martes, 21 de mayo de 2013


ENSAYO

 

EL SEÑOR DE LA OSCURIDAD

LA LEYENDA DEL TIO Y OTROS

SERES DE LAS PROFUNDIDADES

 

Por


Fernando Jorge Soto Roland

Profesor Universitario en Historia


Buenos Aires, Argentina

 

 

Introducción


 

Hace unos años, la empresa de subterráneos de la ciudad de Buenos Aires (Argentina) lanzó una campaña publicitaria que tenía como protagonista a un fabuloso —y poco convincente— ser, que los creativos artísticos de la compañía denominaron el Minotopo; híbrido barroco que conjugaba el musculoso cuerpo de un hombre con la cabeza gigantesca de uno de esos animalejos excavadores. Según el comercial, la criatura vivía en las oscuras galerías que recorren el subsuelo porteño, secuestrando y posiblemente devorando —como en el mito griego— a bien formadas señoritas.

Decenas de carteles publicitarios empapelaron por meses la ciudad y no era posible obviarlos —al menos al principio—, ya que la factura de la obra demostraba gran maestría, resaltando la sensual virilidad del monstruo y las voluptuosas curvas de la muchacha / víctima[1].

Con un estilo un tanto gótico, aquel extraño personaje de la imaginación marketinera estuvo presente en muros y “transparentes” durante algún tiempo; y cada noche, cuando iba a dar clases a la facultad, mi romanticismo nato hacía que el viaje en subte fuera un recorrido más misterioso e interesante que antes.

¿Sería posible ver, a través de las ventanillas, la sombra del Minotopo escabulléndose por las oscuras galerías que oradan la tierra por debajo de la avenida Corrientes?

 Jamás lo vi; ni recuerdo que nadie haya anunciado su aparición en parte alguna. El racionalismo —de un mundo cada vez más irracional—, por algún extraño motivo, se impuso en esa ocasión, denunciando el agónico espíritu de fábula que impera en el ajetreado mundo citadino. Los horarios ajustados, el stress, los teléfonos celulares y la crisis económica, devoraron al devorador y el intento por instalar una mitología “desde arriba”, en una sociedad desmitologizada, fracasó. Sólo mis hijos —y los hijos de muchos, seguramente— experimentaron cierto temor cada vez descendían a las profundidad, para tomar el tren de la oscuridad.

Hoy día ya nadie habla del “hombre-topo”... al menos públicamente. Aunque es probable que en los corrillos del poder se siga haciendo referencia a él en voz muy baja, o que se pretenda ocultar —como parte de una maquiavélica conspiración de desinformación pública— la existencia de otros monstruos subterráneos aún peores, puestos en evidencia hace unas décadas por el escritor argentino Juan Rodolfo Wilcock.

Pero de eso nadie habla. El silencio es absoluto. Además, no hay pruebas concretas. Los secretos del Poder —en este aspecto por lo menos— son inviolables. Sólo de tanto en tanto, la incontinencia verbal de algún funcionario de bajo escalafón deja filtrar esa información, muy bien guardada para no despertar el pánico colectivo. Eso es lo que J.R. Wilcock reveló en uno de sus cuentos, compilado por Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo en setiembre de 1965[2].

En ese relato corto, titulado “Los Donguis”, el escritor hacía referencia a un misterioso animal con aspecto de “lechón medio transparente” que, según el biólogo francés —Donneguy— que los estudió por primera vez (de ahí el nombre de las criaturas), habitan en el subsuelo y galerías subterráneas de la ciudad, devorando cualquier cosa , “hasta la tierra, el fierro (sic), el cemento, las aguas vivas[3]; tragándose todo lo que se les cruza, incluso hombres.

Capaces de fagocitar a una persona en menos de cinco minutos (“hasta la libreta de enrolamiento”), los donguis se anticiparon a la terrible dictadura militar de los años setenta, desapareciendo personas, llevándolas al más absoluto de los anonimatos. Ciegos y sordos, se reproducen en la oscuridad como la peste.

Cuentan que en Buenos Aires “[...] se comieron a una cuadrilla de ocho peones que arreglaban las vías entre Loira y Medrano[4]; y que en los túneles que comunican al barrio de Belgrano con Palermo “hay montones de ellos”; proliferando día a día sin que nadie pueda darles caza o impedir que su presencia se note en cloacas y sótanos. Incluso, detalla el autor, en Londres, París, New York y Madrid se reproducen como semillas. Los donguis son, en última instancia, “los animales destinados a reemplazar al hombre en la Tierra[5].

Historias como estas proliferaron y siguen proliferando en distintas partes del mundo. Ambientadas en espacios que están fuera del alcance de la vista y de la luz, el universo cavernoso de las profundidades es propicio para la expansión de la fantasía y el rescate de aquellos temores ancestrales que la humanidad arrastra desde la época de las cavernas. Uno de ellos el miedo a la oscuridad y a estar en ella[6]. El imaginario social se desata con la lejanía y las cavernas, galerías subterráneas, túneles y minas, por más cerca que puedan estar de nuestras casas son lugares que generan desconfianza y temor[7]. Modificando un antiguo refrán del siglo XVI, podríamos decir que “Cuando más hondo más raro”; y esta condición es la que nos permitirá el breve acercamiento que pretendemos en esta ocasión, al universo de creencias y rumores que se nos antoja sumamente interesante desde un punto de vista histórico-antropológico. Por eso, en las líneas que siguen incursionaremos en ese mundo de sombras y siluetas indefinidas que las viejas cosmovisiones siempre pretendieron volver claras desarrollando un bestiario repleto de seres y divinidades fantásticas que, por fantásticas que sean, no dejan de ser muy reales y actuantes en la vida cotidiana de muchísimos seres humanos.

Para ello, dejaremos las líneas de subtes porteños y nos trasladaremos a los socavones de las minas del altiplano boliviano y del Perú para aproximarnos a una cotidianeidad maravillosa, al universo mágico contemporáneo de quechuas y aymarás, pretendiendo establecer no sólo descripciones de creencias actuales, sino también interesantes relaciones con “supersticiones” europeas y seres mitológicos de nuestra cultura popular argentina.

Si como dijo Shakespeare, “Estamos hechos de la misma sustancia que los sueños”, de seguro éstos hallarán en las entrañas de la Tierra una mayor posibilidad para concretarse... incluso las pesadillas.

 

FJSR

Buenos Aires, Argentina

Enero de 2005

 

 

El Cuento del TÍO


 

 

“A un dios que ha dilapidado su capital de

crueldad, nadie le teme ni le respeta”.

E.M. Cioran, “Adiós a la Filosofía”,  1979.

“Lo que llamamos verdad no es más que

 un error insuficientemente vivido”.

E.M. Cioran, “Adiós a la Filosofía”, 1979

 

En los últimos días de julio de 1986 y a punto de iniciarse “el mes del diablo” (agosto) —fecha de arraigado simbolismo en el altiplano boliviano— arribé por primera vez a la mentadísima “Villa Imperial de Potosí”.

Provenía del norte, más precisamente de Oruro, y a poco de descender del ómnibus la imponente silueta de un perfecto embudo invertido pareció darme la bienvenida. Era el Cerro Rico, aquel que le diera fama internacional al centro minero y millones de toneladas de plata a una España imperial que por más de 400 años había expoliado su riqueza argentífera, en beneficio del “Estado gendarme” que por entonces encarnaba.

Parado en plena calle, observé el cerro y no pude dejar de imaginar, y proyectar sobre sus silentes laderas, las historias y sinsabores, tragedias y muertes que debieron sufrir los mitayos en días de la colonización ibérica.

¿Cuántos huesos humanos serían parte de sus históricos sedimentos? ¿Cuántas almas, explotadas por el trabajo forzado, vagarían por las noches buscando un resarcimiento que nunca les llegaría? ¡Cuánto sufrimiento acumulado en nombre de un mal concebido progreso, egoísta, xenófobo y racista!...

No podía evadir la “visión de los vencidos”; y el cerro, mudo, no habló ni apuntaló mis pareceres. Y si lo hizo —como cuentan los aborígenes de Bolivia,—, yo no tenía el decodificador cultural para interpretarlo. Permaneció silencioso, desplegando su monumental masa mil veces violada, no revelando su otrora potencia, capaz de generar decenas de economías regionales todo a su alrededor; incluso sobre lo que más tarde sería el territorio de la República Argentina.

La ciudad y su cerro: un polo de crecimiento económico increíble, creador del mercado interregional más importante de las Américas y foco de inversiones —inconcebibles para la época— se me antojó un pueblo pintoresco, colonial, pero del que ya no emanaba el poderío de antaño. Las ruinas de las construcciones españolas, las mansiones e iglesias —muchas de ellas en proceso de reconstrucción— eran las únicas pruebas visibles del esfuerzo memorioso de una comunidad que luchaba por mantener en pie la gloria de los tiempos idos.

