EL CEMENTERIO DE LA CHACARITA
ABANDONO, TUMBAS Y FANTASMAS
Por
INTRODUCCIÓN
Cercado por Buenos Aires, el viejo Cementerio del Oeste, hoy conocido como Cementerio de La Chacarita, no tiene más opción que la de seguir “creciendo hacia abajo”. El mundo de los
vivos le imposibilita expresar su
persistente vocación expansiva, tan propia en todas las necrópolis del mundo. Por eso, de tanto en
tanto, los viejos muertos deben dejarle lugar a los nuevos y emigrar a los
osarios, en donde el más absoluto anonimato se transforma en la vía, segura e
inevitable, que los conducen al olvido.
Exhumar para inhumar de nuevo.
Desterrar a los
antiguos protagonistas para permitir que otros ocupen la escena. Limpiar
el escenario. Renovarlo. Ayudar a que otros deudos expresen su dolor, al menos
durante un tiempo. Y, una vez transcurrido éste, volver a repetir la operación.
Como con los cultivos en el campo, hay que rotar a los
habitantes del subsuelo. Quizás en eso resida la vida misma de los cementerios;
a menos que se tenga mucho dinero y se pueda pagar por mantener la memoria de
un apellido entre las cuatro paredes de una bóveda de mármol o granito.
Aún así, cuando se la recorre, la necrópolis también demuestra
que las residencias más “paquetas” e
imponentes están a merced de las horas. Que, a la postre, terminarán por
convertirse en ruinas; igual que el compungido sentir de los sobrevivientes,
irremediablemente devenido en apenas una chispa.
En la Chacarita, cientos de mausoleos familiares se
agotan con lentitud.
Desgastados. Saqueados. Sin placas de bronce que los
identifique. Sin protección. Sin recuerdos. Sin nada. Pero aún de pie, por un
rato más. Simulando ser los últimos bastiones, las últimas trincheras, contra
la fatalidad.
El dinero permite extender la hipocresía y engañarnos
con la falsa esperanza de la eternidad. Pero no todos pueden darse ese lujo
inútil; y un sector del cementerio es el más “vivo” ejemplo de lo que decimos.
Permítame el lector que lo lleve a recorrerlo.
PARTE 1
Las 95 hectáreas que conforman el cementerio de la
Chacarita luchan actualmente contra el sentimiento de anacronismo que pesa
sobre ellas. La “Edad de Oro” parece
haber quedado en el pasado; especialmente a principios del siglo XX y en las
décadas de 1940 y 1950, cuando eran miles las personas que lo visitaban,
expresando un postura ante la muerte (y ante los muertos) muy diferente a la
actual.
Hoy en día, la
muerte se ha convertido en algo pornográfico.
Por lo tanto, se la oculta, enmascara y maquilla. Debe pasar inadvertida. Es un
tema de “mal gusto” y, como tal, se lo evita. En los últimos sesenta o setenta
años (es difícil poner una fecha con exactitud por ser ésta una historia de larga duración), la muerte
dejó de ser una cuestión comunitaria (un ritual social en el que muchos
participaban) para transformarse en otra más privada y excluyente, pautada por
normas distintas que explicitan un “ser ante la muerte” cuyos sentimientos más
comunes son el rechazo, el miedo e, inclusive, el asco.
El viejo culto a los antepasados hoy pasa por otro lado.
Se liberó de toda la parafernalia lúgubre que poseía la “muerte romántica” del siglo XIX; y la expresión por el deceso de
los seres queridos perdió su dramatismo de antaño. El duelo ha retrocedido
ostensiblemente, casi hasta desaparecer. Las compungidas muestras de dolor
(llantos desgarradores especialmente) son vistos con malos ojos y desagradan al
público (tal vez sea por eso que los periodistas suelen prestarles tanta
atención cuando alguien rompe esta regla
estatuida socialmente). Las plañideras ya no existen y el velorio no sólo se ha
privatizado, sino también acortado en tiempo. Morir en la misma cama en la que
se nació (por siglos una realidad cotidiana) es un hecho visto como patológico
y desagradable. Lo mismo que el velar al muerto en la casa en la que vivió.
Todo ha cambiado.
