domingo, 19 de mayo de 2013

Ensayo



 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

DECADENCIA, NAZIS Y LEYENDA URBANA


GRANDES HOTELES ABANDONADOS DE LA ARGENTINA




EDEN HOTEL

GRAN HOTEL VIENA

CLUB HOTEL DE LA VENTANA

BOULEVARD ATLÁNTICO HOTEL





 

 

 

 

Por



Fernando Jorge Soto Roland




PRÓLOGO




 

 

Desde muy chico me hechizaron los lugares abandonados y cuanto más grandes eran mejor. Todavía recuerdo con emoción aquella "exploración" que hiciéramos con Alejandro Arras dentro de una fábrica abandonada de repuestos, en la ciudad bonaerense de Bolívar. Teníamos apenas unos doce o trece años, pero la fascinante perspectiva de aquel pasillo polvoriento, lleno de anaqueles hasta el cielorraso, iluminado por la titilante luz de una pequeña linterna "ojo de gato", perdura en mi memoria, después de tres décadas y media.

Imposible olvidar el sector de los talleres, con sus fosas repletas de agua sucia producto de las lluvias y las filtraciones, que terminaron inundando los espacios donde, años atrás, trabajaban operarios sin imaginar que algún día dos imaginativos niños iban a incursionar por ellos, creyéndose arriesgados aventureros.

Recuerdo muy bien los vidrios rotos de una pequeña oficina del primer piso y su escritorio de metal (con esquinas redondeadas) cubierto de polvo y una máquina de calcular eléctrica pudriéndose sobre él.

¡Era de otro mundo!

Pero mayor fue mi fascinación infantil al toparme, en la zona de los garajes, con una montaña de libros viejos, apilados sin orden ni concierto, en medio de un predio por el que antes debían haber circulado camiones con carga. De todos esas hojas, amarillentas y negras de moho, sólo una perdura en mi memoria: la de una novelita de quiosco que tenía por título "Las Aventuras del Zorro".

Confieso que estuve a punto de llevármela a casa como souvenir, pero no lo hice. La futura y segura reprimenda de mi padre se me representó antes de tiempo. ¿Cómo iba a "tocar" algo que no era mío? Por eso lo dejé. Y me alegro. De haberla tomado, con seguridad hoy no la tendría tan presente en mis recuerdos.

Aquella antigua fábrica de repuestos de autos debió ser el catalizador de mis futuras excursiones, porque, más o menos desde entonces, los lugares en ruinas estuvieron siempre presentes en mi imaginario personal. Con el tiempo me terminé dedicando a la historia y a la búsqueda —intermitente— de ciudades perdidas en las selvas del Perú.

En 1998, ya más "crecidito", dirigí una expedición al Amazonas peruano en busca de la mítica ciudad de Vilcabamba "La Vieja", la última capital de los incas rebeldes tras la conquista española. Después varios días de penurias físicas, llegamos a ella y una vez más el encanto embriagador de ver la obra del hombre devorada por los elementos me hizo sentir vivo. Ya no era una fábrica lo que habían abandonado, sino un poblado entero, con sus muros de contención, sus terrazas agrícolas, palacios, viviendas y plazas ceremoniales, cubiertas de vegetación y raíces centenarias.

Quise volcar en palabras esas experiencias en un librito que publiqué al año siguiente, pero siempre entendí que no lo había conseguido cabalmente. Por ese entonces, a poco de haberme graduado de la Facultad de Humanidades, estaba más interesado en ser "complicadamente objetivo" y seco en el discurso que en dejar fluir mi subjetividad como escritor abocado a la historia.

Una década más tarde, creo que eso ha cambiado. Aún así, lo que permanece es mi gusto por las ruinas del pasado, por esos espacios hoy inhóspitos y en los cuales —antaño— hombres y mujeres lucharon y vivieron, día a día, como lo hacemos nosotros hoy.

Son esos contrastes los que me movilizan. Lo hicieron cuando era un niño, lo siguen haciendo en mi adultez.

En enero de 2009, durante las vacaciones de verano, mientras pasaba con mi familia unos relajados días en la provincia de Córdoba, redescubrí que la adrenalina aún fluía por mi cuerpo al visitar el Eden Hotel de La Falda, un antiguo y señorial hotel construido en 1898 —plena Belle Epoque— abandonado por más de veinte años.

Hoy el lugar, recuperado en parte por la Municipalidad y algunos comprometidos vecinos de La Falda, está siendo restaurado. El proyecto es el de convertirlo en el futuro en un centro cultural histórico-recreativo que le permita a la gente conocer y disfrutar el patrimonio histórico de la región.

Aún así, el Eden Hotel no está en óptimas condiciones. Sucesivas remodelaciones y el paso del tiempo han transformado al edificio en una mera sombra de lo que fue. Olvidado, saqueado, desmantelado, el orgulloso gigante del valle de Punilla todavía muestra sus cicatrices, a pesar del bienintencionado maquillaje que le colocan sus actuales concesionarios. Recorrerlo es volver al pasado para conocer su futuro. Verlo luchar contra las filtraciones de humedad, los insectos, el calor, el frío y la falta fondos necesarios, es reconocer las muchas causas de su actual decadencia.

Y heme allí, después de tantos años, interactuando de nuevo con un escenario de reflexión fascinante. Ése fue el origen de este libro en el que pretenderé analizar no sólo la historia de un conjunto de hoteles, sino establecer una provisional reconstrucción de sus significados, vivencias, mitos y aspectos particulares de los mismos.

Para ello he recurrido a diversos tipos de fuentes, escritas y orales, recopiladas in situ. Asimismo, tal como el oficio lo requiere, tuve que efectuar una necesaria selección. Era imposible considerarlos a todos y preferí centrarme en aquellos que conozco personalmente.

Cuatro serán los grandes hoteles estudiados.

A pesar de sus diferencias, todos tienen en común una serie de condiciones que permiten que los agrupemos: fueron construidos entre fines del XIX y primeras décadas del XX; representan los ideales de una época que ya no existe; comparten leyendas semejantes a nivel de la creencia popular y, finalmente, todos terminaron abandonados y carcomidos por la naturaleza.

Ellos son: el Eden Hotel de La Falda, provincia de Córdoba; el Gran Hotel Viena, en la localidad cordobesa de Miramar, frente a la inmensa laguna de Mar Chiquita; el Club Hotel de la Ventana, en la provincia de Buenos Aires y el Boulevard Atlántico Hotel, en el pueblo costero de Mar del Sur, a pocos kilómetros de Mar del Plata.

Espero despertar por ellos el mismo interés que esos hoteles despertaron en mí.



 

 

AGRADECIMIENTOS



 

A lo largo de la redacción de este libro tuve la enorme fortuna de encontrarme con gente sumamente generosa y gentil que supo informarme y guiarme por los intrincados recovecos de los cuatro hoteles que he investigado. La historia regional está, sin dudas, en deuda con todos ellos y no dudo que, con el tiempo, pasaran a engrosar las páginas de futuros ensayos, considerándolos personajes relevantes del devenir social, político y cultural de cada pueblo. De todos recibí ayuda, información y consejo, sabiendo infundirme el valor para escribir y publicar esta obra.

En primer lugar quisiera dar las gracias a la señora Patricia Zapata, Guía miramarense del Gran Hotel Viena y miembro fundadora de la Asociación Civil Amigos del Gran Hotel Viena, con quien recorrí aquel querido complejo en ruinas durante días enteros, tratando de rescatar indicios que permitieran reconstruir parte de su historia real e imaginaria. Mucha de la información recabada se la debo a ella y a su inalterable pasión por la historia del edificio. De no ser por su generosidad y compromiso con la historia del Gran Viena, su pasado seguiría siendo mucho más oscuro de lo que es en la actualidad. Del mismo modo vayan mis gracias para el señor Leonardo Bergia (Tesorero de la Asociación Civil Amigos del Gran Hotel Viena) y al Licenciado Carlos Ferreyra (Director del Museo de La Para, Córdoba), por el apoyo, gentileza y datos que supieron brindarme.

Asimismo quiero expresar mi gratitud a la Licenciada Úrsula Brendecke, Supervisora Formación Profesional y Capacitación de la Cámara de Industria y Comercio Argentino-Alemana y a la señorea Directora General del Instituto Pestalozzi, Claudia Frey-Krummacher, por las gestiones que hicieron para que pudiera contactarme con la Embajada y la Cámara de Comercio antes nombrada. Del mismo modo, vayan mis gracias para María José Pérez Sánchez, Gerente Relaciones Públicas y Responsabilidad Social / Abteilungsleiter Öffentlichkeitsarbeit und Soziale Verantwortung Cámara de Industria y Comercio Argentino-Alemana Deutsch-Argentinische Industrie- und Handelskammer, por la solidaridad y confianza que me insufló al buscar contactos. Doy las gracias al Profesor Germán Friedmann, historiador e investigador destacado en el estudio de "La Otra Alemania", por sus consejos a la hora de ubicar en los archivos del CEMAL (Centro de Estudios Migratorios de América Latina) a ciertos personajes que se nombran en el libro. Vaya mi agradecimiento también al Ingeniero Ángel D. Stamati de la Compañía Construcciones Confort S.A., (nieto de uno de los constructores del Gran Hotel Viena) por los datos que supo generosamente suministrarme. De la misma manera, gracias a la Profesora Mariana Elizabeth Zapata, Directora del Museo Fotográfico de Miramar (Córdoba), por la información suministrada y su amor por el conocimiento de su pueblo.

También quisiera extender mi gratitud al señor Eduardo Gamba, propietario del Boulevard Atlántico Hotel, abnegado cuidador de ese precioso edificio de Mar del Sur, por su tiempo y juicios. Nadie mejor que él para sumergirse en la historia de esa joya arquitectónica de la costa bonaerense. Su historia personal y la del hotel se funden en una sola. Muchas gracias a Daniel Boh, Director del Museo Municipal "Punta Hermengo" de Miramar (Prov. Bs As), por el material suministrado acerca de la historia de la ciudad y del hotel. Su desprendido aporte fue indispensable para reconstruir parte de la historia local del edifico.

Quisiera dar muy especialmente las gracias al señor Ariel Mansani, Guía del Eden Hotel de La Falda, por el enorme conocimiento que tiene de la historia del edificio y sus leyendas. Ariel fue el principal instigador —sin saberlo— de este libro. Su entusiasmo y maestría a la hora de mostrar el Eden fue el catalizador que me indujo a investigar sobre el tema de los grandes hoteles abandonados de la Argentina. De la misma manera, vayan mis gracias a todos los empleados de dicho complejo turístico, con quienes —café de por medio— me enteré de muchas de las leyendas urbanas que circulan en torno al mismo.

Tengo además una deuda pendiente con Alberto Domínguez, amigo y hermano de toda la vida, por haber leído y criticado el primer borrador, como así también con mi madre, María Enriqueta Roland —correctora infatigable de mis escritos desde que tengo uso de razón— y con mi padre, Jorge Alberto Soto, por haber sido, también, uno de los primeros y "amorosos" críticos de mis escritos.

Vaya del mismo modo mi agradecimiento a Alejandro Guaschino, amigo, psicólogo y "consejero intelectual" desde hace casi treinta años. Alejandro siempre ha sabido encarrilarme en los temas, criticando y debatiendo aquellas ideas no compartidas. Hay mucho de él en este libro.

Finalmente, y no por eso menos importante, gracias a Verónica Martín, mi mujer, y a mis hijos, Rodrigo y Florencia Soto Bouhier, que fueron los más cariñosos compañeros de viaje y a los que muchas veces agoté visitando hoteles en ruinas. Estoy convencido que sin el apoyo y paciencia que me tuvieron este ensayo hubiera quedado en el cajón de lo proyectos irrealizados.

Para todos ellos está dirigido.



Fernando Jorge Soto Roland

Buenos Aires, Setiembre de 2009




 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

PARTE I

INTRODUCCIÓN




 

¿En qué radica la extraña fascinación que muchos sentimos por los lugares abandonados? ¿Qué secretos resortes son los que actúan cuando recorremos los viejos hoteles en ruinas de fines del siglo XIX y principios del XX de la República Argentina? ¿Será que simbolizan de manera concreta la permanente decadencia de un país inconcluso que nunca termina de consolidarse o son ellos, más allá de los juicios ideológicos, una metáfora de la propia degradación a la que todos estamos inexorablemente condenados?

Ver y recorrer esos antiguos hoteles es impactante. Moviliza emociones muy profundas. Nos hacen pensar en el gran tema de la impermanencia. Al fin y al cabo, todos nos convertiremos en ellos.

Conociéndolos es posible recrear intelectualmente esa fantasía —casi mórbida— de imaginarnos parados ante nuestras propias lápidas y lo extraño es notar cómo la nostalgia por "los tiempos idos" emerge. Allí, la historia se vuelve ladrillo. Los sueños y proyectos de varias generaciones quedan reducidos a meros escombros.

Todas las ruinas despiertan sensaciones parecidas.

Transitar por sitios como Machu Picchu (Perú), Hercolano (Italia), Akrotiri (Grecia) o Tiahuanaco (Bolivia), producen esa secreta efervescencia de sentirnos mortales. Aún así, espacios como los señalados, pueden resultarnos ajenos a nuestra sensibilidad y experiencias más directas. Ellos no dejan de ser parte de mundos que no conocimos directamente; lugares que sólo podemos imaginar en sus momentos de esplendor a través de las reconstrucciones que hacen los arqueólogos. Ruinas de ese tipo guardan una cierta dosis de exotismo, producto de lo mucho que ignoramos. Eso es lo que nos aleja un poco de ellas. En el fondo, no dejan de ser ejemplos que pertenecen a otros hombres, a otros mundos, que todavía intentamos reconstruir a partir de indicios.

Con los grandes hoteles —o lo que queda de ellos— sucede algo semejante, pero la cercanía cronológica y cultural que guardamos con esos gigantes abandonados nos estremecen aún más. En ellos advertimos aspectos que nos son más propias como sociedad y el material documental —y los testimonios orales sobrevivientes— nos emparientan con sus días de grandeza.

Edificios y hoteles abandonados, ciudades fantasmas y pueblos olvidados del interior. Ruinas de construcciones recientes, esperpentos de una euforia muerta, salinizada, devorada por las bacterias y los hongos de la decadencia (únicos herederos de este planeta en el que evolucionamos como especie dominante). ¿Cómo no sentir pasmo frente a esa realidad corroída? ¿Hay forma de mantenerse impertérrito ante ese espejo de nosotros mismo?

Imposible es renunciar al espíritu romántico de principios del siglo XIX al contemplarlos, tragados literalmente por una naturaleza a la que creemos dominar. Ya lo dijo hace tiempo el editor de un famoso libro:
"El romanticismo, más que un modelo práctico o una revolución literaria, es un concepto de la vida y de los hombres, que muchos sostienen no está adscrito a un determinado momento del siglo XIX, que es cuando triunfó literaria y estéticamente, sino un patrimonio privado de todos los que valoran, en su esencia íntima, en su subjetivismo trascendente, el mundo idealizado y soñador del espíritu, ante la mujer y el amor, ante la misma historia".

Y creo lógica la sorpresa.

Nos han dicho, desde chicos, que somos los reyes de la Creación y que el mundo está disponible a nuestros deseos. Nos tragamos el cuento. Nos inventamos una sensación de seguridad prepotente frente a la naturaleza, no queriendo ver que sólo ella es la que dispone de todo el tiempo que existe para aguantar y regenerarse. Es sólo cuestión de paciencia. No conciente, por supuesto.

Hay en el mundo sitios incomparables, maravillosamente tétricos, que nos anuncian algo que muchos no quieren ver. Son esos lugares fantasmales los que nos cuentan la historia de la soberbia, estupidez y muerte que no deseamos racionalizar, ni tener presente: la del deterioro inevitable de la vida y de las cosas. Porque una "ruina" es eso: un anticipo del mundo por venir; una profecía materializada de nuestro ineluctable destino.

¡Qué maravillosos contrastes nos develan! ¡Cuánto aprendemos o deberíamos aprender frente a ellas!

Visiones de abandono y desidia, el devenir de los viejos hoteles de Argentina, nos revelan una historia triste pero cargada de vida, aún cuando ante ellos ésta parezca estar ausente.



 

 

CAPITULO 1



LA NOSTALGIA Y LA COQUETERÍA DE QUERER PERDURAR EN EL TIEMPO




"A la sociedad no le gusta que se le recuerde

que junto al camino de la razón existe el

mundo oscuro de la pasión
."

Maffesoli, Michel, El Nomadismo. Vagabundeos iniciáticos,

FCE, México, 2004, pág. 13.

"Como reza el dicho: de esta vida

no saldremos vivos
."

Weisman, Alan, El Mundo sin nosotros,

Debate, Argentina, 2008 pág. 367.



 

La nostalgia está cargada de ideología y poder. Recrea un pasado (muchas veces no tan "perfecto" como se quiere o pretende) en el que se sobredimensiona lo utópico y se añoran los proyectos que se evaporaron de las manos, mostrando la rudeza del contraste que se establece entre lo real y lo imaginado, entre lo que "es" y lo que "pudo ser".

Hoy, iniciando el siglo XXI, miramos hacia atrás y no podemos encontrar en la centuria pasada demasiadas cosas por las cuales sentirnos orgullosos. Guerras, revoluciones, matanzas, campos de concentración, hambre y tortura, convierten el siglo XX en ese siglo "breve y cruel" (1914-1991) del que nos habla Eric Hobsbawm. No podemos hallar en él la Edad de Oro de los viejos mitos clásicos. Sería falsear la realidad, por más telefonía celular, computadores y satélites que hoy nos obnubilen. El siglo XX prometió mucho, pero desilusionó muchísimo más, por eso fue un siglo tremendamente nostálgico. Y el objeto de nostalgia, en este caso, no es algo que haya existido, sino un sueño que no terminó de materializarse: el del progreso indefinido y el feliz bienestar de toda la humanidad. Por eso mismo, la nostalgia no es sentimiento, sino también resentimiento.

La nostalgia exuda amargura. Somos una generación que sufre, que añora un mundo perdido que no supimos conservar o construir, tal como lo habíamos imaginado. «Los hombres del siglo XX han hecho de la añoranza culpable una forma de vida cotidiana.» Y los hoteles abandonados que estudiamos producen ese sentimiento cuando los recorremos.

En Argentina, la nostalgia por la Edad de Oro se identifica con el conservadurismo de la oligarquía que controló y explotó el país en beneficio propio durante varias generaciones.

¿Es la nostalgia conservadora? En algún aspecto sí. En otros quizás no tanto. Por lo general, cuando se piensa en la Argentina del siglo XIX y principios del XX nos imaginamos un país próspero, "granero del mundo", presente en el contexto internacional y civilizado, como sinónimo de "europeizado". Todos los hoteles en estudio revelan ese sentimiento de superioridad, propio de las clases más pudientes. Pero también nos encontramos con otra nostalgia, una revolucionaria, combativa, guerrillera, que no nos proyecta hacia atrás sino hacia delante, hacia un futuro en el que ya no prevalecen los hoteles de lujo sino un turismo socializado y extendido a todas las clases sociales.

La nostalgia del conservador es la del "Paraíso Perdido", cuando los dueños de esos hoteles eran los amos absolutos y "los otros" buenos salvajes, sumisos y obedientes servidores; meros espectadores de un mundo reservado a los "propietarios de la patria".

Los hoteles patricios del pasado se conmueven, entonces, con la utopía y el poder —en parte— perdidos.



El Edén Hotel, el Gran Hotel Viena y el Club Hotel de la Ventana, entre otros, son (o han sido hasta hace muy poco) lugares abandonados, imágenes del olvido y decadentes testimonios de épocas pasadas que anuncian el fracaso de aquellas ideas que los vieron nacer. Irónicamente, el paso del tiempo, el descuido y el desinterés de los que son depositarios, colocaron a esas cabales señales arquitectónicas del optimismo fuera del camino de progreso que pretendieron encarnar al momento de sus construcción. Voces perdidas de utópicos fracasos que nos acercan a la nostalgia que producen todas las decadencias.

Planeados como sitios de lujo, perfectos, disponibles sólo para un sector privilegiado de la población, sus ruinas los democratizaron, facilitando el ingreso de cualquiera a sus predios exclusivos; usurpados por animales y grupos desplazados de la sociedad, que conviven en ellos renunciando al modelo de civilización que esos hoteles intentaron representar.

Como "grietas del progreso", nos fascinan estética y emocionalmente de una modo difícil de explicar con palabras. El abandono tiene su poesía y su misterio (típico en todo aquello que no se comprende cabalmente) y por más historias desconocidas que los viejos hoteles encierren, sus ruinas nos permiten comprender el presente a partir de ese pasado cercano que personifican.



La nostalgia que despiertan estas viejas construcciones nos traslada a "otro lugar" en donde el tiempo áureo se preserva incontaminado, entreviendo en sus paredes descascaradas cómo se vivía antes. En ellos el "tiempo del anhelo" se transforma en el "espacio del anhelo", recordado permanentemente en los pocos textos que se publicaron sobre estos hoteles, como así también en las guiadas turísticas que conducen a los visitantes por sus cuartos y salones en decadencia. Al enumerar los objetos de lujo que tenían, el mármol de Carrara que decoraba sus escaleras y muros, la cristalería inglesa, la mantelería italiana, los mosaicos y azulejos alemanes, las arañas de bronce y demás artículos de valor, no hacen más que reeditar el anhelo del que hicimos mención.

Todo un pasado material saqueado, destruido y olvidado, del que sólo quedan restos distribuidos en algunas mansiones privadas (producto del robo), como queriendo retener en sus vitrinas a ese país utópico y elitista que les pertenecía y aún añoran.



El tiempo, como la nostalgia, nos remite siempre a la idea de la irreversibilidad. El pasado ya no puede alcanzarse. Las líneas del progreso están corroídas y la modernidad en agonía, por eso las ruinas siguen siendo un impulso a la nostalgia. Probablemente sea ese el motivo por el cual siguen incentivando respeto. Las ruinas de los grandes hoteles extractan los sueños de una época en la que todavía el optimismo permitía imaginar un futuro.

Pero el siglo XX se encargó de hacerlos pedazos.

Las ruinas antiguas se nos muestran como "interesantes", las de comienzos del siglo pasado, "desmoralizadoras". Es que están demasiado cercanas en el tiempo a nosotros. Son ruinas contemporáneas y como tales parecen seguir transmitiendo una promesa que ya no puede cumplirse. Como dice Andreas Huyssen, «generan una nostalgia reflexiva: la de ver la modernidad hecha ruina

Los grandes y antiguos hoteles abandonados de la Argentina son un claro reflejo de todo lo dicho. Otros, más nuevos, seguramente no tendrán la posibilidad de convertirse en ruinas, envejecer y quedar como testimonios de una época. Muchos serán demolidos pero la mayoría caerá en poco tiempo por la simple precariedad de su construcción. Ya no los fabricamos de la misma forma. Desaparecerán del mapa y de la memoria, desvaneciéndose a causa de su "mala calidad" o gracias a un lifting arquitectónico, que los recicle y los haga parecer "nuevos" otra vez.

Por otro lado, en una época como la nuestra, donde la perspectiva histórica importa muy poco y el secreto de la felicidad es "vivir el día a día" en un presente eterno —como el de los perros o los gatos— las ruinas dejan de jugar ese rol central en la legitimización del poder, garantizando los orígenes y autentificando la autoridad. Sin perspectiva histórica son meras piedras y paredes sin contenido. Mugre, suciedad, escombros. Para muchas personas los restos de los viejos hoteles son eso. Nuestra tarea como historiadores será reflejar el multívoco sentido que tienen. Como los buenos libros podemos extraer de ellos muchas lecturas. Lo importante es no dejar de leerlos y que cobren la relevancia que nunca dejaron de tener, por más que la historia —finalmente— sea algún día aplastada por la naturaleza.



Aunque muchas veces lo parezca, no todo tiempo pasado fue mejor. Podemos entender eso desde la nostalgia. El sentimiento de pérdida es algo inherente al nostalgioso, que suele centrar su atención en las cosas o condiciones que ya no tiene, desatendiendo lo que conserva o puede conseguir. Hay cierta vocación a quererlo todo, a no tolerar perder nada, a ver el presente como una decadencia o reflejo imperfecto de un pasado idealizado que se añora y se sueña con repetir. Pero esos días, como la juventud, no volverán jamás. De allí la congoja y los desafueros que sufre el presente, a pesar de sus propios logros.

Congoja conservadora que observa en lo lejano el ideal a seguir.

Lo que está lejos en el tiempo, pero también lo que está lejos en el espacio es superior a todo. "En esa otra época, en aquel otro país, las cosas sí funcionan bien". Todo esto me recuerda la metáfora incaica de la montaña: hermosa, pura, diáfana, a la distancia; pero tortuosa, empinada, repleta de grietas y rocas cuando se camina o escala por ella.

Es el pasado convertido en paisaje.



La coquetería de querer perdurar en el tiempo es algo inherente a todos. "Escribir un libro, tener un hijo, plantar un árbol" es ya un símbolo tradicional de ese deseo. Descomprime la congoja y la angustia que nos produce el hecho de saber que nuestra identidad quedará diluida en la nada; que todo es cuestión de tiempo y que a la larga nuestro paso no será advertido. Por momentos nuestras construcciones pueden crearnos el espejismo de vencer al olvido. Pero nos equivocamos. A menos que seamos constructores de gigantescas pirámides —verdaderas montañas artificiales— capaces de superar los 5000 años de permanencia, nuestros edificios se descascararán hasta venirse abajo.

Requieren de un mantenimiento permanente. Si no se los cuida, desaparecen. Sin los ingenieros el proceso de deterioro se aceleraría drásticamente y el dominio humano sobre la naturaleza se advertiría como lo que en realidad es: una ilusión.

Los antiguos y abandonados hoteles argentinos expresan esa finitud; reflejan lo que muchas veces olvidamos: que el oropel es mero maquillaje y que brilla sólo por un tiempo.

Como dice Cioran, «rejuvenecemos en el contacto con la muerte». Nuestra dimensión temporal se relativiza frente a sus ruinas, que redimensionan la duración y los años cobran sentido. Es como visitar un cementerio: siempre nos recuerdan que vamos hacia allí.

¿Qué sería el tiempo sin ellos?



Para los juiciosos viajeros ilustrados, las ruinas y restos arqueológicos de culturas desaparecidas, se presentaron como una afirmación de la ciudad —de la Razón— sobre la naturaleza; ya que lo urbano
fue considerado, desde los tiempos clásicos, foco de civilización, humanidad e ímpetu antropocéntrico; núcleo de elevación intelectual y moral.

En las ruinas, los viajeros del siglo XVIII pretendían encontrar saber, conocimiento y una prueba indeleble de la fuerza de voluntad que expresaba la supremacía de lo humano sobre la naturaleza salvaje, ahora domesticada. Por ese motivo, los hijos de familias adineradas que viajaban por Europa en verdaderos "tours pedagógicos culturales", orientaban sus intereses hacia países como Italia y Grecia, cunas de la cultura occidental y proveedoras de testimonios artísticos y arqueológicos que los conectaban con esos ideales racionalistas que tanto buscaban.

Las descripciones, mediciones y asépticas "miradas de arqueólogos" de aquellos iluministas nada tienen que ver con el aporte que hicieron los viajeros románticos, más inclinados a ver en las ruinas la nostalgia de un pasado irremediablemente perdido y el inevitable paso del tiempo.

La mirada romántica se centró en la naturaleza, que siempre terminaba, en definitiva, por vencer a la obra humana. La vida no era otra cosa que un largo camino hacia el olvido y los restos de la antigüedad o de la Edad Media, fueron leídos como signos del fatalismo por venir. Con los viajeros románticos, y su gusto por la muerte, las ruinas adquirieron un carácter fúnebre; clara muestra de la impermanencia de todas las cosas y ejemplo evidente de la pérdida y lo desconocido. Las ruinas escondían más de lo que revelaban y personificaron así el misterio. Se cargaron de poesía y reflexión, gracias a la imaginación que se les supo imprimir en textos y dibujos.

En sus viajes, el romántico no sólo observa; también cavila sobre su propia finitud cuando se detiene ante los restos de lo antiguo. Por eso no fue casual que escenarios como la noche, los paisajes lunares, los sepulcros, sitios abandonados y cementerios, hayan sido parte de sus recorridos y espacios predilectos para intentar una aproximación a los tiempos pasados.

Por otra parte, el aumento del interés por las costumbres, hábitos y situación política general, enmarcados en un proyecto intelectual por rescatar la "identidad nacional", hizo que se buscara en los restos arquitectónicos de épocas pretéritas "la esencia originaria" del orgullo nacionalista, o la justificación que orientara la colonización de tierras consideradas atrasadas, incultas o bárbaras. Así pues, desde las primeras décadas del siglo XIX, nuevos temas se impusieron tanto en los escritores como entre los pintores. Castillos, templos, ciudades perdidas o exóticas esculturas rescatadas de la oscuridad de las selvas tropicales, empezaron a ilustrar decenas de libros de viajes, dando el puntapié inicial a los primeros estudios etnológicos y antropológicos. África, Asia y América hallaron en las ruinas testimonios de sus pasados ancestrales, pasando a ser elementos indispensables del paisajismo romántico.

En nuestro caso no necesitamos viajar a ninguna de esas partes. Nos basta visitar los viejos y abandonados hoteles de la Argentina.



CAPITULO 2



ANTECEDENTES




 

Es notable la escasa bibliografía que disponemos sobre la historia de la hotelería en Argentina. Muy poco es el material editado y reducidas las investigaciones respecto de los viejos hoteles de fines del siglo XIX y principios del XX.

El material se encuentra —a cuentas gotas— desparramado en unos pocos trabajos, cuya publicación raramente excede el campo de lo local o las ediciones de autor. Constituyen parte de una historiografía regional, poco conocida, nada difundida, pero vital a la hora de realizar una síntesis del tema. Los libros que consiguen cubrir la falencia mencionada, tienden a ser meramente descriptivos, limitándose a elaborar listas de hoteles famosos o realizar una clasificación técnica sin arriesgar un análisis interpretativo que relacione el mundo del hotel con aspectos sociales, culturales y políticos (ni que hablar con la historia de las mentalidades o la vida privada).

El enfoque positivismo prolonga su estrechez de miras en este campo y aquellos que tímidamente intentaron un acercamiento, empezaron mal. Lo hicieron a partir de síntesis descontextualizadas que sólo resultaron ser una mera enumeración de hechos. No eran historiadores, sino especialistas en turismo dedicados a "buscar datos" que —aunque importantes— no agotan, ni mucho menos, la temática. Sólo la inauguran.

No es el objetivo de este trabajo explayarse detenidamente en la historia de la hotelería. Sólo pretendo —a partir de unos pocos hoteles, antiguos y emblemáticos de una época— esbozar un cuadro general sobre sus inicios, crecimiento y decadencia, reconstruyendo la vida social, las creencias e ideologías que se encerraron en sus paredes; y que aún se mantienen en el imaginario de la colectividad que acoge sus ruinas. Asimismo trataremos de mostrar las similitudes y diferencias que hubo entre ellos.



Siempre es difícil decidir cuándo una determinada práctica social empieza a imponerse. El problema de los orígenes no escapa ni es ajeno a la historia de la hotelería en nuestro país.

¿En qué momento alguien pagó por primera vez para alojarse en un sitio? Lo más probable es que ese tipo de transacciones se hayan dado desde los días de la conquista y colonización, cuando aparecieron las primeras postas a la vera de esos caminos que la arrogancia europea iba abriendo a medida que sus ejércitos ocupaban el continente. Por lo tanto, un puñado de conceptos surgen relacionados con el tema. Ellos son los de «viaje, motivaciones, camino y medios de transporte». No hay manera de desembarazarse de ellos. Son parte de la historia que nos ocupa.

Echando una mirada general a la historia de los cuatro hoteles seleccionados, podemos reconocer lo importante han sido los medios de transporte en el nacimiento de los mismos, especialmente el tendido de vías férreas, desde el último cuarto del siglo XIX.

En todos los casos, sin vías no hay hotel. Ni hay hoteles que puedan mantenerse sin el tendido vial. Sin trenes no hay pasajeros y sin pasajeros no hay huéspedes. Todo es parte del mismo negocio. "Desde sus comienzos, los medios de transporte han ejercido gran influencia en el desarrollo y evolución de la hotelería."

El ferrocarril fue la mayor innovación en los medios de transporte de la historia y el siglo XIX el escenario temporal en que se dio el milagro tecnológico. La primera línea férrea fue construida en Gran Bretaña en la década de 1830, uniendo la ciudad de Liverpool y Manchester, en una época en que el capital acumulado como consecuencia de la primera revolución industrial permitía inversiones que aportaron enormes beneficios, consolidando el mercado interno y fomentando el desarrollo de otros sectores, como la producción de ladrillos, madera, hierros y demás materiales de construcción.

El ferrocarril fue el motor principal de la economía y el mayor símbolo de progreso que una sociedad podía exhibir. Muy pronto se mejoraron las locomotoras y en las ciudades capitales se trazaron las primeras líneas de subterráneos. El mundo se hizo más pequeño que antes. Las conexiones más rápidas y la presencia del Estado en zonas a las que antes no llegaba con fuerza, tuvo un peso preponderante en el proceso de unificación política de muchos países del mundo (Argentina fue uno de ellos).

En 1900 ya había en todo el mundo casi 800.000 kilómetros de vías tendidas y el transporte por carretera no pudo, por entonces, competir con el sector ferroviario que mantuvo su supremacía hasta después de la Segunda Guerra Mundial (1945) por aparición de la aviación civil y la democratización del uso del automóvil (que popularizó la práctica turística generando una explosión en la construcción de hoteles).

En nuestro país los ferrocarriles evolucionaron por etapas. Martín Testani resume en un reciente trabajo sobre el tren de las sierras de Córdoba una excelente síntesis de dicho proceso.

En 1857 se construye el primer ferrocarril de la Argentina, con sólo 39 kilómetros de vías, comunicando la ciudad de Buenos Aires con el pueblo de San José de Flores. A partir de la organización nacional, entre 1860 y 1870, el tendido se extiende hasta llegar a los 732 kilómetros, con dos grandes compañías: la del Ferrocarril Central Argentino (FCCA) y la Ferrocarril Norte de Buenos Aires. En la siguiente década, de 1870 a 1880, se construyen la grandes líneas que se introducen en el interior del país, naciendo la empresa Ferrocarril Central Norte. Con ella ya se contabilizaban por entonces diez empresas en el rubro, sumando 2.432 kilómetros de vías.

Uno de los períodos más activos fue el que va de 1880 a 1890. Con 9.398 kilómetros de extensión, el tendido ferroviario unía a la ciudad de Buenos con las provincias más septentrionales (Catamarca, Salta) y localidades del sur como Bahía Blanca. Pero entre 1890 y 1900, como consecuencia de la crisis económica que azotó al país, la empresas ferroviarias se verán muy afectadas. A pesar de ello será en este período, como bien indica Testani, cuando se construye le ramal que une la ciudad de Córdoba con el pueblo norteño de Cruz del Eje.

Para 1900 la Argentina tenía 27.138 kilómetros de vías, de las cuales 22.998 Km. estaban en manos de empresas privadas (británicas y francesas) y 3.686 propiedad del Estado.

Como puede observarse, "(...) el desarrollo ferroviario en Argentina fue fabuloso (...) pero no podemos decir lo mismo de cómo fue planificado y coordinado por el Estado."



En la prehistoria de la hotelería nacional están las postas, rudimentarios lugares en los que la convivencia de los viajeros con los piojos y las vinchucas era regla cotidiana. Sitios de paso y descanso, las postas no pretendían despertar en el viajante ninguna experiencia hedonista, más allá de disponer de algún colchón vencido y el oloroso calor de un espacio habitado por gente en medio de una pampa deshabitada y peligrosa. Claro que eso espantaba a muy pocos y, cuando lo hacía, bastaba con decidir dormir a la intemperie.

Las postas servían como refugio y solaz en aquellas inmensidades coloniales, en donde la pampa más parecía un océano petrificado que otra cosa. Allí la idea de confort no existía. La dureza de las camas, el frío de las noche de invierno, la suciedad de las sábanas y frazadas, convivían con una incomodidad que no molestaba, porque siempre había existido. Aquellos hombres estaban hechos con otras fibras. Eran capaces de soportar padecimientos que nosotros no aguantaríamos, a menos que nos encontremos en situaciones extremas como, por ejemplo, una guerra.


"Las postas estaban a una distancia de cinco o seis leguas una de otra, raramente menos y a veces más(...). En general el mobiliario constaba de un pobre pergón formado de palos cubiertos de cuero de vaca, una mesa, algunas sillas o escabeles, reemplazados a menudo por bloques de madera o cabezas de vaca. En las postas, además de alojamiento, proporcionaban caballos sin monturas."



El alojamiento en los polvorientos caminos de la Argentina colonial carecía de comodidades y las pulperías eran los únicos lugares que brindaban algún tipo de resguardo al viajero. Por lo general muy cerca de la posta, la pulpería tampoco podía ofrecer demasiado. La intimidad en un cuarto era algo inaccesible ya que las habitaciones compartidas constituían la única opción, algo que hubiera sorprendido a cualquier burgués acomodado de fines del siglo XIX y principios del XX.

Las pulperías eran espacios públicos donde los actos privados de sus huéspedes quedaban a la vista de otros, diluyendo así la diferencia que hoy establecemos entre lo íntimo y lo público. Las fronteras se desdibujaban y nadie parecía reclamar otra cosa. No existían categorías a la hora de pernoctar en una posta. Todos iban a parar al mismo agujero. En más de una ocasión esos cuartuchos eran lujos para no despreciar ya que no todos los caminos tenían sus postas. Y las hubo famosas, como la Posta de Yatasto, en la vía al Alto Perú, o la de Villavicencio, en la región del Cuyo, hoy provincia de Mendoza.

Pero la Argentina era un país que, tras su independencia (1816), apostó a la inmigración para el fomento del progreso. Por ese motivo no pudo dejarse a un lado un problema acuciante: el del tipo de alojamiento que se les iba a dar a todos aquellos que venían de allende los mares. Esto llevó a que a mediados de la década de 1820 se decretara alojar a los recién llegados en un hotel confortable.

Según indica Patricia Pérez:



"En 1825 se establecía en un decreto reglamentario que la Comisión de Emigración debía tener una casa cómoda para alojar a los emigrados. Esta casa fue el primer hotel de inmigrantes en el que se alojaron los ingleses llegados desde Glasgow."



Para la década de 1880, la Argentina disponía de hoteles para inmigrantes en seis ciudades: Buenos Aires, Rosario, Santa Fe, Córdoba, Paraná y Bahía Blanca. Más allá de estos establecimientos, coordinados por el gobierno, los pueblos se distinguían por tener hoteles familiares, casas de familia que albergaban huéspedes a cambio de dinero, pero que no constituían empresas hoteleras en el sentido moderno del término. Muchas veces eran un mero complemento a la economía familiar, cuyo fuerte estaba en otra actividad. Al mismo tiempo, junto a esta hotelería artesanal, encontramos en Buenos Aires pequeños "albergues" que empleaban a muy pocas personas del total de la población de la ciudad, indicando así lo poco (o nada) que estaba desarrollada la actividad en esos días.

Recién a principios del siglo XX la hotelería de tipo familiar va desapareciendo gradualmente para dar paso a empresas hoteleras con claros fines de lucro y cierta especialización en la materia. Ya para la década de 1890, algunos empresarios de origen europeo, asociados con parte de los sectores oligárquicos del país, iniciaron emprendimientos hoteleros que tenían como modelo aquellos que demostraban tener mucho éxito en Europa desde hacía ya unas cuantas décadas.

Una vez más, el modelo del viejo mundo encandiló a estas mentes imbuidas de progreso y un número significativo de hoteles empezaron a ser levantados en las sierras y costas de la Argentina: el Boulevard Atlántico Hotel en 1886-1890, el Eden Hotel en 1898, el Club Hotel de la Ventana en 1911 y, un poco más tarde, hacia 1938, los primeros pasos de lo que sería el Gran Hotel Viena.

Cuando estos hoteles se inauguraron, el turismo contemporáneo no tenía el carácter masivo que tiene hoy día. Constituía una práctica social privilegiada, que sólo unos pocos podían disfrutar.

De origen claramente burgués y europeo, el alpinismo primero y el turismo de playa (veraneo) o balnearismo después, ya estaban impuestos al otro lado del Atlántico. Desde 1864 Saint Moritz tenía un hotel —el Engandiner Kulm— y un grupo selecto de visitantes, que fueron quienes impusieron el deslizarse sobre la nieve encima de "grandes raquetas" de madera. Se iniciaban así las temporadas de turismo invernal que, ya para principios del siglo XX, se había dirigido de Suiza a los Alpes franceses (Chamonix) y más tarde a Austria (Tirol). Para la década de 1920 ya existían en esos lugares clubes de esquí.

Países como Francia, Suiza e Italia se vieron favorecidos por sus montañas y costas, desarrollando el balnearismo y el alpinismo como ningún otro país lo hizo (o pudo hacer). Por el contrario, España no se vio tan beneficiada, no sólo por carecer de los beneficios naturales que los otros tenían, sino por los escasos medios de comunicación y el estereotipo de país primitivo, arcaico, conservador, que se le había endilgado. Por ese motivo no hubo en la vieja Hispania turismo exterior, sino uno de carácter interno que se intensificó con el uso del tren, especialmente hacia ciertos sectores de la costa (las playas de San Sebastián). Muy lentamente la hotelería española iría adaptándose a la demanda extranjera.

Muchas de estas tendencias (sino todas) se trasladaron a la Argentina en los transatlánticos que transportaban, ida y vuelta, a los miembros de la oligarquía que controlaba el país y, cuando por algún motivo éstos no pudieron seguir vacacionando en la "culta" y progresista Europa (por ejemplo cuando estalló la Primer Guerra Mundial), recrearon ese universo hotelero de lujo, en versión vernácula, dentro de nuestra fronteras.

Cuando en los primeros años del siglo XX apareció el automóvil, estas clases altas de la sociedad —movidas por el afán de diferenciarse del resto— lo convirtieron en símbolo de libertad y autonomía. Surgía así una nueva manera de viajar. Con el auto, las estructuras del turismo moderno se sacudieron violentamente puesto que la independencia que brindaba generó nuevos destinos y, por ende, nuevos hoteles. Desde esos días se observa también un fenómeno muy particular (existente hacía siglos, en la antigua Roma): el de la "segunda residencia" (la casa en la playa o en la montaña de los sectores pudientes).