A 4.070 m.s.n.m. el aire es raro, el oxígeno escaso y la fatiga inmensa. Por lo que recorrer el trayecto que lleva a la plaza de armas me significó un esfuerzo casi sobrehumano. La fuerza del “soroche” (mal de las alturas) se hacía sentir una vez más en mi organismo mal adaptado, obligándome a realizar sucesivas paradas para retomar impulso y soportar mejor el peso de mi mochila. Sin darme cuenta, caminaba por las calles de una de las ciudades más altas del planeta. Sólo Lhaasa, en el Tibet, la superaba.

Hacía frío y no dudé en tomar una sopa de gallina en un puesto callejero. El altiplano potosino no resultaba, somáticamente, un lugar en donde me encontrara a gusto. Sólo la belleza de la ciudad, la amabilidad de su gente y la riquísima historia encerrada en esas callejuelas me daban fuerzas para seguir “escalando” lo empinado de sus arterias urbanas.

Según cuentan las crónicas, cuando el Inca Huayna Cápac mandó a trabajar a su gente a las minas del Sumaj Orcko (“Montaña Majestuosa”), se escuchó un descomunal estruendo y una voz que decía: “No saquen plata de este cerro porque será para otra gente”. Una profecía hecha 83 años antes de que la avaricia española sometiera la zona. Un relato, obviamente posterior a la conquista, que procuraba dar una explicación mítica a un proceso traumático e inesperado, como fue el arribo de los peninsulares.

Para la lengua quechua, Potosí derivaría de “Ppotjsi” (“reventar”); aunque una tradición aymará, aparentemente más cercana a la verdad, sostiene que el vocablo viene de “Pptoj”, que quiere decir “brotar” y que se condice con la gran cantidad de manantiales que había en el sitio en donde se levantó la ciudad. Sea como fuere, me encontraba a la sombra del cerro más famoso de la historia latinoamericana y a punto de sumergirme en un universo mágico, de leyendas y creencias, que desconocía. Un mundo que encuentra en el socavón de las minas su esencia y razón de ser. Porque de las casi 5.000 bocas que tiene el Sumaj Orcko, emergen historias que nos conectan con el pasado y nos permiten —bien leídas— recrear un complejo proceso de sincretismo religioso y aculturación, muy propio de todas las “zonas de contacto”, que son en las que chocan culturas de diferentes orígenes.

Estaba en una de esas zonas y no iba a dejar de pasar la posibilidad de sumergirme en el folklore local, rescatando creencias y rituales que se me presentaban exóticos, extraños y sumamente interesantes.

Sin prisa, recorrí esas callejuelas atemporales hasta llegar a la plaza que concentraba los grandes edificios públicos y la Iglesia principal. Allí descansé unos minutos y me lancé a conocer la famosa Casa de la Moneda, ubicada a pocos metros del predio arbolado y verde en el que me sometía a los impiadosos rayos del sol, que ya empezaban a “picar”. Sin duda, es el edificio más importante de la arquitectura civil colonial de la ciudad. Construído entre 1750 y 1773, con un costo de 1.487.452 pesos y 6 reales, su constructor y arquitecto, Salvador de Vila, se labró un modesto lugar en la historia. Y digo modesto porque otros personajes, mucho menos concretos que el mencionado de Vila, se mantienen más que vivos en la memoria de la gente. Por otra parte, la pinacoteca, las colecciones de muebles, de tejidos, de trajes regionales, de numismática y antropología, que la Casa ofrece al visitante, son algunas de las otras variantes que pude disfrutar en aquel día de julio.

Eran notables las maquinarias de laminación con sus tres conjuntos de engranajes de madera traídos desde España, las enormes vigas de cedro que soportan pisos y techumbres, la cúpula elíptica, donde está el horno principal de fundición de plata, y sobre todo el archivo, donde se guardan 80.000 documentos inéditos relativos a la vida potosina.

Pero de todas esas maravillas una es la que perduró por más tiempo en mi memoria. No provenía de la técnica de un ebanista del siglo XVIII, ni de los engreídos arquitectos imperiales, ni siquiera de los cronistas que derramaron litros de tinta para conformar el mencionado archivo. Aquello que retumbó por años en mi cabeza me fue transmitido por un hombre común, un ex-minero, que conocí en los patios de la Casa de la Moneda y con el que compartí el resto del día.

b

 

No recuerdo su nombre ni su apellido; no lo consigné en mi libreta de viajero. Es que por entonces no era tan metódico en ese aspecto. Sólo una fotografía que me tomé con él, en el primer patio de la Casa de la Moneda, da testimonio de aquel encuentro circunstancial en Potosí. Mantengo, sí, en la memoria su profesión y los dichos que me relatara a lo largo de todo ese día.

Manuel (como lo llamaré) había sido obrero de minas y por años, junto con sus compañeros de trabajo, recorrido los socavones del Cerro Rico en busca de vetas argentíferas que alimentaran las ganancias de las compañías estatales que las explotaban. Cuando lo conocí estaba retirado de la actividad desde hacía casi un lustro y se ganaba la vida vendiendo ropa de ciudad en ciudad, convertido en un moderno “nómada motorizado”, como los muchos que pululaban en la Bolivia de  los años ochenta, sumida en una profunda crisis económica.

Naturalmente, mi curiosidad hizo que lo bombardeara con preguntas y cual moderno Heródoto averigüé todo lo que pude respecto de la vida en las minas; aún sin poner en práctica método alguno y acudiendo a un sentido crítico muy distinto al que hoy poseo. Lo cierto es que los pocos apuntes que tomé son los que hoy me facilitan reavivar la memoria y reconstruir parte de aquellas charlas, devenidas en testimonios para este postrero artículo.

Como cualquier persona medianamente informada sabe, la historia de Potosí giró y gira en torno de sus minas; y el hecho de haberme topado con una persona conocedora del trabajo hizo que cediera a la tentación de averiguar cómo era realmente la tarea; cuáles sus peligros y padecimientos. Lo que sigue es una reconstrucción de esas conversaciones[8].

Pregunta (P): Dime qué recuerdas del trabajo en el Cerro Rico.

Manuel (M): Verás, ser minero es algo muy duro, muy difícil. No es para cualquiera y la paga poca. Estar el día, y a veces la noche, debajo de la tierra puede volver loco a un hombre que no esté preparado. Por eso dejé la mina hace unos años. Ahora vendo ropita y las cosas marchan bastante bien. No puedo decir lo mismo de mis ex-compañeros: muchos de ellos fueron despedidos con la crisis y sé que algunos hasta han mendigado en La Paz (capital de Bolivia). [...] Mi padre fue minero y yo seguí la tradición de mis mayores. No tenía opción, además en esos días las cosas eran distintas. Se podía mantener a la familia. Pero, ¡trabajo pesado era el mío! Siempre en la oscuridad. Sin sol, sin la luz del día; no lo recomiendo, gringo. A nadie. Además, el polvo, la tierra y el mercurio que flota en el aire, ahí adentro, puede matarte. Te desgasta. Te consume. Se envejece pronto. Si no fuera por el TÍO muchos morirían... muchos más.

P: ¿Y quién es el TÍO?...

M: El dueño de la mina.

P: ¿Tu TÍO?

M: TÍO de todos. A él es a quien hay que pedirle permiso para entrar, para “sacar” y poder salir del socavón. Todos le obedecen, se entiende que por miedo; aunque yo nunca le tuve miedo. Siempre le hice sus “paguitos”, siempre le di sus cigarritos, su coquita... Y él me cumplió.

 

Por entonces, entendía muy poco de lo que ese hombre me hablaba. ¿Un TÍO de los mineros al que le pagaban con cigarrillos y coca?... ¿Qué era todo eso? ¿Quién era ese TÍO? ¿Alguna clase de patrón o capataz excéntrico?

 

M: El TÍO no es gente —agregó Manuel.

P: ¿Y qué es?

M: Es el señor de la mina. Es muy poderoso. Nadie se anima a negarlo, a menos que quiera enfermar o morir aplastado dentro del socavón. Hubo casos en los que salió de la mina en forma de víbora y volteó todos los camiones de la compañía porque no había recibido nada en ofrenda. Sin pago, amigo, viene la enfermedad y los accidentes. Siempre que se produce alguno, todos dicen: “Fue el TÍO que está enojado”.

 

Evidentemente entre Manuel y yo había un universo cosmovisional de diferencia. Me estaba contando una historia fantástica, muy lejana e incomprensible para mi ignorante capacidad intelectual (aún no barnizada por los años en la Facultad de Humanidades). Criado en un ámbito urbano distinto, con una historia diferente y una educación (todavía informal) tras mis espaldas, la mirada racionalista que llevaba se confundía con esa historia. Algo sí me quedaba claro: el TÍO, al igual que la Pachamama (Madre tierra entre quechuas y aimaraes), representaba a una deidad, en este caso local. Un númen de la naturaleza, semejante quizás a los Apus, de los que había oído en el Perú (y que no son otra cosa que los dioses protectores de los cerros). Fue entonces cuando le hice la pregunta más estúpida de toda mi carrera:

P: ¿Y vos crees en eso?

Manuel me observó extrañado. Le estaba preguntando una obviedad. Enarcó las cejas y, muy serio, respondió:

M: ¿Si creo?... ¡Por supuesto que sí!

¡Qué tonto fui entonces! Era como haberle preguntado si creía en los árboles, en la existencia de un familiar o suceso de la realidad cotidiana.