En este sentido, la Chacarita es un escenario fuera de
época; y como tal nos remite a otro “sentir”,
a otra mentalidad. Tal vez ese sea el motivo por el cual sus calles y avenidas,
pasajes y rotondas (una verdadera necrópolis o ciudad de los muertos), estén
hoy prácticamente vacías; incluso en fechas que, como el Día de los Muertos, antes convocaban a un número impresionante de
deudos.
Según testimonios de personas que trabajan en el lugar,
la mitad de las bóvedas familiares están en un estado calamitoso. Olvidadas.
Nadie las cuida. Nadie reclama nada. Los pasillos, aún de día, son tierra de
nadie y no faltan los ancianos y vigilantes que temen caminar por ellos. Dicen
que se han vuelto inseguros. Que se cometen atracos. Incluso, que se practica
la prostitución en ellos. El robo de las placas de bronce, de las puertas del
mismo metal y enceres con que son enterrados los muertos, atraen a los más
inescrupulosos y “valientes”
saqueadores. No son poco comunes las noticias que se publican en los diarios al
respecto. Hasta las manos del general Juan D. Perón fueron sustraídas de este
camposanto.
Pero el saqueo de tumbas es otra cuestión. Constituyó una
actividad muy común desde los días del
antiguo Egipto; y lo sigue siendo en países como el Perú, donde el “huaqueo” es una actividad casi
profesionalizada. Claro que en este caso estamos refiriéndonos a enterramientos
de varios siglos de antigüedad. Distinto es cuando la tumba de la abuela es
profanada.
Algo es evidente: aún con diagnóstico, ya no morimos
como antes. Tampoco hacemos lo mismo con nuestros muertos. Ni la iconografía
funeraria es la misma.
Si nos remontamos a siglos anteriores advertiremos que
la muerte tiene su propia historia. Que no se la “vivió” de la misma manera y
que, si bien es algo natural morir, no conceptualizamos ese hecho de la misma
forma. Numerosos estudios históricos han demostrado que hasta mediados del
siglo XVII el hombre occidental había domesticado al óbito y que éste no era
visto como una ruptura trágica. El trance de dejar este mundo estaba
naturalizado y pautado al punto de no engendrar la angustia y temor que hoy provoca.
Pero a partir de una fecha cercana a 1650 la situación
cambió. La muerte ajena (la del otro) empezó a importar más que la propia. El
dolor por la perdida del ser amado se llenó de emotividad, dolor, gestos
efusivos e intolerancia, especialmente si el que moría era un hijo.
Este interesante proceso se dio en el mismo momento en
que las expectativas de vida aumentaron como consecuencia de los avances del
conocimiento médico y surgía una nueva afectividad entre padres e hijos, dando
origen al apego y a la confianza entre ellos (no detectable en otras épocas).
En aquellos días los cementerios sí importaban.
Incluso desde un punto de vista político, ya que en
ellos quedaron retratados los mártires, los revolucionarios, héroes, educadores
y patriotas que habían ayudado a construir las flamantes naciones que por
entonces emergían.
Eran símbolos. Una forma más de alimentar el sentimiento
de pertenencia y el nuevo culto a la conmemoración. El cementerio de la
Recoleta es, al respecto, un mejor ejemplo que el de la Chacarita (este último
orientado a exaltar la fuerza del inmigrante exitoso, la memoria de los grandes
ídolos populares, y no tanto la de las familias de la oligarquía patricia).
El culto a los muertos sigue siendo una de las formas o
expresiones del patriotismo, originado por el positivismos decimonónico y no
por el cristianismo.
Pero, ¿por qué se dio este proceso?
Con relación a este tema hay dos interpretaciones que,
por no considerarlas excluyentes, vamos a tomarlas en conjunto.
A nuestro modesto entender, y siguiendo a los
historiadores Philippe Ariés y Michel Vovelle, un nuevo sentimiento de familia
(más cariñoso y por consiguiente menos tolerante con la muerte del otro) se
conjugó con la progresiva descristianización operada desde el siglo XVII,
derivando así en un culto de la muerte que buscó anclaje en temas no
religiosos. Es decir, en la familia, la nación y el Estado. Toda la iconografía funeraria del
siglo XIX y parte del XX es un clarísimo reflejo de lo que sostenemos. Como
bien dijo la historiadora Andrea Jáuregui, “la
imagen es un testimonio mudo, un inventario de la sociedad que la produjo (…)
que permite reconstruir la conformación mental colectiva de una sociedad o una
época”.
