Ensayo
INDIANA JONES Y
LA AVENTURA
Por
Fernando Jorge Soto Roland
Profesor en Historia
UNMdP-Argentina
A mis hijos
Introducción
No siempre somos concientes de la profunda carga ideológica que
tienen nuestros actos, ni de lo mucho que se esconde detrás de lecturas,
escritos y películas que, en primera instancia, gozan de una aséptica
inocencia. Por ello es conveniente contextualizar fidedignamente las cosas para
comprenderlas en profundidad. Sólo la Historia nos permitirá ver al desnudo los
procesos que interactúan para que se dé un determinado fenómeno social, en una
época también determinada. Únicamente una perspectiva temporal desenmascara las
intenciones no percibidas a simple vista, convirtiendo ciertos acontecimientos,
procesos y personajes, en objetos dignos de ser etiquetados como “interesantes”.
Y para los historiadores este calificativo es más que suficiente como para que
le dediquemos nuestro tiempo, al menos por un rato.
En este
breve ensayo procuraremos acercar un análisis pormenorizado de un personaje
ficticio de fama mundial, Indiana Jones; cuyas aventuras nos vienen
deleitando desde hace casi treinta años, pero que —en verdad— no es más que una
prolongación de otros aventureros de mayor data, que hunden sus raíces en el
siglo XIX.
Él es la
encarnación más reciente de la aventura en su estado puro; el responsable,
desde 1981, de la renovación del género, cuando George Lucas y Steven Spielberg
le dieron vida en Raiders of the Lost Ark (en castellano, Los
cazadores del Arca Perdida), convirtiéndolo en el arquetipo del nuevo héroe
e inspirador de toda una legión de imitadores (sin tanto éxito) que invadieron
las pantallas de los cines en las dos últimas décadas del siglo XX.
Con
Indiana Jones, el género de aventura se vio revitalizado; arrastrando todo un
bagaje de valores, ideas y gestos con los que, en primera instancia, solemos
coincidir ya que son parte constitutiva de nuestra propia experiencia histórica
como miembros de la civilización occidental.
Son
muchas las variables que se entrecruzan por encima del famoso sombrero fedora
de Indy: viajes, exploración, aventuras y misterio; misticismo, expansión e
imperialismo; arqueología, coleccionismo, historia y huaquerismo (robo de
tumbas); reliquias y exotismo. Todo un universo de temas que al
relacionarse nos revelan los cambios y continuidades que siguen anidando muy
dentro nuestro.
Si bien
es cierto que el entretenimiento y la evasión —tanto en literatura como en
cine— no persiguen ambiciosas conclusiones metafísicas, esto no significa que no
escondan relaciones que denoten posturas bien definidas ante el mundo y los
otros. Enfoques que sus creadores seguramente fueron concientes, como lo he
sido yo al escribir la cuatro novelas no-oficiales que tienen a Indy
Jones como principal protagonista[1].
Indiana Jones:
La Matriz Histórica
“La historia no es más que
una
perpetua crisis, una quiebra
de la ingenuidad”.
Cioran
Adiós
a la filosofía, 1994.
“Cuando uno no tiene miedo, es la
prueba que no tiene fantasía”.
Erich Kastner
El 29 de octubre de 1929, con
la estrepitosa caída de la bolsa de New York —conocida como el Crack de Wall
Street— se inició uno de los períodos más negros en la historia económica
de los Estados Unidos: la Gran depresión. Fue el primer y más importante colapso
del sistema financiero internacional y el comienzo de toda una década signada
por el desempleo y una estrepitosa caída del consumo. Nunca antes el
capitalismo había sufrido tanto, ni la prosperidad de los norteamericanos
—únicos acreedores del mundo tras la Primera Guerra Mundial— tan jaqueada por
las circunstancias. El período que va de 1929 a 1933 fue el más duro, pudiéndolo
prolongar hasta el año 1937, cuando el presidente Roosevelt puso en práctica la
segunda fase de su New Deal, atemperando en algo el impacto social
producido por la crisis.
Quiebras, suicidios, nomadismo
urbano y paro se entrecruzaron con el hambre y la decepción de no tener
perspectivas futuras ciertas. Los conflictos sociales se incrementaron y a la
amenaza de quedar fuera del sistema se le sumó otra de índole
político-ideológica: el miedo a la expansión del comunismo, triunfante en la
Unión Soviética desde 1917. Y dadas estas circunstancias, se dio lo que se
tenía que dar: un catastrófico “efecto dominó” que terminó arrastrando a todos
los países que dependían de las inversiones, compras y créditos
norteamericanos. En pocos meses, toda la economía del occidente capitalista se
vio afectada, especialmente en Europa (originando un criminal sistema
totalitario en Alemania) y América Latina (que desde entonces se sumió en un
alud de golpes de estados y dictaduras militares).
Fue sencillo caer. Lo dificultoso
fue salir del pozo. Y es en este contexto en el que el cine de aventuras
prosperó como nunca, alcanzando una vitalidad inusitada y comprensible, junto
con las películas de terror y las musicales.
No cabe duda de que en los años
treinta y principios de los cuarenta ese tipo de filmes adquirieron una
dimensión pocas veces vista con anterioridad; y no es extraño que ello hubiera
ocurrido: la necesidad de evasión y fuga de la traumática realidad social,
hicieron que millones de personas encontraran en los filmes de aventuras “un
tiempo y espacio sagrado” (el del cine) en los que era posible abstraerse
de los problemas cotidianos[2].
Alguien definió esa práctica de “opio óptico” y fue ése el caldo de
cultivo en el que se cocinaron toda una legión de personajes ficticios, estilo Indiana
Jones; la matriz histórica del héroe que nos convoca.
Aquel fue un momento axial en la
historia del cine. El sonido (una verdadera novedad en la temporada 1928-1929)
le dio a las películas una dimensión imposible de alcanzar en el cine mudo y la
percepción óptica se convirtió, en sí misma, en un suceso apasionante.
El contexto era ideal y así, en
medio del pantanal de la decepción, se empezaron a definir algunas de las
características que identificaron (e identifican) al género de aventura: la
exaltación de la moral del esfuerzo, la glorificación de la acción (principalmente
física) y el ennoblecimiento del riesgo como método de vencer todos los
obstáculos que se presentaban en el camino.