Esta tendencia a europeizar el ocio de la alta burguesía se nota también — y por la misma época— en los Estados Unidos.

Al respecto, Miguel Ángel Acerenza, sostiene:



"(..) el hecho de que el turismo comienza a manifestarse primero en los extremos del continente, es debido a que la población de dichas regiones eran en su totalidad de origen europeo: anglosajones al norte y latinos al sur, los cuales trasladaron a las Américas la costumbre arraigada en el viejo continente de vacacionar en la orilla del mar durante los períodos estivales."




Con la mejoría de los derechos sociales de los trabajadores (reducción de los días de trabajo, avances tecnológicos, vacaciones pagas, etc.) la práctica del turismo —antes exclusiva a una minoría— se vuelve algo más masiva, aunque sin punto de comparación con el posterior turismo de masas, que todos los especialistas concuerdan se inicia a partir de 1945.

Y es comprensible que así ocurriera: los desastres de la I Guerra Mundial (1914-1918), la terrible crisis del ‘30 y la Gran Depresión, el fascismo y el posterior estallido de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), hicieron que Europa perdiera su atractivo por un largo tiempo, alentando el desarrollo del turismo y de la hotelería en nuestro propio país. Por ese motivo, "(...) el turismo se ha transformado en una actividad que es sinónimo de comercio, paz y prosperidad".



En Síntesis histórica de la Hotelería Argentina, Patricia Pérez proporciona una clasificación hotelera que revela claramente la evolución del turismo en estas pampas sudamericanas. Lo que se observa es el paso de un turismo de elite a un turismo de masas; de un turismo de pocos (y para pocos) en hoteles exclusivos, aislados, alejados del mundo y de las multitudes (los grandes hoteles), a un turismo de sindicatos, de obreros y sectores populares (los hoteles grandes), que "invadieron" los cotos de descanso de la oligarquía nacional (quien, de inmediato, buscó otros sitios donde levantar sus muros de exclusivismo).

La clasificación mencionada es la siguiente:

  • Hoteles de lujo
  • (grandes hoteles) y turismo-salud (fines del siglo XIX y principios del XX)

  • Hoteles del ferrocarril
  • (último tercio del XIX y primeras décadas del XX)

  • El hotel Llao-Llao
  • (1938)

  • Los hoteles del Automóvil Club (ACA)
  • (desde 1961)

  • La hotelería sindical
  • (desde 1945)

  • Los hoteles grandes
  • (a partir de la década de 1970)

  • Apart-hotel y sistema de tiempo compartido
  • (década del 1980)

  • Turismo salud- hotelería sanitaria
  • (que resurge en la década de 1990).




Una vez presentado este breve panorama, pasemos de lleno a la historia de los hoteles seleccionados.



 

CAPITULO 3



EL BOULEVARD ATLÁNTICO HOTEL

Mar del Sud, Provincia de Buenos Aires




 

INTRODUCCIÓN



Como tantas otras veces en la Argentina, fue una inesperada coyuntura económica —devenida en crisis hacia el año 1890— la convirtió al Boulevard Atlántico Hotel en un despropósito empresarial y arquitectónico en medio de la nada.

Su monumental edificio sobresale hoy por encima de las achaparradas casas del pueblo de Mar del Sud; como lo hicieran las cúpulas de las iglesias en la época colonial, tantas veces descriptas por los viajeros extranjeros que se acercaban por barco a visitar esta parte austral del mundo. Pero la historia de este emblemático hotel muy poco se relaciona con acontecimientos religiosos y piadosos (por más que la ultraconservadora congregación del Opus Dei tenga a muy pocos kilómetros del pueblo una inmensa y bien equipada "casita de retiro espiritual").

Revolviendo en la memoria de su actual propietario —Eduardo Gamba— y en las páginas de los periódicos de la década de los ’90 —Sección Policiales— se puede reconstruir su pasado reciente, lleno de comportamientos turbios, crímenes, malversación de fondos, contrabando de armas, drogas y hasta un asesinato. Lejos está, entonces, de encarnar el espíritu cristiano de aquellas viejas parroquias con el que lo comparamos.

Rodeado de médanos y soledad —anacrónico— en una playa lejana del sur de la provincia de Buenos Aires, aislada y lejos de todo, el Boulevard Atlántico Hotel, cual una inmensa Difunta Correa, vio nacer y crecer a sus pies a todo un pueblo que hoy, a mas de un siglo de existencia, lucha por mantenerse —y mantener a sus 600 habitantes— conservando el aislamiento que tuvo en sus orígenes; hoy explotado turísticamente.

Es curioso que aquellas circunstancias que impidieron que Mar del Sud no llegara a ser el gran balneario que se pretendió al princicipio, sea hoy el motivo —después de tanto tiempo— que la convierta en una "slow-city" codiciada por todos los que buscan alejarse del mundanal ajetreo de las grandes ciudades, del ruido y gases contaminantes. Ese es el filón que explotan los residentes del pueblo: la tranquilidad extrema.

Pero el viejo hotel no pudo aguantar tanto.

Convertido en una "tapera de lujo", impresiona de lejos y sobrecoge de cerca.

Su estado actual es calamitoso y, a menos que algún consorcio internacional decida invertir unos buenos millones de dólares en su restauración y puesta en funcionamiento, el Boulevard Atlántico Hotel pareciera estar condenado a seguir siendo lo que es hoy: una ruina. Un símbolo de la decadencia general de las cosas. Un sueño que no pudo ser.

Clausurado en gran parte de sus secciones, desmoronado en otras, desnudo de pintura y yeso, con los cielorrasos destruidos y sin el conveniente mantenimiento, el hotel semeja el sobreviviente cadavérico de otra época. Una época más inocente, casi infantil, en la que los hombres todavía creían controlarlo todo; convencidos de poder encontrar el mismísimo Paraíso en la Tierra.

El Boulevard Atlántico Hotel surgió, como otros tantos "Grandes Hoteles", de una idea festiva, diáfana y simple, que nunca llegó a concretarse. Que nunca fue. Nació del placer por el ocio y la salud de unos pocos y el deseo de ganar más dinero con un emprendimiento inmobiliario que prometía fortunas. Nació con la arrogancia y confianza propia de un pionero, en un siglo XIX seguro y exaltado por la idea del Progreso. "Un siglo que jugaba; que todavía era un niño."

Su actual propietario, como el capitán de un barco condenado a hundirse, seguramente naufragará con él.

Se resiste a dejarlo.

Sería como renunciar a su propia historia. Como despegarse para siempre de sus recuerdos, asociados ya a esos húmedos muros.

Eduardo Gamba es el Boulevard Atlántico Hotel.

Es su voz y su historia viva. Su alma.

La única que todavía lo ocupa.



Hay una casa junto al mar

Sucia de viento y tempestad

De años feroces, de alta edad

Y de tristeza...

La vieja casa junto al mar

En una triste playa austral

Abandonada, sepulcral

Casi desierta...

Duerme, arrullada por el mar

Duerme, como un gran animal

Como un gran oso al hibernar

Su eterna siesta...

Duerme, no la han de despertar

De su letargo junto al mar

Ni de las gaviotas al volar

¡Mi triste casa junto al mar!

¿Sufre alguien más tu soledad?

¡Oscura cárcel junto al mar!

¿A quién encierras?

¿Quién es ese hombre fantasmal,

Tu compañero junto al mar

Otra alma nocturna y lunar

Que también sueña?

¡Duerme, ya tienes tu guardián

Triste palacio junto al mar!

Duerme tu sueño, tienes ya

Tu centinela...

Letra de la canción

«La Grande Maison sur le Mer"


Autor:
G. Chwojnik

Intérprete:
Astrid Lund Petersen




EN UNA PLAYA JUNTO AL MAR



Si algo caracterizó a los sectores dominantes de la Argentina durante el siglo XIX, especialmente después de 1880, fue la enorme capacidad que tuvieron como empresarios de diversificar sus actividades en distintos sectores de la economía.

Asentados en el poder que les daba la posesión de la tierra, actuaron en una variada gama de negocios que iban dirigidos a controlar el comercio exterior y las finanzas del país. Para ello no desdeñaron la producción ganadera y agropecuaria, ni la especulación, las maniobras corruptas y negociados, que tuvieron a fines de la década de 1880 como personaje emblemático al Presidente de la Nación, Miguel Juárez Celman y su unicato.

Emprendedores, confiados de sí mismo y de su poder, en ocasiones corruptos y profundamente convencidos de que el país les pertenecía, la oligarquía nacional se encargó de organizar el Estado en función de sus propios intereses, al punto de proyectar la creación de pueblos, colonias y balnearios con el doble propósito de ganar dinero con el negocio inmobiliario y, al mismo tiempo, levantar reductos de tranquilidad «lejos de la chusma», en donde poder disfrutar de la relajada soledad y resguardo que les brindaba la distancia y los precios inaccesibles para las mayorías.

Este es el telón de fondo delante del cual se levantaron muchos hoteles de lujo en nuestro país, el Boulevard Atlántico Hotel incluido.

Pero al mismo tiempo era aquella una época de contradicciones sociales muy profundas, tanto externas (con el surgimiento de Estados Unidos como potencia) como internas. Los "Dueños de la Patria" sentían —con mayor o menor grado según los sectores— que su proyecto de "europeizar" la Argentina se tambaleaba y empezaba a "hacer agua" por distintas partes. El surgimiento de la clase media y del proletariado, entre 1880 y 1914, ponía "palos en la rueda" a un proyecto al que nadie antes se hubiera atrevido a criticar o frenar. Así cobró fuerza y se definió un sentimiento profundamente antipopular cada vez más marcado. El miedo y los prejuicios de clase convirtieron al trabajador —muchas veces inmigrante— antes dócil, en un energúmeno que exigía y se sublevaba, convirtiéndose en un nuevo protagonista social, contrario a los deseos de la burguesía.

Eso molestó mucho. Exasperó algunos ánimos y generó temor en otros. Por tal motivo se buscó distancia y los hoteles de lujo se constituyeron en islas descontaminadas a donde enviar por varios meses a los familiares directos, manteniendo en la imaginación la ilusión de que el mundo seguía siendo perfecto, culto, despreocupado y ajeno al dolor, el hambre y las enfermedades infecciosas.

Pero el poder de la oligarquía también se sustentaba en la asociación que tenía con el capital extranjero —especialmente británico, aunque también francés y alemán— ya sea como testaferros, socios o gerentes de ellos. Así púes, coparon casi todos los sectores de influencia pública y privada: la economía, la política, la policía, el ejército, las más altas dignidades de la iglesia y la administración estatal. Todo quedó en sus manos y para sostener ese poder enorme implantaron una democracia formal, fraudulenta y restringida. Se hicieron conservadores y usaron la "historia oficial" para autojustificarse. Controlaron las instituciones, manipularon la sucesión presidencial, manejaron el senado, el sistema electoral y a las provincias por medio de las intervenciones federales. Definieron un orden para ellos mismos. Ese orden —conservador en lo político, liberal en lo económico— tenía su "modelo original" en el Viejo Mundo —en Inglaterra—, aún cuando los intereses de los sectores pudientes seguían estando en la Argentina. Como dice Jorge Sábato, "eran estancieros que vivían en Europa" y trataban de reeditar aquí ese progreso civilizado de "base burguesa, blanca y muy culta".

Cual demiurgos capitalistas, sus ambiciones fueron infinitas. Sentían que podían —y que tenían derechos— para hacer lo que querían.

Y no les fue nada mal.

Un puñado de cuatrocientas familias se arrogó la representatividad de la nacionalidad y, como tales, algunos de ellos se arriesgaron a encarnar el mito del pionero abnegado, que en tantas historias locales sigue siendo loados como héroes de epopeyas desinteresadas.

El Boulevard Atlántico Hotel se ubica dentro de este contexto.



Fundado en 1874 por Jacinto Peralta Ramos y bautizado con su nombre actual en 1877, el pueblo de Mar del Plata rápidamente se convirtió en una estación balnearia de lujo para la elite argentina, confirmando así el origen burgués de las vacaciones.

Ya para 1887 el pueblo era un codiciado lugar de encuentro y descanso de las familias tradicionales y foco de suculentos negocios inmobiliarios, convirtiéndose en un centro vacacional de primer orden en toda América Latina.

Había surgido una nueva relación con la naturaleza en torno a la playa y el recurso descubierto se transformó en un importante catalizador de la economía, del ocio y del tiempo libre. Con la llamada "cultura de la playa", las clases altas no sólo encontraron el medio para acentuar sus negocios y ganancias, sino también una forma atractiva, cómoda y elegante para diferenciarse del resto. Así es como nacieron, en la segunda mitad de la década de 1880, los pueblos-balnearios sobre la costa atlántica de la provincia de Buenos Aires. Allí se inventaron las "vacaciones burguesas" y el litoral argentino se convirtió en el escenario a donde trasladar la idea de progreso, reconvertida por el espíritu de conquista, avance fundacional y extensión de las fronteras.

Como señalan algunos autores, hubo profundas diferencias en este proceso fundacional al considerar lo que sucedió al norte y al sur del pueblo de Mar del Plata.

Hacia el norte no fue el turismo el motor precursor de las nuevas estaciones balnearias, sino otras actividades económicas (la especulación en tierras, el negocio urbanístico, la valoración del terreno y la explotación de materias primas). Por lo tanto, el beneficio del turismo vino después de las fundaciones y sólo recién la playa se convertiría en el atractivo que llegó a ser.

Hacia el sur, las cosas fueron diferentes. Allí los pueblos nacieron siendo balnearios y sus "fundadores" estuvieron motivados no sólo por el espíritu expansivo que señalamos antes, sino también por una actitud imitativa generada por el éxito que Mar del Plata tenía entonces.

El asombroso negocio marplatense difundió el modelo y la costa sur de la provincia de Buenos Aires se convirtió en la tierra prometida de futuras inversiones y grandes ganancias. Así es como surgieron dos balnearios: Necochea (1881) y Miramar, fundada en 1888 por decisión de Fortunato de la Plaza, propietario de una enorme extensión de tierras a orillas del mar.

Más o menos para la misma época —entre 1887 y 1888— una sociedad anónima, formada por emprendedores e "idealistas" miembros de la burguesía ganadera, le compra a un gran terrateniente de la zona —Fernando Otamendi— 400 hectáreas sobre la costa para la fundación de un balneario, a unos 18 kilómetros al sur de Miramar.

Allí esperaban levantar un centro vacacional de primer nivel que incluso rivalizara con Mar del Plata y para ello contrataron a un agrimensor —el ingeniero Eugenio Moy— al que le solicitaron trazara los planos del pueblo para iniciar después el loteo de los terrenos. A fin de ganarle espacio a la soledad, en una zona casi primigenia e inculta, decidieron plantar su presencia civilizadora levantando un pequeño hotel, rudimentario y simple, en medio de las dunas. Pero las cosas no funcionaron tal como lo habían planeado. La arena móvil de la playa se devoró el hotelito y el emprendimiento se abandonó. El pueblo quedó como un mero proyecto.

Un año después, en 1889, Fernando Otamendi vende otras parcelas de tierra al Banco Constructor de la Plata S.A., una de las entidades más importantes de las finanzas de entonces, cuyo director —Carlos Mauricio Schweitzer— decide continuar con la idea de proyectar un balneario de lujo e inicia la construcción del Boulevard Atlántico Hotel, con la firme esperanza de poder convencer a las autoridades del Ferrocarril del Sur a extender un ramal hasta el sitio de la construcción.

Pero una vez más, las condiciones económicas fueron desfavorables. La crisis de 1890 ya empezaba a anunciarse y la empresa ferroviaria se negó a dilatar las vías hasta el sitio. Cuando la debacle económica finalmente estalló, el banco Constructor de la Plata quebró y el Boulevard Atlántico Hotel —ya terminado pero sin amueblar— quedó abandonado en medio de los médanos costeros, como un turbio augurio del siglo que se avecinaba.

En 1891, la Compañía Argentina del Riachuelo, una empresa en cuyo directorio había familiares directos de Mauricio Schweitzer, se hace cargo del hotel. El gigante seguía deshabitado, arrullado por el viento y la salitre marina, y así se mantuvo por más de una década: solo, vacío y en medio de la nada. El proyecto de convertir la zona en un balneario de elite había fracasado y mucho antes de que el hotel fuera inaugurado con "bombos y platillos" empezó a sufrir su decadencia.

A fines de 1891, la Fundación del Barón Mauricio de Hirsch trajo a la Argentina —en el vapor Pampa— a un contingente de 700 judíos blancos que escapaban de los pogromos zaristas. Pretendía ubicarlos como colonos en las provincias del interior. Después de permanecer en el Hotel de Inmigrantes del puerto de Buenos Aires, fueron enviados en tren a Mar del Plata y desde allí a Mar del Sud, ubicándose en las inmediaciones del ocioso Boulevard Atlántico Hotel.

La mala fortuna quiso que esa misma noche un tornado azotara el balneario y varios de los recién llegados fallecieran. Sus cuerpos fueron enterrados en los médanos cercanos, no sin antes estar a buen resguardo en el sótano del hotel. Tiempo después, los sobrevivientes se instalaron en la provincia de Entre Ríos y crearon en el pueblo de San Antonio una de las tantas comunidades de "gauchos judíos" del país.

Existieron varios proyectos empresariales para resucitarlo, como aquel que pretendió convertirlo en una clínica, pero tampoco prosperaron. Recién en 1904 el señor Agustín Cozar y Gallego empieza a administrar el edificio y a explotarlo lentamente. Por entonces entraron los primeros turistas, que en su mayoría eran empelados jerárquicos del ferrocarril (que nunca llegó) y familias (como la Otamendi) que tenían sus campos en la zona.

Para la década de 1920 el Boulevard Atlántico Hotel alcanza su período de mayor esplendor y el pueblo de Mar del Sur prosperará bajo su sombra, convirtiéndose desde entonces en un regular polo de atracción turística, no de las elites sino de las leudantes clases medias de la Argentina radical.

Según indica un folleto que se entrega en las visitas guiadas que se practican hoy en día, el hotel funcionó en manos de distintos concesionarios hasta 1972, cuando fue alquilado por el señor Eduardo Gamba.



EL HOTEL



De estilo neoclásico, proporciones exactas, cuatro columnas equidistantes en el frente de la planta baja y otras cuatro en el único piso superior, salpicado de altas puertas-ventanas con persianas de madera pintadas de verde, el Boulevard Atlántico Hotel, de base rectangular y dos patios internos con altísimas palmeras, consigue sumar 4500 metros cuadrados de superficie, entre comedores, cocina, hall de entrada y 80 habitaciones.

Levantado a sólo cien metros de la playa, entre dos arroyos —La Tigra y La Carolina—, derruido y decadente, el enorme edificio de 119 años permanece enhiesto soportando el paso del tiempo y el desinterés de muchos. Literalmente se está cayendo a pedazos y nada queda ya de las fiestas y congregaciones que en él se celebraban durante los veranos, que era cuando abría sus puertas. Fuera de temporada se convertía en un decorado vacío y aunque hoy sea su condición permanente, es posible a través de la tradición oral recuperar parte de esos días festivos en los que el Boulevard Atlántico Hotel recibía a sus clientes.

"Solía organizar en el hotel reuniones muy interesante en las que participaban congregaciones religiosas. En el comedor se cantaban hermosos coros gregorianos que retumbaban en todos los salones. También alquilaba las instalaciones a los mormones para celebrar una ceremonia en la que festejaban la mayoría de edad de los varones, que ocurría a los dieciocho años. Bajaban del primer piso por la escalinata principal, muy bien vestidos, todos de gala, incluso las chicas con vestidos de fiesta. Entonces, bailaban el Danubio Azul y sólo más tarde empezaba la fiesta que duraba hasta bien entrada la madrugada."

"En 1946, Mar del Sur era un páramo y el hotel se destacaba. No era demasiado lujoso, pero sí estaba bien puesto y con un restaurante bien servido", relata Sara Luisa Ponsati, una turista que se alojó en el hotel hace más de cincuenta años."Sus pisos estaban cubiertos de grandes alfombras coloradas. El patio de las palmeras era espléndido y las mucamas vestían de impecable uniforme negro con delantales blancos de broderie", agrega Irma Iriart, jubilada del correo de Mar del Sur y testigo presencial de aquellos dorados días.

A lo largo de su historia el hotel recibió predominantemente a sectores de clase media y algunos miembros de las familias tradicionales experimentaron verdadero interés en ir el lugar, pero nunca —como dijimos antes— llegó a ser el Titanic de primera clase con el que soñaron sus constructores a fines del siglo XIX.

El acceso a Mar del Sud fue dificultoso durante mucho tiempo. Sin una ruta en condiciones y 18 kilómetros que recorrer desde Miramar en incómodos carruajes por camino de tierra, hizo que el atractivo del balneario disminuyera bastante. Aún así, desde 1911 por sus amplios salones fue posible disfrutar de ruletas, bailes, cine, reuniones de etiqueta y juegos de salón.

Los turistas tenían también la opción de gozar de actividades al aire libre. El hotel había levantado en la playa una serie de casillas de madera para poder ponerse los trajes de baño antes de meterse al mar y de regresar con ropa adecuada al comedor. Del mismo modo, podían realizar largas caminatas por los médanos, cazar en los campos cercanos, realizar cabalgatas, jugar al tenis o a las bochas.

A la hora de comer el menú contaba de una entrada (fiambre), un plato principal, un segundo plato, postre y café. Nada se dice de la calidad de los vinos (un indicador importante a la hora de clasificar una institución hotelera, y que casi siempre ha sido el rubro con el que sus propietarios solían enorgullecerse). Dos eran los grandes comedores, capaces de albergar a 250 personas, iluminados con arañas de tulipas de vidrio redondeado y enormes ventanales que daban a la única y principal avenida del pueblo.

De los dos patios del hotel, lo más recordado son sus palmeras (hoy convertidas por Gamba en parte del logo que él mismo inventó para promocionar las ruinas que regentea). A ellas daban las habitaciones del interior, ubicadas en galerías que circundaban los patios y que todavía muestran sus barandas de hierro repujado, actualmente oxidadas y enclenques.

Pero como ya sabemos, no siempre fue así.

Después de muchos años de funcionamiento, el Boulevard Atlántico Hotel, volvió a cambiar de administrador. El 1972 y tras haber sido un asiduo huésped del mismo desde 1948, Eduardo Gamba alquiló el edificio y empezó a trabajarlo, pasando de turista a hotelero. Según él contó, el hotel congregaba a sectores medios altos en el mes de enero y a una burguesía menos poderosa en los días de febrero. Cuando en 1983 el propietario falleció, Gamba debió tratar con sus descendientes, que eran muchos y con intereses muy diversos. Lo cierto es que no sabían qué hacer con semejante mole. Se pensó en vender, pero pronto surgió la idea de demolerlo y lotear sus tierras. En esas circunstancias, Gamba sacó de la manga una carta que nadie esperaba: gracias a los contactos que tenía con la municipalidad de Miramar consiguió que el intendente de entonces decretara que el edifico fuera de "Interés Histórico Municipal" y como tal no podía ser derribado. Tras cuatro años de negociaciones, en 1986 Gamba consigue comprar el hotel en U$S 65.500 y lo explotará comercialmente hasta diciembre de 1993.

Pero desde la década del ’70 el Boulevard Atlántico Hotel ya no era el mismo de años anteriores. Sus instalaciones ya eran viejas y requerían de un mantenimiento permanente, que Gamba se lo daba con esmero año a año (el hotel sólo abría en los meses estivales).

"Tenía muchas goteras. En el mes de noviembre me instalaba en el hotel y con los 40 empleados que tenía (algunos locales, los más experimentados traídos de Buenos Aires) nos poníamos a acondicionarlo. Lo pintábamos (con rodillos que tenían bellas flores como decoración) y con brea tapábamos las goteras (que siempre eran muchas). Había hecho un plano de todas las goteras del hotel y con eso acelerábamos el trabajo. Aún así, en verano, cuando llovía y se venían esas fuertes tormentas, los huéspedes con quien tenía mucha confianza, me avisaban:"¡Eduardo, tengo dos en la habitación!. Entonces yo iba y le solucionaba el problema".

Casi podría decirse que se había convertido en un enorme hotel familiar, pero la parte más oscura de su historia estaba aún por llegar.



DECADENCIA



En diciembre de 1993 Eduardo Gamba se llevó la sorpresa de su vida. Le informaron que el hotel había sido usurpado por un grupo de personas, una banda mafiosa que no sólo le impidió el ingreso a su propiedad, sino que convirtió al hotel en un nido de negociados, intrigas, contrabando, trafico de armas, de drogas y prostitución.

Bajo las órdenes de un inescrupuloso personaje y su principal sicario apodado "el Uruguayo", el Boulevard Atlántico Hotel se transformó en una guarida desde la que se pretendió controlar a todo el pueblo. Pero encontraron resistencia en el panadero local, Rubí González, presidente de la Cooperativa Eléctrica de Mar del Sud.

Lamentablemente el choque de intereses terminó con un hecho de sangre y Rubí González acribillado a la vera de la ruta provincial 11, que comunica con la ciudad de Miramar.

"El crimen ocurrió en la noche del 28 de julio de 1996 cuando el ‘Uruguayo’ entrevistó a Rubí González en su panadería para pedirle que lo trasladara hasta la comisaría de Miramar. Le habría dicho que allí quería denunciar el incendio intencional que él mismo había ocasionado en la sede de la Cooperativa Eléctrica por indicación de su jefe para encubrir irregularidades administrativas, según se lee en el expediente. Rubí González accedió a llevarlo en su auto Miramar y en la mitad del camino El Uruguayo hizo descender del coche a González, le exigió que se arrodillara y utilizando un revólver calibre 32 le disparó varios veces a quemarropa, indicaron fuentes judiciales. El Uruguayo pensó que su víctima ya estaba muerta y huyó. Pero el cooperativista estaba herido de gravedad. La Policía lo encontró y lo llevó al hospital de Miramar. También secuestró el coche y un grabador que estaba funcionando y se hallaba en el auto. El Uruguayo fue detenido días después y puesto a disposición de la justicia ordinaria de Mar del Plata. Tras una larga agonía, González murió el 8 de setiembre de 1996. Una de las pruebas fundamentales contra El Uruguayo será la cinta que quedó en el grabador, donde quedó registrado el diálogo que mantuvo con González en los minutos previos a los disparos y en la que también se escucha el estampido de los tiros que finalmente lo mataron."

Con todas esas pruebas en su contra, el Uruguayo fue condenado en 1998 y recién entonces, tras cinco largos años, Eduardo Gamba recuperó su querido hotel. Pero el descuido y el saqueo se habían apoderado del viejo edificio. Con los techos destruidos, el yeso venido abajo y las canaletas taponadas por el guano de las palomas (verdadera plaga en la zona) la humedad y el agua profundizaron su tarea destructora y desde entonces fue imposible volver a habilitarlo.

El daño resultó irreversible.

Con todos los muebles robados, los pisos levantados y los cielorrasos venidos abajo, Gamba no tuvo más opción que cerrarlo e iniciar una larga lucha por atraer el interés de capitales (nacionales y extranjeros) con el objeto de devolverle su antiguo esplendor.



CAPITULO 4



EL EDEN HOTEL

La Falda, Provincia de Córdoba




 

INTRODUCCIÓN



De todos los antiguos hoteles de la "Belle Epoque", el Eden Hotel es, sin lugar a dudas, el más emblemático.

Lujoso e imponente, su estampa de reducto aristocrático aún conserva, después de 111 años, el mismo señorío que lo viera nacer en 1898, para combatir la tuberculosis y el aburrimiento de las clases privilegiadas de una Argentina conservadora.

Por él pasaron los miembros de la más rancia aristocracia nacional. En él se tejieron romances, negocios y, seguramente, negociados y conspiraciones. Sus salones y parques arbolados vieron transitar a reconocidas personalidades de la política, de la literatura, del cine y de la ciencia. Parte de la baja nobleza europea también se dio cita en ese rincón de las sierras cordobesas y no faltaron, ciertamente, personajes siniestros, como el criminal de guerra Adolf Eichman o —tal como señala la leyenda local— el mismísimo Führer de Alemania, Adolf Hitler.

El Eden Hotel tiene eso: la capacidad de combinar la realidad con la fantasía creando tal amalgama que, llegado el momento, resulta difícil distinguir lo que pertenece al campo de la historia de aquello que es producto de la imaginación individual o colectiva. Como testigo y protagonista de todo el siglo XX, resume —como pocos emprendimientos de su tipo— todas las contradicciones de la centuria pasada. Sin duda, sintetiza las grandezas y miserias de esas generaciones que nos antecedieron hace relativamente poco tiempo. Su devenir nos señala las esperanzas de un mundo optimista y, al mismo tiempo, el egoísmo encubierto que alimentó a las tradiciones intelectuales y filosóficas de la época; que, a la postre, tiraron por tierra todos los proyectos que tendían —inocentemente— a convertir este mundo en un lugar más humanitario y comprensivo.

En el Eden Hotel se entrecruzaron el liberalismo más extremo con el conservadurismo y la reacción más descarnada, revelando así conductas, valores, idiosincrasia y una buena parte de los miedos y sueños del imaginario social de entonces. Sus diversas voces todavía alimentan historias no oficiales, revelando insatisfacciones y denunciando las convenciones sociales de una época clasista que impedía, por ejemplo, que una princesa rusa se enamorara del cocinero del hotel.

Oligárquico, elitista, europeizado y burgués. Éstos y otros calificativos concuerdan a la perfección con ese islote de seguridad y confort que el Eden Hotel fue desde fines del siglo XIX hasta mediados del XX. Y por más que el tiempo haya pasado y su decadencia sea aún difícil de maquillar —a pesar de las mejoras que un grupo de empresarios faldenses encararon— el gran hotel no ha perdido su esencia. Todavía conserva —como dijimos antes— su majestuosa y distinguida estampa y el orgullo de haber sido el escenario de miles de historias que, para bien o para mal, son partes constitutivas de nuestra propia historia colectiva.



 

GÉNESIS

(1898-1912)



«16 de Febrero 1901. La Falda, Hotel Edén. Desde el 6 estamos en La Falda: paisajes espléndidos, naturaleza sonriente como un jardín delineado por sierras de formas suaves, en un clima delicioso (...). En el Edén Hotel la atmósfera es vana y fría. Hay muchas niñas, muchos jóvenes y muchas señoras muy chic, lindas y elegantes. Pero la gente se pasa el día entero sentada en la terraza, grandes y chicos jugando al dominó, y todos de sombrero y guantes puestos. El hotel entero duerme hasta las 11 y media. Además de jugar al dominó la gente se hamaca en unas sillas comodísimas ¡con que aire indolente! Los pies son aquí inútiles durante el día y de noche útiles para bailar.
"



Cuando la señorita Delfina Bunge escribió estas palabras en su diario personal, el Eden Hotel apenas tenía tres años de inaugurado y ya congregaba a esa clase social «chic» a la que alude la escritora (y de la que ella misma era parte). El pueblo de La Falda todavía no existía oficialmente. Era, a lo sumo, un humilde villorrio habitado por paisanos y trabajadores rurales ubicados al costado de las vías del ferrocarril que iba hasta Huerta Grande y Capilla del Monte, varios kilómetros al norte.

Si bien las primeras referencias que Bunge hace del Eden no son del todo halagüeñas (Delfina venía de disfrutar una larga estadía en el Hotel Primavera de Capilla del Monte, mucho menos rígido a la hora de hacer respetar las convenciones sociales), de a poco se fue acomodando a los rituales del hotel faldense y, en las siguientes referencias que hace de él, la muchacha destilará la alegría y el placer que los primeros propietarios pretendían todos alcanzaran durante su paso por el establecimiento. Delfina describirá, así, las cabalgatas por las sierras, las fiestas, los bailes, los romances y "jaranas" de carnaval que se organizaban en el aristocrático hotel serrano.

Pero mucho antes de que esa zona hospedara a la "gente conocida" de entonces, la región de La Falda y el terreno en el que se levantaría el Eden Hotel, eran parte de una gran estancia dedicada a las actividades agrícola ganaderas .

Gracias al trabajo del historiador cordobés Alfredo Ferrarassi —autor del único libro editado que trata la historia del hotel y su pueblo— podemos conocer quiénes fueron los propietarios de esos terrenos a lo largo de los años y cuándo los estancieros decidieron convertirse en hoteleros para dar origen a esa joya de la arquitectura argentina llamada Eden Hotel y al pueblo de La Falda, al mismo tiempo. Porque, como bien señala el autor mencionado: "La Falda no existía como tal sin el Eden y sin el loteo de sus tierras."



El valle de Punilla fue desde los días de la conquista española un lugar de paso y residencia permanente de muchos peninsulares. Ubicado en la ruta que comunicaba el puerto de Buenos Aires con la ciudad minera de Potosí (hoy Bolivia), muy pronto toda la región fue "limpiada" de aborígenes y repartida en "mercedes de tierras" entre los recién llegados. Una de esas mercedes correspondió a lo que actualmente es la ciudad de la Falda.

Cuentan los documentos que esas tierras pertenecieron por primera vez a un capitán español, Antonio Pereira, en 1584 y que, desde entonces, ventas sucesivas de por medio, los terrenos fueron pasando de mano en mano hasta que en 1887 los termina adquiriendo uno de los hombres más representativos de la Argentina roquista y juarista del fines del XIX: el ingeniero Juan Bialet Massé.

Según el boleto de compra/venta, la estancia llevaba por nombre (desde 1821) el de «La Falda de la Higuera», pero no debió resultarle demasiado agradable al notable ingeniero puesto que le cambió la denominación y, desde la toma de posesión, pasó a llamarse «Estancia La Zulema», en honor a su querida esposa, doña Zulema Bialet Massé.

Mucho se ha especulado respecto del motivo de esa inversión. Alfredo Ferrarassi examinó en profundidad este tema y llegó a la conclusión de que fue la existencia de caolin lo que estimuló el espíritu empresarial de Bialet Massé a arriesgar un buen capital en esa zona, perdida de la mano de Dios. Pero el negocio no prosperó y «La Zulema» fue vendida una vez más en 1889 —seguramente como parte de una operación especulativa en torno a la tierra, muy común en esos días— al señor Carlos Ruiz, cuñado de Bialet Massé.

Tendremos que esperar ocho años más para que la estancia (vuelta a rebautizar «La Falda de la Higuera» en 1892) pase a manos de quien fuera uno de los padres del Eden Hotel: don Roberto Bahlcke. Y con él, se inicia nuestra historia.



Corría el año 1897 cuando este alemán, dedicado al negocio de la hotelería en la ciudad de Córdoba (capital de la provincia), decide vender el hotel que regenteaba en dicha localidad —el Gran Hotel San Martín— para comprar la estancia «La Falda» en el valle de Punilla.

Cuenta la leyenda que en uno de los viajes a la región, mientras se hospedaba en la casa de su amigo Juan Kurth en Huerta Grande, salió a cabalgar por la zona y quedó fascinado por el paisaje del lugar. Decidió entonces arriesgar todo en pos de un proyecto hotelero de alta categoría, que pudiera atraer a la "crema más nata" de la sociedad argentina. El paraje le pareció un paraíso y de inmediato, una vez concretada la venta de la estancia, Bahlcke, Juan Kurth y María Herbet de Krauetner (ex socia de Bahlcke en el viejo Hotel San Martín) pusieron en marcha la construcción del Eden. Claro que un emprendimiento empresarial de ese tipo requería de mucho capital. Por tal motivo el trío tomó un crédito otorgado por Ernesto Tornquist, uno de los hombres más ricos y poderosos de la Argentina.

Tornquist en sí mismo era una máquina de hacer dinero. Dueño de innumerables propiedades a la largo y a lo ancho de la geografía nacional, tuvo también el control directo de bancos, instituciones financieras, ingenios azucareros, empresas metalúrgicas, fábricas de cerveza, hoteles (el Bristol Hotel de Mar del Plata y el Club Hotel de Sierra de la Ventana), estancias, amén del negocio de exportación de productos ganaderos, armas y pescado. No le faltaba nada. Tenía dinero de sobra para seguir invirtiendo y generar más dinero.

Con semejante apoyo, nada podía salir mal. Incluso las futuras Relaciones Públicas del hotel estaban aseguradas: don Ernesto tenía contactos en las altas esferas y éstas iban estar más que resueltas a convertirse en huéspedes del nuevo proyecto. El negocio era redondo.

Pero había un inconveniente: ¿de qué manera iban a llegar hasta el Eden los futuros turistas? La zona estaba un tanto aislada, lejos de casi todo, inaccesible por caminos y a trasmano del mundo. ¿Qué solución le iban a dar a ese gran problema?

Alguien dijo una vez que «para tener dinero hay que tener amigos, pero para tener mucho dinero hay que tener muchos amigos». Y la oligarquía de entonces no carecía de ellos. Las amistades y contactos que Bahlcke y sus socios tenían en el mundo corporativo permitieron que la empresa Ferrocarril Córdoba N.O. asegurara la llegada del tren a lo que sería la famosa «Parada km. 78», a sólo mil quinientos metros (quince cuadras) de la entrada del Eden Hotel. Ya para agosto de 1897, don Roberto (así lo nombran a Bahlcke los diarios de la época) había adquirido media docena de hectáreas colindantes a las vías del tren para asegurar su negocio.

Todos los detalles estaban en su lugar. Recién entonces se inició el traslado de los materiales necesarios para la construcción del Eden.

Las casi 5000 toneladas de insumos requeridos para levantar el hotel fueron llevadas en tren desde Huerta Grande (6 km. al norte) y depositadas en el ya famoso "Km. 78". Desde allí, en carromatos, debieron ser trasladas hasta el sitio donde se emplazaría definitivamente la obra, a quince cuadras de las vías.

Para el mes de enero de 1898 los diarios de la zona informaban que el Eden Hotel estaba en plena construcción y que, incluso, ciertas personalidades importantes de Buenos Aires lo habían visitado. Una de ellas fue el Procurador General de la Nación de entonces, el doctor Saviniano Kier, quien aparentemente —según Ferrarassi— tenía un interés directo en el negocio de Eden.

De acuerdo con la opinión de algunos investigadores, el mes de enero de 1898 debería ser considerado como el de la inauguración, pero es difícil que eso sea cierto.

Es muy poco probable que, entre agosto de 1897 y enero de 1898, las obras estuvieran terminadas. Para Alfredo Ferrarasi la fecha oficial de apertura del Eden Hotel fue el 26 de diciembre de 1898, casi un años más tarde; y para ello presenta como prueba el Álbum de Huéspedes y en cuyas páginas aparecen consignadas las firmas de algunos de los apellidos más insignes de la oligarquía nacional. Examinando la primera página de dicho documento, en la fecha mencionada se leen los siguientes nombres: Luís Huergo, Alfredo Lagarde, Horacio Bustos Rigal, Carlos María de Alvear, Roberto Ortiz, Eduardo Stegmann, Luís María Benegas, Benedicto M. Stegmann y Pedro Benega, entre otros.

Finalmente, en agosto de 1899, la empresa de ferrocarriles cumplía su palabra y firmaba el convenio por el cual el tren iniciaría sus paradas en el "Km. 78", a cambio de una paga de 780 pesos semestrales. El negocio cerraba a la perfección. Ambas partes tomaban su tajada del negocio y, tras la construcción de las «Casa de las Columnas» (en enero/febrero de 1900), el nexo que unía el Eden Hotel con el mundo exterior estaba asegurado.

Todos supusieron que el éxito económico también.



Con la «Casa de la Columnas» en pie a quince cuadras del hotel, los pasajeros podían encontrar en ella no sólo un lindo edificio donde estirar la piernas y descansar un rato, sino también un restaurante y un almacén de ramos generales para tomar y comer algo momentos previos a subirse a los carros —más tarde automóviles Ford-T— que los llevarían finalmente al hotel, a través de un camino bordeado de eucaliptos. Para A. Ferrarassi, esta «Casa de la Columnas» se convirtió, a principios del siglo XX, en un centro de socialización local muy importante para trabajadores de la zona (gauchos, peones) dando origen en sus inmediaciones a un pequeño villorrio que no sería otra cosa que la señal más primitiva del futuro pueblo de La Falda.



Inaugurado y con huéspedes, el Eden Hotel inició su primera época y, como en todo período germinal, la tradición oral, los periódicos y comentarios posteriores, no hicieron otra cosa que exaltar el rol de sus pioneros. Se instalaba de ese modo en el imaginario social «el mito de los fundadores» por el cual se volvía un lugar común describir la lucha del hombre contra la naturaleza virgen y el triunfo final sobre ella.

El pionero se enfrenta a las sierras, a la desolación, al «caos primigenio» y, armado por el desinterés, la fuerza de voluntad y su espíritu conquistador, consigue levantar una porción de orden (de «cosmos») en medio de la nada. El capitalismo se convierte en el gran domesticador del paisaje, simbolizando de un modo original e inconciente la vieja parábola de la «civilización contra la barbarie». Y eso fue lo que el Eden Hotel encarnó en ese remoto rincón cordobés. La moraleja era bien clara: los emprendedores, guiados siempre por nobles intereses, son los responsables del Progreso. «La misión civilizadora de Occidente» cobraba sentido en pleno valle de Punilla y sus principales símbolos fueron el tren y ese majestuoso hotel.

Pero más allá de la propaganda simbólica y de la carga ideológica que pudiera existir, había datos "objetivos" que despertaban una sincera admiración entre los visitantes y huéspedes. La sola traslación de los insumos, de un lugar a otro, es uno de ellos.

Por algún motivo, siempre nos llamaron la atención las empresas de traslado. La razón de ello se debe, tal vez, a lo mucho que —por regla general— detestamos las mudanzas hoy en día; pero cuando a éstas les agregamos enormes toneladas de ladrillos, pesadas vigas de hierro, piedras, maderas, tejas y demás componentes de obra (trabajadores incluidos), indefectiblemente suele surgir el calificativo de «empresa faraónica».

En lo personal creo que esa sorpresa deviene de haber olvidado algo: los niveles de sacrifico de otras épocas menos confortables que la nuestra y de las cosmovisiones reinante por entonces. Hay cosas que hoy parecen imposibles de realizar, lo que no significa que en otro momento no pudieran haber sido hechas. Las motivaciones eran diferentes. Por eso, cuando trasladamos al pasado nuestras propias limitaciones e intereses actuales (aún a un pasado relativamente cercano) solemos preguntarnos extrañados: ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Para qué?

El Eden Hotel

—y otras obras de su tipo—nos retrotraen a esa anacrónica situación de asombro. Aquellos hombres tenían el dinero, la mano de obra barata, las motivaciones y las ganas de hacerlo. Por eso lo hicieron.

