martes, 21 de mayo de 2013


ENSAYO

 


Por

Fernando Jorge Soto Rolandã

 

 


 

INTRODUCCIÓN

 

 

El Perú encierra todavía muchos misterios. Algunos son de muy corta data y producto de la moderna moda esotérica que invade los mercados del desesperanzado mundo actual en que vivimos; otros, se remontan en el tiempo hasta alcanzar la época de los conquistadores españoles y sus crónicas, siendo éstos los que revisten mayor prestigio, manteniéndose firmes, permanentes, a pesar del inexorable paso de los siglos. El misterio del Paititi combina las dos variantes nombradas de un modo por cierto revelador, puesto que en dicha leyenda podemos observar la mezcla de elementos nuevos y antiguos en una yuxtaposición que se nos antoja sumamente interesante. Ejemplo claro de la perdurabilidad de un imaginario de estructuras duras, el Paititi denota la permanencia de los mitos de frontera; ésos que abren las posibilidades de una manera que, sólo estando en la selva, puede uno considerar con un espíritu tan amplio como subjetivo.

En el presente ensayo intentaré describir, explicar y entender toda la información recabada,  a lo largo de la EXPEDICION VILCABAMBA ‘98, respecto de la legendaria ciudad  perdida del Paititi, excitante realidad que nos acompañara a lo largo de toda la exploración practicada por la selva peruana (VÉASE APÉNDICE I).

Mar del Plata, 1999

 

 


EL IMPACTO DE UNA LEYENDA


 

Dicen en el Cusco que más allá de los límites con la selva se levantan, majestuosas y olvidadas, las ruinas del Gran Paititi, una supuesta ciudad incaica que conserva, entre sus mohosos muros, los tesoros que los últimos miembros de la elite inca escondieran ante la conquista española. Tan evanescente como El Dorado, la leyenda del Paititi sigue poseyendo febriles creyentes, como también escépticos detractores que, en un debate no oficializado por la ciencia, mantienen viva la presencia de la mítica ciudad en el imaginario colectivo de todo el Perú.

Mi primer contacto con la leyenda lo tuve hace ya varios años cuando, en un viaje al Perú, practicado en julio de 1985, un joven arqueólogo, destacado como guía turístico en el Museo de Arqueología y Antropología de Lima, me refirió sobre la existencia de una ciudadela incaica, protegida por la selva, en la que aún se conservaban, manteniendo sus más tradicionales y ancestrales costumbres, los últimos miembros de la dinastía inca, derrocada en el Cusco en 1532. Como por aquel entonces ningún libro de arqueología o de historia, que yo hubiera leído, explicaba con detenimiento qué era en realidad ese tan mentado Paititi, empecé a recabar información oral por todos los pueblos, caseríos y grandes ciudades por las que anduve. Fue recién entonces cuando entendí que su presencia, más allá del conocimiento libresco que había yo adquirido en mis primeros años de universidad, estaba profundamente arraigada y presente en todos los sectores sociales y culturales del país andino. Casi todo el mundo tenía algo que decir respecto de la perdida ciudad. Muchos “conocían” a personas que se habían adentrado en sus calles, sin poder conseguir las pruebas objetivas necesarias para certificar su presencia en ella; otros, se disponían a organizar la búsqueda, impulsados por intereses que excedían lo meramente arqueológico, para transformarse en simples huaqueros o ladrones de tumbas. Finalmente, estaban aquellos que, imbuidos de un espiritualismo que me resultaba extraño, mezclaban técnicas esotéricas y marihuana con el fin de comunicarse con los “Hermanos Superiores” que habitaban el Paititi.

Debieron pasar trece largos años para que yo mismo, junto a mis compañeros de viaje, nos viéramos envueltos en una búsqueda que no exagero en definir como obsesionante. La leyenda del Paititi me acompañó durante casi una década y media, y a lo largo de ese tiempo pude acceder a las crónicas del siglo XVI que hablaban de la maravillosa ciudad, como también a las emocionantes descripciones de modernos exploradores peruanos, que invirtieran dinero y salud en pos de lo que muchos dicen es una quimera.

Mi primera opinión sobre el tema estuvo empapada de un fuerte racionalismo, ateniéndome, en parte, a la hipótesis que sostuviera, años más tarde, el historiador peruano Víctor Angles Vargas en su libro El Paititi no Existe [1], y en el que explica porqué motivo es un delirio seguir sosteniendo que la existencia empírica de la ciudad incaica, con su fortuna en oro y plata, es un hecho histórico comprobado. Debo confesar que, aunque ese libro satisfizo muchas de mis dudas intelectuales, sus frías y documentadas opiniones derrumbaron gran parte de las románticas fantasías que albergaba en mi corazón. Muy dentro de mí me resistía a descartar la posibilidad de que, perdidas en la selva de la Amazonía peruana, pudieran seguir escondidas ciudades incas sin descubrir, siendo una de ellas el famoso Paititi. Fue entonces cuando orienté el ángulo de mis investigaciones hacia el campo de la historia de las mentalidades e intenté analizar la leyenda como parte del imaginario peruano. A través de este renovado enfoque historiográfico pretendí encontrar una solución a la lucha interna en la que me debatía: ¿fantasía o realidad?. Mi respuesta fue contundente: fantasía; pero una fantasía actuante, movilizadora y tan presente como las piedras mismas de Machu Picchu. Armado, pues, con un arsenal teórico que encajaba perfectamente con los cánones académicos considerados “serios”, me convertí, sin saberlo, en un detractor del Paititi y negué de plano su existencia.

Hoy las cosas han cambiado. Ya no niego categóricamente. Hoy dudo, dejando abierta la puerta a posibilidades que antes jamás hubiera permitido que entraran. A diferencia de hace trece años, la rendija es mayor, y el hecho de haber estado en plena jungla peruana ha modificado la manera de percibir muchos hechos del pasado que antes no me habría animado a discutir. La selva es tan inmensa, tan llena de magia y con tantos bolsones sin explorar que, ante la pregunta de si el Paititi existe o no, debo decir que no me parece descabellado contestar afirmativamente.

Pero, ¿qué es el Paititi? ; ¿cuáles son las diversas versiones que circulan sobre él? ; ¿qué elementos de realidad y de fantasía se conjugan en su historia? ; ¿por qué está tan difundida su leyenda? ; ¿en dónde, supuestamente, se ubican sus ruinas? ; ¿quiénes las protegen y por qué?

Estas, y otras preguntas, son las que intentaré responder en las páginas que siguen.


EN LA RUTA HACIA EL PAITITI


 

Cuando en setiembre de 1997 empezamos a organizar la expedición que nos llevara hasta las ruinas de la ciudad de Vilcabamba La Vieja, éramos conscientes de que íbamos a internarnos en una región en donde el Paititi no es leyenda, sino una realidad que muy pocos discuten. Por ese motivo decidimos tenerlo como un objetivo secundario y recabar, a lo largo del camino, toda la información posible que circulara oralmente entre los pocos colonos y campesinos que habitan los valles de los ríos Vilcabamba y Pampaconas. Obvio es que no pretendíamos encontrarlo, pero su presencia en cada fogón nocturno, en cada choza selvática, en cada anécdota relatada por los porteadores, nos obligaba a desviar nuestra atención, alejándonos del mundo concreto de la arqueología, para adentrarnos en una realidad tan mágica como atrayente; una realidad en la que los tesoros ocultos y las ciudades perdidas parecían ser tangibles, y el concepto de imposibilidad se desdibujaba abriendo un sin fin de factibilidades que, analizadas desde la ciudad en la que escribo estas líneas, parecerían ser sólo delirios, producto de la excitación emocional que acarrea la selva.

Aún no habíamos despegado de suelo argentino cuando, en la sala de embarque del Aeropuerto Internacional de Ezeiza (Buenos Aires), entramos en contacto con un gentil caballero peruano que, a poco de iniciar la conversación y enterarse de nuestra expedición a las selvas de Vilcabamba, nos relató una historia que, escuchada una y otra vez por boca de otros informantes, terminó resultando arquetípica. De alguna manera, con don Felipe Gutiérrez Sevilla, se iniciaba una larga cadena de rumores, profundamente arraigados en tierras peruanas, y que definieran, desde hace más de cuatrocientos años, la búsqueda de sitios tan maravillosos como El Dorado, El Candire, el reino de Omagua y el mismísimo Paititi. La leyenda y la realidad empezaban a mezclarse en el principio mismo del viaje, y por más que nos propusiéramos sopesar críticamente las historias que escucháramos, fue casi imposible no dejarnos llevar por el folklore local.

En cierta ocasión, el explorador inglés Percy Harrison Fawcett escribió: “no hay día, en el Perú, en el que uno no escuche historias sobre tesoros, oro y ciudades perdidas”; y es una de las pocas cosas ciertas que pudo haber escrito. Nosotros lo hemos comprobado empíricamente, conversando con la gente; con personas que, como don Gutiérrez Sevilla, nos relataran sucesos como los que a continuación consigno:

Tengo un amigo que vive en el Callao (Lima), un amigo personal, que tiene en su poder un dedo de oro que procede de la ciudad perdida que usted llama Paititi, y que nosotros denominamos Paykikin. Yo mismo lo he visto, lo tiene en su casa, y me contó que hace unos años, mientras se internaba en las selvas más allá de Paucartambo, se topó con una ciudad de grandes piedras y una amplia avenida. A lo largo de esa calle había estatuas, en tamaño natural, hechas íntegramente de oro. Como estaba solo y no podía cargar con semejante tesoro, le cortó con su machete el dedo pulgar a una de las estatuas. Tiempo más tarde me lo mostró. El Paykikin no es una leyenda, existe; pero no es la única fuente de oro que encontraran en el Perú. Todo el país tiene tapados escondidos en cerros y lagunas. Mi hermano se ha dedicado durante mucho tiempo a buscar esos tapados, y de hecho, a lo largo de toda su vida encontró tres; uno de ellos en el piso de una pequeña iglesia [los tapados son tesoros, o pertenencias personales de gran valor, enterradas o escondidas en las paredes y pisos de las antiguas casonas coloniales; según el folclore, tanto los españoles como los incas, tuvieron la recurrente costumbre de esconder sus tesoros para luego olvidarlos o dejarlos abandonados]. Hay mucha riqueza en el Perú, caballero. Mire, sin ir más lejos, hace unos cuatro meses tres personas (dos peruanos y un inglés) se metieron en la selva en búsqueda de ruinas. Uno de ellos era el prefecto de un pueblo y tuvo la mala suerte de morir ahogado. Bueno, eso es lo que denunciaron sus dos compañeros cuando regresaron, pero lo cierto es que se piensa que descubrieron el Paykikin y que ellos mismos mataron al funcionario para que no anunciara públicamente el descubrimiento y quedarse ellos solos con las riquezas”.[2]

Son relatos como el precedente los que nos auguraban una experiencia exploratoria fascinante.[3] Las claras referencias a leyendas, que datan de épocas pretéritas, y la natural personalización que la gente hace de los mitos, nos indicaban que el Paititi permanecía enquistado en la cosmovisión andina contemporánea. Faltaban todavía varios días para que encamináramos nuestras botas por la selva; recién entonces, nosotros mismos, nos veríamos arrastrados por los comentarios referentes a la legendaria ciudad.

Generalmente, son pocas las personas que se cuestionan acerca de los gustos, creencias y valores que guían y dan contenido a sus actos. El pensamiento sistemático no siempre está presente a la hora de analizar el conjunto de actitudes y aseveraciones que cotidianamente actualizamos en sociedad. Esto es en parte una clara evidencia de que todos hemos heredado (y aprendido) un pesado y complejo bagaje de prejuicios, temores, esperanzas y sueños que, disparados de una forma u otra, los protagonistas de una época determinada comparten de acuerdo al contexto o coyuntura histórica que les toque vivir.

Así pues, intentar una interpretación que permita aclarar los extravagantes móviles que impulsaron, e impulsan, a cientos de exploradores en la búsqueda de fabulosas ciudades de oro y plata (quimeras siempre perseguidas pero nunca alcanzadas) implica analizar aquellos mitos de descubrimiento y conquista  que aún siguen vigentes y que continúan recreando las sobremesas de infinidad de familias que, hoy como ayer, necesitan de sueños irrealizables para darle sentido a una vida repleta de necesidades insatisfechas. El Perú es uno de esos lugares.

 

Cuando aquel 18 de julio de 1998 arribamos a Cusco, antigua capital del Imperio de los incas, fuimos recibidos por una ciudad que renacía de sus propias cenizas, para el turismo internacional. Tras una década de guerrilla, terrorismo y cólera, el moderno Qosqo (así se escribe siguiendo la original pronunciación en lengua quechua) abría sus generosos brazos a los “gringos” de diversas partes del mundo. No era ya la ciudad triste y preocupada de hacía cuatro años. El temor a las bombas se había disipado y, aunque el consejo de muchos era que tomáramos agua mineral, el paralizante virus del cólera estaba perfectamente controlado. La región Inca se despojaba así de la etiqueta de “zona endémica”, que tantas quiebras y problemas económicos había acarreado durante largo tiempo. Se respiraba un vivificante aire de esperanza, y no hubo hotelero, taxista o camarero que no nos hiciera llegar su mensaje de optimismo en el futuro. El orgullo cusqueño se tamizaba así de fuerza, buena atención y... dólares.

El Cusco es una ciudad mágica, un lugar en donde el pasado y el presente se mezclan de una forma muy difícil de describir con palabras. Allí están los muros incas, con su majestuosidad e imponencia monolítica soportando el peso de los siglos, de las invasiones y de los terremotos. Allí están los restos de los palacios desde los cuales se controló gran parte de la América del sur, antes que los españoles pusieran sus pies en estas tierras. Hoy convertidos en hoteles, museos o restaurantes, esas prestigiosas obras de la arquitectura precolombina siguen impactando y admirando al más insensible de los viajeros. Cusco, el Ombligo del Mundo, fundada, según reza el mito, hacia el año 1200 de nuestra era por los héroes civilizadores más destacados de la genealogía incaica: Manco Cápac, el primer soberano, y Mama Ocllo, su hermana y esposa. Basta con tener un poco de imaginación, y dejarse llevar por los olores y claroscuros de sus calles, para poder recrear el momento mismo de aquella fundación trascendental, cuando Manco, tras apoyar su cetro de oro en lo que hoy es la gran Plaza de Armas, lo vio desaparecer, como absorbido por la Madre Tierra, en el fangoso suelo del valle, indicándole así el sitio exacto en donde levantar la ciudad que fuera la capital de su imperio. Así se lo había indicado el gran dios Viracocha, a orillas del lago Titicaca, y así fue.