El cine de aventuras se convirtió
en el espacio ideal de los sueños (irrealizables), de la libertad
y de los horizontes infinitos que la realidad no les ofrecía a las
mayorías. Pero, al mismo tiempo, se exacerbó uno de los signos más
característicos de la crisis: el del individualismo; que es, sin duda,
una de las notas esenciales del aventurero[3].
Y así, estos viejos héroes del celuloide difundieron el modelo en el que
abrevaron G. Lucas y S. Spielberg para imaginar al aventurero más emblemático
de fines del siglo XX: Indiana Jones.
Después de todo, la década que lo
vio nacer (la de los ’80) contribuyó a su gestación[4].
Tras una Era de Catástrofes,
que se extiende desde 1914 a
1947, en la que dos guerras mundiales, la debacle económica, el totalitarismo y
las revoluciones, signaron la vida de al menos dos generaciones, sobrevino un
período de prosperidad, consumo y pleno empleo (encuadrado en lo que se
denominó Estado de Bienestar) que bien podríamos definir, siguiendo al
historiador inglés Eric Hobsbawm, una Edad Dorada[5].
Pero la siguiente etapa, que se inicia en 1973 (con el problema energético),
volvió a recrear el marco y las condiciones de crisis que vimos al principio;
especialmente durante la década ’80, conocida hoy como la “década perdida”.
Será entonces cuando, en 1981, el Dr. Henry “Indy” Jones se calzó el
sombrero permanentemente y, como el aventurero por antonomasia, encarnaría
(subliminalmente) los esfuerzos de todos en la lucha cotidiana por vencer las
peripecias diarias, a las que nos había arrastrado el modelo neoliberal[6].
Pero Indiana Jones trasunta otras
ideas y tiene raíces mucho más profundas que las crisis de los ‘30s y ‘80s. A
ellas nos dedicaremos en el apartado siguiente.
Indiana Jones:
Explorador y Aventurero
“Fuera del mapa
el explorador suele tomar
sus deseos por realidades, y la convicción
emerge con anterioridad a la experiencia”.
George
Orsoland, 1963.
“En la concepción clásica,
la exploración es
el inventario progresivo del planeta hecho
por la civilización
grecorromana
y más tarde por Europa”.
Hubert Deschamps,
Historia de las
Exploraciones, 1971.
En 1984,
cuando se estrenó la segunda película de la saga (Indiana Jones and the
Temple of the Doom), un famoso slogan publicitario empapeló las
carteleras de los cines del mundo:
“If adventure has a name it must be Indiana Jones”
(Si la aventura tiene nombre, debería ser Indiana
Jones).
Pocas veces hubo una síntesis tan
bien lograda a la hora de definir al personaje, identificándolo con esa
incursión a lo extraño que nos saca de la corriente habitual por la que
transitamos la vida. Aún así, los análisis más profundos respecto de qué es la
aventura, y de los aspectos que se ocultan detrás de ese concepto,
escasean. A eso nos abocaremos aquí viendo su relación con el “Viejo”
Indy.
Antes de los viajeros
estuvieron los exploradores; y antes del camino, el sendero.
En muchas formas, el
explorador es la contracara del viajero.
Quien explora evita —voluntaria o
involuntariamente— la seguridad determinada por los caminos, ya que es él quien
los inaugura; hollando terrenos no reconocidos, visitando tierras vírgenes o
atravesando zonas olvidadas por mucho tiempo. El explorador —un ser transido
por cierta dosis de locura— es un profesional del riesgo. De
hecho, lo busca lanzándose hacia lo desconocido, revelando “tierras
incógnitas”; perdiendo dos elemento claves más propios del viajero: la
seguridad (que se encuentra al seguir itinerarios conocidos) y la
certeza del regreso a casa (por más que lo desee intensamente).
Los exploradores abren rutas;
descubren, rompen con los rumbos normales en busca de la contingencia,
del peligro y de los “lances extraños”. Como “contrafigura del
viajero”[7],
conjuran la previsión y alientan con cada paso a la incertidumbre, al
accidente, al miedo. Es un personaje que disfruta de la soledad y del
aislamiento; anhelando tierras y mares nuevos (“nunca vistos”); impulsado por “el
deseo de respirar una llama nueva, recién encendida”[8].
Su objeto último parecería ser romper
con la rutina y con todo marco de referencia para crear los suyos
propios. Se alimenta —y alimenta a otros— con situaciones no corrientes,
mostrando la alteridad y latiendo lejos de las multitudes, se identifica con la
naturaleza; a la que admira, respeta y controla.
El explorador tiene algo de nómada;
y, como tal, encarna al aventurero por excelencia, abriendo su mirada y su
cuerpo a un futuro ambiguo, azaroso, en el que todo puede suceder[9].
Como aventurero, es el protagonista de vivencias inusitadas y un sibarita de
los tiempos intensos que genera la propia inseguridad. El temor y el deseo —en
una extraña pulsión de muerte— se combinan generando una atracción difícil de
explicar y en la que se unen, por una parte, la voluntad por superar la
incertidumbre y los problemas; y por la otra, la comprobación empírica de su
propia suerte, de su buena fortuna.
El explorador-aventurero tiene
mucho de egocéntrico y personifica como nadie ese optimismo del que habla E.M.
Cioran cuando escribe:
“Si uno no creyese en su
buena estrella, no se podría efectuar el menor acto sin esfuerzo: beber un vaso
de agua parecería una empresa gigantesca e incluso insensata”[10].
La muerte es su eterna compañera.
Lo sigue de cerca, le pisa los talones. Lo conecta con ese espíritu romántico
—no desaparecido del todo— que establece que “sólo hay aventura cuando
existe una dosis posible de muerte”[11].
Ser viajero y explorador
pueden resultar roles alternativos y no necesariamente excluyentes. Es posible
emprender un itinerario como viajero y terminarlo como explorador.
Cuando el “mapa se agota” y
el “camino” se transforma en sendero, hay que abrirse paso a fuerza de
machete —o tantear la ruta menos peligrosa—. Es ahí cuando se produce la sutil
metamorfosis. E Indiana Jones nos tiene acostumbrado a ello (tanto en sus
filmes como en sus libros).