El Eden Hotel, con su estilo ecléctico ítalo-francés ensalzaba el espíritu del «todo se puede». El optimismo decimonónico tomó forma con los ladrillos que se usaron en su construcción. Por otro lado, el origen de sus primeros propietarios también debió contribuir con el grado de admiración que despertaba el edificio: Bhalcke, Kurth y Kreautner eran alemanes.

El mito del alemán preciso, responsable, ordenado y trabajador estaba muy presente en las mentalidades de entonces. La «calidad racial», tan ponderada en aquella época, glorificaba todo aquello que viniera de Europa y pudiera ser asociado al progreso industrialista. Incluso la política inmigratoria argentina durante el siglo XIX estuvo imbuida de esa idea. De ella se derivaría el proyecto de fomentar el ingreso al país a representantes de esa «sangre nórdica» que, en contraste con la latina, era considerada «superior». ¿Quién podía negar la supremacía de un alemán culto, blanco y educado, sobre el salvajismo de un gaucho o aborigen semicivilizado, más inclinados a la naturaleza que al progreso, la ciencia y la tecnología? No debemos olvidar un dato: el Eden Hotel se terminó de construir a sólo 18 años de la Conquista del Desierto de Julio A. Roca y muchos de los actores principales de ese «drama civilizatorio» seguían vivos y con profundas influencias en el campo de la política y la cultura.

Sumándose a la tradicional «eficiencia germana» había otras dos condiciones que colaboraron para que la construcción de un hotel en ese lugar fueran óptimas: la inexistencia de competencia, por un lado, y la preocupación que despertaban en la gente las enfermedades pulmonares, en especial la tuberculosis, por el otro.

Este flagelo, que causaba miles de muertes al año, no podía ser detenido. La única salida a la enfermedad, en una época sin antibióticos, era el aislamiento y el aire puro y seco de lugares alejados de las grandes ciudades. El Eden poseía las condiciones ideales.

Pero tenía muchas cosas más.

Los huéspedes del hotel —cuya estadía nunca era menor al mes— podían disfrutar de instalaciones y comodidades poco comunes para la época, por ejemplo:



  • Un lujoso salón de fiestas (conocido hoy como "Salón Imperial") en donde se podía disfrutar de una buena cena con orquesta en vivo ("para que no se oyeran los ruidos de los cubiertos" al comer).

  • Un enorme salón comedor con capacidad para 250 comensales (hoy remodelado y en ruinas).

  • Salón de juegos, en el que era posible pasar el tiempo disfrutando del ajedrez, ping-pong o billar.

  • 100 habitaciones de dos y tres ambientes, amplias y aireadas, con baño compartido (8 en todo el hotel).

  • Luz eléctrica, generada por una usina propia.

  • Cámara frigorífica y producción de hielo.

  • Dos cocinas: una especializada en comidas saladas y otra para comidas dulces.

  • Autoabastecimiento de alimentos durante todo el año: el hotel tenía quintas, frutales, tambos, animales de granja y matadero propios.

  • Cancha de tenis y de bochas.

  • Una terraza abierta donde charlar, jugar al dominó o simplemente hacer "nada", frente a un paisaje bellísimo.

  • Una fuente de agua hecha de mármol de Carrara con dos leones tallados (que se agregaron en 1901).

  • Una caballeriza con animales disponibles para dar paseos por las sierras colindantes.

  • Calefacción central para las noches frías o estadías fuera de temporada estival.

  • «El Patio de las Damas»: recinto al aire libre en donde las señoras se reunían por las tardes a tomar el te, bajo la copa de los fresnos y eucaliptos del parque.

  • «El Patio Cervecero»: otro espacio abierto dedicado a los hombres, debajo de una hermosa glorieta.

  • Dos patios internos (dentro de las instalaciones del hotel) con techo corredizo, en donde poder leer y charlar en cómodos sillones de mimbre.

  • Una cava que contenía vinos finos de origen europeo (más de 10.000 botellas).

  • Servicio postal propio, para seguir conectado con la familia y los negocios desde pleno corazón de las sierras.

  • Servicio de lavandería diario (con lo último de la tecnología de aquellos días: calandra o planchas eléctrica, secarropas y esterilizadores para combatir el bacilo de la tuberculosis)

  • Y como si todo eso fuera poco, una dotación de 250 empleados (dos por huésped) dispuestos a servir y llevar el arte de la hospitalidad a su más elevado nivel.



Pero, a pesar de todo, el Eden no daba las ganancias esperadas. Los costos fijos eran inmensos y el dinero no alcanzaba para sostenerlo. Por eso en 1902, una de las socias, María Kreautner, decide dejar el negocio y regresa a su país natal. En las cartas privadas que se encontraron, se queja de la falta de compromiso con el negocio de sus otros socios.

Un año más tarde, en 1903, tras una Asamblea Extraordinaria, Roberto Bahlcke también abandona el barco y para junio de 1905, los socios restantes deciden disolver la sociedad.

Ernesto Tornquist, dueño del mayor paquete accionario y acreedor principal por el préstamo que diera para la construcción, se queda con el edificio y sus tierras, pero no por mucho tiempo. En octubre de 1905 le ofrece a María Kreautner hacerse cargo de todo, dándole a pagar el precio en cómodas y relajadas cuotas.

María aceptó, regresó de Alemania y le dio al hotel un impulso nunca visto hasta ese momento. Lo promocionó en las principales ciudades del país y también en el exterior. La gente empezó a acudir y, sin duda, el Eden pasó por uno de los mejores momentos de su historia. Las cosas funcionaron viento en popa, a punto tal que, a sólo tres años de comprar el complejo, doña María canceló la deuda con Tornquist quedando como dueña exclusiva de todo.

Unos años más tarde, en mayo de 1912, anciana y cansada, decide vender el hotel. Terminaba una era y se iniciaba otra llena de promesas.



 

ENTRE EL CIELO Y EL INFIERNO

(1912-1945)



"Nunca ha sido el llanto tan desesperanzador como el

que cae sobre nuestro siglo. Nunca su tristeza tan general.

Nunca sus lágrimas tan comunes. El llanto ha dejado de

ser privilegio de minorías selectas al dolor. Hoy alcanza

no sólo a los hombres, sino a la humanidad entera.

El sufrimiento moderno forma parte de la psicología de

las masas. Éstas se ven sacudidas por la angustia, la

incertidumbre y la turbación. Y lo que es peor aún,

por la desesperanza."

Knaak Peuser, Angélica, El Alma del Siglo XX, Ediciones Peuser,

Buenos Aires, junio de 1956, pág. 14



 

Un mes antes de que el Eden Hotel fuera transferido a nuevas manos, el trasatlántico más lujoso y grande del mundo, el Royal Mail Ship Titanic, chocaba contra un iceberg y se hundía con 1500 pasajeros en pleno Atlántico Norte. Era la noche del 14 de abril de 1912 y con ese desastre se ponía fin a toda una época de ingenuo optimismo, esperanzas, alegría e inocencia. Con el hundimiento del Titanic se hundió un era de relajada confianza y se daba comienzo a otra de catástrofes en la que todas las seguridades que se habían creído conquistar desde el siglo XVIII se tambalearon y vinieron abajo como un castillo de naipes.

Dos años más tarde estallaba la Primera Guerra Mundial (1914-1918). La "Gran Guerra". La guerra que iba a terminar con todas las guerras y que, a la postre, se convirtió en la principal causa de otra mucho peor, la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), responsable de un total de 60 millones de muertos y de la destrucción de casi toda Europa.

Pero eso no fue todo. El período conocido como "de entreguerras" (1918-1939) no fue un picnic dominguero.

La caída de la bolsa de Wall Street en octubre de 1929 y el inicio de la "Gran Depresión" de los años ’30 desestabilizaron las finanzas mundiales, terminaron con el crédito y el consumo, y todo el sistema capitalista se tambaleó y vio amenazado. Es que ya no estaba solo. Desde 1917 una revolución comunista en Rusia había derrocado al régimen zarista dando origen a la Unión Soviética. El socialismo real había triunfado y se hacía presente en el escenario internacional, convirtiéndose en un "modelo a imitar" para muchos países subdesarrollados y naciones que ganaban la independencia tras siglos de férreo imperialismo.

En este contexto de crisis y temor, desocupación, hambre y desesperanza, Alemania —humillada tras la derrota de 1918 y las condiciones impuestas en el Tratado de Versalles— se volcó decididamente hacia una ideología ultranacionalista, anticomunista y expansionista que terminaría generando uno de los monstruos más destructivos que hayamos creado alguna vez: el Nacionalsocialismo (el Partido Nazi), liderado por Adolf Hitler. Con él sobrevino una nueva guerra, el genocidio, los campos de concentración, las matanzas indiscriminadas, la brutalidad de la tortura, el totalitarismo, el racismo de base biológica, en una palabra, los nazis nos mostraron la peor imagen de nosotros mismos.



«Nuestro siglo es el siglo del sufrimiento. Su espíritu está impregnado de él. En lo futuro no será calificada nuestra época tan sólo de frívola o de sensual, o de científica, o de positivista exclusivamente. Sobre ella, sobre sus atributos, como fundamento de aquellos, se hallará el dolor. Su tragedia es la de no encontrar su rumbo (...). El alma de nuestro siglo es un alma a quien una inmensa desilusión hunde."




Así se gestó el siglo pasado y en mayo de 1912 el Eden Hotel pasaba a manos de dos alemanes que darían mucho de qué hablar: los hermanos Walter y Bruno Eichhorn.



Tras abandonar Alemania hacia fines del siglo XIX y probar suerte en distintos países de América del Sur, Walter Eichhorn terminó radicándose en la ciudad de Buenos Aires, donde su hermano Bruno estaba trabajando, y puso una empresa importadora de puntillas. Por entonces no tenían idea que pocos años más tarde iban a convertirse en dos de los hoteleros más importantes de Argentina.

En 1912, una amiga de la esposa de Bruno Eichhorn —a su vez conocida de María Kreautner — puso en conocimiento de los hermanos que el Eden Hotel estaba en venta.

No lo pensaron demasiado. Pidieron un crédito y tras pagar 450.000 pesos de la época, se transformaron en los propietarios del célebre edificio serrano. A partir de entonces, el Eden vivió su mejor época, una verdadera «Edad de Oro», en la que experimentó reformas, ampliaciones, y todo el complejo se modernizó, adaptándose a las nuevas necesidades de los huéspedes y la época.

El dinamismo de los Eichhorn y la situación mundial, a partir de 1914, beneficiaron al negocio.

Con una destructiva guerra desplegándose en Europa, la oligarquía argentina orientó sus brújulas hacia la provincia de Córdoba en busca de la tranquilidad y ocio recreativo que tanto necesitaban. Por otro lado, la amenaza de la tuberculosis no había desparecido y el «turismo salud» seguía tan en boga como siempre. El único lugar en donde podían encontrar todo lo que buscaban era en el Eden Hotel de La Falda, y así se convirtió en el espacio seguro y ansiado de los millonarios argentinos durante largo tiempo.



A la actividad hotelera los Eichhorn le agregaron rápidamente la del negocio inmobiliario y para 1913 empezaron a lotear los terrenos de la estancia, entre otras cosas para saldar definitivamente la deuda que tenían con la antigua dueña. Con este loteo nació el pueblo de La Falda y así, los dos alemanes pasaron de ser estancieros y dueños de un hotel a convertirse en verdaderos pioneros.

La sociedad «Eichhorn Hermanos» prosperó y sus ganancias debieron ser muy importantes ya que a poco de iniciarse la década de 1930 los encontramos como uno de los principales contribuyentes económicos al partido nacionalsocialista de Adolf Hitler.

Nazis confesos desde 1924, y orgullosos de serlo, se dedicaron a difundir en todo el valle de Punilla la nueva ideología, siguiendo los consejos y lineamientos que el Führer aconsejaba desde los estrados del renovado Tercer Reich.

Y encontraron adeptos. Muchos de los huéspedes del hotel comulgaban con las ideas racistas y nacionalistas de Hitler, en especial con el anticomunismo acérrimo del discurso hitleriano. La oligarquía argentina fue, en parte, decididamente pro-nazi y fascista. El miedo al socialismo real inclinó la balanza hacia la extrema derecha y muy pocos sintieron vergüenza de levantar el brazo y decir «Heil Hitler» o cantar a viva voz «¡Alemania sobre todo el mundo

Pese a este manchón de ser un nido de nazis, el Eden Hotel creció.

Durante las décadas de 1920 y 1930 se agregaron nuevas actividades y sectores.

  • Se construyó un camino que comunicaba a La Falda con la ciudad de Córdoba (1916-1920).

  • Se puso a disposición de los huéspedes una flotilla de autos (Ford –T) para sus traslados.

  • Se construye un chalet anexo para alojar más gente.

  • Se levanta un nuevo salón de fiestas.

  • Se inaugura un bar (conocido como "Bar Chino").

  • Se levanta una pista de patinaje.

  • Se construye un teatrino al aire libre (en donde actuaran reconocidas figuras de la época)

  • Aumentaron el número de habitaciones y se habilitan más baños.

  • Se habilita una cancha de golf de 8 hoyos, conocida como «El Monte Olimpo».

  • Inauguran una pileta de natación.

  • Modernización de la usina (pasa de tener generadores que funcionaban a carbón —110 voltios— a otros diesel capaces de dar una potencia de 220 voltios).

  • Cabinas telefónicas, radio receptores y antenas de comunicaciones (con las que se dice podían transmitir mensaje secretos a Alemania y captar en directo los discursos de Hitler).

  • Imprenta propia.

  • Taller mecánico.

  • Una antecocina (que sacrificó uno de los patios internos del hotel).

  • Sala de bridge.

  • Cacería del zorro para los expertos en equitación

  • Peluquería propia.

  • Y una reforma en el aspecto externo al cambiar las cúpulas estilo francés por otras de neto carácter colonial, con tejas.




LA CAÍDA DEL PARAISO

(1945-2007)



Triste debió ser el clima que se respiró en el Eden Hotel en el mes de mayo de 1945 tras la rendición incondicional de Alemania y el fin de la Segunda Guerra Mundial en el frente europeo.

Con su ejército diezmado, tanto en el Este como en el Oeste, y su fuerza ofensiva reducida a un sucio bunker en los subsuelos de Berlín, el otrora todo poderoso Tercer Reich terminaba sus días dejando incumplida su promesa de 1000 años de nacionalsocialismo sobre todo el mundo.

Desde entonces, los simpatizantes y partidarios confesos del nazismo en Argentina se llamaron a silencio y los festejos, ceremonias y mítines, antes descaradamente públicos, pasaron a la clandestinidad. Las svásticas, portaestandartes y águilas imperiales se archivaron en lo más profundo de los placares y los comentarios a favor del régimen se dijeron cada vez con voz más baja.

Argentina, oficialmente neutral durante toda la contienda, pero decididamente pro-Eje, se vio obligada a declararle la guerra a Alemania, cosa que hizo tres semanas antes de la derrota definitiva. La presión internacional era inmensa (en especial la de Estados Unidos), razón por la cual nuestro país debió incautar todos los bienes de nacionalidad alemana que había dentro del territorio argentino, por ser aquel un "país enemigo".

Pese a todo, los hermanos Eichhron recibieron un trato "preferencial".

El Eden Hotel no fue incautado, sino contratado para convertirse, por espacio de un año, en el sitio donde permanecieron internados los miembros del cuerpo diplomático japonés, aliados de Hitler en la guerra.

Si bien los Eichhorn recibieron por dicho contrato una interesante suma de dinero, la fama nazi del hotel resultó desastrosa para el negocio. Un año después de que los nipones abandonaran su "prisión de lujo" (1947), los hermanos Eichhorn pusieron el Eden en venta y se desvanecieron de la vida pública de La Falda.

Lejos estaban aquellos días en que los generosos mecenas del pueblo donaban templos, escuelas y predios para levantar plazas públicas. Los aplausos callaron y la memoria de muchos de volvió tan selectiva que, rara vez, la mayoría volvió a hacer referencia al pasado nazi del hotel y sus propietarios.



En 1948 el Eden fue vendido a una nueva sociedad, conocida como la «Las Tres K» (sus integrantes tenían todos apellidos que empezaban con esa consonante) y de ese modo se dio inicio su decadencia.

La buena administración llevada por los alemanes no fue imitada. El hotel se endeudó más de lo debido y la propiedad terminó siendo rematada judicialmente en mayo de 1953, siendo adquirida por la firma CIFA SRL.

Pero no sólo la mala fama contraída por su adhesión al nazismo contribuyó a su decadencia. El tiro de gracia a su edad dorada se lo dieron una serie de cambios políticos, sociales y científicos que ocurrieron tras el fin del conflicto mundial.

En primer lugar, el ascenso a la presidencia de Juan Domingo Perón implicó un giro decisivo de la realidad nacional. Los sectores populares emergieron como actores políticos y con ellos el poder de los sindicatos que, abrazando el nuevo derecho a las vacaciones pagas, se lanzaron a construir hoteles gremiales por todo el territorio del país, especialmente en la provincia de Córdoba. El turismo de elite sucumbió ante ese "aluvión zoológico" (como lo llamaron los conservadores) y la oligarquía, atosigada por esa nueva república de masas, buscó otros destinos donde disfrutar de su ocio. Los antiguos lugares de veraneo (La Falda y Mar del Plata, entre otros) pasaron a ser sitios populares —"grasas"— y el afán de diferenciación de las familias tradicionales hizo poner proa hacia otros lugares de descanso más exclusivos.

El Eden Hotel sufrió mucho ese cambio y perdió así gran parte de su privilegiada y selecta clientela.

El otro golpe mortal provino de la investigación médica y los laboratorios farmacéuticos.

En 1944, Albert Schatz y Selman Waksman descubren un hongo capaz de inhibir el crecimiento del bacilo que produce la tuberculosis y nace así la estreptomicina, de eficacia limitada pero mucho más efectiva que los tratamientos practicados hasta ese momento (llamados de balneoterapias). Por otro lado, Alexander Fleming en 1947 amplía el espectro de uso de la penicilina (descubierta en 1928) y la aplicación segura de antibióticos. La tuberculosis dejó de ser un problema y en poco tiempo desapareció prácticamente de los diagnósticos médicos. El «Turismo-salud», sustentado en el aislamiento, el buen clima y selecta alimentación, dejó de tener razón de ser y eso fue calamitoso para todos los hoteles que centraban su oferta en ese sentido.

Por lo tanto, los tres factores que habían mantenido vivo al Eden durante décadas (las restricciones sociales, la violencia generada por la guerra y la enfermedad) desaparecieron y con ellas también se desvaneció la prosperidad del hotel, que cerró definitivamente sus puertas en 1965.

En decadencia y sin el mantenimiento adecuado, el Eden Hotel fue abandonado, iniciándose su deterioro estructural y saqueo sistemático.

En 1967, la firma CIFA SRL vuelve a venderlo y el edifico pasó a manos de otra llamada Antequera S.A., cuyo apoderado era Armando Balbín, hermano del político radical. Durante su gestión hubo un intento por resucitar al viejo gigante. Se presentó el proyecto de convertirlo en casino, pero problemas de orden político lo echaron por tierra. Las obras de remodelación que ya habían empezado se suspendieron sobre la marcha y un gran sector del hotel quedó semidestruido (el correspondiente al viejo comedor).

Desde 1971 el Eden Hotel permaneció completamente abandonado por espacio de 27 años.

El lujoso edificio se convirtió en "tierra de nadie" y empezó a venirse abajo, día a día. A ese deterioro contribuyeron, no sólo la desidia del gobierno local (que no hizo nada, quizá para que se olvidara la negra historia del hotel y sus vecinos) sino también el odio de los antifascistas y los meros saqueadores que, demostrando un afán destructivo realmente sorprendente, desmantelaron las instalaciones, rompieron sus vidrios y lo desguasaron como si fuera un barco encallado y sin dueño.

El hotel perdió todos sus objetos de valor (cristalería, vajilla, espejos, escritorios, arañas y lámparas). También los picaportes de bronce desaparecieron de casi todas las puertas y el plomo de sus ventanales fue arrancado y vendido. Los pisos que no se pudrieron fueron levantados, incluso uno de los generadores de energía de la usina fue robado, teniendo para ello que romper una de las paredes del recinto.

De a poco, el lujoso hotel se fue poblando de ratas, insectos, aves y basura. Las plantas trepadoras, yuyos y raíces contribuyeron a su decadencia hasta dejarlo convertido en una ruina, rodeada por un bosque indomesticado y salvaje.

En 1998, y tras una deuda impaga de impuesto municipales, el Eden Hotel volvió a ser rematado. Esta vez lo adquirió el propio municipio de La Falda y lo declaró monumento histórico municipal. Pero el cuidado que se esperaba iba a recibir se hizo rogar y el hotel siguió abandonado y en ruinas hasta el año 2007, cuando un grupo de empresario faldenses decidieron tomarlo en concesión y empezar las obras de mantenimiento y refacción.

Tras un total de 36 años de olvido y destrucción, nuevas manos lo rescataron de la decadencia definitiva.

El esfuerzo se mantiene hasta el día de hoy.



CAPITULO 5



EL CLUB HOTEL DE LA VENTANA

Sierra de la Ventana, Provincia de Buenos Aires




 

INTRODUCCIÓN



Abandonado, saqueado, incendiado.

Sólo quedan de él sus paredes de ladrillo, desgastadas por el sol, la lluvia y el viento de las sierras bonaerenses. También unas pocas postales y fotos que tomaron algunos visitantes en su momento de esplendor y de crisis.

Sólo eso. Postales y ladrillos. Por ese motivo, de los cuatro hoteles antiguos que analizamos en este trabajo, el Club Hotel de la Ventana es el que corrió la peor suerte de todos. Pero a pesar de su decadencia, todavía es factible detectar en sus ruinas (nunca mejor dicha esta palabra) los tímidos esbozos de su boato normando o de las suntuosas y elegantes fiestas que allí se celebraron.

Nos queda el recuerdo y la nostalgia, ambas acompañadas por una sensación de impotencia difícil de traducir con palabras.

Ya no queda nada de su emblemática torre-mirador, ni de sus dos plantas de 6400 metros cuadrados. Mucho menos del parquet de roble italiano, de sus arañas de bronce o de los majestuosos ventiladores que funcionaban a alcohol.

También se desvanecieron su gran hall de entrada, su sala de recepción y la galería solarium con sus hermosos ventanales de vidrios que permitían a sus huéspedes relajarse cómodamente en sillones de mimbre almohadillados. Igual suerte corrieron la cancha de golf, el casino y el fabuloso parque diseñado por el arquitecto y paisajista Carlos Thays.

Ruinas.

Sólo eso perdura. Por ese motivo resulta difícil reconocer, ante esos afligidos restos, que el Club Hotel de la Ventana haya sido alguna vez el emprendimiento que dio origen a un pueblo y uno de los hoteles más importantes de América del Sur.

Como el aire que respiramos, el Club Hotel fue durante décadas desatendido y olvidado. Sólo cuando su deterioro se hizo irreversible y las llamas lo consumieron una noche de 1983, se reconoció (como en un tango) la importancia que había tenido. Recién entonces muchos buscaron en él la identidad que gobiernos, empresarios y concesionarios no supieron encontrar en esa «Maravilla del Siglo», como lo calificó Julio Argentino Roca el día de su inauguración.

Fue un símbolo de una época y de un país que jamás atendió su propio pasado. La materialización de la desidia, incompetencia y corrupción que llenan las páginas de nuestra propia historia.



 

GERMINAL

(1911-1920)



Como muchas otras empresas, la que culminó con la construcción del Club Hotel de la Ventana, empezó con una charla entre amigos y terminó en un negocio millonario en el que se entremezclaron los intereses del imperio británico con los de sus socios y gerentes de la oligarquía vernácula.

Ejemplo claro de esa simbiosis entre "la gente conocida" y los "civilizados señores del norte europeo", la historia del Club Hotel queda enmarcada dentro de un contexto general en el que el imperialismo, con sus inversiones y contradicciones internas, no era resistido por nadie, convirtiéndose así en el modelo civilizatorio que "debía" imitarse, aún a costa de ser arrastrados por problemas que podrían no haber sido nuestros. La herencia colonial de América latina tomaba así forma en un remoto y aislado rincón del sur bonaerense y se maquillaba con la apariencia de un hotel de lujo, demiurgo de un pueblo y toda una época.

Según se explica en el libro de Stella Maris y Sergio Rodríguez, fue a instancias de un reconocido médico de la época —especialista en afecciones pulmonares— llamado Félix Muñoz, que se planteó la construcción, en "un lugar higiénicamente recomendable", de un establecimiento hospitalario en el que se pudiera combatir el flagelo de la tuberculosis, que tantas víctimas se cobraba en la época y tanto terror despertaba entre la población.

Eran los primeros años del novel siglo XX y todavía no se avizoraban los dramas que sacudirían a la centuria. La confianza en la ciencia y en la tecnología soportaron todo el peso de aquella propuesta inicial y fue un poderoso terrateniente, Manuel Lainez, representante de los intereses de la oligarquía conservadora de aquellos días, el que agilizó los trámites cediendo 70 de las 3000 hectáreas que conformaban su estancia "La Vertiente".

Lainez entra entonces en contacto con su amigo británico Percy Clarke, quien era gerente de la empresa inglesa Ferrocarriles del Sud, y le formula el humanitario proyecto de invertir un cierto capital en el hospital soñado por Muñoz. Pero lo crematísticos intereses del inglés produjeron un cambio sustancial de la idea preliminar y la proyección de seguras ganancias terminaron reconvirtiendo el futuro nosocomio en un hotel casino para los funcionarios jerárquicos de la empresa ferroviaria (que por entonces se dedicaba al tendido de rieles no sólo en Argentina, sino también en Brasil. Paraguay y Bolivia).

El hospital para tuberculosos se transformaba así en un lugar de relax y lujo para el enclave británico y sus admiradores socios argentinos. Muñoz, Lainez y Clarke quedaron satisfechos. Las antiguas y redondeadas sierras bonaerenses se convertirían en un reducto de prevención y tranquilidad para los privilegiados de siempre.

Inmediatamente el proyecto se puso en marcha.

En 1903 la empresa británica construyó la "parada de Sauce Grande" hasta donde llegaron las vías y los vagones cargados de insumos y material para levantar allí —lejos del mundo— las viviendas que irían a habitar los obreros y el personal directivo que construirían el hotel. Tres arquitectos y un ingeniero tomaron a cargo la obra y para 1909 se crea la Compañía de Tierras y Hoteles de Sierra de la Ventana, presidida (como era de esperar) por un inglés, Samuel H. Pearson. Ya para esa fecha la compañía era dueña de unas 140.000 hectáreas de campo.

Pero había un inconveniente. Levantar un hotel, proyectado tan lejos de todo y de un tamaño tan descomunal, requería de muchísimos ladrillos y era claramente antieconómico trasladarlos hasta el emplazamiento.

Una vez más, las amistades y contactos —entre ingleses y sectores poderosos de estas pampas—entraron a funcionar y fue un reconocido hombre de negocios, Ernesto Tornquist, el que alivió el problema firmando un convenio para instalar, en medio de las sierras, parte de una fábrica de ladrillos que había comprado en Checoslovaquia, y que por entonces funcionaba en la joven capital de la provincia de Buenos Aires (La Plata).

Con todo organizado, el Club Hotel de la Ventana empezó a construirse.

Dos años más tarde, una monumental estructura de hierro, con paredes de mampostería y techos de zinc, emergía a 550 metros sobre el nivel del mar, compitiendo con los cerros vecinos al exhibir sus 6400 metros cuadrados de superficie cubierta de claro y rancio estilo normando.

Las primeras fotos lo muestran como un islote de pura cepa europea en plena "pampa salvaje", levantando su torre-mirador hacia el cielo, orgullosa de su origen, por encima de un terreno pelado y sin árboles. Orientado hacia el Este, siguiendo igual que el Eden Hotel de La Falda la dirección del plegamiento montañosos más cercano, el Club Hotel tenía la forma de una «U» y todas comodidades imaginables para la época.

Aireado, de ambientes amplios y enormes ventanales, era el sitio ideal en donde recluirse evitando las aglomeraciones y "malos humores" de las grandes ciudades. Era paradójico: Argentina recién empezaba a urbanizarse y ya deseaba emprender el «regreso al campo». Una típica moda venida del otro lado del Atlántico.

Pero no era aquel un «campo» cualquiera.

El Club Hotel

concentraba todos los beneficios de la ciudad (y más).

He aquí el listado de ellos.

  • 173 habitaciones (4 en suite)

  • 58 baños completamente equipados

  • Un gran Hall Comedor, decorado en estilo Luís XVI y muebles de origen inglés

  • Una sala de fiestas, con 150 butacas, en la que se proyectaron las primeras películas mudas del país y solían acudir reconocidas figuras del ambiente teatral

  • Un bar perfectamente equipado con todas las bebidas de moda

  • Dos salas de enfermería

  • Una farmacia

  • Dos peluquerías

  • Un gimnasio cerrado

  • Biblioteca

  • Sala de música y conciertos

  • Una inmensa cocina de 300 metros cuadrados

  • Tres salas de casino (estilo imperial): dos de punto y banca y una para la ruleta, todas con pisos de mosaicos, revestidos con polvo de marfil

  • Un night club, instalado en el único entrepiso del hotel

  • Una sala de recepciones gigantesca, con columnas de hierro y lámparas de gas

  • Dos escalinatas de mármol de Carrara, construidas especialmente por un maestro italiano, Antonio Grillo.




Además de todas estas comodidades, la última tecnología estaba también a disposición de los huéspedes que podían pagar por ella.

  • Una usina, con dos generadores Westinghouse de 1500 rpm, iluminaba artificialmente todo el complejo y debió haber sido la magia de la electricidad la que lo convirtió en un templo maravilloso del siglo que se iniciaba

  • Dos caldera Zweibruken a vapor, con 500 caballos de fuerza, trasportaba el agua caliente a todo el hotel

  • Una estación de bombeo, a 550 metros del edificio, conducía agua de vertiente a cada canilla del Club Hotel, desde el arroyo Las Piedras.


Para aquellos que deseaban disfrutar de actividades al aire libre y solazarse con el paisaje serrano, poseían:

  • Un parque de 126 hectáreas, organizado en estilo inglés por el paisajista Carlos Thays, con más de 10.000 especies (pinos, abetos, cedros, eucaliptus, sauces, aromos, acacias y ligustros)

  • Una cancha de golf de 18 hoyos

  • Canchas de fútbol, polo, tenis e hipismo

  • Una pileta de natación junto a un río cercano

  • Una flotillas de vehículos (carrozas, volantas, landós, sulkys) y caballos

  • Un trencito de trocha angosta, inaugurado tras la apertura del hotel, para llevar a los huéspedes desde la Parada de Sauce Grande hasta la puerta misma del complejo (después de recorrer unos 19 kilómetros en menos de 40 minutos).




Y para completar su autonomía se había dispuesto:

  • Un molino harinero que no sólo servía de fábrica de pan y fideos, sino también como depósito de granos

  • Una carpintería, a cargo de maestros ebanistas dedicados a la fabricación y restauración de muebles, ventanas y puertas

  • Granja propia

  • Huerta

  • Un pabellón para el personal permanente del hotel, que contaba con 16 habitaciones, 6 baños, cocina, despensa y salón comedor.

  • Una capilla de sólo un ambiente, con un altar de roble, levantada al pie del cerro más cercano.




El Club Hotel era un mundo cerrado en sí mismo que abrió por primera vez sus puertas —oficialmente— el 11 de noviembre de 1911 con una fiesta inaugural que dejó hablando a las oligarquía argentina durante largo tiempo.

Hubo 1300 invitados entre argentinos y extranjeros. Llegaron al hotel en un tren especial, directamente desde Buenos Aires, gozando de todas las comodidades y confort que disponían los vagones de entonces.

Debió ser interesante ver a toda la oligarquía reunida en el mismo lugar al mismo tiempo. No faltó nadie. Ni siquiera el obispo de La Plata, Nepomuceno Terrero, o el embajador de Inglaterra, seguramente orgulloso de su «raza». También asistió el ex presidente Roca y el expeditivo Manuel Lainez, en representación del gobierno nacional. El presidente de la compañía constructora, Samuel H. Pearson, hizo de anfitrión y el banquete del que todos disfrutaron fue literalmente pantagruélico y servido en vajilla de plata. Una verdadera y descarada orgía de exhibicionismo, riqueza y poder.

El hall principal el Club Hotel vio pasar a personajes que portaban apellidos de peso. Eran los mismos que habían organizado la Argentina a su medida, que se la habían repartido y controlaban con mano firme e ilustrada. No faltó nadie. estaban los Unzué, los Alsina y los Alvear, los Anchorena, los Madero, los Ayerza y Becar, los Belgrano, Blaquier, Roca y Guerrero, los Udaondo. Los Figueroa Alcorta, Leloir y Martínez de Hoz, los Montes de Oca y Uriburu, entre otros.

Pocas veces en un solo recinto las oligarquías provinciales se daban cita todas juntas, a no ser —claro— en el Congreso Nacional.

Un mes y medio más tarde, el Club Hotel de la Ventana daba por iniciada su primera temporada de verano (enero/febrero de 1912). Fue todo un éxito. Más de 300 huéspedes confraternizaron en sus instalaciones. Las perspectivas de futuro eran halagüeñas. Sólo tenían por delante buenas perspectivas. El paraíso terrenal se había materializado una vez más y puesto a disposición de unos pocos.

Pero desde muy temprano, el siglo XX los empezó a decepcionar.

En 1912 una nueva ley electoral —la Ley Sáenz Peña— abría el juego político a sectores sociales que desde 1890 venían proponiendo un cambio. Planteaban una democracia participativa para todos y criticaban la corrupción del "Régimen" que los gobernaba desde los días de la organización nacional. Con la nueva legislación vigente, el voto se volvió universal, secreto y obligatorio y, de ese modo, el fraude electoral (principal herramienta de los conservadores para detentar y "legitimar" el poder) se hizo impracticable. La elite perdió las riendas y en el cuarto oscuro una nueva generación de ciudadanos de clase media colocó, en 1916, al primer presidente radical de la historia: Hipólito Yrigoyen.

La «chusma» ocupaba el sillón de Rivadavia y, desde ese mismo momento, la oligarquía nunca más pudo detentar el control del ejecutivo político por medio de las elecciones libres. Cuando lo hizo, lo consiguió a través de los golpes de estado y las promesas falsas del menemato.

El paraíso tenía que compartirse. «El país ya no era lo que era antes» y muy pocos estuvieron de acuerdo con las medidas «populistas» del caudillo radical.

Habían perdido el enclave y el discurso nacionalista de Yrigoyen molestó a más de un extranjero. Pero los radicales no fueron revolucionarios. Argentina siguió siendo un país agroexportador y la base del poder de las elites se conservó, ejerciéndolo ahora únicamente con sus gruesas billeteras.

En 1914 estalló la Primera Guerra Mundial y el flujo de turistas europeos mermó, casi hasta desaparecer. Los números del Club Hotel empezaron a dar saldos en rojo y las proyecciones a futuro se enturbiaron.

Poco menos de tres años más tarde, en 1917, el gobierno radical sancionó una ley que prohibía los juegos de azar y la nacionalización de los casinos. Ése fue el tiro de gracia.

Al término de ese mismo año, el casino del hotel clausuró sus mesas de juego. A los tumbos logró mantenerse un tiempo más, pero el 14 de marzo de 1920 el Club Hotel de la Ventana, a sólo seis años de la inauguración, cerró por completo sus puertas para siempre.



 

UN GIGANTE VACÍO

(1920-1943)



Por un lapso de 23 años, el Club Hotel de la Ventana congregó en sus colosales instalaciones únicamente a diez personas. Sólo una decena de cuidadores encargados de mantenerlo en condiciones, conservando el patrimonio invertido todo el tiempo que fuera posible. Fue un verdadero hormiguero de habitaciones y dependencias, salones y parques vacíos, recorridos sólo por diez almas abnegadas cuya única misión era no resignarse ante el paso del tiempo y la decadencia. Les pagaron para ello y consiguieron cumplir el cometido llevando a cabo las tareas de mantenimiento con diligencia y eficacia. Seguramente, sus pasos debieron retumbar con fuerza en los pasillos del hotel y el eco de sus voces intentaron remedar la vida que la situación internacional y las leyes del radicalismo le habían quitado.

Durante algunos veranos, los familiares y ejecutivos de la «Compañía de Tierras» lo visitaron de a ratos y disfrutaron de ese gigante en hibernación permanente, como los pájaros disfrutan de una casona abandonada. De todos modos, el Club Hotel conservó su aire imperial y a pesar de parecer un museo reluciente y poco transitado logró mantenerse en buena condiciones. Claro que ya no llegaban a él las toneladas de correspondencia de las buenas épocas y que la medida solicitada por la Dirección de Correos de rebautizar dos pueblos cercanos resultó totalmente vana.

Semihabitado, el Club Hotel consiguió vencer con hidalguía casi dos décadas y media de relajada existencia. Todo gracias al empeño de dos de sus encargados: el señor Augusto Dufaur y (tras su fallecimiento) el señor Bernardo Ferrero, quienes a lo largo de las década del ’20 y del ’30 fueron sus privilegiados y solitarios residentes.

Pero ellos también envejecieron junto con el hotel y de a poco, el olvido de sus genuinos propietarios obligó a que se empezara a vender parte del mobiliario de la sala de Juegos (sillas, ventiladores, sillones, cuadros, arañas) para poder solventar los gastos de mantenimiento que el hotel requería. Así todo, el hecho de que se eligiera empezar por el ex-casino demuestra que, en el fondo, existía la esperanza de poder resucitarlo en el futuro.

Pero sus destino ya parecía estar signado.

En 1939, la «Compañía de Tierras y Hoteles de la Ventana» se disolvió y con ella la posibilidad de una reapertura medita o inmediata. Los escasísimos y ocasionales huéspedes dejaron de visitar el hotel en época estival y Bernardo Ferrero se vio ante la amarga misión de sostener sobre sus espaldas a un monstruo de ladrillos que empezaba a desgatarse con el paso del tiempo y los ya inexistentes fondos.

El cuidado parque, organizado por Carlos Thays en sus comienzos, fue el primero el sublevarse. Yuyos, raíces y ramas sin podar devoraron todo diseño de paisajismo y la naturaleza, antes domesticada, se salió de cause, devolviéndole a las especies traídas de allende los mares algo que nunca habían tenido en esas sierras bonaerense: la más absoluta y caótica libertad para crecer y reproducirse. En tanto, el hotel resistía simulando ser la última trinchera del Progreso humano. La pampa indómita reclamaba —de a poco— ese terreno que le habían usurpado con el auxilio de la tecnología.

Un año después de la disolución de la compañía, en 1940 el gobierno de la provincia de Buenos Aires pensó en levantar en el sitio una colonia de vacaciones para alumnos y docentes. Fue el primero de los tanto proyectos que fracasaron. En esa ocasión por un trámite judicial inconcluso que postergó la transferencia del edificio por espacio de tres años. Recién en 1942 la hija de uno de los principales accionistas de la antigua compañía, vendió el Club Hotel y éste fue entregado la provincia el 30 de noviembre. Bernardo Ferrero fue quien concretó el traspaso de la propiedad al estado provincial.

Las esperanzas se reeditaron, pero el país experimentaba demasiados altibajos y el mundo estaba inmerso en una Segunda Guerra Mundial que muy pronto alcanzaría a aquella aislada región serrana del sur bonaerense.

Ya con el hotel en su poder, los funcionarios de turno dieron inicio a un saqueo sistemático que empezó por la bodegas y sus miles de botellas de vinos finos y terminó con sus lámparas de bronce, Mobiliario y vajilla. El Club Hotel se convirtió en el botín de unos pocos políticos. Era sin duda el principio del fin. Pero en los últimos meses de 1943 una medida de carácter oficial le imprimió a la historia renovados aires.

Todo provino de un desastre ocurrido en la desembocadura del Río de la Plata, unos años antes, cuyo protagonista fue un famoso acorazado de bolsillo llamado Graf Spee y su tripulación de jóvenes soldados de ideología nazi.



ALTOS, RUBIOS Y CON ZAPATOS NEGROS

(1943-1946)



En diciembre de 1939, a sólo tres meses de haberse iniciado la Segunda Guerra Mundial, el acorazado de bolsillo alemán Graf Spee fue sorprendido en la desembocadura del Río de la Plata por tres buques británicos (Exeter, Achilles y Ajax), liberándose la única batalla de toda la contienda en las puertas mismas de la ciudad de Buenos Aires, conocida hoy como «la batalla del Río de la Plata».

El barco alemán, gravemente tocado por las descargas inglesas, buscó de inmediato refugio en el puerto neutral de Montevideo, salvando el pellejo. Pero no por mucho tiempo. Los uruguayos, siguiendo las leyes internacionales, no podían retener al Graf Spee en sus dársenas por más de 72 horas. La neutralidad del país en el conflicto lo obligaba a ello. Pero el capitán alemán, Hans Langsdorf, aprovechó el tiempo disponible para despachar a toda la tripulación en tierra firme y acondicionar su acorzado para el último viaje hacia el fondo del río. Tras numerosas especulaciones, el buque abandonó el puerto y a poco de internarse en la desembocadura, explotó a causa de una serie de cargas activadas a bordo. Se fue a pique ante los asombrados ojos de los británicos. Así quedaba sellado el destino del Graf Spee, que prefirió desaparecer en las turbias aguas ribereñas antes de caer en manos de sus enemigos. Pocos días después el capitán Langsdorf se pegada un tiro en la cabeza, haciendo honor a sus inclaudicables ideales de marino del Tercer Reich.

Los jóvenes marineros y oficiales (cuya mayoría que no excedían los 19 años de edad) fueron traslados a Buenos Aires y con fecha 19 de diciembre de 1939 el presidente de la Nación, Roberto Ortiz, emitió el decreto 50.826 por el cual se ordenada que los comandantes, oficiales y marineros del buque alemán fueran internados en la Capital Federal, quedando sujetos a las autoridades policiales, tras la promesa expresa de no ausentarse sin permiso especial escrito. De más está decir que Argentina también era neutral en la guerra.

Un total de 1046 tripulantes fueron sometidos a la internación.

La Policía Federal Argentina fichó a cada uno de ellos y los ubicó en el vetusto Hotel de Inmigrantes del puerto porteño. De inmediato la comunidad alemana asentada en el país abrió una cuenta con fondos para el mantenimiento de sus conciudadanos y un tal Kart Arnold, organizador del Partido Nazi en Argentina, dispuso que sus compatriotas pudieran acceder libremente a diversiones, al menos un día por semana, amén de ir y venir por Buenos Aires como se les antojara.

