LOS SOBRENATURALES DEPREDADORES DE LA RAZÓN
A propósito de la epidemia vampírica del siglo XVIII
y el imaginario del vampiro en Europa Oriental y
Occidental.
Por
Fernando Jorge Soto Roland*
PRÓLOGO
El miedo, la inseguridad que lo produce y las crisis
económicas, sociales o políticas, suelen parir monstruos.
A nada de esto es ajeno el siglo XXI, natural
prolongación de una centuria que fue testigo de los escándalos éticos más
hipócritas y aberrantes que hayamos registrado; y, como es lógico, nada bueno pudo
derivarse de todo aquello, muy a pesar de los enormes avances tecnológicos
alcanzados en algunas partes del llamado “mundo
civilizado”.
Los viejos demonios del hombre, esos que surgieron en
las antiguas cuevas del paleolítico, sobrevivieron con fuerza inusitada,
recreando un complejo panorama cultural, enredado e interesante, en el que el
imperio de los ordenadores, las tablets
y la telefonía celular de última generación, el wifi y la Internet, no desplazaron del todo a la magia ni a la
brujería.
El más acabado irracionalismo convive con el pensamiento
académico-técnico más serio, entreverándose y desdibujando lo que por un tiempo
fue la nítida frontera que separaba la realidad de la ficción. Siempre ha sido
así. Lo que sucede es que hay momentos en que lo sobrenatural tiene más prensa
que en otros, consiguiendo de esa forma instalarse en el imaginario colectivo
con la misma fuerza con que se instala la existencia de un árbol o una cerro.
Hoy debilitado, el racionalismo deja caer, allá y acá,
el muro de contención que nos aislaba de las
maravillas; y lo que es peor todavía, aúna sus fuerzas con su principal
enemigo racionalizando lo irracional
a través de los medios tecnológicos que, al menos en teoría, deberían permitir
una medición, control y lectura más acabada del mundo.[1]
La necesaria cuota de trascendencia y misterio que
muchos sueñan alcanzar es una muestra, no demasiado evidente a primera vista,
de una época que desea y requiere apartarse del desangelado y materialista
universo que construimos desde la Ilustración del siglo XVIII. Como entonces,
las enfermedades, el hambre, la injusticia y la ignorancia que sufren legiones
de personas, las guerras, los desplazamientos forzados, el renovado racismo y
los malditos estereotipos que se derivan de todo ello, retroalimentan actitudes
y situaciones que los historiadores hemos visto y estudiado en el pasado
(remoto y no tan remoto).
El propósito de este trabajo es analizar la famosa epidemia vampírica que se desató en
Europa oriental (y por contagio, también en la occidental) durante el siglo
XVIII; rescatando las semejanzas que existen con la actualidad, al tiempo de
revelar la “larga duración” de las
mentalidades, detectando ese sustrato profundo y casi inalterable que las
sociedades arrastran a lo largo del tiempo.
Acercarse a la epidemia de vampiros que se dio en pleno
Iluminismo es también encontrar el origen (occidental al menos) del mito más
extendido y lucrativo de los siglos XIX y XX: el de los muertos-vivos bebedores de sangre.
Muchas cosas han cambiado. No hay duda de ello. Pero las
permanencias sorprenden. Y eso es lo que pretendo que el lector detecte en las
páginas siguientes.
Encaro, por fin, una deuda personal pendiente con los
seres que más me aterrorizaron durante la infancia: los vampiros.
FJSR
Buenos
Aires, julio 2014
Parte 1
SAVA
“Todo
hombre es mentiroso: Omnis Homo Mendax,
y esa inclinación
es
mucho mas fuerte respecto de aquellas mentiras en que se fingen cosas
prodigiosas
y preternaturales; porque hay en esas narraciones cierto deleite
que
incita a la ficción, más que en las comunes y regulares”.
Benito
Jerónimo Feijoo
Cartas
eruditas y curiosas (1742-1760).
“El reestreno constante de
Drácula de Bram Stoker
refleja las angustias y la
crisis de una sociedad que va
perdiendo poco a poco la
razón; no en vano son la Locura
y la Muerte sus protagonistas.
La Locura y la Muerte, que
acompañan siempre a la
sugestiva imagen del vampiro”.
Eduardo Haro Ibars
Drácula,
príncipe de la tinieblas, pág. 1.
El derrumbe de un molino de casi doscientos años
desencadenó el pánico; y lo que muchos periódicos definieron como una psicosis
colectiva se extendió como reguero de pólvora en una pequeña comunidad serbia
al occidente de los Balcanes.
Corrían los meses de noviembre y diciembre de 2012
cuando la localidad de Zarozje, a orillas del arroyo Rogacica y próxima a la
ciudad de Bajina Basta, experimentó un fenómeno colectivo que no se detectaba
(o al menos se hacía público) desde mediados del siglo XVIII: un vampiro
asolaba los bosques de la comarca, merodeaba el pueblo y, en son de venganza,
empezaba a cobrarse (según los vecinos) varias víctimas. Todas ellas a no más
de un kilómetro a la redonda del molino
en cuestión.
Transidos por el miedo, y ante la burla del mundo entero
(que se enteró del episodio a través de la Web,), los habitantes de Zarozje
desplegaron dos de los métodos más conocidos y difundidos por el cine y la literatura
gótica: empezaron a espantar al monstruo con ristras de ajo en las puertas de
sus casas y grandes crucifijos en las habitaciones. Incluso el alcalde de la
localidad, Miodrag Vujetic, dio una alerta
sanitaria, oficializando así el horror que muchos empezaban a sentir o ya
sentían.
“La gente está
preocupada –dijo Vujetic. –Todo el mundo conoce la leyenda de este vampiro que vivía en el
molino y piensan que él ahora está sin hogar y que posiblemente esté buscando
otro para vivir y matar a sus nuevas víctimas. Todos tenemos miedo. Es fácil
reírse si uno no vive aquí. Ninguno de los vecinos de la zona duda de la
existencia de Sava Savanovic”.[2]
Según las tradiciones serbias, recogidas en 1880 por el
escritor, traductor y crítico Milova Glisic (1847-1908), los vampiros en Serbia
habitan, generalmente, en los viejos molinos abandonados. Por consiguiente,
estas construcciones, que en la Europa occidental tienen una larga presencia en
el cine gótico de horror desde la década de 1930, son objeto de respeto y temor
desde hace decenas de años.[3]
En Zarozje, de todos los muertos-vivos, que por causas desconocidas regresan a la vida (de
ahí el nombre de “revinientes” que se
les da en las leyendas y textos eruditos), Sava
Savanovic, o simplemente Sava (como lo llaman los campesinos, tal
vez en un intento por congraciarse con él) es el más famoso y aparentemente más
activo vampiro de todos. Tanto es así que no hay accidente o incidente luctuoso
que se registre en las inmediaciones del pueblo, desde noviembre de 2012, que
no sea adjudicado a este reconocido Drácula
serbio.
