovisiones del pasado.

Desde el monte Olimpo, residencia de los dioses de la Grecia Clásica, hasta los cerros divinizados de las culturas andinas, conocidos con el nombre genérico de “Apus” (Señores), sin olvidar el monte Merú de los hindúes; el Haraberazaiti de los iranios; el Tabor de los israelitas o el Himingborj de los germanos —sólo por nombrar unos pocos—, la montaña ejerció en el ser humano una fascinación reverencial que, seguramente, deriva del valor que las sociedades teocéntricas le atribuían a sus componentes principales: altura, verticalidad, masa y forma[14].

En general la montaña, la colina, el cerro, están relacionados simbólicamente con la “elevación interna y espiritual”, “la meditación”, “la comunión con los santos y los dioses”. Caminar hacia la cumbre implica un rito de iniciación en el que lo meramente humano se contagia de sacralidad a medida que se asciende. Arriba, en la cima, la comunicación con los dioses era factible y, seguramente, ese fue el motivo por el que Moisés gastó sus sandalias para recibir las Tablas de la Ley.

Del mismo modo, la verticalidad estaba identificada con el “eje del mundo” (Axis Mundis), convirtiendo a la montaña—tal como lo explicara Mircea Eliade[15]— en el punto más alto de la Tierra y ombligo del planeta; lugar en el que —según centenares de mitos— dio comienzo la Creación[16].

Por otro lado, su tamaño y grandiosidad quedó asociado a lo perenne, a lo que no cambia, a lo que siempre “es”; sueño de eternidad y trascendencia que muchas sociedades intentaron reeditar al construir sus propias montañas-artificiales; tales como los zigurats mesopotámicos, las pirámides egipcias, los teocalis de México o las construcciones piramidales de los mayas.

La montaña siguió inspirando respeto sagrado a lo largo de miles de años, pero en algún momento posterior a la declinación del imperio romano —muy especialmente durante la edad media— Occidente olvidó los cerros, haciéndolos a un lado en sus creencias y desatendiendo la curiosidad que éstos podían despertar.

Recién a partir de mediados del siglo XVIII ese desinterés desapareció y fue el movimiento ilustrado el encargado de volver a convertir la montaña en objeto de estudio, y no de adoración. Las riquezas minerales y forestales, el interés por medir la humedad atmosférica, el deseo de conocer certificadamente la altitud y la búsqueda de respuestas al enigma de la formación de la Tierra, hicieron que las altas cumbres fueran exorcizadas por los científicos; y pasaran a ser un capítulo más de la Historia Natural, tan en boga entonces[17].

Es notable observar cómo, antes del siglo XVIII, sólo en contadísimas ocasiones los estudiosos se dirigieron a la montaña. No había interés por ellas, pero, a poco de redescubrirse su potencial teórico-iluminista, ese interés empezó a mutar buscando no sólo la desencantada mirada del científico, sino la emoción, el sobresalto y el sentimentalismo. Ese fue el aporte que hicieron los romanticismos.

Johann Wolgang Goethe (1749-1832), Horace Bénedict de Saussure (1740-1799) y Alexander von Humboldt (1769-1859) fueron los precursores de esa nueva forma de observar la montaña; rescatando en ella el “alma” perdida de la naturaleza y renovando el interés por las alturas, ahora asociadas a la idea de libertad y evasión. Cada uno de estos autores combinó en sus escritos ciencia y emoción, exactitud y arrebato, ante una montaña que empezó a ser adjetivada como “sublime”.

En carta a Goethe, Humboldt le escribió el 3 de enero de 1810:

 

“A la naturaleza hay que sentirla; quien sólo ve y abstrae puede pasar una vida analizando plantas y animales, creyendo describir una naturaleza que, sin embargo, le será eternamente ajena”.