Pero junto a la escenografía quechua se yerguen, vigilantes y orgullosos, los campanarios y torres de capillas e iglesias, atiborradas de una riqueza barroca que ha sabido controlar y emocionar, durante los últimos cuatrocientos años, la espiritualidad y esperanza de los cusqueños. Ellas, junto con las señoriales casonas coloniales, son la otra cara del Cusco mestizo, la cara híbrida de una ciudad que mezcló piedras y culturas tan diferentes como la de incas y españoles. Se ha dicho que todo el Cusco es un símbolo urbanístico de la conquista ibérica y, de alguna manera, es cierto. Caminar por sus callejuelas, sorteando a los mil y un vendedores ambulantes, que impregnan de olores indescifrables cada rincón empedrado, es advertir la imposición de una cultura sobre otra, de un olor sobre otro; porque no sólo son los adobes pintados de blanco, las rejas y las tejas los que se sobreimprimen a los basamentos de fría piedra incaica, sino que son también las voces, las comidas y la música las que nos indican que estamos en una ciudad mitad española y mitad incaica. Una por encima de la otra.

Cusco sigue siendo un centro sagrado para muchos. Nunca perdió su prestigio; todo lo contrario, lo ha conservado en su gente, en sus tradiciones y en el respeto que todavía le guardan los campesinos que llegan a él. Por ello, si uno es atento y para bien la oreja, todavía puede escuchar el saludo que se le brinda a la vieja capital imperial: “Napaykukuykim hatum K’osk’o” (“¡Oh, gran ciudad, yo te saludo!”).

Repetí esa frase cuando, por cuarta vez, puse mis pies en tierra cusqueña.

 

A 3.394 metros sobre el nivel del mar uno se siente extraño. El aire se vuelve insuficiente, las piernas pesan toneladas y a la agitación exagerada, de caminar sólo una cuadra, se le suma un punzante dolor de nuca. Poco es lo que hace el mate de coca, que cortésmente ofrecen todos los hoteles a los inadaptados turistas. La planta sagrada de los Andes se vuelve inoperante, y por más que se tomen litros de aquella infusión quechua, los efectos del soroche (el mal de las alturas) se dejarán sentir durante, por lo menos, cuarenta y ocho horas.

Para nosotros, gringos, los inconvenientes del Cusco los constituyen sus calles empinadas y el aire rarificado de la gran altitud. Cualquier esfuerzo físico se traduce en un latir apresurado del corazón y en una respiración jadeante, entrecortada, que obliga a detenerse a cada paso. Incluso el gusto de los cigarrillos es distinto; supongo que eso se debe a que el tabaco se quema de diferente manera que al nivel del mar. Por otra parte, el fumar se vuelve una tarea que implica atención permanente, ya que al menor descuido la brasa se apaga, dejándole a la boca un sabor amargo, de consistencia pastosa y desagradable. Pero bastan dos días para que el organismo se adapte a ese techo de América, generando la cantidad necesaria de glóbulos rojos que permiten oxigenar adecuadamente cada centímetro cuadrado del cuerpo. Cuando el físico entra en consonancia con la naturaleza elevada de ese piso ecológico, recién ahí, puede uno empezar a disfrutar plenamente de la maravillosa ciudad.

El Qosqo supo tener en la antigüedad la forma de un puma, ya que los incas no eran ajenos a la tradición del culto al felino; animal mítico que encuentra sus más profundas raíces en las primeras culturas del área andina, como lo fueron Chavín de Huantar y Tiahuanaco. Y aunque para los señores del Cusco el felino no fue tan importante como en las dos culturas nombradas, el prestigio de la ciudad se tradujo en una arquitectura, y en una planificación urbanística, virtual y sagrada que tuvo al puma como principal personaje. La capital entera adquiría así un carácter simbólico, religioso y mítico; una prueba más del arte monumental de la América precolombina, y un evidente testimonio de que nada era profano dentro de la cosmovisión incaica. Ni siquiera el contorno de la gran urbe, o las montañas que la rodeaban.

Efectivamente, todo el Cusco está cercado por Dioses. Son los Apu, los Señores de las Montañas, los espíritus protectores de los cerros que no faltan en ninguna comunidad de la región de la Sierra. A ellos se les rinde homenaje y ceremonia; se los respeta y se les habla como a seres vivos. En ocasiones reciben “pagos”, es decir, ofrendas, para que, en actos de dadivosa reciprocidad, les restituyan al hombre devoto sus actos de fe sincrética, con buenas cosechas, fertilidad y generosa procreación de los ganados.

Cada Apu tiene jurisdicción sobre determinados espacios y, como bien señala Jorge A. Flores Ochoa, “sus alcances están en relación con su importancia jerárquica, en cierto modo condicionadas por su elevación con las cumbres circunvecinas” [4]. En ellos, la vieja y la nueva fe (la prehispánica y la católica) entran en simbiosis, se mezclan, mostrando la clara resistencia y continuidad de las creencias andinas. El culto a las alturas, tan común entre los incas, se mantiene vivo, actuante; incluso en la imaginería cristiana, que no dudó en representar a la Virgen con el contorno piramidal de muchos cerros[5]. Excelente táctica para trasladar la fe aborigen de la antigua a la nueva religión.

Desde el Cusco es posible distinguir, por lo menos, cinco grandes Apu, vigías permanentes de la egregia capital.

En primer lugar, y con dirección Norte, puede observarse el imponente y blanco nevado de Salcantay. En segundo término, y con orientación Sur, se levantan las sagradas laderas del Apu Ausangate, en las que, anualmente, se practica una de las peregrinaciones más caras a la fe andina: la procesión al santuario del Señor de Qoyllurit’i (el señor de las Nieves Resplandecientes). Hacia el Este, el respetado Pachatusan, “El Sostén del Universo”, a quien la gente de Cusco le rinde honores por tener fama de ser sanador y curandero. Finalmente, a su lado, las sombras del Apu Pikol y del Apu Anawarque terminan por darle al Qosqo la prestigiosa seguridad que, como Centro del Mundo, merecía y merece[6].

A uno de estos Apu, pero de la región de Vilcabamba, debimos dirigirnos nosotros, antes de iniciar la marcha. Para ello era necesario recurrir a una persona que tuviera la capacidad técnica y espiritual, de poder comunicarse con esa clase de espíritus. La encontramos en la figura de Don Salvador Blas, un chamán cusqueño de reconocido prestigio.

 

El chamanismo, tal como lo define Mircea Eliade, “es la técnica del éxtasis”[7] por medio de la cual una persona “elegida” posee la extraordinaria facultad de comunicarse con los muertos, los “demonios” y los “espíritus de la naturaleza”, sin convertirse por ello en un instrumento de los mismos. Haciendo uso del trance, el chamán “vuela” hacia el otro mundo con el objeto de encontrar en él las soluciones que sus pacientes le requieren. Ser chamán implica superar diferentes pruebas de iniciación, que sólo una minoría determinada logra concretizar con éxito al alcanzar la mística de la religión respectiva.

Este interesante fenómeno cultural y religioso ha venido siendo estudiado desde hace décadas por importantes antropólogos e historiadores de la religión, y hoy estamos lejos de desechar las prácticas chamánicas como costumbres primitivas e ignorantes, puesto que las mismas encierran un riquísimo bagaje de información antropológica, que permite entender cosmovisiones tan ancestrales como vigentes[8].

En el Perú, y especialmente en la región de la Sierra, los chamanes reciben el nombre de Pacos y a ellos se acude para buscar salida a problemas tan complejos como la cura de una enfermedad; un “daño”; el dolor de un amor no correspondido o la necesidad de pedir permiso a un Apu para practicar un acto determinado. Por todo ello, es común que se empleen indistintamente los términos chamán, curandero, hechicero o mago, para hacer referencia a una misma realidad cultural y social.

Los Pacos suelen utilizar ciertos instrumentos y drogas para facilitar el trance místico; de ahí que el uso de tambores, sonajas y plantas alucinógenas están directamente asociadas a la práctica chamánica. Cada región tiene sus propias técnicas, con variaciones peculiares, frases y “encantamientos” que les son propios. Existen chamanes poderosos y otros que no lo son tanto. Los hay “buenos” y los hay “malos”, pero todos, en definitiva, encarnan (junto con sus acólitos y creyentes) una manera de ver el mundo muy diferente a la que nosotros, los occidentales, estamos acostumbrados. Y por ser diferente es interesante.

 

Cuando nuestros contactos en el Cusco supieron que el objetivo a alcanzar por la expedición eran las ruinas de Vilcabamba “La Vieja”, nos recomendaron consultar al paco. Según ellos, era indispensable solicitar esa autorización sobrenatural y, al mismo tiempo, rogar la protección de los Apu que se levantaban a lo largo de un camino que se nos anunciaba peligroso e imprevisible. La idea nos resultó atractiva. Ver a un chamán auténtico practicar sus esotéricos rituales no había estado dentro de nuestros planes iniciales. Al parecer, el permiso oficial que nos diera el Instituto Nacional de Cultura del Cusco (INC) era insuficiente. La región de Vilcabamba, con todas sus ruinas, eran consideradas huaca, por lo tanto, era preciso ganarse la voluntad no sólo de los funcionarios del gobierno, sino también de las etéreas entidades que, según los cusqueños, protegen el valle.

Desde la época de la conquista del Perú (siglo XVI), los cronistas españoles registraron la vigencia del concepto, todavía muy extendido y vivo, de huaca. Según el historiador norteamericano Burr Brundage, que es quien proporciona una de las mejores síntesis de este concepto:

“Una huaca era al mismo tiempo una localización de poder y el poder mismo residente en un objeto, una montaña, un sepulcro, una momia ancestral, una ciudad ceremonial, un templo, un árbol sagrado, una cueva, un manantial o un lago de origen, un río o una piedra vertical, la estatua de una deidad o una plaza venerada o un trecho donde se llevaban a cabo festividades o donde vivía un gran hombre. El poder que permitía a los artesanos dotados producir curiosas piezas de trabajo en oro o tapicería fina, o ricas telas teñidas, y así sucesivamente, era también huaca. La coca, la hoja narcótica de la montaña, era huaca”.[9]

Aunque hoy en día el término suele asociarse exclusivamente a las ruinas de los monumentos incas, el concepto es tan amplio que, siguiendo a la especialista peruana María Rostworowski, podemos darle a la palabra huaca el abarcativo sentido de lo sagrado, que contenía una variedad muy alta de significados, ya que en el ámbito andino lo sagrado envolvía el mundo y le comunicaba una dimensión y profundidad muy particular[10].

Los valles de los ríos Vilcabamba (antes Vitcos) y Pampaconas poseían esas connotaciones particulares; y el hecho mismo de que Vilcabamba signifique la “Pampa Sagrada” nos obligaba, de alguna manera, a comulgar con esas creencias.

   Pero nuestra situación se hacía aún más compleja.

El corredor, selvático y montañoso, que conduce al lugar en donde están emplazadas las ruinas de la última capital inca del exilio, es considerado como parte del camino que lleva hacia el perdido Paititi; que es, de todas las huacas reales e imaginarias del Perú, la más importante. Por tal motivo, y con el fin de no ser considerados por nuestros porteadores y amigos como impertinentes gringos sacrílegos, convenimos visitar a don Salvador, el chamán, y respetar los pasos que, obligatoriamente, debían seguirse antes de tratar con espacios sacros.

Y fue uno de esos amigos del Cusco, el Ingeniero Enrique Palomino Díaz (conocido proyectista e historiador de la ciudad), el que, no sólo nos presentara al Paco, sino confirmara lo antes señalado cuando, con su natural tono ceremonial, nos dijo:

Lo cierto es que se cree que la región de Espíritu Pampa [nombre que actualmente reciben las ruinas de Vilcabamba “La Vieja”] es una de las entradas hacia el Gran Paititi. Siguiendo el eje que va de Vitcos a Huancacalle y de San Francisco al río Pampaconas, hacia el fondo, en la quebrada, se piensa que, con toda seguridad, hay una ciudadela que todavía no está a la vista. Lo real es que muchos investigadores independientes, aislados, han estado en la zona, pero no han dado a conocer sus investigaciones, se entiende que por estrategia. Todavía hay mucho que rebanar por ahí”. [11]

Eran cerca de las siete de la tarde cuando tomamos el taxi que nos condujo hasta el barrio de San Sebastián, a las afueras del Cusco. El dios sol se ocultaba detrás de los cerros y, para cuando llegamos a destino, ya era de noche. Todo el barrio estaba sumido en penumbras, siendo las luces de los cafés y picanterías la única claridad que permitía ver y sortear los pozos de la calle. Caminamos hasta el frente de una humilde casa, muy baja, y golpeamos la puerta.

No sé qué es lo esperábamos encontrar, pero cuando la estampa menuda de Don Salvador Blas se recortó en el marco de la entrada no nos produjo ninguna sensación especial. Era un hombre bajo, de edad indefinida (aunque sospecho que rondaba entre los cincuenta y cincuenta y cinco años), pómulos prominentes, ojos oscuros muy chicos y una nariz aguileña que anunciaba a las claras sus raíces cusqueñas. Nos invitó a pasar.

La recepción era un cuarto aún más humilde que el frente de la casa. Pintado de celeste claro y con dos largos bancos de madera colocados sobre las paredes. En uno de ellos se encontraba una “cholita” (mestiza) con su pequeño hijo en brazos, llorando a moco tendido. Apenas levantó la vista cuando ingresamos y en ningún momento posterior se animó a mirarnos directamente a los ojos.

El “Maestro”, como lo llamaba Enrique, pidió que lo esperáramos y desapareció tras una enclenque puertecita de madera que daba a una reducida cabina: su consultorio. Estaba curando a alguien. Seguramente, ese bebé que lloraba delante de mí también estaba enfermo. Viendo esa situación, tan ajena a mis convicciones, confieso que me fue muy difícil reprimir los juicios de valor. Mi fe en la medicina clásica no encajaba con la fe que guiaba la esperanza de esa mujer que tenía delante de mí. No podía imaginarme llevando a mis hijos a un chamán, y confiándole a un “brujo” la salud de ellos. Pero bastaron pocos segundos para reconocer que el problema era esencialmente cultural. En ese cuarto del barrio de San Sebastián los que se enfrentaban no eran sólo bancas de madera, eran dos culturas distintas, y lo más interesante es que ninguna era mejor o superior que la otra.

   Pasados unos minutos, Don Salvador nos invitó a ingresar en la “cabina”.

Ese reducido espacio (en el que apenas entrábamos los cinco) era la materialización misma del sincretismo religioso que se operó en el Perú desde la llegada de los conquistadores y catequistas españoles. Objetos de “poder” aborígenes se mezclaban con estampitas e imaginería cristiana. Lo pagano y lo católico convivían sin conflicto. Junto a una lámina de San Jorge matando al dragón se apoyaba una conopa (ídolo de piedra, generalmente con la forma de una llama, que permite invocar a las fuerzas de la fertilidad) y a los rezos cristianos se les adosaban los pedidos (en quechua) a los espíritus de las montañas.