Pero Sava
Savanovic, igual que muchos otros vampiros de la historia local, no es ni
ha sido nunca miembro de la aristocracia, como el popular monstruo transilvano
ideado por el irlandés Bram Stocker. Por el contrario, siguiendo la tradición
serbia (escrita y oral), Sava no habría sido más que el humilde propietario del
molino señalado al principio, durante el siglo XVIII; y que, una vez muerto y
vuelto a la vida transformado en vampiro, sería el responsable de la muerte de
un número no registrado de personas.
Su cuerpo, “rechazado
por la tierra”, como establece el dogma del cristianismo ortodoxo con los
hombres malditos, es el que vaga ahora por los bosques saciando su apetito
infinito, sin que nadie pueda hacer nada al respecto, en tanto no se descubra
la ubicación exacta de su tumba. Única forma de poner fin a sus correrías,
aplicando los consabidos rituales que manda la tradición serbia en estos temas:
clavarle una estaca en el pecho, decapitarlo y luego incinerar el cadáver.
Todos los serbios mayores de cuarenta años de edad
recuerdan todavía un film yugoslavo, filmado y transmitido por televisión en
1973, titulado Leptirica (Mariposa),
responsable de que varias generaciones perdieran el sueño por aquellos días, a
pesar de la pobre producción y pésimos intérpretes. La película, dirigida por
el cineasta Djordje Kadijevic, es la adaptación libre de una novela de fines
del siglo XIX titulada Después de Noventa
Años y escrita por Milova Glisic, autor antes nombrado, nacido en la
localidad de Valvejo, a varios kilómetros de la aldea en la que Sava comete sus crímenes.[4]
Leptirica (Kadijevic, 1973) está considerada la primer película serbia de
horror. Y puede ganarse con honores ese título puesto que, más allá de la
crítica formal que se le pueda hacer, condensa gran parte de los elementos
propios del imaginario que, desde la Edad Media, acompaña a la cultura europea,
especialmente cuando se habita en los márgenes de las grandes ciudades, en
contacto permanente con creencias tradicionales y en un entorno social por
demás conservador y cristiano.
El contexto en el que Sava Savanovic reaparece después de tanto tiempo sigue siendo duro
para la vida cotidiana. La pobreza, el hambre, la incertidumbre y los
chismorreos de pueblo, la ausencia de una formación ilustrada en un clima
pastoril y “tradicional”, se ve alimentado por el escenario geográfico,
dominado por el bosque y las montañas, primordiales usinas de lo sobrenatural.[5]
Como puede observarse, todo confluye a la hora de
alimentar la creencia en un “Otro Mundo” extraño, ajeno a la experiencia
de nuestras grandes ciudades (que también, es necesario decirlo, generan sus
propios fantasmas). Al aislamiento geográfico se le suma el cultural,
facilitando así que el pasado y el presente se mezclen en un todo
indiscernible; y en el que lo nuevo y lo viejo, la “civilización” y la “barbarie”,
se den cita en la aldea acosada por el “vampiro”.
Los motivos expuestos permiten distinguir al menos dos
opiniones.
Para muchos el miedo está justificado por una cuestión
cultural. Otros, en cambio, argumentan que toda la historia es una gran mentira
mediática. Un mero intento publicitario
cuyo
único objetivo sería fomentar el caudal turístico a la región. En este sentido,
hay que aclarar que el famoso molino del
vampiro, abandonado y fuera de funcionamiento desde la década de 1950, ya
era una atracción turística local, explotada por la familia propietaria del
terreno donde se emplaza.
Slobodan Jagodic, cabeza del clan, lo promocionaba desde
hace un tiempo como “la cuna del primer
vampiro serbio”, organizando guiadas y cobrando por ello. Pero, ¿acaso el
miedo que dicen experimentar los campesinos de Zarozje es incompatible con el
lado comercial de la creencia? ¿Una cosa quita a la otra? ¿Son excluyentes? El
mismísimo S. Jagodic responde la cuestión cuando, tras el derrumbamiento,
sostuvo en los medios de comunicación que “no
lo reconstruyo por miedo”; aún siendo conciente de que “la única forma de frenar los crímenes
(sic) es volviéndolo a levantar”.
El regreso de Sava
Savanovic a los bosques y aldeas de
Serbia occidental parecería ser una copia fiel del guión del film Leptirica (1973). ¿Es acaso un simple “revenido” que resucita del celuloide con
puros fines crematísticos o un arquetipo al que se le pueden achacar todos los
males?
Parte 2
EL
LADO OSCURO DEL ILUMINISMO
“La
época moderna está marcada más por
un
‘recrudecimiento’ que por un ‘resurgir’
de
fantasmas muy antiguos”.
Delacampagne,
Christian
Racismo y Occidente (1983), pág. 56
“En
el temprano siglo XVIII, la naturaleza
aún
parecía ser un hábil trabajo de Dios”.
David
Wooton
Lucien Febvre y el problema
de la incredulidad moderna (1991),
pág.63
Presentes en el folclore, la literatura y la historia,
los vampiros se levantan de sus tumbas denunciando muchas cosas al mismo
tiempo.
Lejos de permanecer callados (o vulnerables a las supersticiones
de las que ellos mismos son parte), sus mortales y terroríficas irrupciones en
el seno del imaginario de occidente son siempre señales de inestabilidad y
crisis. De vacilación intelectual. De miedo a la muerte y a los muertos. Muchas
veces también de resistencia al cambio.
El “revenido”,
el “no-muerto”, el “chupasangre”, es el Otro que regresa para pervertir el alma de sus víctimas. Para
seducir con su presencia las creencias y cosmovisión dominantes. Y así como el
siglo XIV puso en duda el poder de Dios sobre su creación (matando a millones
con la peste), en el siglo XVIII, las historias que los tuvieron como
protagonistas, vinieron a cuestionar el imperio de la racionalidad, que el
movimiento ilustrado intentaba plantar en el centro de la sociedad
contemporánea.
Espejo de lo que el hombre no quiere ser y
materialización de los tabúes más profundos, construidos a lo largo del tiempo,
el vampiro, con sus múltiples e inquietantes denominaciones, pone sobre el
tapete cuestiones no dichas en voz alta.[6]
Ésas que siempre están pero se esconden. Que se disfrazan para asustar menos y
que, aún así (tal vez por eso mismo), siguen presentes en el alma humana.
Incrustadas. En lucha permanente contra la seguridad que erigimos para
engañarnos y vivir la existencia como si nada perverso sucediera.
Entonces, sin aviso, saliendo de una nube preternatural,
el vampiro muestra sus colmillos sanguinolentos enfrentando los mitos en que
nos apoyamos. Debilitando los Grandes
Relatos que falsamente nos protegen de los tabúes, de la peste, de la
enfermedad y de la muerte. El vampiro es el ser que expande aquello que está
prohibido. El que nos seduce con el sexo, la homosexualidad y el incesto, la
inmortalidad, la violencia, el sadismo extremo y la relatividad de las creencias.
En suma, el vampiro es una terrible molestia que hay que
erradicar con una estaca, a sabiendas de su inminente e inevitable regreso.
Porque si de algo estamos seguros es de que siempre
regresan.