Hace poco más de cien años ese
cambio de roles era mucho más frecuente que hoy en día; especialmente en
ciertas regiones del planeta —selvas, desiertos, montañas— que permanecían
inexploradas para el hombre occidental. Por entonces, el mundo era todavía algo
inacabado, con bolsones de tierras vírgenes e islas a las que se
proyectaban sueños, ambiciones e imaginarios proyectos de descubrimiento o
grandeza personal y nacional. Claro que detrás de una visión como esa se
escondía —y esconde— un pesado etnocentrismo de origen europeo que —en
ocasiones no escasas— veía al mundo como una espacio vacío; por
más que la realidad histórica demostrara que no lo era.
Por esa razón, la etiqueta de “explorador”,
que muchos famosos y audaces europeos se dieron a sí mismos, no revelaba más
que un explícito sentimiento de superioridad imperialista; detectable no sólo
entre los primeros conquistadores del siglo XVI, sino también entre los
trotamundos y científicos de los siglos XVIII y XIX.
Indy
es parte también de este grupo.
No cabe duda que exploradores y
aventureros tienen una estrecha relación con la expansión capitalista, propia
del imperialismo. Y por más que sea la poética ruptura de la monotonía
cotidiana lo que nos revelan muchas de las líneas escritas por ellos, nunca
hubo inocencia en sus periplos por el mundo. Incluso en la literatura de
divulgación —en la novela—, la aventura fue controlada por la potencia
dominante de turno. En primera instancia por Inglaterra; hoy por los Estados
Unidos, que por tradición y poderío económico puede darse el lujo de tener el
planeta por escenario.
Es sintomático que la
aventura, como género literario, no haya prosperado en América Latina.
No es errado, por tanto, concluir con Germán Cáceres que “lo que glorifica a
un explorador es que antecede siempre a una intervención militar” [12].
Rudyard Kipling, Rider Haggard,
Conan Doyle, son excelentes ejemplos entre los muchos escritores que exaltaron
la existencia de lugares vírgenes dispuestos a recibir exploradores intrépidos
y, posteriormente, interesados viajeros.
La aventura ha estado fuertemente
conectada con actitudes de poder internacional y su mirada europea partió de un
imaginario que convertía al resto del mundo en algo deshabitado.
“Entre más nebuloso y vago
es el territorio por conquistar y conocer, más es el interés popular que
impulsa la aventura. La imaginación se convierte en fuerza que mueve a los
gobiernos; la religión se hace misionera. Los diferentes sectores se enfrentan
luchando por dominar lo desconocido y la ciencia se hace instrumento de la
ambición política” [13].
La aventura reclama exploradores,
no viajeros; y fue instituida por el imperialismo y el capitalismo para
justificar las excursiones fuera de sus confines.
Como dijimos antes, no hay
muchos trabajos de investigación sobre “la aventura”. Considerada un
género menor en literatura (“libros de kioscos”), arrastra en
Historia un prejuicio muy parecido, al punto de considerársela una variable de
análisis insuficientemente digna. Explicar un proceso expansivo, como el de
Occidente, partiendo de ella no es del todo serio; pero tampoco lo es
desecharla de antemano, o agregarla a pie de página como si fuera una mera nota
de color.
El espíritu de aventura ha
intervenido en los acontecimientos de un modo mucho más persistente del que
generalmente creemos y puede ser visto como el síntoma de una época o la
manifestación particular de una determinada escala de valores.
Por ese motivo, los trabajos de
Georg Simmel[14]
(1858-1918), Vladimir Jankélévitch[15] (1903-1963), Gustavo Bueno y Mijail Malishew
representan importantes hitos al momento de encarar un análisis fenomenológico
de la aventura; e indirectamente de Indiana Jones.
Como práctica, actitud o
sentimiento, siempre presente en el hombre, la aventura —y todo lo que ella
implica— es una de las tantas notas que nos separan del resto de los animales y
que nos acerca a un mundo interior plagado de sueños, emociones, libertad e
individualismo que sólo es posible detectar en nuestra especie.
Según algunos, la aventura suele
presentarse en determinados y muy precisos momentos de la vida. Durante la
infancia y la juventud es convocada a menudo; para adormecerse y desaparecer
durante la adultez, que es cuando la responsabilidad (lo serio) se
impone e impone reglas al espíritu aventurero, desnaturalizándolo y
confinándolo al terreno de la inmadurez y la audacia[16].
En ese momento, la palabra aventurero pasa de ser sujeto a ser adjetivo,
cargándose de aspectos negativos y representando a personas calificadas como “insanas”,
“inmaduras”, “bohemias”, “ingenuas”, “amorales” o,
directamente, “despreciables radicales, alteradores del orden”[17].
Temerario, irresponsable, el
aventurero sería —desde un ángulo desencantado y poco romántico— aquel que
desconoce por completo las consecuencias de sus actos, apartándose de las
regularidades que brinda la cotidianeidad.
Aún así, la aventura sigue siendo
atractiva y legitimando la vida de muchos. De otro modo no se entendería porqué
miles de personas pagan actualmente fortunas por vivir experiencias “extremas”
en ríos y montañas virtuales de Disneylandia o adscribiéndose a paquetes
turísticos que prometen una dosis domesticada y edulcorada de adrenalina en
sierras, ríos y mares (una especie de falsos Indianas Jones).
Pero no éste el tipo de aventuras
—desabridas, artificiales y sin peligros— a las que nos estamos refiriendo.
Lejos de las pantallas del cine y la televisión —en las que la mayoría disfruta
de riesgos perfectamente controlados o ausente— está la aventura real; aquella
que se practica “sin red” y que,
a simple vista, pareciera ser patrimonio de una época ya ida. Un tiempo en el
que había mucho por hacer.
Hoy, en un mundo aparentemente
explorado y explicado, es mucho más sencillo convocar al exotismo y al peligro
—en parte falso— con una cámara digital, editando emociones que pocas
veces se viven espontáneamente y desechando el aporte científico que la aventura
tenía en un pasado no muy remoto.
“Las regiones
desconocidas de la Tierra; los paisajes aún no pisados; las nuevas
posibilidades de ser; los nuevos prodigios de la naturaleza” —decía el famoso explorador Ladislaus Almásy en 1934—, son vistos ahora con cierta
nostalgia. Mientras se cierra cada vez más el cerco en torno a las regiones
desconocidas (...), mientras las posibilidades de explorar nuevos parajes se
reducen progresivamente, parece como si la reputación del trabajo científico
palideciera frente a la actitud moderna de nuestro tiempo. Ya no cuenta el
resultado alcanzado, sino el récord; la meta no es ya el conocimiento, sino lo
sensacional. Los exploradores del Polo, los escaladores de las más altas cimas,
los conquistadores de los más profundos océanos, los descubridores de las
selvas y los desiertos luchan entre sí, compitiendo y superándose ¡para ser los
primeros!. Los antiguos, los verdaderos pioneros, se apartaron con razón de
aquellos que sólo ven el éxito en la precedencia y sólo buscan la satisfacción
en lo sensacional”[18].
