ENSAYO
EL SEÑOR
DE LA OSCURIDAD
LA LEYENDA DEL TIO Y OTROS
SERES DE LAS PROFUNDIDADES
Por
Fernando
Jorge Soto Roland
Profesor Universitario en Historia
Buenos
Aires, Argentina
Introducción
Hace unos años, la empresa de subterráneos de la ciudad
de Buenos Aires (Argentina) lanzó una campaña publicitaria que tenía como
protagonista a un fabuloso —y poco convincente— ser, que los creativos artísticos
de la compañía denominaron el Minotopo; híbrido
barroco que conjugaba el musculoso cuerpo de un hombre con la cabeza gigantesca
de uno de esos animalejos excavadores. Según el comercial, la criatura vivía en
las oscuras galerías que recorren el subsuelo porteño, secuestrando y
posiblemente devorando —como en el mito griego— a bien formadas señoritas.
Decenas de carteles publicitarios empapelaron por meses la
ciudad y no era posible obviarlos —al menos al principio—, ya que la factura de
la obra demostraba gran maestría, resaltando la sensual virilidad del monstruo
y las voluptuosas curvas de la muchacha / víctima[1].
Con un estilo un tanto gótico, aquel extraño personaje de la imaginación
marketinera estuvo presente en muros y “transparentes” durante algún
tiempo; y cada noche, cuando iba a dar clases a la facultad, mi romanticismo
nato hacía que el viaje en subte fuera un recorrido más misterioso e
interesante que antes.
¿Sería posible ver, a través de las ventanillas, la sombra
del Minotopo escabulléndose por las oscuras galerías que oradan la
tierra por debajo de la avenida Corrientes?
Jamás lo vi; ni
recuerdo que nadie haya anunciado su aparición en parte alguna. El racionalismo
—de un mundo cada vez más irracional—, por algún extraño motivo, se impuso en
esa ocasión, denunciando el agónico espíritu de fábula que impera en el
ajetreado mundo citadino. Los horarios ajustados, el stress, los
teléfonos celulares y la crisis económica, devoraron al devorador y el
intento por instalar una mitología “desde arriba”, en una sociedad desmitologizada,
fracasó. Sólo mis hijos —y los hijos de muchos, seguramente— experimentaron
cierto temor cada vez descendían a las profundidad, para tomar el tren de la
oscuridad.
Hoy día ya nadie habla del “hombre-topo”... al menos
públicamente. Aunque es probable que en los corrillos del poder se siga
haciendo referencia a él en voz muy baja, o que se pretenda ocultar —como parte
de una maquiavélica conspiración de desinformación pública— la
existencia de otros monstruos subterráneos aún peores, puestos en evidencia
hace unas décadas por el escritor argentino Juan Rodolfo Wilcock.
Pero de eso nadie habla. El silencio es absoluto. Además, no
hay pruebas concretas. Los secretos del Poder —en este aspecto por lo menos—
son inviolables. Sólo de tanto en tanto, la incontinencia verbal de algún
funcionario de bajo escalafón deja filtrar esa información, muy bien guardada
para no despertar el pánico colectivo. Eso es lo que J.R. Wilcock reveló en uno
de sus cuentos, compilado por Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina
Ocampo en setiembre de 1965[2].
En ese relato corto, titulado “Los Donguis”, el
escritor hacía referencia a un misterioso animal con aspecto de “lechón
medio transparente” que, según el biólogo francés —Donneguy— que los
estudió por primera vez (de ahí el nombre de las criaturas), habitan en el
subsuelo y galerías subterráneas de la ciudad, devorando cualquier cosa , “hasta
la tierra, el fierro (sic), el cemento, las aguas vivas”[3];
tragándose todo lo que se les cruza, incluso hombres.
Capaces de fagocitar a una persona en menos de cinco minutos
(“hasta la libreta de enrolamiento”), los donguis se anticiparon a la
terrible dictadura militar de los años setenta, desapareciendo personas,
llevándolas al más absoluto de los anonimatos. Ciegos y sordos, se reproducen
en la oscuridad como la peste.
Cuentan que en Buenos Aires “[...] se comieron a una
cuadrilla de ocho peones que arreglaban las vías entre Loira y Medrano”[4];
y que en los túneles que comunican al barrio de Belgrano con Palermo “hay
montones de ellos”; proliferando día a día sin que nadie pueda darles caza
o impedir que su presencia se note en cloacas y sótanos. Incluso, detalla el
autor, en Londres, París, New York y Madrid se reproducen como semillas. Los
donguis son, en última instancia, “los animales destinados a reemplazar al
hombre en la Tierra”[5].
Historias como estas proliferaron y siguen proliferando en
distintas partes del mundo. Ambientadas en espacios que están fuera del alcance
de la vista y de la luz, el universo cavernoso de las profundidades es propicio
para la expansión de la fantasía y el rescate de aquellos temores ancestrales
que la humanidad arrastra desde la época de las cavernas. Uno de ellos el miedo
a la oscuridad y a estar en ella[6].
El imaginario social se desata con la lejanía y las cavernas, galerías
subterráneas, túneles y minas, por más cerca que puedan estar de nuestras casas
son lugares que generan desconfianza y temor[7].
Modificando un antiguo refrán del siglo XVI, podríamos decir que “Cuando más
hondo más raro”; y esta condición es la que nos permitirá el breve
acercamiento que pretendemos en esta ocasión, al universo de creencias y
rumores que se nos antoja sumamente interesante desde un punto de vista
histórico-antropológico. Por eso, en las líneas que siguen incursionaremos en
ese mundo de sombras y siluetas indefinidas que las viejas cosmovisiones
siempre pretendieron volver claras desarrollando un bestiario repleto de
seres y divinidades fantásticas que, por fantásticas que sean, no dejan de ser
muy reales y actuantes en la vida cotidiana de muchísimos seres humanos.
Para ello, dejaremos las líneas de subtes porteños y nos
trasladaremos a los socavones de las minas del altiplano boliviano y del Perú
para aproximarnos a una cotidianeidad maravillosa, al universo mágico
contemporáneo de quechuas y aymarás, pretendiendo establecer no sólo descripciones
de creencias actuales, sino también interesantes relaciones con “supersticiones”
europeas y seres mitológicos de nuestra cultura popular argentina.
Si como dijo Shakespeare, “Estamos hechos de la misma
sustancia que los sueños”, de seguro éstos hallarán en las entrañas de la
Tierra una mayor posibilidad para concretarse... incluso las pesadillas.
FJSR
Buenos Aires, Argentina
Enero de 2005
El
Cuento del TÍO
“A un dios que
ha dilapidado su capital de
crueldad, nadie
le teme ni le respeta”.
E.M.
Cioran,
“Adiós a la Filosofía”, 1979.
“Lo que
llamamos verdad no es más que
un error
insuficientemente vivido”.
E.M. Cioran, “Adiós a la Filosofía”,
1979
En los últimos días de julio de 1986 y a punto de
iniciarse “el mes del diablo” (agosto) —fecha de arraigado simbolismo en
el altiplano boliviano— arribé por primera vez a la mentadísima “Villa Imperial
de Potosí”.
Parado en plena calle, observé el cerro y no pude dejar de
imaginar, y proyectar sobre sus silentes laderas, las historias y sinsabores,
tragedias y muertes que debieron sufrir los mitayos en días de la colonización ibérica.
¿Cuántos huesos humanos serían parte de sus históricos
sedimentos? ¿Cuántas almas, explotadas por el trabajo forzado, vagarían
por las noches buscando un resarcimiento que nunca les llegaría? ¡Cuánto
sufrimiento acumulado en nombre de un mal concebido progreso, egoísta, xenófobo
y racista!...
No podía evadir la “visión de los vencidos”; y el
cerro, mudo, no habló ni apuntaló mis pareceres. Y si lo hizo —como cuentan los
aborígenes de Bolivia,—, yo no tenía el decodificador cultural para interpretarlo.
Permaneció silencioso, desplegando su monumental masa mil veces violada, no
revelando su otrora potencia, capaz de generar decenas de economías regionales
todo a su alrededor; incluso sobre lo que más tarde sería el territorio de la
República Argentina.
La ciudad y su cerro: un polo de crecimiento económico
increíble, creador del mercado interregional más importante de las Américas y
foco de inversiones —inconcebibles para la época— se me antojó un pueblo
pintoresco, colonial, pero del que ya no emanaba el poderío de antaño. Las
ruinas de las construcciones españolas, las mansiones e iglesias —muchas de
ellas en proceso de reconstrucción— eran las únicas pruebas visibles del
esfuerzo memorioso de una comunidad que luchaba por mantener en pie la gloria de
los tiempos idos.