Desde fines del siglo XVII y principios del XVIII, reinos
y principados de Europa oriental se vieron sofocados por una ola de terror que
tuvo como principales protagonistas a variados vampiros.[7]
Muertos-vivos que salían de sus
sepulturas esparciendo la muerte y el contagio entre sus familiares y amigos
cercanos. Al menos eso fue lo que la gente creyó.
Pero los atemorizados aldeanos corrían con desventajas.
El vampiro tenía poderes que fácilmente le permitían burlar los intentos de
aquellos que querían destruirlo. Podía convertirse en animales (lobo,
murciélago, mariposa, mosca), en niebla, en motas de polvo, en misteriosos
cuerpos astrales, inmateriales, para colarse donde desearan y difundir así su
diabólica pestilencia. Constituían una amenaza difícil de combatir y, como era
de esperar, las noticias procedentes del lejano
y extraño oriente europeo no tardaron en llegar a Europa occidental. Los
medios de comunicación de la época se encargaron de difundirlas, generando
asombro, curiosidad, inquietud, algo de temor y, por supuesto, muchas dudas.
Lejos de los escenarios del drama, y en un contexto
cultural que luchaba por extirpar antiguas creencias y prácticas precristianas,
algunos intelectuales occidentales (laicos y
religiosos) se burlaron de los hechos
(dichos) e intentaron refutarlos.
Otros los analizaron como verdaderos datos etnográficos de sumo interés, pretendiendo
frenar la locura y evitar que se repitiera la psicosis asociada con las brujas,
que había estallado durante gran parte del siglo XVII. Por último, no faltaron
los que creyeron en todo, desoyendo la sonrisa irónica que el racionalismo
empezaba a esbozar, dejándose arrastrar por los residuos de viejas creencias
que mantenían vigente una concepción de la muerte progresiva, arcaica y
llena de aspectos sobrenaturales. Por ejemplo la de creer que el muerto
mantiene, tras el deceso, vínculos con las cosas, lugares y personas que lo
acompañaron en vida, durante un cierto tiempo.
Al respecto, el célebre historiador Jean Delumeau
escribe:
“Una realidad ampliamente difundida era la creencia en
una nueva vida terrena de los muertos (…). A principios del siglo XVIII, el
acérrimo jansenista Mons. Soanen, de visita por su pequeña diócesis de Senez,
descubre con inquietud que en la montaña todavía se practicaban oblaciones de
pan y de leche sobre las tumbas a lo largo del año que sigue a la muerte de un
pariente. (…) De viaje por Finisterre, Cambry anotará: ‘Todos los muertos /
según creen aquí / abren los párpados a medianoche (…).’ Y en Bretaña: ‘no han
terminado de clavarse el ataúd cuando al minuto siguiente se encuentra el
cadáver arrimado a la tranca de su establo’. Escribía A. Lebraz: ‘el difunto
conserva su forma material, su exterior físico, todos sus rasgos. Conserva
también su ropa habitual.’(…) En Bretaña se pensaba que los difuntos
constituyen una verdadera sociedad (…). Sus miembros habitan los cementerios,
pero (…) vuelven a visitar los lugares en que vivieron (…). Todos estos hechos (…) implican la durable
supervivencia en nuestra civilización occidental de una concepción de la muerte
(o más bien de los muertos) propias de las sociedades arcaicas. En estas
sociedades los difuntos son vivos de un género muy particular con los que hay
que contar y apañárselas y, de ser posible, tener relaciones de buena
vecindad.”[9]
Si la Iglesia Católica Apostólica Romana, que
rechazaba todas estas creencias, tenía que seguir lidiando con ellas después de
más de mil años de evangelización, no debería resultarnos extraño que en Europa
del Este, bajo el imperio espiritual de la Iglesia
Ortodoxa Oriental, esas mismas creencias estuvieron no sólo difundidas,
sino aceptadas por sacerdotes y laicos.
Exorcismos, procesiones, rezos colectivos. Todo era
usado para evadirse del vampiro y de la peste a él asociada. En esos casos todo
valía y ritos antiguos entraban a jugar un rol importantísimo a la hora de
recuperar el sentimiento de seguridad buscado.
Otra vez es Jean Delumeau quien nos informa:
“En los siglos
XVII y XVIII, en muchas ciudades y aldeas de la baja Lusacia, de Silecia, de
Servia, de Transilvania, de Moldavia, de Rumania, se defendían contra la
epidemia haciendo que jóvenes muchachas desnudas (algunas veces también
muchachos desnudos) cavasen un surco alrededor de la localidad, o bailaran
recorriendo ese círculo mágico que alejaba la ofensiva de la desgracia”.[10]
Cualquiera que haya leído la novela Drácula (1897), de Bram Stoker, recordará comportamientos como los
descriptos por el historiador francés en la cita precedente.
Pero mucho antes que la literatura gótica del siglo XIX
despertara interés por el tema, un puñado de reyes y estadistas occidentales
sintieron profunda curiosidad por las noticias que llegaban de oriente (exótico, siempre), y no dudaron en enviar a sus emisarios para
averiguar de qué se trataba el asunto y qué explicación racional tenían esos
macabros informes. El Estado no podía estar ausente. Mucho menos si hablamos de
Estados dirigidos por cultos déspotas ilustrados.
Dom Agustín Calmet fue el sobrenombre religioso que usó el sacerdote benedictino
Antoine Calmet (1672-1757), distinguido profesor, teólogo, escritor y erudito
francés que alcanzó fama y reconocimiento académico a través de sus más de
quince libros publicados; pero que pasó a la posteridad sólo por uno: Disertations sur le apparitions des anges,
des démons et des esprit, et sur les revenants et vampires de Hongrie, de
Boheme, de Moravie et de Silésie (1746), obra que constituye una de las
principales referencias del siglo XVIII a la hora de reconstruir la historia de
(la creencia en) los vampiros.
Reeditado en tres oportunidades (1749, 1750 y 1751), el
volumen II de la Disertations, (Tratado sobre los Vampiros[11]),
revisado y ampliado en cada una de las ediciones, no le trajo al benedictino las
satisfacciones que seguramente esperaba. Lejos de ser reconocido como un trabajo serio, el texto acarreó las más
duras críticas de parte de colegas e intelectuales. En pocas palabras: fue demolido y Calmet
perdió buena parte del prestigio y fama que había acumulado a lo largo de toda
su vida. Tildado de crédulo y acusado de difundir supersticiones, de muy poco
le valió aclarar, una y mil veces, que no creía en la existencia de los
vampiros y que sólo había pretendido darle a la cuestión una explicación lógica
y racional.
Fue un típico producto de su tiempo. Una mente en lucha.
Un erudito que buscó ser racional al ciento por ciento, pero que arrastró
esquemas escoláticos fundados en revelaciones y dogmas de la iglesia. No pudo
despegarse de ellos por completo y, aunque al final de cuenta, el platillo se
inclinó hacia las explicaciones racionales, no consiguió escapar de la fuerte
impronta de su formación religiosa, ni de los tiempos de transición que se
vivían.
“Todo es ilusión y
efectos de la imaginación”, concluye Calmet. Detrás de las historias que
circulaban sobre vampiros “no hay más que
superstición e ignorancia”, unas veces; y errores en otras (especialmente
cuando se enterraban a personas que no habían muerto, aunque habían sido
consideradas como tales).