A partir de entonces, la internación se prolongó por espacio de 6 años y en poco tiempo unos 140 tripulantes huyeron del país para reintegrarse al frente de batalla que se libraba en Europa. Esto provocó una aireada protesta del gobierno inglés y francés, quienes a través de sus embajadas presionaron sobre Ortiz reiteradamente. La presencia de los marinos resultó una serio problema para la Argentina y ese fue el motivo por el cual el ministro de Relaciones Exteriores decidió dividir a la dotación en varios grupos para enviarla lejos de la capital.

El embajador alemán, von Thermann, insistió —junto con su agregado naval— que los marinos vistieran uniforme y quedaran bajo la disciplina alemana. Argentina rechazó el pedido y les hizo saber que según las resoluciones internacionales, los internados debían quedar libres de la subordinación de cualquier poder beligerante y que debían ganarse la vida trabajando. Por esa causa, el gobierno argentino se puso de inmediato a buscarles empleo en la zona de Buenos Aires.

Pronto muchos de ellos pudieron se ubicados en fábricas y empresas de origen germano o alojados por familias alemanas residentes. Pero en el interior el trabajo era escaso y la llegada de los extranjeros despertó muchas quejas y protestas por parte de los sindicatos. Las fricciones no tardaron en aparecer.

Para enero de 1940, la embajada nazi había conseguido 350 empleos y un mes después el número ascendió a 586.

Fue entonces que el cuerpo diplomático inglés levantó otra vez la voz en fuerte queja, vaticinando sabotajes por parte de los alemanes contratados. Se quejó también de la lentitud del gobierno argentino de enviar a los marinos al interior del país, tal como había prometido.

Ante estas circunstancias apremiantes, en mayo de 1940, el gobierno de Ortiz apuró los trámites e inició el anunciado reparto. 100 hombres fueron trasladados a Mendoza, 152 a Córdoba, 50 a San Juan y grupos de 100 enviados a Santa Fe y Rosario respectivamente. 177 permanecieron en Buenos Aires y 236 confinados en la isla Martín García.

El traslado estuvo muy mal organizado. Los alemanes fueron recibidos con frialdad y apatía en lugares donde no tenían nada de lo prometido (trabajo, sitio donde vivir). Además la hostilidad se hizo manifiesta en varios lugares, como por ejemplo en Mendoza. Sólo en Córdoba se los recibió de manera más cordial por el gobernador abiertamente nazi-fascista Amadeo Sabattini, quien se alegró públicamente de recibir a representantes de "tan buena raza".

Bajo estas circunstancias era claro que las fugas no tardarían en producirse. Se escaparon uno a uno con la ayuda de espías y colaboracionistas nazis. En abril de 1940, por ejemplo, faltaban 45 oficiales y 5 marineros técnicos (requeridos por el Reich).

Esta situación de descontrol, más las riñas y peleas que se produjeron entre alemanes y locales en el interior, provocaron que el Poder Ejecutivo ordenara por decreto 59.459 que todos los oficiales y suboficiales fueran internados en la isla Martín garcía. El 16 de abril de 1940 fueron todos enviados a ese lugar, sumando así un total de 240 internos, ubicados en el derruido hospital de la localidad, en escuelas y bungalow, todos bajo la vigilante mirada de soldados argentinos.

En la isla las condiciones eran desastrosas y los reclamos no tardaron en estallar.

Por esos días, la Guerra Relámpago llevada a cabo por Hitler arrasaba con todo Europa y el ánimo de los aliados estaba por el piso, tanto allá como en Buenos Aires. Por otro lado, el presidente Roberto Ortiz, casi ciego a causa de una larga enfermedad, debió renunciar y su vice, Ramón Castillo, un ultra conservador pro-germanófilo, se hizo cargo del gobierno nacional.

De inmediato, Castillo se encolumnó detrás de una tendencia autoritaria y en ese contexto se volvieron familiares las fugas de los marineros del Graf Spee. Los internados siguieron escapando a cuenta gotas. Algunos vía Chile, Paraguay y Brasil, y otros en barcos de bandera española y japonesa.

Pero como indica Ronald Newton en su bien documentado libro:

"Las filas de enrolados en el Graf Spee consistían sobre todo en conscriptos de 18 y 19 años. En la Argentina, años de ocio y soledad en tornos pocos familiares, el acoso de los rigurosos encargados de la disciplina naval y las arengas huecas de los ideólogos nazis (ellos mismos alejados y a salvo del rugir de los cañones) obraron sobre muchos jóvenes hasta erosionar sus sentimientos patrióticos a medio formar; en muchísimos casos, el adoctrinamiento en manos de las organizaciones juveniles nazis resultó efímero. Después de la partida de los últimos oficiales y suboficiales competentes a principios de 1942, el liderazgo del grupo del Graf Spee fluctuó entre lo errático y lo despótico. Los jóvenes crecieron y no pudieron dejar de sentirse atraídos por la vida más libre de la Argentina."



La diplomacia inglesa, indignada por el descuido de las autoridades vernáculas, redobló sus quejas y el presidente R. Castillo ordenó que los internados quedaran concentrados en un punto específico del interior. Aquí es en donde entra en escena el Club Hotel de la Ventana, elegido como el lugar de residencia obligada de los alemanes.

R. Newton dice al respecto:

«Grupos de hombres del Graf Spee fueron enviados a alojarse en el Hotel Sierra, un enorme elefante blanco gubernamental ubicado en un sitio de descanso y de juego en Sierra de la Ventana. El «agregado legal» del FBI en Buenos Aires apuntó con la alarma de costumbre que el hotel estaba en una zona de estancias de propiedad alemana: "San Carlos" de Lahusen; "Ramón Díaz" y "El Pantanoso" de Staudt & Co.; "El retiro" de Diego Mayer; la gigantesca propiedad de Funke, empleada por la organización popular nazi como centro de convalecencia y hogar para desocupados, con una extensión de más de 130.000 acres. El Hotel, temían los norteamericanos, se convertiría en un cuartel nazi, sin embargo no parecían saber bien en cuartel de qué».



A fines de 1943 y por decreto 13.690/43-M71 se ordenó que los internados fueran finalmente traslados al Club Hotel y confinados en él bajo el control militar argentino.

Con la llegada de esos 350 «hermosísimos pedazos de jóvenes» —como los calificó el gobernador cordobés Sabattini— el viejo hotel revivió, recuperando gran parte de su antiguo esplendor. Pero no era lo mismo. Aún así, no tardarían en surgir comentarios y comparaciones que contrastarían a la barbarie y desidia sudamericana con el civilizado empeño y emprendimiento de los germanos. La «buena raza» volvía a reeditar el choque entre salvajismo y progreso. Esta vez en clave genética.

Según se indica en el libro de Stella M. Rodríguez, los internados llegaron al Club Hotel en un tren especialmente despachado desde Buenos Aires. Arribaron al pueblo de Pringles y desde allí, en camiones del ejército argentino, hasta los portales mismos del complejo hotelero.

Toparse con semejante construcción en medio del paisaje serrano debió impresionarlos gratamente.

Uno de los sobrevivientes del Graf Spee apellidado Tillman, expresó:

«Cuando llegamos, no terminábamos de recorrer el hotel. Eso sí, estaba todo muy abandonado y sucio. Pero nosotros inmediatamente nos pusimos a limpiar y a poner todo en funcionamiento. Nunca había visto un lugar tan lujosos (…). Aquí no había bichos como en la isla (Martín García)."

A poco de instalarse se iniciaron las reparaciones en la usina, la toma de agua y los jardines. Todos conocían —mal o bien— algún oficio y en muy poco tiempo el Club Hotel no sólo empezó a funcionar como centro de internación en época de guerra, sino como verdadero centro de descanso de muchachos jóvenes dedicados a pasar bien los años que le quedaban al conflicto europeo. Jugaron al fútbol, al ping-pong, al tenis, tocaban música y bebían cerveza, en tanto sus compatriotas —seguidores del Führer— morían a mansalva en el frente ruso y occidental.

«Teníamos una buena orquesta —

relata Rudolf Stefanowsky—. Los sábados y domingos realizábamos fiestas. Cada uno llevaba su cajón de cerveza y venían conocidos de la zona."

En esas reuniones muchos de los marineros se enamoraron, incluso algunos se casaron con chicas de la zona y sus descendientes aún viven en la región.

Nada mal, teniendo en cuenta la realidad que se vivía en los campos de batalla del Viejo Mundo. Muchos de los fugados en los primeros años debieron arrepentirse. La vida en Sierra de la Ventana era casi una delicia irónica: el hotel construido con capitales del enemigo (ingleses), les dio cobijo y la posibilidad de sobrellevar el peor conflicto del siglo XX lejos de las balas (y muchas veces con el amor y cariño de una argentinita).

Resguardando sus vidas, el Club Hotel recuperó la propia.



En abril de 1945 Argentina le declara finalmente la guerra a Alemania y unas semanas más tarde la Segunda Guerra Mundial terminaba con la rendición incondicional del Tercer Reich. Se abría así una nueva etapa para los internados, llena de ansiedad, idas y vueltas. Primero se habló de repatriar a todos los tripulantes. Más tarde se firmó una orden de expulsión, pero por falta de barcos no pudo ser ejecutada. Finalmente en enero de 1946 el Almirantazgo Británico envió un barco a Buenos Aires para trasladar a los internados a la Europa liberada. En el ínterin muchos tripulantes del Graf Spee se fugaron del Club Hotel, señala Ronald Newton. Otros, teniendo en cuenta que el gobierno había dispuesto que los marineros casados estarían exentos de la repatriación, apuraron los trámites y se casaron. Fueron tantos que el gobierno prohibió las bodas y decidió cortar por lo sano: todos los hombres del Graf Spee serían enviados a Alemania.

Los reunieron en Campo de Mayo y el 15 de febrero de 1946, a bordo del buque inglés Highland Monarch, partieron para Europa.

El Club Hotel de la Ventana perdía a sus inquilinos. Una vez más quedaba vacío.

Se dio inicio entonces a la peor y más decadente época del señorial complejo serrano.



 

UN FÉNIX FALLIDO

(1946-1983)



Desde 1946, el Club Hotel no hizo otra cosa que venirse abajo.

Fue abandonado y saqueado durante por lo menos 15 años más. La falta de mantenimiento lo fue deteriorando. Ya no estaban ni Dufaur ni Ferrero para cuidarlo. La humedad, las lluvias, los cambios de temperatura empezaron a resquebrajarlo y los animales de la zona encontraron (como los alemanes) refugio en él. Poco a poco la gente de la comarca se fue llevado parte del mobiliario, de la dura y cara madera de sus pisos, de sus objetos de bronce. El gobierno provincial contribuyó al desguase y muchas de las piezas emblemáticas del Club Hotel terminaron adornando las dependencias de otros edificios públicos, en La Plata y Necochea (sin considerar los living privados de algunos funcionarios). El abuso fue total y la depredación propia de buitres. Pero a lo largo de los años sucesivos fueron apareciendo diversos proyectos que anunciaban la esperanza de recuperar el viejo hotel y volver a darle la vida que había tenido. Lamentablemente fueron sólo amagues.

En 1961, por ejemplo, la Congregación de los Padres Salesianos tomó el edificio en concesión. Tenían pensado instalar allí un centro recreativo para niños y una escuela agraria. Los curas lo acondicionaron un poco, pero la licencia no fue renovada y tuvieron que devolverlo a la provincia.

Dos años después, en 1963, la Facultad de Agronomía de La Plata se hace cargo de las instalaciones. Todo parecía indicar que el lugar era ideal para formar allí a los futuros ingenieros agrónomos. Una vez que tomaron posesión arreglaron un poco el edificio, pero el aislamiento pudo con ellos. Al poco tiempo dejaron el hotel, abandonándolo —una vez más— a los elementos.

El Club Hotel se resistía a renacer de sus cenizas.

Durante la década de los ’70, aquel rincón de paz en medio de las sierras no estuvo ajeno a la violencia que desangraba al país por entonces. Los tiros, maniobras y órdenes militares volvieron a escucharse en sus alrededores cuando el Comando V del Cuerpo del Ejército lo ocupó para realizar sus operaciones y jueguitos de soldados.

En 1974 se corrió la noticia de que el hotel iba a ser entregado a los sindicatos. Perón, ya viejo y a punto de morir, lo había anunciado a través de su gobernador en la provincia de Buenos Aires. Pero la iniciativa tampoco prosperó.

Con la llegada de los dictadores de facto al poder, en marzo de 1976, una serie de «iluminados funcionarios de uniforme» amenazaron con tirarlo abajo. Ajenos siempre al pasado (a no ser que tenga que ver con gloriosas batallas) el subsecretario de Asuntos Agrarios de entonces sugirió la demolición en 1978. Seguramente el Mundial de Fútbol debió distraer un poco la medida y las topadoras no llegaron. Al año siguiente, de improviso, un grupo —autorizado por el gobierno militar— empezó a talar los árboles que Carlos Thays había pacientemente plantado en 1911. Entonces sí cundió la rabia de los vecinos y las protestas no dejaron de oírse. La familia del benemérito Ernesto Tornquist fue quien más levantó la voz y el desmonte se frenó. Pero la ideología privatista de la dictadura siguió centrando su atención en el hotel abandonado y, finalmente, en febrero de 1980 se lo vendieron a la empresa Frigorífico Guaraní, de Horacio Pallas.

Los proyectos renacieron de nuevo.

Pallas aseguró que tenía intensiones de volver a darle al Club Hotel de la Ventana el lujo y esplendor de sus primeros días, convirtiéndolo en un atractivo turístico que iba a combinar paseos de compra, restaurantes, camping, piletas de natación, deporte y hospitalidad al más alto nivel. Para ello solicitó un crédito al Banco de Italia y empezó con la restauración del edificio. La cifra a invertir rondaría en los 5 millones de dólares.

Todo iba viento en popa. Se arreglaron los techos, se pintó el frente, se acondicionaron los sectores más derruidos. El viejo gigante ya estaba maquillado como para entrar en una nueva fase de explotación y crecimiento.

Pero una vez más, la tragedia signó su futuro.

En la noche del 8 de julio de 1983, el Club Hotel de la Ventana se incendió por completo.

El fuego se devoró todo, dejando únicamente los fuertes soportes de hierro y las paredes calcinadas de ladrillos.

Era imposible que algo resurgiera de las cenizas.

Sólo un juicio nació de todo ello. A principios de los ’90 el Banco que había otorgado el crédito a Pallas le ejecutó la deuda, pero la fiscalía de Estado impidió el remate. Tras años de litigio, se anunció que lo que quedaba iba a pasar otra vez a manos de la provincia de Buenos Aires, pero el traspaso fue frenado por un grupo de abogados que vieron sus honorarios impagos.

En esas condiciones, los pocos ladrillos remanentes del Club Hotel inauguraron el siglo XXI.



CAPITULO 6



EL GRAN HOTEL VIENA

Miramar, Provincia de Córdoba




 

INTRODUCCIÓN



De lejos semeja una lúgubre penitenciaria adentrándose en el Mar de Ansenuza, delineando su perfil en el cielo. Es la única estructura que sobresale del piso. Todas las demás desaparecieron tragadas por la fuerza de la inundación que azotó a la ciudad de Miramar (Córdoba) entre 1977 y 1985. Poco es lo que queda de aquel balneario mediterráneo que supo acoger a más de 70.000 veraneantes por temporada. La naturaleza y las explosiones controladas por el Ejército Argentino en 1992, demolieron lo que sobrevivía de un pueblo anegado por el agua salada de la hoy llamada laguna de Mar Chiquita.

Pero el Gran Hotel Viena se mantiene en pie.

Gigantesco, monolítico, exhibiendo un estilo arquitectónico racionalista, en un contexto general que lo que menos tiene es de racional, el Gran Viena sigue luchando contra el abandono, la desidia gubernamental y la humedad salina que lo acosa año tras año, sin terminar de destruirlo del todo.

Es un símbolo del pueblo, un atractivo turístico poco explotado y un misterio histórico que aún requiere de su Champollion para que pueda descifrar un pasado sin fuentes escritas.

Cual un fogón imaginario, el Gran Hotel Viena propicia el desarrollo de leyendas, rumores sin confirmar e historias locales que, alimentadas por la casi inexistente documentación y una tendenciosa inclinación al ocultamiento, generan un universo misterioso en el que se mezclan criminales de la Segunda Guerra Mundial, extrañas inversiones de origen nazi, envenenamientos, lavado de dinero y, desde hace poco, fantasmas.

La historia del viejo hotel está aún por escribirse. A la fecha ningún libro le ha dedicado un estudio pormenorizado, a no ser unas pocas líneas en trabajos periodísticos por Internet o referencias en obras —no demasiado académicas— que tratan el tan vapuleado tema de la presencia de Adolf Hitler en Argentina. Y no los culpo. El Gran Hotel Viena es un poderoso catalizador de fantasías. Su sólo aspecto, enclavado en una reciente península, invita a imaginar sucesos que nunca ocurrieron. Su impenetrable silencio no tiene —a la fecha— fuentes en las que basarse para rescatar de él alguna historia fehacientemente confirmada.

Mudo, críptico, oscuro, el hotel habla por boca de otros: los vecinos de Miramar, que se constituyen en los únicos guardianes del patrimonio oral e intangible que nos permite adentrar hipótesis provisionales sobre su verdadera historia.

Es un trabajo insalubre. A veces peligroso, en especial si se vive en el pueblo, ya que un pacto de silencio parece haberse firmado entre los más viejos, reacios a que el Gran Viena divulgue sus historias. Pero siempre despunta alguien con la firme voluntad de rescatar la verdad del olvido. En el caso del Gran Hotel Viena esa persona se llama Patricia Zapata, la guía turística local.

Ella y un reducido grupo de personas, acantonados en la Asociación Civil Amigos del Gran Hotel Viena, están en la ardua tarea de desempolvar el devenir histórico del edificio. Pocos son sus recursos y menor el apoyo que reciben por parte del gobierno provincial (que aún no se ha dignado en declarar al viejo hotel como patrimonio histórico), a pesar de ser el atractivo turístico más importante y visitado que tiene el pueblo de Miramar y toda la región noreste de Córdoba.

Lo que Patricia Zapata ha conseguido es inmenso. Guiada por un entrañable amor al hotel y una curiosidad infinita, "La Loca del Viena" —como ella misma se autodenomina— consiguió reconstruir, a partir de testimonios orales, mucho más de lo esperado. A su trabajo "en solitario" es que le debemos la poca información que disponemos y no cabe duda de que la historia de esa mole levantada a principios de la década del ’40 quedará, indefectiblemente, ligada a su apellido.

Sólo recientemente sus planos fueron desempolvados, revelando que muchas de las tradiciones orales eran ciertas. Pero, ¿qué sucedió con todos sus registros? ¿Dónde están los documentos que certifican sus primeros años de vida? ¿Se perdieron o los perdieron? ¿Fueron destruidos o descansan en alguna buhardilla olvidada de la localidad cordobesa de La Cumbrecita, tan ligada a la historia del nazismo? ¿Qué esconde el Gran Hotel Viena que sigue molestando a tantos? ¿Qué motivos hay para que muchos pretendan seguir manteniendo en el olvido la historia que transcurrió entre sus paredes? ¿Nazis? ¿Criminales de guerra escondidos tras el apellido de algún bienintencionado vecino? ¿O estamos dejándonos llevar por la imaginación?



 

PIONEROS Y DESASTRES



Cuando Máximo Pahlke decidió invertir el equivalente actual de veinticinco millones de dólares en un pueblo perdido al noreste de la provincia de Córdoba, para levantar lo que fuera el Gran Hotel Viena, la historia de la región ya estaba enraizada en un largo proceso de colonización, inaugurado en la década de 1890 y que diera origen a la llamada "pampa gringa".

La zona aledaña a la gran laguna de Mar Chiquita (conocida en lengua aborigen como Mar de Ansenuza) había recibido a muchos inmigrantes de origen italiano, español y alemán a fines del siglo XIX y, en una época de por sí optimista y con una agricultura que empezaba a convertir al país en el mítico "granero del mundo", la región se transformó en un nuevo "El Dorado" donde era posible alcanzar el bienestar y la prosperidad que tanto deseaban y Europa ya no podía darles.

De las decenas de colonias que crecieron en Córdoba, Entre Ríos y Santa Fe (muchas de ellas convertidas más tarde en pueblos y ciudades), sólo Miramar se levantó de cara al gran mar interior. Aún hoy sigue siendo la única población asentada frente a los 3.900 kilómetros cuadrados de agua salada que conforman la inmensa laguna.

Sus dimensiones son enormes y aunque actualmente no tenga los 10.500 kilómetros cuadrados que alcanzó con la gran inundación del 2003, pararse en sus costas —sabiéndose en medio de una pampa dilatada y chata como un mantel— es una experiencia sobrecogedora. El cielo y el agua se unen en un horizonte líquido que —por las mañanas cuando se navega— pareciera que se está en presencia del último confín de la tierra, el mismísimo fin del mundo.

Espectáculo aparte son los atardeceres en Miramar. En ellos el sol se pone sobre las aguas de la laguna, penetrando todo de un fuerte color naranja, que estimulan los sentidos y le dan a las bandadas de flamencos un tinte cromático que los convierten aves de otro planeta. Es un paisaje hermoso y desconocido al mismo tiempo, pero enclavado en una geografía en la que la convivencia con el hombre ha sido dificultosa.

Los inmigrantes que levantaron sus reales en la zona hacia 1890 poco sabían de geografía o de cuencas endorreicas. Dispuestos a "hacerse la América" en una provincia en la que podían aspirar a tener tierras propias, intentaron prosperar como agricultores. Pusieron todo su empeño (al punto de crearse el estereotipo del "gringo laburador") pero la salinidad de la región les complicó el panorama y ya para el año 1900 el descubrimiento de las propiedades curativas del agua salada y su fango, atrajo la atención de algunos miembros de la oligarquía argentina y europea que buscaban salidas terapéuticas a sus dolencias. Se estaba imponiendo el termalismo y ese tipo de turismo-salud permitió que se efectuara una reconversión laboral en toda la comarca. Muy pronto, los colonos advirtieron que hospedar gente en sus ranchos podía ser un negocio y no faltaron los emprendedores —devenidos en la "historia oficial" en desinteresados pioneros fundadores— que advirtieran la veta comercial que se les presentaba, dando origen a un flujo de primitivo turismo que terminaría convirtiéndose en la principal actividad económica de los miramarenses.

¿Cuál era el atractivo que tenía ese perdido rincón del noreste cordobés?

En gran parte el aislamiento y la moda impuesta desde las playas europeas por curar las enfermedades mientras se disfrutaba del ocio. Por otro lado, la falta de medicamentos y el temor al contagio volvieron a los lugares alejados en codiciados sitios de las clases sociales pudientes de principios del siglo XX.

Aire puro, agua salada, yodo y un fango capaz de sanar reuma, soriasis y problemas articulares, además de "fortalecer" el organismo, se constituyeron en la principal oferta de los primeros hoteles de Miramar. Y así fue como nació y creció el pueblo.

Al principio, los visitantes se alojaban en las rústicas casas de los inmigrantes, convirtiéndose en las primeras pensiones. Pero entre 1910 y 1920 —viendo que el negocio prosperaba—, don Vittorio Rosso —vecino del pueblo— puso en funcionamiento el célebre Hotel Mira-Mar, que al principio disponía de únicamente dos habitaciones pero que, para mediados de la década del ‘30, había crecido y ponía a disposición de su clientela sesenta cuartos, cómodos y bien aireados. Al mismo tiempo se aseguraba la llegada de clientes por medio de una flotilla de autos, que usaba para ir a buscarlos a la cercana ciudad de Balnearia, que era donde éstos bajaban del tren.

Las cosas marcharon bien y las pensiones florecieron como hongos. Pero a partir de de 1946 y hasta 1957 la enorme laguna empezó a secarse y el agua se alejó de la costa unos tres kilómetros. Los veraneantes tenían que caminar más de treinta cuadras para llegar al mar y eso sí era un problema. Para darle solución, los empresarios construyeron piletas de agua salada cerca de los hoteles.

Pero el agua regresó en 1958.

Y lo hizo con mucha fuerza. Tanta que sobrevino un gran desastre. En 1959 una inundación afectó a todo el pueblo, prolongando los malos años hasta fines de 1963. Recién en el ’64 el agua se retiró dando inicio a un nuevo período seco. Los historiadores locales sostienen que la llamada "Edad de Oro" de Miramar se dio entre 1968 y diciembre de 1976. En esos años el pueblo creció y se transformó en un importante centro turístico, con 110 hoteles habilitados, miles de turistas, restaurantes y casino propio. Todo parecía indicar que el progreso había llegado para quedarse definitivamente, pero en enero de 1977 la laguna empezó a crecer otra vez, sin intensión de detenerse ante las casa.

La inundación de 1977-1985 no fue repentina. El crecimiento del nivel de la oceánica laguna resultó ser un proceso de mediano y largo plazo, pero irreversible. Nada se pudo hacer contra la fuerza del agua. De nada sirvieron los bloques de cemento que el municipio colocó todo a lo largo de la costanera de 3 Km. Inútil resultaron las máquinas que bombeaban el agua , devolviéndola al "mar".

La vieja diosa Ansenuza tomaba lo que por derecho natural le era propio y toda la tecnología de la época se volvió inoperante ante la fuerza del oleaje. El hombre tuvo que someterse —una vez más— ante la naturaleza sin control.

No faltaron aquellos que, con un claro pensamiento mágico, negaron la realidad. "A mí no puede pasarme nada", decían unos. "El agua se detendrá", sostenían otros. Y resistieron aún con el agua en los tobillos y sus muebles sobre tacos de madera para salvarlos de la humedad.

Pero la laguna no se detuvo.

Los rezos (seguramente muchos) no fueron escuchados, tal vez porque la diosa local no entendía el dialecto de los inmigrantes, ignorantes de la lengua aborigen (erradicada y olvidada desde los días de la conquista).

El saldo final fue catastrófico. Más de la mitad del pueblo (un 60 %) quedó bajo las aguas, exhibiéndose como un cadáver, flotando ante la azorada y dolida mirada de los habitantes.

Era insoportable convivir con esas ruinas por delante. Miles de sueños, proyectos y décadas de esfuerzo se vieron truncados en pocos años. Los techos de las casas particulares, que emergían del agua como ballenas hechas de tejas, devolvían a diario la recreación de la tragedia. Hoteles, centros de salud, el casino, la Terminal de ómnibus y 37 manzanas habitadas se desgastaban por las olas y la salinidad de la laguna. Era como vivir con el cadáver de un ser querido a la vista de todos. Por eso, en 1992, el gobierno municipal decidió demoler lo que quedaba de la vieja y anegada Miramar, contratando los servicios del Tercer Cuerpo de Ejército.

Explosiones e implosiones de por medio, los miramarenses hicieron "borrón y cuenta nueva" bajo el poderoso influjo de la dinamita. La ruinas de lo que quedaba del pueblo desaparecieron por completo. Entonces sí, convertido todo en escombros, el antiguo asentamiento urbano se dispersó bajo el agua para siempre.



 

EL GRAN INVERSOR



La aparición del Gran Hotel Viena se inserta en un contexto muy poco convencional en la historia del pueblo y le agrega al devenir de Miramar la "pimienta" que le faltaba.

¿Cómo es que surgió, en una localidad que tenía sólo 1600 habitantes, un emprendimiento hotelero de esas características?

La "historia oficial" cuenta que un acaudalado empresario alemán, Máximo Pahlke, gerente de una multinacional germana llamada Tubos Manesmann, visitó el pueblo de Miramar en el verano de 1936, buscando algo que no podía comprar con dinero: la salud de su familia, de por sí bastante problemática.

La fama de la laguna, con sus aguas curativas y su fango terapéutico, hicieron que el grupo familiar se instalara en una rústica pensión, propiedad de una mujer de origen alemán, Ana María Scorchuber de Tremetzberger, a quien Pahlke conocía por haber trabajo anteriormente en la empresa que él gerenciaba en Buenos Aires. Allí, a lo largo de los meses de verano, el hijo de Pahlke —que sufría de soriasis— experimentó una notable y definitiva mejoría. Fue entonces cuando su padre decidió invertir en la zona, "en agradecimiento por la sanación" y entró en sociedad con la propietaria de la vieja pensión. Unieron capitales y así nació la renovada Pensión Alemana con un nuevo pabellón de dieciséis habitaciones, en el año 1938.



 

Pero la sociedad duró muy poco. En 1939, problemas entre la esposa de Pahlke (Melita Fleishesberger) y la antigua propietaria, condujeron a la disolución del emprendimiento conjunto. Máximo Pahlke compró la parte de su ex socia y rebautizó la pensión con el nombre de Pensión Viena, en honor a la ciudad natal de su mujer. Por su parte, María Tremetzberger, con el dinero recaudado, construyó un nuevo hotel, a una cuadra de distancia. Lo llamó Hotel Alemán y se convirtió en el principal competidor de la pensión de Pahlke.

Pero el dinero hizo la diferencia.

El mismo año en que Hitler invadía Francia (1940), desplegando su imparable Guerra Relámpago, Máximo Pahlke demolió la parte más antigua de la pensión y se abocó a edificar un gigantesco complejo arquitectónico que conduciría, finalmente, al Gran Hotel Viena. Lo construyó por etapas, siendo definitivamente terminado en 1945, año en que la Alemania nazi se rindió ante las tropas aliadas. Como puede verse, la historia alemana del Gran Viena, coincide, de principio a fin, con el apogeo y decadencia del Tercer Reich.

Según me informara Patricia Zapata, una cronología aproximada de la historia del hotel podría sintetizarse de la siguiente manera:



 

 

  • 1940-1945
  • : Construcción del Gran Hotel Viena

  • 1945-1946
  • : Máximo Pahlke explota el hotel por unos pocos meses antes de irse de Miramar para no volver nunca más (falleció en Alemania en la década de los ’60). Durante el período en que Pahlke administró el hotel el número de huéspedes no superó los 8 a 16 hombres, solamente.

  • 1946-1948
  • : Martin Krüegger (Jefe de Seguridad) se queda a cargo del hotel, que permanece cerrado y habitado sólo por él. El Gran Viena no recibe huéspedes.

  • 1948-1954
  • : Tras la misteriosa muerte de Martin Krüegger (envenenado), los jardineros del hotel, la familia compuesta por Koloman Kolomi Geraldini y su esposa, Helena Noval de Kolomi, permanecen en el edificio ocupándolo y manteniendo sus instalaciones.

  • 1954-1964
  • : Los Kolomi abren el hotel al público. Lo explotan empresarialmente. De jardineros pasan a ser hoteleros.

  • 1964-1980
  • : Un hombre apellidado Sosa se hace cargo del hotel. Lo abre al turismo. Es la "Edad de Oro" del Gran Viena. Todos sus sectores son puestos a disposición de los huéspedes. El negocio fue redondo. No paga alquiler a nadie y todas las ganancias las embolsa él mismo. Según se dice, Sosa es uno de los responsables del desmantelamiento del hotel. Se llevó muchas de las cosas que había en el edificio. La última etapa de explotación comercial estuvo en manos del señor Freudemberger, vecino de Miramar.

  • 1980
  • : La inundación —iniciada en enero de 1977— llega a los pies del Gran Hotel Viena. Emprendimientos de corta duración mantuvieron al edificio en funciones. En 1978, tras la desaparición bajo el agua del Hotel Copacabana, el casino del pueblo funcionó en el Viena hasta 1980 (año en que la sala de juegos será trasladada a Villa Carlos Paz). A partir de entonces el sector VIP fue alquilado al señor Leonardo Bergia (quien firmó contrato con Máximo Pahlke hijo) y lo siguió explotando como hotel por espacio de unos dos años. Entre 1982 a 1985 aproximadamente, Daniel Fontana (peletero local y propietario del actual hotel Miramar) obtiene la concesión del comedor y bar del hotel. Lo preparan como "boliche". Usan los espejos de los placares para ambientar el local.

  • 1985
  • : El agua salada de la laguna alcanza los subsuelos del Gran Viena. El hotel cierra por completo sus puertas. De 1985 a 2003 vivieron, intermitentemente, cuidadores; en tanto todo el edifico se venía abajo.




 

 

 

UN MUNDO CERRADO



EL Gran Hotel Viena desentonó siempre en Miramar.

Es demasiado grande, demasiado imponente, demasiado caro para una localidad que, a la fecha de su apertura oficial (1945), no llegaba a los dos mil habitantes, estaba a contramano del mundo, en un paraje aislado y sin rutas directas. Así todo, Pahlke invirtió en ese sitio una verdadera fortuna.

El edificio, hoy en ruinas, sigue impactando al visitante. Su estilo racionalista —tan propio en la década de los ‘40— perturba la mirada de aquel que observa la chata costa miramarense, puesto que su cuerpo sobresale como si fuera un gigantesco buque encallado.

Hoy silente y abandonado, el Gran Hotel Viena supo ser el testigo de una época extraña y peligrosa. Una época en que el racismo, el fanatismo político, la violencia y las catástrofes producto de la expansión nacionalsocialista desestabilizaban la paz mundial. En un momento en que la idea de progreso parecía estar muerta —especialmente después de la gran guerra de 1914— un empresario alemán apostaba al futuro gastando un dineral inconcebible en un rincón desconocido del planeta. Quizás estaba pensando en los mil años de gloria que el Führer había prometido desde los estrados, augurando un Nuevo Orden Mundial bajo la sombra de la svástica. Pero ese prometido milenio se redujo a sólo doce años y la influencia de la ideología nazi se debilitó, aunque no desapareció del todo. Cuando el Tercer Reich cayó bajo las bombas aliadas y el mundo terminó declarándole la guerra a ese gigante de pies de barro, el Gran Viena Hotel se derrumbó con él. Porque la historia del hotel está indefectiblemente ligada a la del nacionalsocialismo.

¿Pahlke era nazi? Adoraba, seguramente a su país, y veía con buenos ojos la rápida recuperación que experimentara desde que Hitler asumiera el poder en 1933. Se comenta que en el patio central hubo banderas nazis decorando los marcos de las ventanas y que por una denuncia debió quitarlas. Por otro lado, su jefe de seguridad, Martin Krüegger, era un ingeniero condecorado en la Segunda Guerra, poco antes de hacerse cargo de la vigilancia del hotel en 1943. La gente lo describe como un hombre alto, típicamente teutón, muy serio, siempre vestido de gris y con famosos modos autoritarios con los que controlaba a sus diez guardias armados, encargados de proteger el perímetro del Gran Viena. Al respecto, la señora Luisa "Chichi" Zambelli (vecina de Miramar y ligada desde chica a la historia del hotel) sostuvo en un video documental producido en el Córdoba: «Era seco, era malo… Ni los perros lo querían. Perro que ladraba, perro que moría».

Como si eso fuera poco, los Pahlke mantenían una estrecha amistad con la familia Eichhorn, propietarios del famoso Eden Hotel de la localidad cordobesa de La Falda, que eran declarados miembros del Partido Nacionalsocialista. Numerosos documentos testifican esa ligazón. Además, los Eichhorn siempre se mostraron resueltamente orgullosos de exhibir sus svásticas y haber colaborado en la campaña política de Hitler, contribuyendo con dinero y actuando —posteriormente— como espías nazis desde las sierras argentinas. La casualidad quiso que Walter e Ida Eichhorn tuvieran una casa de descanso a menos de doscientos metros del Gran Hotel Viena. Muchos testigos afirman que ambas familias se solían reunir a tomar el té por las tardes.

¿De qué charlarían?...

No lo sabemos. De hecho es muy poco lo que se conoce sobre la historia íntima del hotel. Máximo Pahlke se encargó muy bien de poner todos los documentos a buen resguardo. Cuando en marzo en 1946 decidió abandonar "misteriosamente" Miramar, se llevó todos los registros del hotel.

Absolutamente todos.

Según cuentan testigos, los Pahlke cargaron tres pequeños colectivos con cuadros, libros, papeles, vajilla con el logo del águila bicéfala y hasta —se dice— un juego de copas con simbología nazi. Más tarde, uno de los chóferes —de vuelta al pueblo— relató haber viajado hasta la localidad de La Cumbrecita, otro sitio identificado con nazis fugitivos, de la que regresaron con los colectivos vacíos.

¿Es otra contingencia el hecho de que Pahlke se retirara justamente después de la rendición alemana? Un viejo dicho británico dice: "La primera vez es casualidad. La segunda, coincidencia. La tercera, acción del enemigo".



Como señalamos anteriormente, el Gran Hotel Viena se construyó por etapas.

El sector más antiguo que se conserva es el que, en teoría, iba a estar destinado a las institutrices y se ubica en la parte trasera del complejo. Fue levantado por Pahlke mientras duraba su sociedad con la señora Tremetzberger en 1938. Tenía habitaciones en duplex y era el lugar en el que la familia del empresario se hospedaba. Los baños estaban revestidos de azulejos de origen alemán y sanitarios traídos de Inglaterra. Es la única parte del hotel que desentona estilísticamente con el resto.

Entre 1940 y 1943 se construyó lo que sería el sector VIP del Gran Viena. En él estaba el ingreso principal al complejo y se concentraba todo el lujo. Constaba de una planta baja, que tenía una sucursal bancaria, correo, una central telefónica y la peluquería unisex, todo exclusivamente reservado para los huéspedes, como así también un comedor para 200 comensales lujosamente ambientado y decorado con la sobriedad del buen gusto burgués. Poseía además, dos plantas superiores con un total de 28 habitaciones cada una de ellas con baños privados, bañeras y balcones que daban a la laguna de Mar Chiquita. En los sótanos estaba la cámara frigorífica y la bodega con miles de botellas de vinos importados, traídos especialmente de Europa.



 

Finalmente, entre 1943 y diciembre de 1945, se terminó de construir el último sector del hotel, conocido como el "sector de clase media". Constaba de una planta baja con dos comedores y un par de pisos que contenían un total de 35 habitaciones equipadas con calefacción central (no refrigeración), baño privado y bañera. Todos los cuartos eran single (individuales) y había un ascensor que comunicaba con la planta baja, además de las escaleras de granito. Este sector del hotel es el que más se parece a un hospital y de hecho muchas personas han advertido las semejanzas arquitectónicas que tiene con nosocomios de la ciudad de Córdoba y de Capital Federal.

Separadas del resto del hotel, pero dentro del predio que éste conformaba, estaban las cocheras y la usina eléctrica. También la gran torre de agua, de más de veinte metros de altura, y capaz de contener 50.000 litros, era uno de símbolos más destacados del edificio. Tenía una escalera de 122 escalones y desde lo alto podía tenerse una visión panorámica de todo el pueblo. Un mangrullo privilegiado de vigilancia. Y digo bien, "vigilancia", ya que los vecinos relatan que era muy común observar a un guardia armado controlando todo desde arriba.

¿Para qué quería un hotel cinco estrellas un guardia con armas de fuego sobre una torre gigantesca de agua?

El Gran Viena era un mundo en sí mismo, cerrado, aislado al exterior. Un islote de misteriosa intimidad protegido —según se cuenta— por una decena de guardias uniformados bajo las ordenes del personaje más enigmático de todos: Martin Krüegger.



 

 

 

CANCERBERO



Se sabe que nació en Berlín, que era ingeniero de profesión y héroe de guerra entre 1939 y 1943. También es sabido que apareció en Miramar en el último año citado y que se hizo cargo de la seguridad del complejo hotelero, que custodió con mano de hierro junto con una grupo de hombres bien equipados. Según cuentan los testigos (ex empleados), era un sujeto alto, de fríos ojos celestes y siempre vestido impecablemente con traje gris y zapatos muy lustrados (una obsesión dentro del gremio de los militares). No conocemos cómo era su rostro. No hay a la fecha ninguna fotografía que lo muestre, pero por las descripciones que Patricia Zapata recopiló, era el modelo ejemplar del fenotipo teutón. Un ario que hubiera puesto orgulloso al mismísimo Führer.

Autoritario, leal, organizado y muy celoso de sus tareas, Martin Krüegger era la persona que llevaba adelante al Gran Hotel Viena y la única que lo habitó cuando, en 1945, Máximo Pahlke se marchó para no regresar más.

Deambuló por el hotel hasta 1948. Los rumores cuentan que durante esos años recibió invitados. No se conoce quiénes fueron. Y es muy probable que no lo sepamos nunca a ciencia cierta. Cuando Krüegger apareció muerto por envenenamiento en una de las habitaciones que hay sobre las cocheras, se llevó con él muchos secretos a la tumba. Las investigaciones no pudieron determinar si había sido suicidio o asesinato. Fue velado por un par de vecinas del Gran Viena y enterrado en el cementerio de la ciudad de Balnearia. Hoy su tumba ya no existe. Sus restos consumidos terminaron, tras años sin reclamos, en el osario municipal. Aún después de muerto mantuvo el anonimato que siempre buscó; a tal punto que mucha gente niega hoy la existencia de este singular personaje.

¿Por qué negar algo que la mayoría de los empelados y lugareños recuerdan?

¿Quién fue realmente el ingeniero Martin Krüegger?

¿Era el fiel servidor de Máximo Pahlke o algo más que eso
?

En opinión de Patricia Zapata, Krüegger fue el personaje más importante del Gran Hotel Viena.

¿A quién representaba? ¿Qué protegía con tanto celo? ¿Por qué motivo fue él quien se quedó en el hotel hasta el momento de su muerte? ¿Colaboró, desde los grises muros del hotel, con el escape los criminales de guerra después de la derrota del nacionalsocialismo en 1945?

Conjeturas.

Meras conjeturas. Hipótesis que nunca serán comprobadas, a menos que aparezcan los documento que se llevaron y certifiquen estas alambicadas suposiciones.

Con relación al rol que cumplieron los Pahlke en todo este asunto, también sobrevuelan muchas dudas.

¿Por qué se llevó a cabo semejante inversión si el hotel estuvo abierto por tan poco meses (de diciembre de 1945 a marzo de 1946)? ¿Por qué la familia no reclamó nunca un solo peso?

De hecho, actuaron como si nada de todo esa fuera suyo.

¿Quién era el verdadero propietario del Gran Viena, entonces? ¿De dónde provinieron los capitales para construirlo? ¿Lavaje de dinero nazi?

No lo sabemos.



"Para mí los Pahlke no eran los dueños del hotel —dijo Zapata—, sino meros testaferros de alguien más importante. ¿Quién? Lo desconozco. Es difícil comprobar esto. Aún hoy, todos ocultan algo. Pero los capitales fueron, sin duda, del nacionalsocialismo alemán."