A 4.070 m .s.n.m.
el aire es raro, el oxígeno escaso y la fatiga inmensa. Por lo que recorrer el
trayecto que lleva a la plaza de armas me significó un esfuerzo casi
sobrehumano. La fuerza del “soroche” (mal de las alturas) se hacía sentir una
vez más en mi organismo mal adaptado, obligándome a realizar sucesivas paradas
para retomar impulso y soportar mejor el peso de mi mochila. Sin darme cuenta,
caminaba por las calles de una de las ciudades más altas del planeta. Sólo
Lhaasa, en el Tibet, la superaba.
Hacía frío y no dudé en tomar una sopa de gallina en un
puesto callejero. El altiplano potosino no resultaba, somáticamente, un lugar
en donde me encontrara a gusto. Sólo la belleza de la ciudad, la amabilidad de
su gente y la riquísima historia encerrada en esas callejuelas me daban fuerzas
para seguir “escalando” lo empinado de sus arterias urbanas.
Para la lengua quechua, Potosí
derivaría de “Ppotjsi” (“reventar”); aunque una tradición aymará,
aparentemente más cercana a la verdad, sostiene que el vocablo viene de “Pptoj”,
que quiere decir “brotar” y que se condice con la gran cantidad de
manantiales que había en el sitio en donde se levantó la ciudad. Sea como
fuere, me encontraba a la sombra del cerro más famoso de la historia
latinoamericana y a punto de sumergirme en un universo mágico, de leyendas y
creencias, que desconocía. Un mundo que encuentra en el socavón de las minas su
esencia y razón de ser. Porque de las casi 5.000 bocas que tiene el Sumaj
Orcko, emergen historias que nos conectan con el pasado y nos permiten
—bien leídas— recrear un complejo proceso de sincretismo religioso y
aculturación, muy propio de todas las “zonas de contacto”, que son en
las que chocan culturas de diferentes orígenes.
Estaba en una de esas zonas y no iba a dejar de pasar
la posibilidad de sumergirme en el folklore local, rescatando creencias y
rituales que se me presentaban exóticos, extraños y sumamente interesantes.
Sin prisa, recorrí esas callejuelas atemporales hasta llegar
a la plaza que concentraba los grandes edificios públicos y la Iglesia
principal. Allí descansé unos minutos y me lancé a conocer la famosa Casa de
la Moneda, ubicada a pocos metros del predio arbolado y verde en el que me
sometía a los impiadosos rayos del sol, que ya empezaban a “picar”. Sin
duda, es el edificio más importante de la arquitectura civil colonial de la
ciudad. Construído entre 1750 y 1773, con un costo de 1.487.452 pesos y 6
reales, su constructor y arquitecto, Salvador de Vila, se labró un modesto
lugar en la historia. Y digo modesto porque otros personajes, mucho menos
concretos que el mencionado de Vila, se mantienen más que vivos en la memoria
de la gente. Por otra parte, la pinacoteca, las colecciones de muebles, de
tejidos, de trajes regionales, de numismática y antropología, que la Casa
ofrece al visitante, son algunas de las otras variantes que pude disfrutar en
aquel día de julio.
Eran notables las maquinarias de laminación con sus tres
conjuntos de engranajes de madera traídos desde España, las enormes vigas de
cedro que soportan pisos y techumbres, la cúpula elíptica, donde está el horno
principal de fundición de plata, y sobre todo el archivo, donde se guardan
80.000 documentos inéditos relativos a la vida potosina.
Pero de todas esas maravillas una es la que perduró por más
tiempo en mi memoria. No provenía de la técnica de un ebanista del siglo XVIII,
ni de los engreídos arquitectos imperiales, ni siquiera de los cronistas que
derramaron litros de tinta para conformar el mencionado archivo. Aquello que
retumbó por años en mi cabeza me fue transmitido por un hombre común, un
ex-minero, que conocí en los patios de la Casa de la Moneda y con el que
compartí el resto del día.
b
Manuel (como lo llamaré) había sido obrero de minas y por
años, junto con sus compañeros de trabajo, recorrido los socavones del Cerro
Rico en busca de vetas argentíferas que alimentaran las ganancias de las
compañías estatales que las explotaban. Cuando lo conocí estaba retirado de la
actividad desde hacía casi un lustro y se ganaba la vida vendiendo ropa de
ciudad en ciudad, convertido en un moderno “nómada motorizado”, como los
muchos que pululaban en la Bolivia de
los años ochenta, sumida en una profunda crisis económica.
Naturalmente, mi curiosidad hizo que lo bombardeara con
preguntas y cual moderno Heródoto averigüé todo lo que pude respecto de la vida
en las minas; aún sin poner en práctica método alguno y acudiendo a un sentido
crítico muy distinto al que hoy poseo. Lo cierto es que los pocos apuntes que
tomé son los que hoy me facilitan reavivar la memoria y reconstruir parte de
aquellas charlas, devenidas en testimonios para este postrero artículo.
Como cualquier persona medianamente informada sabe, la
historia de Potosí giró y gira en torno de sus minas; y el hecho de haberme
topado con una persona conocedora del trabajo hizo que cediera a la tentación
de averiguar cómo era realmente la tarea; cuáles sus peligros y padecimientos.
Lo que sigue es una reconstrucción de esas conversaciones[8].
Pregunta (P): Dime qué recuerdas del trabajo en
el Cerro Rico.
Manuel (M): Verás, ser minero es algo muy
duro, muy difícil. No es para cualquiera y la paga poca. Estar el día, y a veces
la noche, debajo de la tierra puede volver loco a un hombre que no esté
preparado. Por eso dejé la mina hace unos años. Ahora vendo ropita y las cosas
marchan bastante bien. No puedo decir lo mismo de mis ex-compañeros: muchos de
ellos fueron despedidos con la crisis y sé que algunos hasta han mendigado en
La Paz (capital de Bolivia). [...] Mi padre fue minero y yo seguí la tradición
de mis mayores. No tenía opción, además en esos días las cosas eran distintas.
Se podía mantener a la familia. Pero, ¡trabajo pesado era el mío! Siempre en la
oscuridad. Sin sol, sin la luz del día; no lo recomiendo, gringo. A nadie.
Además, el polvo, la tierra y el mercurio que flota en el aire, ahí adentro,
puede matarte. Te desgasta. Te consume. Se envejece pronto. Si no fuera por el
TÍO muchos morirían... muchos más.
P: ¿Y quién es el TÍO?...
M: El dueño de la mina.
P: ¿Tu TÍO?
M: TÍO de todos. A él es a quien hay
que pedirle permiso para entrar, para “sacar” y poder salir del socavón. Todos
le obedecen, se entiende que por miedo; aunque yo nunca le tuve miedo. Siempre
le hice sus “paguitos”, siempre le di sus cigarritos, su coquita... Y él me
cumplió.
Por entonces, entendía muy poco de lo que ese hombre me
hablaba. ¿Un TÍO de los mineros al que le pagaban con cigarrillos y coca?...
¿Qué era todo eso? ¿Quién era ese TÍO? ¿Alguna clase de patrón o capataz
excéntrico?
M: El TÍO no es gente —agregó Manuel.
P: ¿Y qué es?
M: Es el señor de la mina. Es muy poderoso. Nadie se
anima a negarlo, a menos que quiera enfermar o morir aplastado dentro del
socavón. Hubo casos en los que salió de la mina en forma de víbora y volteó
todos los camiones de la compañía porque no había recibido nada en ofrenda. Sin
pago, amigo, viene la enfermedad y los accidentes. Siempre que se produce alguno,
todos dicen: “Fue el TÍO que está enojado”.
Evidentemente entre Manuel y yo había un universo
cosmovisional de diferencia. Me estaba contando una historia fantástica, muy
lejana e incomprensible para mi ignorante capacidad intelectual (aún no
barnizada por los años en la Facultad de Humanidades). Criado en un ámbito
urbano distinto, con una historia diferente y una educación (todavía informal)
tras mis espaldas, la mirada racionalista que llevaba se confundía con esa
historia. Algo sí me quedaba claro: el TÍO, al igual que la Pachamama (Madre
tierra entre quechuas y aimaraes), representaba a una deidad, en este caso
local. Un númen de la naturaleza, semejante quizás a los Apus, de los que había
oído en el Perú (y que no son otra cosa que los dioses protectores de los
cerros). Fue entonces cuando le hice la pregunta más estúpida de toda mi
carrera:
P: ¿Y vos crees en eso?
Manuel me observó extrañado. Le estaba preguntando una
obviedad. Enarcó las cejas y, muy serio, respondió:
M: ¿Si creo?... ¡Por
supuesto que sí!