Pero a Calmet le costaba mucho rechazar de plano la
posibilidad de que los muertos se levantaran de las tumbas y caminaran entre
los vivos. De hecho la resurrección era dogma de fe. El propio Jesús lo había
hecho. Además estaba la promesa del retorno futuro de los cuerpos en el Día del
Juicio Final, y esto le complicó un poco sus conclusiones. No pudo ser tajante
en sus juicios. Por eso dejó una pequeña hendija abierta cuando escribió que “de ser ciertos esos revenants (revenidos,
resucitados, muertos-vivos, vampiros ) serían el producto de un orden divino y
no del diablo”.
El buen cura no pudo dejar a Dios de lado.
Quien sí pudo hacerlo en su Diccionario Filosófico de 1764 fue Francois Marie Arouet
(1696-1778), más conocido como Voltaire.
En el apartado “vampiros”,
el célebre filósofo racionalista francés se pregunta cómo es posible que existan esos monstruos en pleno siglo XVIII,
después de Locke y del imperio de la razón; a la vez que cuestiona a la
Soborna la aprobación de la publicación del libro de Calmet. ¿Cómo era factible
que semejante despropósito pudiera darse en su época? Una universidad de
prestigio ¿podía avalar semejantes historias delirantes?
Voltaire no se calla y acude a la mejor y más afilada de
sus armas: la ironía.
Continúa:
“¿Quién es capaz
de creer que la moda de los vampiros la adquirimos de Grecia? No de la Grecia
de Alejandro, de Aristóteles, de Platón, de Epicuro, de Demóstenes, sino de la
Greca cristiana y por desventura cismática (ortodoxa)”.[13]
Y concluye:
“Nada se comunica
tan rápidamente como la superstición, el fanatismo, el sortilegio y los cuentos
de aparecidos. Pronto hubo vampiros (brucolacas) en Valaquia, en Moldavia y en
Polonia, aunque esta nación pertenece al rito romano (…). Continuamente
estuvieron ocupándose de los vampiros desde 1730 hasta 1735; los espiaron, les
arrancaron el corazón y los quemaron; pero semejantes a los antiguos mártires,
cuanto más quemaban más aparecían”.[14]
Como puede verse, para Voltaire la ignorancia y la
superchería cristiana eran las responsables del miedo y de la psicosis que
estalló en Europa oriental con relación a los “chupones”, como los llama con crudo sarcasmo.
El vampiro era una claro exponente del irracionalismo: un bárbaro imaginario.
Pero la obra de Calmet no sólo le interesó a Voltaire.
Un famosísimo sacerdote ilustrado le dedicó también algunas importantes páginas.
Benito Jerónimo Feijoo (1676-1764), fue doctor en
teología, cura benedictino, docente y prolífico escritor de origen español.
Para él, el fenómeno de los vampiros estudiado por Calmet, tenía una única y
sola causa: la imaginación debocada.
Considerada la principal enemiga de la razón y la buena lógica. Feijoo fue un
reconocido ensayista. Sus libros resultaron traducidos en varios idiomas y
reeditados multitud de veces a lo largo del siglo XVIII y también del XIX.
Aunque sacerdote y hombre de fe, siempre se cuidó mucho de equilibrar la razón
con el dogma de la iglesia; motivo por el cual, la Inquisición, que siempre lo
vigiló, nunca pudo actuar contra su persona ni contra su obra, de neto corte
enciclopedista.
Feijoo fue en esencia un ecléctico que, sin desechar el
dogma en el que se había formado (ídem Calmet), criticó el exceso de credulidad
(superstición), especialmente en lo referido a los milagros, las apariciones y
las procesiones excesivas. Cómo el mismo lo dijera, le temía tanto a la impiedad como a la credulidad.[15]
Como buen hombre culto de su época, despreció lo popular
y sus creencias. Para él el vulgo era ignorante, crédulo y fuente de gran parte
de los errores que circulaban por el mundo. Y desde esta perspectiva fue que
abordó el Tratado sobre los Vampiros
(1746) de Calmet, en su Carta XX del
libro Cartas Eruditas y Curiosas de
1753.[16]
Feijoo discute, refuta y critica al benedictino francés;
y por sobre todas las cosas destaca sus contradicciones.
Es la táctica ofensiva que mejor despliega a lo largo de la Carta XX, buscando verificar la
principal hipótesis de su trabajo: atribuirle a la imaginación la responsabilidad última de todas las historias de
vampiros que circularon.
Hoy elogiada, admirada, estimulada como un bien
positivo, la imaginación en el siglo
XVIII, y especialmente dentro del ámbito académico-ilustrado, carecía por
completo de esas consideraciones. Por el contrario, era la peor enemiga de la
razón y la culpable innegable de la psicosis colectiva desatada en torno a los
vampiros. Feijoo no ahorra adjetivos a la hora de combatirla. “Contagiosa y degenerada”. Así la
califica. Sin pelos en la lengua. Sin eufemismos. Poco diplomático, el cura
español sostiene que la imaginación
era la gran “generadora de mentiras”
y elemento característico de las sociedades (naciones) más bárbaras y primitivas; que, como sus contemporáneos
occidentales, ubicaba en la vieja Europa del Este.
“Todo es patraña,
ilusión y quimera”, escribe Feijoo.[17]
Y en gran parte coincide en eso con Calmet. Pero aún así, le reprocha al autor
del Tratado sobre Vampiros el enorme
número de casos con que ilustra su investigación, puesto que tal cúmulo de
historias, testimonios y sucesos extraños terminan incurriendo en un resultado
no deseado: dejar pendiente la posibilidad de que todo ello sea cierto y que
los vampiros, en ciertas circunstancias, realmente se levantaran de sus tumbas.
En pocas palabras, el exceso de casos consignados parecerían devorarse la
crítica que el propio Calmet hace de ellos.[18]
“Se leen, en fin –escribe
Feijoo-, resurrecciones, que ni fueron
ejecutadas por milagros, ni simuladas por el demonio, sino fingidas por los
hombres (…) porque se ha mentido mucho (…). De modo que según las relaciones
hay más resucitados de sesenta o setenta años a esta parte, que hubo en todos
los de la cristiandad, desde que Cristo vino al mundo”.[19]
Por este motivo, el español contextúa la creencia en
vampiros dentro de sociedades en las que lo
maravilloso sigue siendo parte de la realidad cotidiana, sin alterar el
sentido de lo normal; logrando así afianzar la idea de estar frente a pueblos
ignorantes.
“(…) Los
habladores de aquellas provincias refieren sus resurrecciones como muy
verdaderas y reales, no las tienen por milagros; (…) sino efecto de causas
naturales”.[20]
“Entre éstos
parece que algunos no tienen a los vampiros por enteramente difuntos, sino por
muertos a media. Ellos se explican tal mal, y con tanta inconsecuencia en sus
explicaciones, que no se puede hacer pie en ellas”.[21]
En medio de semejante contexto cultural, signado por el oscurantismo,
no es extraño que Feijoo se interese por la rápida difusión del miedo.