Para Manuel, el TÍO era tan innegable como yo mismo.

b

Dejamos la Casa de la Moneda y hacia el mediodía almorzamos juntos en un destartalado camioncito que oficiaba a modo de improvisado “restaurante”. En él, Manuel se encontró con dos antiguos compañeros de trabajo quienes, tras un par de cervezas “la tiempo” (naturales, no frías) y bajo mi más absoluto asombro, me invitaron a conocer el socavón en el que todavía trabajaban. Acepté entusiasmado y un par de horas después, por la tarde, nos trasladamos hasta la boca de la mina, transportados en la caja de una camioneta. El soroche me seguía matando y poco efecto me producían las amargas hojas de coca que masticaba. “Invitación de la casa”, había dicho mi circunstancial amigo.

Frente a la entrada del socavón me sentí extraño. Dudé en entrar. Las medidas de seguridad no parecían en absoluto tranquilizadoras; pero, ¿qué sabía yo de seguridad minera? El tema es que me imaginaba el ingreso a la mina mucho más grande de lo que en verdad era. Aquello era una “puerta de servicio”. La principal debía estar siguiendo el camino de grava que subía más y más por el cerro.

Me pusieron un casco amarillo, medio oxidado, y mientras conversaban entre ellos en lengua quechua, fuimos entrando con cuidado por la oquedad, precedidos por las luces de dos linternas.

Confieso que en ese momento una sensación de inseguridad embargó todo mi ser. ¿Qué sabía yo de esos hombres? ¿Qué reales intenciones podían tener en llevarme a recorrer el interior de una mina alejada de todo? ¿No estaría a punto de ser víctima de un atraco? La fama del turista con dinero es algo habitual; aunque, por supuesto, no era ese mi caso.

¡Idiota!... Me había dejado llevar por el entusiasmo de conocer un sitio histórico. Pero ya era tarde. No podía echarme atrás; de seguro desencadenaría por anticipado el despojo que imaginaba.

Caminamos aproximadamente unos treinta metros.

En tanto avanzábamos, uno de los colegas de Manuel me preguntó si tenía cigarrillos. Le respondí afirmativamente.

En ese caso —dijo— deme tres o cuatro. Son para el TÍO. Así podrá usted entrar sin problemas”.

Sentí que había sido embaucado. Me habían hecho justamente “el cuento del TÍO” y sospeché que, en breve, sería víctima del primer atraco de mi vida. Entonces sucedió lo inesperado y una ola interna de horror indecible recorrió cada una de mis fibras.

Ahí adelante, a un costado, en una hornacina cavada en la pared misma de la caverna, la imagen del TÍO esperaba sus ofendas.

Esculpida toscamente en barro y pintada de rojo, la efigie de Satanás —El Diablo—, con cuernos y todo, me arrastró al más profundo y gélido espanto.

El demonio era el dueño de la mina. El mismísimo Lucifer era el TÍO.

¿En qué clase de morboso culto satánico me había dejado atrapar?

En ese momento supe lo que era el miedo.

 


El TÍO de las minas

 

El TÍO de los Mineros


 

“Si se considera el campo de la

cultura profunda y de las mentalidades,

se observa que aquí las continuidades

 son sorprendentes”.

Jacques Le Goff

Historiador francés

“El mundo sin milagros aparece en Europa poco

antes del fin del siglo XVIII, junto con un exceso

de racionalismo. Desde entonces lo insólito tiene

prohibido el paso al mundo real”.

Roger Caillois, 1970

 

 

Algunos dicen que es pequeño, casi un enano, y que sus ojos rojos brillan en la oscuridad como los de un gato. También comentan que su tez blanca, igual que su barba, lo acerca físicamente más a un gringo (extranjero-europeo) que a un cholo. Relatan que tiene cuernos y que los usa para excavar el socavón en busca de mineral, del que es dueño absoluto y celoso guardián. Por otro lado, cuentan que viste de minero y que posee todas sus herramientas (casco, sandalias, martillo) hechas completamente de oro. En ocasiones puede adoptar el aspecto de un hombre corriente, mezclándose con el resto de los trabajadores, pasando desapercibido; y en no pocas versiones, se aduce que puede convertirse en animal: sapo, víbora o perro negro, indistintamente. Si nos atenemos a la iconografía minera de Bolivia, su aspecto es el del más tradicional Satanás; de color rojo, con cuernos en la frente, grandes ojos y chiva negra en el mentón. Su pene, de enorme dimensiones, es otro de sus atributos; inclinando su personalidad hacia hábitos libidinosos y lúbricos, muy propios de la tradición europea sobre el Diablo.

Su carácter es inestable y ambiguo. Puede ser bueno y generoso por momentos, como maligno y avaro en otros. Siempre poderoso, de él depende el éxito o el fracaso en la mina. Como Señor de la Oscuridad, tiene la facultad de dar y quitar a voluntad; congraciarse con quienes lo respetan y enfurecerse con quienes lo ignoran. Vengativo, agradecido y, por sobre toda las cosas, mestizo en más de un sentido, el TÍO representa, en el imaginario minero del altiplano boliviano, al ser sobrenatural más importante, activo, respetado y temido entre la gente.

b

 

La presencia de fuerzas y seres misteriosos en la cotidianeidad de la vida andina es un dato de la realidad que revela lo arraigado de muchas creencias precolombinas y la convivencia sincrética de mitos y leyendas de origen americano y europeo (éstos últimos traídos por la conquista española a principios del siglo XVI).

Cualquiera que recorra Bolivia o Perú advertirá que el campesino, el aborigen y aún muchos “blancos”, comparten una concepción del universo —cosmovisión— muy distinta a la que hemos heredado (para bien o para mal) del racionalismo del siglo XVIII y su Ilustración. En los Andes, la magia de un mundo aún “maravilloso” sigue viva; conviviéndose sin conflicto con personajes y situaciones existenciales que el occidente “culto” (dicho esto con marcada ironía) ha colocado en el campo de las supersticiones hace ya unos tres siglos.

En los Andes no es extraño oír hablar, con total naturalidad, de “condenados”, “brujas devoradoras”, “Apus”, hombres metamorfoseados en animales (el Hatu-Runa, “Hombre-Lobo” andino), “pishtachos”, “seres salvajes de las selvas” (Sacha-Runa), “cerros sagrados”, “tesoros encantados” y demás fantasmas[9]. Frente a esa realidad, que atenta contra las leyes físicas y biológicas consideradas fijas e inmutables, se yergue nuestro escepticismo; sin darnos cuenta que, al igual que esa concepción “mágica” del universo, nuestras explicaciones científicas no satisfacen, ni producen la misma seguridad, a millones de hombres y mujeres. En definitiva, nuestra teorías, al igual que esas creencias, cumplen una sola y única función: combatir la ignorancia, destruir nuestros miedos y despejar el camino hacia un cúmulo de esperanzas, muchas veces ni siquiera creídas.

Seres sobrenaturales como el TÍO, despliegan en abanico situaciones y problemas existenciales comunes a todas las sociedades, sin importar el lugar y el tiempo. El temor a la muerte, al hambre, a la incertidumbre, a las catástrofes imprevistas, aparece escondido detrás de centenares de relatos fantásticos / folclóricos, componiendo el basamento de un imaginario colectivo tan rico como complejo.

Concebidos, adoptados y adaptados, los seres sobrenaturales de la cultura popular americana han sido interpretados como símbolos de ansiedades y deseos inconfesables. Sus atributos y actitudes expresan mejor que nada un mensaje, a veces moralizador, que pretende condenar a aquel que viole las normas establecidas por la comunidad en la que vive. La existencia de un objeto externo —generador de angustia sobre un sujeto que teme— es lo que define la relación comúnmente definida como miedo; que, en definitiva, no es otra cosa que el temor al castigo. No cabe duda de que la dialéctica psíquica fundamental está basada en una relación de conflicto entre el deseo (reprimido) y la prohibición (la Ley, los valores); y que un “yo” equilibrado se da cuando hay estabilidad, equilibrio, entre ese deseo y esa prohibición. Muchos mitos, leyendas y creencia tradicionales son las que instauran ese equilibrio. Caso contrario, la Ley entra en crisis; todo se pone en duda y germina la inestabilidad y la angustia.

b

 

Contrariamente al maniqueísmo heredado de Europa, en la América profunda lo que prevalece son la oposiciones binarias; la complementariedad de los opuestos; el perfecto equilibrio entre el bien y el mal, el día y la noche, lo masculino y lo femenino, el alma y el cuerpo. Por eso, divinidades como el TÍO no son ni buenas ni malas en sí mismas. Ángel y demonio al mismo tiempo, arrastra esa característica mencionada; que es anterior a la llegada de los españoles. Y si bien nosotros —hoy— percibimos en el personaje las condiciones más manifiestas de la maldad (de hecho, al TÍO se lo representa como un Diablo), deberíamos saber que, ante los ojos de un minero boliviano, esa imagen no personifica lo mismo que para nosotros. Ellos decodifican su realidad con otros patrones culturales —otro utillaje mental, diría Georges Duby—; sintiendo y viendo otra cosa diferente a la nuestra.