Los chamanes quechuas, como Don Salvador, son los herederos de una dilatada tradición en la que se sostiene que ellos son capaces de efectuar magia blanca y magia negra indistintamente, y son también adivinos y curanderos. Los quechuas distinguen entre chamanes superiores, llamados alto mesayoc (o altomesa), y chamanes inferiores, llamados pampa mesayoc (o pampamesa). La diferencia esencial entre ellos reside en su relación con los espíritus. El altomesa puede conversar con los Apu, que son su medio principal de adivinación; mientras que el pampamesa sólo es guiado, por tener un poder menor. El término Paco (o paqo) es un título genérico que no toma en cuenta su poder y especialidad[12].

   Don Salvador era, técnicamente hablando, un poderoso altomesa.

Una vez sentados frente a la mesa, y hechas las presentaciones formales, nos preguntó qué buscábamos allí. Le comunicamos brevemente nuestros objetivos exploratorios y, tras moler una serie de productos en una vasija de cerámica e invocar a la Virgen María, apagó todas las luces. Era la boca de un lobo. No se podía ver absolutamente nada. La situación se empezaba a poner interesante.

En eso, un repentino fogonazo iluminó todo el lugar. Recuerdo que alcancé a ver al Paco manipular la vasija antes nombrada. Pero fue sólo una décima de segundo; sólo una silueta desdibujada en medio de la total oscuridad. “Pólvora”, pensé, “era pólvora lo que molía”. No me equivoqué, al rato, el inconfundible olor a esa materia inflamable impregnó la cabina. Fue recién entonces cuando nos obligó a que lo siguiéramos con unos rezos (el Ave María y parte del Padre Nuestro). Nuestras voces retumbaban contra las débiles paredes de madera, y de pronto, sin preverlo, se escuchó un prolongado silbido, agudo y penetrante. Sin darnos tiempo a analizar ese sonido, sentimos sobre nuestras cabezas (muy cerca de ellas) el furioso aletear de lo que parecía ser un pájaro. El sobresalto fue mayúsculo y todos nos agachamos temiendo que ese “algo” nos lastimara. Recuerdo que pensé: ”Se nos metió una paloma en el consultorio”. Pero no había, ni hubo nunca un ave de ese tipo (al menos que nosotros hayamos visto). Inmediatamente después del “aleteo” el chamán habló.

Su voz no sonaba como la que tenía normalmente. Era más fina y entrecortada (como si muchas palabras las dijera tosiendo). Cuando nos dio la bienvenida advertimos que ya no hablábamos con don Salvador, sino con el Apu Espíritu Pampa.

Según los estudiosos del chamanismo andino, estábamos presenciando (mejor dicho, escuchando, porque no se podía ver nada) uno de los momentos más relevantes del ritual: el del “vuelo mágico”. En él, el altomesa, liberado de la materia, asciende hasta reinos de conocimiento y de visión que están fuera del alcance de la persona no iniciada. Ese viaje en espíritu es lo que generalmente se denomina vuelo y lo que permite que el chamán se vuelva igual que los Apu, o que el espíritu de un muerto, que también tiene la capacidad de convocar[13]. Son estas transformaciones las que le dan a un chamán su más alta reputación; son las que marcan su calidad.

Por lo tanto, para esa ajena cosmovisión, quien estaba delante de nosotros no era Don Salvador. Él se encontraba muy lejos del Cusco, en la cordillera de Vilcabamba, contactándose con el Apu que, en pocos días más, nosotros conoceríamos. Pero esta subjetiva experiencia que estábamos viviendo no era nueva; ya había sido advertida a mediados del siglo XVI por funcionarios del Cusco colonial, como por ejemplo el corregidor y licenciado Juan Polo de Ondegardo, quien escribió:

“Entre los indios había otra clase de brujos, tolerados por los incas hasta cierto punto, que son como hechiceros. Ellos toman la forma que quieren y viajan a una gran distancia por el aire en poco tiempo; y ven lo que está pasando, hablan con el diablo, que les contesta en ciertas rocas, o en otras cosas que ellos veneran muchísimo. Sirven como adivinos y dicen lo que sucede en lugares remotos antes de que las noticias lleguen o puedan llegar”.[14]

El “mensaje” que Don Salvador nos trasmitiera fue más bien breve; y como tuve la impertinencia de grabarlo subrepticiamente, lo transcribo a continuación:

“Bienvenidos, bienvenidos. ¿Para qué me han hecho llamar? Si, para el viaje, lo sé...sean bienvenidos. Yo los voy a recibir con todo cariño y amor. Muy bien, todo va a ir bien. Yo los protegeré, tanto de ida como de vuelta por pedir permiso. Pero es posible que hagan otro viaje al Perú para llegar a la zona del Paititi. Sí, es posible, pero tienen que llevar bastante pago, no es por así llegar allá. Tienen que llevar bastante pago. Sí pueden ir, yo los estaré aguardando allá.

(Pregunta: ¿Usted conoce la puerta hacia el Gran Paititi?).

¡Claro! Es una zona a la que hay que entrar por quebrada. Sí, es por la puerta de la salida del sol, por Paucartambo. Yo he entrado. Hay cosas muy buenas, pero hay que tener mucho coraje para ir allí, porque ahí los nativos no dejan entrar; ni tampoco te pueden contar cómo es ni a dónde es.

(Pregunta: ¿Qué nativos?).

Los chunchos, pues. Pero también hay otra entrada por Quillabamba, por donde ustedes van a ir. Pero también hay guardianes. Allí los guardianes son víboras. Ahí no dejan pasar las víboras. Hay una catarata y por ahí hay que pasar, pero están las víboras. Se necesita un gran pago. Sí, de ahí salen cáscaras de plátanos, cáscaras de naranja y demás desperdicios. ¿Por qué? Porque ahí existen los incas. Más adentro, en la selva, del otro lado, hay gente y son incas”[15].

Una vez más, la leyenda del Paititi impactaba en nuestros oídos y en el sitio menos pensado. La voz de chamán se unía, así, a las voces del imaginario colectivo arrastrándonos hacia una selva que, desde hacía siglos, escondía mucho más que animales y sociedades extrañas.

Dejamos la casa del altomesa con más dudas y suspicacias que respuestas ciertas. No pertenecíamos a ese mundo; y el corto abordaje hecho en él nos revelaba mucho acerca de la importancia de la creencia. Habíamos intentado abrir un poco nuestras mentes a experiencias fuera de lo común, pero sólo conseguimos crear una angosta rendija, aunque lo suficientemente profunda como para permitir que nos introdujéramos en una realidad mágica de leyendas y mitos.

 


EL PAITITI


 

Cuando Francisco Pizarro y sus socios tomaron prisionero al Inca Atahualpa en la ciudad de Cajamarca, en noviembre de 1532, dieron por iniciado el fin de un ciclo político cultural de casi noventa y cinco años de duración conocido como el Tahuantinsuyu o Imperio de los Incas[16].

A la sorpresa y admiración, experimentada por los aventureros españoles, le siguió el despojo y el botín. Cusco fue repartido; el Qoricancha (Templo del Sol), desmantelado; las productivas y bien labradas tierras, expropiadas; la religión aborigen, perseguida; y toda una sociedad, obligada a trabajos forzosos sin recibir a cambio absolutamente nada. La vieja reciprocidad andina dejó de funcionar. Todo el mundo se desestructuró y cambió. Nada era igual a lo que fuera antes. Se empezaba a escribir una nueva historia: la de los europeos.

A escasos años de haber conquistado y controlado aquel inmenso universo aborigen, y cuando los tesoros esperados no alcanzaron para todos, el ideal de  la riqueza fácil empezó a ser lanzado más allá de las tierras efectivamente controladas (que eran muchas). La ambición y la fantasía se conjugaron, y las tramas leídas en los libros de caballería empezaron a ser protagonizadas por sus propios lectores: los conquistadores españoles. No pasó mucho tiempo para que se divulgaran antiguos mitos, readaptándose a la realidad americana, y empujando, a cientos de soldados de fortuna y aventureros, en pos de tesoros ocultos, ciudades maravillosamente ricas, fuentes de la juventud o comarcas productoras de especias de gran valor.  Incluso, eran los propios españoles afortunados, aquellos que habían recibido los honores, tierras e indios esperados, los que fomentaron esos cuentos con el fin de “descargar la tierra”, es decir, quitarse de encima a sus antiguos compañeros caídos en desgracia (pero que seguían armados, constituyendo una fuente constante de alteración al orden público colonial), incitándolos a encarar “jornadas” tan fantásticas como demenciales.

Y eran muchos los desengañados. El grupo de conquistadores o sus descendientes que acaparaban las encomiendas (mano de obra india), cargos en los cabildos, tierras, ganados, obrajes, etc., representaban tan sólo menos del 10 por 100 de los vecinos de una ciudad. Por otra parte, el comercio interior y exterior a gran escala, pasados los años iniciales de la conquista, estaban controlados desde Lima, Panamá y Sevilla por fuertes, expertos y prepotentes grupos y casas comerciales. Las actividades mineras también fueron rápidamente manejadas por selectos grupos y el comercio en el ámbito local quedó en manos de los propios encomenderos. Los cargos más importantes de la administración pública eran digitados desde España y los rangos de segundo o tercer nivel copados por los grandes conquistadores. La rígida estratificación social española se había acomodado perfectamente en suelo americano, y aquellos vecinos o moradores europeos que no habían tenido la suerte esperada debieron dedicarse a un sinfín de actividades y oficios poco redituables y sin status alguno[17].

Muchos pasaron sus vidas esperando la oportunidad de nuevos repartos, en caso de producirse vacantes de algún tipo. Otros, viendo cerradas las vías de ascenso, prefirieron enrolarse en las nuevas expediciones de descubrimiento y conquista, con la esperanza de poder convertirse, en el futuro, en un nuevo Pizarro o en un nuevo Cortés. Fue en ellos en quienes los mitos de frontera ejercieron mayor influencia.

 

Según explica el historiador argentino Enrique de Gandía, “el imán de los conquistadores fue el oro”[18]  y América supo exaltar sus fantasías y hacer girar gran parte de su historia alrededor del precioso metal. Desde los primeros años del descubrimiento las vagas referencias que los indios daban de México y del Perú dejaron entrever fabulosas posibilidades que llevaron al delirio áureo, encegueciendo a muchos pobres diablos que, siguiendo rumores y noticias, se perdieron en las selvas tras tesoros muchas veces inexistentes. De todas estas noticias la que mayor impacto produjo en el imaginario hispanoamericano fue, sin duda, la de El Dorado (o Eldorado). En ella, “mito, utopía y colonización espiritual y material coexistieron paralelas, tangenciales y superpuestas [...][19].

La mayoría de los autores concuerdan en que la primer referencia que se tuvo del El Dorado fue en el año 1534, poco después de la fundación de San Francisco de Quito (hoy Ecuador). En aquella oportunidad, el español Luis de Daza se topó con un indio llamado Muequeta que, por orden del gran cacique Bogotá (rey de los muyscas), le venía a pedir ayuda a los ibéricos para enfrentarse con los chibchas. El indio, entre las muchas cosas que contó de su país, dijo que en él había mucho oro y refirió acerca de una ceremonia, extraña para los europeos, que terminaría por generar numerosos emprendimientos de descubrimiento y conquista por el interior del continente. El relato hacía referencia a un “[...] hombre dorado y su séquito que entraba en unas balsas de juncos y en medio de la laguna arrojaban sus ofrendas con ridículas y vanas supersticiones. La gente ordinaria llegaba a las orillas y bueltas (sic) las espaldas hazían (sic) su ofrecimiento porque tenían por desacato el que mirara aquellas aguas persona que no fuese principal y calificada. También es tradición muy antigua que arrojaran en ella el oro y las esmeraldas [...]”.[20]

Pero eso no era todo. Según se consigna en otras fuentes, los señores de esa laguna (que no es otra que la de Guatavita, en Colombia), cuando recibían el cacicazgo, practicaban el ritual que terminaría por darle el nombre definitivo al sueño doradista. Al respecto, relata Rodríguez de Fresle en su Conquista y Descubrimiento del Nuevo Reino de Granada de las Indias Occidentales y del Mar Océano:

“De acuerdo con las declaraciones del cacique Don Juan, los que heredaban el señorío de Guatavita [...] debían ayunar, previamente, seis años metidos en una cueva, sin conocer mujeres, sin comer carne, ni sal, ni ají y otras cosas que les vedaban, y sin ver el sol, saliendo sólo de noche. Cuando los metían en posesión del señorío, la primera jornada que habían de hacer era ir a la gran laguna de Guatavita y sacrificar al demonio, que tenían por su dios y señor. Todo alrededor de la laguna los indios encendían muchos fuegos. Entretanto, desnudaban al heredero en carnes vivas y lo untaban con una tierra pegajosa y lo espolvoreaban con oro en polvo molido. Subía en una gran balsa de juncos, adornada con todo lo más vistoso que tenían, y llevando a los pies un gran montón de oro y esmeraldas para que ofreciese a su dios, y un buen brasero encendido que producía mucho zahumerio(sic), lo acompañaban hasta el centro de la laguna cuatro caciques, cada cual con su ofrecimiento, y en un gran silencio, en que callaban todos los músicos y los cantos, hacia el indio dorado su ofrecimiento echando todo el oro que llevaba a los pies en el medio de la laguna. Los demás caciques hacían lo propio y con esto terminaba la ceremonia”.[21]

Estos rituales (que con el tiempo supimos que efectivamente tuvieron lugar[22]) fueron los que determinaron el nacimiento de la famosa Provincia de El Dorado, que tanto atrajo a los españoles y que también fuera utilizada inteligentemente por los propios indios para alejar de sus tierras a los insaciables buscadores de riquezas venidos de Europa[23]. Y como señalara el Padre Juan de Castellanos, en Elegías de Varones Ilustres de Indias: “Los soldados alegres y contentos / entonces le pusieron El Dorado / Por infinitas vías derramado”.

La noticia se desparramó como reguero de pólvora por toda América del Sur, y a medida que el tiempo fue pasando cambió varias veces de nombre, adquiriendo caracteres diferentes a los del relato original. De ser un indio dorado pasó a convertirse en una aldea, región o ciudad de oro y plata, con sus calles y paredes revestidas de tales metales; cambió de escenario, se hizo ubicuo, fue releído y reinterpretado. Como una enorme bola de nieve, imposible de parar, El Dorado arrastró a cientos de soñadores y aventureros por senderos nunca recorridos; por regiones inexploradas que, de no haber sido por el atractivo de sus rayos áureos, hubieran permanecido intocadas por el hombre blanco durante muchos siglos.