Escribe:
“Un vampiro sólo
basta para poner en consternación una ciudad entera con el territorio vecino”.[22]
A pesar de que:
“Al pasar los ojos
por todo lo que llevo escrito de los vampiros, imaginará usted estar leyendo un
sueño (…), o que los que de aquellos países ministran estas noticias, serían
hombres ebrios, que tenían trastornado el seso con los vinos de Hungría y de
Grecia”.[23]
“No se puede citar
ningún testigo juicioso, serio y no preocupado, que testifique haber visto,
tocado, interrogado, examinado de sangre fría esto revinientes (vampiros) y
pueda asegurar la realidad de su regreso y de los efectos que se le atribuyen”.[24]
Para Feijoo:
“En todo esto no
sólo interviene el engaño pasivo, más también el activo. No hay sólo engañados,
más también engañadores. (…) Convengo
en que hay en aquellas regiones (…) muchos mentecatos, embusteros que sin creer
que hay vampiros, cuentan mil cosas de vampiros, diciendo que los oyeron o
vieron, y arman sucesos fabulosos, revestidos de todas las circunstancias que a
ellos se les antoja.”[25]
Y concluye, con cierta ironía:
“Un iluso hace
cuatro ilusos; cuatro veinte; veinte cientos y así, empezando el error por un
individuo, en muy corto tiempo ocupa todo un territorio. El terror (…)
desquicia el cerebro de ánimos muy apocados”.[26]
Es lógico que una lectura racionalista como la de Feijoo
y sus colegas encuentre su contraparte entre los miembros de las sociedades que
tanto subestiman y critican; quienes, frente a un mismo fenómeno, rumor o
suceso, interpretan (leen) cosas diferentes.
La Ilustración desatiende la diversidad de aproximaciones y, carente de la tolerancia de un
antropólogo o historiador actual, se vuelve intransigente a la hora de aceptar
otras mentalidades. Y hay casos concretos y perfectamente registrados en los
que se observa este choque de cosmovisiones.
Sólo a modo de ejemplo, y porque tanto Calmet como
Feijoo lo tuvieron en cuenta, haremos referencia a un caso ocurrido en la isla
de Míconos (Grecia), el cual podría perfectamente aplicarse a muchísimos casos
de vampiros registrados en el Este europeo.
Se ha dicho que una de las características fuertes del ser
occidental fue (y sigue siendo) su curiosidad.[27]
Una vocación por saber, conocer y descubrir al “Otro” con el fin de sacar provecho, exaltar la identidad propia por
contraste y, en consecuencia, alimentar el sentimiento de superioridad que
desde el siglo XVIII dejó de apoyarse en las creencias religiosas “auténticas” y se asentó en una misión civilizadora justificada por el
Progreso, el pensamiento racional y la preponderancia tecnológica-académica que
Occidente tenía.
Joseph Pitton de Tournefort (1656-1708) fue, sin duda,
un hombre curioso. Nacido en Francia, este destacado botánico galo realizó, entre
1700 y 1702, un viaje de exploración científica que, de Marbella a Turquía,
pasando por la península helénica, Constantinopla, el Mar Negro, Armenia y
Georgia, recopiló especímenes botánicos y aumentó el número de especies
catalogadas hasta ese momento. De todo ese periplo quedó como resultado su Relación de un Viaje a Levante,
publicada póstumamente en 1717. Es de esta obra de donde Calmet y Feijoo
extrajeron un muy interesante pasaje en el que Tournefort, como testigo
presencial (junto al colega alemán Andreas Gundesheimer), relata su
participación activa en la eliminación de un vampiro.
El extraño acontecimiento ocurrió en la isla de Míconos
(Grecia) hacia el mes de diciembre de 1700. En esa oportunidad, Tournefort y
sus compañeros de viaje, tuvieron noticias por los isleños que un vampiro
acosaba a los aldeanos, levantándose de la tumba, paseándose por la villa,
entrando en las casas, rompiendo muebles y difundiendo un pánico generalizado.
Al principio los expedicionarios lo tomaron a risa, pero
cuando los sacerdotes de Míconos y las autoridades decidieron en asamblea poner
en práctica ciertos rituales para frenar al supuesto monstruo, las sonrisas se
borraron y de la curiosidad se pasó al espanto.
El ritual consistió, primero, en esperar nueve días después
del entierro del muerto al que consideraban un Vroucolacas (vampiro); al décimo se celebró una misa, se exhumó el
cuerpo, se lo llevó a la iglesia y allí el carnicero local le extrajo el
corazón, con muy poca precisión por cierto, ya que empezó la búsqueda del órgano por el vientre y no por el pecho,
confirma el autor.
“El cuerpo olía
tan mal que hubo de quemar incienso; pero el humo, mezclado con las
exhalaciones de la carroña no hizo otra cosa que aumentar la hediondez, y
comenzó a calentar la cabeza de aquellas pobres gentes: impresionadas por el
espectáculo su imaginación se empezó a llenar de visiones. Empezó a decirse que
un humo espeso salía del cuerpo. Nosotros aseguraríamos, que era el humo de
incienso”.[28]
Pero la histeria se extendería más allá de la pequeña
iglesia en donde estaban.
“(…) En la plaza
que había delante se gritaba ¡Vroucolacas!: es el nombre que le dan a estos
pretendidos retornados. El rumor se extendió por las calles como un bramido y
aquella palabra parecía haber sido creada para hacer estremecer la bóveda de la
capilla”.
Inmediatamente después, Tournefort describe cómo esa “pobre gente” interpretaba lo que veía a
partir de su propia experiencia cultural.
“Muchos asistentes
aseguraban que la sangre corría roja, el carnicero juraba que aún estaba
caliente, por todo lo cual deducían que el muerto no estaba muerto, o mejor
dicho, que había sido reanimado por el diablo. (…) En ese momento entró un
grupo de gente que (…) afirmaba (…) que el cuerpo no estaba rígido cuando lo llevaron
del campo a la iglesia (…) y que en consecuencia era un Vroucolacas. No me cabe
duda de que hubieran alegado que no apestaba si no hubiéramos estado presentes
(…). Nosotros que estábamos al lado del cadáver para observar con mayor
exactitud, estuvimos a punto de desmayar ante la terrible hediondez que
despedía”.
Y agrega el explorador:
“Cuando se nos
preguntó acerca de lo que pensábamos de este muerto, respondimos que le
creíamos bien muerto (…); les dijimos que no era sorprendente que el carnicero
hubiera sentido cierto calor escarbando entre entrañas que estaba pudriéndose;
que no era extraordinario que hubieran surgido algunos vapores ya que era como
remover un vertedero; que la pretendida sangre roja que aún permanecía en las
manos del carnicero no era más que una especie de cieno hediondo”.
Tras la morbosa extirpación, cuenta el testigo francés,
llevaron el corazón hasta una playa, donde lo quemaron y tiraron sus cenizas al
mar. Pero el vampiro no cesó con sus tropelías. De hecho, parecía que se había
despertado con más fuerza que antes, produciendo un terror aún mayor en la
población.