Pero algo empezó a cambiar hace poco más de sesenta
años.
Hace poco menos de un siglo la muerte estaba presente en
todos lados (cortejos, velatorios, llantos, visitas a tumbas, culto al
recuerdo). Hoy es un tema tabú. De eso ya no habla, al menos en voz alta.
Tal vez sea este el motivo por el cual caminar hoy por
la Chacarita resulte ser una experiencia tan estremecedora como solitaria.
PARTE
2
Gris oscuro. Gris claro. Gris apagado, manchado.
Los tonos grises son predominantes en el cementerio de
la Chacarita. Pero la gama cromática no se acaba en ese color. El negro y el blanco de los mármoles que decoran
o conforman la estructura de muchas bóvedas y panteones, así como la de
centenares de estatuas mortuorias y votivas, salpican la necrópolis como si
fueran las marcas dejadas por la viruela en un rostro gigantesco de 95
hectáreas.
Al recorrer sus calles y avenidas reconocemos muestras
de afecto y respeto para todos los gustos. El culto a la memoria y a la
melancolía es, como en todos los cementerios del siglo XIX, heterogéneo y
explícito. Hay bóvedas neoclásicas, barrocas, con motivos orientales, masónicos
y algunas con tintes egipcios. También el art
déco y el art nouveau hacen acto
de presencia, convirtiendo a muchas de las arterias de la necrópolis en
verdaderas galerías de arte.
Pero hay un sector del cementerio en el que esa realidad
es muy diferente. Es un sector olvidado, aislado. Abandonado hace unos
veinticinco años, y que en los planos aparece anodinamente nombrado como el “anexo 22” .
Ingresando por el pórtico principal que da sobre la
avenida Federico Lacroze y varias cuadras doblando hacia la derecha, con
dirección al muro perimetral que se extiende a lo largo de la avenida El Cano,
cualquier visitante ocasional de la Chacarita puede toparse (si no es expulsado
por algún miembro del servicio de vigilancia) con una verdadera “tierra de nadie” que nos recuerda los
terrenos que separaban a las trincheras enemigas durante la Primer Guerra
Mundial.
Es un predio enorme cubierto de yuyos, arbustos y gramíneas con diminutos frutos blancos, que crecen desordenadamente, sin respetar siquiera los imperceptibles senderos que, antaño, recorrían una zona con tumbas en tierra.
Todo allí está excavado. Centenares de montículos y pozos
abiertos nos hablan de exhumaciones colectivas. De antiguos sepulcros
removidos, que emulan hoy un paisaje casi lunar; repleto de cráteres sucios,
invadidos por cascotes, pedregullo y malas hierbas.
Es un sitio desolador. La contratara del recuerdo. El
olvido convertido en abandono.
Sólo un par de tumbas, prolijamente acondicionadas,
sugieren la ocasional presencia de algún deudo. Tal vez la única muestra de
resistencia familiar que queda en el lugar. Un ejemplo vano de rebelión. Un
adormecido testimonio de lo perenne que resulta ser el consabido “amor eterno”.
Un poco más allá del campo de tumbas vacías, recostada
sobre el paredón que da a la avenida El Cano, se levanta una construcción
majestuosa, gigantesca, de unos 200 metros de largo, por completo abandonada;
pero, aún así, exhibiendo la hidalguía que sólo su estilo neoclásico puede
darle. Es una imponente galería de nichos mortuorios que fuera construida
aproximadamente hacia 1926 y que desde hace un cuarto de siglo quedó al margen
del resto
del cementerio, acumulando basura y desidia.
del cementerio, acumulando basura y desidia.
Uno no puede más que sentirse pequeño ante semejante monumentalidad. Tan pequeño como los tres nidos de horneros que cuelgan de una de sus cornisas, denunciando el largo tiempo que toda la estructura ha permanecido sin cuidado.
La muerte, la Gran
Soberana, se ha escapado de los nichos vacíos y conquistado todo el
edificio.