En el Perú recibió el nombre de Paititi (o Paykikin, o Paitití) y, como era natural, su factura dejó de ser muysca (tribu originaria de la actual Colombia) para convertirse en incaica. Se lo ubicó en la región oriental del Imperio Inca, en el Antisuyu, la vertiente amazónica del dominio quechua a la que se le otorgaba cualidades de zona inculta, caótica y primigenia. En ella el orden civilizatorio impuesto por el gran dios Viracocha, a través de su hijo y primer soberano, Manco Inca, no era total y absoluto;  pero ello no implicó que los incas realizaran, con diversa fortuna, una sorprendente penetración en la selva, mucho mayor que lo admitido ordinariamente por historiadores y arqueólogos. Los trabajos de investigación de los últimos años, y las numerosas expediciones que se encolumnan hacia la foresta amazónica, así parecen probarlo. Por otra parte, los documentos coloniales de los siglos XVI y XVII (algunos inéditos) confirman que la gente del Cusco levantó, en la porción Este del Imperio, fortificaciones y guarniciones militares, puestos de avanzada que, hoy, descansan debajo de enredaderas, musgos y lianas.

Los restos arqueológicos de Machu Picchu, Choquequirao, Vilcabamba “La Vieja”, Vitcos, los caseríos de Inkawuarakana, el Pajatén y tantos otros, son claras señales de las intensas relaciones que la sierra guardó con la selva. Además, muchos topónimos modernos mantienen el origen quechua (lengua de los incas), convirtiéndose en una prueba más de tal penetración. Sólo para dar un ejemplo citaremos: Maranniyoc, Concebidayoc, Rosaspata, Pampaconas, Yurak Rumi, Ñusta Hispana, Koriwayrachina,  Wayna Pucara, Puquiura o Pucyura, etcétera[24].

Según se colige de las fuentes escritas españolas, los incas hicieron uso de dos procedimientos de internación. El primero, la penetración pacífica, fundando pueblos, levantando caminos y residencias; el segundo, la conquista militar lisa y llana, por medio de la cual, haciendo uso de la fuerza, lograron sujetar a las variadas naciones selváticas que habitaban la región del Antisuyu.

Dejemos, entonces, que sean los propios cronistas de Indias los que nos relaten los éxitos y fracasos que los incas tuvieron por aquellos difíciles lugares; y siguiendo sus interesantes “noticias”, intentemos advertir cómo la realidad y la fantasía empezaban a mezclarse generando el imperecedero mito del Paititi.

 

El Oriente era para los incas la tierra de los Antis, tribus selváticas entre las que distinguieron diferentes comunidades: Manaríes, Opataríes, Chiponayas, Monobambas, Chunchos, Mojos, Ruparupas, Chachapoyas, Bracamoros, Paltas, etc. Éstas, y otras etnias, eran las que constituían la frontera Este del gran Tahuantinsuyu y a las que tanto le costó dominar al Inca. Porque más allá del grado de autonomía que estos pueblos reclamaban para sí, estaban los inconvenientes del clima y del terreno: los ríos torrentosos, los pantanos infectados por miasmas, los animales salvajes y los insectos[25].

En 1653, el Padre Bernabé Cobo expuso claramente los inconvenientes que existieron para anexionar a los “Antis”:

“[...]Fragosidad y aspereza, más que la multitud y esfuerzo de los moradores, habían refrenado la ambición y codicia de los incas, para que no dilatasen su reino por aquella parte, como deseaban y varias veces lo intentaron. Porque, dado que los  habitadores (sic) de aquellas montañas y sierras son pocos en número, y éstos muy bárbaros, de naciones diferentes, divididos en cortas behetrías y sin la industria y disciplina que los vasallos de los incas, con todo eso, ayudados de la espesura y fragosidad de sus arcabucos y montañas y de los muchos ríos y ciénagas que en ellas hay, eran bastantes a resistir a los poderosos ejércitos de los incas, a cuya causa ganaron muy poca tierra por aquella parte.”[26]

Estas mismas “asperezas” serían las que se interpondrían entre los españoles y el Paititi durante los siglos venideros. Pero estas vallas difícilmente agotaban el entusiasmo; por el contrario, agigantaban los ensueños y empujaban aún más lejos a los codiciosos. Aunque tuvieran que readaptar sus tácticas y, muchas veces, modificar su estrategia. Esto ocurrió con los peninsulares, pero antes que a ellos a los incas les ocurrió algo parecido.

Hacia el año 1572, el cronista español Pedro Sarmiento de Gamboa, recibió el encargo del virrey Francisco de Toledo para que escribiera una historia sobre el pueblo que acababan de conquistar. Obedeciendo las órdenes del impetuoso virrey del Perú, Sarmiento recogió informaciones de gran valor testimonial, por haber provenido de familiares directos de estirpe incaica. En ellas se hacen claras referencias a los intentos practicados por el inca Túpac Yupanqui (que reinara desde 1471 a 1493) de ingresar en la selva, para alcanzar el denominado Reino de los Mojos.

Cuenta Sarmiento de Gamboa:

“Mas como la montaña de arboleda era espesísima y llena de maleza, no podían romperla, ni sabían por dónde habían de caminar para dar en las poblaciones que abscondidas (sic) muchas estaban en el monte. Y para descubrillas (sic) subíanse los exploradores a los árboles más altos, y adonde vían (sic) humos, señalaban hacia aquella parte. Y así íban (sic) abriendo el camino hasta que perdían aquella señal y tomaban otra[...]. Entró pues Topa Inga (Tupac Yupanqui) y los capitanes dichos en los Andes, que son unas terribles y espantables montañas de muchos ríos, adonde padeció grandísimos trabajos, y la gente que llevaba del Pirú (sic), con la mudanza de temple de tierra, porquel (sic) Pirú es tierra fría y seca y las montañas de los Andes son calientes y húmedas, enfermó la gente de guerra de Topa Inga y murió mucha. Y el mesmo (sic) Topa Inga con el tercio de la gente quél (sic) tomó para con ella conquistar, anduvieron mucho tiempo perdidos en las montañas sin acertar a salir á un cabo ni á otro, hasta que Otorongo Achachi (uno de los capitanes del Inca) se encontró con él y lo encaminó. Conquistó Topa Inga y sus capitanes desta vez cuatro grandes naciones. La primera fue la de los indios llamados Opataries y la otra llamada Manosuyo y la tercera se dice de los Mañaries ó Yanaximes, que quiere decir los de las bocas negras, y la provincia del Río y la provincia de los Chunchos. Y por el río de Tono abajo anduvo mucha tierra y llegó hasta los Chiponauas. Y por el camino, que ahora llaman de Camata, embió (sic) otro grande capitán suyo llamado Apo Curimache, el cual fue la vuelta del nacimiento del sol y caminó hasta el río, de que agora (sic) nuevamente se ha tenido noticia, llamado el Paytite, adonde puso los mojones del Inga Topa.”[27]

Esta es una de las primeras descripciones del camino seguido por los incas en la selva paralela al río Madre de Dios, para arribar hasta el Paititi. Pero no es la única.

El cronista Vaca de Castro, en el año 1544 sostuvo (sin indicar la ruta) que

“El Inca no pudo dominar a los bárbaros por la fuerza, por eso los trajo a sí con halagos y dádivas, hasta tener sus fortalezas junto al río Paititi y gente de guarnición en ellas.”[28]

Finalmente, quisiera citar a uno de los cronistas más famoso y controvertido de la época colonial, el “Inca” Garcilaso de la Vega, quién en sus Comentarios Reales, apuntala las noticias referidas a las incursiones en la selva.

Garcilaso señala que no fue Túpac Yupanqui el primero en intentar conquistar el Antisuyu. Según él, Inca Roca (uno de los denominados “soberanos legendarios” del Cuzco, que habría gobernado hacia el año 1350 d. C.) determinó enviar a su hijo Yaguar Huaca (o Yawar-wakak), con quince mil hombre, hacia el oriente. Éste llegó con buen suceso hasta el río Paucartambo y siguió adelante, reduciendo a los pocos indios que encontró en el camino. Cuando llegó al río Pilcopata, escribe Garcilaso: “ [...] mandó poblar cuatro pueblos de gente advenediza, [...] que son las primeras chacras de coca que los incas tuvieron.”[29]

Más adelante el cronista hace referencia a la expedición de Túpac Yupanqui, y escribe:

“Tuvo el Inka Yupanqui por cierta relación que sus antepasados i él habían tenido, deseo de conquistar aquellas anchas y largas regiones de los Antis, donde había muchas tierras, de ellas pobladas [...] i otras inhabitables por las grandes montañas, lagos, ciénagas i pantanos [...]. Tuvo así mismo noticias que entre aquellas provincias de chunchos, una había muy poblada i de las mejores i más ricas, que llamábase  Musu, a la cual se podía entrar  por un gran río [...]. Pensó valerse el  Inka de este gran río para hacer bajar su ejército de diez mil hombres a la conquista de la decantada provincia Musu, que por tierra era imposible entrar en ella, por las bravísimas montañas, lagunas i ciénagas que había de transitar. Cortada una grandísima cantidad de madera [...]hicieran tantas i tan grandes balsas para que cupiesen los diez mil hombre de guerra. Casi dos años tardaron en estos aprestos. Finalmente, [...] se embarcaron en sus balsas y se hecharon río abajo, donde tuvieron grandes batallas con los chunchos, que vivían en las riberas a una y otra mano del río Amarumayo. [...] Al fin de muchos trances en armas i de muchas pláticas, se redujeron a la obediencia y servicio del Inca todas las naciones de la una i otra ribera de aquel gran río i enviaron en reconocimiento de vasallaje muchos presente al Inca Yupanqui[...]. Reducidas las naciones de las riberas, [...] pasaron adelante i sujetaron muchas naciones más, hasta llegar a la provincia que llaman Musu [...] que está a 200 leguas del Cusco.

Dicen los incas, que cuando llegaron a los Musu los suyos por las muchas guerras que atrás habían tenido, llegaron a esta tierra poco más de mil hombres, porque a causa de las muchas acciones de guerras i largos caminos, se habían muerto o gastado los demás. Los Musus no pudieron ser avasallados por esta expedición, i por tanto los incas tomaron el partido de la persuasión  para que aquellos fueran sus amigos y confederados, en cuya virtud convinieron en dejarlos poblar en sus tierras [...]. Los Musus eligieron también embajadores  que fuesen al Cusco [...].[30]

Es a partir de testimonios como los arriba citados que podemos datar, con cierto grado de aproximación, la efectiva y definitiva presencia de los incas en la región del Paititi. Si tenemos en cuenta que fue Túpac Yupanqui el emperador que terminó por imponerse sobre los Antis, la fecha de las operaciones militares y diplomáticas de las que hablan Sarmiento, Vaca de Castro y Garcilaso, deben rondar en una fecha cercana a 1476-1479. Aunque, sólo después de la conquista española se darían los lazos más firmes entre cusqueños y chunchos.

Toda la región ganó fama de inexpugnable, fascinando y atrayendo al conquistador. Con el paso del tiempo la fantasía creció; siendo aderezada con distintos condimentos, muchos de ellos de origen mediterráneo. La presencia de los incas en la selva desencadenó el sueño de poder encontrar en ella los tesoros transportados (ocultados) tras la conquista, o la ansiada posibilidad de descubrir un nuevo Qosqo, con mayores riquezas que las halladas en el viejo. Así, durante gran parte del siglo XVII, se fueron acumulando relaciones e informes que hablaban de la Noticia Rica del Paititi. Relaciones que, curiosamente, aún hoy en día son posibles escuchar.

Con fecha 31 de julio de 1570 (aún cuando los incas de Vilcabamba resistían desde su ciudad refugio), Juan Álvarez Maldonado, un intrépido vecino del Cusco,  escribió que

“Pasado el río Paitite [...]se dan noticias de una sierra muy rica de metales, y en ella hay grandísimo poder de gente al modo de los del Pirú (sic) y de las mismas ceremonias y del mismo ganado y traje. Los indios de estas provincias son gente alzada, vestida de algodón y todos con ritos y ceremonias que son como los Yngas del Pirú y es tierra de minas de oro.”[31]

Si nos guiamos por este testimonio debemos llegar a la conclusión de que existían grupos de incas escondidos no sólo al noroeste de Cusco (Vilcabamba), sino también “adentro”, en la selva oriental. Los dichos del Padre Diego Felipe de Alcaya  reconfirman esto cuando sostiene que, después de las campañas de Túpac Yupanqui, un sobrino del Inca Huayna Cápac (cuyo gobierno se extendió de 1493 a 1525) ejerció el poder de los territorios selváticos ocupados, desde antes de la llegada de los españoles al Perú.

Escribe el Padre Alcaya:

“Una vez que el sobrino del inca sujetó el territorio despachó a su hijo a que diese al Inca cuenta de lo conquistado, pero le encargó el secreto de la Tierra Rica, para que no se la quitase; y que sólo le dijese que había encontrado plomo (Titi en su lengua significa plomo y Pay ‘aquel’). Y lo mismo encargó a los 500 indios que le dio para que lo fueran sirviendo hasta el Cuzco. Y le mandó que trajesen sus mujeres e hijos, y las tías y madres de sus hijos; y que le dijesen al Inca que por ser aquella tierra buena para la labranza la había poblado y que le enviara carneros y semillas. [...] Llegado Guaynaapoc (‘Rey Chico’) a la ciudad de Cuzco alló la tierra controlada por Francisco Pizarro y a su tío (el Inca reinante) preso, y al otro Inca retirado en Vilcabamba. En esta ocasión, combocó (sic) Guaynaapoc a los indios a que lo siguieran a la nueva tierra que ahora llamamos Mojos. Siguieron a Guaynaapoc 20 mil indios (muchos más de los que pasaron a Vilcabamba con su rey), llevando consigo gran suma de ganado de la tierra y oficiales de platería. Y pasó al Paititi, donde fue recibido por su padre y soldados muy alegremente.” [32]

Y es otra información de 1635 la que termina diciendo:

“Con su vuelta (la de Guaynaapoc) se perdió noticia de esta gente, aunque siempre he oído decir que se trata de gente del Cuzco. Y cuando S. M. mandó a Don Melchor Inca a España en 1602, se vio  en Cuzco mucha gente nueva, y se dijo que habían venido a despedirse de él.” [33]

Decenas de testimonios, como los precedentes, refieren la existencia efectiva de incas en las selvas del Antisuyu manteniendo un aislamiento voluntario que, aparentemente, sólo era roto en determinados momentos. Los lazos con el Cusco no estaban perdidos y, de tanto en tanto, comitivas secretas se mezclaban entre la multitud citadina ya sea para reverenciar a un descendiente de sangre real, rendir homenaje al sagrado “Ombligo del Mundo” o extraer información valiosa de los españoles.