Numerosos estudios han confirmado en los últimos años el "lavado" de dinero nazi en nuestro país durante las décadas del ’40 y ’50 del siglo pasado. Del mismo modo han surgido innumerables libros que explotan uno de los mitos más arraigados desde los días de la segunda guerra mundial: el de la llegada de jerarcas y oro nazi en submarinos, pocos antes de la rendición alemana.

Pero es también necesario recordar que por aquellos días las cosas no eran tan fáciles, ni la ideología neoliberal se había desparramado por el mundo. Los estados vigilaban mucho la transmisión de dinero de un lado a otro y"(...) a partir de 1942 se dificultaron los giros del exterior a las cuentas argentinas, el Banco Central exigió declaraciones juradas sobre la finalidad de las transacciones: realizar una transferencia encubierta habría requerido demasiadas complicaciones."

Por lo tanto, según Weber, "sólo fue posible ocultar el dinero que ya se encontraba en Sudamérica, pero no el que aún debía ser transportado. Antes del fin de la guerra, la filial argentina del Deutsche Bank recibió la orden de transferir el saldo de su cuenta en pesos en Buenos Aires a la Compañía Argentina de Mandatos Sociedad Anónima."

Ese tipo de operaciones se volvieron muy comunes. Todos sabían que el nacionalsocialismo tenía los días contados y que los vencedores iban a confiscar los bienes pertenecientes a Alemania en todas partes del mundo. Por ese motivo, los nazis residentes en nuestro país —organizados en la "Gau Ausland" (Comarca Extranjera)— "procuraron evitar la confiscación de sus propiedades transfiriendo las mismas a testaferros."

En este contexto podemos ubicar las inversiones millonarios de Máximo Pahlke hechas en el Gran Hotel Viena. La época coincide, pero no hay pruebas documentales. De todos modos, si seguimos la línea argumental de Weber, "según la documentación obtenida hasta ahora, fueron sólo unas pocas transacciones y la mayor parte de ellas fallidas. Algunas fueron confiscadas por el gobierno argentino, a pesar del intento de «lavado», otras fueron reconocidas ilegalmente como propiedades de los «hombres de paja»."



 

EL PODER DEL AGUA



La gran inundación de 1977-1985, la misma que se tragó a más del 60 % del pueblo de Miramar, fue la que terminó signando la suerte del Gran Hotel Viena. Cuando hacia el año 1980 el Mar de Ansenuza alcanzó los zócalos de su sector más aristocrático devorándose un terraplén de casi tres metros de altura y los 80 metros que lo separaban de la orilla de la laguna, el futuro del Gran Viena terminó de sellarse.

El rítmico golpeteo de las olas, el desgaste persistente del agua salada y los efectos de una humedad que no dejaba de avanzar, terminaron por derrumbarle parte del frente y en donde antes había paredes quedaron flacas columnas de concreto y hierros retorcidos, como si fueran las débiles piernas de un prisionero de Auschwitz.

El sector termal se vino abajo en 1982.

De forma gradual fue perdiendo su blanca pátina exterior de pintura y todo el edificio se volvió gris, lúgubre y manchado. Las baldosas importadas, que tapizaban los pisos de la planta baja, se combaron, adoptando el aspecto de una gran canaleta de granito. Mismo deterioro sufrió el mármol de Carrara del hall principal de entrada, que se tornó amarillento y resquebrajó. El óxido hizo prevalecer también su imperio sobre todo objeto de hierro y hasta los tirantes de ese metal, el esqueleto mismo de la construcción, se volvieron endebles y crujientes.

Pero las caricias del agua contra las paredes del Gran Viena se intensificaron. Cual un amante excitado el mar avanzó más y más, hasta meterse en las entrañas mismas del hotel, llenando sus sótanos de agua y de barro, en 1985. La cámara frigorífica, la bodega y el inmenso depósito de alimentos quedó anegado por completo. Ya nada se pudo hacer. Se necesitó de la derrota de la Segunda Guerra Mundial, del abandono de décadas y una gigantesca inundación para vencerlo.

Con los subsuelos inundados el hotel cerró sus puertas y se convirtió en leyenda.



 

 

 

 

 

 

 

 

PARTE II




CAPITULO 7



EL UNIVERSO DE LOS GRANDES HOTELES




 

INTRODUCCIÓN



"
La historia se presenta (…) como la respuesta a una sorpresa,

y el historiador es ante todo aquel que es capaz de asombrarse,

que toma conciencia de las anomalías."

Philippe Ariès, El Tiempo de la Historia,

Editorial Paidos, Buenos Aires, 1988, Pág.259.


"La historia, como viaje que es hacia lo otro,
ha de servir para hacernos salir de nosotros
mismos, al menos tan legítimamente como para
asegurarnos dentro de nuestros propios límites".
Paul Veyne


Analizar la historia de los cuatro hoteles examinados en los capítulos anteriores no sólo implica un intento por reconstruir intelectualmente sus orígenes, comodidades físicas, inconvenientes y relaciones con la política e ideología de sus épocas, sino también acercarnos al universo de símbolos, gestos, actitudes y prejuicios que se desplegaron dentro de ellos. Ver como se gestionaba la vida en estos complejos hoteleros a fines del siglo XIX y principios del XX nos obliga a incursionar en una historia que debe tener en cuenta no sólo los acontecimientos que efectivamente ocurrieron (lo «acontecimiental»), sino, al mismo tiempo, aspectos más profundos, como son el imaginario y las fantasías, los rumores, comentarios, ideales, miedos y sueños con que han sido adornadas sus historias particulares.

Creemos que ésa es la única forma de poder distinguir los aspectos que nos siguen ligando a esos viejos tiempos y advertir también las profundas discrepancias que nos separan de aquel universo cultural. La Belle Epoque y los catastróficos años que le siguieron, fueron el caldo de cultivo de nuevas actitudes y comportamientos que sorprenden por sus solapadas permanencias como por sus profundos contrastes. Es como viajar a otro planeta, a otro país, no necesariamente mejor o peor. La Argentina de entonces era diferente. Diferente su manera de hacer política, diferente el modo de pararse frente al mundo y diferente el peso de sus clases sociales en el contexto interno e internacional.

Reflejándonos en la época de los "Grandes Hoteles" podemos percibir cómo era sentida la vida por los sectores privilegiados, cómo imaginaban su futuro, cómo se diferenciaban del resto de la sociedad, cuáles eran sus valores y recelos. Y al hacerlo, no podemos más que sorprendernos. Quedamos atónitos ante el clima de ingenuidad que detectamos en esos días, en sus juegos y diversiones, en sus falsas esperanzas aún ilusionadas.

En el universo histórico de nuestros abuelos y bisabuelos nos cuesta reconocernos a nosotros mismos. Pero ahí estamos, aunque no nos veamos a primera vista.

Más allá de las fechas, de los nombres y lugares, existen matices culturales que delimitaron identidades y dieron cohesión social a grupos diferentes. Muchos de estos matices se conservan. Otros se diluyeron hasta desaparecer en medio de cambios profundos, producto de las innovaciones que marcaron a esa modernidad tardía.

El Boulevard Atlántico Hotel, el Eden Hotel de La Falda, el Club Hotel de la Ventana y el Gran Viena Hotel de Miramar (Córdoba) comparten muchas cosas. Tienen, en cierto sentido, historias parecidas, coincidencias y también discrepancias. A ellas nos abocaremos en esta parte del trabajo aspirando a componer una estampa que examine las prácticas sociales de la burguesía, la geografía hotelera, el rol de la tecnología, la ilusión del progreso, el imaginario y las leyendas que se tejieron (y se tejen) en torno de ellos y, por último, la presencia de los hoteles en la literatura y la ficción.



 

 

I



AISLAMIENTO




El Boulevard Atlántico, el Eden, el Gran Viena y el Club Hotel compartieron una característica básica: el aislamiento voluntario de sus emplazamientos.

Lejos de todo, consiguieron ser burbujas de lujo, placer, confort y salud, alejadas de las pestes, de los problemas mundanos y miserias del «mundo exterior», constituyéndose en «cápsulas sanas» que contrastaban con la superpoblación, suciedad y contaminación de las grandes ciudades de fines del siglo XIX y principios del XX.

A esos sitios iba uno a relajarse. A prevenir el contagio de la tuberculosis y «mirar para otro lado», anunciando la moral indolora y descomprometida de la que nos habla Lipovetsky. Una moral sin deberes, un encapsulamiento aristocrático que dejaba todos los problemas «afuera», negándoles identidad y el ingreso a ese universo cerrado.

El dinero facilitaba ese «hacerse aparte», esa auto-segregación, que, como en un renovado oikos aristocrático, buscaba la más absoluta autarquía; materializada en el afán que los grandes hoteles tenían al producir sus propios alimentos, sus propios insumos, su propia electricidad y agua potable. El mayor anhelo —conciente o inconciente— era el de construir un «bote salvavidas» exclusivo y propio, imposible de compartir, con el cual —calcando el efecto Titanic— sólo se salvaban los más ricos.

Los cuatro hoteles de los que hemos hablado en la primera parte de este trabajo, eran verdaderos torreones. Burgos o modernos castillos, protegidos por los muros intangibles del poder económico. Allí, los nuevos señores feudales de la Argentina, mantenían su exclusividad, sintiendo que conservaban el poder casi absoluto de antaño. La gran diferencia con el verdadero medioevo era que las villas y sus villanos (hombres que vivían en ellas) estaban a kilómetros de distancia, lejos de sus prístinas miradas, que alimentadas por un ego en ascenso, sólo atendían a sus abultados y bien alimentados ombligos. La pobreza estaba lo suficientemente lejos como para convertirse en algo «pintoresco».

Comenta Delfina Bunge en su diario personal, el 24 de agosto de 1900: «Quien no se mueva de Buenos Aires nunca podrá tener idea de lo que es realmente nuestra tierra argentina: por un lado las riquezas de sus paisajes y por el otro la miseria y el atraso que en todas partes reina. La gente no tiene mayores ambiciones y saca de la tierra solo lo preciso para sobrevivir. Es necesaria una gran iniciativa para mejorar estos territorios tan salvajes (…). Nunca desaparecen los paisajes incultos ¡Qué vegetación, qué montes y lindos ranchitos! ¡Qué distinto al campo de Buenos Aires!»



El afán de diferenciación también intervino a la hora de elegir el aislamiento voluntario al que nos referimos. Como indica Michel Maffesoli: «Frente a un mundo que quiere ser uniforme, renace el deseo de "otro lugar". La inquietud de estar aparte, de no adherirse a los valores comúnmente admitidos

El refugio en un lugar alejado, confortable y seguro, ha obedecido a la voluntad de apartarse de lo cotidiano, para generar una diferenciación bien marcada con aquel que no puede hacerlo (en la mayor parte de los casos por cuestiones económicas). De ese modo se revela el status social y la capacidad monetaria de los privilegiados.

No cualquiera podía concurrir a esos hoteles. Eran plazas suntuosas y caras (de elite); «otros lugares» que resultaban prohibitivos para todos aquellos que vivían de un salario magro y les era imposible sobresalir por encima del resto de los mortales. Sus huéspedes rompían con la uniformidad que producía la vida citadina, diferenciándose de los que no viajaban; aunque, muchas veces, terminaban sometiéndose a nuevas obligaciones sociales —las del universo hotelero—, teniendo que cumplir estrictos códigos de conducta y etiqueta.

Quitarse de encima ciertas normas implicaba someterse a otras. De todos modos, los hoteles en cuestión eran lo suficientemente grandes como para encontrar lugares aislados donde desprenderse (al menos por un tiempo) de los férreos códigos sociales, especialmente en cuestiones sexuales. Así es como se estructuró el gran escenario de las hipócritas vacaciones burguesa.



Todos estos hoteles estaban, básicamente, en «el campo».

Si observamos sus fotos más antiguas, podemos advertir la desolación que esos edificios desgarraban. Paz y tranquilidad, intimidad y relax, son ideas que surgen de inmediato ante esas lacónicas y fascinantes tomas. El contraste con la ciudad es indiscutible.

Por aquellos días, en que los centros urbanos crecían a galope de la inmigración y los grandes avances tecnológicos —convirtiendo lo que hasta hacía poco eran pequeños poblados en inmensas megalópolis— la expansión de la ciudad tuvo un costo muy alto que pagar: se llenó de ruido, de gente, de basura e inseguridad. Por ellas campeaban las enfermedades y las protestas sociales. Resultaba difícil seguir asociándolas, como en la Edad Media, con claustros amurallados, capaces de hacer prevalecer la confianza entre sus residentes. Ya no tenían más puertas, ni puentes levadizos, ni guardias armados para protegerse. Se habían convertido en espacios abiertos a "cualquier persona de buena voluntad que quisiera habitar el suelo argentino". Por eso, desde la década de 1870, la alta y leudante burguesía vernácula fue abandonando lentamente el centro de las ciudades, buscando refugio en los suburbios y originando un cordón de quintas y barrios "paquetes" (hoy llamados "tradicionales"). Algo semejante ocurrió con el "turismo" de elite y el acceso al campo se convirtió en un lujo. "Los paisajes de montañas y de orillas del mar, que anteriormente habían sido ignorados, en ese momento fueron buscados como experiencias estéticas gratificantes."



Desde mediados del siglo XVIII y 1830 se había ido operando lentamente una ruptura entre las concepciones que existían de la naturaleza y la aparición de una visión más moderna del paisaje. Se impuso así un flamante modo de abordarlo, una forma renovada y más familiar de pararnos ante el cosmos. Con los últimos decenios del Siglo de las Luces se advierte que la actitud indagatoria, racional, crítica y medida de la realidad, empieza a mutar. El paisaje, antes desatendido por el sentimiento, y alcanzado únicamente por una preocupación meramente informativa (que buscaba en la descripción la fidelidad y el ser objetivo), cambia. El viajero del siglo XIX, el romántico, dará importancia a la impresión global, a la sensación, al sentimentalismo; recreando un mundo —un paisaje— ideal, fantástico, en el que poco importaba acercarse a la realidad objetiva.

Es ahí cuando el paisaje alcanza la forma que aún hoy reconocemos, es decir, el paisaje como una construcción estético filosófica del territorio, apuntando a expresar nuevos problemas y valores sociales que, a nuestro modesto entender, se vuelven evidentes con el movimiento romántico y sus artistas-viajeros. Con ellos, el paisaje pasó a expresar la típica oposición entre tecnología y naturaleza; entre ciencia y vida; entre el campo y la ciudad.

En un mundo que se industrializaba rápidamente y en que lo urbano, como una mancha de aceite copaba espacios tradicionalmente verdes, las ideas de "naturaleza" y "paisaje" se entrecruzaron hasta formar un bloque indiferenciado en el que lo natural —lo salvaje— quedaba impregnado de valores liberales, típicos de la burguesía triunfante.

Naturaleza, paisaje, apertura y libertad. Ése era el escenario perfecto para el viajero/ turista del siglo XIX, portador ya no sólo de un afán de dominio —típico en los más conservadores—, sino de una reacción nostálgica por el "Paraíso pre-industrial Perdido". En síntesis, surgía una nueva sensibilidad en la que la naturaleza, hasta entonces concebida como una máquina armónica y racional, se convertía en un océano de inquietudes, incomprensión y placer al mismo tiempo.



Como bien indica Witold Rybczynski, «la idea de tener un "lugar en el campo" probablemente entró en la conciencia humana en el momento en que la gente comenzó a vivir en las ciudades. En esas casas alegres de campo tenían la libertad de comportarse como [realmente]querían." Pero como ya dijimos antes, en los grandes hoteles (alegres y aislados) la tan mentada libertad de comportarse como querían cuando querían, no desapareció del todo hasta bien entrado en siglo XX.

Las postales más antiguas muestran a la gente practicando actividades al aire libre con la misma afectación y vestimenta que en la ciudad. La vida de etiqueta los perseguía a todos lados, incluso a esos desolados paisajes de mar, pampa y montaña, donde construyeron sus exclusivos centros veraniegos. Claro que, contrariando esa tendencia, se daba al mismo tiempo un fenómeno inverso, muy propio de los momentos de transición, donde «lo viejo» y «lo nuevo» conviven en tensión, compitiendo, tratando de imponerse uno sobre el otro, hasta naturalizar gestos y conductas, antes no aceptadas. La idea de «crisis» (entendida como cambio/transformación) cobró un rol protagónico importante en las playas, sierras y llanuras, en propiedad de los grandes hoteles de la época.

«El derecho va siempre por detrás de los hechos

Cada vez más personas se sublevaron contra las disciplinas de las colectividades y, aún en pequeños grupos, empezaron a pregonar la necesidad de un tiempo y de un espacio para sí. "Dormir solo, leer tranquilamente (…), vestirse a gusto, ir y venir como a uno le parece, consumir de acuerdo a sus preferencias, frecuentar y amar a quien se quiere (…)." La elección del destino propio (¡oh, subversivo deseo!) se enmascaraba con la lejanía y el aislamiento, aún cuando a la hora de almorzar y cenar las apariencias tradicionales siguieran cuidándose.

Los grandes hoteles, como modelos de laboratorio, nos enseñan los gustos y resistencias que inauguraban una nueva época. "La libertad del cuerpo, el gusto por la naturaleza, el deporte y el amor libre constituyen las bases de las tentativas de los "ambientes libres", cuyas audacias tropiezan con los comportamientos más convencionales." No era tan fácil dejar el deseo en plena libertad, aún en lugares lejanos y aislados de todo.

«Erwing Goffman (sociólogo) concibe al mundo social como un teatro. Exhibe una fachada que es donde el individuo se desenvuelve e interactúa con el resto y una "parte de atrás" en la cual cada uno conoce sus propios sentimientos. De esta manera y al igual que los actores, los sujetos y sus grupos, montan una puesta en escena donde esconden y solapan sus verdaderos intereses(…)

El Boulevard Atlántico, el Eden, el Gran Viena y el Club Hotel instituyeron esos escenarios de lejanía, aislamiento y diferenciación, donde podían sentirse libres, despreocupados y protegidos.



II



EL «MAL DU SIÈCLE»




Según algunos historiadores, la tuberculosis es la enfermedad más antigua de la humanidad. Nos viene acompañando desde hace por lo menos unos 10.000 años y todo parece indicar que la adquirimos en el neolítico, cuando iniciamos el proceso de domesticación de animales, en especial el de los bovinos. Desde entonces, recibió muchos nombres y produjo millones de muertos, moldeando a las sociedades no sólo demográficamente sino también en sus comportamientos y conductas colectivas. El miedo que despertó por siglos, nos acompañó hasta hace muy poco tiempo y no fue sino hasta la década de 1940 que los investigadores encontraron una solución definitiva a la enfermedad.

A lo largo del tiempo se la llamó de diferente manera. Consunción, tisis, escrófula, "mal del rey", "plaga blanca" y recién en 1898, Johan Lukas Schönlein —médico suizo—, propuso el nombre de tuberculosis, por los tubérculos pulmonares que se asociaban a la enfermedad.

Los registros históricos indican que el período de mayor virulencia de la tuberculosis lo podemos encuadrar entre fines del siglo XVIII y últimas décadas del XIX, años en los que grandes cambios se estaban operando en la civilización occidental, que ingresaba de lleno en la era industrial. Como es de imaginar, la mentada revolución inglesa, produjo alteraciones tan grandes en el modo de vivir y trabajar que no tardaron en aparecer condiciones favorables para la transmisión de pestes de todo tipo. El desplazamiento de la población rural a las grandes ciudades (que se hicieron grandes por ese desplazamiento), el hacinamiento de las personas en barrios sin las condiciones higiénicas adecuadas, el desconocimiento médico, el pésimo entorno de trabajo —en lugares cerrados, mal aireados y con trabajadores poco alimentados y débiles— generaron el telón de fondo del drama.

El siglo XIX desplegó entonces toda una batería de medidas para combatir el flagelo. Era una época optimista y se sentían optimistas. Sabían que tarde o temprano iban a encontrar la solución. Mientras tanto, los tratamientos preventivos de todo tipo se pusieron marcha y en Argentina, copiando ese arsenal terapéutico de Europa, se pusieron de moda muchas de las prácticas que encontramos en los hoteles que venimos analizando.

El listado era muy largo: baños termales, eoloterapia ("baños de brisa marina"), aguas mineralomedicinales, helioterapia ("baños de sol"), aislamiento, lejanía de los centros urbanos, reposo, balneoterapia, fangoterapia ("baños de barro"), limpieza extrema (cuyo símbolo más conocido eran las sábanas blancas), masajes, clima seco y soleado, ambientes ventilados, altura respecto del nivel mar y, por supuesto, segregación social de los enfermos.

Muy pocas (o ninguna) de estas medidas fueron ciento por ciento efectivas, pero calmaron la ansiedad de generaciones enteras. Incluso se llegó a idealizar a la tuberculosis llamándola «la enfermedad de los artistas», convirtiéndose en un tema recurrente dentro de la literatura, la música y la pintura. Se decía que el bacilo que la producía generaba un aumento de la creatividad en el enfermo. Chopin había muerto tuberculoso, por lo que no dejaba de chic morir de lo mismo. Por otro lado, el canon de belleza femenina del siglo XIX era el de la palidez extrema, casi fantasmal, y no se tardó mucho en cargar los síntomas externos de la tuberculosis con cierta dosis de estética bien aceptada. La "plaga" producía en las mujeres el mismo efecto que ellas buscaban intencionalmente al someterse a dietas de vinagre y agua para provocar anemias hemolíticas que las empalidecieran. El romanticismo mitificaba así a la «peste blanca». La niñas tuberculosas del XIX morían todas muy bellas.



El flagelo de la tuberculosis tuvo también una lectura política que se insertó en la acalorada discusión ideológica de la época. Los discursos más radicales la caratularon como una enfermedad social, producto de las desigualdades e injusticias del sistema capitalista. El comunismo —junto al socialismo y el anarquismo— no esperaron mucho para rechazar los diagnósticos conservadores que definían a la enfermedad como un "hecho natural e inevitable del progreso". Por otro lado, decían, las medidas terapéuticas y preventivas, promocionadas por el gobierno y las instituciones sanitarias, resultaban inoperantes en tanto la sociedad siguiera estando sostenida por un sistema injusto, clasista y desigual que atendía únicamente las necesidades de los más ricos y dejaba a los sectores más pobres a merced de una brutal «selección natural», en la que tenían muy pocas posibilidades de salir bien parados.

Era un despropósito sugerirle al obrero —que vivía en condiciones materiales humillantes, con sueldos de miseria y bajo un aparato que los oprimía y explotaba— que buscara la solución en ambientes aireados y con clima seco, buena alimentación y reposo relajado en establecimientos alejados de los focos infecciosos. Nada estaba más lejos de la realidad. La pobreza no contemplaba una salida de ese tipo. De acuerdo con el discurso revolucionario, la solución no sólo era médica, sino que también debía ser política. La tuberculosis no iba a detenerse en tanto que en Argentina siguiera vigente un sistema restringido de participación y la igualdad económica fuera leída como una utopía propia de los "resentidos" de la izquierda.

¿Cuál era la salida? La respuesta fue muy clara: la revolución social.

Pero en un contexto en que las clases dominantes interpretaban una mera huelga o protesta como el germen de una revolución comunista internacional, resultaba difícil que se atendieran esos reclamos y mucho menos esas soluciones.

Para algunos médicos, enrolados dentro del pensamiento eugenésico —cargado al mismo tiempo de un fuerte moralismo puritano—, las causas de la tuberculosis eran consustanciales a la «vida inmoral» que llevaban los sectores proletarios, que incluía el alcoholismo, los excesos sexuales, la promiscuidad y la masturbación.

Por lo tanto, la solución estaba en atender el medio social.

"Civilizando" al obrero se podría poner coto a la peste; pero en el ínterin, convenía alejarse lo más posible de los focos infecciosos.

En el fondo no dejaba de ser un discurso optimista que apostaba a mejoras ambientales, en el sentido amplio del término.

Pero todo era negocio en aquel capitalismo rampante.

Todo era susceptible de convertirse en dinero; y el lucro, como en la Roma del dicho, era el destino final en el que confluían todos los caminos. Incluso la salud se convirtió en un fenómeno comercial del que se derivaron suculentas ganancias y los grandes «hoteles-hospitales» de fines del XIX y principios del XX, fueron los generadores de muchas de ellas.

La especulación inmobiliaria y el moderno fenómeno del turismo se amalgamaron con las enfermedades infecciosas de origen respiratorio. La tuberculosis —tan temida— generó la proliferación de islas sanitarias en las que el lujo, el confort y el aislamiento social se unieron con el doble fin de combatir el bacilo y, de paso, ganar dinero.

Frente al degradado espacio de las ciudades, el discurso sobre la tuberculosis exaltó los beneficios que tenía la reclusión y la solución vino por partida doble: los infectados debían ser apartados en sanatorios especializados, ubicados en lugares alejados y a cierta altura, en tanto que a los sanos se les recomendaba el auto-aislamiento en instalaciones hoteleras que disponían de todas las comodidades y avances de la época (y en donde estaba terminantemente prohibido el ingreso de los enfermos). De esa modo se inició lo que hoy llamamos la «era sanatorial de la tuberculosis», que alcanzó su difusión máxima desde la segunda mitad del siglo XIX hasta principios del siglo XX; momento que coincide con el gran negocio de la hotelería sanitaria del que el Boulevard Atlántico, el Eden, el Gran Viena y el Club Hotel son claros exponentes.

La sociedad, amenazada por el bacilo que Koch descubriera en 1882, se dividía y las condiciones materiales de existencia de sanos y enfermos determinaron en gran parte sus destinos finales. La sociedad se separaba. Se conformaron espacios de socialización diferentes, barrios distintos, cementerios y lugares de reclusión y cura que distanciaban, más y más, a unos y otros.



Los años que van de 1870 a mediados de la década de 1940 fueron tiempos de impotencia. La ciencia, aunque mejor equipada que antes, no alcanzaba a dar con la solución definitiva y la gente seguía contagiándose y muriendo de tuberculosis. En medio de tal contexto se dio la verdadera edad dorada de los hoteles-sanatorios, como también de las prácticas del balnearismo y el termalismo. Sus modelos europeos fueron copiados por nuestro país y la reacción a la "peste", en medio de un clima de cambios sociales y carencia de medicamentos, fue liderada por la alta burguesía-oligárquica desarrollando un sistema de servicios termales e instalaciones de reposo y recreo de altura, que abrió las puertas a una medicina moderna y a un tipo de turismo muy particular y selectivo. Basta con leer la propaganda con que se anunciaban —en diarios, folletos y revistas— para advertir cuáles eran las cualidades que se jactaban de tener a la hora de combatir la «mala vivienda y los excesos», causantes de la enfermedad.

El Eden Hotel de La Falda fue un pionero en ese aspecto. Ya para 1917 editaba un folletín que anunciaba:



«
En la maravillosa región de las Sierras de Córdoba, el Eden es el punto ideal de residencia para toda época del año y el sitio más delicioso de expansión del espíritu, donde se está libre del contacto con los enfermos, por no admitir allí a los que padecen males contagiosos, dentro de una especie de candado a cubierto de toda contaminación interna y externa, por tratarse de una propiedad que cuenta con más de 1500 hectáreas de superficie».



Asimismo, la salubridad del lugar se promocionaba en otra publicidad, que no dudaba en sostener:



«La Falda-Sierras de Córdoba: el rincón más sano y delicioso de la Argentina para toda época del año. Por informes y pedidos dirigirse a la Administración del Eden Hotel F.C.C.N.A. o en Bs As, Francia 230, U.T. 2159 de 1 a 7 PM».





Por su parte, la revista ferroviaria del FCCA, Central Argentine Railway Magazine, contribuyó difundiendo las comodidades del Eden Hotel al publicar lo siguiente:



«Sierras del Noroeste de Córdoba – Eden Hotel – La Falda

El más suntuoso y confortable establecimiento de las sierras cordobesas. Servicio de primer orden, baños, telégrafo, cancha para juegos, gran salón para conciertos y demás comodidades. María H. de Kreautner propietaria. La Falda FCCC y NO».





El Club Hotel de la Ventana,

tampoco se quedó atrás. En una guía publicitaria editada por el Ferrocarril del Sur se establecía que el hotel bonaerense tenía por función



«(…) ofrecer cómodo alojamiento a los excursionistas de las montañas del sur que deseaban pasar temporadas de reposos y reposición en climas tan propicios (…).»





El paisajismo, la salud y el aire libre se unían en otra parte del texto, al expresar —por 1911— que:



«(…) Todas las habitaciones reciben luz y aire directamente del exterior y el edificio, situado en medio de un parque, que participa de los estilos francés e inglés, forma un cuerpo prolongado de cuyos extremos partes, formando un ángulo recto, dos salas que encierran un amplio jardín preparado para los juegos al aire libre (…). Las habitaciones tienen ventanas todas ellas, de modo que todos los pasajeros pueden desde sus cuartos contemplar el panorama admirable de la montaña(…)».




Ya desde un principio el Club Hotel pretendería conjugar la salud, el altruismo y el lujo en un solo espacio. En palabras del doctor Félix Muñoz (médico especialista en enfermedades respiratorias):



«Es necesario crear un centro que sea la expresión del progreso asentado sobre la base inconmovible del análisis de todos los detalles(…), con espíritu de bien público, amplio y generoso a semejanza de la sociedad que lo reclama y aprovechará. Será una obra grande de importancia médico social».





Y algo más adelante se adentra en la descripción del poder del clima y el higienismo:



«La Sierra de la Ventana que forma parte de la pintoresca excepción topográfica que se levanta (…) de la planicie (…) que abarca Buenos Aires, tiene un punto, situado a 550 metros sobre el nivel del mar, que reúne felices circunstancias que lo hacen atrayente y es higiénicamente recomendable».




Pero de los cuatro hoteles analizados, sólo el Boulevard Atlántico Hotel, se reservaba el derecho de estar junto a la mayor fuente de salud del planeta (según los cánones vigentes a principios del siglo XX): el océano.

A sólo pocos metros del mar, la gigante mole podía ofrecer yodo, baños de sol, salinidad y salud en el más amplio espectro. Para ello sus constructores habían contratado a un selecto grupo de ingenieros para que estudiaran la zona costera y eligieran "las mejores playas del país". Según el folleto entregado en hotel, ellos fueron los que,:



"(…) determinaron la existencia de un microclima propio, arenas yodadas y ferruginosas (…), profundas capas freáticas con puras aguas minerales naturales, factores estos que conforman una importante fuente energética con efectos especiales sobre los seres humanos: salud y longevidad».





El Gran Hotel Viena no fue la excepción a la hora de exaltar los beneficios terapéuticos de su emplazamiento y las virtudes del agua de la laguna y el fango que sale de ella. De hecho, todo el pueblo de Miramar (Córdoba) basó su desarrollo turístico en esas bases. Recordemos que la familia Pahlke —constructores del gran hotel— acudieron al sitio buscando las propiedades curativas de la Mar Chiquita y que, junto a la habitaciones de primera clase, levantaron un pabellón termalizado con médico, enfermera y masajista.

La propaganda aludía directamente a la cura del asma, otras infecciones respiratorias y la psoriasis. Tanta era la confianza que se pretendía infundir que el slogan de un cartel promocional del hotel decía:



«¡Siempre volverá sano y contento!»





 

En otro se puede leer:



«Gran Hotel Viena

Mar Chiquita

¡Quiere ayudarte




 

Y a propósito de ello, el último ejemplo: una cartelera promocional en la que se enumeraban las comodidades de las que el Gran Hotel Viena disponía:



Principales Comodidades

Frente a la mar en el paraje más pintoresco




P
abellón para baños termales de mar

Consultorio médico

Calefacción central

Agua caliente y fría en todas las habitaciones

La mayor parte de las piezas con baño privado

Solarium

Peluquería

Amplios garages

Pabellón de servicio para acompañantes

Amplios jardines





Y como es obvio, en el reglamento interno se estipula claramente que:



«No serán admitidas personas afectadas de enfermedades contagiosas.»





Curaciones, higiene y moralización son conceptos que se entremezclan desde fines del XIX que es cuando empieza a perfilarse una nueva concepción de la limpieza personal: «Estar limpio es, primero, apartar bacterias, protozoos y virus. Limpiar es actuar contra agentes invisibles.» Limpiar es proteger y prevenir. Limpiar es curar. Y si algún adjetivo les cabe a todos y cada uno de los hoteles que estudiamos, es el de haber sido, ante todo, limpios.

No cabía otra posibilidad: eran los últimos bastiones de la gran lucha contra las enfermedades.



III




PALACIOS DE OCIO VIGILADO




El diccionario de la Real Academia Española (RAE) define al ocio como «(del latín otium)m. Cesación del trabajo, inacción o total omisión de la actividad.» Y eso era lo que la mayoría de los huéspedes hacían al alojarse en los grandes hoteles que estudiamos: omitían cualquier ocupación no reposada que no los divirtiera. En otras palabras, disponer del ocio era poder hacer lo que uno quería, de ahí que el concepto esté íntimamente ligado —en primera instancia— con el de libertad.

Practicar el ocio era ser libre, entre otras cosas, para no hacer nada.

Sin embargo, la gente siempre «hacía algo». Leía, escribía, pintaba, se inspiraba; y el ocio quedó así relacionado con los quehaceres artísticos y creativos, practicados en los ratos que dejan libre las ocupaciones principales.

¿Cuáles serían esas "principales ocupaciones" en personas que solían alojarse como mínimo un mes —o más— en los hoteles? ¿Acaso no se desvirtuaba la idea de ocio en ese universo cerrado de comodidades y reposo tan prolongado? ¿Qué nuevas obligaciones sociales se estructuraban ahí dentro y compelían a los huéspedes? He aquí una de las paradojas que el ocio acarreaba. Como argumentó Chesterton: «un hombre obligado a jugar golf por la tarde, cuando hubiese preferido otra cosa, es un esclavo. No es dueño de su ocio. Tiene tiempo libre, pero no libertad



Salones, patios, parques, anfiteatros y comedores, eran todos lugares públicos. Allí los habitué estaban siempre vigilados por miradas ajenas; obligados a guardar el decoro y las buenas formas que el protocolo social exigía. Romperlo —u oponerse a las normas de esa reclusión voluntaria— era transgresor y visto casi como un peligro subversivo, especialmente entre las mujeres.

En mayo de 1901, Delfina Bunge escribía en su diario personal: «¿Hay algo más humillante para la mujer que esa obligación que le impone el mundo de ser coqueta? ¿La de que el móvil de sus acciones y palabras sea el de atraer la atención de los hombres? (…) ¡Qué ironía y contradicción resulta de este orden social: se reconoce que es el hombre quien debe buscar a la mujer, quien debe hacer méritos para merecerla, suponiéndola a ella un ser todo paz, dulzura y todo bondad y candor? Y sin embargo: la mujer debe ser coqueta

Ninguna «buena dama» rompía con los formulismos. Podían quejarse, patalear o descargarse en sus escritos íntimos, pero a la hora de salir al ruedo, todas cumplían a pie juntillas lo que se esperaba de ellas y no otra cosa. Era aquella una sociedad conservadora y represora incluso con el ocio: siempre había que estar haciendo (o no haciendo) algo estatuido. Y un ocio con obligaciones no es del todo ocio. Encorsetada la libertad nunca es plena. Como señala M. Maffesoli, «transgredir es oponerse a todas las formas de encierro

Los hoteles eran pasarelas; y en una época sin televisión ni programas de chimentos, la vida de la alta burguesía constituía un "bocado de cardenal" para la sección «Sociales» de los diarios porteños, como La Prensa. Siempre hambrientos de chismes frescos, solían enviar reporteros a los hoteles para cubrir los veranos y temporadas altas de turismo, en pos de deslices y novedades del mundo de los ricos. También tenían informantes locales. El chusmerío alcanzaba cotas a veces inimaginables. No sólo se propagaban noticias referidas a nuevos romances, adquisiciones o títulos adquiridos, ponderando las vestimentas y actitudes elegantes, sino que la más mínima señal de ridiculez (como ponerse mal un sombrero o vestir, en medio de la sierra de córdoba, algo estrambótico) terminaba en menos 48 horas convertida en una denuncia escrita en la mencionada sección del periódico. Es decir que, a la mirada del vecino, se le sumaba ahora la del periodista, mucho más peligrosa por ser en extremo pública y publicable.

Ante todos (propios y extraños) había que mostrarse alegre, cordial, educado y "fresco", generoso, inteligente, medidamente locuaz, original, simpático, informado, equilibrado, no demasiado gestual, medido y contenido. Demasiadas normas para lugares en lo que se suponía uno iba a relajarse.

Así todo, el relax se alcanzaba en aspectos mucho más mundanos. Ninguno de esos huéspedes hacía algo como planchar, limpiar o cocinar. El trabajo manual (¡horror!) estaba en las manos de un ejército de camareros, doncellas, mozos, chóferes y sirvientas que con la negación de su propio ocio permitían el ocio de las "familias conocidas" (así autodenominadas en la tradición de la aristocracia urbana). Y por ser "conocidas" debían cuidar las formas mucho más que otras.

La historiadora Michelle Perrot definió al siglo XIX como «baile de máscaras.» Nunca una mejor metáfora, posible de dilatarla hasta bien entrado el siglo XX.

La vida en los grandes hoteles estaba llena de hipocresía, de pseudónimos y ocultamientos. Era una lucha constante por mantener en secreto los secretos, en un contexto en el que todos tenían siempre el ojo pegado a la cerradura de una puerta. Y como las tentaciones se exacerbaban en ese universo cerrado, se requerían de técnicas para protegerse de los otros. El individuo burgués pujaba por imponerse, aún en un contexto en lo que había que resignar muchas veces lo que se quiere por lo que se debe. Y eso era un trabajo. Por tal motivo para ellos, la idea del ocio debería pasar por otro lado.

En los grandes hoteles no se trabajaba, pero había obligaciones que cumplir. El "deber" para con las normas estatuidas socialmente regulaban al individuo y sin esa plena libertad de la definición de la RAE, la idea de ocio, como dijimos, era muy diferente a la nuestra, más inclinados al «no deber» y a la ausencia de obligaciones.

«Las vacaciones —escribió Juan José Sebrelli— no son sino una preparación para el trabajo, una reparación de fuerzas y un equilibrio indispensable.» Pero en grupos de altísimo poder económico, como los que concurrían al Eden Hotel o al Club Hotel de la Ventana, cuya principal preocupación en vacaciones era planear las vacaciones siguientes, la idea de reparar fuerzas se relativiza y aleja del trabajo. De todas maneras, la seriedad con que se tomaba esa planificación la convertía en algo ajeno al ocio, entendido como «ausencia de actividad».

Era aquel otro mundo, en el que se «trabajaba», no para conseguir el sustento diario (que tenían más que asegurado), sino para mostrarse de la manera que las normas sociales lo exigían.

El hotel los liberaba, pero al mismo tiempo los esclavizaba. No era posible alejarse de la mirada del otro y de sus juicios.



Elogio a la Ociosidad. Así tituló Bertrand Russell un ensayo escrito en 1932 en el que proponía liberarse de la culpa a la hora de practicar el ocio. Es probable que muchos la hayan sentido (y muchos más la enmascararan con fiestas y vinos caros), pero en una sociedad moderna y clasista como la de fines del XIX y principios del XX, donde la moral del trabajo estaba ya instalada en la conciencia de los obreros y peones (a los que se les insistía en no dejar de trabajar "para llegar a ser alguien"), la alta burguesía raramente sentía culpa por no transpirar la camiseta. La verdadera vergüenza no venía del ocio mismo, sino de las condiciones que éste podía generar al ventilar desenfrenos e impulsos peligrosos en los días libres. Quizás haya sido ese el motivo por el cual el Eden Hotel y el Gran Viena hayan tenido bien separados los cuartos confortables de los patrones de las habitaciones no tan cómodas de sus mucamas y personal doméstico. Además, los solteros también representaban un "grupo de riesgo" y eran del mismo modo separados.

El tiempo libre podía acercarse, entre los niños de Barrio Norte, peligrosamente al libertinaje y a la haraganería y la vagancia entre el proletariado (aún cuando para ellos la naturaleza misma de los hoteles fuera una realidad demasiado lejana).



El ocio burgués tenía sus rituales en la ciudad. Y éstos se trasladaban también a los hoteles en donde pasaban largas temporadas.

Una de las instituciones burguesas más extendidas, tanto en América como en Europa, era la del paseo dominical, que combinaba la deambulación con el exhibicionismo. Todos los hoteles nombrados dispusieron de espacios para ello. Tanto los enclaves serranos como marítimos construyeron veredas, jardines, paseos, arboledas, miradores, pérgolas y terrazas para que sus usuarios pudieran ver y ser vistos. Vidrieras sociales en las que se mostraban las últimas adquisiciones y gritos de la moda. Espacios catalizadores de envidias y de admiración fingida, pero también de camaradería, chismes y confesiones de amor.

Pero como la vida errante despertaba desconfianza, los senderos por los que se debía transitar de manera domesticada —acorde a los valores de la época— denotaban aspectos no tan evidentes a simple vista. El hotel fija, sedentariza, estabiliza a la gente. La coloca en un lugar determinado, identificable durante largo tiempo y, al eliminar la vida errante (o conducirla por senderos prefijados) rompía con la desconfianza que este tipo de práctica despertaba.

No era bueno escapar por mucho tiempo de la mirada de los demás. La pacata sociedad burguesa tenía algo de deseo panóptico, en el que se mezclaban la curiosidad, el autoritarismo y el miedo a romper, en soledad, con los rígidos moldes sociales considerados basamentos del "orden y el progreso". El vagabundo, el andariego (algo más tarde los mochileros) igual que en el pasado, despertaban sospecha y temor. Eran los portadores de una libertad demasiado extrema. Y en esos casos, por lo general, ésta transmutaba en libertinaje. Por ende un turismo civilizado era, esencialmente, un turismo sedentario y colectivamente vigilado.

Para de la ingente fauna que se convocaba en los grandes hoteles del país, no había nada más detestable, y al mismo tiempo fascinante, que el hombre errante. Ese vagabundo representaba todo lo que la sociedad burguesa odiaba, temía y anhelaba sin decirlo en voz alta: la libertad más absoluta. Una libertad anárquica que atentaba contra el modelo. «La figura del hombre errante resultaba ambivalente. Fascinaba y repugnaba a la vez».



No estaba bien visto alejarse demasiado ni permanecer a solas en una habitación (a no ser que fuera para dormir) y mucho menos en el baño, donde la práctica del «sexo solitario» podía despertar una libido mal dirigida o producir la debilidad física, tan apta para el contagio de enfermedades como la tuberculosis.