Pocos escenarios trasuntan más romanticismo que un
cementerio abandonado. Los artistas europeos del siglo XIX conocieron muy bien
el paño, y no tardaron en describirlos como los últimos soportes de la
individualidad. Pero la galería de nichos del anexo 22 hace caso omiso del individualismo. Todo en ella es
anónimo. Ninguna de las celdas de ese enorme panal de cemento tiene nombre o
apellido. Los féretros fueron removidos y las lajas que los sellaban quedaron
desperdigadas en el suelo, hechas añicos, tapizando el largo pasillo con trozos
irregulares de mármol partido.
Sin lápidas, sin inscripciones, esos nichos remedan una
biblioteca vacía, un archivo yermo sin catálogo.
Aún dominada por la muerte, en apariencia ausente, el
complejo exuda vida. Zarzas y enredaderas trepan por las escalinatas, invaden
los nichos, amenazan subir por las columnas; en tanto que colonias de palomas
anidan en cuanto recoveco encuentran, tapizando con sus excrementos el piso y
todo lo que cae en él. La naturaleza recoloniza los espacios abandonados y
recrea una situación sincrética en donde lo animado y lo inanimado se alternan
con cada paso que se da.
Pero el camino que conduce a las galerías subterráneas
del complejo está salpicado de objetos
tenebrosos, que dejan muy lejos cualquier idea que podamos tener sobre
la vida.
Aún de día, descender a esas catacumbas implica
abandonar toda claridad y sumergirse en un ambiente pesado, húmedo, putrefacto.
Casi el escenario de una novela gótica.
Antes de bajar por la escalera en “U” que lleva a las
entrañas de la Chacarita, restos de antiguas tumbas exhumadas jalonan el camino:
una pequeña lápida descontextualizada decora un peldaño en acto de cruel ironía,
la tapa arrancada de un ataúd y hasta restos óseos, se convierten en un anuncio
macabro de lo que el visitante encontrará
más abajo.
La galería bajo-nivel del anexo 22 mete miedo. Cuesta
arrancar. Hay que habituarse a las sombras, primero; y, después, caminar con
cuidado porque es muy factible tropezar con algún objeto salido de una
pesadilla morbosa. Aún así, cuando ayudado por el flash de la maquina de fotos
uno se integra al “paisaje”, el
asombro no queda ausente.
Es sobrecogedor observar ese largo pasillo mal iluminado
por la claridad de los vetiluces que están a nivel del piso superior. Única
fuente de luz natural, esos ventanucos rectangulares con rejas oxidadas
producen un efecto lumínico contrastante. Y el miedo inicial sigue presente
hasta que la razón entiende que los fantasmas sólo existen en uno y que
únicamente, en esa garganta negra de cemento, es posible encontrar destrucción
y abandono.
Los nichos parecen haber sido saqueados. Semejan las cajas
de seguridad de un banco, violentadas por la ambición desesperada de ladrones
inescrupulosos. Lápidas rotas, ataúdes en estado de descomposición, arrancados
de los nichos, basura, excrementos de aves y de ratas, huesos humanos y
mortajas, se mezclan con maderas, sogas
y óxido, hongos, bacterias, insectos y ceniza.
Todo allí abajo es un amasijo desordenado y en sombras.
Escenario perfecto para un film de terror, y catapulta inevitable a borbotones
de adrenalina.
Es una sensación extraña de finitud, de temporalidad, la
que se experimenta en el lugar.
PARTE 3
Aún siendo los elementos líquidos y gaseosos los más
contaminantes, la cosas que se deterioran (casas, hospitales, hoteles,
graneros, incluso galerías de nichos funerarios) quedan asociadas a
enfermedades y pestes. Nos espantan, y el imaginario literario y popular,
abstraído del conocimiento racional, puebla esos sitios abandonados con
fantasías morbosas; y en cada caso, es el contexto el que determina esas
historias y retroalimenta los temores inconcientes de la gente, recrea el
folclore local y nos quita el sueño con leyendas moralizantes de alto impacto.
Lugares sombríos, marginales, incontrolados. Sometidos a
las fuerzas de la naturaleza (como el anexo 22) y desprovistos de cualquier
control, los espacios abandonados abonan nuestro temor a la oscuridad y a lo
sobrenatural. En ellos todo parece posible, especialmente de noche, cuando los
sonidos y las sombras adquieren características ominosas. No es de extrañar que
sean los escenarios más propicios para el miedo. Y de todos ellos, a lo ancho y
largo del mundo, los cementerios son los preferidos.