Podríamos citar mucho testimonios más, pero para no cansar al lector, me limitaré a transcribir un último informe español del año 1623, titulado Descripción del Paititi y provincias de Tipuani y Chunchos, de Juan Recio de León.

“[...] Me trajeron tres o cuatro indios principales, muy vaqueanos, y haciéndoles preguntas respondieron que por tierra o por agua llegaban en cuatro días a una gran cocha (laguna) y que hay en ella muchas islas, muy pobladas de infinitas gentes, y que al señor de todas ellas le llaman Gran Paytiti. Diéronme también noticia estos indios de mucha cantidad de gente [...] que son muy riquísimos de plata y ganado de carga de los que se crían en el Pirú (sic). Contaron también que [...] todos estos indios visten de algodón. Usan ritos y ceremonias iguales que los del Perú, por ser indios procedidos de los que el Inca entró aquí de guarnición. Están retirados en el dicho descubrimiento del Paititi la mayor parte de los indios que faltan del Perú.” [34]

    

Río, provincia, reino o ciudad. El Paititi parece no definirse de manera acabada cuando las crónicas y comentarios se cruzan entre sí.

Para unos, sólo constituyó un mojón geográfico (fluvial) desde el cual era factible ingresar en un territorio poco conocido, selvático y agreste. Para otros, su nombre encarna únicamente el título jerárquico de un rey, cacique o Señor de una nación ubicada en la cuenca amazónica, y que tuviera regulares contactos con los incas. Finalmente, algunos afirman que el Paititi es una ciudad de singular importancia que todavía permanece perdida en la selva (en algún lugar del departamento peruano de Madre de Dios o en territorios colindantes de los actuales Brasil y Bolivia).

Pero sea cual fuera la explicación que se acepte, en todas ellas el elemento oro se hace presente, directa o indirectamente. El oro y el Paititi se entremezclan de forma constante y es ahí cuando la realidad se transforma en mito. El oro es el filtro que desdibuja muchos de los acontecimientos relatados, haciendo del Paititi algo que, seguramente, nunca fue: el repositorio áureo de los últimos incas del Cusco.

Como indica el historiador argentino Roberto Levillier:

“[...]la caída de Cajamarca es la hora en que se desploma el Imperio [...], sin embargo se notó que habían desaparecido en poco tiempo millares de indígenas. Después de la muerte de Atahualpa y Huáscar, los “orejones” (elite inca) buscaron refugio con sus familias entre los mojos del Paititi, a más de 200 leguas de Vilcabamba. Lugar protegido por cordilleras, selvas y ríos. [...] La dificultad de ver siquiera a los incas, los rodeaba de misterio, y como era natural la leyenda de que poseían riquezas inmensas de oro y plata encendieron la ilusión. Ése fue el verdadero mito. Nunca estuvo el Rey Dorado en el Paititi de los Mojos, no poseían minas ni había más que topacios y ópalos.” [35]

Una opinión semejante sostiene el investigador cusqueño Víctor Angles Vargas, quién manifiesta de manera tajante que todos los comentarios relacionados con el oro, los tesoros ocultos, las estatuas doradas y los discos áureos son productos de la afiebrada imaginación de la gente. Según este autor, “Cuando decimos que el Paititi no existe, nos referimos a ese Paititi"; y agrega: “El oro, la plata, el bronce, las llamas, los tejidos, las tierras y otros bienes, tuvieron un significado y un valor totalmente diferente en la sociedad inca, en comparación con los criterios europeos. Los objetos hechos de metales preciosos y otros de factura artística, tuvieron entre los incas, claro está, un contenido económico, pero el valor de uso y el valor de cambio, difería parangonado con la consideración europea; aquí (en Perú) carecieron de pleno valor de cambio, no fueron hechos para el mercadeo, no tuvieron carácter monetario, tuvieron valor estético-religioso tuvieron un relativo valor de uso; esos bienes no eran manejados por la población, sino por la nobleza con utilidad ritual y estética”. [36]

Si bien ambos historiadores concuerdan en considerar que los tesoros del Paititi son fábulas románticas de gran arraigo, existe un punto en el que no coinciden. A diferencia de Levillier, Angles Vargas niega el hecho de que la elite inca haya huido a la selva a la llegada de los españoles. Para él la “colonización mental[37] fue tan rápida, y los lazos que muchos españoles entablaron con miembros de las altas jerarquías cusqueñas, tan fuertes, que De haberse producido alguna migración del ámbito tahuantinsuyano hacia el Paititi, los nobles cristianizados [...] hubieran denunciado tales hechos, directamente o bajo la penumbra de los confesionarios. De idéntica manera, las concubinas de los peninsulares, ganadas por la catequización y sentimientos íntimos, habrían denunciado tales traslados humanos y de tesoros, ante sus amos”. [38]

Compartimos en parte la argumentación de Angles Vargas, y estamos de acuerdo en considerar leyenda todo lo relacionado con una ciudad repleta de oro y plata; pero no negamos la fuerte posibilidad de que los incas se internaran en las selvas orientales.

Como ya hemos visto, muchísimos documentos de los siglos XVI y XVII, incluso del XVIII, afirman sobre la existencia de incas “escondidos” en la vertiente Este de la cordillera de los Andes. Además, son numerosos los restos arqueológicos de factura incaica que se han encontrado en pleno corazón de la selva (tambos, caminos, puentes, templos y guarniciones militares); como así también, un importante glosario de palabras quechuas para nombrar sitios, que hasta hoy día siguen conservando esos nombres originales. Por último, variadas comunidades selváticas de la actualidad tienen incorporadas en sus vocabularios términos quechuas, que parecerían indicar relaciones muy antiguas con los señores del Cusco[39].

La inmensidad del territorio, que sólo es posible advertir estando allí mismo, nos autoriza a mantener abierta una bien fundada duda. Si Manco Inca pudo resistir la conquista ibérica durante cuarenta años desde la ciudad de Vilcabamba (de la cual se tenían referencias ciertas sobre su ubicación casi desde el momento mismo en que este inca se refugió en ella, en 1536), ¿Por qué desechar la existencia de otros centros de resistencia en terrenos que eran - y son - mucho más duros y “fragosos?” ¿Por qué no considerar la posibilidad de que el Paititi, o como quiera se lo llame,  designe, de manera generalizada y desdibujada, uno o varios complejos arquitectónicos aún no encontrados, y en los que algunos miembros de la nobleza cusqueña hallaran refugio por más tiempo que el comúnmente admitido?

Se dice que la historia inca terminó en 1572 cuando las huestes españolas ocuparon la ciudad de Vilcabamba la Vieja y capturaron al Inca Túpac Amaru. No estamos tan convencidos de seguir sosteniendo esa hipótesis. Nuestra experiencia en el escenario selvático del drama nos ha dado otra óptica, que es la quisiera explicar brevemente en las líneas que siguen.

 

Nadie sabe, a ciencia cierta, qué es o en dónde se encuentra el legendario Paititi. Como hemos visto en el apartado anterior, desde el siglo XVI se han acumulado diversas opiniones, superponiéndose unas sobre otras, y generando mas desconcierto y misterio que certezas. Cuando hablamos del Paititi estamos en el territorio del rumor, y en él es posible (y natural) la indefinición, los agregados personales, la fábula y el equívoco. Es la vigencia que el tema tiene, desde hace más de cuatrocientos años, lo que nos sorprende e interesa; porque además de su increíble capacidad de atracción, generada por sus supuestos tesoros, el Paititi denota algo poderoso y duradero que, tal como lo sostiene Arturo Uslar Pietri, no puede verse como el fruto de una fantasía pasajera o de una fiebre de oro inagotable; revela mucho más  y es necesario entenderlo para comprender mejor el oscuro y fecundo proceso de la creación del Nuevo Mundo.[40]

Durante la Expedición Vilcabamba he descubierto que si todos los que rodean a uno creen algo en particular, muy pronto uno mismo se sentirá tentado en compartir la misma creencia. Eso fue lo que nos ocurrió como grupo. De descreídos racionalistas y fríos universitarios pasamos a convertirnos en románticos buscadores de ciudades perdidas, aunque más no sea en los relatos que nos contaban a lo largo de nuestra ruta.

Las expediciones que intentan encontrar al Paititi no han terminado. Todos los años, cuando el mes de Junio inaugura la temporada alta de turismo, el Cusco se ve invadido de exploradores y aventureros de diversas partes del mundo que, aprovechando la estación seca, intentan organizar “entradas” en la selva buscando algo que sólo en el ámbito de la oralidad es claro y concreto. Se lo denomina con diferentes nombres. Unos buscan Plateriayuc, una supuesta ciudad hecha de plata que se encontraría en las inmediaciones de la ciudadela de Machu Picchu. Otros, van tras las huellas del misterioso Pantiacolla, sitio que designa con el mismo nombre tanto una meseta (que existe realmente) como una ciudad extraviada en la foresta de la Amazonia peruana. También están los pretenden ubicar la fabulosa Wilkapampa “La Grande”, que no sería otra que la auténtica capital del exilio y que, tapada por la selva, aún espera ser desenterrada. Finalmente, aparecen los tenaces buscadores del Paititi propiamente dicho.

Todos estos modernos “conquistadores” vienen empapados de teorías muy personales. Cada uno de ellos supone tener la clave para arribar al destino deseado. Cada uno testimonia poseer el documento, el mapa o el guía local adecuado para tener éxito. Pero, indefectiblemente, todos fracasan. El Paititi no aparece, al menos con las características que da la leyenda; lo cual no implica que siguiendo su elusiva ubicación no se hayan realizando descubrimientos arqueológicos notables. Las ruinas de Mamería, en la zona de la Meseta del Pantiacolla (halladas en 1979), o importantes segmentos de viejos caminos incas, son prueba acabada de todo ello.

El problema radica, entonces, en responder, con la mayor exactitud que nos sea posible, tres preguntas claves: ¿qué significa el término Paititi?, ¿De qué cultura fue, efectivamente, parte? y ¿En dónde se levantarían sus supuestas ruinas?

Para cada una de estas cuestiones existen respuestas variadas. Empecemos, pues, por la primera.

Ninguna de las crónicas españolas que yo haya leído dan una definición etimológica de Paititi. Toman el nombre de la tradición oral y simplemente lo utilizan sin excavar demasiado en el asunto[41]. Lo describen, lo elogian y adornan con mil maravillas, pero ningún español del siglo XVI pretendió dar con el sentido exacto del término. Recién en nuestros días, investigadores y fanáticos creyentes, han sostenido que la palabra es de origen quechua y que deviene de una alteración del término Paykikin, que en castellano significaría “como él o igual a ese”, e incluso “igual al otro[42]. Pero, ¿qué otro?. Según este criterio, el “otro”, “ese”, “él”, no sería sino el Cusco mismo. Es decir, que una traducción literal del término al castellano sería “como el Cusco”, pretendiendo con ello hacer suponer que la ciudad del Paititi (como se ve, ya se sobreentiende que es una ciudad) fue una réplica exacta de la antigua capital imperial.

Experimentados lingüistas manifiestan que el argumento anterior es falso.

En quechua, decir ‘como el Cusco’, se expresa así: Qosqo Jina o también Qosqo Kikillan. Decir ‘como él’, se expresa pay kikillan , o también pay kikin, jamás Paititi. Pero la expresión ‘como él’, así suelta es incompleta y ambigua, vacía. Por lo tanto no hay ni hubo argumento para pensar que ‘él’ correspondiera precisamente a la ciudad del Cusco”. [43]

Otras traducciones sostienen que Paititi significa “dos colinas”, “dos pumas”, “dos metales”, “segundo imperio”, “así”, etc.

Lo cierto es que el significado literal de este nombre aún no ha sido encontrado. Como argumenta el profesor Daniel Heredia, “probablemente pertenezca a un idioma de la región selvática y que tenga una raíz tupí-guaranítica” [44].

Esto nos conduce, pues, a la segunda cuestión: ¿A qué cultura perteneció el Paititi?

Para el escritor peruano Ruben Iwaki Ordoñez, autor de un “clásico” en el tema[45], no cabe la menor duda de que el Paititi es una ciudad incaica, protegida por indios salvajes y contenedora de estatuas de oro de inmenso valor. Según Ordoñez, en ella se escondieron los tesoros cusqueños cuando los españoles invadieron el Perú. Esta hipótesis es la que más ha calado en el imaginario cusqueño de la actualidad[46] y es, como puede advertirse, la que posee raíces más coloniales. Misma opinión defienden el Padre Juan Carlos Polentini Wester en su obra Por las Rutas del Paititi  y Fernando Aparicio Bueno[47].

Pero existe otra teoría que, a mi modesto entender, puede que sea la que se acerca más a la realidad, y que sostiene que el Paititi fue un reino amazónico, “una avanzada cultura de la selva, superior a las demás y con una vasta influencia, que los incas conquistaron culturalmente (no militarmente) haciéndoles adoptar leyes, costumbres, vestidos e idolatrías”. [48]

Al respecto, el célebre explorador arequipeño Carlos Neuenschwander Landa, escribió:

“[...] El Paititi habría existido, en realidad, como un vasto reyno (sic) que agrupaba a los pueblos que habitaban las grandes cuencas del Amaru Mayo o Madre de Dios y del Beni. [...] Según Garcilaso, los incas trataron de conquistar al Paititi o Reyno de los Musus (o Mojos). [...] El Antisuyu habría sido, pues, una región de fronteras de expansión y retracción variables donde se aglutinaban [...]los pueblos y las culturas del Imperio de los Incas y del Reyno del Paititi. En la vertiente oriental de la cordillera de Paucartambo, el proceso de colonización mezclada había dejado como huella, numerosas poblaciones, caminos y otros vestigios, ubicados en las cumbres, narigadas y laderas de los contrafuertes que descienden a la selva y que la tradición conservó en nombres como Apu-Catinti, Callanga, Mameria, Yungary, Pantiacolla y Huchuy Catinti. Erróneamente, en la actualidad, a todas ellas se les denomina genéricamente como Paititi, queriendo significar con ello, no una concentración determinada de ruinas, sino más bien restos arqueológicos (de una ciudad) ocultos por la selva que cubre esa intrincada franja territorial”.[49]

Por su parte, el escéptico Víctor Angles deja abierta la posibilidad de que efectivamente el Paititi haya podido ser una cultura amazónica[50].

Pero también están los otros, aquellos que arrastrados por un excesivo espíritu de resistencia, siguen afirmando que el Paititi no es una ciudad muerta, sino un centro urbano que todavía congrega a una importante comunidad de incas vivientes que, protegidos por la selva, han podido resguardar sus costumbres, rituales y creencias de un modo intacto. Un Mundo Perdido. Tal como nos lo describiera Don Salvador, el chamán.