Las puertas debían permanecer abiertas, especialmente si era un púber el que estaba adentro.

Había que reprimir al máximo los sentidos y sus placeres derivados para cuidar la pureza de la virginidad en las mujeres y evitar «el pecado» que los clérigos seguían asociando con la carne y los deseos físicos. Esto generó una cultura marcada por la histeria, en la que el juego de «querer y rechazar» solía transformarse en síntomas de malestar corporal, desmayos y afecciones de carácter psicosomático.

Los cuerpos fueron controlados, vigilados, domesticados.

De sexo no se hablaba. La más mínima mención era airadamente condenada y las partes pudendas del cuerpo consideradas un tabú inviolable, del que hasta los médicos preferían no decir nada.

La «felicidad y santidad del amor» romántico, sublimado y envuelto en eufemismos, así como la «gloria eterna del alma», eran las verdaderas metas que se debían alcanzar dentro del marco de una vida digna. Pero los deseos del individuo siempre conseguían abrirse paso en medio de las restricciones. Se idearon así recursos que permitieron conseguir ciertos reductos de intimidad donde poder transgredir —no sin culpa— los férreos mandatos morales. Prolongadas caminatas por parques y cerros, resultaron ser uno de esos recursos, así como la lectura en voz baja y la redacción de diarios íntimos fueron otros. Era «posible vagabundear sin moverse (…). La inmovilidad podía nutrirse de múltiples aventuras



La vida cotidiana en los antiguos hoteles de lujo tuvo en el acto de leer una de las actividades más difundidas y fue, sin duda, el catalizador más importante del «vagabundeo mental» que señalamos arriba.

En ambientes apacibles y confortables, especialmente diseñados para ella, en parques, comedores, cafés, o incluso en la propia habitación de adulto, los huéspedes podían liberarse del encorsetado universo burgués, leyendo. Es posible que hayan sido mujeres las que actualizaran con mayor frecuencia esa práctica de ensimismamiento, ya que en el mundo masculino estaba mejor aceptado el desplazamiento y la acción pública. Con traje y corbata, el hombre seguía siendo «el cazador» que podía (y debía) salir de la cueva a conseguir alimento.

Junto con la lectura, el escribir fue una actividad ampliamente practicada. Las largas estadías en los hoteles obligaban a mantener fluidos los contactos con los familiares que no viajaban y así, cartas, telegramas y postales iban y venían constantemente. Hoy, gracias a esos escritos podemos reconstruir parte de los sentimientos y preocupaciones que los huéspedes tenían. Pero de todos los géneros, el diario íntimo fue el más desarrollado y el más útil para revisar la vida privada y las "mentalidades" de fines del siglo XIX y principios del XX.

El espacio y tiempo para la lectura debieron ser muy importantes durante esas vacaciones en lugares aislados, no sólo porque con ella se podía desarrollar un sentimiento de intimidad, difícil de alcanzar de manera tan íntegra, sino también por permitir la reflexión solitaria, superando la mirada pública e incluso familiar.

Todos los grandes hoteles tuvieron bibliotecas bien nutridas. El acceso a los libros —desde el siglo XVIII— fue un claro indicio por «apartarse y conocerse a sí mismo». El yo íntimo emergía en ese ritual y se complementaba con la redacción de diarios personales. El gusto por la soledad se advierte en decenas de textos privados y es sintomático que la siesta (el reparador descanso vespertino) sea glorificada como uno de los mejores momento de emancipación.

Los años postreros del siglo XIX ya anunciaban el fortalecimiento de un nuevo individuo; producto de tres gestos: el de la lectura en silencio, la posesión de libros y la redacción de diarios íntimos.

Todos estos rituales eran un privilegio de clase. No cualquiera podía estudiar, ni ejercer un poder superior sobre los que no leían ni escribían. Claro que los libros también servían de conducto para entablar nuevas amistades, romances y negocios. Emancipador y conectivo, el libro fue el centro de una socialización muy particular, hoy en gran parte desaparecida.

Pero, ¿qué libros eran los que existían en esas bibliotecas hoteleras? No hay datos, ni estudios previos que analicen este tema desde una historia de la lectura, pero de seguro muchos de ellos contribuyeron a generar actitudes disciplinadas y pedagógicamente acordes a los valores de la época.

Los negocios e intereses económicos también encontraron en la escritura el medio idóneo para que el «ojo del amo siguiera engordando el ganado». A distancia, empresarios y comerciantes, ganaderos e industriales, podían seguir al tanto del vaivén de los negocios durante sus vacaciones.



A los paseos en solitarios o en pareja (éstos mucho más divertidos, por ser propicios para el romance y las ensoñaciones personales), se les agregaban las excursiones grupales, a pie o a caballo, que constituían salidas un tanto más «oficiales», al estar —la mayoría de las veces— organizadas por los administradores de los propios hoteles. En ellas el control social era más estricto y a la compostura que todos esperaban de todos, se le agregaba la posibilidad de destacar en artes poco practicadas, lo que engrandecía el orgullo de ser reconocido como «el mejor jinete», «el mejor escalador», «el más simpático» o «más solidario» de la partida.

Casi siempre se trataba de darle a los paseos un objetivo concreto, a modo de aliciente, inventando exóticos puntos de llegada que, con el tiempo y el desarrollo del turismo como actividad profesional, terminaron convirtiéndose en «atractivos» que aún hoy siguen congregando la atención de miles de personas por temporada. Para ello se idearon lugares singulares como grutas (de tal o cual Virgen), pampas salvajes y peladas (paradójicamente peinadas por el viento), promontorios con faros, acantilados de impactante belleza, lagos con flamencos y patos silvestres, la cruz o banderita en lo alto de un cerro o, simplemente, un buen asado campero al final del recorrido.

Con estas largas caminatas/ cabalgatas, se despertaba el espíritu de aventura romántica que ya no se encontraba en las ciudades y se recuperaban las condiciones para que, con el cuerpo más comprometido en el esfuerzo, surgieran peligros imaginarios y anécdotas que hacían de solaz y punto de referencia a todas las charlas posteriores.



Los deportes eran acordes al tipo de establecimiento. Tanto en el Eden Hotel de La Falda, como en Club Hotel de la Ventana o el Boulevard Atlántico de Mar del Sur, el tenis reunía a los miembros de la aristocracia en torno al polvo de ladrillo. Era un destreza de «gente bien», igual que el polo o el pato, que también solían practicarse, cuando el predio lo permitía.

Las bochas eran parte del entretenimiento, así como las guitarreadas, la caza y los juegos de azar en el casino (cuando los había). Los baños de mar y de barro en las inmediaciones del Gran Hotel Viena constituían un atractivo simpático y curativo del que nadie renegaba, por más porciones de piel que quedaran expuestas a la vista de los demás. La salud justificaba una mínima falta de vergüenza.



IV




VENTANAS AL PASADO




Hay una forma directa de entrar en contacto con la «Edad Dorada» de los cuatro hoteles que nos ocupan: observar sus antiguas fotografías y postales que, como ventanas al pasado, nos sumergen en la nostalgia de sus días de gloria, haciéndonos olvidar las ruinas decadentes que son hoy.

Esas viejas imágenes tienen un atractivo mágico. Les dan vida a los escombros y nos permiten captar el relajado clima de las vacaciones de antaño, al tiempo que admiramos el estado original y la evolución arquitectónica de los hoteles. No hay mayor contraste que el de detenernos frente a ellas para ver cómo el paso del tiempo y sus avatares han carcomido lo que parecía imposible de gastarse y decaer.

Por otro lado, están los hombres y las mujeres, los protagonistas de miles de historias desconocidas, captados en un determinado segundo, que se volvió eterno con el solo sonido del obturador de una máquina.

Nadie duda de que las fotografías son hoy una fuente inestimable para la reconstrucción del pasado. De lo que sí no estamos tan seguros es que sea una visión objetiva la que las fotos muestran. El sólo hecho de captar un paisaje desde un ángulo determinado, con cierta luz, a determinada hora del día, nos dice mucho más sobre el fotógrafo y sus intensiones, que sobre el objeto o grupo captado por la placa. Olvidemos la objetividad. Ella jamás existió. A lo sumo podemos considerarla como un lejano horizonte al que siempre hay que tender, siendo concientes de que nunca lo alcanzaremos.

Las fotografías son porciones de realidad, editadas por el gusto y la ideología, que siempre nos dejan con ganas de conocer más. Pero es lo que hay. Imposible es tener la secuencia completa. ¿Qué es lo que hizo tal o cual personaje, después de quedar captado en ese instante preciso? ¿Qué pensaba? ¿Qué sentía? ¿Qué fue de él? De nada de eso nos informan las foto y las postales. Sólo nos brindan indicios, es decir, «momentos pregnantes» de los cuales sólo nos queda imaginar o deducir el resto.

Aún ocultando más de lo que revelan, las fotos son documentos de primera mano que alimentan el recuerdo y la memoria de manera muy particular. Con ellas accedemos a la punta de un ovillo que nos permitirá reconstruir algunas actividades (grupales e individuales) y así conocer roles, jerarquías y dicotomías entre las clases y los sexos, a través de los gestos, posturas, vestimentas y lugares donde fueron fotografiados.



¡Qué extraña sensación produce el difuminado color sepia de esas fotos! Son como salidas de un sueño, de un mundo esplendoroso que ya no está; y que al recorrerlo en la actualidad nos hace dudar de si alguna vez en realidad existió.

Y sí existió.

Ahí están sus imágenes revelando que los postigos, persianas, techumbres y muros, parques y paseos, salones y habitaciones, fueron un día objetos y lugares relucientes y nuevos, dignos escenarios para que se desarrollaran en ellos los pequeños dramas de la alta burguesía nacional.

Existen fotos de todos los hoteles que estudiamos. Quizá el Gran Hotel Viena no salga muy bien parado en el reparto. Ello se debe al poco tiempo que estuvo —en sus días inaugurales— abierto al público. Pero cuando nos adentramos cronológicamente en el siglo XX, de tanto en tanto suelen aparecer instantáneas que lo muestran como telón de fondo de alegres bañistas embadurnados de fango en 1951, a orillas de la Laguna de Mar Chiquita. Entonces sí lo distinguimos de un blanco resplandeciente, emergiendo por detrás de la escena con racional señorío. Y vemos también toda una realidad que la laguna se devoró a finales de la década de 1970: mujeres en pudorosos trajes de baño y gorros de goma, sonriendo y caminando por una costanera que ya no está; parejas con sombrillas, charlando y divagando bajo los rayos del sol; gente haciendo "nada"; familias enteras posando delante del hotel, para atestiguar su presencia en el lugar, e incluso fotos más recientes que nos revelan a turistas andando en botes, haciendo esquí acuático con rústicas lanchas o flotando en las salinas aguas del «mar», mientras leen el diario La Nación. Todo un universo anónimo de personas desconocidas, de rostros alegres de los que no sabemos (ni sabremos) absolutamente nada.

Pero la información que se recaba del escenario es interesante. Podemos ver muelles desaparecidos, senderos, secciones del edificio que se vinieron abajo y hasta una geografía que el tiempo ha cambiado por completo (por ejemplo, la barranca que daba a la laguna y la ingente vegetación que había en el lugar; en la que, seguramente, se cobijó más de una mateada en grupo).

Hay también algunas fotos de interiores. Allí observamos el mobiliario, que se nos atoja austero al compararlo con el de los actuales hoteles de lujo. Distinguimos las sillas de madera con sus mesas cubiertas con manteles claros, los cortinados de pana, la vajilla y las arañas de bronce colgando de cielorrasos intactos y brillantes. Instantáneas de la vida misma del hotel.



El Boulevard Atlántico de Mar del Sur es realmente pobre en imágenes. Posiblemente queden en algún olvidado archivo mayor cantidad de fotos pero, por el momento, debemos conformarnos con algunas escenas exteriores que lo muestran solitario en medio de la nada, sin mucha gente rondándolo (apenas un lujoso sulky de enormes ruedas de madera, con su propietario luciendo traje y corbata y un peón con boina de campo, sosteniendo las riendas de los caballos). Cuesta creer que semejante edificio haya sido construido en ese desolado paraje.

Pero cuando nos internamos en el universo fotográfico del Eden Hotel, allí las cosas cambian y nos topamos no sólo con fotos y postales, sino también con antiguas filmaciones en blanco y negro, que le devuelven la distendida alegría que supo tener.

Las postales del Eden son hoy objetos de colección. Con ellas podemos reconstruir su evolución edilicia y conocer las reformas y cambios que fue sufriendo a lo largo del tiempo. Y no sólo la historia del hotel queda plasmada en esas bellísimas postales, también el devenir de todo el pueblo de La Falda, creciendo a sus pies, puede ser conocido cuando la atención se centra en el pintoresquismo del paisaje serrano.

Allí tenemos al Eden de fines del siglo XIX, con sus cúpulas oscuras, acampanadas, de estilo francés y sus paredes de un color rosa claro, destacando por delante del cerro El Cuadrado, con todos los parques circundantes recién plantados y árboles que son apenas arbustos que se elevan del suelo.

En otras fotos, lo observamos asomándose por detrás de la vegetación ya crecida y un entorno vacío de casas, que sólo más tarde vendrán a poblar los predios vecinos. En las postales de los años ’30 y ’40 del siglo pasado, lo notamos distinto. Amplió su superficie cubierta, rompiendo con la simetría original del edificio y sus aristocráticas cúpulas negras han dejado de ser francesas para adquirir un clásico estilo colonial español de tejas rojas (que son las que hoy todavía apreciamos).

Pero son las postales en las que aparecen personas las que más nos movilizan.

Las más antiguas, que exhiben al hotel con sus viejos toldos retráctiles —debajo de los cuales los huéspedes se protegían de los rayos del sol—, son un muestrario de la moda vigente a fines del siglo XIX y primeras décadas del XX. Las mujeres con corsé, vestidos de algodón color blanco, sombreros, guantes y sombrillas, posan ante un anónimo fotógrafo, compartiendo la placa con hombres vistiendo de saco y corbata, polainas, ranchos y sombreros de fieltro, que deberían producir mucho calor en pleno verano. Se los ve distendidos pero juiciosos. Sólo con el tiempo la informalidad irá ganando terreno y las posturas se volverán más naturales, menos afectadas. Pero para ello debemos esperar hasta mediados del siglo XX. Aún así, a la hora de desayunar, almorzar o cenar, la etiqueta era obligatoria y respetada al máximo.

Las fiestas del Eden Hotel exhiben mesas exuberantes, llenas de platos, copas y vasos de primera calidad, que convocaban a individuos bien trajeados y mujeres con aire angelical, sonrientes, tan bien engalanadas como los primeros. Incluso se registran imágenes de audaces escaladores de cerros, vistiendo como si hubiesen ido a un casamiento y no a la montaña.

Han quedado también capturadas bajo el registro fotográfico las famosas reuniones de gala y los espectáculos que se celebraban al aire libre en el teatrino, construido en la década de 1930. Allí célebres artistas de la época presentaron sus virtudes en el campo de la oratoria, la magia o el canto. Es cuando podemos observar un auditorio respetuoso, circunspecto, mirando y dejando que miren sus sombreros de alas caídas, sus vestidos floreados y acampanados, los zapatos tipo «Guillermina», con breteles y charol. La moda del ’30, del ’40 y de los años ’50 están congeladas en esas fotos, tan llenas de nostalgia.

También las placas del interior del hotel son de significativa importancia. Las habitaciones (singles y matrimoniales), los baños, los vestidores, halls y pasillos, salas de máquinas, talleres y garages, terrazas y patios interiores despliegan en esas fotos un brillo que ya no tienen. Incluso, muchos de esos ambientes, ya no existen. Fueron demolidos o han caído bajo el mero paso del tiempo y la desidia.



Las fotos economizaron los discursos descriptivos. Bastaba con meter en un sobre una postal y enviarla a los familiares lejanos para resumir, en una sola mirada, el confort, lujo y displicentes actividades de las que gozaban los afortunados huéspedes de los hoteles.

De todas las fotos que se conservan, las del Club Hotel de la Ventana son las más impactantes. El hecho de que actualmente sólo queden ruinas y paredes peladas en medio de la sierra bonaerense, las convierten en fuentes documentales de primer orden, a la hora de reconstruir no sólo la vida que el hotel tenía, sino su aspecto edilicio, desaparecido para siempre.

Desde las primeras fotos, tomadas el día de su inauguración en 1911, hasta la última, captada en 1983, antes del incendio que lo consumiera por completo, el Club Hotel resume a la perfección el escenario en el que se movía la pacata oligarquía argentina de fines del siglo XIX y principios del XX. La grandeza, el lujo, la paradójica austeridad de las habitaciones, sus parques medidos y racionales, los comedores y salas de juego, todo, en definitiva, sostienen el parecer que tuvo Julio A. Roca cuando se paró delante de su entrada y dijo estar frente a "La Maravilla del Siglo".



 

Las postales y las fotos (muchas de éstas convertidas a su vez en postales) ampliaron la red de correspondencia y los contactos entre las personas. Casi todos los días las gente escribía y recibía postales y cartas. En el dorso —y sobre la imagen misma de la toma—, los huéspedes anunciaban su felicidad de estar en reposo seguro o sus hazañas personales en excursiones donde el peligro era mínimo, pero que la distancia exacerbaba y las convertía en verdaderas aventuras dignas de un caballero medieval. También estaban las salutaciones y los deseos de pronto reencuentro y amistad eterna.



 

«La Falda. Enero 14, 1939

Querida familia:

Hoy se me ha hecho algo tarde para escribir y me reduciré a mandar esta postal. Ayer tarde descendimos a pie por la montaña que tenemos aquí cerca, y que se eleva junto a la del Cuadrado. Llegamos a una altura extraordinaria, como nunca llegué a pie aún, los caminos de autos en la sierra, todos quedaban allá abajo como camino de hormigas. 2 horas y media entre subir y bajar, pero a una velocidad que yo tenía el corazón en la boca. Manolo reveló ser muy buen alpinista, llegó antes que yo arriba y más descansado. Esta mañana estuvimos en la pileta. Esta tarde… aún no hay proyectos. ¡Mañana lo sabréis! (continuará). Escriban, no sean reos. Besos a todos de esta parrandera…

Rosy.
»


Otra, mucho más antigua, dice de manera escueta:



«Eden Hotel- Junio 11 de 1903

Querida amiguita, reciba un gran beso que tengo el atrevimiento de mandarle.

Eva.
»


O esta otra, escritas meses antes del estallido de la Primera Guerra Mundial:



«22 de febrero de 1914- La Falda

Señor B. M[…]

Desde estos altos peñascos lo saluda un amigo

Bolen [¿?]



Una postal, enviada a la señora Isidora Arzelay, de Catriló (provincia de La Pampa) dice:



«La Falda - 4 junio 1934- Hotel Edén

Desde hace tres días nos encontramos disfrutando de estas maravillas. Los nenes muy bien. De Francisquito mucho cariños. Saludos de Braulia. Lo mismo de Juana.

La saluda

Felisa Z. de Azumendi



 

En otra de 1944 leemos:



 

«La Falda- 7/12/44

Queridas amigas:

Agradecidos una vez más de poder disfrutar de estos hermosos días que estamos viviendo, recordándoles y deseándoles buena salud. Reciban nuestros cariños para todos y muchos besos a mis amigas.

Amelita.»


Algunas de las postales eran enviadas también al exterior, como la que sigue, cuyo destino era la ciudad de Leipzig, en Alemania.



«Eden Hotel -18 de agosto de 1913

Queridos amigos.

Hemos recibido la amable tarjeta de ustedes desde Génova. Desde unas semanas nos encontramos en este hermoso sitio donde me he compuesto lo bastante para afrontar los trabajos y el pesado invierno. Esperamos se encuentren bien de salud y no olviden a los amigos que tanto los aprecian.

Con cordiales saludos


E. P. Lungel



En otra postal (sin fecha detectable), pero que de seguro es de la década de 1920 por el aspecto que tiene el Eden Hotel en la fotografía, escribieron:



«Al coloso radicheta y abolicionista le envío un cariñoso abrazo y un montón de recuerdos para la señora Carmen, el Sr. Buffarini, Leonardo, Frascoli e Hipólito Irigoyen.

Amadori



También las postales podían ser usadas para solicitar ciertos servicios pedagógicos. Éste es un ejemplo y no fue escrito desde la ciudad de La Falda, sino desde el pueblo de Ascochinga:



«Septiembre 24 [sin año]

Estimada señorita

Mucho le agradeceré si puede darle la primera lección a Arturito el miércoles 26 a las 10 a.m. pues deseo no pierda más clases.

Estoy muy contenta con vuestra estadía que me parece le ha sido provechosa para él.

La saluda atentamente

María Paz Anchorena.
»



Ya para terminar con el muestrario, transcribo el texto de una postal enviada desde la ciudad de Miramar (Córdoba):



«Miramar 24 de marzo de 1947

Queridos todos:

Reciban desde Miramar donde vamos pasando días muy lindos, disfrutando de estos saludables baños y de una tranquilidad única que mucha falta nos hacía. Deseando se encuentren todos ustedes muy bien. Las chicas ya estarán en Buenos Aires y en sus estudios de nuevo, lo mismo Noemí con sus clases y los pibes. ¿Y Oscar que hace? ¿Puede dar su examen? ¿Estamos en esa?

Bueno, espero tener algunas noticias de ustedes. Con cariñosos saludos de Víctor para todos, los abraza con el cariño de siempre

Natalia




 

V




EL MITO FUNDADOR




«Y en el principio hubo un hotel…».

Así deberían empezar los mitos fundadores a la hora de narrar el origen de los pueblos que fueron naciendo bajo la sombra de los cuatro emprendimientos hoteleros que venimos estudiando, si fuera la nuestra una sociedad teocéntrica. Aún sin serlo, algo de cierto hay en esa frase: conglomerados urbanos como La Falda, Mar del Sur, Villa Sierra de la Ventana y Miramar (Córdoba) nacieron como pueblos —o se asentaron definitivamente como tales— sólo después de que «nuestros» hoteles aparecieran.

Hay un discurso nostalgioso en esas historias. El hotel es presentado como una especie de Parnaso, iluminado por las luces preclaras de «héroes civilizadores» incapaces de actuar guiados por mezquindades. Como «demiurgos desinteresados» de un sistema capitalista al que encararon, sus acciones quedan siempre asociadas a las ideas de Progreso y prosperidad, orden y bien común (con la venia siempre de Dios, claro).

Estos «fundadores» sí que eran modelo de hombres. Arquetipos, en un mundo que se hacía a sí mismo. Luchadores, emprendedores, afectos al trabajo y por completo desinteresados. En pocas palabras, «personajes míticos» que prestigian a la Belle Epoque, convirtiéndola en una verdadera «Edad de Oro», a la que se debería volver reaccionando contra el avance de lo popular y las masas.

Orgullosos de sí mismos, esos «creadores de hoteles y pueblos» enaltecen la historia oficial que se escribió en torno de ellos; y como nadie quiere reconocer que detrás de sus acciones existieron siempre intereses muy terrenales (como el de ganar dinero), la oligarquía —de la que fueron parte— convirtió las historias locales en una mera colección de anécdotas, fechas, apellidos y linajes, más propio de una guiada turística que de un ensayo histórico. Y así, el mito —alejado de la vida— se divorció de la realidad.



Carlos Mauricio Schweitzer
, Roberto Bahlcke, Juan Kurth, María Herbet de Krauetner, Walter y Bruno Eichhorn, Percy Clarke y Máximo Pahlke son protagonistas innegables de ese Parnaso de héroes fundadores del que hablamos. Del empeño, ambición y proyección de futuro de estos personajes nacieron pueblos, hoy muchos convertidos en ciudades. A ellos se les levantan monumentos y escriben memorias, destacando los aspectos positivos de sus personalidades y ocultando los lados oscuros. De ese modo dejan de ser hombres y mujeres terrenales, para convertirse en seres extraordinarios («de otra época») capaces de realizar esfuerzos sobrehumanos sobre una naturaleza que, al principio, les negaba carta de ciudadanía.

Así es como se construyó un modelo de historia local que se repite en todos los pueblos. Ese modelo histórico —que se terminará imponiendo a fuerza de ser remachado y glorificado desde las Secretarias de Turismo— tiene una serie de elementos comunes, dignos de tener en cuenta a la hora de humanizarlo.

La epopeya empieza siempre con la adquisición de un predio, alejado y sin valor inicial. En él, la voluntad inquebrantable del pionero trasforma en gesta la lucha que se entabla contra la naturaleza. Médanos, bosques, cerros, viento, lluvia, regiones intransitables, falta de caminos. Todo conspira contra el voluntarioso empresario, que se empecina y logra, finalmente, vencer el caos e imponer el orden propio de la civilización. Orden que traerá, en poco tiempo, las primeras casas, las primeras instituciones y cooperativas, los primeros apellidos patricios, que serán los que le otorguen prosapia al pueblo emergido de tal empresa.

Es casi un esquema mítico y, como todo mito, sagrado. ¡Que nadie ose desacreditar a los dioses!, a menos que quiera ser caratulado de hereje y perseguido como tal. Porque eso es lo que sucede cuando la «oficialidad pueblerina» (narrada, contada y expresada en una historia positivista) es puesta en duda o mostrada desde una perspectiva más realista.

La «historia oficial» —tan propia de la alta burguesía pionera— nos brinda una mirada unidimensional de los centros turísticos que emergieron a partir de los «Grandes Hoteles». Por lo general, se muestra sólo una parte de la historia (la heroica), desdeñando y ocultando la realidad social e ideología oscura de los fundadores. Así pues, la narración no trata con hombres, sino con semidioses y la historia se vuelve una fábula moralizante.

Juan Jesús Oviedo es muy claro al respecto cuando escribe: «(…)No hay que mostrar imágenes negativas de tales pueblos. La razón de soslayar la realidad consiste en que la misma atenta contra la imagen que el lugar necesita y representa (…). Esta visión (…) parte de un modelo construido que resucita sólo un aspecto de ella. Tal acción, encubre».



El «fundador» es el progreso encarnado. En él se sintetizan todos los valores de la burguesía —convertida en modelo— y cumple con el designo divino de Juan Bautista Alberdi, que decía que «Gobernar es poblar». El «Hotelero Primigenio» hace suyo ese mandato y abre el desierto a la gente que lo acompaña. Ellos también comulgan con sus valores. Aún no siendo miembros de la burguesía (obreros, peones, trabajadores manuales), se aburguesan para compartir el podio del héroe y adquirir las significaciones míticas que emanan de él. Pero ellos no aparecerán en el relato.

El «fundador»necesita legitimar su prosapia. Pero en un país que desde 1813 tiene abolidos los títulos de nobleza, el de «Don» es el único que llega a imponerse, confiriéndole una carga de paternalismo más que evidente, que ensalza la figura del «creador de empresas». La sola manera de hacer referencia a ellos en diarios y apologías es una prueba de ese respeto montado sobre la fábula: «Don Roberto», «Don Bruno», «Don Walter», «Don Máximo».

¡Pero si parecen ser nuestros propios abuelitos buenos!



Las tradiciones se inventan y cuando la mayor parte del registro histórico se basa en fuentes orales, la tradición puede ser capciosa, ya que no todos hablan y se termina imponiendo —desde arriba— un nefasto pacto de silencio.

La visión epopéyica de los orígenes requiere de superhombres y las historias oficiales nos los entregan en bandeja de plata.



VI




LOS NIDOS DE LA SERPIENTE




 

«Quien dice rumor, dice miedo.»


Edgar Morin

«Si creemos en la conspiración ya

no necesitamos evidencias.»


Jorge Halperín



Cuando terminó la Segunda Guerra Mundial en 1945, la leyenda de que Adolf Hitler había conseguido escapar de su bunker berlinés se dispersó por los cuatro vientos. La imaginación colectiva empezó a trabajar sobre todo tipo de rumores y los servicios de inteligencia aliados se sumaron a la campaña de desinformación, dejando abierta la posibilidad de que semejante huída fuera cierta. Desde entonces, y por espacio de varios años, no faltaron «testigos fiables» que juraron haber visto al Führer en distintas partes del mundo, pero muy especialmente en la República Argentina, país que fuera etiquetado por el embajador norteamericano Spruille Braden como un «nido de nazis», a mediados de la década de 1940.

Ese rumor resultó ser poderoso y duradero. Todavía a principios del siglo XXI se siguen publicando libros que hablan al respecto; incluso hay editada una guía nazi de Bariloche en la que están señalados en un mapa los sitios en los cuales el excanciller alemán habría pasado largas temporadas.

La leyenda de un Führer en tour por Sudamérica vende bien. Genera un clima de misterio que atrae a la gente. Y es en este punto cuando entran en escena los hoteles que venimos estudiando.

Pero antes de internarnos en ese mundo de mascaradas y engaños, creo necesario detenerme un poco a analizar las causas y los mecanismos que originan los rumores e historias de ese tipo.



Los nazis han provocado y siguen provocando miedo.

Es un temor justificado. Las monstruosidades que cometieron durante las décadas del ’30 y los ’40 son de sobra conocidas. Tortura, persecución ideológica, censura, genocidio y guerra, jalonan los pasos del nazismo y sus seguidores por todo Europa. Después de ellos el mundo no fue el mismo. Nos desencantamos de nuestra propia especie. Advertimos de qué éramos capaces y nos asustamos por ello. Ese animal racional del que nos hablaba Aristóteles tenía una capa muy fina de civilización. Por debajo de ella se vislumbraba una bestia sedienta de sangre, vengativa y movida por instintos primarios. Fácil de manipular.

La nación más culta de Europa —Alemania—, la misma que había dado poetas y científicos de renombre internacional, engendraba una poderosa serpiente que inoculaba su veneno racista y expansionista en la mente de sus ciudadanos. Hombres y mujeres sencillos, padres de familia, gente común y corriente, para nada extraordinarias o desequilibradas, terminaron aplaudiendo la masacre de millones de seres humanos en campos de batalla, matando y dejándose matar por un ser iluminado que les prometía el paraíso en la Tierra por más de mil años.

Al terminar la guerra habían muerto 55 millones de personas. Por término medio, unas 20.000 personas por día. Jamás se había visto algo semejante. Europa estaba en ruinas. La orgía de matanzas quebrantó los fundamentos éticos de toda la sociedad. La inocente confianza del siglo XIX se había derrumbado. Sólo quedaba pesimismo, dudas y mucho temor.

¿Podría volver a repetirse todo aquello? ¿Había sido el Mal definitivamente vencido? ¿Conseguiría el nacionalismo fanatizado justificar nuevas atrocidades y tropezar una vez más con la misma piedra?

La respuesta fue un rotundo.

Todo era posible en este mundo desquiciado. Hasta la sobrevivencia del mismísimo Adolf Hitler en Argentina, visitando grandes y lujosos hoteles, por sierras y costas.



Todos los rumores nacen sobre un fondo previo de inquietudes y, como dice Jean Delumeau, «son el resultado de una preparación mental creada por la convergencia de varias amenazas o de diversas desgracias que suman sus efectos.» Por lo tanto, en un clima de intranquilidad, la imaginación colectiva empieza a trabajar sobre todo tipo de rumores que, al escapar de un examen crítico, «tiende a magnificar los poderes del enemigos, situándolo en el corazón de una red de complicidades diabólicas

Cuando los soviéticos llegaron a Berlín, Hitler ya se había suicidado el 30 de abril de 1945 y ordenado que incineraran su cuerpo, junto con el de su esposa, Eva Braun. Pero Josef Stalin quería su gran trofeo y para ello creó un grupo ultrasecreto de especialistas, llamado SMERSHMuerte al Espía»), cuya única y exclusiva misión era encontrar los restos del Führer, costara lo que costara. Y tuvieron éxito. Tras unos días de revolver los escombros cercanos al bunker, hallaron dos esqueletos calcinados que, tras un análisis dental, resultaron ser los que buscaban. Entonces, Stalin hizo que sus hombres se quedaran con el cuerpo, sin divulgar (bajo amenaza de fusilamiento inmediato) la noticia. El SMERSH escondió los huesos en una caja de municiones y la enterró en el parque de la Embajada Soviética de Berlín. Según se supo cincuenta años después, el "paquete" fue exhumado por lo menos en ocho ocasiones, pero en 1970 desapareció por completo cuando los miembros del SMERSH se retiraron a Alemania Oriental.

Stalin consiguió mantener el secreto hasta su muerte, acaecida en 1954, y lo utilizó políticamente, acusando a sus antiguos aliados de tener a Hitler protegido y a buen resguardo. La Guerra Fría justificaba cualquier cosa. Pero también había otro motivo para no divulgar nada: el dictador comunista no deseaba que esos huesos quemados se convirtieran en reliquias para sus seguidores y centro de peregrinaje de nazis residuales. Y tuvo éxito: tras su muerte el secreto se mantuvo.

Por su parte, los aliados también contribuyeron con el mito hacia el final del conflicto. Algunos documentos secretos (y otros no tanto) aseguraban que el Führer había huido, dejando a su pueblo a merced de las tropas enemigas, sin importarle en absoluto su suerte. El cobarde líder alemán había preferido salvar su pellejo y con ello, supusieron, la resistencia que aún quedaba en Europa se rendiría más rápido.

Capitalistas y comunistas (por diferentes intereses) coincidían en el relato: Hitler se había salvado y escapado de Alemania. Entonces, se desató el delirio y los rumores recorrieron el planeta: ¡el Führer estaba en todas partes!



Una de las mejores definiciones de rumor que he leído es la que desarrolla J. Delumeau en su libro El Miedo en Occidente.

Dice el historiador francés: «Un rumor local no es más que la delgada capa que emerge de un mito que (…) una vez lanzado se manifiesta como una fuerza salvaje capaz de pasmosa propagación. Suscitando a la vez atracción y repulsión, rechaza la verificación de los hechos, se alimenta de todo, impulsa metástasis en múltiples direcciones, va acompañado de procesos histéricos, atraviesa las barreras de la edad, de clases sociales y sexo (…). Pasando del estatuto del "se dice" al de la certeza, el rumor es una acusación que denuncia a unos culpables cargados de crímenes odiosos. Al final del ciclo, contrarestado por diversas represiones, se desparrama en una pululación de mini-rumores y de micro-mitos derivados. Sin embargo, no ha muerto. Permanece en las sombras, espera una nueva ocasión para emerger a la superficie, bajo otra máscara, llegado el caso.»

¿Cuántas son las máscaras que adoptó el caudillo nacionalsocialista en su forzado exilio? Innumerables, como veremos más adelante.

Pero detrás de la leyenda hay ciertos datos que son bien reales. Ya lo anticipó Pichón Riviere hace un tiempo: «El rumor es una comunicación masiva y difusa que tiene como punto de partida un hecho real pero distorsionado». Y el hecho real es que fueron numerosos los criminales de guerra nazis que ingresaron al país después de 1945, con la anuencia del gobierno Argentino y el soporte operacional del Vaticano y la Cruz Roja.

Siguiendo la denominada «Ruta de la Ratas» —que salía de Europa y conducía a Sudamérica y algunos pocos países árabes— estos nefastos personajes consiguieron impunidad y protección durante muchos años. Algunos murieron de viejitos, siendo alagados por las comunidades que los acogieron y recordados como vecino probos y simpáticos. Otros, como Adolf Eichmann, fueron capturados, llevados a juicio y condenados a muerte. Pero la mayoría encontraron la paz y el anonimato en sitios aislados y protegidos de curiosos, conservando la ideología partidaria y sintiéndose orgullosos de sus acciones durante la Segunda Guerra Mundial.

Esta injusticia, real y probada en numerosas investigaciones, es la que generó el telón de fondo para creer que Hitler efectivamente había logrado escapar. Si tantos anónimos oficiales de segunda línea lo habían conseguido, ¿por qué no el Führer supremo? Por otra parte, la literatura de ficción y el cine, contribuyeron a mantener en el recuerdo esa posibilidad.

La difusión de rumores requiere siempre de un receptor con disposición a creer. De hecho, el rumor es una proposición para ser creída y su difusión, generalmente de forma oral, pasa de boca en boca y de persona en persona, sin que existan pruebas que den muestras de su veracidad. Es casi una cuestión de fe.

El rumor es el gestor del mito urbano y, por lo general, suele ser el vehículo que despierta una profunda ansiedad que pide ser satisfecha al instante. Conmovido por la «noticia», el receptor pierde gran parte de su capacidad de discriminar la verdad de la mentira y toma lo verosímil como algo revelado. En ese momento es cuando la credulidad desplaza a la crítica y una gratificante sensación de temor complace al oyente. El relato es creído, difundido y, por alguna razón que desconozco, la persona lo hace propio. Así se empieza a tejer todo un universo simbólico, compuesto de sueños, miedos y prejuicios, que no tiene nada de inocente puesto que revela lo que algunos autores denominan el «imaginario social».

Según Jorge Halperín, la función de los mitos urbanos es múltiple: «tamizan necesidades colectivas, expresan temores y ansiedades, establecen sanciones, controlan comportamientos sociales y castigan simbólicamente». No son temas menores. Enuncian sentimientos muy profundos (miedo, esperanza, odio) y personifican el «cable a tierra» que se necesita para verbalizarlos y descargar la tensión emocional que producen.

¿Cómo nace un mito urbano?

La respuesta es demasiado compleja y larga de explicar. Pero tal vez todo se resuma en una charla en voz baja, realizada en un lugar tenebroso y poco habitual.



La llegada de jerarcas nazis a la Argentina es un tema que todavía despierta algunas dudas y fuertes debates. Si bien la información desclasificada de los últimos años ha probado que, efectivamente, insignes criminales de guerra entraron y vivieron en nuestro país, hay que reconocer que se han divulgado un sin número de exageraciones sin fundamentos serios. Periodistas, «cazadores de nazis» e investigadores aficionados son los responsables de la difusión de muchos de esos mitos que, por falta de documentación, suelen escalar cotas más propias de delirios conspirativos que de serias investigaciones históricas.

Es que los nazis son «atractivos». «Venden libros». Han dado «letra» a decenas de historias. Se habla, por ejemplo, de secretas instalaciones nacionalsocialistas en la Antártida; de campos de entrenamientos en provincias del interior con el objeto de tomar Sudamérica y levantar un Cuarto Reich; de un exagerado número de fugitivos (que iría de 30 a 50 mil personas); de organizaciones secretas, que jamás existieron a no ser en la fantasía de algún novelista de éxito; de fortunas inmensas en barras de oro, con svásticas grabadas a fuego sobre ellas, enterradas o hundidas en alguna parte del país. Tampoco faltan los aquellos que, entrando en una fase equivalente a la alucinación etílica, nos hablan de ovnis de factura nacionalsocialista o de poderes esotéricos inconfesables.

Como señala Gaby Weber: «Todos los pueblos (…) adoptan una versión de su propia historia con la cual se sienten más cómodos(…) y logran vivir confortablemente con ese mito. El mito argentino [cuenta]:en los últimos días de la guerra, varios submarinos alemanes cargados de dinero, lingotes de oro y obras de arte, y transportando a altos jerarcas nazis —tal vez incluso Hitler con su Eva— arribaron en secreto a la costa argentina. Perón les dio cobijo a cambio de una fortuna —que su Evita colocó en cuentas suizas en oportunidad de su famoso viaje— que luego de su derrocamiento le permitió un exilio dorado en España.»

Por más que esta historia se haya instalado en el imaginario colectivo, sólo algunos aspectos de ella están medianamente confirmados. Otros, la mayoría, corresponden más al universo de la leyenda.

La cuestión de los submarinos alemanes recalando subrepticiamente en las costas del sur de nuestro país tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, es parte de esos mitos. Por lo que sabe a ciencia cierta, sólo dos submarinos finalizaron sus recorridos en Argentina: el U-530 y el U-977, que se rindieron en la base naval de la ciudad de Mar del Plata. No hay ninguna prueba certera que indique que otros submarinos hayan corrido la misma suerte. Sólo especulaciones y elucubraciones que parten de testimonios orales. Para los historiadores más desapasionados, los submarino marplatenses «fueron intentos individuales de fuga y no transacciones financieras coordinadas». Pero los relatos de «testigos indirectos» siguen avalando la tesis de que millones de marcos y dólares fueron traídos a bordo de esos Lobos del Mar, amén de poderosos jerarcas del nacionalsocialismo. Así todo, G. Weber, con buen tino y prudencia, afirma que la historia «(…) de hecho, es poco probable, no sólo por la distancia geográfica, sino por el peligro que implicaba el dominio de Inglaterra sobre las rutas marítimas.»

Pero siempre hay algo de verdad en medio de una gran mentira. Y la verdad, como dijimos antes, es que vinieron nazis a nuestro país tras el conflicto europeo. El tema a discutir es si tuvieron el poder que dicen haber tenido y si el apoyo que recibieron fue 100 % ideológico. De ser así, los norteamericanos tendrían razón: Argentina podría ser considerada un «Nido de Nazis» incomparable.

Por el momento, los trabajos de investigación indican que el gobierno de Perón no hizo nada que no hayan hecho otros gobiernos occidentales (incluso el yanqui), es decir: lavar dinero nazi y proteger criminales de guerra a cambio de transferencia tecnológica. Todo pareciera indicar que, en un contexto internacional de guerra fría, las operaciones nombradas fueron motivadas por razones prácticas, no filosóficas.

Esto no quita que se puedan establecer diferencias. Por ejemplo, se sabe que los norteamericanos acogieron a científicos nazis y que también ayudaron a lavar dinero, pero tras una rigurosa selección a la hora de permitir al enemigo el ingreso al país. Por el contrario, en el nuestro esas restricciones nunca existieron y de los «50 mil nazis» que se guarecieron en Argentina, sólo muy pocos eran especialistas en algo útil.

Pero, ¿cuántos entraron?

Una respuesta definitiva, fundada en bases cuantitativas serias, es a la fecha imprudente. De todos modos, los historiadores profesionales sostienen que es conveniente desmentir las cifras señaladas en la literatura periodística, donde se hablan de 40 o 50 mil personas sospechosas de crímenes entrando ilegalmente en nuestro país.

A la fecha hay dos grandes cálculos hechos al respecto. Podríamos llamarlos minimalistas y maximalistas. Los primeros, representados por historiadores como Ignacio Klich y Holger Meding llegan a la conclusión (tras un pormenorizado estudio de archivo) que en la inmigración clandestina de alemanes y austríacos producida entre 1945 y 1955, arribaron unos 800 militantes nazis y sólo 50 criminales de guerra. Los maximalistas, por el contario, son los manejan cifras siderales. John Loftus, por ejemplo, considera un total aproximado de 30 mil personas implicadas con el NDSAP.

Ya sean cientos o decenas de miles, semejantes personajes moviéndose libremente por el país generó (y sigue generando) mucha inquietud.