“Esto hace «miles de años» que está
abandonado. Hace rato”, exageró un miembro del
servicio privado de vigilancia del cementerio de la Chacarita cuando me vio
deambular por la galería y, presuroso, se me acercó en bicicleta.[1]
“No está permitido caminar por acá.
Es peligroso”, alertó no bien estuvo
a mi lado. “Hay afanos y saqueos. Gente
que se esconde y queda dentro del cementerio después de que éste cierra.
Inclusive roban de día. Hace unos días a una viejita que traía flores. No es
conveniente que ande por acá”.
Me interesaba conocer sus historias y, por lo tanto, “le
tiré de la lengua”. Haciéndome el sorprendido, inquirí sobre lo qué pasaba por
las noches.
“Afanan de todo”,
dijo. “Y no se puede hacer gran cosa.
Esto después de que cierra es tierra de nadie. Pero yo estoy en el turno
mañana. De noche no me quedo ni loco…”.
Entonces me animé a preguntar por los consabidos
fantasmas de la tradición oral.
Contrariamente a lo que creí, el vigilante no se rió.
“Sí que hay
fantasmas”, respondió. “Los muchachos
cuentan que los ven caminando. Ven a alguien por delante de ellos y cuando con
las linternas los alumbran, desaparecen… Además, te llaman por tu nombre. En
este sector y en todos lados. En tierra mucho más. Por ejemplo, en el sector
donde está la tumba de los padres del gobernador Scioli hay una garita y, ahí,
te llaman por tu nombre. También ven pasar, entre las bóvedas, mantos negros,
sombras. Y después está una viuda que la enterraron viva, y más tarde falleció acá adentro. Esa se pasea de
blanco todas las noches. Aparece entre las dos y tres de la mañana. Una hora.
Todas las noches se pasea. Todos los días la ven. Dicen que vos la ves y, de
pronto, no la ves más y se te aparece al lado tuyo. Le han sacado fotos, pero
salen todas borrosas. Sólo el dibujo (silueta) de la mujer. Pero adentro no se ve nada. Tiene los ojos brillantes
como los gatos. Pero ya ni miedo le tienen. Algunos la invitan a tomar mate:
¡che, vení a tomarte unos mates! ¡Haceme compañía!, le dicen… Pero acá los
peligrosos son los chorros, no los fantasmas. De noche afanan de todo, sobre
todo bronce. A los vivos hay que tenerles miedo”.[2]
Más allá de lo trillado que está el último comentario
del vigilante (repetitivo y presente en cuanto cementerio recorrí), la
referencia a fenómenos “extraños”
dentro de la Chacarita es un lugar común en muchas sobremesas e informes de
relleno en los noticieros de televisión. Las inmensas hectáreas arboladas de la
necrópolis catalizan la tradición oral que llega hasta nosotros denunciando
temores, prejuicios y culpas colectivas, que nos permiten conocer más a los
vivos que a los muertos.
Banderas visibles del
antirracionalismo, los fantasmas —apareciendo y desapareciendo— revelan insatisfactorias concepciones del
mundo, inseguridades y muchas esperanzas, no del todo creídas.
FJSR
ABRIL 2012
BIBLIOGRAFIA COMPLEMENTARIA
¨
Ariés, Philippe, El
Hombre ante la Muerte, Editorial Taurus, Madrid, 1983.
¨
Ariés, Philippe, La
Muerte en Occidente, Editorial Argos Vergara, Barcelona, 1982.
¨
Godoy, Cristina y Hourcade,
Eduardo, La Muerte en la Cultura. Ensayos Históricos, UNR Editora,
Rosario, 1993.
¨
Huizinga, J., El
Otoño de la Edad Media, Editorial Revista de Occidente. Madrid, 1965.
¨
López Mato, Omar, “Entierros, velatorios y cementerios en la
vieja Buenos Aires”. En Todo es Historia, N° 424, Buenos
Aires, s/a.
¨
Soto Roland, Fernando J., Visitantes
de la Noche, Editorial Martín, Mar del Plata, 1997.
¨
Thomas, Louis Vincent, La
Muerte. Una Lectura Cultural, editorial Paidos, España, 1992.
¨
Vovelle, Michel, Ideologías
y Mentalidades, Editorial Ariel, Barcelona, 1985.
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