Además, en la zona de Chinchero y Urubamba (muy cercanas al Cusco), o la región del valle San Miguel-Kiteni (al norte de Quillabamba, en plena selva tropical), los aborígenes creen que el Paititi es el verdadero refugio de los últimos incas y que aún están escondidos en la selva. Incluso, sostienen que algunos de ellos se han podido comunicar con las gentes del Paititi, aunque no conocen el sitio donde está.

Mientras nosotros encaminábamos nuestras botas hacia las ruinas Vilcabamba “La Vieja” pudimos colectar variadas versiones sobre el tema, y en todas ellas advertimos dos denominadores comunes: uno, es el temor que el Paititi despierta; y dos, el respeto y admiración que se siente por algo que, hasta ahora, es sólo un nombre.

En cierta oportunidad nuestro guía, Francisco “Pancho” Cobos Umeres (natural del valle del Vilcabamba y gran conocedor de la zona) nos relató:

“Según la narración de muchos moradores del valle, el Paititi es una ciudad perdida bajo tierra [nueva versión] que está encantada, en las altas montañas del Kiteni-San Miguel; y mucha gente cuenta que han llegado, pero apenas están arribando empieza a cambiar el clima, se nubla, comienza a llover... Y también hay muchas víboras en el camino. Pero, así todo, hay personas que han entrado, que lograron traspasar la primer puerta, que es muy linda, hermosa, de piedras finísimas. Adentro es todo un edificio como un palacio, una vivienda inca. Y es muy difícil penetrar porque está lleno de serpientes y víboras venenosas. La gente que ha retornado de ese lugar ha sido picada. Esta es la historia que cuentan muchas personas sobre el Paititi, la ciudad perdida. Yo todo esto lo sé a través de hechos verbales, de historias contadas por mis familiares, abuelos y tatarabuelos que han conocido este lugar (Vilcabamba) y son moradores desde el 1700. Mi abuelo era de los 1800. Ellos me contaron todas estas historias.” [51]

Los elementos y las alimañas parecen proteger al Paititi. Al respecto quisiera transcribir la charla mantenida en Lucma con un abnegado profesor rural (Samuel), en la que se condensan muchas de las creencias populares que guardan relación con la legendaria ciudad.

“Los hombres y mujeres del lugar no se acercan a las ruinas que están en la selva. Les temen a los aukis [espíritus]. Les pueden agarrar una enfermedad si el auki se enoja. Y si van a las montañas, comienza a llover; y esto sí es un problema porque sus ganados empiezan a desbarrancarse y mueren.

(Pregunta: ¿No se puede solucionar el tema con “pagos”?).

Claro, con “pagos” sí. Pero hay que “pagar” a la tierra delante de ellos [se refiere a los campesinos], sino no le creen.

(Pregunta: Es decir, que temen meterse en esos lugares...).

Sí, mucho. Difícil se atreven.

(Pregunta: En lo que respecta a religión, son católicos, ¿verdad?).

Sí, la religión es católica, Con poca “mezcla”, muy poca... bueno, quizás en estos últimos años... pero no tanto. Todos son católicos. Aquí se vienen haciendo las fiestas patronales, el culto a los santos, los cargos, etc...

(Pregunta: ¿Se han encontrado momias por la zona?).

No, por aquí no. Pero, justamente, yo mismo estoy inquieto sobre dónde han podido enterrar los incas sus restos en Vilcabamba [se refiere al valle y no a las ruinas de Espíritu Pampa]. No creo que los hayan tirado a una laguna o al río, debe haber una zona donde han podido enterrar, y debe existir aquí en Vilcabamba... ¡Pero tan oculta!...

(Pregunta: Y sobre Wilkapampa La Grande o el Paititi, ¿nunca hablaste con los hombres mayores sobre ellas?).

Si hablamos, pero ellos desvían el tema, Dicen que si vas a esas tierras mueres. Por eso no se entra, casi. Yo tuve la oportunidad de hablar con dos personas sobre eso. Me contaron que sus tíos, o abuelos, iban a buscar ruinas. Tenían que pasar por montañas y pantanos. Y fue ahí donde uno de ellos murió, se ahogó. Del miedo se rehusaron a volver, y hoy día no se atreven a buscar la Wilkapampa La Grande o el Paititi. Es zona prohibida.

(Pregunta: ¿Prohibida?, ¿Por quién?...).

Los protectores serían los pantanos, las víboras, el rayo, el trueno, la granizada y la lluvia. Ésos son los protectores.

(Pregunta: ¿Y vos que opinás de todo eso?).

Yo creo que si hubo esto. Si, hubo... hay. Es que nuestros conquistadores no quisieron avisarlo, y los abuelos nos han dicho: “Nunca avisen a nadie”. Y eso quedó para siempre: no contar a nadie.

(Pregunta: ¿Crees que la gente de la zona [Lucma, valle del río Vilcabamba] sostenga que haya incas escondidos por aquí?).

¿Incas?...No. Sólo ruinas, restos. Esos si que han quedado ocultos. Hay mucha riqueza oculta...

(Pregunta: ¿Qué podés decirme acerca de los “tapados” [tesoros] en la región?).

Eso existe aquí. ¡Claro!...Aquí existe en cantidad. Si tu te quedas unos días verás que hay llamas que arden en la montaña. Cuando arde una llama, hay riqueza oculta debajo. Si no es riqueza de la conquista, que han ocultado los mismos españoles, son los incas los que la ocultaron para no dársela.

(Pregunta: ¿Conocés a alguien que haya descubierto un “tapado”?).

No han descubierto... ¡Han sacado! ¡Han sacado pequeñas riquezas! Por eso muchos se fueron. En algunos casos porque los vecinos los han amonestado diciéndoles: “Si otra vez sacas, ¡mueres!”...Pero, ¡si han dejado tantos tapados los españoles!...Contaminados, claro... Los han dejado siempre con algo. El Inca ha sido inteligente: “Quien saca, muere”, dicen. “Quien toque eso va a morir”. Y eso sucede con muchos. Muchos aquí mueren... los que sacan. Se dice: “Sacó el tapado, por eso se murió sin disfrutar las riquezas”. Todo esto, aquí, es natural. Quien tiene suerte saca. Quien no tiene suerte muere.

(Pregunta: Esos fuegos que se ven arder, ¿se observan sólo en las montañas? ¿Se relacionan sólo con el Paititi?).

No. Podemos tenerlos en cualquier lugar; en las montañas también o aquí en esta zona [señalo un amplio llano]. Hay bastante riqueza aquí. El Paititi, o Espíritu Pampa deben estar llenos de oro.”[52]

Este interesante fragmento de la conversación corrobora la vigencia de una larga tradición, seguramente venida de Europa y mezclada con elementos propios del mundo prehispánico. En el Viejo Mundo los tesoros escondidos eran custodiados por dragones o serpientes con garras y alas, grifos (mitad águila y mitad león), monstruos varios, espíritus o demonios. Común en España, estas creencias tenían también en el fuego, la llamas y llamaradas de los lugares altos, a verdaderos faros que revelaban la existencia de tesoros enterrados. En América del Sur, especialmente en las regiones andinas, las riquezas ocultas tienen centinelas de fuego, que son los que constantemente señalan el sitio de tesoros escondidos y encantados[53].

Como escribió Daniel Granada:

“Todo lugar que ofrezca alguna particularidad extraña o sorprendente, que infunda pavor o recelo, todo lugar donde en forma alguna se manifieste el movimiento de la vida de la naturaleza y que sea poco frecuentado o menos accesible [...], despierta en el alma del hombre [...] la idea de misterio. De ahí nace el encanto del que, juntamente con la imaginación, nacen los diversos fantasmas que pueblan y acompañan a cerros, cavernas, ruinas, selvas, montes y lagunas.”[54]

Pero en el caso del Paititi , sus protectores no sólo son serpientes venenosas, truenos o rayos. Como ya hemos mencionado anteriormente, se dice que tribus salvajes impiden el ingreso al perímetros de la ciudad (?). Algunas de ellas tienen una existencia comprobada, otras son de carácter tal elusivo como las ruinas que protegen. En este último rubro se ubican los Paco-pacoris.

Nos comentaron en el Cusco:

“Cuando los incas se internaron a todas esas zonas  llevaron a sus mejores guerreros y la selva los ha ido mestizando con las comunidades nativas, y al final se han transformado en chunchos. Ellos son ahora los celosos guardianes de las ciudadelas. Hoy se habla de los machiguengas, de los huachipaires, de los paco-pacoris, de los piros y otras tribus más de la zona de la meseta de Pantiacolla. Los Paco-pacoris son los directos (hasta donde la tradición informa) guardianes de las principales ciudadelas incas que han quedado en la selva. Ellos han sido escogidos por ser los más leales guardianes de los incas.

Los incas eran hombres corpulentos. Se habla de soldados de 2,20 metros, de 2,10 metros... y esos eran los paco-pacoris. Eran los “comandos del inca”, y han sido los que estuvieron en primera fila en la ida a la selva. Y ellos serían los encargados, los celosos guardianes, de las entradas a las ciudadelas.

(Pregunta: ¿Y se los ve seguido?).

Se tiene unas tres o cuatro referencias de personas de todo crédito, en las que han hecho alusión a la crueldad y también a la severidad de estos Paco-pacoris. Los testigos son gente que están ligada a la ceja de selva cercana al Cusco, pero hay otra versión aislada, casi segura, que los ubican por la zona de Riberalta (Bolivia).No aceptan intrusos. No aceptan exploradores.” [55]

Debo confesar que el comentario nos dejó un tanto intranquilos, máxime si tenemos en consideración que otra versión sostenía que los Paco-pacoris eran los “fieros cuidantes de las ruinas de Vilcabamba[56].

En síntesis, se podría decir que, con o sin oro, alimañas o indios protectores, la tradición oral le da al Paititi dos posibilidades: la primera (más lógica y posible), que sea uno o varios yacimientos arqueológicos (ruinas) perdidos en la selva; y la segunda (más imaginaria, pero con una fuerte dosis inconsciente de resistencia), que sea una ciudad en la se conservan los auténticos incas descendientes del viejo Tahuantinsuyu, esperando el momento adecuado para reeditar el perdido esplendor.

Pero eso no es todo. En los últimos años se ha empezado a imponer una tercera posibilidad que, de todas las planteadas, es la más delirante. Sus raíces no son nuevas, podemos rastrearlas bien entrado el siglo XIX y encontrar claramente las influencias de la escuela Teosófica, del Espiritismo y de un esoterismo mal entendido. Pero a este legado decimonónico, la moderna New Age le ha incorporado “maestros”, “energías” y “poderes espirituales” de origen extraterrestre (¡?). Así, pues, algunos autores (sic!) manifiestan que el Paititi revela la existencia de una antigua civilización venida del espacio exterior (creadora, a su vez, de la mítica Atlántida) y portadora, como era de esperar en los tiempos actuales, de un mensaje de buenas ondas de amor y paz. Creo que sobre este tema no vale la pena seguir explayándonos.[57]

Nos queda por intentar contestar la tercera y última cuestión: ¿En dónde se levantan los supuestos cimientos del perdido reino o ciudad del Paititi?

Si bien todos coinciden en ubicarlo hacia el oriente del Cusco, existen discrepancias muy marcadas entre los investigadores. El “oriente” es muy extenso; por lo tanto, sindicar esa dirección sin especificar (justificadamente) un sitio concreto, de poco sirve. Generalizaciones de este tipo lo único que promueven es la catalogación de cualquier resto arqueológico con la atractiva etiqueta de “Paititi”. Cosa que ya ha ocurrido en el pasado, y sigue ocurriendo.

Tras comparar las hipótesis más conocidas, y de gran circulación en la actualidad (tanto de forma escrita como oral), hemos podido detectar que dos sectores son los que se disputan la posesión de la tan mentada “ciudadela” incaica.

El primero es el que corresponde a la denominada Meseta del Pantiacolla. Ésta se levanta en territorio peruano, en el actual Departamento de Madre de Dios, y generalmente es la preferida por los cusqueños[58]. Los autores que se encolumnan detrás de esta hipótesis son: Ruben Iwaki Ordoñez[59]; el anónimo, esotérico y delirante “Brother Philip”[60]; el Padre Juan Carlos Polentini Wester[61]; el explorador arequipeño Carlos Neuenschwander[62]; Fernando Aparicio Bueno[63] y el historiador y restaurador cusqueño Enrique Palomino Díaz[64]. Todos ellos afirman que habría que circunscribir el área de búsqueda en la zona determinada por los 13º - 12º Latitud Sur y los 72º -71º Longitud Oeste (territorio enmarcado por los ríos Manú, al norte; Madre de Dios al oeste; y Paucartambo al sur).

Esta región es muy rica desde el punto de vista arqueológico y, tenemos que admitirlo, con muchos misterios por resolver. Uno de ellos lo constituyen los Petroglifos de Pusharo: una pared rocosa de 30 metros de largo por 3 de altura en la que se han grabado extraños signos de los que poco se sabe y mucho se especula[65]. También quedan por estudiar muchos tramos de caminos desenterrados y puestos de avanzada incas. Con toda seguridad, en el futuro la región del Pantiacolla arrojará nuevos materiales de investigación. Queda muchísimo por hacer allí.

Así todo, nosotros creemos que si del Paititi queda algo, debemos buscarlo mucho más hacia el Este. La región de la famosa meseta no fue sino un corredor, un lugar de paso, que condujera a los incas hacia lo que hoy día serían territorios del norte de Bolivia y oeste de Brasil. Arribamos, entonces, al segundo sector en cuestión.

Todos los documentos coloniales, o al menos los que hacen referencia de manera más específica al Paititi, dicen ubicarlo a unas 200 leguas[66] de Cusco (aprox. 1.100 Km. al Este); y esto nos lleva mucho más allá de Pantiacolla. Los historiadores que apoyan esta hipótesis fundan sus dichos amparados en estas fuentes escritas de los siglos XVI y XVII (que dan distancias aproximadas, nombran ríos y señalan accidentes geográficos), y no tanto en la tradición oral que circula hoy en la sierra. Por eso les asignamos un mayor crédito.

Dos de los más reconocidos investigadores que defienden esta posición son: el historiador argentino Roberto Levillier y el cusqueño Daniel Heredia.