 

La influencia del insigne naturalista y viajero alemán fue enorme, tanto en América como en Europa. Su deseo por reproducir en pinturas la intensidad de las experiencias vividas, elevaron el sentimiento al mismo sitial en el que estaba el conocimiento. La “cientificación del arte”, cuyo objetivo sería instruir y estimular, empezó un largo recorrido que terminó en la estilización y la “geografía estética”. Al respecto, el botánico Paul Gübfeldt, aludiendo a la necesaria fuerza expresiva que debían tener los pintores, escribió en 1888:

 

“El paisaje hecho por un artista puede ser más informativo y útil que una fotografía, dado que la cámara lo muestra todo, mientras que el artista con experiencia científica está en condiciones de dejar de lado lo irrelevante y subrayar lo realmente importante”.

 

Así pues, viajeros y pintores inventaron el sentimiento de naturaleza, trasladándole valores propios de la época. Siguiendo el legado de Jean Jacques Rousseau (1712-1778) —para quien el papel pedagógico y formativo de la naturaleza era vital en la construcción de un nuevo hombre, más bueno y ligado a lo natural—, los pre-románticos de fines del siglo XVIII y los románticos del siglo XIX hicieron del lema, “Sentir para Conocer”, su principal estandarte identificatorio.

Arte y ciencia se daban la mano y, en ese encuentro, el ángulo epistemológico de Occidente ante la montaña cambió. La unión mística con el paisaje conllevó una nueva relación del hombre con el entorno. La fuerza de los elementos, la imponente masa terrestre y su grandilocuencia frente al ser humano, llevó a que no sólo se las midiera, sino se las admirara con nuevos ojos; quedando el hombre sometido a sus misterios y prohibida accesibilidad. La montaña, después de siglos, volvió a tener un carácter cuasi-sagrado. Y los viajeros románticos se encargaron por difundirlo a través de libros de viajes, pinturas y poemas.

 

 


 



[1] Véase: Garay Tamajón, Luis A., El Gran Tour y los viajeros Ilustrados en Europa, Internet.
[2] Véase: Trifilo, Samuel, La Argentina Vista por Viajeros ingleses: 1810-1860, Ediciones Gure SRL, Buenos Aires, 1959.
[3] Véase: Freixa, Consol, España en las “Geografías” Británicas del siglo XVIII, editado por Internet.
[4] Véase: Pratt, Mary .L., Ojos Imperiales, Editorial Universidad de Quilmes, Argentina, 1992.
[5] Véase: Soto Roland, Fernando Jorge, op.cit.
[6] Véase: Gómez de la Serna; Gaspar, Los Viajeros de la Ilustración, Editorial Alianza, Madrid, 1974.
[7] Prieto, Adolfo, Los Viajeros ingleses y la emergencia de la literatura argentina, Fondo deCultura Económica, Buenos Aires, edición 2003 (primera edición 1996).
[8] Irving, Washington, “Prólogo”, en Cuentos de la Alambra, Miguel Sánchez Editor, Granada, 1976, pág. 8.
[9] Véase: Tuninetti, Ángel, Nuevas Tierras con Viejos Ojos, Editorial Corregidor, Buenos Aires, 2001.
[10] Véase: Aliata, F. Y Silvestri, G., El Paisaje en el Arte y en las Ciencias, CEAL, Bs As, 1994.
[11] Véase: Sunyer Martin, Pere, Humboldt en los Andes de Ecuador. Ciencia y Romanticismo en el descubrimiento científico de la montaña, Scripta Nova Revista Electrónica de Geografía y Ciencias Sociales, Universidad de Barcelona, Nª 58, 15 de febrero de 2000.
[12] Romero, José Luis, Estudio de la mentalidad Burguesa, Ed. Alianza..
[13] Véase: Freixa, Consol,Imágenes y Percepción de la Naturaleza en el Viajero Ilustrado, Scripta Nova Revista Electrónica de Geografía y Ciencias Sociales, Universidad de Barcelona, Nª42, 15 de junio de 1999.
[14] Véase: Cirlot, Juan Eduardo, Diccionario de Símbolos, Ed. Labor, Barcelona, 1981.
[15] Véase: Eliade, Mircea, Lo Sagrado y lo Profano, Ed. Guadarrama, edición 1981.
[16] Véase: Eliade, Mircea, El Mito del Eterno Retorno, Alianza, Madrid, 1951.
[17] Véase: Sonnier, George, La Montaña y el Hombre, Editorial R.M., Barcelona, 1977, pág. 262.


 














 




 

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