Poco interesa que estudios pormenorizados, como los del canadiense Ronald Newton, hayan desmitificado la penetración nazi en Argentina o explicado cómo se exageró el asunto al ser parte de una campaña antiperonista dirigida por el Secretario de Estado Norteamericano, Cordeff Hull, para justificar el intervencionismo yanqui en el país y sacarlo de la neutralidad que había resuelto.

Nada de eso importa a la hora de construir mitos.

Adolf Hitler era demasiado poderoso para morir en un frió bunker berlinés. Por lo tanto, al dejar de estar en un lugar determinado, empezó a aparecer por todas partes.



 

EDEN HOTEL



La leyenda de un Hitler errante por el mundo viene alimentando el imaginario desde el momento mismo en que se pegó un tiro. La tradición oral lo localizó en distintos lugares. Unos sostienen que se refugió Bolivia, otros en Paraguay o Chile. No faltan los que anuncian haberlo visto en el Tíbet o en la Antártida y, por supuesto, están aquellos que lo ubicaron en Argentina. Provincias como Neuquén, Río Negro, Córdoba, Misiones, Mendoza y Buenos Aires jalonarían el largo tour nazi del Führer por nuestro país. Y como en todo tour, es lógico que se necesiten buenos hoteles en donde descansar.

El Eden Hotel habría sido uno de ellos.



La filiación nazi de los hermanos Eichhorn (propietarios del Eden desde 1912 a 1948) es bien conocida. Afiliados al partido nacionalsocialista alemán desde 1924, nunca escondieron sus comprometidas simpatías por el caudillo y su movimiento. Hay cartas personales que así lo certifican; incluso varias misivas escritas por el mismo Führer, agradeciéndoles el apoyo y las contribuciones en dinero que habían hecho a su campaña política.

En un artículo publicado en el diario La Nación, el 27 de julio de 1998, el investigador y periodista Jorge Camarasa transcribió parte de estas cartas, que siguen estando en poder de los descendientes de los Eichhorn (la familia Ceschi de La Falda) y que fueron mostradas en un documental de origen alemán.



«
30 de abril de 1928

Querido señor Eichhorn: muchísimas gracias por la carta enviada por usted y su querida esposa, junto con el preparado de ozono que probaré de inmediato. Me alegro de que participen de los sucesos del movimiento, y espero que el éxito final sea representativo de los obtenidos hasta ahora. Cariñosos saludos, Adolf Hitler».



«12 de febrero de 1930

Querido señor Eichhorn: a causa de una serie de pequeñas dificultades, el regalo-recuerdo de la asamblea del partido en Nuremberg que yo personalmente diseñé, quedó recién terminado en enero y no en diciembre. Espero que usted no se moleste al enviarle en retardo junto con él los deseos de feliz año tanto a Ud. como a su querida esposa. Aprovecho la oportunidad para contarle algunos acontecimientos de nuestro partido que ustedes llevan tan en el corazón... Suyo afectísimo, Adolf Hitler».




«
13 de febrero de 1933

Querido señor Eichhorn: gracias por sus felicitaciones a causa de mi elección como canciller. En este momento histórico aprovecho para agradecerles su actuación de todos estos años en el movimiento. Los viejos amigos son responsables como yo de esta victoria. Con saludo alemán, Adolf Hitler».




En 1935, los Eichhorn fueron invitados a Berlín para ser condecorados por el mismísimo Canciller. Allí recibieron un diploma en donde puede leerse claramente lo siguiente:



«
Querido camarada Eichhorn: desde su ingreso en 1924 usted junto con su esposa ha apoyado al movimiento nacionalsocialista con enorme espíritu de sacrificio y acertada acción, y a mí personalmente, ya que fue su ayuda económica la que me permitió -en el verdadero significado de la palabra- seguir guiando la organización".



Con estos documentos disponibles se alimentó la certeza de que Hitler se refugiara en el Eden Hotel tras la derrota de 1945. Pero cartas como esas debieron ser enviadas a muchos colaboradores y afiliados en distintas partes del mundo.

Lo que marcó la diferencia, y desató el rumor hasta el día de hoy, fueron una serie de documento redactados por el FBI.

El primero de ellos, fechado el 4 de setiembre de 1944, dice lo siguiente:



«Memorándum para el Director J. E. Hoover

Ref.: Posible vuelo de Adolf Hitler. Muchos observadores políticos han expresado la opinión que Adolf Hitler podría haber buscado refugio en la Argentina después del colapso de Alemania.»



En otro documento del FBI, con fecha 17 de setiembre de 1945, es mucho más directo:


«Federal Bureau of Investigation-Departamento de Justicia de los Estados Unidos

Al Director del FBI

Washington DC

Ref.: Escondite de Hitler en Argentina/ Problema de Seguridad G

La siguiente información fue obtenida de la Oficina de Guerra a través de [tachado] del OSS:

-Una cierta señora
EICHHORN, miembro respetada de la sociedad y propietaria del más grande hotel-spa en La Falda (Argentina), hace un tiempo atrás en una fiesta íntima (en la que no se precisa cuándo ni dónde) se hicieron las siguientes observaciones:

a) Su familia apoyó económica y moralmente al partido nazi desde que se fundó

b) Un poco antes de que los nazis entraran al poder, ella ordenó que Goebbels dispusiera de 30.000 marcos —de su cuenta— para gastos de propaganda.

c) Hitler nunca olvidó este acto y durante los años posteriores reconoció su amistad con ella y su esposo (…) al punto de compartir el mismo hotel en sus estadías anuales en Alemania. Más tarde se les permitió la entrada a la habitación privada del Führer, en cualquier momento sin ser previamente anunciados.

d) Si el Führer estuviese en algún momento en dificultades podría siempre encontrarse a salvo refugiándose en La Falda, donde ellos había ya realizado las preparaciones necesarias».



¿Qué más se podía pedir? El propio FBI estaba dando la pauta y muy pocos se detuvieron a pensar en el contexto, motivaciones políticas y tácticas de esos memos. Las meras suposiciones del infalible Tío Sam se convirtieron en verdades reveladas y los rumores de un Führer montado en un burrito cordobés en las inmediaciones del Eden Hotel pasaron a ser parte del folklore local y de las leyendas que se cuentan en los fogones nocturnos y mesas de amigos.

Uno de los más fervientes «creyentes» del Hitler redivivo es el periodista argentino Abel Basti, autor de varios libros y artículos en los que trata de probar los agitados viajes del Führer por nuestro país. Guiándose por suposiciones y testimonios orales de poco fundamento, Basti reconstruyó la ruta del ex canciller alemán.

Según el periodista, Hitler, a sus 56 años, desembarcó de un submarino en Caleta de los Loros (un sector de la costa rionegrina, entre la ciudad de Viedma y San Antonio). Allí se alojó en un hotel, que todavía se mantiene en pie, y tras recorrer la región (tenía que estirar las piernas después de semejante viaje, es lógico) se trasladó a la Estancia San Ramón, a 30 kilómetros al este de Bariloche, propiedad de una familia alemana de apellido Lahusen. Luego de un temporada se habría reubicado en Bahía Inalco, muy cerca de Villa La Angostura, un lugar inhóspito y aislado en la década de 1940. Desde ese lugar partió para La Falda, a casa de sus buenos amigos, los Eichhorn, hospedándose en el Eden Hotel.

Se rumorea que algunas personas se lo cruzaron y que incluso hay una foto de la señora Ida Eichhorn, junto al Führer en Córdoba, fechada en 1949. El aire serrano debió haberle caído muy bien al derrotado caudillo. Eso es al menos lo que relató una testigo, la señora Catalina Gamero (fiel empleada de la familia Eichhorn) a quien Abel Basti entrevistó hace unos años.

De la charla surge la «constatación» de la presencia de Hitler en La Falda y de la existencia de la famosa foto antes nombrada. Según la señora Gamero, el Führer estuvo por esos parajes después de la guerra, alojándose en un chalet propiedad de sus patrones, al que todos llamaban El Castillo, situado en la cima de un cerro denominado Pan de Azúcar. Allí permaneció por espacio de dos semanas y en ese lugar fue donde ella se lo cruzó de casualidad un día. También sostuvo que el atento Primo Adolfo mantuvo fluida comunicación telefónica con Ida Eichhorn hasta el fallecimiento de ésta, el 31 de mayo de 1961.

Demasiada gentileza de parte un hombre muerto hacía dieciséis años.

Pero hay datos concretos que nos permiten entender la fuerte persistencia de estas leyendas.

Ya nos explayamos antes sobre las estrechas relaciones que los Eichhorn tenían, efectivamente, con el líder alemán y su partido. Claro que además de todo eso, hay ciertos hechos que siguen alimentando el mito y que relacionan al Eden Hotel con siniestros personajes del nacionalsocialismo derrotado. Por ejemplo, una publicación local de La Falda (la revista ATP) informó que el criminal de guerra Adolf Eichmann había estado en la ciudad varias veces, alojándose en el chalet de la familia Werner (una de las primeras en levantar un alojamiento en el pueblo) y que su hijo, tras enamorarse de la hija del jardinero del hotel (Elvira Pummer), se había casado con ella.

Por otro lado, la presencia de un criminal de guerra como Josef Schwammberger, en la localidad de Huerta Grande (a sólo kilómetros de La Falda), le dio mayor verosimilitud al cuento de un Hitler enamorado de las sierras cordobesas. Y el sensato trabajo de investigación del historiador Ronald Newton (citado anteriormente) también certifica mucha de las conexiones que tuvieron los nazis con Córdoba y el Valle de Punilla.

Verdades, mentiras y fantasías se mezclan recreando un mito que se repite día a día, cada vez que los turistas que visitan el Eden Hotel preguntan a sus guías: «¿Es cierto que aquí se escondió Hitler?».



 

GRAN HOTEL VIENA



Las personas con mucho poder, fama y carisma son «duras» de morir. Basta con observar algunos ejemplos del pasado para advertir cómo la gente se niega a aceptar el deceso de individuos por los cuales sintió una identificación emocional muy profunda. En sus imaginarios, ellos son la encarnación de ciertos valores, éticos y estéticos, que consideran irrenunciables y eternos; imposible de materializarse en otros sujetos o de desaparecer por completo.

Cuando el emperador alemán Federico I Barbarroja murió ahogado el 10 de junio de 1190, mientras intentaba cruzar el río Kydnos, en Asia menor, después de tener cuantiosas victorias militares sobre los musulmanes, su muerte no fue aceptada por los doloridos súbditos. Rechazaron esa manera "tonta" de morir en un guerrero tan insigne que, en el nombre de Dios, marchaba hacia una cruzada. Fue así que esperaron su regreso durante años y se tejieron decenas de historias en las que se contaban que el emperador regresaría un día para librar al mundo de herejes. No faltaron comentarios de personas que decían haberlo visto, o que les habían contado que había sido visto. Federico seguía defendiendo a la cristiandad. No podía ser de otra manera.

Más cercano en el tiempo, algo semejante ocurrió con la accidentada muerte de Carlos Gardel, el 24 de junio de 1935, cuando el avión en el que viajaba se estrelló en Medellín (Colombia). La fama de «Carlitos» impidió que se fuera al Más Allá. Sus seguidores y fanáticos no podían concebir que semejante voz hubiera desaparecido para siempre. Por ese motivo, casi de inmediato, empezó a correr el rumor que el «Morocho del Abasto» seguía vivo. No había muerto. Continuaba cantando en bodegones y piribundines colombianos de pueblitos miserables de la selva, aunque con el rostro desfigurado y algo maltrecho.

Con Elvis Presley ocurrió algo parecido. Cuando éste murió 16 de agosto de 1977 en su Mansión de Memphis, las teorías conspirativas se dispararon por todo el mundo. Una vez más, los seguidores del cantante se negaron a aceptar su muerte y Elvis, el Rey del Rock, se convirtió en un agente secreto de la CIA o de la DEA que, tras desbaratar un poderosísimo grupo mafioso, había tenido que cambiar de identidad para salvar su pellejo y el de sus familiares. No faltaron los diarios sensacionalistas que publicaron, durante años, que el viejo ídolo seguía vivo. Hasta supuestas fotos del compositor y cantante (todas, por supuesto, borrosas y tomadas de lejos) se editaron para certificar la teoría.

En los casos mencionados, se observa un clara resistencia a dejar morir a los héroes. Sus ideales y modelos son inmortales.

Incluso en el mundo andino hubo y hay un comportamiento semejante. Los sometidos pueblos originarios del Perú y Bolivia, acosados por 500 años de conquista europea, siguen soñando con el regreso de un inca muerto hace siglos. "El Inca regresará", dicen. Nunca se fue. Permanece en el Paititi (un mítico reino perdido en la selva) armándose, preparándose para asestarle a la intrusiva cultura europea el golpe de gracia que la desplace del tablero.

No es otra cosa que el famoso mito del Inkarrí.

Vigente desde hace unos doscientos años, el relato hace referencia al "Inca rey", al gobernante (muerto) que no sólo es gobernante, sino un ser divino que opera como modelo y arquetipo dentro de una cosmovisión andina que data de épocas preincas, según algunos estudiosos. El Inkarrí encarna el mesianismo y es visto —y sentido— como un ordenador del mundo, como un héroe fundador que restablecerá el orden que los españoles destruyeron tras la invasión del siglo XVI. Es el rey mesiánico que por sus actos permitirá el regreso al tiempo sagrado del Inca.

Pero no sólo personas con mérito se ven obligadas a esta «forzada eternidad». También el «mal» es duro de roer. De hecho, nunca muere. Sus recursos son infinitos. Tal vez por eso, un porcentaje enorme de personas se niegan a creer que el empresario Alfredo Yabrán (relacionado con la mafia vernácula argentina de la época del menemato) se haya suicidado de un tiro en la cabeza. Para la mayoría, Yabrán «se cambió la cara» y sigue disfrutando de su fortuna e influencias desde la clandestinidad.



Dicen que hacia fines de 1945 algunos vecinos de Miramar (Córdoba) testimoniaron, con gran convencimiento, haber visto en las inmediaciones del Gran Hotel Viena, caminando muy temprano por la costa del Mar de Ansenuza (Laguna de Mar Chiquita), a un misterioso anciano, algo marchito y tembloroso, que claramente no era originario del pueblo.

Vestía un largo sobretodo verde y una boina del mismo color, bien calzada sobre su cabeza. Solitario y meditabundo, el viejo no habló con nadie, pero los madrugadores vecinos miramarenses lo tenían visto de alguna parte y, a poco de buscar en la memoria, la identificación no tardó en llegar: el anciano no era otro que el mismísimo y derrotado Führer alemán, Adolf Hitler.

¿Qué fue lo que lo delató? ¿Habrá sido su singular bigote o se le escapó sin darse cuenta un saludo con el brazo derecho extendido? Nadie lo sabe. No hay fotografías ni prueba alguna que certifique fehacientemente la presencia de semejante personaje en aquel alejado rincón cordobés. Lo único que existen son rumores, historias que circulan de boca en boca, que —de confirmarse algún día— serían los vestigios de la mayor conspiración jamás organizada después de la Segunda Guerra Mundial.

¿Qué podría haber estado haciendo Adolf Hitler en Miramar? ¿Qué relación tenía el Führer con el Gran Hotel Viena? ¿Se instaló en ese lugar permanentemente o estaba de paso con dirección al Eden Hotel de La Falda? ¿Pretendía reorganizar un IV Reich desde los sótanos de un hotel construido con capitales alemanes o simplemente le gustaban los flamencos rosados de la enorme laguna?

No estamos en posición de responder ninguna de estas preguntas, pero sí de intentar explicar los motivos que confluyen para que mucha gente siga creyendo que esa leyenda es verdadera.



En primer lugar está el aislamiento. Ya hemos tratado antes este tema y vimos de qué manera la lejanía se convertía en una especie de antibiótico contra las enfermedades contagiosas de origen pulmonar, como la tuberculosis. Pero en este caso, su función imaginaria es muy distinta: el aislamiento transmuta en refugio, en bunker, en islote de impunidad. Un lugar ideal para que un individuo como Hitler pueda caminar relajadamente por la costa de una laguna. En otras palabras: un típico espacio de frontera; una inexpugnable región que actualiza un viejo axioma, que se viene oyendo desde hace siglos: «Cuanto más lejos más raro».

Los lugares apartados siempre han despertado cierta atracción. En ellos la imaginación y la realidad suelen confundirse, convirtiéndose en depositarios de las más ambivalente fantasías. Allí es posible encontrar aspectos que van de lo sublime y paradisíaco (sitios de salud, relajación, paz y armonía, lejos de las grandes ciudades) hasta lo más abyecto y horroroso (como por ejemplo, la existencia de un criminal de guerra paseando libremente y sin culpa). Por eso, las comarcas aisladas son inquietantes «Terras Incognitas» a donde trasladamos sueños y pesadillas. Iluminación y perdición se intercalan a lo largo de los senderos que conducen a ellas, desfigurando los límites que hay entre lo real y lo inventado.



La incomunicación del Gran Hotel Viena, hacia mediados de la década de 1940, contribuyó a sostener la leyenda de ser un «lugar seguro, fuera del alcance de curiosos».

Su ubicación, a casi veinte cuadras del centro comercial del pueblo, le confería cierto aire de misterio. «La zona del hotel siempre fue una zona vedada para los miramarenses —dijo Patricia Zapata, miembro de la Asociación Civil Amigos del Gran Hotel Viena—. Nadie se acercaba mucho al edifico. Aquella era "la zona de los alemanes". Daba mucho temor, especialmente cuando éramos chicos

Claro que más allá de las fantasías juveniles, el hecho objetivo es que el pueblo mismo estaba bastante lejos de cualquier ruta nacional importante. Pero esa falta de comunicaciones era relativa. Los administradores del complejo habían organizado un moderno sistema de telefonía que conectaba a los huéspedes con el resto del mundo. Además, repitiendo el sospechoso fenómeno del Eden Hotel, el Gran Viena poseía una gran antena de telecomunicaciones sobre la torre de agua de más de 20 metros, que permitía enviar y recibir mensajes y, al mismo tiempo, aumentar las suspicacias de la población.

¿Se habrán despachado o recogido mensajes cifrados durante la Segunda Guerra Mundial?

Contrariamente a lo que ocurre en La Falda, no hay testimonios al respecto. Sólo conjeturas. Pero, como ya sabemos, éstas constituyen la materia prima más importante de las leyendas.



Otro aspecto a destacar, y que vuelve verosímil (dentro de una lógica muy particular) la presencia de Hitler en la región, es el carácter sanitario que el Gran Viena tenía.

Hoy desaparecido por completo, el complejo hotelero disponía de un edificio de dos pisos, adyacente al área VIP, que hizo las veces de «sector termal» y en donde se practicaban tratamientos de fangoterapia, masajes y demás técnicas de relajación muscular, atendidas por un médico y varias enfermeras. El hecho es que, las sugerentes conexiones que el hotel tuvo con los nazis, hicieron que esa prestación de servicios médicos también quedara sospechada.

Según algunos testimonios recopilados al pie mismo del hotel, el examen asistemático de «objetos arqueológicos» encontrados en el sitio donde se emplazaba el citado «sector termal», terminó con el rescate de «cierto instrumental quirúrgico» que habilitaría la hipótesis de que en ese lugar habría existido un quirófano. ¿Para qué querían un quirófano en un hotel de lujo?

De acuerdo con la opinión de algunos vecinos, allí rehabilitaban sus heridas de guerra los alemanes escapados de Europa.

¿Una clínica nazi? ¿Había estado Hitler allí para practicarse alguna operación? ¿Un cambio de rostro, quizás?

Dentro del universo de las conspiraciones todo es posible. Pero de lo que no hay duda es de la existencia real de simpatizantes del nazismo —y muy activos— a pocas cuadras del Viena; y que jamás tuvieron la necesidad de hacerse una cirugía estética. Ni siquiera se cambiaron el nombre y apellido

Ante Elez
es uno de ellos. Un criminal croata (ustacha o ustasa) que encontró en el pueblo Miramar «su lugar en el mundo».

Elez llegó a Buenos Aires el 1 de abril de 1947, a bordo de un barco llamado Philippa, de bandera panameña, y había zarpado del puerto italiano de Génova el 5 de marzo. Al día siguiente de su llegada, explica Jorge Camarasa, «una noticia del diario Clarín, que citaba al diario italiano L’Unitá (…) daba cuenta que a bordo del barco habían viajado ustachas croatas considerados criminales de guerra (…).» Para fines de ese mes, Elez ya tenía su cédula de identidad y en 1965 se instaló definitivamente en Miramar (Córdoba). Allí se hizo hotelero y aprovechó del auge turístico que disfrutó la ciudad durante esa década, ganándose la vida regenteando su Hotel Copacabana. Don Ante (o Don Antonio) se convirtió así en un vecino más. Vivió tranquilo. Nunca fue juzgado y murió el 23 de julio de 1995 sin pagar por sus crímenes. Hoy su tumba, junto a un pequeño árbol en el cementerio de Miramar, se desgasta por el paso del tiempo y el olvido.

Y hay más.

La ola de rumores no se detiene en el «viejo de sobretodo verde». En torno suyo surgen historias satélites que lo alimentan y se alimentan de él. Por ejemplo, se dice que «(…) al menos tres marineros del Graf Spee se hospedaron secretamente en el hotel» o que en 1945, al llegar al edificio tres vehículos oficiales negros, desalojaron todo y dieron licencia al personal de servicio, para que una importante y misteriosa reunión tuviera lugar en el hotel.

Inmediatamente surgen preguntas sin respuesta.

¿Quiénes pasaron por el hotel esa noche? ¿Qué temas se trataron en ese cónclave tan secreto? ¿Estuvo Hitler involucrado en la reunión o sólo fue Juan Perón el responsable de la convocatoria? ¿Se habló allí del «oro nazi» o se planificó el ingreso de criminales de guerra a la Argentina?¿Y Martin Krüegger? ¿Qué rol fue el que cumplió en esa oportunidad? ¿En que maquiavélicos planes se vieron involucrados? ¿Y qué decir de esa historia que ha circulado por más de 64 años que nos habla de «misteriosos huéspedes ocultos en los sótanos del Viena»? ¨¿Se quedó M. Krüegger recibiendo, como educado anfitrión, a jerarcas nazis venidos del otro lado del mar? Y en ese caso, ¿para qué alojarlos en los sótanos si tenía todo un hotel inmenso y vacío a sus disposición?

Una vez más, nadie tiene respuestas definitivas. El final sigue abierto.



¿De dónde surgen estas historias, por momentos grotescas? ¿Quién las difundió? ¿Acaso no son construcciones colectivas que las sociedades fabrican por algún motivo que se nos escapa?

El tono conspirativo que notamos detrás de ellas es sintomático; pero hasta tanto no aparezcan documentos o pruebas de otro tipo que las certifiquen, el misterio seguirá rondando sobre las derruidas paredes del Gran Hotel Viena.



 

CLUB HOTEL DE LA VENTANA



No hay ni siquiera rumores de que Adolf Hitler haya estado rondando en Sierra de la Ventana, ni buscado refugio en su Club Hotel. Al parecer el Führer no disfrutaba tanto de los plegamientos precámbricos. Todo indica que prefería los picos altos y esbeltos, más propios y relacionados con la mítica raza aria de la que decía descendían los alemanes. Así todo esa comarca bonaerense fue el reservorio de muchos germanos que, con seguridad, simpatizaron con el nazismo. Informes de inteligencia americanos, nombrados anteriormente, así lo señalan.

Ya hicimos referencia a la presencia de marineros del Graf Spee en el Club Hotel de la Ventana y del modo en que éstos rehabilitaron sus instalaciones. Fue aquel un emprendimiento guiado por la necesidad y las circunstancias históricas. Muy pocos de los 350 jóvenes internados allí pensaron en que pasarían todo el conflicto en ese rincón aislado de la provincia de Buenos Aires, limpiando un edificio casi olvidado por empresarios y funcionarios del Estado.

Pero la presencia de inmigrantes alemanes en la región y el hecho de que el hotel estuviera lleno de combatientes del Tercer Reich, disparó la imaginación de algunos escritores locales. Es así como, desde el campo de la pura ficción, encontramos una novela en la que se especula que el Club Hotel fue el centro de reunión elegido por jerarcas nazis para entronizar como nuevo dirigente y líder al mismísimo hijo de Adolf Hitler. La fantasía mesiánica del un Cuarto Imperio Nazi en América del Sur vuelve a interesar a los escritores, en este caso al novelista Roberto Fernández Prada quien especula con esa posibilidad en su obra Fuegos de Invierno.

Una vez más es el aislamiento es el que dispara la invención.

«El hotel estaba rodeado por un espeso monte compuesto de pinos, cipreses, cedros, aromos, retamas y otras variedades que contaban más de ochenta años. Hice un esfuerzo para imaginar cómo había sido aquella construcción emplazada en medio de la soledad(…). Aquel era el ámbito ideal para que se realizara la reunión de los nazis

Un sitio discreto. Y como todo sitio discreto, despertó siempre sospechas.

Pero más allá de las fantasías literarias, existen leyendas locales que ligan al Club Hotel con la llegada y desembarco de misteriosos submarinos, terminada la guerra. Y no faltaron los que especularon acerca de la presencia en la región de tristemente famoso jefe de la GESTAPO, Heinrich Müller.

Según cuentan, Müller habría llegado en 1945 a las costas de Orense, provincia de Buenos Aires, en un submarino alemán con un objetivo bien definido: rescatar de la internación a los marineros del acorazado de bolsillo, hundido en el Río de la Plata, que ocupaban el Club Hotel de la Ventana. Dicen que de Orense se trasladó en un barco pesquero hasta Necochea y de allí a la localidad de Coronel Pringles (sitio cercano al gigantesco edificio serrano).

Evidentemente no tuvo mucho éxito que digamos. Un número considerable de marineros se sentían a gusto en el hotel. Incluso algunos de ellos pidieron permiso para casarse y residir en la región. Sus convicciones nazis habían claudicado un poco (si es que en ese grupo de marinos, de 19 a 21 años, existió alguna vez una fe inquebrantable por el mensaje de Hitler).

Pero el halo de misterio es lo que interesa.

La presencia de jerarcas nazis otorga cierta dosis de interés a la historia que, de otro modo, harían de las ruinas del Club Hotel meras paredes descascaradas. Los nazis siguen vendiendo bien; en especial paquetes turísticos que dejan a los visitantes con más preguntas abiertas que cerradas. Sin pruebas ni indicios serios, lamentablemente, el deambular de muchos asesinos seguirá sumido en un mar de dudas (por más que sospechemos que algunos de ellos se hayan estado paseando por las sierras bonaerenses).



 

BOULEVARD ATLÁNTICO HOTEL



Aislado, enorme y lujoso, el Boulevard Atlántico Hotel (al que algunos pretenden darle un toque chic denominándolo "Atlantic") es, de todos los nidos nazis (reales e imaginarios) el que menos polluelos incubó.

Eduardo Gamba, gran conocedor de toda su historia y actual propietario, no me refirió ninguna historia relacionada con la incursión de nazis en la zona. Pero (siempre hay un pero) la pequeña comunidad de croatas que habita Mar del Sur (provincia de Buenos Aires) ha hecho que algunos desmemoriados sugieran la presencia de ustachas en las cercanías. El problema, en este caso, es que ellos son descendientes de croatas venidos en días del Imperio Austrohúngaro, mucho antes de que el nazismo los envenenara con su ideología.

Así todo, en febrero de 1944 un artículo publicado en Ecos Diarios de Necochea decía que "Se había extendido hasta nuestra zona el espionaje del Eje". En ese artículo se hacía referencia a un desembarco de agentes secretos nazis en la zona de Mar del Sur, cuya misión sería la de preparar la costa para futuras llegadas de submarinos alemanes. Según los diarios Crítica y El Mundo de Buenos Aires, pocos días antes de la llegada del submarino alemán U-530 al puerto de Mar del Plata (10 de julio de 1945), empleados de una firma cerealera "pudieron ver en las playas de Mar del Sur un bote de goma que acababa de llegar, el cual estaba ocupado por varias personas". Incluso el semanario italiano

Oggi llegó a deslizar que allí se refugió Adolfo Hitler cuando la derrota alemana era inminente. También muchos veraneantes y pobladores recuerdan hasta no hace mucho ver en las bajamares cerca del Medano grande, la torreta de un submarino alemán hundido detrás de las rompientes.

Como puede verse la psicosis de un Hitler deambulando el por el mundo a bordo de un sinnúmero de submarinos acondicionados para la huída llegó también a las costas del ese aislado y perdido pueblito del Partido de General Alvarado. No podía ser de otra manera. El sitio reunía las condiciones ideales: lejanía, poca gente, playas poco o nada vigiladas y, por último, un hotel gigantesco abandonado.

Las semejanzas se repiten una y otra vez en diferentes partes del país.

VII




HOTELES ENCANTADOS




 
«¡Anda de día que la noche es mía!»
Frase que dicen los fantasmas en Andalucía, España.

«Ponemos en tela de juicio todo lo que antaño amamos,

y tenemos siempre razón y siempre estamos equivocados;

pues todo es válido y todo carece de importancia».


Cioran, Adiós a la Filosofía, Pág. 140



 

 

 

Siempre me ha sorprendido la fluctuante capacidad para creer en historias fantásticas que muchas personas poseen en la actualidad. Basta con organizar una reunión frente a un fogón —en cualquier noche de invierno o de verano— para advertir cómo, inexorablemente, la conversación deriva hacia temas que meten miedo y que, generalmente, tienen como protagonistas a fantasmas de distintas especies.

En circunstancias como ésas, el viento deja de ser viento para convertirse en susurros o lamentos; las sombras nocturnas se vuelven misteriosamente significativas, denotando presencias no expuestas que alimentan la sugestión y agigantan la imaginación. El mismísimo recuerdo se ve alterado, y acontecimientos del pasado personal —mal definidos por la memoria— encuentran en aquel contexto nocturno un catalizador que los reinterpreta, entablando ocultas relaciones, antes no tenidas en cuenta.



Los sitios abandonados y los fantasmas se llevan bien. Es un binomio que ha logrado mantenerse en buenos términos durante siglos en el imaginario de la cultura occidental, sustentando así una abundante literatura que aún hoy sigue publicándose con gran éxito editorial.

Los fantasmas nos seducen, nos interesan, nos inquietan. No es posible la neutralidad o la absoluta indiferencia cuando alguien instala el tema en una mesa de discusión. Se les puede reverenciar, temer o rechazar, pero nunca hacerlos a un lado sin algún comentario irónico, escéptico o crédulo.

Los fantasmas nos hablan de nosotros mismos. Sus apariciones son nuestros propios reflejos.

Definir qué es un fantasma depende del espacio y del tiempo. Depende del lugar que cada persona se adjudica a sí misma dentro del universo. Por ello, una Historia de los Fantasmas nos obligaría a recorrer los senderos —ya exitosamente transitados— de otras historias, como la del cuerpo, la de la muerte o la de la lectura. Significa, también, dejar abierta una puerta al estudio de los sistemas de valores y sus cambios (que desde el siglo XVIII indican una progresiva secularización y un olvido de los deberes y normas trascendentes, para centrarse únicamente en la condición inmanente del ser humano).

En muchos casos, el fantasma nos recuerda el sentido y el deber que los hombres hemos olvidado. Nos reflejan los problemas existenciales propios de una sociedad impregnada del más hondo materialismo.

El fantasma oculta y revela muchas cosas al mismo tiempo.



La creencia en la existencia de fantasmas es un hecho generalizado que se encuentra prácticamente en todas las sociedades de la Tierra. Leyendas, cuentos populares, rumores y folklore referidos a ellos, testimonian —directa o indirectamente— el interés que los hombres tienen respecto de lo que sucede más allá de la muerte.

Occidente ha tenido —con las variadas entidades intangibles de su imaginario— una relación que se advierte cualitativamente cambiante en momentos determinados de su historia; y múltiples han sido los factores que se conjugaron para que los fantasmas sean hoy lo que la literatura muestra y mucha gente sostiene que son. Por todo ello, podemos decir sin temor a equivocarnos, que la experiencia temerosa ante los fantasmas —así cómo la conceptualización, atributos y cualidades que de ellos se ha tenido— estuvo —y está— social, cultural e históricamente determinada.

Los fantasmas, asimismo, pueden ser variables interesantísimas a la hora de reflejar las modificaciones en las sensibilidades colectivas, relacionadas con instituciones sociales muy caras del universo burgués (en especial del siglo XIX y principios del XX), tales como: la familia, el amor, la muerte romántica, el secreto y el individualismo.

Banderas visibles del antirracionalismo, los fantasmas —apareciendo y desapareciendo— denuncian insatisfactorias concepciones del mundo, inseguridades y muchas esperanzas, no del todo creídas.



Cualquier acercamiento a una Historia de los Fantasmas, y particularmente a la de la moderna leyenda urbana, implica revelar —y relevar— historias paralelas de crímenes, muertes violentas, suicidios y pesares, reales o imaginarios. Son ellas las que enmarcan la creencia en un flujo de "larga duración" determinado históricamente y exacerbado en épocas de crisis, cambios e incertidumbre. Como hemos dicho en otra oportunidad, es factible encontrar un nexo bastante sólido entre el aumento del sentimiento de individualismo y la difusión de las historias de fantasmas. El temor, alimentado por la incredulidad respecto del destino de la supervivencia post-mortem —como así también la negación de la disolución del "yo"— encuentran en los relatos de fantasmas una válvula de descompresión —de escape— a la inseguridad de la existencia individual después de la muerte. Por otro lado, la gradual pérdida de los lazos de solidaridad comunitaria y el incremento del sentimiento de soledad, ampliaron la creencia en fantasmas; seres aislados, errantes, solitarios, en un espacio imaginario informe, de sombras no definidas, bien propias en una sociedad cada vez más escéptica, insegura y falsamente solidaria.



Ningún espacio escapa a los seres de ultratumba. Tanto en sitios públicos como privados, el folclore y el rumor están poblados de espíritus errabundos que, como es tradición, siempre anuncian algo: crímenes contra los derechos humanos; éxitos y fracasos artísticos (fantasmas en teatros, por ejemplo); accidentes (fantasmas en rutas y cruces de caminos) o creencias animistas (fantasmas de bosques y playas alejadas de la costa).

Como todas las ciudades del mundo, las estudiadas en este ensayo (La Falda, Miramar, Mar del Sur y Villa Ventana) no escapan a la fatalidad de tener sus propios espectros e historias populares de aparecidos; almas en pena que se mezclan con las decenas de miles de turistas que las visitan. Son ellas las que ocultan en silencio muchas miserias, resguardándolas de los ojos ajenos y, como una mujer en decadencia que soslaya su decrepitud con maquillaje, sólo indirectamente revelan —en cuentos, rumores e historias de fogón— los temores y el malestar de una sociedad transida por los problemas.

Fogones de todo tipo los convocan noche tras noche y sus etéreas figuras tienen una presencia más firme y duradera que muchos personajes históricos de carne y hueso. Allí están aparentemente desde siempre; asustándonos, amenazando nuestros marcos de referencias, esperanzándonos respecto de una vida en el Más Allá, denunciando nuestros temores ancestrales y recreando, de un modo por cierto duradero, la oscilante visión maniquea de la existencia, que enfrenta al cuerpo con el alma, lo bueno con lo malo, la inmanencia con la trascendencia o el castigo con el premio.

Sus historias son variaciones sobre una serie acotada de temas y recrean el imaginario y los temores de una época de un modo interesante. Con los fantasmas y su historia podemos vislumbrar mucho más que la maestría de un buen relato de horror o la capacidad morbosa que todos tenemos para asustar y ser asustados. En el fondo de toda narración fantasmal hay siempre un legado moral que vibra en consonancia con la época en la que circula. En cierto modo, suelen ser fábulas modernas que hablan de temas universales, arquetípicos (la muerte, el amor, la venganza, el miedo, la justicia, etc.). De ahí su larga permanencia a lo largo del devenir de la especie humana.



 

 

EL MUNDO BURGUÉS Y LOS FANTASMAS



Como dice Eric Hobsbawm, el siglo XIX fue predominantemente burgués en sus hábitos, ilusiones y sueños. El emprendimiento y la concreción de objetivos personales se convirtieron en exultantes manifestaciones del propio valer, y el individualismo no se dejó rogar. Asimismo, un férreo orden social —sumamente jerarquizado— reglamentó los comportamientos, los gestos y el imaginario; haciendo de las apariencias el resorte necesario para elevar el status dentro de una realidad en la que la competencia se convertía en un valor digno de ser puesto en práctica.

Esta sociedad burguesa, logró impregnar —con su cultura y forma de ver el mundo— a aquellos sectores sociales que la combatieron duramente, imponiendo lo que se ha dado en llamar un aburguesamiento tanto de los grupos aristocráticos como de los sectores obreros.

Fue este mundo burgués el que inventó la intimidad —que era su esencia—; reorganizó los rituales domésticos —que calaron tan hondo que se los creyó existentes desde siempre—; propuso una renovada dualidad entre la solidez de lo material y la belleza del espíritu. Elevó la castidad y la represión del instinto a un punto tal que la hipocresía no pudo dejar de surgir. El secreto, el pudor, los prejuicios y la llamada moral victoriana, evidenciaron —con su difusión— el éxito de esta clase hegemónica en muchos rincones del planeta. Y, por supuesto, los fantasmas también se aburguesaron.



Después de la sacudida racionalista del siglo XVIII —y agitada profundamente por el reeditado ideal clásico— la cultura europea del XIX buscó renovarse escudriñando, una vez más, en la imaginación y el sentimiento. Así surgió el movimiento romántico, que se tradujo en un esfuerzo por rescatar del pasado la perdida nostalgia de la Edad Media; abriéndose a experiencias estéticas e intelectuales que se inspiraron en lo desconocido, en lo oculto, en la noche con sus sombras y misterios.

La muerte y los fantasmas, la soledad y las tinieblas, impregnaron todo por doquier. El romanticismo sería —como escribió René Huyghe— "una fuga de lo real a lo imaginario".

Desde ese momento quedó enunciada la doctrina del movimiento; y ya no fue el hombre externo —completo y reflexivo— lo que se puso en juego, sino que, en lo sucesivo, se distinguiría al hombre interior, ése que en su intento por comunicar su alma con la naturaleza exaltaría las dimensiones de lo infinito. El genio romántico —a fuerza de querer franquear los límites de la razón común, y permitir la intrusión de lo fastasmático— planteó la vacilación del cerebro, y entrevió la locura (en la que muchas veces llegó a caer).

Imbuido de una gran dosis de irracionalidad, y dotado de una capacidad excepcional para exaltar el sentimiento, el romanticismo reinventó el concepto de fantasma, otorgándole una serie de cualidades que —popularizadas desde entonces— impactaron en el imaginario colectivo, dándonos una imagen hoy tradicional del mismo.

De esta manera, nació un género literario que alcanzó un sorprendente desarrollo entre mediados del siglo XIX y principios del siglo XX: la "Ghost Story" que, junto a la novela gótica (de anterior data), sustituyeron «[...] las groseras supersticiones por delicadas emociones artísticas.»

Asimismo, la organización de nuevas disciplinas científicas orientadas al estudio del hombre —tales como la antropología y el folklore— dirigieron sus arsenales metodológicos hacia las sociedades "primitivas" de distintas partes del mundo, rescatando del olvido mitos y leyendas populares que revelaban una relación con la muerte (y con los muertos) que se creía perdida en el entorno occidental. Este mundo de los espíritus encontró, pues, en la leudante burguesía decimonónica un medio propicio donde arraigar, intentando conciliar las contradictorias dosis de espiritualismo y materialismo que esta clase social encarnaba.

El fenómeno espiritista —conocido desde tiempos antiguos, e interpretado de diferentes maneras según el entorno cultural— reapareció en el seno de la sociedad europea que, imbuida de positivismo, persiguió a los fantasmas armada con las leyes conocidas de la física. La preocupante obsesión por la supervivencia del alma —que había desvelado el sueño de más de un pensador clásico, como Pitágoras, Empédocles o Platón— dejó de ser, para muchos, un problema meramente filosófico, transformándose en uno propicio a ser demostrado científicamente por el materialismo. Los experimentos espiritistas —origen de la actual pseudo-ciencia llamada parapsicología— alinearon sus energías en la búsqueda de pruebas positivas, que creyeron encontrar en las melodramáticas sesiones espíritas celebradas en salones y cortes de todo Europa. En ellas, las almas desencarnadas de los muertos se comunicaban con los vivos por medio de golpes, martilleos sobre una mesa y materializaciones ectoplasmáticas; queriendo con todo ello demostrar la supervivencia del Yo individual más allá de la muerte.

Esta moda —convertida en hobby para unos, y en profesión para otros— modificó la manera en que los fantasmas eran conceptualizados; aunque, básicamente, lo que cambió fue la forma en que los espectros se evidenciaban. Desde entonces —y hasta las décadas de 1930-1950— las Almas en Pena empezaron a ser visualizadas (sin que por ello las clásicas manifestaciones auditivas desaparecieran por completo). Castillos, abadías y hospitales, teatros, mansiones y por supuesto hoteles, empezaron a albergar figuras etéreas que vagaban como sonámbulos por los corredores, dejándose ver, e incluso tocar. El materialismo se imponía más allá de la frontera de la muerte, y la doctrina espírita no tardó en teorizar al respecto.

Allan Kardec (padre del espiritismo) y sus seguidores, sostuvieron que el ser humano estaba conformado por tres elementos: el alma, el cuerpo y el periespíritu, que unía a los dos primeros a manera de "mediador plástico" y que participaba de la naturaleza de ambos. Por lo tanto, merced a este periespíritu, las almas de los desaparecidos podían corporizarse y trasladarse de un plano a otro de la existencia, conservando una "semi-materialidad" fluida, de color, visible y palpable. Como puede observarse, el paradigma mecanicista —tan en boga por aquellos días— se aplicaba incluso en el Más Allá.

Los avances de la tecnología se pusieron a disposición de esta rejuvenecida "caza de espectros" y fue la fotografía —desarrollada a mediados del siglo pasado (XIX)— la que facilitó los medios para poder retratar a los fantasmas.

El daguerrotipo [1839] y posteriormente la máquina fotográfica [1851], produjeron un fuerte impacto en las sensibilidades colectivas de occidente. Con ambos inventos, la memoria y el recuerdo de los seres queridos pudieron trascender la muerte de una manera hasta entonces inédita; y la posibilidad de reconocer —mediante las fotografías— el aspecto físico de parientes y amigos muertos se alteró cualitativamente.