¡Qué tonto fui entonces! Era como haberle preguntado si creía
en los árboles, en la existencia de un familiar o suceso de la realidad
cotidiana.
Para Manuel, el TÍO era tan innegable como yo mismo.
b
Dejamos la Casa de la Moneda y hacia el mediodía
almorzamos juntos en un destartalado camioncito que oficiaba a modo de
improvisado “restaurante”. En él, Manuel se encontró con dos antiguos
compañeros de trabajo quienes, tras un par de cervezas “la tiempo” (naturales,
no frías) y bajo mi más absoluto asombro, me invitaron a conocer el socavón en
el que todavía trabajaban. Acepté entusiasmado y un par de horas después, por
la tarde, nos trasladamos hasta la boca de la mina, transportados en la caja de
una camioneta. El soroche me seguía matando y poco efecto me producían las
amargas hojas de coca que masticaba. “Invitación de la casa”, había
dicho mi circunstancial amigo.
Me pusieron un casco amarillo, medio oxidado, y mientras
conversaban entre ellos en lengua quechua, fuimos entrando con cuidado por la
oquedad, precedidos por las luces de dos linternas.
Confieso que en ese momento una sensación de inseguridad
embargó todo mi ser. ¿Qué sabía yo de esos hombres? ¿Qué reales
intenciones podían tener en llevarme a recorrer el interior de una mina alejada
de todo? ¿No estaría a punto de ser víctima de un atraco? La fama
del turista con dinero es algo habitual; aunque, por supuesto, no era ese mi
caso.
¡Idiota!... Me había dejado llevar por el entusiasmo
de conocer un sitio histórico. Pero ya era tarde. No podía echarme atrás; de
seguro desencadenaría por anticipado el despojo que imaginaba.
Caminamos aproximadamente unos treinta metros.
En tanto avanzábamos, uno de los colegas de Manuel me
preguntó si tenía cigarrillos. Le respondí afirmativamente.
“En ese caso —dijo— deme tres o cuatro. Son para el
TÍO. Así podrá usted entrar sin problemas”.
Sentí que había sido embaucado. Me habían hecho justamente “el
cuento del TÍO” y sospeché que, en breve, sería víctima del primer atraco
de mi vida. Entonces sucedió lo inesperado y una ola interna de horror
indecible recorrió cada una de mis fibras.
Ahí adelante, a un costado, en una hornacina cavada en la
pared misma de la caverna, la imagen del TÍO esperaba sus ofendas.
Esculpida toscamente en barro y pintada de rojo, la efigie de
Satanás —El Diablo—, con cuernos y todo, me arrastró al más profundo y gélido
espanto.
El demonio era el dueño de la mina. El mismísimo Lucifer era
el TÍO.
¿En qué clase de morboso culto satánico me había dejado
atrapar?
En ese momento supe lo que era el miedo.
El TÍO de las minas
El
TÍO de los Mineros
“Si se
considera el campo de la
cultura
profunda y de las mentalidades,
se observa que
aquí las continuidades
son sorprendentes”.
Jacques Le
Goff
Historiador francés
“El
mundo sin milagros aparece en Europa poco
antes
del fin del siglo XVIII, junto con un exceso
de
racionalismo. Desde entonces lo insólito tiene
prohibido
el paso al mundo real”.
Roger
Caillois, 1970
Su carácter es inestable y ambiguo. Puede ser bueno y
generoso por momentos, como maligno y avaro en otros. Siempre poderoso, de él
depende el éxito o el fracaso en la mina. Como Señor de la Oscuridad,
tiene la facultad de dar y quitar a voluntad; congraciarse con quienes lo
respetan y enfurecerse con quienes lo ignoran. Vengativo, agradecido y, por
sobre toda las cosas, mestizo en más de un sentido, el TÍO representa,
en el imaginario minero del altiplano boliviano, al ser sobrenatural más
importante, activo, respetado y temido entre la gente.
b
La presencia de fuerzas y seres misteriosos en la cotidianeidad
de la vida andina es un dato de la realidad que revela lo arraigado de muchas
creencias precolombinas y la convivencia sincrética de mitos y leyendas de
origen americano y europeo (éstos últimos traídos por la conquista española a
principios del siglo XVI).
Cualquiera que recorra Bolivia o Perú advertirá que el
campesino, el aborigen y aún muchos “blancos”, comparten una concepción
del universo —cosmovisión— muy distinta a la que hemos heredado (para bien o
para mal) del racionalismo del siglo XVIII y su Ilustración. En los Andes, la
magia de un mundo aún “maravilloso” sigue viva; conviviéndose sin conflicto con
personajes y situaciones existenciales que el occidente “culto” (dicho
esto con marcada ironía) ha colocado en el campo de las supersticiones hace
ya unos tres siglos.
En los Andes no es extraño oír hablar, con total naturalidad,
de “condenados”, “brujas devoradoras”, “Apus”, hombres
metamorfoseados en animales (el Hatu-Runa, “Hombre-Lobo” andino),
“pishtachos”, “seres salvajes de las selvas” (Sacha-Runa),
“cerros sagrados”, “tesoros encantados” y demás fantasmas[9].
Frente a esa realidad, que atenta contra las leyes físicas y biológicas
consideradas fijas e inmutables, se yergue nuestro escepticismo; sin darnos
cuenta que, al igual que esa concepción “mágica” del universo, nuestras
explicaciones científicas no satisfacen, ni producen la misma seguridad, a
millones de hombres y mujeres. En definitiva, nuestra teorías, al igual que
esas creencias, cumplen una sola y única función: combatir la ignorancia,
destruir nuestros miedos y despejar el camino hacia un cúmulo de esperanzas,
muchas veces ni siquiera creídas.
Seres sobrenaturales como el TÍO, despliegan en abanico
situaciones y problemas existenciales comunes a todas las sociedades, sin importar
el lugar y el tiempo. El temor a la muerte, al hambre, a la incertidumbre, a
las catástrofes imprevistas, aparece escondido detrás de centenares de relatos
fantásticos / folclóricos, componiendo el basamento de un imaginario colectivo
tan rico como complejo.
Concebidos, adoptados y adaptados,
los seres sobrenaturales de la cultura popular americana han sido interpretados
como símbolos de ansiedades y deseos inconfesables. Sus atributos y actitudes
expresan mejor que nada un mensaje, a veces moralizador, que pretende condenar
a aquel que viole las normas establecidas por la comunidad en la que vive. La
existencia de un objeto externo —generador de angustia sobre un sujeto que
teme— es lo que define la relación comúnmente definida como miedo; que,
en definitiva, no es otra cosa que el temor al castigo. No cabe duda de que la
dialéctica psíquica fundamental está basada en una relación de conflicto entre
el deseo (reprimido) y la prohibición (la Ley, los valores); y que un
“yo” equilibrado se da cuando hay estabilidad, equilibrio, entre ese deseo y
esa prohibición. Muchos mitos, leyendas y creencia tradicionales son las que
instauran ese equilibrio. Caso contrario, la Ley entra en crisis; todo
se pone en duda y germina la inestabilidad y la angustia.
b
Contrariamente al maniqueísmo heredado de Europa, en la
América profunda lo que prevalece son la oposiciones binarias; la
complementariedad de los opuestos; el perfecto equilibrio entre el bien y el
mal, el día y la noche, lo masculino y lo femenino, el alma y el cuerpo. Por
eso, divinidades como el TÍO no son ni buenas ni malas en sí mismas. Ángel y
demonio al mismo tiempo, arrastra esa característica mencionada; que es
anterior a la llegada de los españoles. Y si bien nosotros —hoy— percibimos en
el personaje las condiciones más manifiestas de la maldad (de hecho, al TÍO se
lo representa como un Diablo), deberíamos saber que, ante los ojos de un minero
boliviano, esa imagen no personifica lo mismo que para nosotros. Ellos
decodifican su realidad con otros patrones culturales —otro utillaje mental,
diría Georges Duby—; sintiendo y viendo otra cosa diferente a la nuestra.
Antropomorfizado, el TÍO es un claro ejemplo de la derrota
del racionalismo dieciochesco en el ámbito rural andino. Ateísmo y escepticismo
sólo prosperan en las ciudades; que es en donde se decretó qué cosa es real y
qué otra falsa.
Tuvimos que esperar que los historiadores de mentalidades y
antropólogos advirtieran que la frontera entre la realidad y la fantasía ha
sido muy variable; y que lo que consideramos cierto no es otra cosa que una
construcción determinada históricamente.