Claro que también la vida puede ser
vista como una apasionante aventura.
Ella contiene todos los elementos
analizados antes, pero lo olvidamos. La rutina y el miedo —negación— a la
muerte nos “sacan de foco”, componiendo una pseudo-seguridad sobre la que desplegamos nuestros proyectos
individuales (incluso los más nimios, como sería ir a la plaza dentro de una
hora) olvidando que a cada paso —como en los senderos— el peligro a perderlo
todo está presente. De hecho todos estamos potencialmente muertos.
Negada, criticada, deseada, temida,
añorada o buscada, la aventura siempre se manifiesta de diferente modo y según
el contexto histórico o el espíritu de quienes la viven.
Gustavo Bueno es quien —en nuestra
opinión— mejor la ha desmenuzado, logrando crear un criterio de clasificación,
que es el que deseamos ampliar a continuación.
Por tierra, mar y aire, la
aventura es posible; hallándose ciertas normas —muy utilizadas en el cine[19]—
que nos permiten enmarcar al “acto aventurero”.
En primer término está el lugar
de la acción. Éste debe tener siempre —y desde una perspectiva, en nuestro
caso europeo occidental— elementos insólitos, pintorescos y, por supuesto,
peligrosos. Decenas de exploradores al momento de escribir sus experiencias
recurrieron a estos tópicos para captar la atención y admiración de sus
lectores y patrocinadores. Y, cuando lo insólito, lo pintoresco y riesgoso no
existían, llegaron a inventarlos o a tergiversar la realidad y el curso de las
peripecias vividas[20].
Todo esto es perfectamente detectable en las aventuras de Indy Jones
El segundo elemento importante es el
motivo por el que se está en ese sitio. Generalmente, siempre se busca algo
o a alguien; y es en esa búsqueda en donde se patentizan los valores y sentimientos
“elevados” del protagonista-aventurero-explorador; convertido en héroe e
insigne representante de su propia cultura.
En tercer término, en toda aventura
lo que cuentan son los actos, devenidos en hazañas físicas y/o
intelectuales.
Partiendo de este contexto, podemos
distinguir, con a G. Bueno, dos tipos de aventuras (y de aventureros): las de
itinerario y las de suceso.
La aventura de itinerario
es una “aventura sin viaje”. Un trasladarse por zonas desconocidas; un
andar por senderos vírgenes descubriendo aquello que nadie antes ha visto. En
este tipo de aventuras el protagonista es el explorador por antonomasia; el que
recurre a itinerarios insólitos y carga en su mochila la incertidumbre de lo
desconocido y el aciago sentimiento que nace de lo imprevisto. El “aventurero
de itinerario” rompe voluntariamente con lo cotidiano y sabe encontrar el
sabor que poseen las incomodidades y los problemas, enfrentando al eventual
drama con las venas henchidas de adrenalina, renegando de la seguridad. Para él
no hay guías impresas, ni caminos y, si surgieran, los evitará, indagando
senderos nuevos; explorando aquello que falta por recorrer. Porque explorar es
lanzarse a la empresa de conocer lugares ignorados y supone desplegar un
“arsenal” de medios materiales, intenciones y perseverancia de los que un
viajero puede prescindir.
La aventura de itinerario
nos muestra a un hombre curioso por lo ignoto, dispuesto a cambiar —o hacer
cambiar— el modo de ver el mundo. Es búsqueda, pero también es evasión. Es
curiosidad y ansias de dominio; porque el explorador se ve a sí mismo como un
domesticador de regiones[21].
Sus cualidades —auto-exaltadas— son, según Hubert Deschamps,
“la robustez
física, la incansable curiosidad, el ingenio para resolver situaciones siempre
cambiantes, el sentido común, la seriedad, el don de gentes, la autoridad (...)
y sobre todo, una extraordinaria paciencia”[22].
Al no seguir caminos, el aventurero
de itinerario se sale de la geografía cartografiada. Suele tomar sus deseos
por realidades y la convicción emerge con anterioridad a la experiencia; de ahí
que el invento y la mentira no dejen de estar ausentes en sus escritos. Por
otro lado, no figurar en los mapas es sinónimo de caos y desorden. Salirse de
ellos implica ingresar en lugares en los que todos los paradigmas corren el
riesgo de ser superados o relativizados. Y si el escenario es caótico, los
seres que lo habitan suelen también representar lo mismo.
Las aventuras y los monstruos hacen
una buena dupla.
Alejamiento e inaccesibilidad; alteridad
y distancia. Todo se combina para generar esa curiosidad motora que lleva
siempre a buscar aquello que se recorta difuso detrás de las fronteras y
alimenta el impulso por el descubrimiento, que no es otra cosa que un acto de
creación; un poner orden sobre un caos previo. Nace así —en la aventura de
itinerario— la necesidad de resenmatizar el mundo; de volver a bautizarlo,
mostrando el inmenso poder de las palabras sobre las cosas.
Cada incursión en “lo
desconocido” se convierte en un potencial trampolín a la fama (o a la
tumba). Cada “entrada” en un territorio inexplorado alimenta el latente
deseo de trascender, de quedar inmortalizado en el registro científico de algún
museo o descubrir el propio apellido en una cadena montañosa.
Aun si el explorador tiene la
desgracia de desaparecer, de perderse en ese mundo sin caminos, de sus
penalidades y sufrimientos se tejerán rumores y leyendas que terminaran
convirtiéndolo en un héroe/martir; impulsando a otros a seguir sus
pasos. De ese modo, aquel que buscaba lo exótico, al desaparecer, se vuelve, él
mismo, en objeto exótico de otros. Extraño incentivo de la curiosidad que nace
del dolor.