El tiempo quedaba atrapado en esas placas de acetato, y con ellas se robusteció aún más el individualismo. Ahora el pasado tenía un rostro identificable. Un rostro que denunciaba —en los vivos— el paso inexorable de los años, y guardaba —de los muertos— un retrato fiel, al que sólo los muy ricos habían accedido en el pasado (mediante la pintura-retrato y la escultura). Las lápidas de los cementerios se adornaron con fotos (las típicas de forma oval); los álbumes familiares se transformaron en espacios de la nostalgia, y el individuo triunfante conservó de sí mismo —y de los otros— una imagen clara, diáfana y palpable. Lo mismo sucedió con los fantasmas, que llevaron la relación con la muerte a un plano más concreto, donde se descubrían las muertes propias (el cambio de aspecto a través de los años) y las ajenas. Así se difundió un renovado culto a los muertos y a los cementerios.

Las fotografías de supuestas apariciones espectrales empezaron a acumularse, y a pesar de los fraudes evidentes, un gran número de investigadores —y, por supuesto, la gente común— mantuvieron y defendieron férreamente la validez de la prueba. Incluso escritores que habían trasladado el tema al campo exclusivo de la literatura, prologaban sus novelas y cuentos argumentando que los fenómenos descriptos existían sin lugar a dudas; reconociendo que la ciencia y la filosofía aún no los había esclarecido. Ejemplo de tal credulidad tardía fue Sir Buldwer Lytton (1803-1873), quien con su obra, La Casa de los Espíritus (1859), pretendió cerrar filas junto a los grupos espiritistas.

Provistos de fotografías, de testimonios denominados directos, y enmarcados por un ámbito cultural que daba espacio a la creencia en fantasmas, hombres y mujeres enrolados en diferentes grupos espiritualistas pusieron sus esfuerzos en tratar de llevar el tema hacia el campo de la ciencia, alejándolo del ámbito de la leyenda folklórica y la superstición. Médicos, matemáticos, físicos, escritores de renombre y políticos de la era victoriana, propagaron decenas de teorías a fin de explicar los casos denunciados de fantasmas. Muchos de ellos lucharon, también, por desacreditar la temática, denunciando y revelando notorios fraudes. Otros, mantuvieron una duda cautelosa, dejando sus mentes abiertas a fenómenos que empezaban a ser denominados como paranormales (más allá de la normalidad). Finalmente, un grupo no reducido se transformó en fervientes defensores de la realidad objetiva de los espíritus.

Nacido del materialismo y la industrialización, el fantasma decimonónico encarnó —paradójicamente— el descontento de un gran número de personas, respecto del rumbo que tomaba la sociedad por aquellos cambiantes días.

Adoptados por la poesía, la novelística y aún por la heterodoxa "ciencia informal", los relatos de aparecidos canalizaron la creciente necesidad de evasión a los problemas cotidianos (la explotación del hombre, el hambre, el desamparo, la soledad, el desempleo, et), que el romanticismo supo con habilidad dejar plasmados en la literatura y otras manifestaciones del arte. Los fantasmas disfrazaron tabúes burgueses, y reflejaron al mismo tiempo una intención moralizante, que devino en una muy particular pedagogía del miedo.

A quedar desligados del Diablo, los fantasmas empezaron a teatralizar una escena dulce, nostálgica —aunque no exenta de problemas— que encuentra sus raíces en una manera nueva de conceptuar el sentido de familia y de muerte.

Si tenemos que hacer referencia a una institución exitosa, con una fuerte dosis de autoritarismo y epicentro de valores morales tenidos por trascendentes, debemos hablar de la familia (núcleo esencial del amor responsable en el universo del burgués). Bastión y refugio de la intimidad, el "hogar dulce hogar" se convertiría no sólo en una potente catapulta para el individualismo, sino en el celoso guardián de los secretos familiares, siempre peligrosos de ventilar.

Organizada alrededor de un padre todopoderoso, los miembros de la familia —en especial las mujeres— tenían sus vidas afectivas hipotecadas por "el bien general del apellido". Todo estaba reglado, controlado, medido. Pocas cosas podían dejarse al azar. Los potentados debían casarse con potentados, caso contrario el patrimonio y el prestigio de la estirpe quedaban mancillados social y económicamente. Por lo tanto, ante el nunca deseado desliz amoroso de alguien del grupo, las apariencias debían resguardarse, levantando un grueso muro de silencio y secretos. También la presencia de un suicida, de un asesino o de un idiota en el árbol genealógico del apellido, era más que suficiente para que se tendiera sobre ellos un impermeable manto de olvido, resistente al chismorreo y el rumor. Como alguien escribió: "Si bien no toda familia es un asunto trágico, no cabe duda de que toda tragedia es un asunto familiar". Y gran parte de ello queda ejemplificado en las numerosas historias de fantasmas que tienen una base argumental enraizada en dramas privados de ese tipo. Pasiones encontradas, actos lujuriosos (escondidos o sublimados), ambiciones desmedidas (reales e imaginarias), son lo que los fantasmas denuncian en sus rondas nocturnas.

El "fantasma victoriano" se convierte así en una doble amenaza.

Por un lado, rompe con los límites racionales rígidos impuestos por las leyes positivas de la naturaleza; consiguiendo crear un estado emocional que es capaz de alcanzar el más sentido terror, por medio de extravagantes efectos de luz y escenas extrañas.

Por otro lado, tanto en la literatura como en la tradición oral, el fantasma decimonónico irrumpe fracturando el secreto burgués, violando lo íntimo —lo no dicho—, al hacer público los secretos inconfesables de una familia.

Un aliado fiel a todas las historias de fantasmas ha sido —y es— el rumor.

Masivo, difuso, susceptible de ser realimentado —dada la transmisión en cadena que lo caracteriza—, el rumor crea siempre una disposición muy especial para que surja la credulidad; ya que "conmueve y golpea en algún punto vulnerable al receptor, disminuyendo la capacidad de discriminación" y haciendo de lo imposible algo probable y verdadero.

Presente en situaciones de crisis —ya sean, sociales o familiares—, la tradición oral encuentra en el rumor un instrumento indispensable para la difusión y tergiversación de historias en la que descargar incertidumbres, envidias, celos e impotencia, producto de la angustia. La mayoría de las leyendas de fantasmas reflejan esta situación. Con ellas, los sentimientos indefinidos recién nombrados se concretizan en temores que pueden ser manipulados y, por lo tanto, capaces de ser exorcizados, enfrentados o publicados.

El fantasma que vaga eternamente en el universo material de sus antiguas posesiones, el que exige plegarias o atenciones espirituales a sus deudos, el que denuncia sus propios crímenes con lamentos y visiones espantosas, o el que manifiesta un dolor infinito por un amor prohibido o no correspondido, recrea las ambigüedades y dramas privados que la sociedad burguesa no pudo evitar que cayeran en el dominio del rumor. Por esta causa, los mencionados relatos de fantasmas fueron siempre bien aceptados por un público expectante de chismes e historias fantásticas.

También un sobrenatural lazo afectivo une al fantasma con sus seres queridos cuando éste les advierte sobre peligros inminentes o demanda de ellos un recuerdo más sincero y fuerte. Este temor al olvido —combatido en los cementerios por medio de la arquitectura y escultura funerarias— quedó plasmado en suntuosos panteones familiares, en los que –tras la muerte— todos volvían a reunirse.



LUGARES EMBRUJADOS



"Los arquitectos, constructores de fortalezas,

se han propuesto hacerlas formidables

y no encantadas"
.

Louis Vax
Arte y Literatura Fantástica,

Eudeba, Buenos Aires, 1963.



Todos los lugares poseen una doble dimensión. Una real, que es en la que se vive y se trabaja. La otra imaginaria, en la que se advierten las huellas de potencias infernales o celestes que testimonian la presencia de los antepasados, de sus espíritus y recuerdos; definiendo así un espacio propio, cargado de historia, afectos y emociones. Visto de esta forma, «un lugar es —en cierto modo— una invención». Esto es lo que llevó a que cosas que no han sido concebidas como fantásticas así lo parezcan; por ejemplo hoteles, faros, castillos, monasterios, abadías y mansiones.

La tradición oral y escrita informa acerca de miles de sitios con estas características; sitios que van desde los ya mencionados —y construidos por el hombre— hasta bosques, cruces de caminos, cuevas, lagunas, montañas e incluso árboles embrujados. De todos ellos, quizás sea el bosque el que mantenga —desde hace más tiempo— el aspecto numinoso que referimos. Reductos del miedo y del peligro, los lugares boscosos suponían la presencia de hadas, genios, brujas y espectros aterradores que amenazaban la integridad física y moral de los hombres. Muchos cuentos infantiles de origen medieval testimonian lo dicho.

El romanticismo decimonónico retomó la posta y supo explotar su gusto por la soledad, por lo vetusto y lo misterioso, poblando con fantasmas aquellos lugares que dieran con el tipo. Así, jardines abandonados o moradas desiertas se hallaron a disposición de los espíritus.

Enfrentándose a una arqueología materialista por definición, el imaginario romántico hizo de las ruinas sitios ideales donde poder elevarse y captar en concreto el evanescente paso del tiempo y la brevedad de la vida humana. Se resistió a ver sólo piedras —susceptibles de ser fechadas, medidas, catalogadas— y transformó mentalmente a esos históricos monumentos en potenciales escenarios para tramas misteriosas, protagonizadas por legiones fantasmales.

M
uertes prematuras o violentas suelen esconderse detrás de los relatos victorianos de fantasmas, en especial cuando esos decesos impiden —o dejan inconclusos— rituales de especial significación social, tales como el casamiento o el bautismo. En muchas localidades aún pueden escucharse historias de aparecidos en las que sus protagonistas son cónyuges muertos en el día del casamiento, o niños que atormentan a sus padres en reclamo de un sacramento que no alcanzaron a recibir. Idéntica suerte podían seguir los excomulgados, los suicidas o los que ahogaban en el mar. Toda una legión de infortunados a los que se les había negado un descanso bienaventurado, pasaron a los folklores locales siendo así aprovechados por el afán didáctico y moralizador de las instituciones religiosas.



 

 

 

 

UNA NUEVA VISIÓN



«¿Ha tenido usted alguna vez, cuando creía estar completamente despierto, la impresión intensa de ver a un ser viviente o un objeto inanimado, de sentir su contacto o escuchar alguna voz, sin que hasta donde pueda descubrir, esta impresión de debiera a ninguna causa física exterior?»





Esta pregunta, hecha en 1882, marca un punto de inflexión en el tratamiento que los fantasmas habían tenido hasta entonces.

Excluidos del ámbito científico por considerarlos productos de afiebradas fantasías histéricas, los espectros habían buscado un obligado exilio en la novelística, en la poesía y en el rumor local. El racionalismo los desechaba y todo aquel que los tomara en serio corría el riesgo de ser tachado de ignorante, oscurantista, y por lo tanto perder el prestigio entre sus colegas, vecinos y amigos.

El todopoderoso materialismo impregnaba las teorías que explicaban el funcionamiento del universo y en ellas las apariciones no tenían un espacio reconocido, puesto que atentaban contra las posturas mecanicistas tan en boga. Pero hacia la década de 1880 una poco convencional organización irrumpió en la escena: la Sociedad para la Investigación Psíquica de Londres (SIP); germen de futuras asociaciones del mismo tipo en Francia y EE.UU., y que derivarían en el estudio de la hoy llamada Parapsicología.

Típico producto de su tiempo, la SIP convocó en su seno a un heterogéneo grupo de personalidades, derivadas de distintos sectores de la intelectualidad británica —filósofos, físicos, médicos, escritores, etc.—; quienes mezclaron sus inquietudes y opiniones con las de reconocidos espiritistas de la época. De esta hibridación tan particular surgió un grupo de individuos que libraron un tensa batalla por oficializar la clase de fenómenos que empezaron a ser llamados preternaturales. Pero, básicamente, lo que hicieron fue replantear —con un nuevo lenguaje— el problema de la existencia de los fantasmas, enfrentándose al bastión ortodoxo del materialismo mecanicista.

Sus fundadores, William Barrett (1845-1926), Frederic Myers (1843-1901) y Edmund Gurney (1847-1888), buscaron desacreditar las historias fraudulentas, combatieron a los embaucadores —los médium— y trataron de darle a sus proyectos de investigación una metodología guiada por la prudencia en las apreciaciones, la honestidad intelectual e incluso el escepticismo.

La primer publicación sobre "Apariciones" hecha por la SIP fue editada en 1894 y conocida bajo el título de Censo de Alucinaciones. Esta encuesta, practicada en Inglaterra, recogió los testimonios de 17.000 personas a las que se interrogó respecto de sus experiencias "alucinatorias". Con esta denominación —alucinaciones— la Sociedad pretendió crear un espacio intelectual neutro donde incorporar hipótesis de muy variado tipo —aunque en el fondo, su móvil último fuera probar objetivamente la posibilidad de supervivencia del alma después d la muerte—.

Con la encuesta hecha —y tras eliminar sueños y efectos inducidos por la ingestión de drogas— la SIP conservó únicamente 1.700 casos (el 10%) que respondían a los fenómenos que se sugieren en la pregunta que encabeza este apartado. De ellos, sólo 32 casos (1,5%) quedaron sin interpretación racional, siendo suficientes para dejar entreabierta la puerta que permitía el acceso a un universo fantasmal real.

El campo de lo paranormal empezaba a construir un espacio propio, controvertido y con el tiempo, bastante popular en ciertos ambientes.

El discurso parapsicológico introdujo un nuevo concepto —heredado del racionalismo del siglo XVIII— a través del cual las categorías de análisis —vigentes hasta las décadas de 1920 y 1930— se vieron profundamente modificadas.

Ahora era la mente, con sus insospechados poderes, la que pasaba a ocupar el lugar que antes había tenido el alma, y los fantasmas se convirtieron en los productos derivados de ciertas aptitudes naturales en el hombre —tales como la telepatía, la precognición o la psicokinesia—.

El lenguaje tradicional —aquel derivado de lo religioso— fue desplazado por nuevas hipótesis, nacidas de un materialismo agnóstico que —si bien no negaba la existencia de los fantasmas— les dio a los espectros soluciones teóricas más acordes con el cientificismo que pretendía alcanzar. Fue una renovada moda especulativa que puso el acento ya no en entidades independientes del testigo —el fantasma tradicional— sino en el testigo mismo. Las materializaciones y visiones pasaron a ser "proyecciones de la mente" de un ser vivo sobre la conciencia de otro ser vivo. Una especie de "fax telepático" que descartaba la posibilidad de un regreso desde el Más Allá y dejaba abierta la problemática de la supervivencia a otra disciplinas. Quizás el título de la encuesta mencionada denote un aspecto más del proceso de secularización, tan difundido durante el siglo XIX.



Es imposible negar la importancia que tuvieron la ciencia y la razón a lo largo del XIX, y si bien la moda del ocultismo y lo desconocido adquirió enorme popularidad, no es menos cierto que se mantuvo anclada en las regiones cuantitativamente minoritarias de la cultura occidental. Pero desde allí contrastaron de tal manera que sus heterogéneas explicaciones sobre el funcionamiento de la naturaleza, no pudieron dejar de advertirse —y por lo tanto, pasaron a ser duramente cuestionadas y combatidas—.

Fueron en los sectores aristocráticos y de burgueses acomodados de la "derecha política" en donde estos gustos esotéricos se afianzaron con más fuerza. Este hecho motivó que los fantasmas —y demás manifestaciones paranormales— fueran rechazados por los grupos obreros que, recientemente, se habían incorporado al ámbito del conocimiento (la llamada "aristocracia obrera" de la que saldrían los primeros sindicalitas de fuste).

En primer lugar habría que referir el extraordinario avance que la educación popular experimentó desde mediados del siglo XIX y principios del XX. Miles de miembros de la clase obrera tuvieron acceso a verdades intelectuales que pusieron sobre el tapete certezas racionalistas, técnicas y teorías, que empezaban a ser puestas en dudas por ciertos sectores disconformes de la burguesía desencantada.

En segundo lugar, para el movimiento obrero alfabetizado la ciencia —enemiga de la superstición— se convirtió en una bandera de emancipación mental, y no titubearon en abrazar al socialismo científico propuesto por Carlos Marx, medularmente materialista. En contextos como este, los fantasmas no tenían un espacio reconocido y fueron muchos los que interpretaron la moda del espiritismo y sus derivados como un intento solapado de la burguesía decadente por reencausar a los trabajadores hacia la ignorancia y la credulidad.

Desde aquélla lejana época en que la SIP fue fundada, hasta la actualidad, ha corrido mucha agua bajo el puente. El complicado devenir de la historia del siglo XX llevó a la creencia en fantasmas por caminos que el presente ensayo —por cuestiones de espacio— no puede abarcar. Lo cierto es que el derrotero señalado por aquellos primeros parapsicólogos marcó una huella profunda, y el subterfugio de racionalizar con argumentos irracionales las aparentes manifestaciones espectrales, se mantiene muy vigente.

La fantasmogénesis contemporánea habla hoy de "disgregaciones moleculares", "ondas energéticas", "materializaciones psíquicas" o "mundos paralelos". Es otro lenguaje, pero que —como antaño— se ha difundido gracias a la literatura de divulgación, manteniendo al imaginario colectivo en los límites del pensamiento mágico.

Patrimonios intangibles de una cultura que oficialmente los niega, los fantasmas continúan entre nosotros, hermanados con la noche, los sitios abandonados y las reuniones en torno a un fogón. Mantienen viva la predilección por lo maravilloso y aprovechan los hendiduras que desatiende la crítica científica para transformar una leyenda en un hecho aparentemente histórico supuestamente real, pero que de cuya existencia objetiva nunca tendremos prueba porque a ellos los llevamos dentro.



LOS FANTASMAS DEL EDEN HOTEL



 

Como el edificio mismo, los fantasmas del Eden Hotel son glamorosos. Algunos, según indican los lugareños, hasta tienen títulos de nobleza, engalanando las historias paranormales de una región que —como el país entero— no los acepta desde la Asamblea del año1813.

En lo personal creo que historias como ésas son tradiciones inventadas adrede, con el único fin de estimular la adrenalina de los turistas que visitan el Eden durante las ya famosas guiadas nocturnas. No las siento sinceras, pero no juzgo los motivos crematísticos que llevan a que sean transmitidas por los encargados de las recorridas, que casi siempre —y eso es necesario aclararlo— las relatan con cierta sorna y sarcasmo.

Pero, ¿qué es lo que dicen esas historias fantasmales?



Con fecha incierta y sin documentación alguna que certifique la presencia de una princesa rusa en La Falda, la leyenda cuenta que una joven de sangre azul proveniente del país de los zares llegó hasta el famoso hotel serrano y, tras alojarse en él, terminó por enamorarse del cocinero que los administradores habían contratado. Naturalmente, la relación no fue aceptada por la familia de la niña, que interpuso cuantos recursos encontró para que no prosiguiera. La decisión fue inapelable y la endogamia social se impuso a los sinceros sentimientos de ambos jóvenes. La mujer, desesperada y sin imaginar su vida futura lejos del proletario cocinero cordobés, se subió a una de las torres del hotel y desde allí se dejó caer al vacío, quitándose la vida. A partir de entonces, su espectro es uno de los tantos que vaga sin consuelo por los arbolados parques del Eden, constituyéndose en una famosa Dama de Blanco.

Comúnmente, los rumores que circularon —y circulan— en torno de las apariciones poseen un denominador común ya tradicional: el dolor, la violencia y los actos vergonzantes —reprimidos y castigados por la sociedad— son los que sujetan, a modo de invisibles amarras, al espíritu a este mundo. No es de extrañar, pues, que las abadías, conventos e iglesias (en este caso hoteles) sean las que conserven historias de este tipo, tan cargadas de «pecados y actos perversos».

La figura fantasmal de la monja que camina sollozando solitaria, expiando la culpa de un amor carnal prohibido por Dios, es ya clásico en las tradiciones de occidente; o la del sacerdote que, tentando por las voluptuosidades de la señora local, debe pagar su pecado vagando por la nave principal de su capilla, "en las neblinosas noches de invierno".

Damas
de todos los colores —la "Dama de Azul", la "Dama de Gris", la "Dama de Blanco", etc.— ilustran el folklore de distintos rincones de Europa y América; y en casi todos los casos refieren historias de supuestos escándalos amorosos, seguidos de muerte.



¿Qué puede causar más horror que el espectro de un niño, menor de edad? El cine ha sabido explotar muy bien esta veta en las últimas décadas y, desde las fantasmagóricas mellicitas del film El Resplandor (basado en una novela de Stephen King), chicos venidos desde el Más Allá se han convertido en la causa de muchas pesadillas nocturnas.

Las historias del Eden han contribuido también a ello.

Dicen que en enero de 1899 una niña falleció en el hotel. Era la hija del médico del general Julio A. Roca. La causa de la muerte: tuberculosis. Pero para no alarmar a los huéspedes ni ensuciar el buen nombre del hotel con semejante y temible flagelo, se informó que había fallecido tras comer higos y leche fría. Una mera indigestión. Actualmente afirman que el fantasma de una niña ha sido observado por otros pequeños durante las guiadas. En varias ocasiones (y bajo la conducción de diferentes guías) los chicos más pequeños denuncian ver a una nena en el primer piso, que los invita a jugar. Naturalmente, desde hace décadas ninguna niña juega en el Eden.



En una de las casas, ubicada a la izquierda del anexo del hotel, la gente menciona que se oye llorar a un niño en las frías noches de invierno. Dicen que allí murió un bebé, desatendido por una madre más dispuesta al entretenimiento con hombres que a cuidar a su vástago. La tradición oral ha conservado esta historia y es repetida sin cesar, incluso por los propios empleados del hotel que la alimentan convirtiéndose en circunstanciales protagonistas. Las apariciones siempre piden, denuncian, exigen. Desenmascaran una intimidad hipócrita, egoísta y morbosa, que el grupo se cuida muy bien de resguardar. Este es quizás el motivo por el cual el concepto "fantasma" fuera incorporado en algunas escuelas de psicología nacidas a fines de principios del XX.



Llantos, pero también voces y murmullos suelen invadir los corredores del Eden Hotel.

Como si fuera una enorme caja de resonancia, que sólo de a ratos deja escapar sonidos del pasado, el señorial edificio conserva historias de ruidos extraños y lamentos perturbadores, bien arquetípicos del género.

En lo que hoy llamamos «el salón imperial» muchos afirman escuchar susurros en tono muy bajo, como si gente de otra época siguiera cuchicheando después de tantos años. Asimismo me relataron que hace unas tres temporadas, mientras el hotel era custodiado por unos policías durante la noche, se oían en el salón de fiestas voces y risas, como si se estuviera llevando a cabo una celebración (un "jodón", dijo en cordobés básico mi informante) bajo el influjo de una música de época. Al abrir la puerta, el salón estaba vacío. Desde esa noche ningún policía quiso permanecer dentro del edificio, prefiriendo pasar algo de frió en el interior de un auto, estacionado en la explanada de entrada.

Las historias de serenos ya son un clásico dentro de las leyendas de fantasmas.



En las primeras semanas del mes de julio de 2009, una equipo de filmación del Discovery Channel estuvo en el Eden Hotel. No iban en pos de su historia ideológica o de las conexiones con el nazismo que tuvieron sus antiguos propietarios, sino tras las huellas de espectros (tema frecuente en ciertos programas inclinados hacia el irracionalismo, tan propio de la New Age).

Según me dijeron en La Falda, los «gringos» regresaron al país del norte muy contentos. La misión había sido cumplida con éxito y tal como indica el proverbio «el que busca, encuentra», ellos aseguran haber grabado voces de ultratumba, tanto de tristeza como de alegría, en diferentes sectores del complejo.



Ya para terminar, no podían estar ausentes en este recorrido de ultratumba, los siempre espeluznantes pasos y puertas chirriantes del hotel que, sin causa aparente alguna, se oyen y no siempre de noche.

El encargado del bar, que actualmente tiene la concesión y explota comercialmente el predio, me dijo que era común oír —cuando el hotel está cerrado al público— cómo la puerta metálica (que conecta al bar con el hall de entrada) se abre estrepitosamente, escuchándose «bien clarito» el ruido de botas o zapatos sobre el piso de madera, sin que nadie (al menos visible) esté en el lugar. La misma persona me indicó que él había oído como sonaba un piano en la sala de fiestas. Obvio que no había un piano en esa sala.


"En distintas direcciones
se oyen rumores inciertos
son las almas de los muertos
que nos piden oraciones"
.

 

LOS FANTASMAS DEL GRAN HOTEL VIENA



 

Paradójicamente, es el Gran Viena, con su sobria arquitectura racionalista, el hotel abandonado que tiene el acervo más escalofriante de leyendas y rumores sobre fantasmas. Su sola estampa, perfilada sobre una laguna gigantesca que se tragó a todo un pueblo, con seguridad contribuyó a ello. Pocas veces encontramos una conjunción tan propicia de factores para que el imaginario colectivo, siempre efervescente y activo, despliegue y sublime la impotencia, los fracasos y temores de toda una colectividad.

Es que vivir a merced de los caprichos de un mar interior, que eleva y desciende su nivel de agua intermitentemente a lo largo de las décadas, coloca a la frustración y a la esperanza —las dos al mismo tiempo— en un escalón idéntico y la muerte, simbolizada por las inundaciones, encuentra su contraparte esperanzadora en la fuerza del renacimiento que los pobladores le han impuesto a sus actividades (reeditando una y otra vez la energía de los primeros pioneros, negándose a abandonar los espacios colonizados desde la década de 1890).

Del mismo modo que los precursores modernos que habitan Miramar, las almas en pena del Viena se resisten a dejar el hotel que alguna vez las cobijó.



Cierto escritor dijo que en cualquier historia de fantasmas lo más importante es el «escenario» en el que se desarrolla el drama. Coincido al ciento por ciento con esa aseveración y no dudo en señalar que el Viena posee un contexto más que propicio para que diversos espíritus nos seduzcan con sus historias de ultratumba.

Gris, descascarado y en ruinas, aislado, frío y señoreando los restos de una ciudad que ya no está, el Gran Viena puede, con orgullo, jactarse de tener la mejor «puesta en escena» de los cuatro hoteles que venimos estudiando en este libro.

No son sólo los turista que llegan a Miramar los que preguntan si el hotel está «embrujado» o si existen tramas fantasmales asociadas al edificio. Los mismos lugareños son los que se encargan de alimentar los argumentos de la actual leyenda urbana miramarense.

Cuando el sol se pone detrás de la laguna y el Viena queda en sombras a casi dos kilómetros del centro del pueblo, muy pocos son los que encaminan sus zapatos hacia el predio en el que se levanta el hotel. Claro que siempre hay algún irreverente pecador que, desde la costa, desafía con valentía el temor que la edificación provoca y, muchas veces sin quererlo, se convierte en el difusor de «historias raras» y «sucesos paranormales» aún más extraños.

Es bien sabida la fama de exagerados que tienen los pescadores. Nunca se contentan con un pez pequeño. Siempre son las piezas más grandes (las «extremadamente grandes») las que devuelven al agua o pierden, sin dejar pruebas fehacientes que confirmen el peso y magnitud de «la bestia». Por eso, es muy común que circulen historias fantásticas derivadas de estos «fanáticos de la caña».

Pescar de noche frente al Viena, recostados sobre los restos de antiguas paredes, implica quedar expuestos a misteriosas influencias y sonidos provenientes del hotel.

Cuando el viento se cuela por las ventanas rotas e inicia su ululante recorrido por los desiertos pasillos del edificio, casi siempre hay alguna puerta —en algún recóndito recoveco del hotel— que se cierra o se abre, golpeándose a veces rítmicamente y disparando la imaginación hacia cotas muchas veces imposible de alcanzar en las horas de sol.

Estamos, entonces, ante uno de los calderos predilectos en los que se cuecen las leyendas.



«El verano pasado —verano del 2009— subí al primer piso (del sector clase media) a cerrar las persianas, después de una recorrida con turistas, y cuando estaba haciéndolo, desde el interior de un placard ubicado a mi lado escuché claramente una voz que me hablaba al oído. No entendí lo que dijo, pero igual grité y bajé llorando. Me caían las lágrimas a lo loco. Tuve mucho miedo y ya no entro sola al hotel. ¿Al primer piso?, no subo nunca más



No hay film de terror, que transcurra en un tenebroso hotel, que no tenga una habitación embrujada, escenario pasado de alguna historia truculenta. Tampoco sus pasillos están ausentes de fantasmas de niños, ni de espectros femeninos que se dejan ver deambulando en la oscuridad.

El Gran Hotel Viena

no es la excepción a la regla. Los residentes que estuvieron viviendo en él durante los años ’80 —en carácter de cuidadores o a cargo de algún emprendimiento comercial poco exitoso— juraron haber oído pasos que subían por las escaleras, hasta dirigirse a la «habitación 106» del sector de clase media. El edificio, por supuesto, estaba completamente vacío.

En las últimas dos semanas del mes de junio de 2009, un equipo de cineastas norteamericanos desembarcaron en Miramar. Buscaban material para un documental de televisión y sorprendieron al pueblo por el organizado despliegue técnico que pusieron en marcha. El Primer Mundo descubría Miramar y los comentarios no dejaron de circular de boca en boca. La productora intentó imponer un férreo silencio en torno al trabajo, pero ya se sabe que "en pueblo chico, infierno grande". Cuando llegué a Miramar, poco más de siete días después, las historias circulaban por todos lados.

¿Qué venían a buscar los yanquis, desde tan lejos?

¿Criminales de guerra? ¿Testimonios que descubrieran algún nazi disfrazado de buen vecino? ¿Ustachas croatas sobrevivientes? ¿Imágenes para algún programa de ecología? ¿Flamencos?...

No. Nada de eso.

Venían por fantasmas.

Y parece que los «americanos» sí los encontraron (ya todos sabemos lo fotogénicos que son los espectros, desde principios del siglo XX).

El tema estaba en boca de todos. Por eso, sólo bastó con que anunciara que iría al Gran Viena por la noche para que los vecinos me empezaran a contar típicas historias sobrenaturales relacionadas con almas en pena.

Pero no había nada nuevo bajo el sol. Los guías turísticos del hotel han sido, desde siempre, los depositarios de la mayor parte de este interesantísimo patrimonio intangible del pueblo.



Una de las pocas taxistas que hay en Miramar me relató lo siguiente:



«En el Viena hay por lo menos dos fantasmas. El de un hombre y el de una mujer. Hasta hace poco sólo se "veía" a un hombre; pero de un tiempo a esta parte también se ve seguido a una mujer de aspecto muy triste. Dicen que en el hotel desapareció una llamada Anna o Hanna, en la década de los ’40, justo después del suicidio del señor Krüegger. Nunca se supo nada de ella. En cuanto al hombre— con bigote— no se lo observa como de carne y hueso, sino una mera y difusa figura. Fue visto muchas veces y ha salido en alguna fotos que toman los turistas. Hace una semana, durante la filmación, traje a una mujer y sus hijas al hotel. Ellas vivieron en él por un tiempo, tras la inundación. Abandonaron el edificio porque el fantasma las volvió locas. Dejaron de vivir allí por ese motivo. Cuando nos acercábamos en el auto al hotel se pusieron muy nerviosas y no querían aproximarse. Se arrepintieron de hablar con el canal yanqui. Les producía una enorme angustia volver al lugar de los hechos. Una de ellas contó que sentía cómo una presencia se sentaba en la cama junto a ella. Todos los miembros de la familia sintieron esa presencia fantasmal mientras residieron en el hotel.»



También mencionó que un turista, sacando fotos desde el patio central del hotel, captó a un hombre alto, de bigotes tupido, con traje color gris, asomado por la ventana de la «habitación 61» del sector principal. El propietario de la foto nunca la entregó (dijo haberla perdido), pero ciertos funcionarios de la secretaria de turismo —sostuvo— la habían tenido en sus manos.

Incluso me confesó que en la habitación 106 un familiar cercano creyó ver una figura sentada sobre la cama, mirando hacia la ventana. No supo si la figura era de hombre o mujer, aunque juró haberla visto nítidamente.

¿Sugestión o mero error?

Posiblemente haya algo de ambas cosas en el asunto, pero lo interesante es que muchos creen a pie juntillas en estas historias. Como esa del plomero que, mientras arreglaba partes averiadas del hotel ya en ruinas, salió despavorido, anunciando que "algo raro había" es ese sitio abandonado. O la de aquel turista que tras ingresar por su cuenta en la habitación 106, dejó el hotel, pálido de terror, tras haber visto a un hombre sentado al borde de la bañera mirándolo fijamente a los ojos y "ropa de otra época".

¿Acaso era el fantasma de su antiguo cuidador?

El egoísmo materialista del espectro que se niega a abandonar el plano mundano y carnal de la existencia —y que queda ligado a los objetos personales que lo individualizaron de los demás (casas, pianos, fincas, sillones, etc.)— es un claro síntoma de mentalidad burguesa. Una mentalidad que hizo de las cosas materiales un símbolo de status e identidad personal, que la muerte no podía ya disolver. El hecho de que se conserven relatos que hablan de espíritus vistiendo sus indumentarias de costumbre —corbatas, broches, sombreros, uniformes o tapados— es muy sintomático al respecto. ¿Acaso la ropa también tiene un alma que sobrevive a la muerte?



Existe un término que desde hace más de cuatrocientos años ha venido repitiéndose una y otra vez. Seguramente, Martín Lutero —que lo utilizó a principios del siglo XVI— no imaginó jamás el éxito que alcanzaría en las centurias posteriores, ni la controversias que todavía hoy suscita en algunos círculos. La palabra poltergeist, de origen alemán, hace referencia —etimológicamente hablando— a un "espíritu [geist] que produce ruido [polter]"; a una entidad traviesa que, progresivamente, fue perdiendo con las décadas su carácter demoníaco para ser actualmente interpretada como el producto de un "poder mental muy desarrollado", capaz de mover objetos a distancia y que recibe el nombre técnico de telekinesis.

Si bien no todos los testimonios escritos en el siglo XVII hacen referencia directa al término poltergeist —en especial los ingleses, ya que recién fue incorporado a ese idioma en la primera mitad del siglo XIX—, un porcentaje muy alto de «casos» testimonian sólo ruidos, olores y movimientos de objetos sin causa natural aparente alguna, relegando a un lejano segundo puesto el sentido de la vista. Así, pues, el poltergeist «se huele», «se escucha», «se siente», pero rara vez «se observa». La modernidad —arrastrando una vieja costumbre medieval— parece que se resiste por momentos a materializar sus fantasmas.

Y esto también dicen que ocurre en el Gran Hotel Viena.



Los sonidos de pasos en los pisos superiores del edificio, cuando los actuales encargados se encuentran en la planta baja, son ya un relato clásico.

«Muchas veces, cuando vengo sola al hotel a prepararlo para las guiadas —cuenta Patricia Zapata—, me parece sentir que alguien está caminando en el piso de arriba. He aprendido a convivir con eso. Pero aquellos que vivieron aquí en los ’80 me han contado que esos sonidos eran de lo más común y podían escucharse perfectamente los tacos de botas o zapatos, recorrer todo el largo pasillo del primer piso. En lo personal, hay veces que oigo cómo "alguien" avanza pisando y rompiendo suavemente las pequeñas piedritas que hay en el suelo. Y puedo asegurarles que no hay absolutamente nadie en todo el hotel

Y finaliza contando:

«Una de las guías de turismo que trabajaba conmigo, no sólo oyó, sino que dijo haber visto a una de las camas de las habitaciones moverse sola, interponiéndosele en su camino. Además, en ocasiones hay cosas que aparecen en lugares diferentes de donde habían sido puestos antes



¿Qué es lo que creo al respecto?

Ya sea por peligros reales o imaginarios, todos hemos tenido miedo alguna vez. Comúnmente desencadenado por la sorpresa, el miedo nace por la toma de conciencia ante un peligro que amenaza —de algún modo— nuestra conservación, Nos traslada a un mundo de inseguridades e incertidumbres que, en la mayoría de los casos, suelen traducirse en reacciones físicas, psíquicas y colectivas que buscan restaurar el equilibrio perdido. Lo insólito, la novedad y la crisis de normas, comportamientos y valores, producen esa duda generalizada que prolonga la desorientación y la inadaptación. Y puesto que es imposible mantener el equilibrio interno viviendo una angustia constante, surge la necesidad de transformar, fragmentar y objetivar esa incertidumbre en miedos concretos, encarnándolos en algo o en alguien; y brindar así una chance para enfrentarlos.

Nadie pone en duda que vivimos una época de acelerados cambios. La historia —dicen— parece estar debocada. Cosmovisiones seculares están mutando y nada encuentra una justificación sólida. En ciertos círculos, que se amplían a diario, el milagro, lo sobrenatural y lo fantástico vuelven a ser aceptados como hechos cotidianos, dando por tierra con la herencia racionalista del siglo XVIII.

Recuerdo en este instante un antigua maldición china que dice:

Ojalá te toque vivir una época interesante!"

Pocos dudaran hoy que, en ese sentido, somos "malditamente afortunados".



FANTASMAS RESIDUALES



Si estas líneas hubieran sido escritas durante las primeras y conflictivas décadas del siglo XIX, y si quien escribe fuera un recalcitrante unitario porteño —desconocedor de otra realidad que no fuera la de Buenos Aires— y mirara al resto de las provincias argentinas por encima del hombro sin disimular cierto sentimiento de superioridad, se podría llegar a decir que los cordobeses son más supersticiosos, crédulos e irracionales que «los ilustrados vecinos bonaerenses».

Para convalidar este prejuicio —cultural e ideológico— bastaría con comparar las historias sobrenaturales asociadas a los hoteles de una provincia con otra. La conclusión, basada en un mero cálculo cuantitativo e insuficiente, «demostraría» que el interior del país arrastra un mayor número de creencias supersticiosas y que el pensamiento mágico florece con más fuerza en «las ignorantes mentes mediterráneas» que en las de la Gran Aldea rioplatense.

Sólo con una frase, nuestro imaginario escritor —centralista y unitario— convalidaría su conclusión: «No hay fantasmas en los hoteles de Mar del Sur y Villa Ventana».

A excepción de un comentario hecho al pasar por Eduardo Gamba, actual propietario del Boulevard Atlántico HotelSólo algunos locos dicen que se veían luces extrañas cuando el hotel permanecía cerrado»), no tengo registros de rumores o leyendas que nos hablen de espectros y aparecidos en los dos hoteles levantados en provincia de Buenos Aires.

Estoy convencido que este bache de información se debe más al tiempo que invertí investigando en Córdoba que a ese supuesto y falso rasgo racional y realista del comentario unitario arriba escrito. Un posterior trabajo de investigación, que recopile testimonios orales en Mar del Sur y la zona serrana de La Ventana, seguramente nos sorprenderá por sus contenidos y riqueza imaginativa.

Las «racionales ciudades» también tienen sus fantasmas. Incluso, hoy en día, las megalópolis se resisten a olvidarlos. Siguen estando, deleitando las historias en noches de tormenta y recreando la fantasía de vivir aún en un mundo inacabado.

Los fantasmas reniegan de nuestra mirada desangelada y materialista de la realidad. Son casi una necesidad.

Mientras siga habiendo hoteles, hospitales, castillos, mansiones o abadías abandonadas, «Ellos» seguirán con nosotros. Sólo es cuestión de convocarlos.



PALABRAS FINALES



 

Las decadencias producen un extraño placer que sólo puedo asociar con la nostalgia que surge en sitios o situaciones que se han ido definitivamente. Un placer disimulado que excita la imaginación, la misma que tiende a completar los huecos de conocimiento y momentos olvidados con escenas, recuerdos y situaciones que, posiblemente, nunca existieron. Los antiguos hoteles de fines del siglo XIX y principios del XX son retazos materializados de historia que sólo sugieren una parte ínfima de la vida que allí, alguna vez, se desarrolló. Anuncian sólo esbozos de situaciones, vivencias y sentimientos que posiblemente jamás podremos reconstruir. De ahí su belleza. De ahí que resulte tan difícil impedir que la imaginación no se desboque cuando caminamos por sus ruinas abandonadas.

Hoteles, pero también, ciudades enteras, hospitales, iglesias, palacios, casas de veraneo, autocines, terminales de ómnibus y fábricas, representan —al abandonarse y deteriorarse— las muestras visibles de nuestros fracasos o intereses mezquinos. Son los símbolos perfectos de un mito que fue, pero que ya no es más: el del Progreso.

¿Cuántas esperanzas muertas hay en sus paredes? ¿Cuántas historias y sueños, llantos, lágrimas y carcajadas, permanecen olvidados detrás de esos muros derruidos? ¿Qué historias jamás serán contadas?

Lo imperecedero, que fracasa irremediablemente, queda plasmado en sus paredes descascaradas y a medio destruir. La precariedad del ser tiene forma, peso, ocupa un espacio: el de los lugares sin gente.

Ruinas posmodernas
.

Así denominan dos fotógrafos españoles a los edificios abandonados de la actualidad y nos enseñan que la decadencia también tiene su belleza: la de señalarnos la nuestra propia.

Los grandes hoteles de este ensayo se encuadran perfectamente dentro de esa categoría, enseñándonos cuan delgada es nuestra arrogante seguridad y lo inconstante que son las obras del hombre frente al imparable poder de la naturaleza y el tiempo.

Ante sus restos, es muy difícil evitar no pensar en promesas inconclusas, en utopías que no fueron, y en el inmenso poder de lo invisible, materializado en las bacterias, esporas y sales que lo destruyen todo con lentitud.

Observarlos con detenimiento, transitarlos, no sólo nos hace pensar en una época no tan lejana, sino que nos obligan a meditar en nuestra propia podredumbre, recuperando —como dice Cioran— "el precio infinito de cada instante".

No hay dudas de que uno sale más joven al contacto con la muerte.

Eso me pasa cada vez que recorro lugares como el Gran Hotel Viena de Miramar o el Eden Hotel de La Falda; ambos, una clara muestra de sabiduría, amargura y farsa. Un grosero muestrario de lo finito. Retazos de historia materializada que sólo nos sugieren una parte muy pequeña de los proyectos que allí se desarrollaron y que jamás podremos reconstruir por completo.

Karpe diem
.

¿Qué más sentir frente a un hotel abandonado? ¿Acaso no vamos todos en es misma dirección?

Abandono y olvido.

Es sólo cuestión de tiempo.

¿Pesimismo?

No. Todo lo contrario.

Es realidad pura y descarnada.

Los grandes hoteles abandonados de nuestro país renuevan mis votos como historiador y especialista en la agonía de las cosas.



 

 

Fernando Jorge Soto Roland

Buenos Aires,

Setiembre de 2009




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