Antropomorfizado, el TÍO es un claro ejemplo de la derrota del racionalismo dieciochesco en el ámbito rural andino. Ateísmo y escepticismo sólo prosperan en las ciudades; que es en donde se decretó qué cosa es real y qué otra falsa.

Tuvimos que esperar que los historiadores de mentalidades y antropólogos advirtieran que la frontera entre la realidad y la fantasía ha sido muy variable; y que lo que consideramos cierto no es otra cosa que una construcción determinada históricamente.

Permítame el lector reproducir algo que escribí hace unos años al respecto:

“Cuando el historiador Jacques Le Goff explicó el carácter fronterizo de lo maravilloso durante la Edad Media, sostuvo claramente que dicha frontera poseía la cualidad de ser permeable, es decir, que sus manifestaciones se daban en el seno de la realidad cotidiana, no percibiéndose dichos fenómenos como algo particularmente extraordinario. Los acontecimientos maravillosos eran aceptados y reconocidos como parte natural de un Universo aún no regulado por la leyes de la física y los prodigios se añadían al mundo real sin atentar contra él, ni destruir su coherencia. Hadas, dragones, monstruos y duendes penetraban el mundo natural sin conflictos, sorpresa o misterio[10]. El concepto de “lo imposible” carecía de sentido[11] y “lo maravilloso” no espantaba ni sorprendía, ya que no se violaba ninguna regla sólidamente establecida. “Lo maravilloso —dice Le Goff— era una categoría del universo”[12].

“Estas cualidades otorgadas a la realidad hacían, del ignoto mundo invisible que rodeaba a los hombres, un hecho cotidiano; siempre tenido en cuenta a la hora de explicar catástrofes, pestes o hambrunas. La buena o mala suerte —individual y colectiva— se hallaba regulada, de una forma imposible de conocer, por fuerzas y energías que trascendían el mero plano material en el que hombres y mujeres desarrollaban sus prácticas diarias. Incluso, la franqueable frontera entre la vida y la muerte no estaba —como hoy— absolutamente definida” [13].

Con esto intento decir que el minero del socavón altiplánico construye su realidad con algunos elementos diferentes a los nuestros y movido por una estructura epistemológica muy distanciada de la que nosotros absorbimos del cientificismo positivista del siglo XIX. Por tanto, en su interpretación del mundo hay lugar para muchos TÍOS; y preguntas como las que yo le hice a mi informante en Potosí (si creía en eso) no son más que estupideces, derivadas de la ignorancia etnocéntrica en la que nos educan.

Por siglos, Europa y sus instituciones, pretendieron desprestigiar, desactivar y neutralizar las creencias tradicionales de los ámbitos no-urbanos[14]. Pero no fue sencillo. Espíritus, dioses, héroes y personajes legendarios, resistieron con tesón el embate “civilizador”; simulando, absorbiendo y fusionándose con la cosmovisión conquistadora.

Imposición y contaminación, produjeron un universo más rico, más complejo y (literariamente) bello. La creencia y el culto al TÍO es una claro ejemplo de lo que decimos.

 

b

 

Después de una tumba, el lugar que más se asocia a la oscuridad, a las sombras, e incluso a la claustrofóbica sensación de estar sepultado en vida, es —a no dudar— el húmedo socavón de una mina. Negro, asfixiante; responde a las características de un mundo de contornos indefinidos, de perspectivas mal apreciadas; de  calor agobiante, suciedad, polvo volátil y tétricas galerías que se extienden como arterias, vaya a saber uno a qué lugar. Pero, por sobre todas las cosas, la mina es un ámbito sin luz natural. Azabache. Ciego. No es casual que hayamos identificado culturalmente a los subsuelos con el infierno. Acaso, ¿no son los sótanos los escenarios urbanos predilectos de los filmes de terror?

Para nosotros, animales diurnos por excelencia, la asociación entre la muerte y la oscuridad nos resulta casi una obviedad. Desde tiempos inmemoriales, la noche no ha sido más que una palmaria negación de todo lo que existe. Y en el interior de las minas prevalece justamente eso: la noche eterna, combatida con más o menos eficiencia; improvisando una seguridad tan artificial y débil como una bombilla eléctrica.

Aún así, La Soberana de las Sombras, ejerce su poder absoluto.

La noche —la Oscuridad— genera vacilación; destruye la certidumbre que nuestras pupilas inventan cuando hay luz. Actualiza lo caótico y pone fuera del alcance toda vigilancia y control. Por algo casi todos los mitos cosmogónicos empiezan con la creación de las luminarias; contribuyendo a erradicar y combatir los actos prohibidos, imposibles de desarrollar durante día. La oscuridad rompe con el umbral de las inhibiciones; nos sustrae de las leyes, propiciando el caos, disputando el orden y sustrayéndonos de las ortodoxias que se respetan por convención. Nos da libertad; pero una libertad irresponsable. Abre el umbral a la desconfianza, a la inseguridad y al miedo. En ella los límites se desdibujan y las fronteras —físicas y morales— se abren para dar cabida al “Príncipe de las Tinieblas”: el Diablo (en sus diferentes concepciones).

El socavón es oscuro; y la oscuridad contribuye a catalizar la irrupción del temor más primitivo: la fantasía de ser devorado. Por ese motivo, la boca de la mina es el límite en cuyos bordes se configura una bisagra que, al girar los goznes, abre una puerta que da paso un mundo de diferentes percepciones, sensaciones y sentimientos. Y en ese mundo, el TÍO es el Rey.

La noche —lo Oscuro y lo profundo de la mina— está relacionada también a la lujuria y el sexo; y eso queda fielmente graficado en uno de sus atributos iconográficos: el enorme pene erecto con el que se simboliza no sólo el insaciable apetito sexual, sino también la fertilidad y la abundancia. Un fecundidad lúbrica que le lleva a perseguir, someter y violar —según la tradición oral— a todas las mujeres que entran en la mina. De allí la prohibición que éstas tienen de ingresar en el submundo donde se practica la actividad[15].

¿Hasta que punto las linternas consiguen exorcizar los demonios que atemorizan todavía a miles de mineros bolivianos?

La mitología nos habla de dioses diurnos y nocturnos, muchas veces en constante pugna. Ellos son los partícipes de batallas que nunca terminan de ser ganadas definitivamente. Triunfos y derrotas se alternan, como se alterna el día con la noche, en un mito de “eterno retorno” protagonizado por opuestos complementarios. Y el personaje que nos ocupa —el TÍO— participa también de todo esto, representando un rol ambiguo, ambivalente.

Así es el universo del minero; y así queda modelado por los seres de su imaginario.

En el corazón de la mina la adhesión al mundo desaparece y el hombre corre el riesgo de disgregarse. Aumentan los estados de irrealidad, que se exacerban con el miedo. Y el historiador lo encuentra a cada paso y en los sectores sociales más diversos. A causa de eso, fuera del socavón, en el carnaval (que se despliega por las calles una vez al año) son también los diablos —las diabladas— los que traducen el deseo de defenderse del temor; camuflándolo y expresándolo al mismo tiempo.

Como dijo Roger Caillos, “máscaras y miedo están constantemente presentes y juntos[16].

Podríamos hacer una larga lista de “miedos”, pero eso nos llevaría muy lejos de los límites de este breve ensayo. Razón por la que nos detendremos en uno en particular (sentido y expresado por las mayorías): el miedo a lo oscuro[17].

Ya en la Biblia se expresaba desconfianza a las tinieblas, mancomunadas —como dijimos antes— a la muerte. Pero que hay que distinguir (como lo hace Delumeau en su libro) dos tipos de miedo, asociados pero diferentes: (a) el miedo en la oscuridad y (b) el miedo a la oscuridad.

Ambos se experimentan en los socavones del TÍO.

El primero es el que experimentaron nuestros primeros ancestros, cuando se encontraban expuestos durante la noche a los ataques de predadores, sin poder adivinar su proximidad. Eran miedos recurrentes, que volvían cada vez que el sol se ponía y terminaron sensibilizando a la humanidad. Son temores objetivos, reales; que podían —y pueden— traducirse en los accidentes y peligros que se corren cuando se está en las sombras. Al mismo tiempo, son éstos los que llevan a poblar la oscuridad de otros peligros, los subjetivos. Y así pasamos al segundo tipo: el miedo a la oscuridad.

Éste está nutrido de subjetividades que se alimentan con la imaginación y la sugestión. Es el más moldeado por la cultura; y creador de ejércitos de fantasmas y duendes, monstruos y seres sobrenaturales, de los que el TÍO no es más que uno de los mejores y más acabados exponentes, en las minas de Bolivia.

b

 

Es de prever que un personaje tan complejo y ambivalente como el TÍO no tenga sólo un nombre. Por diferentes circunstancias y en distintas regiones andinas, la gente a desplegado sobre la divinidad una verdadera furia nominativa. Hoy día existen por lo menos unas ocho de formas diversas para referirse a él.