Aventuras y
aventureros de suceso. Dentro de esta categoría
están los típicos “viajes con aventuras”; es decir, las experiencias que
atesoran sólo aquellos que siguen caminos y no recurren a itinerarios
insólitos, adscribiendo sus huellas a territorios previamente recorridos. En
estos casos, ya no hablamos de exploradores, sino de viajeros que se nutren de
ciertas contingencias y amenazas que se les cruzan por la ruta y dramatizan la
experiencia del viaje.
Por definición tranquilo y con
escasos sorpresas, el viaje necesita de ciertos condimentos para volverse
exótico; y no fueron pocos los viajeros que aderezaron los suyos con
exageraciones y/u omisiones para difundir sucesos extraordinarios a lo largo de
las rutas. Sería como forzar la aparición de la aventura, convocándola y
controlándola al mismo tiempo; teniendo al camino como”salvavidas”
protector y operando como red de seguridad. Este es un beneficio del que
el explorador careció la mayor parte de las veces.
“Un viaje antes de empezar
es una potencialidad infinita, pues todo puede pasar dentro de él. Cuando pongo
las llaves en la cerradura, porque estoy volviendo, acepto que no han pasado
tantas cosas y que tendré que romperme la cabeza para contarlo de forma tal que
parezca que sí. Es el momento de la aceptación de que todas esas ilusiones son
piadosos engaños con las que uno se sigue manteniendo mas o menos vivo”.
(
Martín Caparrós, escritor y periodista argentino.)
Indiana Jones:
el Nómade
“Cuando no es el hambre, es el aburrimiento
o la desesperanza lo que nos mata.”
Michel Maffesoli
El Nomadismo. Vagabundeos iniciáticos
“(...)
Matando en sí mismo el vagabundo,
es como el hombre ha refinado su esclavitud
y se ha enfeudado a los fantasmas”.
E.M.
Cioran
Adiós a la filosofía, 1994.
Una de las características esenciales de Indiana Jones ha sido, desde
el primer filme, su vida nómade. Siempre fuera de casa, el audaz aventurero
practica una existencia errante, siendo su profesión de arqueólogo de campo
la responsable de sus vagabundeos[23].
Si
consideramos la serie de televisión (Las crónicas del Joven Indiana Jones),
podemos observar que arrastra la costumbre desde muy niño; ya que es conducido
por su padre a lo largo del mundo en una gira de conferencias que lo habilitan
a vivir decenas de aventuras en escenarios de lo más exóticos. Por otro lado,
todo parece indicar que sus idas y venidas no lo incomodan en lo más mínimo.
Todo lo contrario: son parte constitutivas de su personalidad.
Como
dijo Durkheim (claro que no refiriéndose a nuestro personaje), Indy tiene “sed
por lo infinito”. Eso se advierte claramente en una escena de La
Última Cruzada (1989) cuando. tras regresar de Portugal. toma asiento
en su “oficina” de la universidad; un sucucho reducido atiborrado
de piezas arqueológicas, desordenado y nada atractivo en la trastienda del
edificio. Allí, sitiado por alumnos que le exigen la corrección atrasada de sus
monografías, Indiana se siente fuera de lugar. Tan claustrofóbico que huye por
una ventana, sumergiéndose otra vez en la aventura.
Como
todo nómade —amante de la vida errante— escapa de lo burocrático, de la
languidez y ablandamiento del claustro universitario, de su mullido sillón, de
la comodidad que le brinda la civilización. Se mantiene en una permanente huída
de todo aquello que esté alineado, codificado, estatuido, identificado. Es un
ser no domesticado que escapa del confinamiento en el que son capturados la
mayoría de los mortales sedentarizados.
Por eso
Indiana Jones atrae tanto y hace que millones de personas se identifiquen con
él.
Como
nómade, Indy escapa del dominio de las instituciones (Estado, Universidad,
Museo), física e intelectualmente. Es un tipo con la “mente abierta”,
dispuesto a aceptar lo inaceptable (por algo, en la primer película se lo
califica como “especialista en ciencias ocultas”). Y eso lo convierte en
un profesional que se aleja del encierro de la ortodoxia, incluso de la
racionalidad. He aquí su veta romántica.
Con su
movilidad permanente escapa de la vigilancia oficial —que siempre tiende a ser
panóptica— de las teorías dominantes y puede lanzarse a buscar Arcas mágicas
con poderes divinos, piedras sagradas que brillan con luz propia o un Santo
Grial que da la vida eterna.
Es un
heterodoxo, casi un hereje. Por eso muchos lo miran con desconfianza. Como
escribe Michel Maffesoli:
“La vida errante
es la expresión de una relación diferente con los otros y con el mundo; menos
ofensiva, más suave, algo lúdica y, claro, trágica, pues se apoya en la
intuición de lo efímero de las cosas, de los seres y de sus relaciones”[24].
Indiana
Jones nos recuerda la aventura original del nomadismo que hemos perdido. Es
como esa ráfaga de aire que circula sin freno renovándonos constantemente,
oxigenando una existencia que tiende a anquilosarse por su inmovilidad.
Nos
produce nostalgia, envidia.
Es el
más claro exponente de los preceptos de Heráclito: “Todo fluye”.
Pero
también hay en él una necesidad de ligar y desligarse que llama la atención;
algo de esquizofrenia, quizá. Un ir y venir a mundos distintos. Dos
personalidades en una, como en los superhéroes de las historietas. Por un lado,
el profesor universitario de saco y corbata, anteojos, tiza en
mano y argumentos racionales a la hora de explicar un tema arqueológico. Por el
otro, el aventurero trotamundos de sombrero fedora, látigo,
campera de cuero y revolver en la cartuchera, persiguiendo reliquias poderosas
cuya existencia él mismo negaba en sus clases.
Cada uno
de esos roles cobra sentido a partir del otro.
Indiana Jones:
de Arqueólogo a Huaquero
“Sólo los actos deciden
sobre lo que se ha querido”.
Jean-Paul
Sartre
“Sólo es
subversivo el espíritu que pone
en tela de juicio la obligación de existir;
todos los otros, empezando por los
anarquistas,
pactan con el orden establecido”.
E. M. Cioran
Partiendo de la base ficticia del personaje y de las intenciones que
sus autores tuvieron cuando lo crearon (entretener y no
transmitir visualmente un compendio de arqueología aplicada), nos detendremos
ahora en uno de los aspectos más controvertidos del Doctor Jones: el modo en
que practica su profesión.