“Yo no veía nada
más lamentable que el estado en el que se encontraba la isla; las gentes más
razonables parecían tan afligidas como las demás; aquello se convirtió en una
verdadera enfermedad de cerebro, tan peligrosa como la manía o la rabia. Uno
podía ver como familias enteras abandonaban sus casas, llevándose sus bártulos
a la plaza para pasar la noche allí. Cada cual se quejaba de haber sufrido una
nueva vejación. Con la entrada de la noche no se oían más que lamentos. Los más
sensatos se retiraron al campo”.
La fuerza de las creencias tradicionales en Míconos era
enorme y poderosa. Las certezas del pasado moldearon el modo de interpretar lo
que sucedía. Y en donde Tournefort veía un cuerpo pudriéndose naturalmente, los
“Otros” distinguían los rasgos
propios de un vampiro.
“Por precaución –escribe
el botánico- decidimos no decir nada. No
sólo se nos habría tratado de ridículos, también de infieles. ¡Cómo oponerse a
todo un pueblo! Aquellos que sospechaban que dudábamos de la veracidad de los
hechos venían a nosotros para reprocharnos nuestra incredulidad y pretendían
probar que existían los Vroucolacas citando la autoridad de la obra del Padre
Richard, misionero jesuita”.
Así pues, las procesiones, los rezos, incluso las huidas
de la isla en busca de seguridad, continuaron hasta que en cierto momento a
alguien se le ocurrió que había que quemar el cuerpo entero. Cosa que ocurrió
(contrariando las disposiciones religiosas) el 1 de enero de 1701 en la
diminuta isla de Saint George, frente Míconos.
“Después de todo
esto – concluye Tournefort- no hará
falta manifestar que los griegos de la actualidad no son los grandes griegos de
antaño, y que no hay entre ellos más que ignorancia y superstición”.
No hay duda de que estamos ante miradas muy distintas.
Interpretaciones contrapuestas.
Dos mundos diferentes, frente a frente, ante un cadáver
considerado vampiro. Ciencia versus
tradición. Tal vez en esta pulseada, y en la larga persistencia de la tradición,
esté la fuerza que todavía tienen los resucitados.
Porque a pesar del tiempo transcurrido, en numerosos pueblos y aldeas de Europa
Oriental e islas del Egeo, se siguen practicando subrepticiamente rituales
semejantes a los que Tournefort describiera en 1701.[29]
Con el mismo fanatismo, credulidad y temor que antes.
Es bien conocida la enorme fuerza que tienen los rumores
y la inclinación que existe en creer en cuestiones sobrenaturales.[30]
Por eso, cuando ambos fenómenos se dan juntos, no es extraño que del estatuto
del “se dice” se pase, sin demasiado
problema, al de la confirmación acrítica de los fenómenos en cuestión.[31]
Como si fuera una enorme bola de nieve, que va creciendo
a medida que rueda, el rumor (en ciertas condiciones, especialmente de crisis,
inseguridad y de miedo) arrasa con todo. Incluso con los juicios más
equilibrados y fríos. Tournefort fue testigo de ello. Pero hay otros casos
históricos que tuvieron gran difusión en la Europa del XVIII y que contribuyeron
a crear la leyenda del vampiro que llega a nuestros días.
El año 1725 es clave en la historia documentada de la
creencia en vampiros.
En esa fecha, dos casos oficialmente consignados en
archivos, terminaron impactando en la opinión pública dando origen a un debate
en el que neófitos y académicos se trenzaron hasta el día de hoy.
Desde entonces, y por influencia de los medios de
información (¿o desinformación?), las
creencias, rituales y tradiciones del Este fueron puestas en consideración del
gran público y así, dos realidades cosmovisionales diferentes (la oriental y la
occidental) entraron en contacto difundiendo una temática que, al menos en
Europa del Oeste, había sido exclusiva de un reducido número de escritores,
viajeros y diplomáticos.
Fue por intermedio de los periódicos que se conocieron
términos exóticos e historias inverosímiles que sacudieron la imaginación y el
miedo en igual medida. La sombra de los “revenidos”
(revenans) se espesó. Sus contornos
se delinearon y una palabra nueva, “Vampiro”,
terminó imponiéndose en casi todas las lenguas europeas. Término que alcanzó su
momento de mayor éxito con la novela que Bram Stoker publicara a fines del
siglo XIX (1897).
Pero mucho antes de que Drácula se levantara de su
tumba, hubo otros chupa-sangres, no
tan famosos, que hicieron lo mismo.
Kisilova, Serbia,
1725.
Un oficial imperial austrohúngaro de apellido Frombald,
destacado en territorio de la actual Hungría, escribe, con fecha 31 de julio,
un informe a sus superiores en Viena en el que da cuenta de su participación
directa en la ejecución postmortem de un “Vampiry”;
aludiendo una situación muy similar a que Tournefort describe en su libro.
Este documento, descubierto en 1993 en un archivo de la
ciudad de Viena, es el primero en hacer alusión a los monstruos que nos convocan utilizando concretamente la
palabra “vampiro”. Al poco tiempo de
su redacción, un prestigioso periódico, Das
Wienerisches Diarium, lo transcribe
casi en su totalidad, iniciando así la fiebre vampírica condenada a mantenerse
en los siglos precedentes.
Por otro lado, en ese mismo año, otro libro de enorme
difusión, De Masticatione Mortuorun in
Tumulus (1725), escrito por Michaël Ranft (quien atribuye todo a una
enfermedad y sus efectos contagiosos), popularizó aún más el caso de Kisilova; el cual terminó
convirtiéndose en un verdadero clásico del tema.[33]
Medvedja, Serbia, 1725.
Muy pocos kilómetros al norte de la aldea de Kisilova se
levantaba otra pequeña población llamada Medvedja (“Lugar de los Osos”) que fuera el escenario del segundo caso que
vamos a referir; y que tiene por protagonista a un personaje conocido bajo el nombre
de Arnold Paole, considerado vampiro
por sus vecinos, tras la muerte. Este caso es uno de los más famosos dentro de
la historia de la creencia en vampiros y existe una profusa documentación,
directa e indirecta, que hace referencia al mismo.
Entre los años 1718 y 1739, Serbia dependía, desde un
punto de vista administrativo, del Imperio Austrohúngaro. Previamente había
sido un territorio que había estado bajo la influencia de los turcos otomanos. En
el primer año referido, el gobierno de Viena hizo todo lo posible por poblar la
región con colonos, muchos de ellos provenientes de la zona turca y que pasaron
a formar parte de milicias encargadas de custodiar la frontera. A estos colonos
se los llamó hayduk, y Arnold Paole fue uno de ellos.
Paole, antes de morir, había comentado a sus familiares
y allegados, que había sido atacado en la localidad de Cosowa (Kosovo) por un
vampiro; y que para evitar convertirse en uno de ellos tras la muerte, había
practicado un ritual, aparentemente extendido en la región, que consistía en
comer tierra de la tumba del monstruo y después, tras hacerse de la sangre de su
agresor, frotársela por todo el cuerpo.