En las minas del Perú se lo conoce como Muqui o Tayta Muqui. Este nombre —según le informaran los propios mineros a la investigadora Carmen Salazar-Soler[18]— se utiliza cuando el año de trabajo en el socavón ha sido próspero. Pero cuando las cosas no marchan bien y la crisis económica asoma, cambian por el nombre de Zupay (o Supay). Si la mala fortuna continúa y situación empeora aún más, lo llamaban Anchanchu; o “El Arrierito”, si la crisis parece insuperable[19]. En Bolivia, como ya sabemos, es denominado el TÍO o Thiula; y en alguna que otra oportunidad, Otorongo (aunque no sea ésta una denominación demasiado difundida).

De todos los nombres señalados, quisiera detenerme en el tercero, Zupay, ya que de él se derivan una serie de consideraciones históricas muy importantes que nos permitirán captar en profundidad es sentido supuestamente demoníaco que tiene el TÍO en el altiplano boliviano. De ello hablaremos en el apartado siguiente.

 
 

 El TÍO Malo de los Andes


  

“Toda fe ejerce una forma de terror”.

Cioran, Adiós a la Filosofía, pág. 10

 

Durante los siglos XVI y XVII, las crónicas escritas en el Perú —como así también los catecismos, ordenanzas reales, publicaciones oficiales y privadas— le dieron una rol preponderante al demonio. Podría decirse que estaban obsesionados con él. Para poder entender esto es necesario hacer una breve descripción de lo que sucedía en el Viejo Mundo en momentos en que se iniciaba la conquista de América.

Hacia principios de la Edad Moderna, Europa y su heterogénea sociedad se vio inmersa en un complicado proceso cultural en el que la incertidumbre se convirtió en una de sus notas esenciales. La Reforma Protestante se proyectó como una sombra amenazante y alternativa, rompiendo el secular monopolio que el catolicismo había mantenido en cuestiones de fe, y se avizoró que el peligro se incrementaba dentro de las fronteras mismas de la cristiandad. A los moros y paganos del mundo exterior se sumaban ahora los acólitos de Martín Lutero, armados con duras críticas a la Iglesia Católica y a sus tradiciones en crisis. La economía se afianzaba en un capitalismo comercial que, desde los siglos XII y XIII, venía produciendo profundas transformaciones en el modo en que los hombres conceptualizaban la pobreza, la limosna y el status que los  pobres (indigentes) tenían en la sociedad. Por su parte, las ciudades adquirieron la relevancia que habían perdido desde los días del imperio romano y el rol del Estado se agigantó, abarcando ámbitos que, hasta hacía poco, estaban reservados exclusivamente a la institución religiosa.

Demasiadas cosas se estaban trastocando; y en este contexto de ciudad sitiada (como dice Jean Delumeau), el catolicismo reaccionó desplegando un programa de rigurosa moralización y de una vida cristiana más ligada a la ortodoxia. Fue esa resistencia conservadora ante el cambio la que terminó demonizando a todos los contrincantes y ayudó a que se desatara una violenta persecución de herejes.

No deja de sorprender que haya sido la Europa moderna de los siglos XVI y XVII la que dedicara tantos esfuerzos teológicos, jurídicos y políticos contra los supuestos miembros de sectas satánicas[20]. También la demonología alcanzó su más alto grado de sutileza y perfección intelectual durante la modernidad. Obras de influyentes demonólogos vieron multiplicar sus ediciones, testimoniando así el éxito que tenían entre la elites cultas —religiosas y laicas—, como así también entre los sectores populares, gracias a las ediciones baratas y demás mecanismos que permitían ampliar la circulación de dichos contenidos.

El miedo al Diablo se incrementó, y junto con él una serie de fantasías morbosas influenciaron el imaginario de una sociedad que observaba cómo se alteraba su entorno moral, social, político y económico.

Íncubos y súcubos —demonios asociados al sexo—, sacrificios humanos, pactos demoníacos, necrofilia ritual y espantosos espectros de ultratumba, afectaron progresivamente la sensibilidad y actitud del hombre ante las maravillas.

Por otro lado, los libros han ejercido desde la Edad Moderna un poderoso influjo en los hombres.

No sólo con sus textos, sino también con sus formatos (soportes materiales de lo escrito), la palabra impresa supo condicionar actitudes y reacciones, consolar desilusiones y estimular la imaginación de una buena parte de los europeos, entre los siglos XV y XVIII. Cumplió un papel silencioso —aunque nunca pasivo— en los complejos procesos culturales que condujeron a la occidentalización del imaginario extraeuropeo[21], y a la cristianización de las comunidades rurales que, dentro de Europa, seguían conservando —en plena modernidad— creencias, rituales y festividades de raíces claramente paganas[22].

El condicionamiento de la palabra escrita tuvo, así mismo, un rol significativo en la construcción de la frontera levantada entre lo real y lo irreal. Por lo tanto, una aproximación a estas influencias puede decirnos mucho acerca del lugar y función que los seres sobrenaturales tuvieron en dichas sociedades.

Es sabido que el relato verbal excitó la imaginación de los oyentes durante siglos. Al respecto, Louis Vax escribió:

 

“[...] Lo llamado fantástico no tiene el mismo significado cuando se refiere a una imagen que cuando se aplica a la narración [...]. El hombre no reacciona de la misma manera ante una tela pintada y ante una historia [...]. Mientras que los espectadores de la Edad Media no ignoraban el carácter imaginario de las obras de arte y la aceptaban como tal, las narraciones de hechos fantásticos eran tomados al pie de la letra[23].

 

Pero la imprenta —difusora fundamental del texto impreso— ofreció un soporte (el libro) que prestó mayor convicción a los contenidos extraordinarios de cientos de relatos que venían circulando en la tradición oral europea, desde hacía siglos. Creencia y rumores se plasmaron en tinta y papel, convirtiéndose en testimonios seguros de veracidad.

El éxito editorial de muchísimos de esos textos —y las cuantiosas ganancias obtenidas por editores, libreros y buhoneros— permitieron y obligaron a que las obras se reeditaran una y otra vez lo largo de la mayor parte de la Edad Moderna.

En formatos elegantes y ediciones costosas —como también a través de opúsculos, pliegos sueltos o almanaques—, cientos de obras se readaptaron para un público no experto en el arte de la lectura, facilitando la transmisión, conservación y supuesta confirmación de las múltiples amenazas que se encarnaban en demonios, brujas y fantasmas.

Hoy sabemos que la gente tenía un acceso a lo escrito mucho más amplio de lo que se creía hasta hace poco[24]. Por ello es posible arriesgar que, la difusión de los textos arriba indicados, sirvieron de plataforma a creencias, gestos y actos que en la actualidad se nos pueden antojar como inverosímil.

El poder de los libros era múltiple.

Por un lado, la palabra escrita se encontraba rodeada de una mística que hacía de la lectura un acto cuasi-religioso, en donde el temor y el respeto se confundían dando vía libre a la credulidad más absoluta, permitiendo la convivencia con los aspectos maravillosos o soportando los temores que generaba lo sobrenatural.

La interacción entre lo imaginario y lo real —esa mezcla sin solución racional entre dos realidades distintas, la del lector y la del texto— no cesaba una vez cerrado el libro. El compromiso emocional que se le imprimía a la lectura (ya sea en voz alto o en voz baja), prolongaba y alimentaba la secular concepción mágico-religiosa del universo. Por otro lado, la conjunción de la palabra escrita y el dibujo (los grabados) se constituyó en un instrumento muy influyente de propaganda contra los conventículos satanistas, que invocaban (dentro del delirio tremendistas de muchos) a los muertos, en ceremonias necrofílicas. Las posibilidades técnicas de reproducir imágenes en el interior —o tapas— de los libros, permitieron que la credulidad supersticiosa exacerbara aún más el temor ya presente en la sociedad. Esos libros, que referían sucesos fuera de lo común, explotaron el poder que la imagen y el texto encerraban; materializando gráficamente, ante los ojos sorprendidos de lectores u oyentes, peligros físicos, riesgos morales, prejuicios y miedos.

Como hemos visto, una lectura emocionalmente comprometida volvía muy poco factible la duda, y casi nadie criticaba a las sabias autoridades que publicaban esos trabajos. La necesidad de comprobar a través de la experiencia todo aquello que se sostenía por escrito no estaba considerado un paso obligatorio. No obstante, esta situación recién empezaría a cambiar hacia fines del siglo XVII, aunque conservando muchas conductas que impedirían el asentamiento de la duda y la incredulidad en el seno profundo de la sociedad[25].

Es evidente que no leían de la misma forma que nosotros, ni la actitud ante lo escrito era idéntica[26]. Sus ideales, supuestos y nociones básicas los conducían a interpretaciones que hoy rechazaríamos de plano. Como bien escribe Robert Darnton:

 

Los esquemas interpretativos dependen de las cambiantes configuraciones culturales, a lo largo del tiempo. Mundos diferentes, leen diferente[27].

 

Y fueron esas lecturas modernas, esa nueva manera de acceder a lo escrito, lo que terminó por rodear a los seres sobrenaturales  y duendes de las características negativas que conservarían por siglos.

 

En América, la Iglesia y su ejército de evangelizadores, convirtieron al Diablo en el padre de todas las idolatrías. Los Andes pos-coloniales  absorbieron la imagen del Satanás perfectamente definida desde los días de San Agustín, quien es considerado uno de los principales responsables de los rasgos modernos de Satán. De ser un personaje inmaterial en los textos del Antiguo Testamento, el diablo se fue tornando más y más concreto con el paso de los siglos, y actuante en el mundo de los hombres.

Ángel caído, Príncipe de las Tinieblas, celoso del poder de Dios, enemigo de los hombres; Satanás, guiado por su deseo de ser adorado, usurpó mediante el engaño el culto que sólo se debía al Supremo. Y por eso fue combatido con todas las armas de las que se disponía, especialmente en suelo americano; ya que, como escribió Duviols,

 

no hay duda de que la demonología fue la ciencia teológica más generalizada entre los conquistadores y colonizadores del Perú[28].

 

Según el padre Acosta,

 

“(...) después de la llegada de Cristo y de la expansión de la Iglesia en el Viejo Mundo, el demonio se refugió en las Indias, donde ha reinado como dueño absoluto hasta la llegada de los españoles[29].

 

Con sentencias como estas, la Iglesia puso énfasis en la necesidad de la sistemática destrucción de las religiones autóctonas, por considerarlas idolatrías y claras manifestaciones rituales de adoración al Maligno.

La desacreditación de los dioses locales y de los sacerdotes aborígenes se puso en marcha. Los espíritus, que según las tradiciones precolombinas moraban en los ídolos que reverenciaban, empezaron a ser definidos como demonios y las apariciones del Diablo más que comunes.

Satanás afloraba siempre con formas horrorosas que iban desde indios enanos, negros e incluso con aspecto animal. Las piedras y los árboles también eran susceptibles de quedar poseídas por Lucifer.

El diablo estaba en todos lados, pero la noche era su ámbito favorito; dominando especialmente los sueños y las alucinaciones. Su poder onírico lo llevó a convertirse —desde el siglo XVII— en un ser sexualmente depravado, deviniendo en demonio erótico (súcubo o íncubo). Por éste y otros motivos, se convirtió en el principal enemigo de los evangelizadores y extirpadores que luchaban contra su poder adoptando el rol de exorcistas. A tal punto que todas las órdenes religiosas se creían la más temida por Satán.

Pero, ¿existía en las religiones andinas un equivalente al Diablo europeo?

 Según los cronistas, la repuesta es contundentemente positiva: los incas tenían un diablo y lo llamaban Zupay (Supay, Cupay); que, como señalamos más arriba, es uno de los tantos nombres con los que se conoce al TÍO.

Pierre Duvoils nos informa que la referencia más antigua del Zupay data de 1550 y que si bien el personaje existía en las creencias precolombinas, no era él único demonio, duende o fantasma del imaginario aborigen con características negativas. Los Hapunuñus y los Humapurick, entre otros, son claros ejemplos del extraño aluvión de monstruos que, según los españoles, azotaban el Nuevo Mundo. Pero a pesar del elevado número de criaturas sobrenaturales con las que se toparon, los peninsulares eligieron a Zupay como el mejor candidato para encarnar a Satanás.

Desde entontes, Zupay es el Diablo, incluso fuera del ámbito de la cultura quechua o aymará. El criollo absorbió esa identificación y las leyendas populares de Argentina, por ejemplo, muestran al Zupay como un gaucho engalanado y bien vestido con ropa fina y negra, chiripá del mismo color, puñal, espuelas y rebenque de plata y oro. Además, monta un caballo oscuro, muy enjaezado. Sus cualidades son las de ser un eximio payador, que desafía en las perdidas pulperías de la pampa, a los mas duchos exponentes del arte de payar.

Adolfo Colombres en Seres Sobrenaturales de la Cultura Popular Argentina,  dice:

 

“Suele presentarse asimismo con la forma de una animal conocido, o más comúnmente como un híbrido de macho cabrío y hombre, con cuernos de chivo, rostro de sátiro de larga pera, bigotes, cuerpo muy velludo y piernas de chivo con impresionantes pezuñas, y con capa negra. Con frecuencia se presenta también como remolino, y hasta como un árbol”[30].

 

Como puede apreciarse, de idéntica forma, el TÍO comparte algunas de la maravillosa cualidad de metamorfosearse en animal, y el aspecto físico del demonio católico (al menos a la hora de ser representado artísticamente). Por otro lado, el ámbito de subterráneo también queda ligado al nombre de Zupay.

 

“Su templo es la Salamanca, gran cueva en las entrañas de los cerros o subterránea en la que se dan cita las brujas y acuden otros iniciados en las prácticas del maleficio. Es que funciona allí la Universidad de las Tinieblas, donde se enseña toda suerte de maña, destreza o habilidades, y sobre todo el arte de dañar al prójimo y arrastra su alma a la perdición”[31].

 

Pero para los aborígenes que habitaban América antes de la conquista, el Zupay no era un espíritu exclusivamente maléfico. Sólo con los españoles y la evangelización llegó a encarnar el mal en persona; no antes.

Al respecto, escribió Carlos D. Valcárcel:

 

“Supay se presenta en realidad en formas múltiples, tiene una serie de encarnaciones; una multitud de diferencias. Ya es genio protector como destructor. Supay es aquel a quien se le teme y a la vez venera. Pero cualquiera sea su forma, es siempre, ante todo, un dios del mundo”[32].

 

En síntesis: “[...] desde los primeros tiempos, los evangelizadores se esforzaron en convencer a los indios de que una de sus divinidades y el demonio eran la misma cosa; pero también los adoctrinaron, por medio de sus sermones, para que incluyeran dentro del espíritu general de Supay a cada una de sus huacas diabólicas[33].

En el folclore andino contemporáneo existen innumerables demonios y espíritus malignos, pero todos ellos se distinguen muy bien del Diablo católico, que también ocupa un lugar destacado en sus creencias. Hasta hoy, el Supay es —entre ese campesinado heredero de la cosmovisión andina— un espíritu más entre los muchos otros que hay.

Por eso, no tenemos que confundirnos (como me confundí yo cuando entré en aquel socavón potosino en 1986): lo mineros que adoran al TÍO a través de la imagen de un Diablo, no reverencian el Lucifer de la Biblia, sino a una mezcla aculturada de Supay prehispánico con influencias católicas producto de la conquista. No son satanistas ni mucho menos, sino el producto de una historia de sincretismo e inconsciente resistencia cultural.

 

b

 

 

Lugar de Encuentros


 

“Ponemos en tela de juicio todo lo que antaño amamos,

 y tenemos siempre razón y siempre estamos equivocados;

 pues todo es válido y todo carece de importancia”.

Cioran,  Adiós a la Filosofía, Pág. 140.

“Nuestras verdades no valen más

 que las de nuestros antepasados”.

Cioran, Adiós a la Filosofía, Pág. 138

 

 

Lugar de encuentro de tres culturas, la mina fue el crisol en donde europeos, aborígenes americanos y negros traídos de África, recrearon el universo mestizo del Nuevo Mundo intercambiando fluidos corporales, mitos y creencias. De todos estos lugares, las minas de Potosí fue uno de los más importantes debido a la enorme cantidad de seres humanos que congregó en sus socavones.

Espacio de contacto, pero también de sufrimiento y miedo, esperanza y resignación, en sus galerías la baraja ibérica y la chicha incaica compartieron las misma mesa, y se influenciaron mutuamente. Mixturaron las herencias culturales que arrastraban y, desde entonces, nada fue igual a lo que antes era. En las minas se inventó gran parte de lo hoy es América.

Uno de los campos que más cambios experimentó fue el de la religión.

El catolicismo rampante modificó y se vio modificado al mismo tiempo. La necesidad de difundir el nuevo dogma en un contexto cultural con miles de años de historia previa —como el americano—, obligó a moldear rituales y creencias. Incluso el aspecto y cualidades intrínsecas de muchos personajes del panteón católico, debieron camuflarse a la americana para poder encontrar inserción en los millones de almas que, según la visión española, reclamaban dejar las idolatrías para abrazar la verdadera religión.

Como señaló Silvia Caumeda Madrigal, así es como surgieron “las bases del primer y más importante símbolo sincrético del continente: las vírgenes criollas[34]. Con ellas se dio el paso inicial para conseguir la simbiosis entre las culturas.

Vírgenes  de todas las pigmentaciones imaginables poblaron América, adaptadas a la sensibilidad india con sólo objetivo: eliminar las creencias de las etnias autóctonas. Pero los viejos dioses se resistieron a morir; y aún hoy —inicios del siglo XXI—subsisten, muchos de ellos injertados en el trono del catolicismo.

El mestizaje artístico acercó al indio a la imaginería católica. Fue un instrumento de aculturación y propaganda sumamente eficaz; y una forma de ver claramente las mezclas surgidas. Es importante observar que muchas vírgenes criollas visten como princesas incas y que, en la arquitectura religiosa, se conservaron símbolos precolombinos con el objeto de llevar a la gente de la vieja a la nueva religión. En Potosí, la virgen mestiza típica y más adorada es la Virgen del Socavón, representada con su típica forma triangular, que remite –e imita— al Cerro Rico. Una excelente manera de visualizar dos elementos de adoración en uno: por un lado la Madre del Salvador; por la otra un cerro que simboliza a los viejos dioses de las alturas y, a su vez, a la propia Madre Tierra, Pachamama.

Otras de las formas con las que extirpadores y doctrineros españoles pretendieron evangelizar al indio fue, como ya hemos visto en el apartado anterior, usando la herramienta más eficaz que tenían a mano: el miedo. Y de todas las armas ideológicas, la imagen del infierno fue una de las más efectivas.

Ya en 1551 los Concilios celebrados en el Perú sugerían a los curas ofrecer a los aborígenes —y con sumo detalle— los terribles horrores del infierno. La pedagogía del miedo se ponía en marcha y la residencia del diablo se convirtió en el destino obligado de todo aquel que renegara de la nueva religión, no fuera bautizado, blasfemara, no cumpliera con los mandamientos o persistiera en sus creencias ancestrales.

En el infierno los desdichados encontrarían el tormento y el dolor eterno. Un dolor infinito, esclavizados por el Maligno y sin posibilidad alguna de gozar del amor de Dios. Incluso se propagó la idea —terrible para los “indios”— de que todos sus antepasados se pudrían en él. Un castigo retroactivo a las generaciones anteriores de quechuas y aimaraes. Un golpe más a la ya desestructurada mentalidad autóctona.

¿Cómo se sentiría usted, lector, sabiendo que su padre, su abuelo y aún bisabuelo, se están quemando de dolor en el fuego eterno con Satanás (y cree fervientemente en eso)?

 

Según la tradición europea, el infierno estaba en las profundidades de la tierra, en el mundo subterráneo; ese mundo material y concreto al que se podría acceder por el socavón de una mina. De allí la carga negativa que empezaron a tener. Se convirtieron en el escenario ideal para la celebración de pactos secretos —e imaginarios— con el Malo. La leyenda de la Salamanca es un claro ejemplo de eso.

En la cosmovisión incaica, sin embargo —y es lícito recalcarlo—, no existía la concepción del infierno, ni la imagen moderna del diablo.

Para los incas el universo se dividía en tres regiones claramente delimitadas. El Hanan Pacha, o Mundo de Arriba, en donde vivían los dioses creadores. El Kay Pacha, o Mundo del Aquí, en el que habitaban los seres humanos. Y, finalmente, el Uku Pacha, o Mundo de Abajo, que era el lugar de residencia de los muertos y antepasados sagrados.

Para ellos esta división tripartita no significaba que cada región estuviera separada de la otra como si fueran compartimentos estancos. La comunicación entre ellos era factible y se lograba en determinados lugares denominados Pacarinas, especies de puertas sagradas que permitían el acceso de un mundo a otro.

Un cerro, un lago, una piedra, una gruta, podía ser una Pacarina; y en ellas solían congregarse los miembros de las comunidades para practicar rituales de reciprocidad con los dioses y antepasados (considerados divinos).

Entonces, ¿no sería posible considerar a las minas como residuales pacarinas de una cosmovisión vencida?

Los mineros de hoy en día hablan —y creen— en las cotidianas apariciones del TÍO. Apariciones bien concretas que quedan plasmadas en las descripciones que ya hemos hecho de la divinidad en cuestión.

El TÍO se deja ver. Se les aparece a los mineros —raras veces a los ingenieros, jefes del socavón— para cumplirles o recibir respuesta a sus promesas de riqueza y poder. De ahí las ofrendas que se le dan a diario, y el respeto temeroso que el personaje despierta. Nadie que trabaje en la mina ingresa a ella sin antes entregar un buen k’uyuna (cigarrillo), hojitas de coca, aguardiente (“trago”), flores, caramelos, animalitos, ciertos polvos minerales de color amarillo o azul e, incluso, en casos extraordinarios cuenta la tradición oral, una wawa (bebé) en sacrificio.

Con el TÍO se pacta. Se establecen promesas y es ahí cuando la ofrenda andina se convierte —a ojos europeos— en un signo más del contacto con Satanás y la detestable idolatría americana.

Pactar con el diablo es entregarle su alma y convertirse en su acólito militante contra la iglesia. De ahí la persecución y quemas de herejes (satanistas) que —desplegadas en el furor de una Europa delirante de temor— se reeditaron en suelo americano.

Los doctrineros coloniales, con su maestría intelectual para resaltar las sutilezas más morbosas, definieron así dos tipos diferentes de pactos: los explícitos y los implícitos.

En los primeros, el idólatra firmaba —literalmente hablando— un compromiso escrito con Satanás, obligándose a servirlo, difundir su culto y llevar a cabo sacrificios humanos (uno de los tabúes más fuerte de occidente). De los dos tipos de pactos, éste era el peor.

En los implícitos, el satanista-hereje no rubricaba ningún documento; sólo se comprometía a mantener los sortilegios y hechicerías que había heredado de sus abuelos, a pesar de las prohibiciones impuestas por los evangelizadores. En otras palabras, se resistían al nuevo orden; y por ello, los “rebeldes”, debían ser erradicados.

 

¿Cuánto de todo lo dicho se mantiene en el culto minero del TÍO?

¿Cuánto de la herencia precolombina se conserva?

¿Cuánta culpa implantada se arrastra cada vez que se le rinden respetos?

¿Cuánto de europeo y cuánto de indio tiene ese TÍO del socavón?

¿Cuántas tradiciones se mezclan para que esta divinidad mestiza tomara forma? Porque, más allá de la influencia católica, otras vertientes paganas vinieron en los barcos de la conquista americana; contribuyendo a alimentar el imaginario de estas tierras allende los mares.

La investigadora Salazar-Soler hace hincapié en el aporte de duendes y gnomos mineros del paganismo europeo[35]. Es lícito recordar que demonios, espíritus y seres pequeños —guardianes de minas— proliferaron en el folclore del Viejo Mundo y es más que lógico pensar que esa influencia se instaló también en los socavones bolivianos, ayudando a recrear la imagen del TÍO.

¡Qué combinación tan fantástica!...

Diablos, dioses prehispánicos, duendes y gnomos europeos, demonios católicos, pacarinas, sensación de temor y necesidades insatisfechas. Un cóctel cultural más que interesante, amalgamado en un ser, vigente en el imaginario colectivo de las minas altiplánicas.

 

 


ab

 

 

 


    


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


 

   Palabras Finales


 

“Todos se esfuerzan por remediar la vida de todos.

 (...) La sociedad en un infierno de salvadores”.

Cioran, Adiós a la Filosofía, pág. 9

 

Potosí, julio de 1986

Buenos Aires, enero 2005

 

Secundado por las risas de Miguel y sus ex-compañeros de trabajo en la yacimiento, salí del socavón y eché una última mirada a la boca negra del mina que acababa de recorrer. Dejaba atrás un universo fascinante que me conectaba con el duro pasado de una región que había conocido la grandeza y la miseria a lo largo de los siglos coloniales.

Esa mina que quedaba a mis espaldas y el imaginario construido dentro de ella, permanecería para siempre en mi memoria. Desde ese momento, la sombra del TÍO aparecería una y otra vez en sueños y recuerdos.

Tomé un camión para bajar a Potosí, custodiado por las sombra del Cerro Rico, que se alargaba con el avance de la tarde. Me despedí de Miguel e instalé mis reales en el hall de la terminal de buses. Tenía que esperar un largo rato, antes de tomar el micro que me llevara a la capital del país.

Tuve varias horas para reflexionar sobre la experiencia de aquella tarde, y reírme de mí mismo y de mi ignorancia. Aunque por entonces no captaba en profundidad el sentido antropológico de lo sucedido, entendí que en esa mina potosina había reeditado parte de un choque cultural que tenía casi 500 años de antigüedad. Dos tradiciones diferentes, dos cosmovisiones dispares, con orígenes históricos que se ubicaban en las antípoda habían vuelto a chocar. Y mis prejuicios, traducidos en miedo ante la imagen burdamente tallada del TÍO, no me permitieron —por entonces— captar el significado profundo del ritual en el que, involuntariamente, había tomado parte.

El legado occidental que yo encarné ese día me acercaba —sin saberlo— más a los extirpadores de idolatrías que a la sociedad andina que tanto admiraba y quería. Me resultaba incomprensible aquella realidad de ofrendas y sincretismo religioso. Lo que por entonces tenía era una autosuficiente etnocéntrica que me encorsetaba y limitaba la capacidad de comprensión. Tras tantos años de lecturas y viajes a esa misma región andina, llegué a entender mucho mejor a ese pueblo, a arañar la superficie epidérmica de una cultura muy diferente a la mía; aún compartiendo el mismo idioma.

Allí, en Bolivia, algo muy antiguo, muy mestizado, sobrevivía con fuerza. Se sostenía vivo, vigente. Allí era posible mantener un diálogo con el pasado, actuante en nuestros días; y reeditar un segmento cosmovisional que, en la sociedad en la que vivo, hubieran calificado de superstición.

Si mantuviera hoy día esa mirada imperialista —que inocentemente tenía por entonces— los años habrían pasado en vano, sin aprender nada.

Actualmente, comprendo mejor al TÍO y sus devotos. Entiendo su función, su necesidad de estar, a pesar de las crisis de la minería y el consiguiente riesgo de que ese culto sincrético se diluya por el avance de la modernidad.

Pero el TÍO es fuerte. Resiste por ahora todos los prejuicios e intentos por uniformizar la fe; que no es otra cosa que el intento por homogeneizar las esperanzas. El Señor de la Oscuridad sigue firme, respondiendo a las necesidades de un pueblo; encarnando la historia de un “encuentro” y revelando los padecimientos y temores de un sector al que la globalización no alcanzó aún del todo.

Entre las muchas cosas que aquella tarde aprendí, una, mejor que todas las demás, supo resumirla el célebre historiador francés Paul Veyne cuando expuso que

 

“La historia, como viaje que es hacia lo otro, ha de servir para

hacernos salir de nosotros mismos, al menos tan legítimamente

                                  como para asegurarnos dentro de nuestros propios límites”.

 

 

Buenos Aires, enero de 2005

FJSR

 

BIBLIOGRAFÍA

 

 

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01/01/2005

 

Fernando Jorge Soto Roland

Profesor en Historia por la Facultad de Humanidades

Universidad Nacional de Mar del Plata

Investigador, explorador, escritor.

 


 



[1] Nota del autor: Es sintomático, como veremos mas adelante, la actitud un tanto lúbrica del personaje principal y la postura de entrega y sumisión, diríamos sexual, de la secuestrada. Evidentemente, el acto antropófago del Minotopo podría ser una sublimación bien directa de una noche de lujuria en los húmedos recorridos de los subterráneos de Buenos Aires.
[2] Borges, Jorge Luis, Casares, Adolfo Bioy y Ocampo, Silvina, Antología de Literatura Fantástica, editorial Sudamericana, Buenos Aires, primera edición setiembre de 1965, pp. 422-432.
[3] Ibíd., pág. 428.
[4] Ibíd. Pág. 429.
[5] Ibíd. Pág. 427.
[6] Delumeau, Jean, El Miedo en Occidente, Editorial Taurus, 1978.
[7] Nota: en el moderno imaginario social citadino corre el rumor —leyenda urbana— de que en las cloacas de la ciudad de New York nadan cocodrilos albinos de gran tamaño que, de tanto en tanto, suelen devorarse a los operarios municipales que trabajan en las profundidades.
[8] Archivo personal del autor.
[9] Véase: Ansión, Juan (1987): Desde el rincón de los muertos. El pensamiento mítico en Ayacucho, Lima: Gredes. Ansión, Juan ed. (1989): Pishtacos de verdugos a sacaojos, Lima: Tarea. Arana, Marie (2001): American Chica: Two Worlds, One Childhood, Dell Publishing Company,. Arguedas, José María (1953): «Folklore del valle del Mantaro. Cuentos mágico-realistas y canciones de fiesta tradicional del valle del Mantaro, provincia de Jauja y Concepción», Folklore Americano 1: 101-293, Lima. Arguedas, José María y Francisco Izquierdo (1947):  Mitos, leyendas y cuentos peruanos, Lima: Ministerio de Educación. Ayala Leonardi, Flor de María (1994): Contribución a un diccionario mitológico andino. Tesis para optar el grado de Magister en Literaturas Hispanicas, Lima: Pontificia Universidad Católica, p. 26. García Miranda, Juan José (1993): «Mito y violencia en el Perú»  en Ricardo Melgar Bao y Ma Teresa Bosque Lastra (compiladores), Perú contemporáneo: el espejo de las identidades, México: UNAM. Guaman Poma de Ayala, Felipe (1613):  El primer nueva cronica y buen gobierno.  Edición crítica de John Murra y Rolena Adorno, México: Siglo XXI, 1980. Mejía Xesspe, Toribio (1952): «Mitología del Norte Andino del Perú», América Indígena 3, vol. 12, Lima. Molina, Cristóbal de [«El Cuzqueño»] (1574): Fábulas y ritos de los Incas, en Loayza, F. A. ed. (1943):  Las crónicas de los Molinas, Pequeños grandes libros de historia americana, Serie I, tomo IV, Lima. Morote Best, Efraín  (1952): «El degollador (Nakaq)», Tradición, Revista Peruana de Cultura 11, Año II Vol. IV, Cuzco, pp. 67-91. Morote Best, Efraín (1989): Aldeas sumergidas. Cultura popular y sociedad en los Andes, Cusco: Centro Bartolomé de las Casas . Ortiz Rescaniere, Alejandro (1973):  De Adaneva a Inkarri, Lima: Retablo de papel. Pantoja Ramos, Santiago (1974): Cuentos y relatos en el quechua de Huaraz, escritos bajo la dirección de José Ripkens, Huaraz: Estudios Culturales Benedictianos, Huaraz. Portocarrero, Gonzalo, Isidro Valentín y Soraya Irigoyen (1991): Sacaojos: crisis social y fantasmas coloniales,  Lima: Tarea. Szeminski, Jan (1983): La utopía tupamarista, Lima: PUCP. Vargas Llosa, Mario (1993): Lituma en los Andes, Bogotá: Planeta. Vergara, Abilio y Freddy Ferrúa (1987): "Ayacucho, de nuevo los degolladoreo", Quehacer (nov. 1987): 69.
[10] Caillois, Roger, “Del cuento de hadas a la ciencia Ficción”, en Imágenes, Imágenes...Ensayos sobre la función y los poderes de la Imaginación. Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1970, pp. 9-47.
[11] Véase: Febvre, Lucien, El Problema de la Incredulidad en el Siglo XVI. La Religión de Rabelais, Editorial UTHEA, México, 1959, pp.379-383.
[12] Le Goff, Jacques, Lo Maravilloso y lo Cotidiano en el Occidente Medieval, Editorial Gedisa, Barcelona, 1994, pp.9-25.
[13] Véase: Soto Roland, Fernando Jorge, Visitantes de la Noche, editorial martín, Mar del Plata, 1997.
[14] Véase: Duvoils, Pierre, La Destrucción de las religiones andinas, Universidad nacional Autónoma de México, 1977.
[15] Recién en los últimos años un porcentaje bajo pero significativo de mujeres están empezando a participar en las tareas mineras de extracción de metal. No excede el 6 % aproximadamente, pero constituye un síntoma de que una larga creencia tradicional ha empezado a dar señales de agonía.
[16] Caillois, Roger, Imágenes, imágenes. Ensayos sobre la función y los poderes de la imaginación, Ed. Sudamericana, 1970
[17] Véase: Delumeau, Jean, El Miedo en Occidente, Ed. Taurus, 1978.
[18] Véase: Salazar-Soler, Carmen, La Divinidad de las Tinieblas, Bulletin de l’Institut Francais d’Études Andines, Nº spécial: “Tradición oral y mitología andinas”, Lima, 1997, tomo 26, Nº3.
[19] El nombre Arrierito se debe a la creencia de que el TÍO —como los arrieros— lleva el mineral de un lugar a otro por el interior de las minas; dándoselos a los que lo respetan o quitándoselo a los que lo ignoran. La tradición dice que sigue caminos subterráneos que sólo él conoce.
[20] Véase, Cohn, Norman, Los Demonios Familiares de Europa, Editorial Alianza, Madrid, 1975.
[21] Véase, Gruzinski, Serge, La Colonización del Imaginario. Sociedades Indígenas y Occidentalización en el México Español. Siglos XVI-XVII, Editorial Fondo de Cultura Económica, México, 1991.
[22] Delumeau, J., op.cit., pp.398, 572, 618 y 638.
[23] Vax, Louis, Arte y Literatura Fantástica, Eudeba, Buenos Aires, 1963, pág. 39.
[24] Chartier, Roger, “Las Prácticas de lo escrito” en Historia de la Vida Privada, Tomo 5, Editorial Taurus, Madrid, 1992, pp. 129-131.
[25]Véase, Wootton, David, Lucien Febvre y el Problema de la Incredulidad Moderna, Editorial Biblos, 1991.
[26] Véase Chartier, Roger, “Historia del libro e historia de la lectura” en El Mundo como representación, Editorial Gedisa, Barcelona, 1995.
[27] Darnton, Robert, “Historia de la lectura” en Formas de Hacer la historia”, Editorial Alianza, Madrid, pág.178-179.
[28] Duviols, op.cit. pág.25
[29] Acosta, P. José de, Historia Natural y Moral de las Indias, 1590. Pág. 140.
[30] Colombres, Adolfo, Seres Sobrenaturales de la Cultura Popular Argentina, Ediciones del Sol, 1984, pp.125.
[31] Ibíd, pág.126.
[32] Valcárcel, Carlos D.,  Supay, sentido de la manera autóctona”, artículo publicado en RMN t. XI, Lima, 1942, pp.32-39.
[33] Duvoils, P. Op.cit. pág.40
[34] Caunedo Madrigal. Silvia, “De las hijas del sol a las vírgenes criollas”, en Las Entrañas Mágicas de América, Editorial Plural, Madrid, 1992.
[35] Salazar-Soler, C. Op.cit. Pág. 24-27.

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