Si nos atenemos a las películas y a
la literatura de aventura que lo tienen de protagonista, lo cierto es que nos
llevaríamos una idea muy equivocada de lo que es la arqueología como disciplina
científica, puesto que Indy más parece un saqueador o ladrón de tumbas y sitios
arqueológicos, que un profesional de la ciencia a la que dice pertenecer[25].
En términos específicos sería un “huaquero”;
edulcorado, eso sí, a través de una visión romántica muy combatida y criticada
por los arqueólogos reales. Como huaquero, Indiana Jones entra a ser
parte de un submundo que, últimamente, ha sido profusamente estudiado a causa
del terrible daño que produce a la hora de reconstruir el pasado humano.
Se dice que el saqueo de tumbas es
la segunda profesión más antigua de la historia, después de la prostitución; y
que comparten tres instrumentos de disuasión: las leyes, la moral y los
peligros físicos. Tanto en una como en otra, los castigos judiciales, la culpa
y los riesgos de salir herido físicamente son un hecho. Aún así, los ladrones
de tumbas y las prostitutas han
conseguido vencer las trabas temporales, adaptándose a cada época y
autojustificándose con argumentos que, ciertas veces, pueden sonar lógicos.
El saqueo del pasado es una realidad que se ha dado, y se sigue dando,
a nivel mundial[26].
Países como Grecia, Turquía,
Italia, Guatemala, India, México o Perú (por citar sólo algunos) han sufrido
una permanente exportación ilegal de obras de arte y objetos arqueológicos; la
mayoría de los cuales han terminado en las respetuosas
vitrinas de los museos más importantes de Europa Occidental o Estados Unidos[27].
Además, unos pocos miles de grandes
coleccionistas privados, anticuarios y millonarios excéntricos, vienen
incentivando (directa e indirectamente) excavaciones ilegales en desiertos,
montañas y templos abandonados de todas las latitudes del planeta. Son la
cúspide de un mercado negro y de una subcultura fascinante y peligrosa.
El comercio ilegal de arte antiguo
se ha convertido en una especialidad
en constante crecimiento, desde hace unos sesenta años. Floreciente y
lucrativo, el mercadeo de tiestos, cerámicas, bronces y esculturas talladas en
piedra, posee una atracción tal que es explicable no sólo por la belleza
intrínseca de las piezas que se trafican, sino por una serie de factores que
las han hecho tremendamente codiciadas.
Uno de esos factores es el exotismo que suelen simbolizar.
Una pieza de cerámica mochica,
chancay o nazca[28], es
muchas veces sinónimo de "lo misterioso", de "cultura perdida" o, incluso, de
algo hoy muy de moda: "lo étnico".
Por otra parte, la exploración de nuevos sitios, hasta hace muy poco tiempo
inaccesibles y desconocidos, ha generado una nueva, barata y amplia oferta de
objetos, a los que se puede tener acceso sin desembolsar grandes fortunas[29].
Por último, sin por ello ser menos importante, el creciente aumento de
inversores en el campo del arte ha alimentado el contrabando del que hablamos.
Según señala Karl Meyer[30],
los tiestos precolombinos suelen ser obras disponibles a coleccionistas de dos
niveles: por un lado, existe un mercado
popular de piezas de bajo precio; y por el otro, un mercado de alto nivel, dispuesto a pagar decenas de miles de
dólares por objetos de alta calidad. Es esta democratización de acceso al arte americano (por señalar un ejemplo)
lo que acelera y agiganta la salida de las piezas del país originario. Hoy se
acepta que la mayor parte de los objetos de arte prehispánico, que se exhiben
en el mundo, son producto del comercio ilegal.
En síntesis, hay suculentas
ganancias en el negocio de las antigüedades, lo que origina una larga cadena de
relaciones y contactos, ascendentes y descendentes, que van desde el comprador
más prestigioso (incluidos los museos), pasando por el traficante ( el
intermediario) y llegando, finalmente, al ladrón de tumbas propiamente dicho.
La puesta en funcionamiento de este mecanismo ilegal, plagado de latrocinio y
soborno, contrabando e hipocresía, conocimiento y "buen gusto", configura una red inmensa que no respeta
fronteras, clases sociales, legislaciones o controles aduaneros.
Malmirados por los arqueólogos,
débilmente denunciados por coleccionistas y curadores, o ineficientemente
perseguidos por la policía, los ladrones de tumbas son plaga, a lo largo y
ancho del planeta. En el Perú y Bolivia se los conoce como huaqueros [31] y sus actividades se desarrollan en
todos los pisos ecológicos del área andina. No hay desierto, montaña o selva
que no hayan sido visitados por estos conspicuos miembros de la red arriba nombrada; y constituyen el
último escalón de un trafico de vasijas y piezas únicas, que ellos mismos
extraen de la tierra.
Tienen distintas denominaciones en
diferentes partes del mundo.
En Grecia son los tymborychoi;
en Italia, los tombaroli; en la India, se los llama "idol-runners"; y en
Guatemala y México, son los esteleros. Pero, no importa el
nombre que les dé, todos ellos se dedican a lo mismo: saquean antiguas tumbas
en búsqueda de ajuares funerarios, para luego venderlos, a muy bajo precio, a
los ansiosos traficantes internacionales.
Por lo general, los huaqueros
desconocen el valor que tienen las piezas que encuentran (no es éste el caso
de Indiana Jones que cumple la función de huaquero, traficante y coleccionista
al mismo tiempo). Por sólo unos pocos pesos se desprenden de ellas, ignorando
los suculentos negocios que, más arriba en la escala, se realizan con las
mismas. En el Perú, por ejemplo, la tarea suele ser una empresa familiar, y a pesar de que existen huaqueros de tiempo
completo, la mayoría busca enterramientos de un modo no sistemático, ni
permanente. Las tareas agrícolas, que generalmente desempeñan, ayudan a que, de
tanto en tanto (aunque esto es mucho más común de lo que se cree), un viejo
tesoro precolombino aflore a la superficie, ante las personas menos indicadas.
Las relaciones que ocasionalmente
se entablan entre los investigadores y los ladrones de tumbas son un tanto
"histéricas". Ambos grupos
se conocen, se rechazan y se miran como competidores; aunque, por otro lado,
son conscientes del provecho mutuo que se sacan unos a otros. La historia de
los últimos cincuenta años muestra que, en muchas oportunidades, han sido los
huaqueros los que dieron el puntapié inicial a un gran descubrimiento
arqueológico; y los traficantes los que llamaron la atención sobre un estilo
ignorado, despertando así el interés de los eruditos
por una cultura aún no conocida.