Partiendo del supuesto de que el Paititi no fue una creación de la mente, Roberto Levillier, reitera en más de una oportunidad que sólo el oro en masa era fábula, y que todos los informes escritos, dejados por conquistadores, misioneros, soldados y aventureros durante el proceso de conquista y colonización, señalan  a las Sierras de Parecis (hoy territorio de Rondonia, en el Matto Grosso brasileño) como el sitio en el que se ocultaron los últimos incas. Incluso ubica con exactitud su posible emplazamiento cuando escribe:

“Las Provincias del Paititi se extendían desde la proximidad del río Madeira, por 11º de Latitud Sur y 64º de Longitud Oeste, con inflexión Sudeste hasta las cabeceras del río Paraguay, en 13º Latitud Sur y 57º Longitud Oeste.” [67]

Por su parte, Daniel Heredia, tras un concienzudo manejo de fuentes documentales, concluye  que el suelo boliviano es el escenario histórico buscado, ya que

“Si bien la ubicación del Paititi o reino de los Musus puede que esté a una distancia probablemente exagerada o deficiente, un promedio prudencial lo situaría entre los 10º y 11º de Latitud Sur, y los 67º y 65º de Longitud Oeste; en la zona de la confluencia de los ríos Beni, Amarumayo (Madre de Dios) y Mamoré, sobre el arco que forma éste último en la zona, al norte de la ciudad de Riberalta.” [68]

¿Perú, Brasil o Bolivia?

 Todo parecería indicar que la última postura analizada es la que se acerca más a la verdad; pero, aún así, no puede darse el veredicto definitivo. Hasta que la historia y la arqueología no encuentran datos más concretos nos veremos obligados a seguir tratando de separar la fantasía de la realidad; reconociendo la vigencia de un antiguo dicho peruano que sostiene que Todos los reinos limitan con el Paititi, pero él no limita con ninguno”. (VÉASE APÉNDICE II)

 

 


PALABRAS FINALES

 

Cuando regresamos al Cusco, tras doce largos días de caminata y exploración, algo había cambiado dentro de mí. Ya no era el escéptico de antes. La selva y su imponente majestuosidad me habían hecho ver la realidad histórica de una manera diferente. El romántico sueño de las ciudades perdidas era aún posible y las espesas selvas de la región “tampú” podían albergar todavía restos de ciudadelas no catalogadas. Toda la zona explorada, esa a la que se llega remontando el cauce los ríos Vilcabamba y Pampaconas, es una verdadera mina sin explotar. Son pocos los yacimientos arqueológicos debidamente clasificados, deforestados o convenientemente conservados, y muchas las referencias que los lugareños hacen respecto de muros, palacios y templos que ocasionalmente encuentran tapados por la espesura, pero a los que luego pocos se animan a ir, y menos aún   denunciar. Como de manera muy acertada me dijera un especialista norteamericano, destacado por la Universidad de California en Cusco:

“Si los historiadores y arqueólogos europeos, que mueren por un simple jarrón o plato de origen griego, supieran lo que se puede encontrar en estos valles, cambiarían de especialidad. ¡Estamos hablando de ciudades enteras, y pocos saben o creen en ello!”.

Pero este provincialismo mental es entendible en muchos intelectuales de escritorio; especialmente en aquellos que jamás han transpirado debajo del húmedo manto de la selva, ni han conocido la inmensidad el escenario en el que se desarrolló el capítulo final del drama precolombino. Para muchos de ellos, que sólo han sido entrenados para mantener sus narices pegadas al suelo (de preferencia, bajo el suelo) o a la tinta oscura de los documentos de una biblioteca, el árbol les impide ver el bosque. Sentados en sus mullidos sillones de burócratas y “académicos”, raras veces gastan energías en encontrar ciudades perdidas. No sería científico, aducen. Y, por lo tanto, raras veces son ellos quienes las encuentran. Aquellos que lo intentan, o sólo piensan que es posible encontrarlas, son tildados de “herejes”, y reciben como respuesta a esas inquietudes sarcásticas sonrisas de desaprobación. Lo que no advierten es que el problema no son los herejes, sino los mediocres.

 

Muchas ciudades perdidas esperan todavía ser descubiertas, y el renovado ímpetu que la selva ha despertado en muchos exploradores e investigadores nos darán la razón en el futuro. Casi todos los meses nuevos restos arqueológicos, antes no tenidos en cuenta, nos obligan a re-escribir parte de la historia de este continente. Quizás las ruinas del Paititi estén aguardando a su Hiram Bingham para salir de las brumas en las que ha estado durante tanto tiempo. Y es probable que nos decepcionemos al verlas, ya que advertiremos cuántas fantasías se han depositado en ellas.

Lo cierto es que hoy ya no negamos la existencia de lazos entre la sierra y la selva (incluso la costa) en el Perú prehispánico. El hallazgo de cerámica costera en pleno corazón del Amazonas nos induce a pensar que esos contactos no fueron mitos, sino una palpable realidad. También sabemos que los incas se internaron  mucho más “adentro” de lo que suponíamos, y que es lógico pensar que levantaran en esos territorios fortalezas y puestos de avanzada. La ciudad de Vilcabamba “La Vieja”, y las decenas de construcciones incas erigidas en la selva tropical, constituyen una prueba objetiva del alto grado de adaptabilidad que tuvieron los cusqueños. Por otra parte, las enormes dificultades que nosotros mismos experimentamos al ingresar en esa zona de resistencia (precipicios, ríos impetuosos, calor insoportable, insectos, denso follaje) nos han hecho dudar que la última dinastía quechua rebelde haya terminado efectivamente en 1572, al caer Vilcabamba en poder de los españoles. Es muy probable que los incas residuales (aquellos que lograron sobrevivir a la captura de Túpac Amaru I) hayan podido huir  y conservar hasta mediados del siglo XVIII su aislado predominio de invictos, protegidos por la selva y los desbordes de los ríos[69]. Probablemente sus descendientes se dispersaran entre las tribus selváticas, tras siglos de convivencia.

 

Mar del Plata, 1999

FSJR



APÉNDICE I

 

13 AÑOS DESPUÉS

JULIO 2012

 

Al C.A.P.A.C.

(Confederación de los Amigos del Paititi y de los Antiguos Caminos)

Por haber resucitado esta pasión de siempre.

 

 

La crisis económica de principios del siglo XXI, especialmente dura en mi país (Argentina), me sorprendió transitando uno de los momentos personales más difíciles de toda mi vida. Los efectos de las políticas neoliberales aplicados a lo largo de una década impactaron negativamente en el mundo del empleo, generando una desocupación monstruosa que, en poco tiempo, trepó hasta un alarmante 25%, produciendo desconsuelo, desesperación y pesimismo. La sociedad se polarizó y esa gran clase media, que había sido el “orgullo” argentino desde mediados de la década de 1940, se contrajo. Perdió base. Se volvió cada vez más reaccionaria y conservadora. Agónica y temerosa. En ese contexto de desesperanza generalizada, cuando ningún horizonte podía vislumbrarse y la gente salía a la calle reclamando un cambio que nadie se animaba a especificar claramente, sobrevino mi primer divorcio; y al caos externo (el público) se le sumó el caos interno (el privado). Entonces, mis proyectos personales pasaron a mejor vida, iniciando un período de hibernación de casi 13 años.

En aquel contexto, volver al Perú se hizo un sueño imposible. Imposible siquiera imaginarlo. Sin trabajo, con deudas, psicológicamente asediado por mil culpas y problemas, ¿a quién podía ocurrírsele pensar en viajar en pos de ruinas perdidas en plena amazonía peruana?

De esa manera, el Paititi se volvió más inalcanzable que nunca.

No moría el mito. Moría un sueño. Mi sueño. El más importante, privado y movilizante que jamás haya tenido. Un sueño personal, intransferible, único. Por eso, ante la tragedia de ver apagado el “motor fuera de borda” que me acompañara desde 1985[70] y le había dado sentido a casi todas mis lecturas, decidí, de un modo no del todo conciente, relegarlo al arcón de los recuerdos. Y me sentí viejo a mis 40 años de edad.

Hoy, diez años después, paradójicamente me siento mucho más joven.

Tras la reconstrucción y mejoría de la situación general y personal, los antiguos duendes del pasado resucitan y vuelven a susurrarme cosas al oído. Otra vez el grito del guacamayo acelera mi flujo de adrenalina y de todos esos fantasmas antiguos el del Paititi es el que más y mejor se empieza a corporizar.

Seguía vivo. Tan fuerte como hace más de 25 años.

Renovado. Mucho mejor aceptado y analizado que cuando lo dejé voluntariamente, hace más de un lustro.

En esos años orienté mis intereses en otras direcciones que, aunque relacionados con el Paititi, no aludían directamente a él.

Quise borrármelo de la mente. Tal vez para no desesperanzarme más. Para no sufrir y olvidar aquel momento del 2006 en el que el reconocido explorador Greg Deyermenjian me invitó a participar en su expedición, financiada por la National Geographic, y tuve (por cuestiones estrictamente económicas) que rechazar el generoso ofrecimiento. Fue duro decir “no” al sueño de casi toda una vida. Pero la realidad se imponía y debí convivir con esa negativa hasta hoy.

Creo que fue aquel día cuando, lentamente, casi sin darme cuenta, mí búsqueda del Paititi empezó a languidecer.

Guardé los apuntes. Reordené la biblioteca. Abandoné los delirantes proyectos de buscar ciudades perdidas y me embarqué en “trabajos menores”. Orienté el tiempo libre en tratar de entender y desentrañar la historia y significado de los lugares abandonados que tenía cerca; muy especialmente un hotel cordobés (el Gran Hotel Viena), al que le dediqué cuatro apasionados años de investigación.

De ese modo, del Paititi sólo fueron quedando los rasgos generales de la historia. Olvidé (o creí olvidar, esto es como andar en bicicleta) los detalles jugosos, los testimonios coloniales y modernos, las historias que había oído en el Perú, incluso la toponimia y el nombre de los ríos en el que se enmarca la leyenda. Me alejé de la búsqueda. Sólo los email que mi amigo Greg me mandaba desde el Perú o EE.UU. me retrotraían por minutos al tema. Y así, distanciado de los debates de los especialistas, me desactualicé.

Sin darme cuenta, la obsesión de décadas empezó a ser conjugada en tiempo pasado y traté de inventarme otras obsesiones que, sin tanta fuerza pero más a mano, colmaron la necesidad de emociones intelectuales. Algunas más satisfactoriamente que otras.

Pero el Paititi seguía estando. Su sombra se mantenía detrás de cualquier variación. Su melodía se colaba una y otra vez, especialmente cuando fueron los “lugares abandonados” los que reclamaron mi atención, y dirigí los pasos no hacia llactas incaicas escondidas en la selva, sino hacia hoteles, mansiones, cementerios y hospitales abandonados y en ruinas. Inadvertidamente había construido una nueva pasión que, a la postre, resultó ser un efectivo placebo.

Pero de a ratos, nostalgioso, volvía a las viejas fotos de la expedición de 1998 y me veía más flaco, más joven, menos canoso; y cuando un extraño fuego interno parecía atizar mi alma, lo apagaba. Lo domaba como quien doma un caballo encabritado. Me decía: “ya no estás grande para esos trotes”. Y mi padre me repetía lo mismo, convencido de ello.

Lo peor de todo es que me lo creí.

La memoria selectiva rescataba sólo las circunstancias difíciles de aquel viaje de fines del siglo XX: el calor de la selva, el apunamiento, el cansancio, las jornadas desgastantes subiendo y bajando cerros, los puentes de palos.

Pasó tu tiempo”.

Pero de a ratos, la “atracción de la selva” se asomaba por las hendijas que yo mismo permitía que aparecieran, ya sea en mis clases (cuando trataba el tema de las culturas precolombinas), ya sea en las películas/documentales que veía o en las anécdotas nacidas de la experiencia peruana y que (dado el tiempo transcurrido) ni yo mismo me las creía del todo. Era en esos instantes cuando notaba que reverdecía por dentro y aquel pasado aventurero pasaba a primer plano, ganándome así la atenta mirada de mis oyentes.

No era para menos: el Paititi es una rico condimento de romanticismo, de ciencia y aventura.

Y entonces…, la revelación mundial de Machu Picchu “cumplió” 100 años.

 

En julio de 2011, inesperadamente, recibí un email. El remitente era un funcionario del Ministerio de Cultura del Perú y me solicitaba autorización para usar un texto que había escrito hacía unos cuantos años. El trabajo versaba sobre la famosa ciudadela inca de Machu Picchu y lo habíamos pergeñado con el reconocido arqueólogo peruano, doctor Manuel Chávez Ballón, en enero de 1994.

Diecisiete años más tarde alguien había reparado en él. Y dado que el Perú recibía, tras un siglo de espera, las colecciones arqueológicas que Hiram Bingham se “llevara” a la universidad  de Yale en 1911, me sentí feliz de poder contribuir modestamente en tremenda ceremonia. Por otro lado, quedar relacionado con el complejo arqueológico más famoso del Perú, y con un país al que tanto amo, superó todas mis expectativas. Estar ínfimamente conectado con la historia de Machu Picchu y la recuperación de su patrimonio arqueológico, despertó una señal de alarma interna, y la antigua obsesión por los incas y el Paititi empezó a emerger.

Pocos días después de ese email, la Embajada del Perú en Argentina, por intermedio de uno de sus cónsules, el señor Carlos Amézaga Rodríguez, me invitó a dar una charla conmemorativa en la sede diplomática, a la que acudí con mucho agrado. Para ello tuve que desempolvar parte de mi biblioteca andina y volver a revisar apuntes y notas pasadas. Sin proponérmelo, pero condicionado por las circunstancias, viejos nombres y lugares se asomaron por entre los amarillentos papeles y, cual un adicto no recuperado, empecé a consumir, gradualmente, Paititi de nuevo. Fue cuando advertí que nuevas investigaciones, publicadas desde hacía  un par de años, venían a fortalecer las hipótesis que defendíamos en 1999.

Son trabajos serios. Escritos por historiadores y exploradores profesionales. Alejados de todo delirio esotérico o conspiraciones extraterrestres. Trabajos apoyados en crónicas de los siglos XVI y XVII (muchas de ellas inéditas hasta hace muy poco), y en investigaciones de campo, explorando zonas asociadas a la “leyenda” en territorios de la hermana República de Bolivia. Son éstos los dignos herederos del trabajo iniciado por el historiador argentino Roberto Levillier en la década de los ’70; y es bueno que esto ocurra porque de esta forma el Paititi adquiere carta de ciudadanía en los ámbitos de la Academia.

Desde hace años, los seguidores de esta temática, venimos sosteniendo que los incas se internaron en el Antisuyu mucho más de lo que tradicionalmente se sostiene. Ahora parece ser que esas sospechas, racionalmente fundadas, son ciertas y un nuevo universo de investigaciones y debates se abre por delante nuestro.

Más allá de si fue el producto del imaginario de la conquista, del ansia de aventura de exploradores contemporáneos, una ciudad perdida o un reino amazónico en lo profundo de la selva, no podía quedar ajeno a lo que se viene.

Por todo esto regresé al Paititi.

 

 

Buenos Aires, Julio 2012

 

 

 



ã Profesor en Historia por la Facultad de Humanidades de la Universidad nacional de Mar del Plata (Argentina)
[1] Angles Vargas, Víctor, El Paititi no Existe, Imprenta Amauta SRL. , Cusco, 1992.
[2] Testimonio oral recogido el día 17 de julio de 1998, en el aeropuerto Internacional de Ezeiza, Buenos Aires, Argentina, de boca del señor Felipe Gutiérrez Sevilla. Archivo personal del autor.
[3] Nota: El relato de ese circunstancial contertulio es una copia, casi exacta, del escrito por José Iwaki Ordóñez en su libro Operación Paititi; y que le ocurriera a un padre jesuita llamado Juan Gómez Sánchez en una expedición realizada hacia 1925.
[4] Flores Ochoa, Jorge A., "Taytacha Qoylluriti. El Cristo de la Nieve resplandeciente", en El Cuzco. Resistencia y continuidad, Editorial Andina SRL. , Cusco, Perú, 1990, pág. 74.
[5] Caunedo Madrigal, Silvia, "De las Hijas del Sol a las Vírgenes Criollas", en Las Entrañas mágicas de América, Editorial Plural, Barcelona, España, 1992, pp. 93-105.
[6] Palomino Díaz, Enrique, Qosqo, Centro del Mundo, Imprenta Yáñez, Cusco, Perú, 1993, pág. 19.
[7] Eliade, Mircea, El Chamanismo y las Técnicas Arcaicas del Éxtasis, Fondo de Cultura Económica, México, edición 1982, pág. 22.
[8] Véase: Sharon, Douglas, El Chamán de los Cuatro Vientos, Editorial Siglo XXI, México, 1978.
[9] Brundage, Burr C., Empire of the Inca, Norman, Ok. , Oklahoma University Press, 1963, pág. 47.
[10] Rostworowski, María, Estructuras Andinas del Poder. Ideología religiosa y Política, IEP, Instituto de estudios Peruanos, Lima, Perú, 3º edición 1983, pp. 9-10.
[11] Testimonio oral recogido en la ciudad de Cusco de boca del ingeniero Enrique Palomino Díaz. Archivo personal del autor.
[12] Véase: Núñez del Prado, Juan Víctor, "El Mundo Sobrenatural de los quechuas del sur del Perú a través de la comunidad de Qotobamaba", Allpanchis Phuturinqa, 2, 1970,pp. 57-119. - Véase también: Gow, Rosalind y Bernabé Condori, 1975, Kay Pacha, Editorial de Cultura Andina, Cusco.
[13] Véase: Eliade, M., op.cit. pp.101-102.
[14] Polo de Ondegardo, Juan, 1916, "Los Cerros y supersticiones de los indios sacados del tratado y averiguaciones que hizo el licenciado Polo", Colección de libros y documentos referentes a la historia del Perú, editado por Horacio H. Urteaga y Carlos A. Romero, primera serie, vol.3, pp3-43, Lima, Perú.
[15] Testimonio oral recogido en una sesión chamánica en la ciudad de Cusco de boca del Altomesa Don Salvador Blas. Julio de 1998. Archivo del autor.
[16] Véase: Stern, Steve, Los Pueblos Indígenas del Perú y el Desafío de la Conquista Española, Editorial Alianza América, Madrid, 1982. Espinoza Soriano, Waldemar, La Destrucción del Imperio de los Incas, Amaru Editores, Perú, edición 1990. Duviols, Pierre, La Destrucción de la Religiones Andinas (Durante la Conquista y la Colonia), Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1977.  Simpson, Lesley Byrd, Los Conquistadores y el Indio Americano, Ediciones Península, Barcelona, 1970.  Vega, Juan José, Los Incas Frente a España. Las Guerras de la Resistencia 1531 - 1544, Peisa, Perú, 1992.  Todorov, Tzvetan,  La Conquista de América. El Problema del Otro, Editorial Siglo XXI, México, 1992.
[17] Véase: Vázquez, Francisco, El Dorado, Crónica de la Expedición de Pedro de Ursua y Lope de Aguirre, Editorial Alianza, Madrid, 1989, pp. 7-46.
[18] De Gandía, Enrique, Historia Crítica de los Mitos y Leyendas de la Conquista Americana, Centro Difusor del Libro, Buenos Aires, 1946, pág. 109.
[19] Ainsa, Fernando, Historia, Utopía y Ficción de la Ciudad de los Césares, Editorial Alianza, Madrid, 1992, pág. 12.
[20] Fray Alonso de Zamora, Historia de la Provincia de san Antonio del Nuevo reino de Granada, Lib. III. Cap. XVI. (Documento citado por Enrique de Gandía. Citas).
[21] Véase: Enrique de Gandía, documentos, op.cit., pág. 118.
[22] NOTA: En 1856 un grupo de investigadores desaguó parcialmente la laguna de Guatavita y hallaron, entre otras joyas, la reproducción de una balsa de oro, de forma circular y de 9,5 cm de diámetro. Sobre ella había diez figurillas humanas, la principal, de pie, con el doble de alto que las demás. No era otro que el cacique Dorado de los testimonios recogidos por los españoles.
[23] Véase: Navarro Lamarca, Compendio de Historia general de América, T. II, pág. 182.
[24] Véase: Valcarcel, Luis E., Machu Picchu, editorial Universitaria de Buenos Aires, Argentina, 1978.
[25] NOTA: A la zona denominada "montaña" corresponde la región húmeda y boscosa que se extiende desde los 3.700 a 1.000 metros sobre el nivel del mar. Por sus testimonios arqueológicos corresponde a la Región Andina. Le sigue la zona de la "selva baja" o Llanura Amazónica, que fuera (y es) escenario de diversas culturas andinas, menos complejas que los incas. Las mismas constituyen distintos grupos lingüísticos y, en la actualidad, existen más de treinta idiomas vigentes (muchos de ellos emparentados). La gente de ciudad se refiere a estas comunidades con el nombre genérico de "chunchos" (tal como lo hacían los incas). Estas tribus viven, por lo general, cerca de los ríos, que utilizan como medio de vida y de comunicación; son cazadores, pescadores y su base alimenticia es la yuca y el plátano. También cultivan camote y algodón, tabaco y coca. Si bien el cristianismo está difundido casi en todas estas tribus, se conservan rituales antiguos en lo que el uso de plantas narcóticas es un hecho habitual (por ejemplo la ayaguasca).
[26] Cobo, Bernabé, Historia del Nuevo Mundo, Editorial Marcos Jiménez de la Espada, 4 Tomos, Sevilla, 1895.
[27] Sarmiento de Gamboa, Historia Indica, ed. R. Levillier, Buenos Aires, 1942.
[28] Vaca de Castro, Cristóbal, Declaración de los quipucamayos, en Colección Urtega Romero, Lima, 1921.
[29] Garcilazo de la Vega, Comentarios Reales, Tomo I, libro 4, cap. 16, Buenos Aires, 1943.
[30] Ibíd, Libro 7, Capítulos 13 y 14.
[31] Alvarez Maldonado, Juan, Relación de la Jornada y Descubrimiento del río Manú en 1567, Edición de Luis Ulloa, Sevilla, 1899.
[32] Alcaya, D. Diego Felipe de, en Informaciones de Lizarazu, 1635, Maurtua, IX, 24-144.
[33] Sánchez, Gregorio Francisco, Relación en Informaciones de Lizarazu, 1635, Maurtua, IX, 189-197.
[34] Recio de León, Breve relación de la descripción y calidad de las tierras y ríos de las provincias de Tipuani, Chunchos y otras muchas que a ellas se siguen, del gran reino del Paytiti, en Maurtua, VI, 272-290.
[35] Levillier, Roberto, El Paititi, El Dorado y Las Amazonas, Emecé, Buenos Aires, 1976, pp.91-93.
[36] Angles Vargas, V., op.cit. pág. 81.
[37] Angles Vargas, V., op.cit., pág. 89.
[38] Angles Vargas, V., op.cit, pág. 91-92.
[39] NOTA:  Según nos informaron en Cusco, hace algunos años el Instituto de Lingüística de Verano estuvo trabajando en la selva, estudiando los idiomas de todas las comunidades nativas de aquella zona, y encontraron que las raíces de la lengua machiguenga (tribu ubicada en la región del río Madre de Dios) son muy parecidas a las quechuas. Archivo del autor.
[40] Uslar Pietri, Arturo, "Nada más real que El Dorado", en Fábulas y Leyendas de El Dorado, Editorial Tusquest, 1987, pág. 10.
[41] NOTA: Véase el testimonio del Padre Diego Felipe de Alcaya, en el que traduce la palabra Paititi como "Aquel Plomo"(de Pay, "aquel"; y Titi "plomo").
[42]Véase: Bueno, Fernando Aparicio, En Busca del Misterio del Paititi, Editorial Andina, Cusco, Perú, 1985, pág.19.
[43] Angles Vargas, Víctor, op.cit. pág. 71.
[44] Heredia, Daniel, El Paititi. Su Posible Existencia y su Probable Ubicación, Separata de "Revista del Museo e Instituto Arqueológico", Nº 13-14, Cusco, 1951, pág. 4.
[45] Ordoñez, Ruben Iwaki, Operación Paititi, Editorial de Cultura Andina, Cuzco, 1975.
[46] NOTA: Advertir que el testimonio del señor Gutiérrez Sevilla concuerda, casi literalmente, con lo que Ordoñez sostiene en su libro.
[47] Polentini Wester, Juan Carlos, Por las Rutas del Paititi, Editorial salesiana, Lima, 1979. - Bueno, Fernando Aparicio, opa., cit. Pág. 168
[48] Heredia, D., op.cit. pág. 28-30.
[49] Neuenschwander Landa, Carlos, Paititi en las Brumas de la Historia, Cuzzi y CIA S.A., Arequipa, Perú, pág. 140.
[50] Angles Vargas, V., op.cit. pág.57.
[51] Testimonio oral recogido de boca del guía y baquiano local Francisco Cobos Umeres. Archivo del autor.
[52] Testimonio oral recogido en el poblado de Lucma de boca del profesor a cargo de la pequeña escuelita rural del sitio. Archivo del autor.
NOTA: Como hemos dicho en un párrafo anterior, la obsesión por los tesoros perdidos es un hecho cotidiano en varias regiones del Perú. Nuestro guía, Pancho Cobos, nos explicó bien cómo se destapan los tapados: "La gente, especialmente en la montaña y en la selva, todavía vive con la aspiración de querer encontrar un tesoro, porque estamos en lugares incaicos, y los incas dejaron todas las riquezas en estos sitios. Entonces, si se quiere oro, hay que salir a medianoche e intentar ver, en algún lugar, como se encienden llamas de fuego, que no son otra cosa que el antimonio del oro, del tesoro. Entonces hay que tratar de ubicar el lugar exacto en donde se ve la luz, y al día siguiente se va a excavar, a huaquear. Y si tienen suerte y lo encuentran, para que todo salga bien, se debe  hacer un "pago" a esa tierra: bien se agarra un animalito, un perrito, un gatito y lo sacrifican. Pero, y esto es verídico mi Jefe, algunos se llevan un peón, al campesino más cholo y, después de que éste los ayuda a sacar el tesoro, para que la fortuna sea bien recibida, el "pago" lo hacen con el peón. Lo entierran vivo". (Estos relatos los he podido escuchar tanto en la costa como en la sierra peruana). Archivo del autor.
[53] Granada, Daniel, Supersticiones del Río de la Plata, Editorial Guillermo Kraft Ltd., Buenos Aires, primera edición de 1896, pp. 97-99.
[54] Granada, D. Op.cit., pág. 139.
[55] Testimonio recogido de boca del ingeniero Enrique Palomino Díaz en Cusco. Julio de 1998. Archivo del autor.
[56] Neuenschwander Landa, C., op.cit. pág. 40.
[57] Véase (¿O debo decir "No se vea"?): González, Ricardo, Los Maestros del Paititi. Testimonio de una Civilización Oculta, Editorial Sol en la Tierra, Perú, marzo de 1998.
[58] NOTA: Al Paititi ubicado en la meseta de Pantiacolla se podría ingresar siguiendo tres rutas alternativas: La primera, siguiendo el valle del río Lacco; la segunda, por Paucartambo y, la tercera, aunque menos común, partiendo de las ruinas de Espíritu Pampa (Vilcabamba "La Vieja") tras atravesar el Pongo de Mainique. Archivo del autor,
[59] Ordoñez, Ruben Iwaki, Operación Paititi, op.cit.
[60] Brother Philip, El Secreto de los Andes, Editorial Kier S.A., Buenos Aires, 1976.
[61] Polentini Wester, Juan Carlos, Por las Rutas del Paititi, op.cit.
[62] Neuenschwander Landa, Carlos, El Paititi en las brumas de la Historia, op.cit.
[63] Bueno, Fernando Aparicio, En Busca del misterio del Paititi, op.cit.
[64] Palomino Díaz, Enrique, Qosqo, Centro del Mundo, op.cit.
[65] NOTA:  Según se sabe los petroglifos fueron avistados por primera vez en el año 1921, por el dominico Vicente de Cenitagoya; los visitaron, posteriormente Carlos Neuenschwander (1970) y el arqueólogo Federico Kauffmann Doig (1980). Desde entonces se los ha estado "redescubriendo" periódicamente. Se supone que fueron hechos por alguna cultura amazónica de la que no se sabe nada. Y es, justamente, esta falta de información fidedigna la que permite que la imaginación vuele indicando que los petroglifos no son otra cosa que el "mapa indescifrado" que conduce al Paititi.
[66] Garcilazo de la Vega, op.cit.
[67] Levillier, Roberto, op.cit. pág. 93.
[68] Heredia, Daniel, op.cit. pág. 29.
[69] NOTA:  El 4 de noviembre de 1780 el cacique de Tungasuca, Pampamarca y Surimana, José Gabriel Túpac Amaru, descendiente de los incas, se levantó contra la opresión hispana. El 18 de marzo de 1781, Túpac Amaru II emitió un edicto en el que comenzaba así: "Don José Primero, por la gracia de Dios Ynga rey del Perú, Santa fe, Quito, Chile, Buenos Aires, y continente de los mares de Sur, Duque de la Superlativa, señor de los Césares y Amazonas, con dominio en el Gran Paititi; comisario distribuidor de la piedad divina...". Este párrafo trascripto nos lleva al convencimiento de que en aquella segunda mitad del siglo XVIII, la creencia popular señalaba al Paititi como una rica e importante región sudamericana.
[70] Véase en sitio Web: http://www.viamedius.com/relatos-de-viaje/sudamerica/peru/lima/peru-el-guia-personal-hacia-el-paititi

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