Todo parece indicar que el procedimiento no funcionó, porque,
años después, tras su muerte en 1725 (acaecida en un accidente, al caer de un
carro con heno), mucha gente, 20 días después de haber sido enterrado, comentaron
que Paole los visitaba en sus casas con frecuencia. Mucho afirmaron que habían
sido atacados por este murto-vivo; y a raíz del pánico que se desató en la
región, el jefe militar ordenó desenterrar el cuerpo para confirmar si el
susodicho hayduk era o no un chupasangre.
Tras sacarlo de ataúd, encontraron que el cadáver estaba
intacto, incorrupto. Que la piel y las uñas le habían crecido y que la sangre era
roja y fresca, hallando rastros del vital elemento en boca, oídos y nariz, claro indicio de que Paole era un vampiro. Razón
por la cual se procedió a clavarle una estaca en el corazón y, posteriormente,
su cuerpo quemado.
Unos años después, hacia 1731, la gente de Medvedja
empezó a morir sin causa aparente alguna. Trece personas en menos de una
semana. Todo indicaba que se estaba desatando una segunda epidemia vampírica.
En esa ocasión, los habitantes de la aldea solicitaron al teniente coronel a
cargo del pueblo que tome cartas en el asunto y éste, temiendo que se estuviera
por desatar la peste, convocó en diciembre de ese año, a un médico de apellido
Glaser, quien tras realizar un estudio de la villa concluyó de que no había
indicios de epidemia alguna. Pero entre la gente ya se había instalado la idea
de que varios vampiros merodeaban la aldea. Una vez más, la psicosis colectiva
se convirtió en pánico y los vecinos amenazaron con retirarse de la ciudad
si el gobierno local no solucionaba el
tema. Ante el ultimátum, el médico accedió a desenterrar los cuerpos de
aquellas personas que habían sido atacadas por Paole años atrás (una diez en
total). De esa operación salió un informe que Glaser envió a sus superiores,
quienes a su vez decidieron mandar una segunda comisión investigadora a cargo
de otro médico militar llamado Johann Flückinger que, a la postre, sería el
autor de uno de los documentos oficiales más interesantes y conocidos, titulado
Visum et Repertum (Visto y Descubierto), con fecha 7 de
enero 1732.[34]
El caso Paole tampoco quedó circunscripto a la aldea
Serbia: la noticia llegó a los periódicos,
en este caso de la mano del padre el doctor Glaser, quien resultó ser
corresponsal de un semanario muy conocido llamado Commertium Litterarium de la ciudad de Nuremberg. El artículo del galeno
devenido en reportero, relató las experiencias que había tenido su hijo y
utilizó la palabra vampiro. Término
que, junto con los artículos más arriba nombrados popularizaron aún más el
vocablo.
El caso Paole fue citado dos años después en la obra de
un tal Johann Christoph Harenberg (1733) y en otro artículo, escrito por Juan
Gómez Alonso, de abril del mismo año, en el que concluyen que todas estas
historias vampíricas no son más que productos de la fantasía desatada por la
ignorancia.
Claro que de muy poco valieron estas referencias
científicas. La creencia, instalada ya en Europa Occidental, saltó del debate
académico a la literatura; y de ésta a la cotidianeidad de los rumores
populares que, en muchas ocasiones, volvieron a estos casos sin considerar el
lado crítico-racional de los documentos que los nombraban.
Los “re-editaron”
en virtud de la necesidad misteriosa de creer.
Parte 3
COMARCAS
LEJANAS
“Debo
partir al país de los fantasmas y
de
los ladrones. Un lugar maravilloso y
un
poco sombrío, pero emocionante, donde
la
gente todavía cree en monstruos”.
Diálogo entre el
protagonista y su esposa en el
film Nosferatu, Fantasma de la Noche (1979)
de Werner Herzog.
“La
mente humana se resiste a la extrañeza que genera
el
desconocimiento (…). Para ello asimila los estereotipos
como
mecanismo de ayuda a superar la ansiedad de la ignorancia”.
Charnon-Deutsch
(2004)
Los muertos-vivos,
revenans o vampiros europeos, son
típicas bestias de frontera.
Transilvania (“La
Tierra detrás de los Bosques”), Valaquia, Moldavia y Silesia, Hungría,
Rumania, Serbia, y Bohemia (incluso Grecia y sus islas egeas) son todos nombres
que despiertan la fantasía y la imaginación. Toponimias que nos llevan a un
universo que se nos antoja exótico, misterioso y lejano. Tierras de montañas y
bosques espesísimos. Primitivos. Últimos fragmentos de una foresta medieval que
se ha venido talando sistemáticamente desde el siglo XI.[36]
Una tierra siempre lejana. Apartada del Progreso. Origen de invasiones,
epidemias y muerte. Comarca fría y de penumbras constantes; pero, al mismo
tiempo, nexo geográfico con la riqueza, los metales preciosos, las especias,
los objetos de lujos, la seda y las historias que seguimos contando en los
fogones nocturnos.
Tierra de gitanos, esoterismo y maldiciones. De
licántropos, brujas y vampiros; resabios todos de una Europa presentada como
arcaica y detenida en el tiempo.
Comarca de magia y sortilegios, amenazas, racismo y
horror.
En este escenario es de donde el Padre Agustín Calmet
sacó sus legiones de atemorizadores vampiros y de los cuales dieron cuenta
algunos periódicos del siglo XVIII desatando un interés no carente de morbo.
Mucho antes de que Winston Churchill impusiera su
metáfora “Cortina de Hierro”, Europa
oriental estuvo separada del resto del continente por otro telón. Uno menos
contaminante, biodegradable, hecho
por un bosque inmenso, húmedo, frondoso, lleno de bruma e invadido de silencio.
Un bosque primigenio que selló la suerte de esa región, contribuyendo a difundir
un cuadro estereotipado, cuyas principales características fueron el atraso, la
superstición y el anti-progreso. Por
otra parte, más allá de esa foresta, se abría un universo desconocido y temido.
Adverso a la cristiandad. Un mundo que, entendían, pretendía dominarlo todo,
destruyendo lo que se le pusiera en el camino. Ese era el Imperio Otomano. El
mundo del Islam. Un cosmos que, sólo muchísimo más tarde, adquiriría el aspecto
de un renovado monstruo: el del comunismo
soviético.
La literatura
primero, los medios de comunicación después (en especial los periódicos)
y por último el cine y la televisión, fueron los responsables del modo en que
hemos percibido a Europa oriental; y es sintomático observar cómo esa
representación bipolar, llena de prejuicios, creó, a partir de la distancia y
la fragmentación informativa, un estereotipo negativo de larga duración que estigmatizó y homogeneizó a esa otra mitad del
viejo mundo. El vampiro es uno de sus símbolos.[37]
Hemos conocido el Este más por descripciones literarias
que por observaciones científicas. Lo colonizamos con la imaginación.
Completamos el cuadro con nuestros propios miedos y prejuicios. Lo volvimos
cruel, primitivo y pintoresco; salvaje, bonito y poco cultivado. Lo convertimos
en una especie de “Mundo Perdido”,
como el de Arthur Conan Doyle, y pretendimos conquistarlo a través de los
textos de aventuras y de terror, en un intento por controlar el horror a ser
controlado, antes, por “El Otro”.
¿De qué otras comarcas podía provenir un vampiro? ¿De
qué otra región inculta, supersticiosa y cercana, podía ser puesto en peligro
el desarrollado mundo del Progreso del siglo XVIII?
Porque los vampiros encarnan eso: la amenaza al Progreso ilustrado.
Una sombra anticipada a todo lo que vendría mucho
después, en el “breve y cruel” siglo
XX.
FJSR
Buenos Aires, Argentina
Julio 2014
* Profesor en Historia por la Facultad de Humanidades de la UNMdP.
[1] Un claro ejemplo de esto lo constituyen los modernos cazadores de
monstruos y espectros que salen por televisión, empeñados en descubrir los
secretos del universo y de la muerte usando tecnología de punta. Además, llama
la atención el profundo interés de la gente por esos temas y el gran número de
programas televisivos que, ya sea desde la ficción más pura a los
pseudo-documentales científicos, apuntan a estas cuestiones (ejemplo de ello
son Monster Quest y Ghost Hunters,
por citar sólo dos de ellos).
[2] Extraído de un reportaje realizado al alcalde por un diario local.
Véase en Web: http://www.diariolasamericas.com/mundo/serbia-revive-leyenda-vampiro-sava-savanovic-dracula-serbio.html
[3] Véase: Cuellar Alejandro, Carlos, El Molino como espacio gótico del cine fantástico, disponible en
Web: https://repositorio.uam.es/bitstream/handle/10486/660445/HYB2_4.pdf?sequence=1
[4] Véase: Leptirica (1973). Disponible en Web: http://www.youtube.com/watch?v=nzHznku1OnA
[5] Véase: Soto Roland, Fernando J., El Bosque, la Imaginación y el miedo. Disponible en WEB: http://letras-uruguay.espaciolatino.com/aaa/soto_fernando/bosque.htm
[6] Denominaciones varias: varcolak
, moroi (Rumania), wurdalak, upier (Rusia), vrykolakas (Grecia), brucolaco en castellano, vurdalak
(ruso moderno), vrolok (eslovaco), strigoï o strigoiul (rumano moderno), vampir
(búlgaro), vukodlak (serbio), upiór (polaco), upir (ruso antiguo) , nosferatu
(del griego nosophoro (νοσοφορος), portador de enfermedad) vampyrus (latín) y Kyuuketsuki
(吸血鬼) o Kuei-jin en japonés.
[7] Estas “epidemias” siguieron causando estragos hasta bien entrado el
siglo XIX. Rosell Hope Robbins, en Enciclopedia
de la brujería y demonología (Ed. Debate, 1988), excelente libro de
consulta que sintetiza la problemática a partir de un corpus bibliográfico
enorme, afirma que “las epidemias fueron
especialmente virulentas en Ouíos en
1708, en Meduegya y Belgrado en 1725 y 1732, en Servia en 1825, en Hungría en
1832, y en Danzig en 1855” (pág. 585).
[8] La arqueología ha confirmado esto, excavando tumbas en las que el
cuerpo aparece atravesado por estacas y demás objetos mágicos. Véase el sitio
Web mejor documentado sobre el tema que tratamos: http://www.arries.es/la_cripta/varios/cadaveres_vampiros_8.html
[9] Delumeau, Jean, El Miedo en
Occidente, Editorial Taurus, Madrid, 1989, pp. 133 y 134.
[10] Ibídem, pág. 218.
[11]
Calmet, Don Agustín, Tratado sobre los
Vampiros, Editorial Reino de Cordelia, España, 2009.
[12] Voltaire, Diccionario Filosófico, www.librodot.com,
pág. 819.
[13] Ibídem, pág. 819.
[14] Ibídem, pág. 819.
[15] Véase: Gómez castellano, Irene, Benito
Jerónimo Feijoo y la controversia europea en torno a los vampiros.
Disponible en Web: http://www.academia.edu/3576277/_Benito_Jeronimo_Feijoo_y_la_controversia_europea_en_torno_a_los_vampiros_._Salina_21_2007_91-100
[16] Disponible en Web. http://www.filosofia.org/feijoo.htm
[17]
Feijoo, Benito Jerónimo, Carta XX,
Pág. 287. Texto completo disponible en Web. http://www.filosofia.org/bjf/bjfc420.htm
. Benito Jerónimo Feijoo (1676-1764), Cartas eruditas y curiosas
(1742-1760), tomo cuarto (1753). Texto tomado de la edición de Madrid 1774 (en
la Imprenta Real de la Gazeta, a costa de la Real Compañía de Impresores y
Libreros), tomo cuarto (nueva impresión), páginas 266-293
[18] Y
esto se aprecia en muchos textos esotéricos actuales, que desdeñan los
comentarios racionales del benedictino y se quedan únicamente con la historia
que relata, como si fuera ésta una verdad histórica probada por el solo hecho
de haber sido escrita hace unos trescientos años.
[19] Feijoo, op.cit. pág. 278.
[20] Ibídem, pág. 278.
[21] Ibídem, pág. 279.
[22] Ibídem, pág. 279.
[23] Ibídem, pág. 279.
[24] Ibídem, pág. 287.
[25] Ibídem, pág.289.
[26] Ibídem, pág. 294.
[27] Crespo MacLennan, Julio, Imperios.
Auge y declive de Europa, 1492-2012, Galaxia Gutemberg Círculo de Lectores,
España, 2012, pp. 11-12.
[28]
Todas las citas textuales de la obra de Tournefort son tomadas de la traducción
realizada por Javier Arries disponible en Web: http://www.arries.es/la_cripta/casos/mykonos.html
[29] Véase noticia periodística de Craiova, Rumania. Disponible en Web: http://escalofrios.org/caceria-de-un-vampiro-en-rumania/ y en http://www.taringa.net/posts/paranormal/9876843/El-Vampiro-Petre-Toma-en-Rumania-2003.html
[30] Sunstein, Cass R., Rumores. Cómo se difunden las falsedades, por qué nos las
creemos y qué se puede hacer contra ellas, Editorial Debate, Uruguay, 2009.
[31]
Hood, Bruce M., Sobrenatural. Por qué
creemos en lo imposible, Editorial Sefirá, Colombia, 2009.
[32]
Traducción del documento realizado por Javier Arries. Disponible en Web: http://www.arries.es/la_cripta/casos/pedro_plogojowitz.html
[34] Documento disponible en Web: http://es.scribd.com/doc/37195086/Visum-et-Repertum
[35] Esparza, Daniel, La creación
de un monstruo llamado Europa del Este. Disponible en Web: http://e-spacio.uned.es/fez/view.php?pid=bibliuned:ETFSerieVI-2009-2050
[36] Weisman, Alan, El Mundo sin
Nosotros, Editorial Debate, Argentina, 2007, pp.21-26.
[37] Por otra parte, es bueno aclarar que, a
pesar del tiempo transcurrido, los países del Este europeo arrastran todavía
una pesada herencia de desprestigio cuyo origen lo encontramos a fines de la
Edad Media, cuando el Gran Turco se
instaló en la frontera del catolicismo, y se perpetuó reverdecido durante toda
la Guerra Fría (1945-1991).