Muchos investigadores (profesionales y
amateurs) tienen como "informantes" a huaqueros; gente que
conoce el terreno como la palma de su mano y que sabe "milagrosamente"
dónde excavar. Generaciones de huaqueros pululan; ofreciendo vasijas,
entregando datos muy jugosos o, simplemente, mostrando fotografías de cerámicas
bellísimas, a las que etiquetan como "originales".
Este último aspecto es un problema
con el que deben lidiar los traficantes y coleccionistas de arte; y es la causa
que ha impulsado a que muchos se convirtieran en verdaderos especialistas en el
tema. Comprar una pieza falsa es un peligro que se corre a diario, máxime en un
mundo tan competitivo y darwiniano como ese. Son asuntos de negocio y a
nadie le gusta perder su dinero. Por este motivo es común que los grandes
traficantes de arte precolombino sean, al mismo tiempo, buenos conocedores de
las antiguas técnicas de fabricación y los mejores consultores sobre la autenticidad
de una pieza.
Éstos y otros aspectos se dejan
entrever en las películas y libros de Indiana Jones.
Sucede que, en el universo novelado
de Indy, la arqueología es mostrada como algo que ya no es: coleccionismo
(aunque sí lo fue al principio, en los siglo XVII y XVIII, cuando nació). La
Nueva arqueología se separó del tabú y forma romántica de la arqueología
clásica; aunque parece perdurar en el imaginario cinematográfico de nuestro
personaje y otros de la ficción.
Con Indiana Jones lo que se observa
es aventura y no ciencia. No hay investigación sistemática y se olvida (viola)
algo fundamental en arqueología: el contexto en el que un objeto es encontrado[32].
Entrar en un templo perdido, tomar un ídolo de oro y salir corriendo no es el
procedimiento que señala el manual del buen arqueólogo. Y menos que
menos, vender después ese artefacto.
Al pasado se lo compra con dinero; y en una
economía de mercado, en donde la ética está ausente y el más fuerte se devora
al más débil, es el mejor postor el que se lleva los laureles y los objetos de
arte.
¿Cómo competir con traficantes que
ofrecen a los ladrones, dos, tres y hasta cuatro veces más dólares que los
museos públicos latinoamericanos? ¿Cómo combatir el huaqueo, sin fondos, controles, ni voluntad política para frenarlo?
¿Qué país subdesarrollado puede tener en cada valle, cerro, desierto o selva,
suficientes funcionarios honestos, para proteger el patrimonio histórico y
arqueológico de la región?[33].
Este es un problema que resulta
difícil de revertir, y que tiene aristas muy agudas, que van mucho más allá del
campo de la historia o la arqueología. Si la situación general en que se
encuentra América Latina tiende a perdurar (y nada hace prever que la cosa
cambie), no habrá leyes, acuerdos o discursos políticos que impidan la "Gran Migración" del arte
precolombino hacia vitrinas más lujosas y mejor protegidas, a miles de
kilómetros de distancia de las tumbas en las que vieron, subrepticiamente, la
luz.
Tanto en el desierto, en la
montaña como en la selva, los huaqueros desempeñan su "arte" con
maestría y sin culpa (Indy no parece tenerla). Conocedores de los
lugares apropiados, esperan las sombras de la noche para iniciar sus rituales
de profanación.
¿A quién le pertenece el pasado?
Según Indiana Jones a los museos.
Pero, ¿a qué museos?
Aquí la controversia abarca tres
opiniones bien diferentes y enfrentadas, que Karl Meyer ha sabido sintetizar
perfectamente en su libro[34].
Primero, está el punto de vista del
coleccionista, que se ve a sí mismo como un salvador de antigüedades, a la vez
que piensa en el futuro valor que sus "protegidas" piezas adquirirán
en el mercado. Esta tradición ha prosperado mucho en América Latina desde el
siglo XVIII. En este ámbito es posible encontrar a grandes terratenientes,
militares, sacerdote e incluso instituciones bancarias, como propietarias de
importantes colecciones privadas[35].
Después está la opinión de los
curadores de los grandes museos, que llegan a justificar cualquier medio dudoso
de adquisición con tal de enriquecer "la sensibilidad de su pueblo".
Esta tradición en más anglosajona ya que el interés por el coleccionismo estuvo
(y está) sostenido por instituciones académicas. Indy formaría parte de este
grupo.
Finalmente, está la actitud de
aquellos que consideran que los monumentos antiguos (y los tiestos lo son de
alguna manera) constituyen parte indisoluble del patrimonio nacional de donde
se encuentran.
Tres posturas que aún se mantienen
en fuerte y apasionado debate, y en el que cada una posee cierta cuota
de razón. Pero, mientras los alegatos proliferan, el gran templo del pasado
sigue siendo saqueado; desmoronándose y perdiendo una información que, como un
libro que se quema a medida que se lee incorrectamente, no recuperaremos jamás.
Indiana Jones:
Alegato final
No ha sido
nuestra intención juzgar al Dr. Jones. Lejos de nosotros está caer en semejante
ridículo. Desde el principios supimos que tratamos con un personaje —un
ser de la ficción— que no pretende otra cosa más que divertir, entretener,
pasar un rato agradable y, por su intermedio, soñar con las aventuras de
nuestra infancia y adolescencia.
Indy no es más que un canal que nos
conecta con la inocencia de los tiempos idos, con aquellas tardes en que
jugábamos a ser exploradores en mundos perdidos.
Por otro lado, si se analiza bien,
Indy Jones es un hombre normal, un simple profesor. Un tipo ordinario que vive
situaciones extraordinarias, no un superhéroe al estilo Batman o Superman. Un
sujeto lleno de contradicciones, como todos nosotros. Y son, justamente esas
contradicciones, la que lo humanizan y vuelven más real.
Indiana Jones es un emergente de
nuestra época y una síntesis de las muchas tropelías y grandezas que la
civilización occidental ha desplegado por todo el planeta.
Un símbolo complejo, un icono
interesante.
Un tipo con el que, de existir, me
encantaría sentarme a tomar un café.
Fernando
Jorge Soto Roland
Profesor
en Historia
UNMdP
[1] Véase en www.indyesp.net .
Novelas fans.