Permítame el lector reproducir algo que escribí hace unos
años al respecto:
“Cuando el historiador Jacques Le Goff explicó el
carácter fronterizo de lo maravilloso durante la Edad Media, sostuvo claramente
que dicha frontera poseía la cualidad de ser permeable, es decir, que sus
manifestaciones se daban en el seno de la realidad cotidiana, no percibiéndose
dichos fenómenos como algo particularmente extraordinario. Los acontecimientos
maravillosos eran aceptados y reconocidos como parte natural de un Universo aún
no regulado por la leyes de la física y los prodigios se añadían al mundo real
sin atentar contra él, ni destruir su coherencia. Hadas, dragones, monstruos y
duendes penetraban el mundo natural sin conflictos, sorpresa o misterio[10].
El concepto de “lo imposible” carecía de sentido[11]
y “lo maravilloso” no espantaba ni sorprendía, ya que no se violaba ninguna
regla sólidamente establecida. “Lo maravilloso —dice Le Goff— era una categoría
del universo”[12].
“Estas cualidades otorgadas a la realidad hacían, del
ignoto mundo invisible que rodeaba a los hombres, un hecho cotidiano; siempre
tenido en cuenta a la hora de explicar catástrofes, pestes o hambrunas. La
buena o mala suerte —individual y colectiva— se hallaba regulada, de una forma
imposible de conocer, por fuerzas y energías que trascendían el mero plano
material en el que hombres y mujeres desarrollaban sus prácticas diarias.
Incluso, la franqueable frontera entre la vida y la muerte no estaba —como hoy—
absolutamente definida” [13].
Con esto intento decir que el minero del socavón altiplánico
construye su realidad con algunos elementos diferentes a los nuestros y movido
por una estructura epistemológica muy distanciada de la que nosotros absorbimos
del cientificismo positivista del siglo XIX. Por tanto, en su interpretación
del mundo hay lugar para muchos TÍOS; y preguntas como las que yo le hice a mi
informante en Potosí (si creía en eso) no son más que estupideces, derivadas
de la ignorancia etnocéntrica en la que nos educan.
Por siglos, Europa y sus instituciones, pretendieron
desprestigiar, desactivar y neutralizar las creencias tradicionales de los
ámbitos no-urbanos[14].
Pero no fue sencillo. Espíritus, dioses, héroes y personajes legendarios,
resistieron con tesón el embate “civilizador”; simulando, absorbiendo y
fusionándose con la cosmovisión conquistadora.
Imposición y contaminación, produjeron un universo más rico,
más complejo y (literariamente) bello. La creencia y el culto al TÍO es una
claro ejemplo de lo que decimos.
b
Después de una tumba, el lugar que más se asocia a la
oscuridad, a las sombras, e incluso a la claustrofóbica sensación de estar
sepultado en vida, es —a no dudar— el húmedo socavón de una mina. Negro,
asfixiante; responde a las características de un mundo de contornos
indefinidos, de perspectivas mal apreciadas; de
calor agobiante, suciedad, polvo volátil y tétricas galerías que se
extienden como arterias, vaya a saber uno a qué lugar. Pero, por sobre todas
las cosas, la mina es un ámbito sin luz natural. Azabache. Ciego. No es casual
que hayamos identificado culturalmente a los subsuelos con el infierno. Acaso,
¿no son los sótanos los escenarios urbanos predilectos de los filmes de terror?
Para nosotros, animales diurnos por excelencia, la asociación
entre la muerte y la oscuridad nos resulta casi una obviedad. Desde tiempos
inmemoriales, la noche no ha sido más que una palmaria negación de todo lo que
existe. Y en el interior de las minas prevalece justamente eso: la noche
eterna, combatida con más o menos eficiencia; improvisando una seguridad tan
artificial y débil como una bombilla eléctrica.
Aún así, La Soberana de las Sombras, ejerce su poder
absoluto.
La noche —la Oscuridad— genera vacilación; destruye la
certidumbre que nuestras pupilas inventan cuando hay luz. Actualiza lo caótico
y pone fuera del alcance toda vigilancia y control. Por algo casi todos los
mitos cosmogónicos empiezan con la creación de las luminarias; contribuyendo a
erradicar y combatir los actos prohibidos, imposibles de desarrollar durante
día. La oscuridad rompe con el umbral de las inhibiciones; nos sustrae de las
leyes, propiciando el caos, disputando el orden y sustrayéndonos de las
ortodoxias que se respetan por convención. Nos da libertad; pero una libertad
irresponsable. Abre el umbral a la desconfianza, a la inseguridad y al miedo.
En ella los límites se desdibujan y las fronteras —físicas y morales— se abren
para dar cabida al “Príncipe de las Tinieblas”: el Diablo (en sus
diferentes concepciones).
El socavón es oscuro; y la oscuridad contribuye a catalizar
la irrupción del temor más primitivo: la fantasía de ser devorado. Por ese
motivo, la boca de la mina es el límite en cuyos bordes se configura una
bisagra que, al girar los goznes, abre una puerta que da paso un mundo de
diferentes percepciones, sensaciones y sentimientos. Y en ese mundo, el TÍO es
el Rey.
La noche —lo Oscuro y lo profundo de la mina— está
relacionada también a la lujuria y el sexo; y eso queda fielmente graficado en
uno de sus atributos iconográficos: el enorme pene erecto con el que se
simboliza no sólo el insaciable apetito sexual, sino también la fertilidad y la
abundancia. Un fecundidad lúbrica que le lleva a perseguir, someter y violar —según
la tradición oral— a todas las mujeres que entran en la mina. De allí la
prohibición que éstas tienen de ingresar en el submundo donde se practica la
actividad[15].
¿Hasta que punto las linternas consiguen exorcizar los
demonios que atemorizan todavía a miles de mineros bolivianos?
La mitología nos habla de dioses diurnos y nocturnos, muchas
veces en constante pugna. Ellos son los partícipes de batallas que nunca
terminan de ser ganadas definitivamente. Triunfos y derrotas se alternan, como
se alterna el día con la noche, en un mito de “eterno retorno” protagonizado
por opuestos complementarios. Y el personaje que nos ocupa —el TÍO— participa
también de todo esto, representando un rol ambiguo, ambivalente.
Así es el universo del minero; y así queda modelado por los
seres de su imaginario.
En el corazón de la mina la adhesión al mundo desaparece y el
hombre corre el riesgo de disgregarse. Aumentan los estados de irrealidad, que
se exacerban con el miedo. Y el historiador lo encuentra a cada paso y en los sectores
sociales más diversos. A causa de eso, fuera del socavón, en el carnaval (que
se despliega por las calles una vez al año) son también los diablos —las
diabladas— los que traducen el deseo de defenderse del temor; camuflándolo y
expresándolo al mismo tiempo.
Como dijo Roger Caillos, “máscaras y miedo están
constantemente presentes y juntos”[16].
Podríamos hacer una larga lista de “miedos”, pero eso
nos llevaría muy lejos de los límites de este breve ensayo. Razón por la que
nos detendremos en uno en particular (sentido y expresado por las mayorías): el
miedo a lo oscuro[17].
Ya en la Biblia se expresaba desconfianza a las tinieblas,
mancomunadas —como dijimos antes— a la muerte. Pero que hay que distinguir
(como lo hace Delumeau en su libro) dos tipos de miedo, asociados pero
diferentes: (a) el miedo en la oscuridad y (b) el miedo a
la oscuridad.
Ambos se experimentan en los socavones del TÍO.
El primero es el que experimentaron nuestros primeros
ancestros, cuando se encontraban expuestos durante la noche a los ataques de
predadores, sin poder adivinar su proximidad. Eran miedos recurrentes, que
volvían cada vez que el sol se ponía y terminaron sensibilizando a la
humanidad. Son temores objetivos, reales; que podían —y pueden—
traducirse en los accidentes y peligros que se corren cuando se está en las
sombras. Al mismo tiempo, son éstos los que llevan a poblar la oscuridad de
otros peligros, los subjetivos. Y así pasamos al segundo tipo: el miedo a
la oscuridad.
Éste está nutrido de subjetividades que se alimentan con la
imaginación y la sugestión. Es el más moldeado por la cultura; y creador de
ejércitos de fantasmas y duendes, monstruos y seres sobrenaturales, de los que
el TÍO no es más que uno de los mejores y más acabados exponentes, en las minas
de Bolivia.
b
Es de prever que un personaje tan complejo y
ambivalente como el TÍO no tenga sólo un nombre. Por diferentes circunstancias
y en distintas regiones andinas, la gente a desplegado sobre la divinidad una
verdadera furia nominativa. Hoy día existen por lo menos unas ocho de formas
diversas para referirse a él.
En las minas del Perú se lo conoce como Muqui o Tayta
Muqui. Este nombre —según le informaran los propios mineros a la
investigadora Carmen Salazar-Soler[18]—
se utiliza cuando el año de trabajo en el socavón ha sido próspero. Pero cuando
las cosas no marchan bien y la crisis económica asoma, cambian por el nombre de
Zupay (o Supay). Si la mala fortuna continúa y situación empeora
aún más, lo llamaban Anchanchu; o “El Arrierito”, si la crisis
parece insuperable[19].
En Bolivia, como ya sabemos, es denominado el TÍO o Thiula; y en
alguna que otra oportunidad, Otorongo (aunque no sea ésta una
denominación demasiado difundida).
De todos los nombres señalados, quisiera detenerme en el
tercero, Zupay, ya que de él se derivan una serie de consideraciones
históricas muy importantes que nos permitirán captar en profundidad es sentido
supuestamente demoníaco que tiene el TÍO en el altiplano boliviano. De
ello hablaremos en el apartado siguiente.
El TÍO Malo de los Andes
“Toda fe
ejerce una forma de terror”.
Cioran, Adiós
a la Filosofía, pág. 10
Durante los siglos XVI y XVII, las crónicas escritas en
el Perú —como así también los catecismos, ordenanzas reales, publicaciones
oficiales y privadas— le dieron una rol preponderante al demonio. Podría
decirse que estaban obsesionados con él. Para poder entender esto es necesario
hacer una breve descripción de lo que sucedía en el Viejo Mundo en momentos en
que se iniciaba la conquista de América.
Hacia principios de la Edad Moderna, Europa y su heterogénea
sociedad se vio inmersa en un complicado proceso cultural en el que la
incertidumbre se convirtió en una de sus notas esenciales. La Reforma
Protestante se proyectó como una sombra amenazante y alternativa, rompiendo el
secular monopolio que el catolicismo había mantenido en cuestiones de fe, y se
avizoró que el peligro se incrementaba dentro de las fronteras mismas de la
cristiandad. A los moros y paganos del mundo exterior se sumaban ahora los acólitos
de Martín Lutero, armados con duras críticas a la Iglesia Católica y a sus
tradiciones en crisis. La economía se afianzaba en un capitalismo comercial
que, desde los siglos XII y XIII, venía produciendo profundas transformaciones
en el modo en que los hombres conceptualizaban la pobreza, la limosna
y el status que los pobres
(indigentes) tenían en la sociedad. Por su parte, las ciudades adquirieron la
relevancia que habían perdido desde los días del imperio romano y el rol del
Estado se agigantó, abarcando ámbitos que, hasta hacía poco, estaban reservados
exclusivamente a la institución religiosa.
Demasiadas cosas se estaban trastocando; y en este contexto
de ciudad sitiada (como dice Jean Delumeau), el catolicismo
reaccionó desplegando un programa de rigurosa moralización y de una vida
cristiana más ligada a la ortodoxia. Fue esa resistencia conservadora ante el
cambio la que terminó demonizando a todos los contrincantes y ayudó a que se
desatara una violenta persecución de herejes.
No deja de sorprender que haya sido la Europa moderna de los
siglos XVI y XVII la que dedicara tantos esfuerzos teológicos, jurídicos y
políticos contra los supuestos miembros de sectas satánicas[20].
También la demonología alcanzó su más alto grado de sutileza y perfección
intelectual durante la modernidad. Obras de influyentes demonólogos vieron
multiplicar sus ediciones, testimoniando así el éxito que tenían entre la
elites cultas —religiosas y laicas—, como así también entre los sectores
populares, gracias a las ediciones baratas y demás mecanismos que permitían
ampliar la circulación de dichos contenidos.
El miedo al Diablo se incrementó, y junto con él una serie de
fantasías morbosas influenciaron el imaginario de una sociedad que observaba
cómo se alteraba su entorno moral, social, político y económico.
Íncubos y súcubos —demonios asociados al sexo—, sacrificios
humanos, pactos demoníacos, necrofilia ritual y espantosos espectros de
ultratumba, afectaron progresivamente la sensibilidad y actitud del hombre ante
las maravillas.
Por otro lado, los libros han ejercido desde la Edad Moderna
un poderoso influjo en los hombres.
No sólo con sus textos, sino también con sus formatos
(soportes materiales de lo escrito), la palabra impresa supo condicionar
actitudes y reacciones, consolar desilusiones y estimular la imaginación de una
buena parte de los europeos, entre los siglos XV y XVIII. Cumplió un papel
silencioso —aunque nunca pasivo— en los complejos procesos culturales que
condujeron a la occidentalización del imaginario extraeuropeo[21],
y a la cristianización de las comunidades rurales que, dentro de Europa,
seguían conservando —en plena modernidad— creencias, rituales y festividades de
raíces claramente paganas[22].
El condicionamiento de la palabra escrita tuvo, así mismo, un
rol significativo en la construcción de la frontera levantada entre lo real y
lo irreal. Por lo tanto, una aproximación a estas influencias puede decirnos
mucho acerca del lugar y función que los seres sobrenaturales tuvieron en
dichas sociedades.
Es sabido que el relato verbal excitó la imaginación de los
oyentes durante siglos. Al respecto, Louis Vax escribió:
“[...] Lo llamado fantástico no tiene el mismo significado
cuando se refiere a una imagen que cuando se aplica a la narración [...]. El
hombre no reacciona de la misma manera ante una tela pintada y ante una
historia [...]. Mientras que los espectadores de la Edad Media no
ignoraban el carácter imaginario de las obras de arte y la aceptaban como tal,
las narraciones de hechos fantásticos eran tomados al pie de la letra”[23].
Pero la imprenta —difusora fundamental del texto impreso—
ofreció un soporte (el libro) que prestó mayor convicción a los contenidos
extraordinarios de cientos de relatos que venían circulando en la tradición
oral europea, desde hacía siglos. Creencia y rumores se plasmaron en tinta y
papel, convirtiéndose en testimonios seguros de veracidad.
El éxito editorial de muchísimos de esos textos —y las
cuantiosas ganancias obtenidas por editores, libreros y buhoneros— permitieron
y obligaron a que las obras se reeditaran una y otra vez lo largo de la mayor
parte de la Edad Moderna.
En formatos elegantes y ediciones costosas —como también a
través de opúsculos, pliegos sueltos o almanaques—, cientos de obras se
readaptaron para un público no experto en el arte de la lectura, facilitando la
transmisión, conservación y supuesta confirmación de las múltiples amenazas que
se encarnaban en demonios, brujas y fantasmas.
Hoy sabemos que la gente tenía un acceso a lo escrito mucho
más amplio de lo que se creía hasta hace poco[24].
Por ello es posible arriesgar que, la difusión de los textos arriba indicados,
sirvieron de plataforma a creencias, gestos y actos que en la actualidad se nos
pueden antojar como inverosímil.
El poder de los libros era múltiple.
Por un lado, la palabra escrita se encontraba rodeada de una
mística que hacía de la lectura un acto cuasi-religioso, en donde el temor y el
respeto se confundían dando vía libre a la credulidad más absoluta, permitiendo
la convivencia con los aspectos maravillosos o soportando los temores que
generaba lo sobrenatural.
La interacción entre lo imaginario y lo real —esa mezcla sin
solución racional entre dos realidades distintas, la del lector y la del texto—
no cesaba una vez cerrado el libro. El compromiso emocional que se le imprimía
a la lectura (ya sea en voz alto o en voz baja), prolongaba y alimentaba la
secular concepción mágico-religiosa del universo. Por otro lado, la conjunción
de la palabra escrita y el dibujo (los grabados) se constituyó en un
instrumento muy influyente de propaganda contra los conventículos satanistas,
que invocaban (dentro del delirio tremendistas de muchos) a los muertos, en
ceremonias necrofílicas. Las posibilidades técnicas de reproducir imágenes en
el interior —o tapas— de los libros, permitieron que la credulidad
supersticiosa exacerbara aún más el temor ya presente en la sociedad. Esos
libros, que referían sucesos fuera de lo común, explotaron el poder que la
imagen y el texto encerraban; materializando gráficamente, ante los ojos
sorprendidos de lectores u oyentes, peligros físicos, riesgos morales,
prejuicios y miedos.
Como hemos visto, una lectura emocionalmente comprometida
volvía muy poco factible la duda, y casi nadie criticaba a las sabias
autoridades que publicaban esos trabajos. La necesidad de comprobar a
través de la experiencia todo aquello que se sostenía por escrito no estaba
considerado un paso obligatorio. No obstante, esta situación recién empezaría a
cambiar hacia fines del siglo XVII, aunque conservando muchas conductas que
impedirían el asentamiento de la duda y la incredulidad en el seno profundo de
la sociedad[25].
Es evidente que no leían de la misma forma que nosotros, ni
la actitud ante lo escrito era idéntica[26].
Sus ideales, supuestos y nociones básicas los conducían a interpretaciones que
hoy rechazaríamos de plano. Como bien escribe Robert Darnton:
“Los esquemas interpretativos
dependen de las cambiantes configuraciones culturales, a lo largo del tiempo.
Mundos diferentes, leen diferente”[27].
Y fueron esas lecturas modernas, esa nueva manera de
acceder a lo escrito, lo que terminó por rodear a los seres sobrenaturales y duendes de las características negativas
que conservarían por siglos.
En América, la Iglesia y su ejército de
evangelizadores, convirtieron al Diablo en el padre de todas las idolatrías.
Los Andes pos-coloniales absorbieron la
imagen del Satanás perfectamente definida desde los días de San Agustín, quien
es considerado uno de los principales responsables de los rasgos modernos de
Satán. De ser un personaje inmaterial en los textos del Antiguo Testamento, el
diablo se fue tornando más y más concreto con el paso de los siglos, y actuante
en el mundo de los hombres.
Ángel caído, Príncipe de las Tinieblas, celoso
del poder de Dios, enemigo de los hombres; Satanás, guiado por su deseo de ser
adorado, usurpó mediante el engaño el culto que sólo se debía al Supremo. Y por
eso fue combatido con todas las armas de las que se disponía, especialmente en
suelo americano; ya que, como escribió Duviols,
“no hay duda de que la demonología fue la ciencia
teológica más generalizada entre los conquistadores y colonizadores del Perú”[28].
Según el padre Acosta,
“(...) después de la llegada de Cristo y de la
expansión de la Iglesia en el Viejo Mundo, el demonio se refugió en las Indias,
donde ha reinado como dueño absoluto hasta la llegada de los españoles”[29].
Con sentencias como estas, la Iglesia puso énfasis en la
necesidad de la sistemática destrucción de las religiones autóctonas, por
considerarlas idolatrías y claras manifestaciones rituales de adoración al
Maligno.
La desacreditación de los dioses locales y de los sacerdotes
aborígenes se puso en marcha. Los espíritus, que según las tradiciones
precolombinas moraban en los ídolos que reverenciaban, empezaron a ser
definidos como demonios y las apariciones del Diablo más que comunes.
Satanás afloraba siempre con formas horrorosas que iban desde
indios enanos, negros e incluso con aspecto animal. Las piedras y los árboles
también eran susceptibles de quedar poseídas por Lucifer.
El diablo estaba en todos lados, pero la noche era su ámbito
favorito; dominando especialmente los sueños y las alucinaciones. Su poder
onírico lo llevó a convertirse —desde el siglo XVII— en un ser sexualmente
depravado, deviniendo en demonio erótico (súcubo o íncubo). Por éste y otros
motivos, se convirtió en el principal enemigo de los evangelizadores y
extirpadores que luchaban contra su poder adoptando el rol de exorcistas. A tal
punto que todas las órdenes religiosas se creían la más temida por Satán.
Pero, ¿existía en las religiones andinas un equivalente al
Diablo europeo?
Según los cronistas,
la repuesta es contundentemente positiva: los incas tenían un diablo y lo
llamaban Zupay (Supay, Cupay); que, como señalamos más
arriba, es uno de los tantos nombres con los que se conoce al TÍO.
Pierre Duvoils nos informa que la referencia más antigua del
Zupay data de 1550 y que si bien el personaje existía en las creencias
precolombinas, no era él único demonio, duende o fantasma del imaginario
aborigen con características negativas. Los Hapunuñus y los Humapurick,
entre otros, son claros ejemplos del extraño aluvión de monstruos que, según
los españoles, azotaban el Nuevo Mundo. Pero a pesar del elevado número de
criaturas sobrenaturales con las que se toparon, los peninsulares eligieron a
Zupay como el mejor candidato para encarnar a Satanás.
Desde entontes, Zupay es el Diablo, incluso fuera del
ámbito de la cultura quechua o aymará. El criollo absorbió esa identificación y
las leyendas populares de Argentina, por ejemplo, muestran al Zupay como un
gaucho engalanado y bien vestido con ropa fina y negra, chiripá del mismo
color, puñal, espuelas y rebenque de plata y oro. Además, monta un caballo
oscuro, muy enjaezado. Sus cualidades son las de ser un eximio payador, que
desafía en las perdidas pulperías de la pampa, a los mas duchos exponentes del
arte de payar.
Adolfo Colombres en Seres Sobrenaturales de la Cultura
Popular Argentina, dice:
“Suele presentarse asimismo con la forma de una animal
conocido, o más comúnmente como un híbrido de macho cabrío y hombre, con
cuernos de chivo, rostro de sátiro de larga pera, bigotes, cuerpo muy velludo y
piernas de chivo con impresionantes pezuñas, y con capa negra. Con frecuencia se
presenta también como remolino, y hasta como un árbol”[30].
Como puede apreciarse, de idéntica forma, el TÍO comparte
algunas de la maravillosa cualidad de metamorfosearse en animal, y el aspecto
físico del demonio católico (al menos a la hora de ser representado
artísticamente). Por otro lado, el ámbito de subterráneo también queda ligado
al nombre de Zupay.
“Su templo es la Salamanca, gran cueva en las entrañas de los
cerros o subterránea en la que se dan cita las brujas y acuden otros iniciados
en las prácticas del maleficio. Es que funciona allí la Universidad de las
Tinieblas, donde se enseña toda suerte de maña, destreza o habilidades, y sobre
todo el arte de dañar al prójimo y arrastra su alma a la perdición”[31].
Pero para los aborígenes que habitaban América antes de la
conquista, el Zupay no era un espíritu exclusivamente maléfico.
Sólo con los españoles y la evangelización llegó a encarnar el mal en persona;
no antes.
Al respecto, escribió Carlos D. Valcárcel:
“Supay se presenta en realidad en formas múltiples, tiene una
serie de encarnaciones; una multitud de diferencias. Ya es genio protector como
destructor. Supay es aquel a quien se le teme y a la vez venera. Pero
cualquiera sea su forma, es siempre, ante todo, un dios del mundo”[32].
En síntesis: “[...] desde los primeros tiempos, los
evangelizadores se esforzaron en convencer a los indios de que una de sus
divinidades y el demonio eran la misma cosa; pero también los adoctrinaron, por
medio de sus sermones, para que incluyeran dentro del espíritu general de Supay
a cada una de sus huacas diabólicas”[33].
En el folclore andino contemporáneo existen innumerables
demonios y espíritus malignos, pero todos ellos se distinguen muy bien del
Diablo católico, que también ocupa un lugar destacado en sus creencias. Hasta
hoy, el Supay es —entre ese campesinado heredero de la cosmovisión andina— un
espíritu más entre los muchos otros que hay.
Por eso, no tenemos que confundirnos (como me confundí yo
cuando entré en aquel socavón potosino en 1986): lo mineros que adoran al TÍO a
través de la imagen de un Diablo, no reverencian el Lucifer de la Biblia, sino
a una mezcla aculturada de Supay prehispánico con influencias católicas
producto de la conquista. No son satanistas ni mucho menos, sino el producto de
una historia de sincretismo e inconsciente resistencia cultural.
b
Lugar
de Encuentros
“Ponemos en tela de juicio todo lo que antaño amamos,
y tenemos siempre razón y siempre
estamos equivocados;
pues todo es válido y todo carece
de importancia”.
Cioran, Adiós a la Filosofía,
Pág. 140.
“Nuestras verdades no valen más
que las
de nuestros antepasados”.
Cioran, Adiós a la Filosofía, Pág. 138
Lugar de encuentro de tres culturas, la mina fue el
crisol en donde europeos, aborígenes americanos y negros traídos de África,
recrearon el universo mestizo del Nuevo Mundo intercambiando fluidos
corporales, mitos y creencias. De todos estos lugares, las minas de Potosí fue
uno de los más importantes debido a la enorme cantidad de seres humanos que
congregó en sus socavones.
Espacio de contacto, pero también de sufrimiento y miedo,
esperanza y resignación, en sus galerías la baraja ibérica y la chicha incaica
compartieron las misma mesa, y se influenciaron mutuamente. Mixturaron las
herencias culturales que arrastraban y, desde entonces, nada fue igual a lo que
antes era. En las minas se inventó gran parte de lo hoy es América.
Uno de los campos que más cambios experimentó fue el de la
religión.
El catolicismo rampante modificó y se vio modificado al mismo
tiempo. La necesidad de difundir el nuevo dogma en un contexto cultural con
miles de años de historia previa —como el americano—, obligó a moldear rituales
y creencias. Incluso el aspecto y cualidades intrínsecas de muchos personajes
del panteón católico, debieron camuflarse a la americana para poder
encontrar inserción en los millones de almas que, según la visión española,
reclamaban dejar las idolatrías para abrazar la verdadera religión.
Como señaló Silvia Caumeda Madrigal, así es como surgieron “las
bases del primer y más importante símbolo sincrético del continente: las
vírgenes criollas”[34].
Con ellas se dio el paso inicial para conseguir la simbiosis entre las
culturas.
El mestizaje artístico acercó al indio a la imaginería
católica. Fue un instrumento de aculturación y propaganda sumamente eficaz; y
una forma de ver claramente las mezclas surgidas. Es importante observar que
muchas vírgenes criollas visten como princesas incas y que, en la arquitectura
religiosa, se conservaron símbolos precolombinos con el objeto de llevar a la
gente de la vieja a la nueva religión. En Potosí, la virgen mestiza típica y
más adorada es la Virgen del Socavón, representada con su típica forma
triangular, que remite –e imita— al Cerro Rico. Una excelente manera de
visualizar dos elementos de adoración en uno: por un lado la Madre del
Salvador; por la otra un cerro que simboliza a los viejos dioses de las alturas
y, a su vez, a la propia Madre Tierra, Pachamama.
Otras de las formas con las que extirpadores y doctrineros
españoles pretendieron evangelizar al indio fue, como ya hemos visto en el
apartado anterior, usando la herramienta más eficaz que tenían a mano: el
miedo. Y de todas las armas ideológicas, la imagen del infierno fue una de las
más efectivas.
Ya en 1551 los Concilios celebrados en el Perú sugerían a los
curas ofrecer a los aborígenes —y con sumo detalle— los terribles horrores del
infierno. La pedagogía del miedo se ponía en marcha y la residencia del diablo
se convirtió en el destino obligado de todo aquel que renegara de la nueva
religión, no fuera bautizado, blasfemara, no cumpliera con los mandamientos o
persistiera en sus creencias ancestrales.
En el infierno los desdichados encontrarían el tormento y el
dolor eterno. Un dolor infinito, esclavizados por el Maligno y sin posibilidad
alguna de gozar del amor de Dios. Incluso se propagó la idea —terrible para los
“indios”— de que todos sus antepasados se pudrían en él. Un castigo retroactivo
a las generaciones anteriores de quechuas y aimaraes. Un golpe más a la ya
desestructurada mentalidad autóctona.
¿Cómo se sentiría usted, lector, sabiendo que su padre, su
abuelo y aún bisabuelo, se están quemando de dolor en el fuego eterno con
Satanás (y cree fervientemente en eso)?
Según la tradición europea, el infierno estaba en las
profundidades de la tierra, en el mundo subterráneo; ese mundo material y
concreto al que se podría acceder por el socavón de una mina. De allí la carga
negativa que empezaron a tener. Se convirtieron en el escenario ideal para la
celebración de pactos secretos —e imaginarios— con el Malo. La leyenda de la
Salamanca es un claro ejemplo de eso.
En la cosmovisión incaica, sin embargo —y es lícito
recalcarlo—, no existía la concepción del infierno, ni la imagen moderna del
diablo.
Para los incas el universo se dividía en tres regiones
claramente delimitadas. El Hanan Pacha, o Mundo de Arriba, en
donde vivían los dioses creadores. El Kay Pacha, o Mundo del Aquí,
en el que habitaban los seres humanos. Y, finalmente, el Uku Pacha, o Mundo
de Abajo, que era el lugar de residencia de los muertos y antepasados
sagrados.
Para ellos esta división tripartita no significaba que cada
región estuviera separada de la otra como si fueran compartimentos estancos. La
comunicación entre ellos era factible y se lograba en determinados lugares
denominados Pacarinas, especies de puertas sagradas que permitían el
acceso de un mundo a otro.
Un cerro, un lago, una piedra, una gruta, podía ser una
Pacarina; y en ellas solían congregarse los miembros de las comunidades para
practicar rituales de reciprocidad con los dioses y antepasados (considerados
divinos).
Entonces, ¿no sería posible considerar a las minas como
residuales pacarinas de una cosmovisión vencida?
Los mineros de hoy en día hablan —y creen— en las cotidianas
apariciones del TÍO. Apariciones bien concretas que quedan plasmadas en las
descripciones que ya hemos hecho de la divinidad en cuestión.
El TÍO se deja ver. Se les aparece a los mineros —raras veces
a los ingenieros, jefes del socavón— para cumplirles o recibir respuesta a sus
promesas de riqueza y poder. De ahí las ofrendas que se le dan a diario, y el
respeto temeroso que el personaje despierta. Nadie que trabaje en la mina
ingresa a ella sin antes entregar un buen k’uyuna (cigarrillo), hojitas
de coca, aguardiente (“trago”), flores, caramelos, animalitos, ciertos
polvos minerales de color amarillo o azul e, incluso, en casos extraordinarios
cuenta la tradición oral, una wawa (bebé) en sacrificio.
Con el TÍO se pacta. Se establecen promesas y es ahí cuando
la ofrenda andina se convierte —a ojos europeos— en un signo más del contacto
con Satanás y la detestable idolatría americana.
Pactar con el diablo es entregarle su alma y convertirse en
su acólito militante contra la iglesia. De ahí la persecución y quemas de
herejes (satanistas) que —desplegadas en el furor de una Europa delirante de
temor— se reeditaron en suelo americano.
Los doctrineros coloniales, con su maestría intelectual para
resaltar las sutilezas más morbosas, definieron así dos tipos diferentes de
pactos: los explícitos y los implícitos.
En los primeros, el idólatra firmaba —literalmente hablando—
un compromiso escrito con Satanás, obligándose a servirlo, difundir su culto y
llevar a cabo sacrificios humanos (uno de los tabúes más fuerte de occidente).
De los dos tipos de pactos, éste era el peor.
En los implícitos, el satanista-hereje no rubricaba
ningún documento; sólo se comprometía a mantener los sortilegios y hechicerías
que había heredado de sus abuelos, a pesar de las prohibiciones impuestas por
los evangelizadores. En otras palabras, se resistían al nuevo orden; y por
ello, los “rebeldes”, debían ser erradicados.
¿Cuánto de todo lo dicho se mantiene
en el culto minero del TÍO?
¿Cuánto de la herencia precolombina se conserva?
¿Cuánta culpa implantada se arrastra cada vez que se le
rinden respetos?
¿Cuánto de europeo y cuánto de indio tiene ese TÍO del
socavón?
¿Cuántas tradiciones se mezclan para que esta divinidad
mestiza tomara forma? Porque, más allá de la influencia católica, otras
vertientes paganas vinieron en los barcos de la conquista americana;
contribuyendo a alimentar el imaginario de estas tierras allende los mares.
La investigadora Salazar-Soler hace hincapié en el aporte de duendes
y gnomos mineros del paganismo europeo[35].
Es lícito recordar que demonios, espíritus y seres pequeños —guardianes de
minas— proliferaron en el folclore del Viejo Mundo y es más que lógico pensar
que esa influencia se instaló también en los socavones bolivianos, ayudando a
recrear la imagen del TÍO.
¡Qué combinación tan fantástica!...
Diablos, dioses prehispánicos, duendes y gnomos europeos,
demonios católicos, pacarinas, sensación de temor y necesidades insatisfechas.
Un cóctel cultural más que interesante, amalgamado en un ser, vigente en el
imaginario colectivo de las minas altiplánicas.
ab
Palabras Finales
“Todos se esfuerzan por remediar la vida de todos.
(...) La sociedad en un infierno
de salvadores”.
Cioran, Adiós a la Filosofía, pág. 9
Potosí, julio de 1986
Buenos Aires, enero 2005
Secundado por las risas de Miguel y sus ex-compañeros
de trabajo en la yacimiento, salí del socavón y eché una última mirada a la
boca negra del mina que acababa de recorrer. Dejaba atrás un universo
fascinante que me conectaba con el duro pasado de una región que había conocido
la grandeza y la miseria a lo largo de los siglos coloniales.
Esa mina que quedaba a mis espaldas y el imaginario
construido dentro de ella, permanecería para siempre en mi memoria. Desde ese
momento, la sombra del TÍO aparecería una y otra vez en sueños y recuerdos.
Tomé un camión para bajar a Potosí, custodiado por las sombra
del Cerro Rico, que se alargaba con el avance de la tarde. Me despedí de Miguel
e instalé mis reales en el hall de la terminal de buses. Tenía que esperar un
largo rato, antes de tomar el micro que me llevara a la capital del país.
Tuve varias horas para reflexionar sobre la experiencia de
aquella tarde, y reírme de mí mismo y de mi ignorancia. Aunque por entonces no
captaba en profundidad el sentido antropológico de lo sucedido, entendí que en
esa mina potosina había reeditado parte de un choque cultural que tenía casi
500 años de antigüedad. Dos tradiciones diferentes, dos cosmovisiones dispares,
con orígenes históricos que se ubicaban en las antípoda habían vuelto a chocar.
Y mis prejuicios, traducidos en miedo ante la imagen burdamente tallada del
TÍO, no me permitieron —por entonces— captar el significado profundo del ritual
en el que, involuntariamente, había tomado parte.
El legado occidental que yo encarné ese día me acercaba —sin
saberlo— más a los extirpadores de idolatrías que a la sociedad andina que
tanto admiraba y quería. Me resultaba incomprensible aquella realidad de
ofrendas y sincretismo religioso. Lo que por entonces tenía era una
autosuficiente etnocéntrica que me encorsetaba y limitaba la capacidad de
comprensión. Tras tantos años de lecturas y viajes a esa misma región andina,
llegué a entender mucho mejor a ese pueblo, a arañar la superficie epidérmica
de una cultura muy diferente a la mía; aún compartiendo el mismo idioma.
Allí, en Bolivia, algo muy antiguo, muy mestizado, sobrevivía
con fuerza. Se sostenía vivo, vigente. Allí era posible mantener un diálogo con
el pasado, actuante en nuestros días; y reeditar un segmento cosmovisional que,
en la sociedad en la que vivo, hubieran calificado de superstición.
Si mantuviera hoy día esa mirada imperialista —que
inocentemente tenía por entonces— los años habrían pasado en vano, sin aprender
nada.
Actualmente, comprendo mejor al TÍO y sus devotos. Entiendo
su función, su necesidad de estar, a pesar de las crisis de la minería y el
consiguiente riesgo de que ese culto sincrético se diluya por el avance de la
modernidad.
Pero el TÍO es fuerte. Resiste por ahora todos los prejuicios
e intentos por uniformizar la fe; que no es otra cosa que el intento por
homogeneizar las esperanzas. El Señor de la Oscuridad sigue firme, respondiendo
a las necesidades de un pueblo; encarnando la historia de un “encuentro”
y revelando los padecimientos y temores de un sector al que la globalización no
alcanzó aún del todo.
Entre las muchas cosas que aquella tarde aprendí, una, mejor
que todas las demás, supo resumirla el célebre historiador francés Paul Veyne
cuando expuso que
“La
historia, como viaje que es hacia lo otro, ha de servir para
hacernos
salir de nosotros mismos, al menos tan legítimamente
como para
asegurarnos dentro de nuestros propios límites”.
Buenos Aires, enero de 2005
FJSR
BIBLIOGRAFÍA
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Acosta, P. José de, Historia Natural y
Moral de las Indias, 1590.
·
Arriaga, P. José de, 1968 [1621]- Extirpación
de la idolatría del Perú, Biblioteca de Autores Españoles, 201:
191-277, Madrid, Atlas.
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01/01/2005
Fernando Jorge
Soto Roland
Profesor en
Historia por la Facultad de Humanidades
Universidad
Nacional de Mar del Plata
Investigador,
explorador, escritor.
Email: sotopaikikin@hotmail.com
[1] Nota
del autor: Es sintomático, como veremos mas adelante, la actitud un tanto
lúbrica del personaje principal y la postura de entrega y sumisión, diríamos
sexual, de la secuestrada. Evidentemente, el acto antropófago del Minotopo
podría ser una sublimación bien directa de una noche de lujuria en los húmedos
recorridos de los subterráneos de Buenos Aires.
[2] Borges, Jorge Luis,
Casares, Adolfo Bioy y Ocampo, Silvina, Antología de Literatura
Fantástica, editorial Sudamericana, Buenos Aires, primera edición
setiembre de 1965, pp. 422-432.
[3] Ibíd., pág. 428.
[4] Ibíd. Pág. 429.
[5] Ibíd. Pág. 427.
[6] Delumeau, Jean, El
Miedo en Occidente, Editorial Taurus, 1978.
[7] Nota: en el moderno
imaginario social citadino corre el rumor —leyenda urbana— de que en las
cloacas de la ciudad de New York nadan cocodrilos albinos de gran tamaño que,
de tanto en tanto, suelen devorarse a los operarios municipales que trabajan en
las profundidades.
[8] Archivo personal del
autor.
[9] Véase: Ansión, Juan
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[10] Caillois, Roger, “Del
cuento de hadas a la ciencia Ficción”, en Imágenes, Imágenes...Ensayos
sobre la función y los poderes de la Imaginación. Editorial
Sudamericana, Buenos Aires, 1970, pp. 9-47.
[11] Véase: Febvre, Lucien, El
Problema de la Incredulidad en el Siglo XVI. La Religión de Rabelais,
Editorial UTHEA, México, 1959, pp.379-383.
[12] Le Goff, Jacques,
Lo Maravilloso y lo Cotidiano en el Occidente Medieval, Editorial
Gedisa, Barcelona, 1994, pp.9-25.
[13] Véase: Soto Roland,
Fernando Jorge, Visitantes de la Noche, editorial martín, Mar del
Plata, 1997.
[14] Véase: Duvoils, Pierre, La
Destrucción de las religiones andinas, Universidad nacional Autónoma de
México, 1977.
[15] Recién en los últimos
años un porcentaje bajo pero significativo de mujeres están empezando a
participar en las tareas mineras de extracción de metal. No excede el 6 %
aproximadamente, pero constituye un síntoma de que una larga creencia
tradicional ha empezado a dar señales de agonía.
[16] Caillois, Roger, Imágenes,
imágenes. Ensayos sobre la función y los poderes de la imaginación, Ed.
Sudamericana, 1970
[17] Véase: Delumeau, Jean, El
Miedo en Occidente, Ed. Taurus, 1978.
[18] Véase: Salazar-Soler,
Carmen, La Divinidad de las Tinieblas, Bulletin de l’Institut
Francais d’Études Andines, Nº spécial: “Tradición oral y mitología andinas”,
Lima, 1997, tomo 26, Nº3.
[19] El nombre Arrierito se debe
a la creencia de que el TÍO —como los arrieros— lleva el mineral de un lugar a
otro por el interior de las minas; dándoselos a los que lo respetan o
quitándoselo a los que lo ignoran. La tradición dice que sigue caminos
subterráneos que sólo él conoce.
[20] Véase, Cohn, Norman, Los
Demonios Familiares de Europa, Editorial Alianza, Madrid, 1975.
[21] Véase, Gruzinski, Serge, La
Colonización del Imaginario. Sociedades Indígenas y Occidentalización en el
México Español. Siglos XVI-XVII, Editorial Fondo de Cultura Económica,
México, 1991.
[22] Delumeau, J., op.cit.,
pp.398, 572, 618 y 638.
[23] Vax, Louis, Arte y
Literatura Fantástica, Eudeba, Buenos Aires, 1963, pág. 39.
[24] Chartier, Roger, “Las
Prácticas de lo escrito” en Historia de la Vida Privada, Tomo
5, Editorial Taurus, Madrid, 1992, pp. 129-131.
[25]Véase, Wootton, David, Lucien
Febvre y el Problema de la Incredulidad Moderna, Editorial Biblos,
1991.
[26] Véase Chartier, Roger, “Historia
del libro e historia de la lectura” en El Mundo como representación,
Editorial Gedisa, Barcelona, 1995.
[27] Darnton, Robert,
“Historia de la lectura” en Formas de Hacer la historia”, Editorial Alianza,
Madrid, pág.178-179.
[28] Duviols, op.cit. pág.25
[29] Acosta, P. José de, Historia
Natural y Moral de las Indias, 1590. Pág. 140.
[30] Colombres, Adolfo, Seres
Sobrenaturales de la Cultura Popular Argentina, Ediciones del Sol,
1984, pp.125.
[31] Ibíd, pág.126.
[32] Valcárcel, Carlos
D., “Supay, sentido de la manera
autóctona”, artículo publicado en RMN t. XI, Lima, 1942, pp.32-39.
[33] Duvoils, P. Op.cit. pág.40
[34] Caunedo Madrigal. Silvia,
“De las hijas del sol a las vírgenes criollas”, en Las Entrañas
Mágicas de América, Editorial Plural, Madrid, 1992.
[35] Salazar-Soler, C. Op.cit.
Pág. 24-27.
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