[2] Nota: Los cómic tuvieron también su edad de oro en
esta época. Es sintomático que muchos de los héroes y superhéroes que aún
siguen salvando el mundo hayan nacido por entonces: Superman (1938), Batman (1939),
The Shadow, El Zorro y Doc Savage (todos en la década de 1930), El avispón
Verde (1936, en radio), La Mujer Maravilla (1941)
[3] Véase, Sampablo, Raúl y Teixidor, Emili (dir.), Cine de
Aventuras, Salvat Editores S.A., Barcelona 1986.
[4] Nota: obsérvese que en los 80s también vinieron las
remakes de Superman (1979), Batman (1982), por citar sólo dos.
[5] Véase Hobsbawm, Eric, Historia del Siglo XX.
Editorial Crítica, Barcelona, 1998.
[6] Nota: Recordar los años en que se estrenaron los
filmes de Indiana Jones: Raiders of the Lost Ark (1981); The Temple
of the Doom (1984) y The Last Cruzade (1989).
[7] Bueno, Gustavo, “¿Qué es un aventurero?”, prólogo al libro
de José Ignacio garcía Noriega, Hombres de Brújula y Espada. Aventureros
asturianos por el ancho del mundo, Caja de Ahorro de Asturias, 2002,
pág. 13-22
[8] Véase en Internet: Ierardo, Esteban, Características del
Explorador.
[9] Nota: Una hermosa canción de Cole Porter titulada de
esta manera es la que da inicio a el Filme “El templo de la Perdición”
[10] Cioran, E.M., Adiós a la Filosofía, Ed. Alianza,
Barcelona, pág.133.
[11] Véase en Internet: Malishew, Mijail, Georg Simmel, Vladimir
Jankèlévitch: fenomenología de la aventura, Fac. humanidades,
universidad de México, Ensayo.
[12] Cáceres, Germán, La Aventura en América, editorial La
Palabra Mágica, Bs As, 1999.
[13] Romieux, Michel, “La Influencia mítica de las islas del Pacífico
en Occidente”, Revista Ethno, nº1, otoño de 1997, Universidad
nacional de Chile.
[14] Simmel, Georg, Sobre la Aventura, Editorial
Península, Barcelona, 1988.
[15] Jankélévitch, Vladimir, La Aventura, el Aburrimiento y lo
Serio, Editorial Taurus, Madrid, 1989.
[16] ¿Nos toparemos —siguiendo este criterio— con un Indiana Jones
inmaduro en el cuarto film por estrenar en mayo de 2008?
[17] Nota: La “aventura amorosa” (el affaire), está
claramente emparentada con todo lo antedicho y, del mismo modo que el género
literario, siempre viene cargada de incertidumbre y peligros no previstos.
[18] Almásy, Ladislaus, Nadadores en el desierto. A la búsqueda
del oasis perdido de Zarzura, editorial Península, Barcelona, 1999,
pág. 209.
[19] Raúl Sampablo y Emili Teixidor, op.cit.
[20] Nota: A tal efecto se recomienda leer el ensayo de Francisco
Escamilla Vega, Apuntes críticos sobre la obra geográfica de Alejandro
von Humboldt, en Revista Bibliográfica de Geografía y Ciencias
Sociales, Universidad de Barcelona, Vol. VI, Nº 324, del 20 de noviembre de
2001. En este trabajo se demuestra cómo un explorador como Humboldt, reconocido
a nivel mundial por más de 200 años, se nutrió del plagio, la mentira y la
tergiversación de información para “quedar en la historia”.
[21] Véase, Soto Roland, Fernando Jorge, Aproximación al
Imaginario del explorador en tiempos del Imperialismo (1870-1914) a partir de
la Novela EL Mundo Perdido de Sir Arthur Conan Doyle, publicada en
www.la-lectura.com
[22] Deschamps, Hubert, Historia de las exploraciones,
Editorial Oikos, 1971.
[23] Nota: Sólo en Raiders of the Lost Ark hay una
escena —muy corta por cierto— que transcurre en el hogar de Indy (es cuando
charla con Marcus Brody respecto del Arca de la Alianza). De todos modos no es
más que unos segundos que sirven para anunciar su partida.
[24] Maffesoli, Michel, El Nomadismo. Vagabundeos Iniciáticos,
Ed. FCE, México, Pág. 28, 2004.
[25] Nota: La palabra “Raiders” que se utiliza en el
título de la primer película de la serie, Raiders of the lost Ark,
es traducible, de hecho, como “saqueador o saqueadores”. El título en español
atemperó el carácter de nuestro héroe traduciéndola como “Cazadores”.
[26] Nota: gran parte de las ideas que se vuelcan a continuación son
parte de un ensayo del autor, publicado bajo en título Vasijas Y Ladrones.
[27]
El curador del Museo de Cleveland, John D. Cooney, señaló a un periodista de la
revista Time (26 de febrero de 1973) que el 95 % del material de arte antiguo
en los EE.UU. era introducido de contrabando.
[28] Culturas preincaicas de las costas del Perú.
[29]
En el Perú, por ejemplo, es posible comprar cerámica precolombina a precios muy
bajos. Un "huaco" incaico, chimú o tiahuanacoide, puede ser adquirido
en un valor que oscila entre los U$S 30 a U$S 50. En Europa o EE.UU. esa misma pieza
puede ser revendida a U$S 1500 o U$S 2000.
[30] Véase, Meyer Karl E., El Saqueo del Pasado. Historia del Tráfico
Internacional Ilegal de Obras de Arte, Fondo de Cultura Económica,
México, 1990.
[31]
La palabra huaquero deriva del vocablo "huaca", que en
quechua significa "sagrado", pero que popularmente es utilizado para
designar a los montículos o enterramientos precolombinos que poseen restos de
culturas andinas hoy desaparecidas.
[32] Nota: una regla de oro de la arqueología dice: “Lo importante
no es el objeto, sino el contexto”.
[33]
En México y Perú, se estima que el sueldo que percibe un cuidador de ruinas y
parques nacionales ronda entre los U$S 30 y U$S 50 al mes. Precio que se paga
por sólo una cerámica de mediana calidad, en el mercado negro.
[34] Meyer, K. Op.cit. pág. 182.
[35] La mayor parte de esos objetos no han sido contextualizados
arqueológicamente y por ende pierden su valor informativo; amen de rodearlos
con historias erróneas o imaginarias.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario