ENSAYO
APROXIMACIÓN AL
IMAGINARIO DEL EXPLORADOR EN TIEMPOS DEL IMPERIALISMO (1870-1914) A PARTIR DE
LA NOVELA “EL MUNDO PERDIDO”
DE SIR ARTHUR CONAN DOYLE.
Por
Fernando Jorge Soto Roland
Profesor en Historia
Literatura
e historia
La novela de aventuras, tan de moda a
lo largo del siglo XIX y principios del siglo XX, puede ser —y esto no es una
novedad— una excelente fuente para el análisis histórico de ciertos aspectos
que por su complejidad no son evidentes a simple vista; especialmente al
analizar temas de historia social, detalles de la vida cotidiana o tendencias
de las mentalidades colectivas[1].
Por eso, el historiador puede y debe servirse de la producción literaria como
guía insuperable (aunque no exclusiva) para explorar la más recóndita
intimidad de un momento histórico determinado.
Como bien se sabe, el
género de la narrativa es el que ofrece mayores aportes al respecto,
permitiendo obtener así una representación de la realidad, de los problemas, de
los sueños, miedos y miserias que expresan las circunstancias propias de una
época o de un grupo social determinado.
Alguien dijo alguna vez
que el autor de una novela —cuando expresa y refleja en su relato a la sociedad
que lo contiene— es un fiel testigo de su tiempo; y traslada al texto no sólo
los conflictos propios de sus días, sino también sus más personales prejuicios, anhelos e
ideología[2].
De ahí la necesidad del historiador de conocer bien la biografía del novelista,
el sector cultural en el que estuvo inmerso, sus modelos y símbolos, así como
las corrientes ideológicas en las que se encausó a lo largo de su vida. Todo
ello conformará su expresión artística y le dará un sentido propio,
intransferible y único.
En este ensayo no
pretenderé acercarme a la fuente literaria escogida (El Mundo Perdido de
Sir Arthur Conan Doyle) buscando valores estéticos o analizando su estilo como
artista, sino que indagaré en ella tratando de rescatar los testimonios que me
permitan realizar una investigación que atienda a poner en claro la cosmovisión
colectiva de la época, explicitando principalmente su imaginario. Por
eso, en un primer momento, es ineludible comprender la situación histórica en
la que la obra se gestó; delineando brevemente el contexto en el que se dio el
fenómeno del imperialismo y tratando de dejar en claro qué se entiende por imaginario
dentro del campo de la historia.
Una vez cumplimentados
los pasos antes señalados, entraremos de lleno en el análisis de lo que
significó (y significa) explorar, atendiendo especialmente la vertiente
imaginaria de dicha actividad y relacionándola con un sin número de factores
que, en un primer momento, parecerían estar desconectados del tema.
En realidad vamos a
iniciar un viaje por un mundo en el que se han perdido menos
cosas de la que uno desearía; ya que, como apreciaremos, muchos sentimientos,
obsesiones y actitudes que creíamos perimidas han resucitado (si es que
alguna vez murieron) con inusitada fuerza a fines del siglo XX y principios
del XXI.
Seguramente, la nuestra
será una tarea incompleta y perfectible.
El autor
Arthur Conan Doyle nació en Edimburgo,
Escocia, el 22 de mayo de 1859 (el mismo año en el que el mundo académico y
teológico inglés se veía conmocionado por la obra de Charles Darwin, El
Origen de las Especies) y murió el 7 de julio de 1930 en Sussex,
Inglaterra.
A pesar de las tres
décadas que vivió en el siglo XX, Conan Doyle encarnó cabalmente el espíritu victoriano
y los valores decimonónicos; siendo una personalidad íntimamente ligada a la
cultura y a la historia del siglo que lo vio nacer. Tal como lo define José A.
Mahieu:
“(...) era un caballero británico del
imperio, conservador con algún tinte de escepticismo, patriota y defensor del
sistema colonial, al que apoyará públicamente al defender la política exterior
de Inglaterra en algunos conflictos espinosos, como la guerra contra los
colonos bóers de Sudáfrica”[3].
Criado en el seno de
una familia culta, con inclinaciones hacia la literatura y las manifestaciones
artísticas en general, Conan Doyle cursó sus estudios secundarios en un colegio
de la Orden Jesuítica (estricto y exigente), fiel a la inclinación católica de
sus padres; que por aquel entonces constituían una verdadera excepción dentro
de un país mayoritariamente protestante. Pero esta formación religiosa, lejos
de acentuar su vocación de fe, terminó a la larga por distanciarlo del universo
ritual y dogmático de la iglesia, convirtiéndolo en un agnóstico racionalista,
algo escéptico, defensor de una actitud analítica y experimental respecto de la
realidad, con un apasionado interés por la investigación y los fenómenos de la
naturaleza. Muchos de esos rasgos serían inmortalizados en la nutrida galería
de personajes nacidos, posteriormente, de su inventiva
Al terminar su
educación básica, Conan Doyle ingresó en la Universidad de Edimburgo,
matriculándose como médico; a pesar de tener una profunda afición por escribir
novelas y relatos de misterio y aventuras. Tras una corta experiencia como
doctor de la marina mercante, instaló su consultorio en Southsea y practicó la
profesión de 1882 a
1890. Pero en 1887 una obra suya lo encausaría por el camino del éxito
económico, el prestigio y la fama. En aquel año, con su libro A Study in
Scarlet (Un Estudio en Escarlata), Conan Doyle le dio vida a la
dupla de detectives más famosos del mundo: el célebre investigador aficionado
Sherlock Holmes y su leal compañero el doctor Watson, que hicieron su aparición
pública en el Strand Magazine (Revista Strand) de Londres.
En un primer momento, Holmes
y su socio tuvieron una gélida recepción por parte de los lectores; pero
progresivamente, entre 1887 y 1890, fueron ganando más y más popularidad hasta
convertirse en un verdadero éxito de taquilla. Ya para 1891, y después de otros
títulos lanzados al mercado (tales como El Signo de los Cuatro, Las
Aventuras de Sherlock Holmes y El Sabueso de los Baskerville), Conan
Doyle pudo abandonar la medicina y dedicarse tiempo completo a la
literatura. Sólo en 1898 retomaría la profesión universitaria a fin de encauzar
su espíritu aventurero y nacionalista en el Sudán, cuando se alistó en el
ejército británico para enfrentar una rebelión dirigida por las tribus
derviches contra los intereses de su país.
Profundamente
convencido de la misión civilizatoria que Inglaterra tenía en el mundo,
Conan Doyle representa —junto con los escritores Rudyard Kipling y Joseph
Conrad — una de las mejores plumas de la literatura británica a la hora de
exaltar la gloria y superioridad de Inglaterra sobre el resto del planeta. En
muchísimos de sus libros (El Mundo Perdido incluido) se esfuerza por
marcar claras diferencia entre los “bárbaros” (extranjeros) y la
dignidad moral de los “blancos” provenientes de occidente ( los ingleses
mismos). Por eso, como hemos dicho, fue un hombre de su tiempo, convencido de
lo pueril que era enfrentarse al imperio y desechar el aporte de progreso y “verdadera
cultura” que Inglaterra derramaba sobre el orbe.
Pero ese mundo en el
que se había formado, muy pronto empezó a cambiar. El siglo XX trastocó todos
los parámetros de la centuria anterior y los antiguos modelos se descascararon,
denunciando la falsedad de la permanencia de cosas que se consideraban
inmutables y eternas (como el liberalismo, el monopolio del sistema
capitalista, la hegemonía de la burguesía y el poderío inglés a nivel
planetario).
Con la Primera Guerra
Mundial (1914-1918), la irrupción de las masas proletarias en la vida política
(Revolución Rusa de 1917) y la crisis de valores en el universo burgués, Conan
Doyle fue el sorprendido testigo de un derrumbe que sumió en profundas
alteraciones no sólo a la literatura (con el surgimiento de la nueva estética
del dadaísmo, el expresionismo y el surrealismo), sino al equilibrio del poder
internacional. Tras la Gran Guerra de 1914, Inglaterra dejaría de ser
una potencia hegemónica.
Por otro lado, la
pérdida de su hijo —muerto en el campo de batalla europeo— hizo que Conan Doyle
se encapsulara en sí mismo, abandonando su febril producción literaria y
escribiendo sólo esporádicamente. Aquel resultó ser un choque muy fuerte (el
peor de todos) y desde entonces nada resultó igual a lo que antes fuera. Su
personalidad cambió y el analítico padre de Sherlock Holmes (el más lógico
entre los investigadores lógicos de la literatura), se volcó hacia el
misticismo, la parapsicología y el espiritismo (temas de los que llegó a
escribir gruesos y reconocidos libros).
Sin embargo, el
escritor que reconocemos en sus novelas no es el crepuscular anciano pesimista
y derrotado de sus últimos días. Por el contrario, en ellas descubrimos el
optimismo, la ironía, el humor, la creatividad y la fuerza de un hombre
convencido en el progreso y en el futuro.
De su enorme producción
bibliográfica, que incluye los géneros de novela histórica, ensayo,
historia-política, cuentos de misterio y terror, he seleccionado la que fuera
modelo y matriz de la gran novela de aventuras: El Mundo Perdido.
La época, las exploraciones y la
expansión de Occidente
"Observar
una costa mientras se desliza ante el barco es como pensar en un enigma. Allí
está ante ti, sonriente, ceñuda, insinuante, grandiosa, mezquina, insípida o
salvaje, y siempre muda, con aire de estar susurrando: 'Ven y
descúbreme'." (Joseph Conrad, El Corazón de las Tinieblas, 1902).
Punto de arribo a viejas tradiciones y
formas definidas de ver y organizar el mundo, el siglo XIX las recogió,
reinterpretándolas; y a partir de entonces, nada fue idéntico a nada.
Hito singular en la
historia de la cultura occidental, esa centuria creó las bases de una sociedad
nueva en la que aspectos públicos y privados, nacionales e internacionales, se
encausaron por senderos absolutamente novedosos, desarrollando y potenciando a
la economía, la tecnología y la industria. En pocas décadas se creó una sociedad
urbana inimaginable cien años atrás, con nuevos problemas y clases
sociales, conflictos y reivindicaciones. Una nueva ética, poco
dependiente de Dios, fue inculcada y nuevos paradigmas científicos e
ideológicos se hicieron carne en la gente, prolongando sus influencias hasta
bien entrado el siglo XX. El ideal de Progreso, nacido en tiempos de la
Ilustración (siglo XVIII), tomó cuerpo y se hicieron realidad muchos proyectos
que antes eran sólo sueños. El optimismo se transformó en el telón de fondo de
toda la época, en especial para Inglaterra, potencia hegemónica y dueña de los
mares (y mercados) del mundo.
La industrialización,
la tecnificación de la producción y el implacable crecimiento del
mundo financiero, convirtieron a Gran Bretaña en una potencia mundial. El Imperio
inglés se dilató por todos los rincones del planeta y su influencia
cultural, económica y política se dejó sentir por mucho tiempo.
Un aspecto sumamente
relevante del período decimonónico fue el peso que alcanzó a tener la burguesía
como clase dominante. Como ya se ha dicho en otras partes, el siglo XIX fue
esencialmente burgués en su hábitos, ilusiones y sueños. La moral burguesa, que
exaltaba la virtud, la moderación y la contención (especialmente la corporal),
insertó el afán de lucro y el emprendimiento personal como valores altamente loables;
lo que no impidió que junto a ellos creciera una malsana hipocresía, disfrazada
por el culto a la apariencia. Así mismo, se impuso un férreo orden social,
jerarquizado y discriminativo, que regló los comportamientos, los gestos y gran
parte del imaginario de la época.
En poco tiempo, esa
sociedad burguesa consiguió impregnar con su cosmovisión a las clases sociales
que la combatieron duramente, imponiendo su cultura y aburguesando tanto
a los tradicionales grupos aristocráticos como a los nuevos sectores obreros.
Con el ascenso de los
burgueses al poder económico y al control de los medios de producción, se
favoreció a la expansión imperialista. Y las ideas de superioridad racial,
cultural y tecnológica terminaron por justificar —moral y filosóficamente— el
sometimiento de regiones inmensas del globo.
La historia de los
exploradores ha sido —y es— la historia de la búsqueda y del encuentro con lo
desconocido. Constituye un campo de estudio amplísimo, tanto por las distintas
temáticas que pueden asociarse al hecho mismo de explorar, como por lo
dilatado que es el tema desde el punto de vista cronológico. Podemos ubicar sus
más remotos inicios hace aproximadamente un millón y medio de años, cuando
nuestro antecesor, el Homo Erectus, abandonó África iniciando la lenta “colonización”
de Europa, del Cercano Oriente y Asia. Fue Erectus, de hecho, el primer
gran explorador y aunque nunca lleguemos a conocer cuales fueron sus
pensamientos y sensaciones al ingresar en territorios nunca antes recorridos
por un homínido, podemos detectar en él
el germen de una actitud que se prolongaría a lo largo de toda la historia evolutiva de
la humanidad: el deseo por conocer, explorar y controlar aquello que está más
allá del alcance de la mirada. Esa curiosidad fue la que nos hizo humanos.
Desde lejanos tiempos
prehistóricos hasta hoy, toda expansión
implicó reacomodamientos y ajustes. Se dice que aquel que sale de
viaje nunca regresa siendo el mismo; y es cierto. Ninguno de los
exploradores posteriores a Erectus mantuvieron del mundo la mirada
inicial que tenían antes de partir. Siempre algo se veía modificado, siempre
alguna perspectiva se alteraba y las viejas certezas debían ser acomodadas a
los nuevos conocimientos adquiridos. Por eso, hayan sido viajeros de la antigüedad
clásica (griegos o romanos), comerciantes medievales (de los siglos XI al
XIII), conquistadores españoles (siglo XV y XVI) o científicos victorianos del
siglo XIX, todo movimiento de expansión territorial implicó apertura y cambio.
Con cada avance, los
modelos para interpretar la realidad se alteraban. Viejas concepciones se
venían abajo o debían reformularse; y el tablero construido de la realidad
social, política, económica o psicológica, se veía sumido en un profundo
proceso de transformación a ambos lados de las fronteras traspuestas.
Las ambiciones mutaban. Lo
mejor y lo peor de cada individuo emergía; y tras proponer nuevos proyectos
(personales o nacionales), se ponían proa hacía las riquezas de las regiones “vírgenes”, que se abrían antes sus asombrados e
ilusionados ojos.
A lo largo de la historia
occidental —tras la caída del Imperio Romano en el siglo V d. C.—, la
cultura europea experimentó tres grandes
“empujones” fuera de sus fronteras. En cada uno de esos momentos se
elaboraron diversos tipos de justificaciones para legitimar la conquista y
explotación de regiones del mundo, nunca visitadas hasta entonces.
Podríamos señalar una fecha,
un lugar y un personaje para simbolizar el inicio de esta gran expansión. La
fecha: 27 de noviembre de 1095; el lugar: la ciudad de Clermont, en
Francia; el personaje: el Papa Urbano II.
Desde entonces, y
acreditando el accionar con el grito “¡Dios lo quiere!”, hombres nacidos
en la Europa medieval del siglo XI dieron los primeros pasos de un largo
proceso de desplazamiento de fronteras
que, desde el siglo XIX, ha recibido el nombre de imperialismo.
En ese primer “empujón”
—desarrollado hasta el siglo XIII—,
conocido cómo la “Revolución Comercial”, el fanatismo religioso de los cruzados
los llevó a controlar las costas de Palestina, que a la sazón estaban ocupadas por los musulmanes.
Recuperar el Santo Sepulcro y crear bases comerciales para el contacto
con el Cercano Oriente eran los objetivos más explícitos. Por otro lado, y tras
un secular aislamiento, los europeos se abrían a nuevas posibilidades agrícolas
con la roturación de tierras baldías en el oriente de su propio continente,
desarrollando técnicas de laboreo que revolucionaron la producción del campo.
Como consecuencia de todo ello empezaron a germinar algunos de los elementos
que más tarde asociaremos con la modernidad: el renacimiento de las ciudades;
la formación de la burguesía; el progresivo camino hacia el materialismo y la
gradual concentración del poder en los reyes.
El segundo momento expansivo
se practicó a partir los siglos XV y
XVI, y corresponde a la época de los Grandes Descubrimientos, inaugurada
por Cristóbal Colón. En aquella circunstancia, el destino fue el recientemente descubierto continente
americano y hacia él se dirigieron las naos de la conquista y la colonización
ibérica, impulsadas a buscar en tierras americanas aquellas riquezas, poder y
prestigio que ya no podían encontrar en España. Las leyendas generadas en
dichas circunstancias serán las bases
persistentes de muchos elementos del imaginario que se conservan hoy en día en
los antiguos escenarios de lucha entre
conquistadores y aborígenes.
Finalmente, la gran y última
expansión sobre el globo se registró desde mediados del siglo pasado hasta bien
entrado el siglo XX, en lo que se ha dado en llamar la “Era del Imperio”[4]
(aproximadamente 1870–1914). En esta oportunidad, países industrializados, o en
vías avanzadas de industrialización, ajustaron sus brújulas y pusieron
delantera hacia regiones que aún permanecían desconocidas por la cultura
europea. El horizonte teórico se abrió en abanico y las nuevas perspectivas
políticas y económicas generaron tal entusiasmo, que naciones históricamente
poco imperialistas se sumaron al proyecto de la ocupación y explotación, con energías nunca vistas
hasta entonces. Se establecieron relaciones con pueblos que se habían mantenido
aislados histórica y geográficamente, y nacieron así nuevas fronteras
coloniales en donde la presencia conjunta de individuos y culturas diferentes
produjeron las denominadas “Zonas de Contacto”[5],
en las que no tardaron en advertirse conflictos, coerción e injusticias.
Pero este expansionismo
decimonónico, enmarcado en un contexto de grandes avances tecnológicos y
científicos —inaugurando una renovada etapa capitalista y consolidando a la
cultura burguesa europea— no se contentó con el relevamiento y control de las
costas. La época de las grandes expediciones marítimas, que iniciaran los
viajes científicos del siglo XVIII con personajes tales como Charles de La Condamine
(1735), o el célebre Capitán James Cook (1768), había terminado; y en oposición
a ella, comenzó una nueva era de exploraciones que perseguían alcanzar el
interior de los continentes; en su mayor parte, inexplorados y envueltos en
fascinantes misterios.
Así pues, las inmensas
cuencas del Amazonas y del Orinoco; los desiertos y selvas de Asia, Oceanía y
Australia o la hipnótica atracción que despertó África (el “Continente Negro”)
no sólo fomentaron la creación de Sociedades Geográficas —privadas y nacionales—
encargadas de conocer, catalogar y controlar esos “otros mundos”, sino que
ayudaron a que surgiera un nuevo protagonista: el explorador científico independiente.
Con él se generó también una
nueva literatura de viajes, un nuevo conocimiento (y autoconocimiento), nuevos
códigos, ambiciones y, fundamentalmente, un nuevo imaginario que supo resucitar antiguos mitos, reacondicionarlos y
generar otros nuevos.
Sobre este último
aspecto nos referiremos en el apartado siguiente.
El imaginario:
un concepto clave
El imaginario se ha convertido, en las últimas décadas, en el campo de
estudio predilecto de los historiadores.
Y es entendible que así suceda ya que, a través de él, es posible ordenar y
analizar el difícil terreno de la psicología profunda de una sociedad. Como ha
escrito Jacques Le Goff, “una historia sin el imaginario es una
historia mutilada, descarnada [...]; el
imaginario es, pues, vivo, mudable”[6],
y constituye un fenómeno social e histórico que está presente en todos los
grupos humanos.
El imaginario conforma un sistema de referencia siempre cambiante,
siendo sus dominios un complejo conjunto de representaciones que desbordan las
comprobaciones de la experiencia y que encuentra profundas relaciones con la
fantasía, la sensibilidad y el “sentido común” de cada época o lugar;
alterando constantemente la línea por donde pasa la frontera entre lo real y lo
irreal[7].
Es un hecho evidente que la
imaginación y sus productos participan en la historia de una manera mucho más
persistente que aspectos del mundo concreto. Sus estructuras sutiles atraviesan
siglos, demostrando que los mitos son indestructibles y que resisten mejor que
cualquier creación material. Es posible, entonces, hablar de ciertas estructuras permanentes del imaginario[8]
que, respondiendo a obsesiones constantes de la humanidad (conocimiento, poder,
sexo, inmortalidad, etc.), registran los cambios y las permanencias de las mentalidades a través de los siglos.
José Luis Romero, en Estudio
de la mentalidad Burguesa[9],
escribe:
“La mentalidad es algo así como el
motor de las actitudes. De manera poco racional a veces, inconsciente o
subconscientemente, un grupo social, una colectividad, se planta de una cierta
manera ante la muerte, el matrimonio, la riqueza, la pobreza, el trabajo, el
amor, [el otro y lo otro]. Hay en el grupo social un sistema de actitudes y
predisposiciones que no son racionales pero que tienen una enorme fuerza porque
son tradicionales. Precisamente a medida que se pierde racionalidad (...) las
actitudes se hacen más robustas, pues se ve reemplazado el sistema original de
motivaciones por otro irracional, que toca lo carismático (...)”[10].
De esta forma, el imaginario —que constituye un importante
capítulo de la historia de las mentalidades— actúa como un vago sistema de
ideas que inspira reacciones y condiciona los juicios de valor, las opiniones y
conductas de una determinada época.
¿Cómo actúa el imaginario dentro de un proceso de
expansión territorial? ¿Qué mecanismos extraños poseen los viajes para
exacerbarlo? ¿Cómo se plasma y difunde dicho imaginario a lo largo y a lo ancho de una sociedad? ¿Qué factores
deben darse para que lo real sea puesto en duda, dando espacio a lo plausible y poniendo en entre dicho a
aquellas estructuras que desechan lo sobrenatural y lo asombroso?.
Como de permanencias estamos
hablando, intentaré analizar con detenimiento el imaginario de los exploradores
imperialistas del siglo XIX-XX, a partir de la obra de Conan Doyle y dar
respuestas tentativas y provisionales a éstas y otras preguntas.
Por otro lado, un campo que
puede resultar colateral, pero que está íntimamente ligado al tema del imaginario, es aquel que hace referencia
al estudio del rumor y sus estrechas
relaciones con la construcción de leyendas.
Si bien existen elementos
distintivos entre ambos, caracterizando al rumor como usualmente breve y sin estructura narrativa; las leyendas,
al decir de Alan Dundes, “pueden ser breves y simples o bien ser
narraciones más elaboradas a partir de un conjunto de rumores, reunidos en un
punto central”[11].
Por consiguiente no sería correcto distinguir categóricamente entre rumor y
leyenda, puesto que estaríamos tratando con fenómenos similares.
De hecho, las leyendas son
relatos convencionales de lo que fue originariamente un rumor; o, para decirlo
más poéticamente, “las leyendas son rumores solidificados”[12].
Además, es común que los
rumores hagan las veces de refuerzo a
leyendas ya existentes o las puedan hacer resurgir cuando éstas no
tienen circulación oral en la comunidad. En síntesis, la relación entre los
rumores y las leyendas es de interacción; se alimentan mutuamente.
Al mismo tiempo, y obviando el hecho de que ambas puedan tener
elementos de verdad, lo más interesante del tema es que la gente las cree
verdaderas. La leyenda y el rumor son plausibles.
Realidad y plausibilidad deben estar presentes para que una historia
sea aceptada; y para que sea leyenda tiene ser aceptada[13]. Por otra parte, lo que
uno entiende por plausible cambia de
grupo en grupo, de tiempo en tiempo; y las realidades de unos pueden ser las
fantasías de otros. Esto es lo que se advierte, claramente, en la expansión
europea sobre el mundo.
Existe otra condición para que el imaginario se desate y, tanto la
leyenda como el rumor, campeen sin restricciones: la ambigüedad.
Cuando alguna situación es ambigua, imprecisa o enigmática, surgen
ansiedades, temores, que facilitan la elaboración de rumores y leyendas.
Estar fuera de casa a cientos o miles de kilómetros —en plena jungla,
montaña o desierto—constituye una situación límite de hondo carácter emocional;
un caldero ideal para que la suma de las ansiedades, miedos, rumores, leyendas
y peligros se conjuguen dando por resultado una perspectiva de la realidad
que, seguramente, no sería considerada con seriedad en el entorno civilizado y
racional de partida.
A modo de ejemplo citaré lo que Conan Doyle pone en boca del profesor
Challenger, en determinado momento de la novela.
“Me habrían bastado como guía
las leyendas de los indios, porque descubrí que entre todas las tribus
ribereñas [de un afluente del Amazonas] circulan rumores relativos a la
existencia de un país extraordinario. Habrá oído usted hablar —le dijo a
Malone— del curupuri.
—Jamás.
El curupuri es el espíritu de
los bosques, un ser terrible, maligno, del que es preciso huir. Nadie sabe
describir su forma o su constitución; pero a lo largo de todo el Amazonas su
nombre inspira temor. Ahora bien: todas las tribus concuerdan en lo referente a
la dirección en que mora Curupuri (...). Algo espantoso se escondía de aquel
lado, y a mí me correspondía averiguar qué era.”
[Pág. 46,47]
Hemos dicho que la condición más importante de toda leyenda es que sea
creída; lo que no significa decir que dicha creencia deba ser necesariamente
actual y presente. Basta con que alguien, en algún lado, alguna vez la haya
considerado verdadera para que su fuerza se mantenga, afirmando, negando o
poniendo en duda algo.
Las leyendas —puntales
claros de un aspecto de lo imaginario— siempre han acompañado al ser
humano ajustándose a los cambios de las sociedades a través del tiempo.
Flexibles y adaptables, satisfacen las profundas necesidades que viven los
hombres, en diferentes contextos sociales o culturales.
Breve síntesis argumental de la novela
El
Mundo Perdido
de Sir Arthur Conan Doyle
Dejarse guiar por la atrapante prosa de Conan
Doyle es un placer, pues El Mundo Perdido (publicada en Londres por la
revista Strand y la editorial Hodder & Stoughton, en 1912)
constituye sin lugar a dudas una verdadera obra maestra de su género; una joya
literaria algo olvidada y eclipsada por un filme moderno que ha tomado el mismo
nombre[14] y que, a pesar del
despliegue técnico en efectos especiales invertidos, no consigue crear el clima
de asombro, misterio y aventura que el viejo escritor británico plasmó en no
más de doscientos cincuenta páginas.
Al escribir la obra, Conan Doyle pretendió
sólo una cosa: entretener al lector. No buscó elevar su discurso
a nubes metafísicas, ni especular acerca de la condición humana. Sólo
entretener. Tarea difícil, si no se posee la capacidad narrativa de un
grande.
Pero, como ya hemos dicho más arriba, el
tiempo y el espacio lo condicionaron de un modo inevitable. Escribió como un
inglés victoriano, volcando el espíritu efervescente de sus días en un grupo de
aventureros dispuestos —como el mismísimo Imperio británico— a todo. Y esto
quedará claro en las numerosas citas que transcribiré en las páginas que
siguen.
Por lo
tanto, no será Conan Doyle el responsable del análisis histórico-sociológico
que se desarrollará en los apartados posteriores. Si se quiere, este trabajo es
el producto de la perspectiva que nos ha dado el tiempo y que considero
fundamental a la hora de entender y explicar el comportamiento y los ideales de
cualquier individuo o grupo social (aún ficticios).
Pero vayamos a la trama misma de la novela.
La historia comienza en Londres cuando el
joven periodista Edward Malone, tratando de impresionar a la
mujer que ama (Gladys Hungerton) , consigue formar parte de una
expedición a Sudamérica que persigue el fantástico objetivo de probar que
animales prehistóricos aún sobreviven aislados en lo alto de una misteriosa
meseta de la profunda selva amazónica.
A partir de ahí, los cuatro personajes de la
novela trasladan al lector a un mundo exótico y lleno de peligros, en el que
las fatigas por alcanzarlo son sólo la antesala a experiencias sobrecogedoras
en la cima de la meseta misma; un paraje que se ha detenido en el tiempo y en
el que persisten monstruos antediluvianos y retrógradas sociedades salvajes de monos-hombres, tal como Conan Doyle los nombra.
El jefe y alma mater de la expedición
es el iracundo y megalómano profesor George Edward Challenger, un
especialista en zoología, paleontólogo y sabio que guiado por su tozudo
entusiasmo trata de probarle al mundo científico que esos engendros
prehistóricos existen y son tan reales como lo pájaros. Según él, los
testimonios dejados por un desaparecido explorador anterior, llamado Maple
White, probarían la presencia de ese universo congelado en el tiempo.
En Challenger es posible detectar algunos
rasgos de otro inolvidable personaje de Conan Doyle: Sherlock Holmes. Como
éste, el intolerante profesor inglés es un consabido observador, un genio
natural, “un cerebro superdotado” capaz de rebatir, con las
palabras o los puños, los más retorcidos argumentos que se esgriman en su
contra. Activo, amante del alpinismo y los paseos, Challenger encara la
expedición portando todos los prejuicios imaginables de un británico nacido en
1863. Irónico, racista, brusco por momentos, es el que guía al resto de los
protagonistas en dirección de la misterios meseta, en la que se ambienta la
mayor parte de la novela.
La contraparte de Challenger es otro
académico del Imperio, el profesor Summerlee, un educado y
escéptico erudito en zoología comparada cuya misión consiste en verificar la
existencia real de los dinosaurios que Challenger dice haber visto, en un viaje
preliminar. Cuestionador por naturaleza, Summerlee se verá confrontando con su
colega de manera constante, hasta que la fantástica realidad de las Tierras
de Maple White le hagan ver que los dichos del loco de Challenger son
ciertos.
Por último está la esbelta figura de Lord
John Roxton, un aseado y meticuloso cazador de cuarenta y seis años,
viajero infatigable por tierras africanas y sudamericanas, y enemigo acérrimo
de la esclavitud. Roxton personifica el arquetipo del viajero aventurero del
siglo XIX, siempre impecable y presto a dispararle a todo aquello que no encaje
dentro de sus esquemas mentales de civilización y honorabilidad.
Será, entonces, este grupo heterogéneo (un
periodista con ansias de heroísmo, un profesor fanatizado, otro académico
mesurado y un militar británico del Imperio, junto con sus guías y
porteadores) el que nos traslade al Mundo Perdido, en la meseta
de Maple White, no sólo para mostrarnos los portentos naturales que ahí
se conservaban, sino también para comprobar que la fuerza de la imaginación
—desplegada desde la ficción literaria— fue, y sigue siendo, un motor mucho más
poderoso de lo que se cree.
El Mundo Perdido es, a mi modesto entender, el
perfecto mapeo de una época y de un imaginario que no ha muerto,
ni morirá por mucho tiempo.
Pasemos ahora al análisis propiamente dicho
de la novela, tratando de detectar y explicar las íntimas relaciones que el texto
tiene con problemáticas, sueños, prejuicios y comportamientos propios del
período en que fue escrito y publicado.
El Mundo Perdido, la radiografía de una época[15]
La
aventura, la osadía y el machismo
“Allí, donde terminan los
caminos y rastros aislados; donde la palabra muere para dar cabida al susurro
misterioso de las selvas y tierras vírgenes; donde todos los horizontes se
esfuman, sin saber nadie por qué ni cómo, allí están los límites del país en
que tan bien me encuentro. Se llama La Aventura” (Tibor Sekelj, Por Tierra de Indios,
Editorial Libros del Centenario, 1º edición de 1967, pág.7).
Se ha dicho con frecuencia que el universo
del explorador del siglo pasado fue esencialmente masculino. Sólo el hombre,
dueño del ámbito público y de las relaciones interpersonales fuera de casa,
tenía el derecho y estaba capacitado para recorrer el mundo en pos de
conocimiento y aventuras. La mujer, raras veces se arriesgaba a violar este
rígido esquema de roles; y, si bien existen célebres viajeras que arriesgaron
su reputación violentando las reglas machistas impuestas por la sociedad, éstas
no han sido más que honrosas excepciones. La división sexual del trabajo
se mantenía aún en la hora de calzarse una mochila. Claro que no faltaron las
contestatarias que se negaron a aceptar el papel pasivo de ama de casa y,
siguiendo a sus esposos o hijos, se embarcaron por tierras exóticas, explorando
y dejando bellísimos diarios de viajes. Ann Marie Falconbridge, Sara Lee o
Maria Graham —autoras todas de un literatura de viajes copiosamente leída— son
quizá los mejores ejemplos al respecto[16].
Pero Conan Doyle era un conservador, y en su
novela refleja lo que, en su época, se consideraba socialmente correcto.
La mujer es para él sólo un objeto de deseo, el motor romántico que impulsa a
los aprendices de héroe a jugarse la vida en pos de prestigio y hombría.
La siguiente cita, correspondiente a una
conversación entablada entre Edward Malone y Gladys Hungerton, deja entrever
varios aspectos fascinantes de las relaciones machistas vigentes en la época
(internalizadas, incluso, por la protagonista femenina).
Dice Gladys Hungerton, en el capítulo
1 de la novela:
“—En
primer lugar (...), mi hombre ideal sería (...) duro, rígido, (...) un hombre
capaz de actuar, de hacer cosas, de mirar a la muerte cara a cara, sin
encogérsele el corazón; un hombre de grandes hazañas y de extraordinarias
experiencias. No sería al hombre al que yo amaría, sino que amaría la gloria
por él ganada y que se reflejaría en mí. (...) Esa clase de hombre que una
mujer sería capaz de adorar con toda su alma (...) porque todo el mundo la
honraría como a la inspiradora de tan nobles acciones”[Pág.13].
Como se observa, en el hegemónico mundo de
los valores burgueses sólo el varón tenía el derecho —y la obligación, llegado
el caso— de desplegar las acciones heroicas. Las cosas extraordinarias quedaban
dentro de la esfera masculina. Él —no ella— era el único constructor de
osadías.
“Las
oportunidades le rodean por todas partes. La característica de esa clase de
hombres a que me refiero es que ellos mismos se crean sus oportunidades.
(...) Es un impulso que le brota de dentro, como una cosa natural (...) que
clama por encontrar una manera heroica de manifestarse” [pp. 13-14].
La identificación entre hombre y héroe,
que hace Gladys en este párrafo, arrastra mucho del ideal caballeresco
medieval (tema admirado en el romanticismo) y que se corresponde perfectamente
con una de las metas convertida en modelo por la burguesía: la idea del
prestigio individual y el deseo por inmortalizarse a través de algún hecho
inusual y riesgoso.
Para Inglaterra, que dominaba los mares del
mundo, el escenario para ese tipo de oportunidades era inmenso, de ahí la
necesidad de romper el cascarón de la comodidad y salir en búsqueda del
prestigio; exaltando el individualismo, el propio esfuerzo, la contención y el
ingenio. Síntomas todos del perfecto burgués; del hombre que se hace a sí
mismo.
El propio Malone escribe que sin ese
impulso, sin esa motivación, jamás hubiera podido emprender la aventura de ir
en búsqueda de un universo perdido en plena jungla amazónica; ya que
“(...)
únicamente cuando el hombre se echa al mundo penetrado del pensamiento de que
por todas partes le rodean heroísmos, y con el deseo vivo en su corazón de
salir en persecución del primero que se le ponga delante, únicamente entonces
rompe con la rutina de su vida y se lanza a la aventura por el país maravilloso
envuelto en un místico crepúsculo, que esconde los grandes riesgos y los
grandes premios”
[pp. 15-16].
El hombre es, pues, el encargado de encontrar,
perseguir y buscar —sorteando riesgos y viviendo aventuras—
aquello que permanece escondido y es maravilloso. Con ello se
consiguen premios que lo conducen al altar del prestigio, propio
de los héroes. Sólo así puede uno ganarse “un
puesto en el mundo”[Pág.
15].
Más adelante, cuando E. Malone solicita a su
jefe del Daily Gazette, el señor McArdle, una misión periodística
riesgosa, el simpático editor le pregunta:
“—¿Y
en qué clase de misión especial estaba usted pensando, míster Malone?
— En cualquier cosa, señor, con tal que haya
en ellas aventuras y peligros. De verdad que pondría en la tarea todo cuanto
pudiera de mí. Cuanto más difícil sea, más a gusto me encargaré de ella.
—
¿Tiene mucha prisa por perder la vida?
—Por
justificar mi vida, señor.”[Pág. 18]
Aquí no sólo se confirma lo que arriba
señalábamos (justificar el ser a través de la aventura;
etimológicamente definida como “lance
extraño y peligroso”), sino que se suministra un dato importante para ser analizado: el
rol del periodismo —a fines del XIX y principios del XX— en la formación
del modelo del aventurero y explorador romántico.
Pero vayamos ahora a explicar al rol que cumplieron los medios de
comunicación en aquella época expansiva.
Mucha de toda la fantasía e irracionalidad que pueden encontrarse en
el imaginario de la época encontró en la literatura un soporte insustituible.
La gran difusión del periodismo y el enorme éxito que desde el siglo pasado
tuvieron los diarios de viajes y la novela,
no hicieron más que aumentar la curiosidad y el interés del público por
aquellas regiones extrañas, en cuyos límites se terminaba la “civilización”
y en donde “cosas raras” eran
posibles.
Durante la segunda mitad del siglo XIX aparecieron por primera vez los
llamados periodistas gráficos, más conocidos como artistas de la línea de
fuego (front line artist), una suerte de corresponsales que
dibujaban las noticias de mayor relieve, especialmente en guerras, campañas
militares y expediciones.
“Esta modalidad, nos dice Cristian Pérez Colman, tuvo su origen en
1842, año en que Herbet Ingram inició la aventura de su vida al crear un
semanario que marcaría un hito en la historia del periodismo: The Ilustrated
London News, que pronto tuvo serios competidores, tales como The Graphic
y The Pictorial World. Hasta entonces sólo se conocían revistas o
magazines ilustradas, pero un periódico que dibujara las noticias —anticipación
a la foto— era algo nuevo. Ingram concluyó que no sólo era importante reflejar
la noticia en una ilustración, también lo era que el dibujante hubiese estado
en el lugar de los hechos. A esos enviados vino a dárseles un nombre, el de artistas
especiales (special artist) y a sus encargos, misiones
especiales”[17].
“—¿Qué sabe usted del profesor
Challenger?
—¿Challenger? —Frunció el seño con expresión
desaprobadora.—Sí, es ese individuo que vino de Sudamérica contando cosas
fantásticas.” [Pág. 21]
El sensacionalismo de la prensa popular, que a partir de mediados de
siglo XIX empezó a ganar mayores clientes y tiradas —describiendo sucesos
morbosos, exaltando lo pintoresco o lo exótico— supo explotar, muy
inteligentemente, la fértil veta que los viajeros dejaban como estela.
Periódicos como Le Petit Journal, en
Francia desde 1863; el Evening News y
el Star, en Londres desde 1881 y 1888
respectivamente, constituyen ejemplos bien claros de ese nuevo negocio de
lucrar con la invención de muchas notas y la imaginación del público. En
una palabra, se convirtieron en otro de los tantos caminos de evasión.
Por otra parte, la aparición de las agencias de prensa internacionales
(Associated Press, 1848; Reuter, 1851; United Press, 1884), como la rapidez y
economía en la edición de diarios y revistas, gracias a la prensa mecanizada y
el abaratamiento de los procesos técnicos de la publicación, permitieron que
más gente tuviera la oportunidad de seguir, maravilladas, las cautivantes
historias relatadas por las novelas folletines o las extravagantes noticias
inventadas respecto de países y sociedades lejanas. De esta manera, tal como
había ocurrido durante el siglo XVI con la novela de caballería (que
incentivara a más de un conquistador español a arriesgar su dinero y su vida en
suelo americano persiguiendo quimeras), las noticias fantásticas y los escritos
de aventura empujaron a más de un romántico explorador hacia lugares que
todavía no estaban en los mapas.
Porque, sin duda, una de las tantas hebras
que tejen el telón de fondo de las grandes expediciones del siglo pasado (reales
o ficticias) —y que definen en parte el espíritu de sus expedicionarios— es
el fenómeno cultural del romanticismo.
El
romanticismo, la ciencia y la aventura
Tempestuoso y turbulento, el movimiento romántico, tal como lo define
Francisco Villacorta Baños, “es antes una sensibilidad que un sistema fijo de ideas”[18].
Esto permitiría explicar su voluntaria pulsión hacia lo desconocido, lo
maravilloso y lo ideal; su prédica contra el utilitarismo y el racionalismo,
deificando la poesía y la imaginación,
aún dentro del lenguaje de la observación científica.
Problemático e insatisfecho, el hombre romántico, aspiró a reconstruir los lazos perdidos con la
Naturaleza; acercándose a ella con los instrumentos de la ciencia, pero no
desechando el camino de la intuición. Reforzó los factores subjetivos y aspiró
a resolver la tensión, siempre latente, entre lo finito y lo infinito.
El entorno natural comenzó a ser visto como un organismo vivo y el
hombre se paró frente a la Naturaleza atraído por sus vetas exóticas y el
misterio.
“Sabrá usted (...), que hay
regiones a uno y otro lado del Amazonas que han sido exploradas parcialmente y
que existe un gran número de afluentes del río principal que aún no figuran en
los mapas.” [Pág. 39-40]
Quizás sea Alexander von Humboldt (1769-1859) uno de los exploradores
y viajeros que mejor sintetice esta combinación
de empirismo e idealismo. Él mismo
aconsejaba estudiar la realidad “conservando siempre una visión rigurosa y a la vez
exaltada del mundo”[19]; y no dudaba en
establecer conexiones entre lo natural y las necesidades más profundas del ser
humano cuando sostenía:
“ El
contorno de las montañas [...], la oscuridad del bosque de pinos, el torrente
que se escapa del centro de las selvas[...], cada una de estas cosas ha
existido [...] en misteriosa relación con la vida interior del hombre”[20].
Por otra parte, el mismo Humboldt
es quien resalta los contrastes
y las distancias existentes entre
la vida cotidiana de las ciudades y el contacto con una Naturaleza exuberante y
casi sagrada, cuando escribe que:
“ El recuerdo de un
país lejano y abundante en los dones todos de la Naturaleza, el aspecto de una
vegetación libre y vigorosa, reaniman y fortifican el espíritu; oprimidos en el
presente nos deleitamos en apartarnos de él para gozar de esa sencilla grandeza
que caracteriza a la infancia del género humano”[21].
Huir del presente. Esta es, con seguridad,
otra de las tantas notas esenciales del ser romántico. Movimiento y huida.
Escape de la simétrica y del frío racionalismo. Regreso a la libertad y al
vigor natural de lo salvaje. Tendencia que se advierte también en la pintura de
la época, al abandonar los interiores finitos del clasicismo del siglo XVIII y
salir al encuentro de lo infinito; la montaña, la selva, la Naturaleza
toda.
Ese desencanto por el mundo revelado y conocido, en donde la aventura
no es posible y la rutina se convierte en el opio de los pueblos, queda claro
cuando el jefe del Daily Gazette le dice al impetuoso Edward Malone:
“Aquellos
grandes espacios en blanco que antes tenían los mapas van estando clasificados,
y no queda ya en parte alguna lugar para lo novelesco.” [Pág. 18]
Pero, es justo aclarar, que no todo se movilizaba por la fantasía.
También la curiosidad científica y los
inevitables intereses económicos de una era imperialista impulsaron a la
organización de muchas expediciones en busca de civilizaciones remotas y
prácticamente desconocidas.
El avance científico —que desde el siglo XVIII venía produciendo
asombro y orgullo dentro de los propios europeos— intensificó el interés del
público por el conocimiento de disciplinas tales como la historia, la geografía
y la antropología. Las expediciones científicas aportaron nuevos datos, nuevas
cuestiones y problemas.
El panorama se hizo mucho más amplio y con él viejos mitos se vinieron
abajo. Viaje tras viaje los espacios en blanco de los mapas se acotaban, pero
la fuerza del imaginario se resistía a ceder ante ese desencantamiento del
planeta; y la extraña necesidad de seguir suponiendo que, efectivamente, más
allá de las montañas y de las selvas lo maravilloso perduraba, hizo que el
universo onírico del explorador no se
viera consumido por el academicismo racionalista imperante. Sólo se limitó a
correr las fronteras.
La plausibilidad aún no estaba agotada. Únicamente empezaba a quedar relegada
en el campo de la ficción literaria; en esos libros como el de Conan Doyle.
De ahí la importancia que tuvieron las palabras de Rudyard Kipling,
cuando escribió:
“...Una voz, tan insistente como
la de la conciencia creaba matices infinitos en el sempiterno murmullo que
noche y día repetía: Hay algo oculto. Ve y descúbrelo. Anda y explora detrás de
las montañas. Algo hay perdido detrás de las montañas. Está perdido y te
espera. ¡Ve en su búsqueda!”[22].
Tierras perdidas fuera de los mapas
“Nos
encontrábamos al borde de lo desconocido y hemos tropezado con las guardias
exteriores del mundo perdido del que nos habla el profesor Challenger” [Pág. 104].
La posibilidad de mantener abierta una ruta hacia la alteridad (hacia lo otro, lo distinto) permaneció sin grandes cambios. Y a pesar de
que las sociedades extrañas, humanas
o semihumanas, de los viejos mitos de
frontera se replegaban, desde una supuesta realidad objetiva a las páginas
de utopistas y novelistas, era advertible un claro rechazo a dejar a un lado el
principal argumento de los exploradores y aventureros romantizados: ese que
concebía al mundo como algo inacabado.
No toleraban quedar despojados de sus misteriosos bastiones de
inexpugnabilidad; razón por la cual, y ante el achicamiento del escenario
imaginario y la agonía de las zonas inexploradas, se impusieron con fuerza
inaudita ciertos “bolsones vírgenes”.
En ellos todavía era posible una realidad alternativa, por más que estuvieran
siempre traspasando los límites de lo conocido. El viejo axioma occidental, que
dice “Cuanto más lejos más raro”, se
sostuvo, incluso, hasta hoy en día.
Lord John Roxton argumenta al respecto:
“Sudamérica es una tierra que yo
amo, y creo que desde Darien hasta Tierra del Fuego es lo más grande, rico y
maravilloso de nuestro planeta. La gente no la conoce todavía, y no se da
cuenta de lo que un día puede llegar a ser. Yo la he recorrido de arriba abajo,
de un extremo a otro (...). Pues bien: estando allí, llegaron a mis oídos
algunos relatos, leyendas de los indios y cosas por el estilo, pero que
encierran, sin duda, algo auténtico. Cuanto más conozca usted ese país, más
comprenderá que todo es posible, absolutamente todo. Existen alguna estrechas
vías acuáticas de comunicación por las que viaja la gente; pero a un lado y
otro de ellas todo es misterio. Bien sea porque aquí en el Mato Grosso —pasó su
cigarro sobre una parte del mapa—, o aquí arriba, en este rincón, en el que
coinciden tres países, no me sorprendería de nada. (...) Los hombres sólo han
abierto, aquí un sendero y allí un arañazo, en aquella maraña (...). ¿Por qué
ese país no habría de ocultar alguna cosa nueva y maravillosa?” [Pág. 74-75].
La atracción que han despertado los lugares no cartografiados es
ancestral. En ellos, imaginación y realidad se confunden, y sus misteriosas
comarcas “en blanco” se hacen depositarias de las más ambivalentes fantasías.
Allí es posible encontrar aspectos que van de lo sublime y lo paradisíaco, a lo más abyecto y
horroroso; de sociedades perfectas y cuasi celestiales, a infiernos de atraso y
primitivismo. Basta con observar cualquier mapa, medieval o moderno, para
advertir que, a esas inquietantes Terras
Incógnitas, el hombre siempre trasladó sus más ansiados sueños y
pesadillas. Reinos de oro, plata y piedras preciosas se mezclan con caminos
repletos de monstruos y dragones. Iluminación y perdición se intercalan a lo
largo de los senderos que conducen a lo desconocido. Y fueron esos senderos los
que fijaban los límites entre lo real y lo inventado.
En relación con esto, John Roxton exclama en determinado pasaje de la
aventura:
“¿Qué es lo que se oculta en
esos países? Selva, pantanos y manigua impenetrable. ¿Quién sabe lo que todo
eso puede ocultar? ¿Y allá, hacia el sur? Una soledad de bosques pantanosos en
los que ningún hombre blanco ha penetrado todavía. Por todas partes surge ante
nosotros lo desconocido. ¿Qué sabe nadie fuera de la estrecha faja de los
ríos?”. [Pág. 83][23]
Vencer la ansiedad y el temor para ingresar en ellos implicaba
desenmascarar viejos mitos y leyendas; pero, al mismo tiempo, se ponía en
movimiento un mecanismo que corregía antiguos prejuicios con otros que eran
nuevos.
“El día 2 de agosto cortamos
nuestro último lazo con el mundo exterior, despidiendo a la lancha de vapor Esmeralda.
Mañana desapareceremos hacia lo desconocido:”
[Pág. 18][24]
Desde el siglo pasado el
imaginario ha luchado por mantener (readaptada) la existencia de supuestas
especies y sociedades humanas, distintas a la especie humana normal. Es algo bastante común
encontrar, en relaciones e informes de viajes, referencias (directas e indirectas) que aluden a
comunidades perdidas o a mundos olvidados. Así pues,
reaparecieron los enanos, ahora designados como pigmeos y toda una galería de seres imaginarios, producto de una
interpretación deformante de ciertas realidades culturales, históricas o
biológicas; o, directamente, como resultado de una construcción por entero
derivada de la fantasía. Algunos seres híbridos, como las sirenas, los
cíclopes, los sátiros o los cinocéfalos, corrientes en las crónicas de los
siglos XVI y XVII, quedaron relegados al ámbito de la literatura; pero otros,
como los Ñam Ñam (hombres con cola),
lograron llegar hasta mediados del siglo XIX vivitos y “coleando”. A tal punto
que, en 1850, ciertos rumores que circulaban por el Sudán (África), motivaron
la organización de una expedición, a cargo del Coronel Louis Du Gournet, quien
afirmó, a posteriori, haber visto un Ñam
Ñam en 1853. Más tarde, el conocido explorador norteamericano Henry M.
Stanley, tampoco dejó de mencionar a los hombres
coludos del Sudán[25], aunque derribaría el
mito estableciendo que las colas eran
meros adornos. Pero lo interesante es que, a pesar de la desmitificación, los Ñam Ñam siguieron conservando su lado
monstruoso: eran consumados caníbales.
Como puede advertirse, el control directo de la ciencia y la razón
cesa, muchas veces, cuando alguien se interna en una selva inexplorada, en un
ámbito cultural distinto o se aleja del mundo cotidiano. En esos parajes, fuera
de todo mapa conocido, el hombre se confía a los dioses y demonios locales, y
el racionalismo se limita a ejercer una influencia ocasional.
“(...)El inmenso panorama que se
extendía ante nuestra vista y que alcanzaba a mitad del trayecto de regreso
hasta el Amazonas, contribuyó a hacernos recordar que en realidad nos
encontrábamos viviendo en el siglo XX (1912) sobre nuestro globo terráqueo, y
que no habíamos sido transportados por arte de encantamiento a algún planeta
recién formado en su primitivo estado de evolución. ¡Cuán difícil resultaba
darse cuenta de que la línea violeta que se dibujaba sobre el lejanísimo
horizonte no debía de caer muy lejos del gran río por el que navegaban grandes
barcos a vapor, en los que la gente se ocupaba de los problemas menudos de la
vida, en tanto que nosotros, abandonados entre seres de edades pretéritas,
quedábamos reducidos a dirigir nuestras miradas hacia allí y a suspirar por
todo cuanto aquel mundo , del que estábamos aislados, significaba.” [Pág. 147,148]
Fuera del mapa el explorador suele tomar sus deseos por realidades, y la convicción
emerge con anterioridad a la experiencia.
No figurar en los mapas es sinónimo de Caos y
desorden. Salirse del mapa implica
ingresar en lugares en los que todos los paradigmas u ortodoxias posibles corren
el riesgo de ser violentados, debilitados o superados.
Alejamiento e inaccesibilidad; alteridad y distancia. Todo se une.
Todo se combina para generar esa
curiosidad motora, que lleva siempre a buscar aquello que se recorta difuso
detrás de las fronteras. Y alimenta el impulso por el descubrimiento, que no es
otra cosa que un acto creador, un poner Orden (occidental, se entiende) sobre
un Caos naturalizado y no europeo. Surge así, con fuerza inaudita, la necesidad
de resemantizar el mundo, de volver a
bautizarlo; mostrando el inmenso poder de la palabra sobre las cosas.
“—(...)A propósito, ¿Cómo
llamaremos a este lugar?—preguntó Lord Roxton, parado frente a la meseta— Me
imagino que nos corresponde a nosotros ponerle nombre.
—(...)Se llamará con el nombre
del primero que la descubrió; es decir, La Tierra de Maple White.
—Espero que con ese mismo nombre
aparezca en los atlas futuros.” [Pág. 137]
Montañas, ríos, lagos, llanuras, mesetas y regiones enteras sufrieron esa furia nominativa, de la que habla Todorov[26], cuando vieron cambiados
sus nombres aborígenes y pasaron a ser parte del corpus cartográfico de
Occidente.
“—Usted Malone es quien debe
poner nombre al lago. Fue usted quien lo vio primero, y si tiene el capricho de
bautizarlo como Lago Malone, nadie con mejor derecho”[Pág. 166].
Instrumento privilegiado de la geografía,“el
mapa es el simulacro de lo lejano y mantiene con el exotismo una relación
paradigmática. Es a la vez el modelo y la aproximación intocable. Permite ver
pero no permite apropiarse. Para apropiarse hay que partir. Sin mapa no hay
descubrimiento, pero sin descubrimiento no hay mapas. El mapa tiene una doble
función: es imagen y representación del mundo, es instrumento de descubrimiento
y conquista”[27].
“(...)Era
imposible que nos detuviésemos al borde de aquel mundo misterioso cuando
sentíamos todos en el alma la comezón de la impaciencia por avanzar y
arrancarle sus secretos.”
[Pág. 138]
Como podemos observar, el tema de la “isla” en tierra firme es recurrente en la
literatura de viajes, sean éstos imaginarios o reales.
En esas “islas inaccesible y misteriosas” (o accesible sólo a unos pocos iniciados)
puede uno encontrarse con El Dorado, la Fuente de Juvencia, tesoros o Mundos
Perdidos protegidos por ríos, serpientes, desiertos, montañas, pantanos y
tribus hostiles.
Relata Edward Malone en su diario:
“Exploré
una parte del collado rocoso; pero no encontré modo de escalarlo. La roca en
forma de pirámide resultaba más accesible. Como tengo algo de alpinista, me las
arreglé para escalarla hasta media distancia de la cima. Desde aquella altura
me encontraba en situación ventajosa de formarme una idea más exacta de la
meseta que se alzaba en lo alto de los montes rocosos. Saqué la impresión de
que era extensísima; no pude distinguir ni por el este ni por el oeste el final
del panorama rocoso cubierto de verde. Las tierras que hay al pie de la cadena
de colinas rocosas forman una región pantanosa, de manigua, poblada por
serpientes, insectos y fiebres, que sirven de defensa natural e impiden el
acceso a tan extraordinario país” [Pág. 50].
Pero esos mundos inexplorados, atrayentes,
aislados de todo y carentes de ayuda externa, generan el abismo que lo separa a
uno de la seguridad y la civilización.
“Nos
ha ocurrido algo espantoso (...). Quizá estemos condenados a pasar el resto de
nuestras vidas en este lugar extraño e inaccesible. Jamás se encontraron unos
hombres en situación peor que la nuestra (...). Nos hallamos tan fuera del
alcance de toda ayuda humana como si estuviéramos en la Luna. Si hemos de salir
victoriosos, tendrá que ser gracias a nuestro propio ingenio y esfuerzo (...).
Ahí radica nuestra sola y única esperanza” [Pág. 107].
Catalogar el mundo
“Desde
que desembarcamos, el profesor Summerlee ha encontrado algún consuelo en la
belleza y en la variedad de insectos y pájaros que descubre a su alrededor,
porque es un hombre consagrado de todo corazón a la ciencia. Pasa días yendo y
viniendo por los bosques(...) y emplea sus veladas en disecar muchos ejemplares
nuevos (...)” [Pág. 80].
El impulso de catalogar el mundo, inaugurado por Carl Linneo en el
siglo XVIII —que llevara a la creación de un exitoso método de clasificación de
la Naturaleza (Homo Sapiens incluido)— derivó en el deseo por encontrar,
fichar, recolectar y coleccionar, con serias intenciones científicas, las
especies vegetales y animales (conocidas y desconocidas) que poblaban la
Tierra. Surgió así la figura del trotamundos por excelencia, el naturalista; representante del más
acabado academicismo que, contrariamente al conquistador,
pretendía ejercer sobre el entorno estudiado una acción aséptica y neutra. Su
misión consistía sólo en observar, describir, traducir en palabras las
características del universo material que lo rodeaba. Pretendía ser imparcial,
sin ser consciente de que su mirada era parte de la voluntad occidental por
retraducir y controlar el mundo. Era inevitable, que en esa recolección, los
cánones y paradigmas de la vieja Europa se impusieran.
Junto con el explorador
naturalista se originó toda una literatura de viajes que lo mostraba como
la imagen viva del antihéroe[28], un individuo culto y pacífico que debía soportar mil y un
inconvenientes entre sociedades y parajes extraños, mientras transitaba en pos
del conocimiento. Y fue el afán de originalidad y prestigio, asociado a todo
descubrimiento, el que empujó a encontrar, en las regiones aisladas del
planeta, esa especie perdida, ese
espécimen extraño y no catalogado, que le permitiera a su potencial descubridor
quedar en los anales de la Historia Natural.
Escépticos y creyentes, racionalistas y románticos, se enroscaron en
discusiones interminables respecto de la posibilidad o imposibilidad de hallar
indemnes mundos perdidos, aislados y
no tocados por el Progreso. Fue en ese contexto en que el imaginario se
disparó, alimentado por las leyendas y rumores de las regiones de frontera.
Si existiera un modelo estereotipado del Explorer, éste debería ir acompañado, indefectiblemente, con el
acto de escribir. Mediante la escritura se aprehendía al paisaje, a los
ejemplares biológicos y a las exóticas (y “caóticas”) sociedades que se
encontraban. Constituía un acto de conquista simbólico, y fueron el cuaderno de
notas y la estilográfica ( que se solían llevar colgada del cuello, a modo de instrumento
ofensivo) las renovadas armas de control semántico, que referíamos en un
apartado anterior.
Confiesa Edward Malone en la novela:
“Nos
han ocurrido y nos están ocurriendo las cosas más asombrosas. Todo el papel de
que dispongo consiste en cinco viejos cuadernos y sólo tengo un lápiz
estilográfico; pero mientras me mantenga en condiciones de mover la mano
seguiré redactando nuestras aventuras e impresiones (...). Siendo los únicos
hombres de todo el género humano en ser testigos de estas cosas, tiene
importancia enorme que las deje registradas cuando todavía están frescas en mi
memoria y antes que nos alcance el destino que parece estar siempre
amenazándonos.” [Pág. 133]
Como escribió explícitamente Alexander von Humboldt: “[...]Ya no con la espada, sino
con la pluma y el cuaderno de notas .Ya no en pos de la riqueza material, sino
buscando la comprensión y el análisis [...]”[29] se lanzaron sobre el
mundo; por más que detrás del explorador científico vinieran los comerciantes,
los ejércitos y los cañones.
Cada expedición se convertía en un potencial trampolín a la fama. Cada
entrada en algún territorio inexplorado alimentaba el latente deseo por
trascender, por quedar inmortalizado en el registro científico a través de
algún nombre latino que denotara el apellido o el nombre del
explorador/descubridor.
Una situación como esa viven los protagonistas de la novela ante un
insecto gigantesco y desconocido que ataca a Malone.
“—Interesantísimo —dijo el
profesor Summerlee.— Una garrapata colosal que, según yo creo, no ha sido clasificada
hasta ahora.
—He aquí el primer fruto de
nuestros trabajos. Lo menos que podemos es llamarla Ixodes Maloni (...).
Su apellido, señor Malone, queda inscripto en el inmortal registro de la
Zoología”. [Pág. 13]
Pero, simultáneamente, se ponía en juego un prestigio que excedía al
individuo arrojado. Cada proyecto expedicionario traía sobre la palestra una
competencia que podía ser empresarial e
incluso nacional. Empresas patrocinantes y países enteros depositaban en sus
exploradores sus sueños de riqueza y expansión, pasando a ser parte de una
carrera por conquistar el mundo, en la que un ramillete de naciones europeas
compitieron denodadamente. Así, expedición y competencia aparecen unidas en una
simbiosis que también la literatura de ficción supo explotar excelentemente
[Véase la obra de Julio Verne, como ejemplo más acabado de lo antedicho].
¿Y qué hace uno cuando compite? ¿Qué hacen los Estados que persiguen
objetivos semejantes y luchan por la primacía? Guardan el secreto;
convierten toda la información recabada en “confidencial”.
Al respecto, dice el profesor Challenger en El Mundo Perdido:
“(...)Tuve ocasión de pasar una
noche en una aldea india situada en el punto en que cierto tributario del
Amazonas (cuyo nombre y situación me reservo) desemboca en el gran río.” [Pág. 40]
De idéntica forma que los españoles durante la conquista de América
(que se cuidaban muchísimo de no revelar sus mapas y descubrimientos a las
potencias enemigas), los exploradores del siglo XIX, y del nuestro, se vieron
obligados a ocultar la información, o a caer en una publicación ambigua cuyo
propósito último era desorientar al competidor, manteniendo en reserva los
datos, las rutas y los detalles conseguidos.
“(...) Desde aquí les advierto
que perderán su tiempo y su dinero si tratan de seguir nuestras huellas. Hemos
alterado en nuestros relatos hasta los nombres propios, y tengo la seguridad de
que, guiándose por el estudio más cuidadoso de los mismos, nadie podrá llegar
siquiera a mil millas de distancia de nuestra tierra desconocida.” [Pág. 239]
De esta forma, regiones
retiradas y poco conocidas, cuyos nombres y ubicación quedaban supeditados al
secreto —que con el tiempo casi siempre se violaba— exaltaron no sólo el interés sino la fantasía de
muchos.
“Después de muchas aventuras que
no hace falte relate, de viajar una distancia que no mencionaré, en una
dirección que me reservo, por fin llegamos a una región que nadie ha descrito,
ni siquiera visitado, fuera de un de mi descuidado predecesor, el señor Maple White.” [Pág. 47]
Y como era costumbre desde hacía siglos, la búsqueda real se confundió
con la búsqueda imaginaria (muy a pesar del racionalismo vigente, aunque
posible gracias a la permanencia del espíritu romántico que empapaba a muchos
hombres sensibles de la época).
De la ficción literaria a la exploración real
Todos los tópicos señalados fueron ricamente explotados por la
literatura de aventura. Cientos de títulos anunciaban las peripecias que debían
correr los protagonistas de esas novelas, cuando pretendían alcanzar los
últimos bastiones vírgenes del planeta y, con ellos, encumbrarse en la riqueza,
el prestigio y la fama. El salvamento de los archipiélagos de alteridad se
apoyaba en la fantasía pero, como bien señala J. Boia,
“[...]de
la literatura a la exploración no había más que un paso”[30]. Por
otra parte, “en un mundo con vocación tecnológica las ISLAS marchan en sentido
opuesto, su papel es el de aislar y proteger a la naturaleza intocada de la
civilización”.
En esos sitios —“islas”—
se abrigarían seres salvajes y animales desconocidos, especies diferentes
proyectadas por la ficción y la angustia tecnológica sobre el mundo real. Con
los grandes exploradores del siglo pasado
“[...]
la naturaleza había disminuido tan rápida y radicalmente que era una novedad:
es por esta razón que la exploración [...] cautivó la imaginación del hombre
siglo XIX. Entrar en un mundo verdaderamente natural era exótico, estaba más
allá de las experiencias de la mayoría de la humanidad, que vivía del
nacimiento a la muerte en circunstancias enteramente fabricadas por el hombre”[31].
Aunque la mayoría de los “Mundos Perdidos” —ubicados en las
selvas americanas, montañas de África, rincones de Asia o desolados territorios
polares— eran también fabricados por el urbano, rutinario y acongojado Homo
Sapiens.
Se construía una nueva realidad que, al tiempo, terminaba absorbiendo
a su creador y quedaba constituida como única y posible, olvidando la activa
participación del primero. Y es que el rumor y la fantasía, la leyenda y el
miedo, entretejían las barreras más difíciles de atravesar: aquellas
intencionalmente creadas para nunca ser traspuestas.
Desde la Edad media, “el viajero se ha sentido atraído por los misterios presentidos y las
maravillas posibles, encarnando a toda una época con sus sueños, temores y
necesidades”[32]. Y, en ese aspecto, los
siglos precedentes no podían ser diferentes. Incluso hoy en día, cuando la
creencia general sostiene que todo el planeta está perfectamente conocido y que
los satélites impiden que sobrevivan rincones inexplorados, ni el misterio, ni
las maravillas se diluyen cuando uno encamina sus botas a montañas, selvas o
cuencas fluviales de regiones exóticas. Y el moderno turismo de aventura ha
contribuido a mantener el halo fascinante de lo extraño. En esta práctica, algo
se arrastra de las viejas expediciones, y por eso interesa tanto. El viajero se
ve llevado por fotos deslumbrantes a parajes verdes, ricamente decorados con
cascadas o picos nevados que atraen, como atraían los dragones y países de
abundancia en los viejos mapas de los archivos coloniales. Los contrastes
siguen siendo movilizadores.
Pero si al paisaje le agregamos una pizca de historia (humana o
natural), se configura un escenario abierto a posibilidades maravillosas. En
esos espacios puede que el pasado no esté enterrado, puede que mantenga vigente
aquellas cualidades que todo Mundo Perdido reclama para ser tal: el
aislamiento, la lejanía, la alteridad, la plausibilidad pura. Y, en este
sentido, el auge de la arqueología y la antropología, desde el siglo pasado,
contribuyeron a exaltar la potencial existencia de sociedades perdidas, gracias
al descubrimiento de grandes civilizaciones y pueblos que el hombre ni siquiera
había imaginado.
Las selvas de la imaginación y el miedo
"En realidad había ido
buscando la selva (...). Y por un momento me pareció que también yo estaba
entrando en una gran tumba llena de secretos inconfesables. Sentí (...) la
presencia invisible de la corrupción triunfante, la oscuridad de una noche
impenetrable..." (Joseph Conrad, El Corazón de las Tinieblas, 1902, pág.
107).
La Selva ha sido, y es, desde hace siglos, un extraordinario caldo de
cultivo a experiencias maravillosas, místicas y horrorosas. “Laboratorio propicio para el
imaginario”, la selva supo enmarcar, en su ambiente
extraño y poco accesible muchos de los miedos y sueños de Occidente, gestando
la producción de cientos de testimonios escritos o plásticos que, por lo menos
desde la Edad Media, han dejado ver las ambivalentes actitudes del ser humano
frente a la densa espesura de la floresta[33].
Como espacio económico, de refugio o de prueba[34], la selva aparece también
como el lugar ideal para la alteridad
y lo fantástico; escenario de cuentos populares, rumores y leyendas. A ella se
han trasladado miedos y anhelos, monstruos, pesadillas y aspiraciones de
riqueza fácil o vuelta a la Naturaleza. Por momentos cobró vida propia,
premiando o castigando a sus invasores por intermedio de seres y/o personajes
que la secularización racionalista del siglo XVIII convirtió en supersticiones
sin fundamento, pero que no desechó del todo. Sus límites señalan el fin de un
mundo y el inicio de otro, en el que la vacilación intelectual y los sentidos
le confieren al hombre un lugar subalterno; un rol en el que la vieja premisa
bíblica de ser “Rey de la Creación” se desvanece, retrotrayéndolo a una
situación holística en la que se advierte como una parte más del entorno y
descubre su situación de inferioridad ante una “Creación” que lo domina y
convierte en el más débil de sus vasallos.
Conan Doyle no deja pasar por alto este aspecto propio de las selvas
de la imaginación literaria y escribe, poniendo en boca de Edward Malone:
“¿Cómo podré olvidar el solemne
misterio de todo aquello? La altura de los árboles y el grosor de sus troncos
sobrepasaba a todo lo que yo, hombre criado en la ciudad, había podido
imaginar” [Pág. 93].
“(...)Un rebullir constante, muy
por encima de nuestras cabezas, nos hablaba del mundo multitudinario de
reptiles, monos, pájaros y perezosos que vivían a la luz del sol, y que desde
sus alturas contemplaban asombrados nuestras figuras minúsculas, oscuras, y
bamboleantes en las negras profundidades que se extendían debajo de ellos a
distancia inconmensurable” [Pág. 95] [35].
La selva y lo desconocido entablaron por siglos una relación muy
estrecha que perdura y se agiganta cuando cae la noche, la otra incondicional
aliada de la floresta imaginaria. La selva, la noche y lo ignoto construyeron
una barrera difícil de franquear que, como señaló Marc Bloch (aunque
refiriéndose específicamente al tema del bosque), atrajo y repelió al mismo
tiempo las interferencias humanas en su entorno[36].
Selvas reales e imaginarias pueblan toneladas de documentos y obras
literarias; producciones que supieron movilizar las vertientes románticas
desatadas en el siglo XIX, con sus claroscuros y contornos misteriosos.
La selva, siempre la selva, demarcando, sitiando los espacios
civilizados y recreando conflictos que en ocasiones no aisladas
transmutaron los temores subjetivos en
acciones concretas de crueldad ofensiva contra aquellos que vivían, trabajaban
o simplemente disfrutaban de la densa y solitaria conglomeración arbórea.
La selva, como espacio referencial del imaginario colectivo en
perpetua elaboración, ha sabido conservar a lo largo del tiempo una de las
características esenciales, de la que hemos hablado más arriba: la plausibilidad. Dentro de sus límites
todo puede ser posible. Comarca ambigua por excelencia, sus escenarios
encierran supuestos hechos inusuales que, raras veces, quedan resueltos en la
mentalidad popular (o que no quieren ser resueltos)[37].
No podemos negar los peligros objetivos que las selvas encierran.
Aquellos que van desde la simple desorientación hasta las amenazantes
presencias de animales salvajes, muchos de los cuales han contribuido a la
construcción de esas “otras bestias” —las imaginarias— que desde hace
centurias apuntalan los temores del inconsciente colectivo de variadísimas
sociedades a ambos lados de los océanos.
Pero, a pesar de la desacralización que las selvas han sufrido dentro
de la cultura occidental, siguen empleándose, para describirlas, adjetivos que
mantienen aquella cosmovisión animista
de antaño y que aún perdura en las actuales comunidades que viven en la
espesura. La selva continúa siendo “inmensa”, “vacía”, “difícil de penetrar”,
“inhóspita” y “secreta”, “misteriosa” y “mágica”; aquel lugar “en el que el
hombre abandona todas sus empresas profanas”[38].
Los seres y comarcas maravillosas que han poblado (y pueblan) las
selvas extrajeron sus fuerzas de la imaginación; participando en nuestra
historia de forma extendida y duradera. El catálogo es inmenso, tanto en número
como en variedad. Desde el “Hombre Salvaje” del medioevo (representado
una y otra vez en las catedrales y manuscritos europeos) hasta el “Bigfoot”
o “Pie Grande” (de la moderna leyenda urbana canadiense y
norteamericana), la alteridad se instaló siempre más allá de las
fronteras conocidas. Hadas y enanos; duendes o númenes protectores de la
naturaleza; tribus perdidas o ciudades inalcanzables de oro y plata,
encontraron en lo opaco de la foresta un refugio seguro; sólo perturbado en las
extravagantes aventuras relatadas por novelas, tradiciones orales o diarios de
viajes de románticos exploradores.
Entre sus árboles también era posible retrotraerse a los “Tiempos
Primordiales”, a lo primitivo; a un mundo sin restricciones ni tabúes,
revelando así ocultas, inconfesables y reprimidas pulsiones. La selva participó
en la creación de un mundo paralelo y original, en donde la salvación (material
y espiritual) se mezclaba con la perdición del alma y del cuerpo, gestando un
sin fin de personajes y actitudes que iban de lo sublime a lo profano.
En El Mundo Perdido Conan Doyle no puede dejar de reflejar su
concepción evolucionista (o mejor dicho, darwinista), respecto de
la supervivencia del más apto, cuando —tomando a selva como ejemplo—
escribe:
“La vida, que odia la oscuridad,
pugna en aquellas grandes extensiones de bosques por ascender a la luz. Todas
las plantas, incluso las más pequeñas, se rizan y retuercen para llegar a la
superficie verde, enroscándose alrededor de sus hermanas más fuertes y más
altas en un supremo esfuerzo para huir de la sombra oscura (...).” [Pág. 94][39]
Hoy nos paramos ante la selva con cierta nostalgia. Nos sabemos
responsables de su diaria destrucción y, quizás, sea ese el motivo por el
cual solemos tomar este sentimiento de
culpa como ejemplo de crítica a la moderna y contaminada sociedad industrial.
El antiguo rechazo a la naturaleza “bruta” y a lo “no urbano” (tan propio del siglo
pasado) ha mutado en seducción y
atracción. Y la selva, divinizada, explotada, arrasada, contaminada o
idealizada, continúa siendo el reservorio ideal para ese imaginario de estructuras duras del que antes hablábamos;
capaz de crear efervescencias en el más desencantado de los hombres.
Por lo tanto, la noción de selva,
como parte constitutiva del paisaje, designa, ambiguamente, dos cosas distintas
a la vez: por un lado, un lugar material determinado y, por el otro, una representación figurativa, una
construcción imaginaria, en la que participan los valores morales y estéticos
de una época. Así pues, la relación entre los exploradores y la “foresta” se
inscribiría dentro de una historia de
larga duración, una historia de las
miradas, en la que espectador y escenario se relacionan combatiendo la
conciencia de ruptura que separa al
hombre de la naturaleza; y en la que el sujeto construye, según su propia mirada, el paisaje que tiene delante.
Analizados de esta forma, no sólo la selva, sino también la montaña,
el desierto o el bosque, quedan impregnados de un significado muy profundo y
paradójico. Profundo, porque las descripciones que se hacen del paisaje nos
hablan más de la sociedad que los describe, que del paisaje mismo. Paradójico,
porque sus caracteres básicos fueron construidos desde la ciudad. Como bien señala Fernando Aliata, “el paisaje es un producto del
saber urbano que esconde la nostálgica antinomia entre la ciudad y el campo” [40].
En este contexto —real e imaginario a la vez— se desarrollaron las
grandes expediciones del siglo XIX. Allí se formó la figura arquetípica del Explorer y de su particular mirada de la
naturaleza que, desde entonces, ha venido resistiéndose a cambiar en muchos
de sus aspectos esenciales.
Monstruos y bestias
Los monstruos y las expediciones han venido recorriendo los mapas
imaginarios de Occidente desde hace centurias. Los griegos crearon sus
monstruos, los romanos los conservaron y las sociedades medievales poblaron el
planeta desconocido con bestias salidas de sus propios temores y angustias.
Durante la exploración de los océanos, a lo largo de los siglos XV y XVI, esta
extraña fauna que emanaba de la fantasía, creció en América y en todos los
rincones que pasaban a ser parte del universo conocido.
“—(...) Digo que míster Waldron
está muy equivocado al suponer que, por no haber visto con sus propios ojos uno
de los llamados animales prehistóricos, puede afirmar que tales animales no
existen —dijo el profesor Challenger.— Ellos son nuestros ascendientes; pero
también nuestros ascendientes contemporáneos, a los que podemos ver con todas
sus horrendas y formidables características, si tenemos la energía y el valor
de buscar sus guaridas y querencias. Existen aún animales a los que se supone
de la época jurásica, monstruos que derribarían y devorarían a los más feroces
y grandes de nuestros mamíferos. Lo sé porque he visto algunos de esos animales
con mis propios ojos” [Pág. 63].
Allí donde el hombre posaba sus botas surgían los seres monstruosos,
enfrentando los dictámenes de la razón y el sentido común. Y, como era de
esperar, ni el siglo XIX ni el XX, carecieron de ellos. Pero éstos ya no eran
el producto de castigos celestiales o milagros. La providencia divina
le daba paso a un evolucionismo muchas veces mal interpretado que trató, por
todos los medios, de explicar con argumentos científicos hechos que
excedían la comprobación empírica y que,
por lo tanto, eran imposibles de certificar.
Creaturas del imaginario en todas las culturas, los monstruos han acompañado al
hombre desde los orígenes mismos de la historia. Sus angustiantes y atractivas
presencias se detectan tanto en momentos de aislamiento como de expansión
territorial; y por ello las relaciones que guardan con la exploración y los
exploradores es más que evidente.
Cada entrada en un nuevo
territorio estuvo casi siempre precedida por una imaginaria colonización
anterior; no de hombres o sociedades “normales”, sino de seres y
animales que atentaban contra las teorías y concepciones tradicionalmente
aceptadas.
“—Observen eso —dijo Lord
Roxton—. Esta huella debe de pertenecer al padre de todos los pájaros.
En el barro que teníamos delante
se advertían pisadas enormes de un pie con tres dedos. El animal, fuese el que
fuese, había cruzado por el pantano y se había metido en el bosque. Todos no
detuvimos para examinar la huella monstruosa. Si era un ave, su pie resultaba
tan enorme, comparado con el avestruz, que, si su tamaño guardaba proporción,
tenía que tratarse de una cosa descomunal”.[Pág.
138]
El monstruo es la más clara
personificación de lo caótico, de las
fuerzas descontroladas de la naturaleza; son seres que cuestionan o impiden el
avance del universo ordenado que el hombre encarna con su razón y tecnología.
Constituyen una extraña galería que es lógico ubicar fuera de los mapas, puesto que los escenarios caóticos
requieren de seres que representen lo mismo.
Una de las cualidades más destacadas de los monstruos es que son, por
esencia, asociales. Desoyen el llamado de las
aglomeraciones y prefieren el aislamiento y la soledad. Los sitios inhóspitos
son sus guaridas y la elusividad, su
permanente conducta. Difíciles de
encontrar, su potencial existencia queda condicionada por las coordenadas del
lugar y del tiempo, aún analizadas sincrónicamente. Esto quiere decir que todo contexto crea significado, y que
ciertos ambientes son más apropiados que otros para que la creencia se asiente
y solidifique. Es fácil combatir a los monstruos por medio de la risa cuando
uno está resguardado por los cuatro muros de una casa, en pleno corazón de la
ciudad. En esas circunstancias lo primero que aflora es lo grotesco. Pero la
cuestión se vuelve un tanto diferente cuando, sumergidos en regiones extrañas y
rodeados de selva o montaña, nos convertimos en atentos oyentes de leyendas y
rumores locales. Es entonces cuando la arrogancia racionalista, hija de las
luces urbanas, se debilita.
Y justamente, de esta debilidad se aferraron muchos exploradores para
absorber y difundir cientos de historias sobre seres monstruosos y extraños
animales que aún faltaban catalogar (o que estaban “fuera de catálogo” —extintos— desde hacía millones de años).
“—¿Y qué me dicen de eso?
—exclamó, triunfalmente, el profesor Summerlee, señalando lo que parecía ser la
huella de una mano humana, aunque con tres dedos.
—Yo las he visto iguales en las arcillas de
Weald —exclamó Challenger, jubiloso—. Se trata de un ser que camina erecto
sobre sus pies de tres dedos y que de cuando en cuando apoya en el suelo una de
sus garras delanteras de cinco dedos. No se trata de un ave, mi querido Roxton;
no se trata de un ave.
—¿Una fiera?
—No; es un reptil, el
dinosaurio” [Pág. 139].
La lista de monstruos es infinita. Podemos clasificarlos por tamaño,
por comportamiento o por lugar (terrestres, lacustres, fluviales y marinos).
Podemos dar descripciones ambiguas o pormenorizadas de cada uno de ellos.
Podemos reírnos, asustarnos o descreer, pero nunca obviarlos. Han estado y
seguirán estando con nosotros, sobreviviéndonos. Son parte de la “arquitectura
fantástica del universo” [41] y
caracterizan “el viejo culto al misterio, que llegó a ser en muchos casi una
embriaguez”[42].
Los monstruos son imprevisibles, anómalos, y por lo tanto símbolos
perfectos del peligro y el terror. Abren un agujero de sentido; rompen las
leyes; representan la materialidad pura y lo orgánico. Carecen de moral y
encarnan el más arcaico de los temores humanos: la fantasía de devoración.
Ocultos de la vista del hombre, los monstruos se alían con la distancia
y la oscuridad; y con ellas se vuelven más tangibles, presentes y
potentes. En cierto modo, los seres del rumor y la leyenda, representan a la
oscuridad más descontrolada, al misterio y al miedo.
“Habíamos salido del pantano
siguiendo las huellas, y habíamos cruzado una cortina de arbustos y árboles. Al
otro lado había un claro de bosque, y en él, cinco de los animales más
extraordinarios que yo he visto nunca. Su piel era de color pizarroso, con
escamas como las de un lagarto (...). Los cinco estaban sentados, balaceándose
sobre sus colas anchas y potentes y sus enormes patas traseras de tres dedos,
mientras que sus pequeñas patas delanteras de cinco dedos tiraban hacia abajo
de las ramas de las que estaban comiendo. No se me ocurre manera mejor de
explicarle a usted su aspecto que decirle que se parecían a monstruosos
canguros, de veinte pies de largo y de piel parecida a la de cocodrilos negros” [Pág. 139].
Pero al mismo tiempo, los monstruos han sido auténticos creadores
de héroes; y en el Mundo Perdido de Conan Doyle esa misión de heroificar
se vuelve más que evidente a lo largo de las páginas de la novela.
Durante la Edad Media fueron los santos, algún que otro papa y los
guerreros, los encargados de luchar contra esas deformes manifestaciones de
Satán, y los monstruos quedaron asociados así con el diablo. Pero, como es
lógico, en tiempos del profesor Challenger las cosas habían cambiado. Ahora era
la ciencia, el análisis y el conocimiento las bases del progreso. Los santones
eran inefectivos a la hora de matar monstruos. Ya no alcanzaban las espadas, ni
las oraciones de exorcismo. Se requería de científicos para destruirlos; y para
el caso, Challenger, Summerlee, Malone y Lord Roxton se convirtieron en los
nuevos San Jorges de comienzos del siglo XX[43]. Ellos enfrentarán (y
estudiarán) en la meseta del Mundo Perdido a pterodáctilos,
estegosaurios, allosaurios e iguanodontes, con la misma valentía y compromiso
que el santo de la leyenda cristiana.
“Vista
desde un satélite, vestida con todas las posibilidades que pueda propiciarnos
la era tecnológica, la Tierra cada vez
más se aleja de ser un sitio inexplorado por el hombre. ¿Es válido pensar que
tal vez aún desconocemos ámbitos y seres
que habitan bajo el mismo cielo que nosotros?
No debemos
olvidar que la ciencia también puede equivocarse u obviar ciertos hechos. Un
ejemplo de esto ocurrió en África en 1864 cuando la comunidad científica ignoró reportes sobre
un extraño animal que se parecía al hombre. Tiempo después descubrieron que se
trataba del gorila, hasta entonces desconocido por los ojos del mundo
occidental.
Hasta 1915
los zoólogos ignoraron los reportes de la China sobre un oso blanco y negro,
que comía bambú. No fue sino hasta ese mismo año que unos zoólogos dieron a
conocer al mundo al oso panda.
Recientemente en 1976,
en las arenas de Hawai, se descubrió una nueva especie de tiburón, llamado el
Boca Grande, de 20 pies
de largo.
Hoy en día,
el continente asiático no deja de deslumbrarnos con nuevos acontecimientos de
esta índole. Uno de los últimos descubrimientos más sorprendente ocurrió en 1994. En una remota
selva, llamada “El Mundo Perdido”, los zoólogos han descubierto dos nuevas
especies de mamíferos de mediano tamaño. El monjá es un antílope que pasa la
mayoría de su tiempo en el agua. Se piensa que su extraño rostro ha
evolucionado de modo que sus orificios de la nariz están encima de su barbilla
y de esta manera puede respirar mejor en el agua. El bukon es un zorro, pero es
atípico respecto a los demás, porque tiene unos cuernos puntiagudos y muy
altos.
Esta larga cita —transcripta
de un filme documental, ampliamente difundido por la televisión de los años
noventa— deja flotando en el ambiente el romántico sueño de poder seguir
encontrando bolsones de insularidad —“islas”, como las llama L. Boia— en
las cuales poder toparnos con realidades insospechadas y monstruos no
clasificados.
Éstos, desde hace algún tiempo, han desaparecido de muchos continentes
ya explorados, pero se niegan a abandonar la imaginación del hombre.
Siguen exigiendo su derecho a estar.
“De cuantas cosas veíamos a
orillas del lago, nada encontraba yo tan maravilloso como la inmensa sabana de
agua que se extendía ante nosotros. Las aguas del lago hervían con una vida
extraña: grandes lomos de color pizarra y de altas aletas dorsales salían fuera
del agua(...), tortugas enormes, saurios extraordinarios y un enorme animal
plano (...) proyectaba fuera altas cabezas de serpientes. Uno de esos animales
salió poniéndose al descubierto de forma de tonel con enormes aletas detrás de
un largo cuello de serpiente. ¡Un plesiosaurio! ¡Un plesiosaurio de agua
dulce!” [Pág. 213, 214].
Los hijos pródigos del Profesor Challenger
Percy Harrison Fawcett (1867–1925), inglés, miembro de la Real
Sociedad Geográfica, topólogo y militar del ejército británico, personifica,
como ningún otro, al prototipo del explorador romántico de fines del siglo XIX
y principios del XX. Entre 1906 y 1925 (año en que desapareció) organizó
variadas expediciones al “Infierno Verde” amazónico para actuar como árbitro en
los conflictos limítrofes suscitados entre Bolivia, Perú y Brasil. Agudo en sus
observaciones, Fawcett estableció con pericia los límites político de dichos
Estados, internándose y explorando regiones por las cuales pocos occidentales
habían dejado sus huellas. Si bien cronológicamente sus viajes se practicaron a
inicios del siglo XX, debemos dejar por sentado que su espíritu, motivaciones y
valores fueron claramente decimonónicos. Fawcett fue un hombre del siglo XIX,
hijo del imperialismo inglés y del expansionismo europeo sobre suelo americano.
Su función, como árbitro entre Estado soberanos de Ibero América, perseguía un
objetivo que él mismo dejara por escrito en su obra A Través de la Selva Amazónica:
”aumentar el
prestigio inglés en la zona”[45].Y es que Inglaterra se veía sumamente interesada en mantener su
presencia en la región a causa de un producto que por sí solo encierra una
larga y trágica historia: el caucho, el “árbol que llora”, fuente de inmensa
riqueza, y de la que los británicos no querían quedarse al margen.
Así pues, con la intención de prestigiar a su país y mantener activa
la presencia británica en la región, Fawcett entró en relación con una selva misteriosa, que terminaría amando y en
la cual dejaría sus propios huesos.
Las crónicas de sus viajes (que escribiera en 1924, un año antes de
morir) se encuadran dentro de la denominada literatura
de supervivencia, inaugurada con las grandes exploraciones del siglo XVI y
que perdurará hasta bien entrado el siglo XX.
En este género, el explorador/escritor se convierte en el héroe de su
propio relato (igual que Edward Malone en la novela de Conan Doyle),
describiendo las penurias, peligros y sucesos extraños de los que fuera
testigo. A lo largo de las páginas de su libro, Fawcett hace desfilar los más
variados productos del imaginario, esos que van desde las ciudades perdidas a
las minas ocultas y de las tribus “blancas” a los monstruos. Así, el excéntrico
explorador inglés, hace de la selva un escenario en donde toda proporción, toda
norma, queda desequilibrada. El “infierno emponzoñado”, como él la denomina, es el símbolo mismo de
la anarquía. Allí, la ley de los hombres
y de la naturaleza no tienen cabida. Todo es caos, desorden, nada es
claro ni “ajustado a derecho”. Tanto la esclavitud por deudas (sufrida
por los indios, en pleno siglo XX) como los actos de espantosa barbarie
(cometidos impunemente por los empresarios del caucho o fugitivos alejados de
la civilización) denotan que esas selvas son “otro mundo”;
uno muy distinto del que Fawcett salía.
Tampoco la naturaleza se manifiesta de manera “normal”.
Las descripciones que hace de animales y plantas están empapadas de
exotismo y misterio. Serpientes, pirañas y cocodrilos (sic) co-protagonizan más
de una de sus desventuras a lo largo de la obra, y en todos los casos llaman la
atención por lo desproporcionado de sus dimensiones.
De todas las bestias que habitan el Amazonas, la anaconda gigante es, con seguridad, la que mayor cantidad de historias ha desatado y Fawcett fue uno
de los tantos que se encargaron de divulgarlas.
Según el propio explorador, él mismo fue testigo presencial de la
aparición de una anaconda que medía un total de 18 metros de largo. Un
verdadero monstruo que, al decir de los lugareños, no era el de mayor tamaño,
ya que afirmaban haber encontrado ejemplares de 23 metros , y aún de 40 metros de longitud
(por más que los zoólogos sostengan que dimensiones como esas sean muy poco
probables y que la exageración haya dotado a esos reptiles de una monstruosidad
dimensional que excede con creces los 9 metros científicamente comprobados a la
fecha).
Pero
Fawcett no se limita a la anaconda, va mucho más allá.
Su galería de monstruos incluye también a
un
“[...]
Tiburón de agua dulce, enorme, pero sin dientes, de los que se dice que ataca a
los hombres y los traga, si tiene una oportunidad” [46].
Habla del Mipla,
“un
gato negro de aspecto perruno y del tamaño de un sabueso”[47], de
“culebras e insectos aún ignorados por los hombres de ciencia y, en las selvas
del Madidi (Bolivia), de bestias misteriosas y enormes que han sido perturbadas
frecuentemente en los pantanos, posiblemente monstruos primitivos como aquellos
que se han informado en otras partes del continente” [48].
“Monstruos
primitivos”. Aquí Fawcett pega un salto hacia la
credulidad más absoluta y se zambulle de lleno en el imaginario aborigen del
Amazonas (repleto de seres extraños y demonios descriptos como antediluvianos).
Él no los desecha, los incorpora a una realidad plausible cuando escribe la
siguiente pregunta retórica:
“[...]¿Por
qué dudar, si quedan aún tantas cosas extrañas por descubrir en este continente
misterioso? ¿Por qué, si viven insectos, reptiles y pequeños mamíferos todavía
no clasificados, no podría existir una raza de monstruos gigantes, remanentes
de especies extinguidas, que viviesen en la seguridad de las vastas áreas
pantanosas aún no exploradas? En el Madidi, Bolivia, se han descubierto grandes
huellas, y los indios nos hablan de una criatura enorme, descubierta a veces
semisumergida en los pantanos” [49].
El párrafo anterior sintetiza, como pocos, el típico Mundo Perdido del que hablamos. Un
espacio inaccesible en el que el tiempo parece haberse detenido y los vestigios
del pasado se mantienen con vida, atentando todo razonamiento lógico y
evolucionista.
Al respecto, quisiera desarrollar una relación que encuentro sumamente
interesante y que probaría las íntimas conexiones existentes entre la novela de
aventuras y el espíritu de exploración.
Como ya hemos explicado anteriormente, Conan Doyle relata la
peripecias sufridas por un grupo de científicos en una expedición realizada a
una misteriosa y aislada meseta de la selva amazónica; en la que sobreviven
especies prehistóricas, extinguidas desde hace millones de años. A lo largo de
sus páginas se pueden detectar claramente los prejuicios de la época, el
imaginario imperante y el atractivo despertado por lo exótico en las
mentalidades victorianas. Es, en sí mismo, un compendio inmejorable de todas
las expediciones de ficción que se escribirían más tarde y una fuente de
inspiración para muchos exploradores de la vida real que, imitando al personaje
de la novela (el profesor George E. Challenger), se lanzaron en la búsqueda de cápsulas territoriales, detenidas en el
tiempo.
Fawcett
fue uno de ellos.
Escribe el malogrado explorador inglés:
“Ante nosotros se levantaban las
colinas Ricardo Franco, de cumbres lisas y misteriosas, y con sus flancos
cortados por profundas quebradas. Ni el tiempo ni el pie del hombre habían
desgastado esas cumbres. Estaban allí como un mundo perdido, pobladas de selvas
hasta sus cimas, y la imaginación podía concebir allí los últimos vestigios de
una Era desaparecida hacía ya mucho tiempo. Aislados de la lucha y de las
cambiantes condiciones, los monstruos de la aurora de la existencia humana aún
podían habitar esas alturas invariables, aprisionados y protegidos por
precipicios inaccesibles” [50].
Creo que no hay mejor ejemplo para reflejar el sentimiento de insularidad
que el párrafo anterior; pero por más que Fawcett se esfuerce en decirnos que
fueron sus experiencias exploratorias, y sus fotografías, las que inspiraran a
Arthur Conan Doyle a escribir su encantadora novela[51], hay ciertas discordancias
cronológicas, y paralelismos en las tramas de ambos textos, que nos permiten
sospechar que el sentido de la influencia fue exactamente al revés: Conan Doyle
fue el que incitó la imaginación de Fawcett
Conan Doyle publicó El Mundo Perdido en 1912 y Fawcett
escribió sus aventuras recién en 1924 (casi veinte años después de haber vivido
las experiencias de las que habla). Si se comparan ambos textos, se vuelve
evidente que el explorador inglés organizó todo su relato a partir del folletín
del Strand Magazine, emulando en
muchos aspectos al profesor Challenger. Fawcett es Challenger, y las
estribaciones de la meseta de Ricardo Franco (Serra do Roncador, Estado do Mato
Grosso, Brasil) no son otras que las de la fascinante Tierra de Maple White (nombre con el que Conan Doyle bautizó a su
mundo perdido).
Basta con comparar el párrafo citado
anteriormente —y escrito por P. H. Fawcett en 1924— con el siguiente, extraído
de la novela publicada en 1912:
“[...]
Desde aquella altura me encontraba en situación ventajosa para formarme una
idea más exacta de la meseta que se alzaba en lo alto de los montes rocosos.
Saqué la impresión de que era extensísima; no pude distinguir ni por el Este ni
por el Oeste el final del panorama rocoso cubierto de verde.[...] Una zona,
quizás de la extensión del condado de Sussex, fue alzada en bloque con todo su
contenido viviente y cortada del resto del continente por precipicios
perpendiculares de una dureza que los hace resistentes a la erosión que tiene
lugar en todo el resto del continente. ¿Qué resultado se derivó de ahí? El de
que las leyes naturales quedaran en suspenso. Allí quedaron neutralizados o
alterados los distintos impedimentos y trabas que influyeron por la lucha de la
existencia en el ancho mundo. Sobreviven seres que de otro modo habrían
desaparecido ya[...]. Han sido conservados artificialmente gracias a esas
condiciones accidentales y extrañas” [pp. 50-51].
¿Quién
es quién?
¿Quién
fue primero, Fawcett o Doyle-Challenger?
El coronel Fawcett arribó a Bolivia en 1906, y fue recién en su
segunda expedición de 1908 en la que pudo observar las colinas de Ricardo
Franco. Sus comentarios a Conan Doyle debieron de haberse realizado entre ese
año (ya en el mes de noviembre estaba en Buenos Aires de regreso de la selva) y
1912, año de la publicación de la célebre novela. No negamos (aunque no es un
hecho comprobado[52])
que Conan Doyle se haya sentido atraído y motivado por los relatos del
explorador; especialmente por sus sugestivas fotos de la meseta, tal como el
propio Fawcett lo indica[53].
Lo que no es desatinado es suponer que, varios años más tarde,
el militar británico reacomodara sus recuerdos y apuntes al argumento
central de la taquillera novela de aventuras; y que en las expediciones
posteriores a 1912 buscara y encontrara los lugares y situaciones
que describiera Conan Doyle en la novela.
Así, la ficción y la realidad se mezclan, se entrecruzan y confunden.
La realidad alimentando la imaginación de un escritor, y ésta movilizando a un
explorador a seguir buscando ilusorios parajes, civilizaciones y razas[54].
Esta interrelación señala un aspecto de interés, al que muchos
historiadores de mentalidades le han
dedicado largas y debatibles páginas. Me refiero a los mecanismos por los
cuales situaciones, generadas en un marco
estrictamente literario, se transportan a la realidad histórica y pasan a
ser objetos de búsqueda, ya no por
personajes de ficción, sino por hombres de carne y hueso que, como P. H.
Fawcett, arriesgaron sus vidas en pos de maravillosas quimeras.
Por otro lado, el ejemplo analizado deja claramente al descubierto
aquella excelente máxima escrita por Jean Paul Sartre, en su libro La
Náusea, en la que dice que “todas las aventuras se viven en el pasado”; revelando —como lo hace Fawcett— que en todo relato de viaje la
invención no queda nunca ausente.
Desde los días de Francisco Pizarro (siglo XVI), las inmensidades
sudamericanas han venido generando un imaginario movilizador. Una simple
palabra o frase bien armada fueron suficientes para catapultar a una expedición
en búsqueda de Dorados fantasmas
(sean éstos culturales o biológicos).
Ciertos escritores han sabido explotar muy bien la veta y, sin
proponérselo, contribuyeron al impulso romántico por explorar lo inexplorado.
Luis Córdova, un ensayista chileno que ha publicado varios artículos
interesantes por Internet, reconfirma lo que decimos cuando indica que:
“Poco después de la publicación
de la novela de Conan Doyle, un diario inglés informó que el yate Delaware
había partido desde Filadelfia, Estados Unidos, rumbo al río Amazonas. La
tripulación estaba compuesta por un osado grupo de exploradores que pretendían
recorrer a fondo este cauce y sus tributarios en interés de la ciencia y la
humanidad, buscando el mundo perdido de Conan Doyle, o alguna evidencia física
sobre su existencia. La expedición estaba encabezada por el capitán Rowan y el
profesor Farrable” [55].
Según se dice, el novelista británico al enterarse de semejante
aventura le dijo a su esposa: “Déjalos que vayan, si no encuentran la meseta con seguridad van a
encontrar alguna otra cosa de interés para la ciencia”.
Pero, ¿En dónde buscar? ¿En qué región de Sudamérica se inspiró Conan
Doyle para concebir la fantástica Tierra de Maple White? ¿Tiene razón el
coronel Fawcett cuando afirma que son las colinas de Ricardo Franco la fuente
de donde manó todo?...
Según algunos investigadores, Conan Doyle imaginó su mundo perdido en
la meseta de Roraima, una elevación de 2.772 metros , ubicada
en donde confluyen las fronteras de Venezuela, Brasil y Guayana[56]. En la novela se dan
vagas referencias al sitio exacto en donde transcurre la acción principal; así
todo se dice claramente que avanzaron por el Amazonas y que, desde Manaos, se
desviaron por un tributario hacia el norte, llegando finalmente ante las paredes
verticales de la meseta. Es cierto que no hay referencias directas a Roraima,
aunque sí parece tratarse de ese lugar. La ruta coincide, y en determinado
momento Lord Roxton apunta: “Bien sea por aquí, en el Mato Grosso, o aquí arriba, en este
rincón, en el que coinciden tres países, no me sorprendería nada(...)”.
Además, hay otros datos que nos permiten afianzar esta hipótesis.
Desde 1890, los conflictos limítrofes entre Venezuela y la Guayana
Británica (zona en donde se levanta Roraima) estaba en boca de la “gente culta
de Londres”, de la diplomacia y de unos cuantos exploradores. Hacia 1884,
Evarard Im Thurn consiguió ascender por primera vez al Roraima y regresó a
Europa con muestras y relatos de la famosa meseta, afirmando que había especies
desconocidas en la cima[57]. Estos comentarios
llegaron a oídos de Conan Doyle ya que —como indica su biógrafo— el escritor
quedó vivamente impresionado por una charla que Thurn dio en Londres.
Hoy en día el tepuy de Roraima pertenece a Venezuela y su superficie
es bastante distinta a la descripta por Conan Doyle. En su cumbre no hay selvas
ni pantanos, sino un terreno rocoso donde escasean las plantas y los únicos
animales raros son los insectos[58].
Pero lo que pudo haber sucedido es una operación una tanto más rebuscada,
aunque muy común en los escritores de ficción: poner las descripciones que
Fawcett le hiciera (mostrándole las fotos) en un espacio geográfico distinto.
Es decir: transportar los contornos de las colinas de Ricardo Franco (Serra do
Roncador, Brasil) a suelo Venezolano (sitio donde se levanta la meseta de
Roraima).
Escribe el protagonista Edward Malone, en El Mundo Perdido:
“Aquella noche acampamos al pie
mismo del despeñadero rocoso. El sitio resultaba salvaje y desolado. Los
acantilados que se alzaban encima de nosotros no eran precisamente verticales,
sino que cerca del borde superior estaban combados hacia fuera, desafiando de
ese modo toda posibilidad de escalarlos. No lejos de nosotros se alzaba una
roca altísima en forma de pináculo (...), y su parte superior alcanzaba igual
nivel que la meseta, aunque entre ambas se abren las fauces de una enorme sima” [Pág. 108].
Las fotos dejadas por Percy H.
Fawcett concuerdan a la perfección con la descripción que acabo de transcribir.
Basta con observarlas para advertir que ahí están las paredes verticales y
combadas, la vegetación en la cumbre y lo más característico: la altísima roca
en forma de pináculo[59].
Otros mundos perdidos
Pero no sólo el continente Americano ha dado refugio a bestias
extrañas. Numerosos lagos del planeta se dignan en poseer dinosaurios acuáticos
—por ejemplo el “plesiosaurio” del Loch Ness, en Escocia; el monstruo
lacustre del lago Storsjön, en Suecia; el nadador antediluviano del lago Champ,
en Estados Unidos; o el Nahuelito, del lago Nahuel Huapi, en Argentina)[60]. Casi todos los
continentes poseen sus “reservas ecológicas” de criaturas prehistóricas
y gigantescas. El tamaño sigue constituyendo el principal signo de alteridad, desde
la época en que los gigantes y los enanos poblaban la Tierra.
A fines del siglo pasado, y sin que la industria cinematográfica
desplegara sus millones de dólares y tecnología de animación por computadora
para revivir a las bestias de la época Jurásica, mucha gente consideraba
posible la existencia de animales prehistóricos en remotos lugares del mapa;
sean éstos mamuts lanudos, pájaros gigantes o brontosauros africanos
escondidos en pantanos del Congo. Incluso se organizaron expediciones para
certificar la existencia de los mismos; y, en todos los casos, se terminó por
no encontrar nada.
De todos los animales desaparecidos, el mamut lanudo (extinguido hace aproximadamente unos 10.000 años) es
el que mayor falsa certeza ha despertado. Quizás se deba a que hace
relativamente poco tiempo que desapareció, si lo comparamos con los grandes
saurios del Mesozoico, borrados de la faz de la Tierra hace más de 60 millones
de años. De todas formas, sea el margen cronológico que sea, lo cierto es que
hacia 1899 mucha gente creía posible encontrar en las frías estepas asiática, o
en las heladas planicies de Alaska, a estos enormes elefantes con pelo pastando
tranquilamente. Se organizaron expediciones
para cazarlos. Se siguieron historias ficticias publicadas por diarios
sensacionalistas; e incluso, en 1918, un cazador ruso informó al cónsul francés
de Vladivostok sobre cierto mamut, que dijo haber perseguido por el cinturón
boscoso del Asia rusa. El descubrimiento de restos congelados de mamut, en
excelente estado de conservación, reavivaron la fantasía y aún hoy en día se
sigue especulando sobre la existencia de los mismos en la Taiga[61].
Hubo una época en que hasta las aves eran gigantescas. El Didornis o Moa, por ejemplo, llegó a medir unos 3,7 metros de alto, y
solía pasear su esbelta figura por la espesura de Nueva Zelanda. No se sabe con
exactitud cuando se extinguió; pero todo hace suponer que los aborígenes de las
islas cazaron a este enorme pájaro (semejante al avestruz actual),
indiscriminadamente, hasta el año 1300 d. C.; momento en que el último Moa cayó
muerto. Pero, en la década de 1830, un traficante llamado J. S. Polack, brindó
algunos informes sobre el animal. Dijo haber visto sus huevos y escuchado
que aún vivían “en lo alto de las montañas”. Otro ejemplar de un Mundo Perdido resucitaba; y los testimonios sobre su existencia, y las
búsquedas que se desencadenaron, se sostuvieron hasta 1878. Las islas del Pacífico sur y
su poco convencional fauna, ayudaron al respecto.
África fue el Continente
Misterioso preferido del siglo XIX. Aventureros, funcionarios, cazadores de
fortuna y exploradores se fascinaron con las extensiones africanas, con sus
gentes tan distintas, con sus selvas y lugares olvidados de la mano de Dios
(del Dios cristiano, se entiende). Allí también los grandes reptiles
resurgieron de sus fósiles y volvieron a caminar sobre el planeta.
Durante más de dos centurias se ha venido difundiendo la noticia de
que en África Central existe un animal enorme, con fuertes garras, extensa
cola, largo pescuezo y nariz prominente, habitando los inexplorados pantanos
del Congo. Se cuentan de él historias increíbles, esas que congregan a la
gente y excitan la imaginación. Los
viajeros europeos del siglo pasado conocían de estas preferencias y le dieron
al público lo que el público pedía: un reptil gigantesco, conocido por los
congoleños como el Mokele-Mbembe[62].
Un relato temprano y popular de
fines de la época victoriana fue divulgado por el viajero y narrador de
exageraciones Alfred Aloysius Horn, quien siguiendo el estilo tradicional
escribió que
“Más
allá de Camerún viven cosas sobre las que no sabemos nada [...]. Dicen que
Jago-Nini todavía se encuentra en los pantanos y los ríos. Significa
‘zambullidor gigante’. Sale del agua para devorar a la gente. Los ancianos te
dirán que lo vieron sus abuelos, pero aún creen que está allí” [63].
Este relato congolés fue y es creído todavía por toda una legión de
exploradores, autodefinidos con el pomposo título (no oficial) de criptozoólogos (buscadores de
animales extintos o desconocidos) que, desde hace décadas, se siguen
lanzando tras la elusiva bestia de los pantanos.
A principios de siglos, y partiendo del supuesto de que el animal era
un dinosaurio, se financiaron expediciones
que fracasaron a causa de las fiebres, los ríos y lo inaccesible de los
lugares en los que el rumor ubicaba al monstruo. Pero ese mismo fracaso era el
que mantenía viva la llama de la esperanza, de la posibilidad futura de
encontrarlo y seguir conservando el convencimiento de su existencia.
Según relata Daniel Cohen en Enciclopedia de los Monstruos, el
criptozoólogo inglés Ivan Sanderson, en 1932, aseguró haber visto huellas
grandes y oído ruidos aterradores salir de las cuevas localizadas a orillas de
un río en el Congo. Esta experiencia se enlaza con la historia relatada por los
miembros de la expedición alemana del capitán Freiherr von Stein Lausnitz,
quienes, antes de 1914, también juraron escuchar hablar del dinosaurio conocido
como Mokele-Mbembe, en la región
central de África.
En cada una de estas expediciones el rumor cumplió un rol
protagónico destacado, suscitando atracción y repulsión al mismo tiempo, y
rechazando constantemente la verificación de los hechos. Se alimentó de todo y
no dudó en pasar del estatuto del “se
dice” al de la certeza. Si el monstruo existía desde el comienzo no había
más que buscar sus rastros. Y se siguieron encontrando hasta entrada la década
de 1980. En esa oportunidad, el bioquímico norteamericano Roy P. Mackal,
recorrió con sus colegas, James Powell y Richard Greenwell (todos reconocidos “cazadores
de monstruos”), las traicioneras extensiones de los pantanos de Likouala,
en la República Popular del Congo, recogiendo informes sobre el enigma
biológico en cuestión. Ninguno pudo ver al Mokele-Mbembe. Nadie jamás
fotografió a uno o descubrió los restos de un ejemplar muerto, pero todos saben que llega a medir más de nueve
metros de largo y que su comida favorita es el fruto de la landolfia, de sabor
agridulce y semejante a una bergamota[64].
Como puede verse, los ilusionados (¿alucinados?) hijos del
Profesor Challenger no han tenido tanta suerte como su progenitor [65].
Un
color todopoderoso: el blanco.
“¡Levántate,
hombrecillo y aparta tu cara de mis botas!”
[Lord
Roxton dirigiéndose a un indio, Pág. 198]
Toda exploración en regiones consideradas vírgenes tiene distintos
momentos de dramatismo, pero no existe instante más sobrecogedor que aquel en
el que el viajero se topa con alguna sociedad desconocida. Entonces el “Otro”
toma forma concreta, se materializa señalando diferencias, indicando también
similitudes y despertando, siempre, sentimientos contradictorios que van de la
admiración al desprecio. Todo un arsenal contenido de adjetivos calificativos
se desploma sobre la “nueva raza” y, como hemos dicho antes, el
imaginario cumple allí una función inevitable. Hombres distintos, creencias
incomprendidas, rituales extraños y constituciones físicas condimentadas con
mil suposiciones fantásticas, llevan al “aborigen” a recorrer una escala
ontológica que va de lo monstruoso a lo angelical; del caníbal agresivo al “buen
salvaje”. Una vieja costumbre que, en América, se arrastra desde los días
de Cristóbal Colón.
Por lo general, la presencia de razas diferentes suele
anunciarse de un modo siempre amenazador; y nada puede ser más inquietante que
la resonancia del objeto más clásico de la literatura de aventuras (objeto que
por sí solo representa el exotismo por antonomasia): el tambor de la selva.
“Al tercer día de nuestro viaje
advertimos en la atmósfera un extraño y profundo latir, rítmico y solemne, que
durante toda la mañana fue y vino de una manera caprichosa.
—Pero bueno, ¿qué es
eso?—pregunté [Malone].
—(...) Tambores de guerra.
—Sí, señor, son tambores de
guerra —dijo Gómez, el mestizo.—Son indios bravos, no mansos; nos vigilan milla
a milla según vamos avanzando, y nos matarán si pueden” [Pág. 95].
Sumergidos en la espesura de la jungla —zona de refugio y mimetismos
extraños—, los parches estirados de los timbales suenan distintos. Recrean una
atmósfera de peligros inminentes y contribuyen a que la ansiedad crezca, cuando
uno se siente observado desde el bosque colindante. Así pues, una imagen
prototípica en las novelas, y crónicas de viajes por lugares apartados del
mundo, es aquella que representa a los civilizados blancos europeos
recorrer territorios desconocidos mientras son vigilados por los miembros de
tribus locales, por lo general embebidas de actitudes hostiles y salvajes.
Al respecto, Conan Doyle pone en boca de su periodista estrella (E.
Malone) el siguiente comentario:
“Permanecimos en el campamento y
recuerdo que durante todo el día no conseguí quitarme de encima la obsesión de
que nos acechaban con gran atención, sin que yo tuviese el menor indicio de
quién era nuestro observador y dónde se escondía. (...) Una y otra vez me volví
rápidamente para mirar, seguro de descubrir a alguien; pero sólo me encontré
con la oscura maraña de la selva y la umbría solemnidad cavernosa de los
grandes árboles (...). Sin embargo, cada vez se fue haciendo más fuerte en mí
la convicción de que allí cerca, a nuestro lado, alguien nos observaba, alguien
o algo lleno de perversidad” [pp.149,150].
Y para la era del imperialismo era común que la perversidad fuera una
condición casi natural en seres que —diferentes del occidental, urbanizado y
culto— se definían por ostentar las tres categorías básicas de alteridad: la
desnudez, el canibalismo y los sacrificios humanos.
En el siglo XIX y principios del XX, salir del ámbito europeizado de
las ciudades e internarse en escenarios que raras veces habían tenido por
visitantes al modelo humano propuesto
desde los países industrializados (varón, blanco, europeo, nórdico, urbano,
burgués y educado), significaba cargar en las mochilas algo más que ropa y
alimentos. Toda una pesada carga de preconceptos y prejuicios, tanto raciales
como culturales, acompañaban al explorador.
En una época en donde la ciudad ganaba en prestigio y el campo, la
montaña, la selva o el desierto se convertían en sinónimos de atraso y barbarie
(contrariamente a la mirada ecologista actual), fue difícil no dejarse
arrastrar por las teorías, profundamente ideologizadas, que circulaban por los
circuitos culturales de las grandes capitales imperialistas del mundo.
El darwinismo social, el eugenismo (una especie de purificación
racial propuesta por destacados intelectuales que se decían humanistas), el racismo biologizante y la idea de
Progreso, asociada únicamente al hombre blanco, permitió que se construyera una
imagen de lo más estereotipada de lo
salvaje, que difería profundamente con la misión civilizadora que se había autoimpuesto Occidente [66].
Según uno de esos discursos, la división de la especie humana en “caníbales” y “no caníbales” era un hecho más que evidente. Bastaba salir de los
límites de Europa para poder ver, con propios ojos, el atraso, la barbarie y
salvajismo de todos aquellos grupos que no compartían las mismas ideas,
conceptos o visión del mundo que se sostenía en Inglaterra o Francia, por citar
sólo dos de los países más colonialistas.
La gran mayoría de los pueblos africanos y los aborígenes de Oceanía o
América, fueron etiquetados como consuetudinarios comedores de carne humana y
violadores bestializados de los tabúes más arraigados de la cultura occidental:
la desnudez y el incesto (que, supuestamente, todos también practicaban).
No hubo, pues, peor pesadilla en una expedición —real o imaginaria—
que caer en manos de tan asalvajados individuos y el primitivismo se midió por
el paladar. Pura ideología, que se conservó en una estampa humorística de larga
data: aquella que muestra a un grupo de exploradores europeos, portando sus
clásicos sombreros stetson, en una
gran olla negra a fuego lento, frente a una choza de hambrientos bárbaros de
color tan negro como sus intenciones.
Con imágenes como estas se consiguió subestimar las conductas y
comportamientos de muy variadas sociedades y justificar la misión de civilizar el mundo que Occidente se arrogaba; además de
legitimar la ocupación y el control. Se exaltó el eurocentrismo y los “incivilizados”
se convirtieron en objeto de estudio y curiosidad. Tanto así que, en más de una
de las Exposiciones Universales que se organizaban en los países
industrializados, se llegó a mostrar, encerrados en corrales, a comunidades
enteras de hotentotes, esquimales, bosquimanos o indios amazónicos.
Una actitud parecida se refleja en el siguiente comentario de Edward
Malone, en El Mundo Perdido:
“El profesor Challenger (...)
agarró del hombro al indio que tenía más cerca (...), igual que se tratase de
un ejemplar conservado de su cátedra”
[Pág. 204].
Pero cuando lo exótico se
trasladaba “a casa” mucha de la magia
morbosa de las historias de viajes se diluía en las oficinas de aduanas, por
las hacían ingresar a los mencionados “salvajes”.
Estos pueblos llamaron la atención por sus “extrañas” costumbres y por
estar fuera de la historia, detenidos
y estancados en el tiempo. Todos estos juicios de valor hacían gala de un
arraigado sentimiento racista que negaba cultura, religión, inteligencia y
gobierno a una porción enorme de la humanidad. Incluso Camile Flammarion, el
gran divulgador francés de fines de siglo XIX, llegó a sostener que los
animales domésticos, “en especial el galgo inglés”, eran moralmente
superiores a los pueblos primitivos, por el solo hecho de ser “animales muchísimo más leales[67].
Aunque esa falta de lealtad no les impedía a los salvajes
reconocer que estaban por debajo del hombre blanco:
“A continuación, toda la tribu
se prosternó en el suelo rindiéndonos homenaje. Challenger exclamó:
—Pese a que sean tipos
rudimentarios, su porte en presencia de sus superiores podría servir de
lección a algunos de nuestros europeos más adelantados. Sorprende observar cuán
certeros son los instintos del hombre en su estado natural” [Pág. 210].
Pero no sólo Flammarion emitía pensamientos semejantes al precedente.
También grandes pensadores y filósofos de su tiempo ayudaron a crear el camino
que conduciría al genocidio nazi.
José Arturo de Gobineau fue uno de los más devotos creyentes del dogma
racista. De hecho es considerado el creador del racismo moderno. En su obra, Ensayo
sobre la Desigualdad de las Razas Humanas (1853-55), Gobineau no
trepidaba en sostener que “toda la civilización provenía de la raza blanca”, que “los
negros son animales y los amarillos inferiores a los blancos”[68].
Hablaba de la desvergüenza sexual de los “salvajes” y de las
desviaciones que éstos representaban en la Naturaleza.
Para Gobineau y sus seguidores no había mayor perversión que el
mestizaje, ya que las mezclas tendían a deteriorar la condición superior de la
raza blanca (tradúzcase, anglosajona). Quizás haya sido por eso que los
mestizos tengan en la novelística europea y norteamericana una natural
tendencia a la traición, al crimen y a la estupidez congénita.
Opina el E. Malone, protagonista del Mundo Perdido:
“Si el mestizo hubiese realizado
su venganza huyendo acto seguido, quizá no le hubiese ocurrido ningún
percance. Fue el estúpido e irresistible impulso, propio de un latino,
de dramatizar las cosas, lo que provocó su propia ruina” [Pág. 128].
Incluso, en otra parte de la
obra, el periodista-explorador establece una marcada diferencia entre el hombre
blanco y las “mezclas”, cuando afirma:
“(...) los mestizos, duros y
fanfarrones, parecían acobardados. Pero (...), tanto Summerlee como Challenger
poseían el tipo más elevado de valor, el valor de los sabios” [Pág. 96].
Vagos, asesinos, insidiosos, ingratos y vengativos[69], los mestizos deben ser
castigados, y Conan Doyle no deja pasar esa oportunidad en uno de los pasajes
más crueles de la novela: cuando Lord John Roxton, desde la distancia y con
mira telescópica, asesina a dos de ellos.
Estos pensamientos ya se venían reafirmados con una obra “científica”
publicada, en 1876, por Cesare Lombroso. En El Hombre Criminal, Lombroso decía que
los locos, los criminales y los degenerados biológicos podían ser identificados
por su constitución física; es decir que, las “anomalías morales” de los individuos podían detectarse midiendo cráneos, orejas,
narices y mentones. Nació así la antropometría,
disciplina que llevó al prejuicio a su máxima potencia; y que fuera utilizada
durante mucho tiempo por policías, antropólogos y exploradores.
Ni siquiera el profesor Challenger se abstrae de practicarla cuando,
parado frente a los nativos de la selva argumenta:
“(...) Eran indios cucamas, raza
afectuosa, pero degradada, con capacidad mental apenas superior a la del
londinense medio” [Pág. 40].
Y algo más adelante, ya en la misteriosa meseta y frente a un indio de
comunidad del lugar, remata diciendo:
“—Si se le juzga por la
capacidad craneana (...), por su ángulo facial, o por cualquier otra
característica, (...) debemos situarlo dentro de la escala humana” [Pág. 204].
Una distinta conformación física era suficiente para etiquetar a un
individuo, o a toda una comunidad, como superfluo,
voluble, pueril e inmoral. La antropofagia y las desviaciones sexuales eran
consecuencias ineludibles de los aspectos anteriores.
Muchas de estas ideas quedaron también plasmadas en folletines,
diarios de viajes y novelas; esas que impulsaron a buscar las diferencias fuera
de “casa”; entre otras cosas para reafirmar el convencimiento de una supuesta e
innata superioridad. La búsqueda y exploración en dichas regiones, brindaron a
las historias dramatismo y verosimilitud, generando una especie de “efecto
dominó”: el que leía partía, y el que regresaba escribía, motivando a otros a
reiniciar el círculo de la aventura.
Fue así como literatura, ficción y realidad se mezclaron. Surgieron y
renacieron “Terras Incógnitas”, poseedoras de ciudades perdidas,
monstruos y raras sociedades que, resaltando su maravilloso exotismo, invitaban
a la comparación, estimulando la adhesión a lo propio, ampliando el sentido
occidental de pertenencia y menoscabando la naturaleza de aquello que, aunque
extraño, atraía.
Así, frente a la vulgaridad de lo cotidiano, lo exótico se convirtió
en el escenario perfecto para mezclar prejuicios, sentimientos estéticos,
poéticos y científicos.
El explorador, convertido en demiurgo, se encargó de transmitir al
imaginario colectivo una “Segunda Creación”: la suya propia.
Los exploradores perdidos.
“(...)Metí mi cabeza entre las
cañas y descubrí un cráneo descarnado. Estaba allí todo el esqueleto; pero la
calavera se había desprendido y yacía algunos pies más próxima al terreno
libre. Eran los detalles de una tragedia ya vieja (...). Quedaban las botas, y
dentro de ellas los pies huesudos; haciéndonos ver con claridad que se trataba
de un europeo. Encontramos restos de un reloj de oro de Hudson (New York) y una
cadena de la que colgaba una pluma estilográfica. Había también una pitillera
de plata que tenía grabadas en la parte exterior las iniciales J.C. de A.E.S.
El estado del metal daba a entender que la catástrofe era aún reciente (...).
No cabe la menor duda de que son los restos de James Colver, el compañero de
nuestro antecesor por estas tierra, el explorador Maple White” [Pág.113].
Las inquietudes y especulaciones que han despertado, y despiertan, las
expediciones perdidas son otras de
las constantes que se repiten dentro del imaginario de Occidente. Un sentimiento
recurrente que, no exento de morbo,
moviliza a la opinión pública y facilita, al ocasional escritor, captar la
atención de sus lectores a través de la romantización del drama, y su posterior
conversión en aventura. Y es que, generalmente, el escenario de la “atrayente”
pérdida no está en el ajetreado mundo urbano, en el que la mayoría vivimos. Las
expediciones no se pierden en las grandes metrópolis, sino en un marco natural
que suele tener como telón de fondo a la selva y la montaña; sitios no controlados
y en los que toda nuestra tecnología suele convertirse en un adorno inoperante
que, si bien ayuda, en muchos de los casos (reales o literarios) termina
convirtiéndose en el ajuar funerario de los audaces e inconscientes
exploradores.
Ya desde la época de la conquista de América se vienen registrando
historias sobre náufragos o huestes perdidas en las selvas, que han alimentado
las tramas de inolvidables novelas y películas. La narración de las penalidades
y sufrimientos de exploradores desaparecidos han dejado flotar mil y una
interpretación sobre la suerte corrida; y en torno a ellos se tejieron rumores
y leyendas que terminaron haciendo, de muchos incautos, verdaderos héroes. Así,
aquel que buscaba lo exótico, al desaparecer, se volvía, él mismo, en objeto
exótico de otros.
Enrique de Gandía, el brillante historiador argentino que analizara
con detenimiento los mitos y leyendas de la conquista americana, escribe:
“En verdad ninguna
fantasía humana podrá superar en belleza y en misterio el hechizo que rodea el
recuerdo de aquellos náufragos y conquistadores [exploradores] olvidados, cuyas
voces parecerían llegar desde el fondo de las selvas sombrías y las costas
heladas, hasta los oídos de sus hermanos que los buscaban empeñosamente sin
poderlos hallar” [70].
Hombres perdidos en tierras desconocidas. Una conjunción ideal para el
imaginario. Una oportunidad más para recrear emocionalmente la tragedia y
transformarla en objeto de indagación, especulación y búsqueda. Una constante
que adquirió mil rostros y personajes a lo largo del tiempo. Un incentivo
extraño a la curiosidad que nace del dolor.
El tópico del explorador perdido
despierta una singular atracción debido a las múltiples posibilidades que se
encierran en el acto mismo de desaparecer.
Quien desaparece no termina de morir del todo, y la agónica esperanza
de volver a encontrarlo con vida facilita el despliegue de toda una serie de
especulaciones que prolongan la presencia del desafortunado viajero más allá de
los límites normales del duelo.
Ante la dificultad de resolver el misterio, el explorador desaparecido abre una ventana a “otro mundo”, de lleno
imaginario. Un mundo caracterizado, fundamentalmente, por la distancia y el
aislamiento, en el cual es posible construir las más fantásticas hipótesis;
esas que van de la pura y sencilla muerte en manos de aborígenes y animales
salvajes, hasta la irresistible fantasía de imaginarlo siendo el rey de un
nuevo país en el que ejerce su fuerte personalidad de “hombre blanco”.
En el Amazonas y en el Orinoco subsistió largo tiempo la creencia de
que por aquellas regiones había españoles perdidos desde hacía muchos años.
Esta creencia se viene arrastrando aproximadamente a partir de 1528, cuando,
desde Venezuela empezó a divulgarse el rumor de que en lo profundo de las
selvas había cristianos perdidos. De igual modo, los naufragios en costas
americanas generaron comentarios semejantes, y la imaginación, que nunca olvidó
a aquellos desafortunados viajeros, los supuso con vida pero apartados del
mundo, lejos de la civilización y “barbarizados” por el entorno que los
devorara.
Se oyó decir también que estaban rodeados de riquezas en maravillosas
ciudades perdidas, reconstruyendo sociedades ideales y conservando los secretos
que tanto habían deseado desvelar. Irónico destino para un explorador y clara
mezcla de impotencia y de crítica al mundo del que provenían. Ambivalencia de
una situación límite que conserva en sí misma dos posibilidades, repetidas una
y otra vez en cientos de mitos y leyendas: la de recuperar el Paraíso
Perdido o la de ser prisionero en un infierno terrestre, húmedo, selvático
y controlado por celosos salvajes pertenecientes a razas desconocidas.
El explorador perdido pega
así un salto y sale del tiempo. Adquiere, de algún modo, cierto halo de
eternidad y su no presencia —producto de un fracaso— se convierte en
ejemplo, símbolo y modelo de futuros exploradores.
¿Pulsión de muerte? Es posible, ya que parece no existir mayor
impulso para un aventurero que el fracaso de una expedición anterior.
Deseo de una muerte romántica; ansias de perdurabilidad, que se
sostuvieron activas hasta bien entrado el siglo XX y que todavía se detectan en
los marginales exploradores que recorren las selvas en nuestros días.
Pero hay un aspecto que las expediciones y exploradores perdidos
revelan: la permanente existencia de fronteras abiertas hacia Terras Incógnitas.
Una y otra vez, los mismos argumentos se repiten en diarios de viajes
y novelas. Como en los viejos cuentos infantiles, que reiteran constantemente
hasta el cansancio idénticas situaciones (que no son lícitas modificar, a menos
que se pretenda quitarles el efecto emocional que éstas encierran), cuando se
hace referencia a personas desaparecidas en regiones alejadas de la
civilización, suele caerse en argumentaciones de este tipo:
“Imagine la superficie de la Tierra, reste
los océanos, los desiertos, las montañas y las regiones árticas. ¿Qué queda? Un
20 % aproximadamente. Habitamos una quinta parte del planeta y creemos que
estamos en todas partes, que no hay espacio para nadie más o que todo está
completamente explorado y conocido”.
Suena emocionante, atrayente; el mundo inacabado perdura de algún
modo. Los espacios en blanco de los mapas picanean la curiosidad y hacia ellos
continúan marchando expediciones, de las que, en muchos casos, jamás
recibiremos noticias. Los espacios en blanco (que existen) se
transforman, así, en verdaderos agujeros negros.
Una selva inmóvil y en movimiento a la vez; insumisa, barnizada de
musgos húmedos y con senderos desconocidos. Árboles gigantescos cubiertos de
lianas y espesura. Un universo nacido de las crónicas. Un lugar al cual sólo
los suicidas pueden desear encaminar sus botas; pero, como dijo André Malraux,
“nadie se mata sino para existir”.
Esa fue la suerte que corrieron muchos exploradores que hoy
engrandecen los libros de geografía. Ese es el sendero que transforma a un
hombre en leyenda, tal como le ocurrió al hoy célebre explorador británico,
Percy Harrison Fawcett, conocido aventurero que recibiera de Conan Doyle, y su Mundo
Perdido, una tremenda influencia.
Mato Grosso, Brasil. Mayo
de 1925. Desde el campamento bautizado “Caballo
Muerto”, localizado a 11º 43’
Sur y 54º 35’
Oeste, tres hombres envían las últimas cartas a sus familiares y se internan en
plena jungla. A partir de entonces: silencio. Jamás se supo nada de ellos.
Desaparecieron mientras iban tras una supuesta ciudad perdida. El coronel Percy
H. Fawcett, su hijo Jack y un amigo de éste, Raleigh Rimmell, entraron a formar
parte de las estadísticas.
A partir de ese momento se desató desde Inglaterra, y otros países,
una verdadera fiebre por encontrar a Fawcett y los suyos. A la misteriosa
desaparición se le sumó un nuevo incentivo, casi deportivo: el de la
búsqueda. Hallar al militar británico podría significar encontrar también
la evanescente ciudad “Z”, que Fawcett pretendía localizar; y en pos de ambos
se organizaron, a lo largo de casi veintiséis años, costosas expediciones de
rescate (muchas de ellas financiadas por periódicos, que supieron detectar la
enorme veta comercial que despertaba la estampa del explorador perdido).
En 1927, comenzaron a circular rumores sobre un anciano blanco, y
aparentemente loco, que deambulaba solo por las selvas amazónicas. La bola de
nieve no dejó jamás de crecer y la imagen del europeo asalvajado por la jungla
impactó fuertemente en la imaginación de lectores y viajeros.
Personas respetables contaban historias fantásticas sobre el malogrado
explorador. Por ejemplo, un ingeniero francés dijo haber visto a Fawcett en la
región Minas Gerais, dos años después de su desaparición. Era como si la
antigua aventura de Henry Stanley, en su búsqueda de Livingstone[71], volviera a reeditarse.
En 1928, la North American Newspaper Alliance (NANA) colocó al
comandante George Dyott al frente de una expedición en la que se pretendía
averiguar la suerte corrida por Fawcett. Tras internarse en la selva y alcanzar
una aldea de indios anaqua, Dyott llegó a la penosa conclusión de que el
coronel británico y su hijo habían sido asesinados por una tribu vecina, los
kalapalos.
Como era de prever, la familia del militar se negó a aceptar tal
contundente y pesimista hipótesis. Rechazaron
las conclusiones de Dyott y continuaron proponiendo las más románticas
explicaciones acerca de la suerte corrida por su esfumado pariente. Según
éstas, Fawcett aún conservaba la vida en alguna parte de la selva, sugiriendo
posibilidades que iban más allá de todo sentido común.
En 1930, el periodista Albert de Winton siguió los pasos de Dyott
hasta alcanzar la propia aldea de los kalapalos. En el sitio, Winton reconfirmó
la opinión de su predecesor, quedando convencido de que Fawcett había sido
muerto por los aborígenes de la región. Por desgracia, jamás pudo debatir con
los testarudos familiares del coronel inglés: Winton no volvió a aparecer.
También a él la selva pareció tragárselo para siempre.
Dos años más tarde, en 1932, un suizo llamado Stefan Rattin regresó
del Mato Grosso diciendo que había encontrado a Fawcett prisionero de una
tribu, al norte del río Bamfin. Juró haber hablado con él y, para poder probar
que sus dichos eran ciertos, organizó una expedición a fin de ubicar
definitivamente al inglés perdido. Ingresó en la selva y nunca más volvió a
salir de ella.
Las desapariciones se acumulaban (Fawcett, Dyott, Rattin...) y junto
con ellas la fascinación por la región aumentó. El Mato Grosso se tragaba a la
gente. Eso era noticia. Y los periódicos colaboraron en hacer más grande el
misterio, o directamente en construirlo.
Se llegó a sostener que el coronel británico estaba prisionero de
ciertas tribus amazónicas pero impedido de abandonar sus aldeas. Brian Fawcett,
hijo sobreviviente del militar, escribió:
“He oído decir que los indios salvajes gustan de
mantener cautivo a un hombre blanco. Esto aumenta su prestigio ante los ojos de
las tribus vecinas y el prisionero, generalmente bien tratado pero
estrechamente vigilado, ocupa una posición similar a la de una mascota” [72].
El mundo al revés.
Así era conceptualizada la selva. En ella, hasta el más insigne representante
del Imperio Británico podía llegar a convertirse en un simple trofeo de guerra
o un objeto de diversión de seres humanos que encarnaban el salvajismo más
primitivo. Occidente creaba un nuevo mártir, un héroe detrás de las “líneas
enemigas”; un símbolo de fortaleza y no-resignación que, aún diez años después
de su desaparición, seguía siendo imaginado con vida y enviando crípticos mensajes desde la
espesura. Mensajes que sólo podían ser descifrados por la “inteligencia blanca”
y en los que se indicaban los caminos a seguir para el descubrimiento de la
civilización perdida que lo retenía. Así, cualquier objeto que se encontrara
pudriéndose en la humedad de la jungla era una pista. Brújulas, valijas o
teodolitos oxidados abrían puertas inesperadas tras los pasos de Fawcett.
En 1933 ya se hablaba de indios blancos descendientes de su hijo,
Jack; y en 1935 se pusieron en marcha dos fracasadas expediciones que
terminaron divulgando informes sobre esqueletos y cabezas reducidas. Pero
ninguna de estas exóticas noticias fueron nunca confirmadas. Recién en 1951 un
tal Orlando Vila Boas sostuvo haber escuchado de boca de un cacique kalapalo
que él había asesinado a Fawcett y sus compañeros. Incluso encontró los que
podían llegar a ser sus huesos. Pero guiados por un esperanzado romanticismo,
la esposa del coronel y su hijo, siguieron negando los hechos.
Brian Fawcett (que escribiera el epílogo del libro de su padre) supuso
en aquella oportunidad que sus amados familiares:
“Pueden haber penetrado la barrera de tribus
salvajes y haber alcanzado su objetivo [la ciudad perdida de “Z”]. Si esto
hubiese pasado realmente, y si es verdad que los últimos sobrevivientes de las
razas antiguas han protegido el refugio, rodeándose a sí mismos de fieras
salvajes ¿Qué esperanza habían tenido de regresar, divulgando con ello el
secreto conservado tal fielmente durante miles de años?” [73].
La leyenda de Fawcett estaba firme y resistió por décadas los embates
del racionalismo más derrotista; tanto así que, en 1996, se organizó otra
expedición para recabar los datos que se pudieran sobre el elusivo explorador
inglés. Por supuesto que no se esperaba encontrarlo con vida, pero aún así, sus
huesos continuaron atrayendo a curiosos y estimulando el imaginario de fines
del siglo XX[74].
Más o menos por la misma fecha en que Brian Fawcett lanzaba la
esperanzada prórroga de encontrar con vida a su padre, un joven explorador
francés llamado Raymond Maufrais desaparecía en las selvas de la Guayana
Francesa..
Corría el mes de noviembre de 1950 cuando este ex - soldado y
deportista se internó solo en lo más desconocido de la selva septentrional de
América del Sur. Tenía como único acompañante a su perro, Bobby; y según el
escritor Barros Prado (que describe la desastrosa experiencia de Maufrais en su
libro):
“[...] el joven galo, de 24 años de edad, había
decidido lanzarse en busca de las civilizaciones prehistóricas seguro (como
todos los que lo hicieron antes que él) de hallar la tan codiciada Atlántida de
Platón y las famosas minas de Los Martirios y Araés, en cuya existencia mucha
gente de reconocida intelectualidad insiste en creer” [75].
Es posible que Maufrais se halla sentido atraído por la leyenda de
Fawcett y de su inalcanzable ciudad “Z”, pero lo cierto es que, contrariando
todo buen juicio se internó sin más guía que sus fantasías en una de las
regiones más duras del continente.
Meses más tarde, un indio encontró, en la zona de los ríos Tamaurí y
Onaguy, las pertenencias del francés. Una cámara de fotos, un saco, un sombrero
y un revelador diario de viajes en el que estaban consignadas las penurias que
sufriera. Éstas iban desde el cansancio físico y las durezas del ambiente,
hasta el hambre más terrible (Maufrais terminó por comerse a su propio perro).
La última anotación tenía fecha 13 de enero de 1950. Desde entonces la jungla
no devolvió nunca al inexperto explorador, aunque sí atrajo un buen número de
expediciones de rescate. La primera (de las ocho que organizara) fue la de su
padre, Edgar Maufrais, quien repitiendo el guión de la familia Fawcett, creía
que Raymond se encontraba prisionero de alguna tribu, en la zona fronteriza
entre Guayana y Brasil. Recién en 1955 regresó solo a Francia, sin éxito, pero
manteniendo la convicción de que su hijo aún estaba con los indios.
Pero,
la pregunta es: ¿Con qué indios?
Cuando los europeos se
desplazaron por el mundo, en momentos de la última gran expansión imperialista
(fines del siglo pasado y principios del XX), creando colonias y explorando
regiones hasta entonces intransitadas por occidentales, supieron recopilar
extraños informes sobre aborígenes de piel muy clara, habitando rincones que el
sentido común jamás hubiera considerado propicios para el desarrollo de
comunidades blancas. El mito del indio rubio se propagó como una mancha de aceite
por los cinco continentes y no tardaron en ser considerados los responsables de
las más magníficas obras arquitectónicas de la antigüedad. Ya sea en África, Asia o América, la raza blanca se
endosó todo aquel pasado que, a ojos de un explorador europeo, resultaba
admirable.
Las
selvas sudamericanas conservaron ese arraigado mito.
Cuenta Eduardo Barros Prado que hacia 1951 le llegaron noticias,
provenientes de cazadores, que habían sido avistados indios extraños, con todo
el aspecto de hombres blancos, en la cuenca del río Alto Sucundurí (Brasil).
Intrigado y con el deseo vehemente de comprobar la realidad de tal extraño
hallazgo decidió consultar al célebre Mariscal Rondón, el gran explorador
brasileño fundador del Servicio de Protección a los Indios (S.P.I.) de Brasil.
En la oportunidad Rondón le dijo:
“Mire, mi amigo, solamente en el estado de Amazonas
habrá todavía unas cincuenta tribus sin clasificar, además de las doscientas
treinta y cinco que mis ayudantes y yo hemos catalogado. Pero, lamentablemente
el SPI no puede respaldar un compromiso tan grande [asegurar o negar la
existencia de los indios blancos] por la carencia absoluta de recursos para la
investigación[76].
Han tenido que pasar cuarenta y siete años para reconocer, junto con
Rondón, que las partidas presupuestarias siguieron siendo exiguas. Esto lo
prueba una noticia publicada por el diario Clarín de Buenos Aires, con fecha 9
de junio de 1998, y titulada: “Encuentran
en la Amazonia una tribu desconocida”. El artículo, difundido por EFE y France
Press, refiere que
“Entre las plantas gigantescas, hundidas en la
humedad caliente de la selva, están las casas
de una tribu que los blancos vieron por primera vez la semana
pasada.[...]En la frontera entre Brasil y Perú, un grupo de antropólogos brasileños
vio una docena de construcciones de 15 metros de largo y personas que corrían.
Habían encontrado un grupo aislado”.
La noticia no elude el lenguaje emocional. Repite adjetivos y describe
situaciones que podemos encontrar en cualquier novela o diario de viaje. Y si
lo hace es porque llama la atención de la gente. Se pretende rescatar la
alteridad cuando se describen a las plantas como “gigantes”, o cuando se dice
que las “casas están hundidas en la humedad caliente de la selva”. Lo
desmesurado, lo perdido, lo aislado, lo desconocido...¿Cuántos futuros
exploradores saldrán la próxima temporada en busca de esas “extrañas” gentes?
Pero esto no es todo, ya que repitiendo casi las mismas palabras de
Rondón en 1951, la Fundación Nacional del Indio de Brasil (Funai)
“[...] considera que existen en el país 55 grupos
indígenas aislados, y que todos están en la Amazonia sin haber hecho contacto
con la civilización blanca’”[77].
Las tribus perdidas, las sociedades aisladas, parece que todavía son
posibles de encontrar y de seguir adornando desde la distancia, dejando abierto
el mito de los indios blancos, que durante tanto tiempo ha venido difundiéndose
de boca en boca por los senderos de las selvas; aunque hallarlos haya implicado
siempre emprender actos temerarios y contar con una indispensable cuota de
suerte. Pero volvamos a los testimonios recogidos por Eduardo Barros Prado a
mediados del siglo y tratemos de entrever qué características poseían
(¿poseen?) los miembros de la elusiva comunidad de indios rubios del Alto
Sucundurí.
Cuenta un serengueiro (cauchero), llamado Deodoro Cavalcanti, que
hacia 1918 llegar a territorios de los extraños indios implicaba sortear
penalidades de distinto tipo. En principio, ríos tempestuosos y traicioneros
durante 16 días de navegación; después, sortear rápidos y saltos que ponían en
peligro a la embarcación y los tripulantes; y, por último, atravesar las
comarcas controladas por tribus de reconocida agresividad. Toda una iniciación
que culminaba al alcanzar el rancherío de los indios blancos, “que poseían todo el aspecto de los
europeos, pero que andaban completamente desnudos”. También dijo que se
convenció de que eran indios por su “promiscuidad
y modales primitivos”[78]. El serengueiro creyó que
se había topado con los descendientes de los primeros caucheros blancos que,
desde hacía tres o cuatro generaciones, se habían perdido y adaptado a la
selva...”degenerándose”[79].
No hablaban portugués ni holandés, sólo un dialecto selvático
desconocido. Vivían de la caza y de la agricultura; y habían mantenido una
actitud de total apatía frente a la comitiva de los caucheros recién llegados.
Su nudismo los acercaba a las bestias y la promiscuidad (que no detalla) era un
claro signo de salvajismo. Esa tribu sólo compartía un rasgo propio de lo
humano: era blanca. Pero eso no bastaba.
Deodoro regresó sano y salvo a la civilización y transmitió la
historia cuarenta (!) años después de vivida. Barros Prado, que fue quien la
recogió, trata de darle una explicación lógica sosteniendo que la hipótesis de
los europeos perdidos no termina de convencerlo ya que el lapso de 1877 (fecha
de ingreso de los primeros caucheros blancos a la zona del río Sucundurí) a
1918 (fecha del supuesto encuentro) es extremadamente corto para que “[...] aquella gente hubiese sufrido tan
grande transformación”[80]. Pero, si los indios
blancos no son descendientes de europeos extraviados, ¿de dónde provenían? Es
aquí cuando el autor se deja llevar por la moda mística de su tiempo y
entreabre la posibilidad de acordar con Raymond Maufrais y Percy H. Fawcett;
quienes sostuvieron que los miembros de la extraña tribu serían los restos de
una raza blanca antiquísima que había poblado la Atlántida.
Este argumento, del que ya hemos hecho referencia en páginas
anteriores, posee una dosis peligrosamente oculta de racismo. Expliquemos,
brevemente, por qué.
Cuando, en el siglo pasado, el auge de la arqueología, y el interés
por las antiguas civilizaciones orientales o precolombinas, empujaron a los
estudiosos europeos a abandonar sus ciudades y trasladarse a los rincones más
extraños del planeta, para practicar in
situ sus investigaciones, se llevaron la gran sorpresa de toparse con
testimonios culturales que jamás habían imaginado. El régimen colonial les
abría las puertas a nuevos mercados, a más y variadas materias primas, pero
también a un pasado totalmente ignorado y que no encajaba con los prejuicios
del hombre culto, burgués y europeo de entonces.
Las ruinas egipcias, mayas e incaicas que salían a la superficie, tras
siglos de olvido, no parecían concordar con la situación social de los países
en las que se levantaban. Regiones pobres, dependientes, con un sistema
educativo deficiente o inexistente, como así también una tecnología por
completo importada de Europa, habían poseído en el pasado antecesores
maravillosamente creativos y con una disposición técnica que sus descendientes
contemporáneos habían perdido u olvidado.
¿Cómo era posible que “simples indios o negros” pudieran haber
construido obras de arquitectura e ingeniería tan fabulosas? ¿Cómo adjudicarles
a sociedades semisalvajes logros tan magníficos en el campo de las artes? No
cabía otra explicación que esta: sus constructores eran miembros de una raza
desaparecida, superior y, por supuesto, blanca.
Así, pues, fenicios y romanos, cartagineses y griegos, vikingos o
atlantes, habrían difundido sus legados culturales por todo el mundo,
enseñando, a los pobres salvajes, métodos y técnicas que luego éstos olvidarían
para siempre. Estas teorías difusionistas fueron muy convenientes para los
colonizadores europeos de los siglos XIX y XX, puesto que con ellas creaban un
precedente histórico para la ocupación y explotación imperialista. Si se fijaba
un origen extranjero (“blanco”) a los monumentos arqueológicos que se
encontraban, se legitimaba y justificaba la apropiación de ricas regiones del
planeta. “Nosotros, los blancos, hemos
estado primero aquí. Les hemos enseñado todo y ustedes lo perdieron. Aquí
estamos, nuevamente, para civilizarlos”. Ninguna sociedad cobriza o negra
era considerada capaz, por sí misma, de alcanzar un nivel de civilización y
progreso propio del hombre blanco. Racismo puro.
Por lo tanto, los rumores sobre “indios rubios” en las selvas
amazónicas venían a confirmar los postulados del imaginario racista que analizamos
( por más que los mismos exploradores o arqueólogos no fueran conscientes del
arraigado prejuicio que cargaban).
Misioneros y censistas; cazadores y exploradores; aventureros y
contrabandistas, sean del grupo étnico que sean (indios, blancos, mestizos,
mulatos, negros), continúan (actualmente) denunciando avistamientos de indios
rubios que, como las sombras de la selva, pasan y desaparecen, sin saberse
nunca a dónde van.
Los hombres salvajes de los bosques.
Pero no todas las tribus perdidas son blancas y rubias. También están
las negras y enanas (el otro extremo de la escala imaginaria de
la alteridad) o aquellas que conservan el más atávico de los primitivismos por
ser caníbales, violentas y completamente
peludas. Seres a mitad de camino entre la bestia y el hombre. El verdadero, y
tan buscado, “eslabón perdido”.
“Trepé, —escribe Edward Malone— pero
el árbol era enorme; miré hacia abajo y no pude distinguir ningún claro entre
las ramas. En una de estas, por la que estaba trepando, había un matojo tupido,
como de un arbusto parásito, agarrado a ella. Alargué mi cabeza apoyándola en
su borde, para ver lo que había del otro lado, y la sorpresa y el horro que me
produjo lo que descubrí estuvieron a punto de hacerme caer del árbol.
Una cara clavó su mirada en la
mía. El ser al que pertenecía estaba agazapado detrás del matojo, y se había
asomado a mirar al mismo tiempo. Era una cara humana, o, por lo menos, mucho
más humana que la de todos los monos que yo había visto en mi vida. Alargada,
blancuzca, la mandíbula inferior saliente, con un brillo de pelambre cerdosa
alrededor de la barbilla. Los ojos protegidos por cejas espesas y largas, eran
bestiales, feroces, y cuando abrió la boca, para mascullar lo que parecía una
maldición, me fijé en que tenía colmillos afilados y curvos. Por un momento,
leí en aquellos ojos malignos el odio y la agresión.
Pero un instante después, los
invadió como un relámpago de miedo incontenible. Hubo un crujido de ramas rotas
cuando se lanzó en zambullida frenética por entre la maraña del follaje. Tuve
la rápida visión de un cuerpo peludo, algo así como el de un cerdo rojizo, y
desapareció entre un remolino de hojas y ramas.(...) La aparición de aquel
mono-hombre me había producido tal sorpresa, que vacilé y estuve a punto de emprender
el descenso(...)” [pp. 161-162].
Las historias sobre hombres
salvajes se proyectan en el imaginario desde los más remotos tiempos. Su
presencia en la antigua Epopeya de Gilgamesh, bajo la figura de Enkkidu, un
semihumano que vive entre las bestias —datada en el segundo milenio antes de
Cristo—, es bastante sugerente. Por su parte, la Edad Media tampoco olvidó al
hombre salvaje de los bosques y lo representó de cientos de formas distintas
haciendo resaltar, en todos los casos, las características paradigmáticas de la
bestia con el objeto de confrontarla con el civilizado habitante de la ciudad[81].
El salvaje es la otra cara
de lo urbano, el lado negativo del hombre, lo primitivo, lo instintivo. Su
estampa, esculpida en las catedrales europeas desde el siglo XIII, ha podido
perdurar hasta nuestros días en leyendas contemporáneas, como las del Yeti o
Pie Grande [Ver Apéndice]. Su hirsuta figura y sus hábitos, muchas veces
nocturnos, lo convierten en un negativo de lo que nosotros somos. Marca
contrastes y evidencia el prejuicio racial que se derivó (renovado) de la
teoría evolucionista del siglo XIX.
Para el hombre salvaje su
ámbito es el bosque, la montaña o la selva, y mantiene con la naturaleza una
relación que en mucho se diferencia a la que el occidental tiene desde los
tiempos clásicos de Grecia y Roma. Él conservó un íntimo contacto con el reino
animal (cuyo destronamiento se inicia en el período Neolítico) sin dejar del
todo de pertenecer al universo de lo humano. Representa lo inculto y, por ello,
se lo suele ubicar en regiones poco conocidas o exploradas. Simboliza el
aspecto bestial del ser humano, su faceta irracional e indomable, motivo por la
cual lo transferimos fuera, con el objeto de poder combatirlo con mayor
facilidad.
Conan Doyle califica a sus mono-hombres salvajes de la siguiente
manera:
“(...) Diablos cobrizos” [pág. 192].
“(...) Aquello brutos eran
incapaces de correr lo que un hombre en terreno abierto” [pág. 192]
“En la explanada, junto al borde
del despeñadero rocoso, se había reunido un grupo de aquellos seres hirsutos,
de pelo rojizo, muchos de ellos de enorme corpulencia, y todos de aspecto
horripilante. Delante de ellos, un grupito de indios eran unos hombrecillos de
miembros simétricos y cuya piel brillaba como bronce pulimentado(...). Junto a
ellos estaba un hombre blanco, alto delgado (...) [pág. 195].
El hombre salvaje del que hablamos (el del imaginario), es, al mismo
tiempo, objeto de curiosidad y de legitimación para la tarea “civilizadora” del
hombre blanco y su ciencia.
Compleja y confusa, la imagen del salvaje
de los bosques, es encontrada en casi todos los continentes, y a pesar de
ser un producto típico de la imaginación humana, aguijoneó búsquedas verdaderas
hasta la actualidad. Como las ciudades perdidas, los monstruos o los tesoros
ocultos, el hombre salvaje encarna la
fuerza, la rareza, lo misterioso y lo secreto. Es otro claro ejemplo de que la
imaginación y la conducta se prestan mutuo apoyo, ejerciendo una acción
conjunta que arrastra a la vivencia de sucesos y lances extraños; en otras
palabras, a la aventura.
La explicación más popular sobre el origen de la creencia en los
hombres salvajes es que fue un vestigio de los tiempos paganos, el recuerdo
distante y distorsionado de una creencia anterior en tales dioses de la selva;
deidades que se ubicaban más allá de los límites cultivados.
Otra teoría afirma que estos seres son en realidad
las personificaciones del anhelo del hombre civilizado por liberarse de las
restricciones del mundo moderno. Algunos psicólogos y sociólogos proponen que el
recurrente mito del hombre salvaje es un símbolo de nuestro lado reprimido o
animal. En sí representa el lado oscuro de los hombres.
“—(...)
¿Dónde están los profesores? ¿Y quién los persigue?
—Los
monos-hombres. ¡Válgame Dios, y qué fieras!—exclamó lord Roxton—. No alce la
voz, porque tienen oído muy fino y ojos penetrantes. En cierta ocasión caí
prisionero de unos caníbales papúes, pero son unos señoritos comparados con esa
gentuza”
[Pág. 187].
Finalmente, la última postura teórica sostiene que las leyendas se
inspiraron por el encuentro con un ser bípedo, peludo y semihumano real, pero
aún no identificado por la ciencia [82]. Es ésta la que a
nosotros más nos interesa puesto que constituye la materia prima indispensable
del gran número de historias que originales novelistas y exploradores han
difundido con gran éxito.
“Los
salvajes [...] no se conocen todavía; hay tribus cuya existencia ni se
sospecha. Tribus que [...]no viven cerca de los ríos navegables, sino que se
retiran más allá del alcance del hombre civilizado. En todo caso, cuando se
presume su existencia son temidos y evitados (por mi parte, yo siempre los he
buscado). Tal vez por esto, la etnología del continente (Americano)ha sido
basada sobre un concepto erróneo que trataré de rectificar[...]”[83].
Con estas presuntuosas palabras, Percy H. Fawcett nos introduce en
otra de sus extravagantes exploraciones por el Amazonas, mezclando, una vez
más, realidad y fantasía; y tomando, como base para su relato, la novela que al
parecer tanto le impactara: El Mundo Perdido, de Arthur Conan
Doyle.
Cuenta Fawcett que hacia 1913, mientras recorría las Sierras de
Parecis, en Bolivia, se topó, junto con su grupo, con un camino ancho que les
condujo hasta unas grandes cabañas, semejantes a colmenas. La tribu que las
habitaba era la de los Maxubis (aparentemente un pueblo sumiso y
pacífico, que Fawcett lo hace “descender” de una elevada civilización
—perdida— por el solo hecho de advertir en ellos un color de piel más claro que
el normal en los indios). Fueron los maxubis quienes les hablaron de otro grupo
aborigen, caníbal y violento, denominados los Maricoxis, y que habitaban “en una selva sin huellas” a pocos días
de camino.
El coronel inglés no pudo contener su curiosidad y encaminó sus pasos
hacia la tan temida comunidad. Cinco días después, según él, los encontró:
“Eran
hombres grandes y velludos, de brazos extremadamente largos y con frentes
huidizas que empezaban en prominentes arcos superciliares; hombres en realidad
de un tipo muy primitivo y completamente desnudos” [84].
Y
prosigue:
“[...]
Sus guaridas eran primitivas, y en ellas se agazapaban los salvajes de aspecto
más ruin que había visto jamás. [...] Brutos con aspecto de orangutanes, que
parecían haber evolucionado muy poco sobre el nivel de las bestias [...]. Eran
horribles hombres-monos [...], para quienes el lenguaje humano estaba más allá
de sus facultades de comprensión” [85].
Y
termina con su galería prehistórica, diciendo:
“Antes
de partir supe que [...] hacia el Este había otra tribu de caníbales, los
Arupi, y hacia el NE. otra más distante de gente pequeña y oscura, cubierta de
pelo, que ensartaban a sus víctimas en un bambú sobre el fuego y una vez
cocinadas les sacaban los trozos para comérselas [...]. Yo había oído hablar
antes de toda esta gente y ahora sé que las narraciones están bien fundadas” [86].
Las descripciones de Fawcett son significativas porque, en muy pocas
líneas, condensan gran parte de los prejuicios racistas de su época (comunes en
la mayoría de los grandes exploradores del siglo pasado), combinándolos con
elementos de un imaginario que pueden rastrearse hasta bien entrada la edad
antigua y medieval. Sus primitivos aborígenes encarnan el atraso, el salvajismo
y la violencia que, a principios del siglo, solían atribuirse a los miembros de
las comunidades prehistóricas, de los albores de la humanidad.
Las características del rostro (alargado, huidizo, con fuertes arcos
superciliares), como también el aspecto tosco y velludo de los cuerpos
desnudos, nos alejan bastante del mito roussoniano del “Buen Salvaje” y
nos aproxima más a la estereotipada imagen que de los neandertales se tenía en
las últimas décadas del siglo XIX. Encorvados, semi-estúpidos y violentos por
naturaleza, los hombres-monos de Fawcett y Conan Doyle señalan no sólo
contrastes, sino límites bien precisos entre la modernidad del hombre blanco y
el salvajismo incivilizado del primitivo.
“Yo les llamo monos, pero es lo
cierto que iban armados de garrotes y de piedras, y que chapurreaban algunas
palabras entre ellos (...). De modo que están mucho más adelantados que todos
los animales que yo he tenido ocasión de conocer, eso es lo que son, los eslabones
perdidos y ojalá que no los hubiésemos encontrado nunca” [Pág. 187].
Por otra parte, la crónica del coronel inglés introduce un elemento,
repetido hasta el cansancio en las novelas de aventuras, y es el que hace
referencia a la convivencia —en un mismo tiempo— de individuos pertenecientes a
diferentes especies homínidas (cada una en su propio estadio evolutivo).
Según Fawcett, la selva amazónica es un verdadero mosaico de razas. En
ella pueden encontrarse grupos humanos semisalvajes, que comportan
características propias de los niños (bondadosos, inocentes, pacíficos,...
conquistables) y que facilitan la aplicación de una política paternalista por
parte del sector maduro, civilizado y superior de los blancos. En el lado
opuesto de la línea evolutiva están los hombres-monos, a los que cuesta
ubicarlos dentro de la escala humana. Curiosamente, Conan Doyle utilizó (varios
años antes) el mismo artificio para resaltar las capacidades intelectuales del
europeo por sobre encima de negros, mestizos y —como él los denomina en su
novela— los “monos-hombres”.
Nadie encontró, después de Fawcett, a los Maricoxis, ni volvieron a
reportarse hombres peludos en las Sierras de Parecis. Los elusivos “Yetis”
sudamericanos quedaron, pues, confinados al ámbito en el que siempre
estuvieron: el de la literatura de viajes, la novela y la imaginación
Pero las puertas permanecen abiertas. Seguirán descubriéndose viejos
sitios con nuevos ojos y a ellos continuaremos transfiriendo todos aquellos
aspectos, preciados o despreciados, de nuestra propia cultura. El imaginario se
adaptará a las circunstancias por venir, manteniendo siempre viva la posibilidad de que occidente siga soñando
con otros universos, con la diferencia, con lo ajeno; siendo, como el mismísimo
profesor Challenger y su grupo, los primeros en descubrir mundos perdidos que,
para bien o para mal, “finalmente pertenezcan sólo al hombre”(Conan Doyle).
***
APÉNDICE
Hombres salvajes del
imaginario contemporáneo.
AM FEAR LIATH
MOR
Se lo ubica en el pico Ben MacDhui (1309 metros ) en
Escocia.
Descripción: alto, orejas
puntiagudas, piernas largas, dedos como garras.
Se lo asocia con una especie
de Yeti escocés.
YETI
La tradición criptozoológica
habla de tres categorías de Yetis, según la morfología de cada uno de ellos:
(1) El Yeti Pigmeo o Teh-Ima: altura aproximada de un metro,
pelambre gruesa y rojiza, una breve melena, omnívoro y con patas humanoides.
Habita en los valles bajos y tropicales del Himalaya, Nepal y Tibet.
(2) El Yeti, propiamente
dicho, o Meh-teh: tamaño de un ser humano, muy fuerte, omnívoro,
de 1,50 a
1,80 metros
de altura, anchos labios, mandíbula prominente y cubierto de pelo corto (rojizo
o pardo). Habita en regiones boscosas altas, pero de vez en cuando se aventura
en la nieve. Tiene las patas pequeñas pero anchas, y el dedo medio es más
grande que el gordo. Es posible que sea una variedad desconocida de orangután
adaptado.
(3) El Yeti Gigante o
Dzu-teh (“cosa enorme”): no es oriundo de la región del Himalaya, sino
del este del Tibet, Sikkim, Bangladesh, Myanmar, Manchuria y Vietnam del norte.
Es bípedo, mide de 1,80 a
2,70 metros
de altura, tiene cabeza aplanada, cejas prominentes, fleco, largos brazos
musculosos, enormes manos y una larga pelambre hirsuta de color negro o gris
oscuro. Sus huellas son semejantes a la del Pie Grande norteamericano. Se lo
asocia con un Gigantopithecus.
ALMAS
Denunciados en la región de
Mongolia.
Habitan en la zona de las
montañas de Altai.
En la región de los montes
Cáucaso se los conoce con el nombre de Almastay o Kaptar.
En Irán son llamados Nasnas
o Dev.
En la cordillera de
Verjoiansk (Siberia) son llamados Chuchunaa.
En Pakistán se habla de los Barmanu.
Se cree que pueden llegar a
ser hombres de Neandertal (Homo Sapiens Neanderthalensis)
ORANG PENDEK
Escurridiza especie de
“hombre-bestia” de Sumatra.
Se lo conoce también con el
nombre de Sedapa.
Desde hace siglos se
denuncian avistamientos de seres como este.
Tienen una altura aproximada
de un metros (de ahí el nombre Pendek, que significa “enano”), sin cola y lleno
de pelos. Es bípedo y sus piernas son cortas
En la isla de Borneo se lo
conoce con el nombre de Batutut.
Según algunos
criptozoólogos, el Orang Pendek
sería una forma remanente de Homo Erectus.
YEREN
Supuesto habitante de las
selvas de Shennongjia, en la parte central de China.
Se supone que es un
Gigantopithecus
Lo describen como un hombre
mono velludo, de pelo rojizo, de unos 1,50 a 1,80 metros de altura y
con patas muy grandes
PIE GRANDE O SASQUATCH
Habitante de las regiones
boscosas del oeste norteamericano y canadiense.
Con una altura que se dice
de 1,80 a
3 metros
y un peso de 320 Kg .
a 1135 Kg .
Camina erguido, su piel es oscura y está cubierta de pelos. Pecho grande y
musculoso, brazos largos, carece de cola y sus piernas son musculosas y
fuertes. Posee patas muy grandes (de ahí su nombre): van de 30 a 55 cm . de largo.
Se asemeja mucho al Dzu-teh
o yeti gigante. Puede que sea un Gigantopithecus.
NGUOI RUNG
“Hombre de los Bosques” (esa
es la traducción) oriundo de la zona limítrofe de tres países asiáticos: Laos,
Camboya y Vietnam.
Se dice que habita en los
bosques cercanos a Chu Mo Ray, en distrito de Sa Thay, provincia de Kontum.
Se lo describe como un ser
velludo, semejante al Yeren o Yiren chino.
Es conocido también como “Hombre
Salvaje de Vietnam”.
EL MONO DE LOYS
Criatura semejante a un mono
antropoide encontrada en los límites de Venezuela y Colombia por Francois Loys
en 1920. Caminaba erguida, medía unos 1,50 metros (hay una
foto).
Se supone que puede ser un
mono araña o una especie de antropoide desconocido.
SHIRU
Criatura antropomorfa de
Colombia
SISIMITE
Criatura antropomorfa de
Belice.
VASITRI
Criatura antropomorfa de
Venezuela.
DIDI
Criatura antropomorfa de
Guyana.
Hombre mono peludo de unos 1,50 metros de altura.
XIPE
Criatura antropomorfa de
Nicaragua.
TARMA
Criatura antropomorfa de
Perú.
También conocido como Isnachi:
es un esquivo mono gigante, semejante a un chimpancé, aún no clasificado. Los
indios sugieren que en los bosques peruanos se oculta un mono sin cola, del
tamaño de un chimpancé y con cara de mandril.
ALUX
En la península de Yucatán y
Centroamérica.
Seres antropomorfos de un
metro de estatura, cabeza grande, y vestido (¿?).
Este ser está asociado a la
mitología referida a los duendes.
MAPINGUARY
Se lo ubica en las selvas
del Amazonas y en las densidades del Mato Grosso.
Se lo asocia con un perezoso
gigante (Mylodón). Tiene pelo rojizo, garras y puesto en posición vertical
puede llegar a medir más de tres metros.
YOWIE
Es el Yeti australiano.
Se lo describe como un
enorme gorila de casi 2,25
metros de altura; peludo, bípedo, cara negra y boca
pequeña, cuello grueso y pelambre oscura. Despide un fuerte olor.
Se sugiere que puede ser un
marsupial gigantes aún no catalogado. Otros especulan que es un Homo Erectus.
MAERO
O MACRO
Hombre bestia de las isla
sur de Nueva Zelanda.
Pequeño, peludo, con largas
uñas como garras y adaptado a trepar por los árboles.
Seres semejantes han sido
denunciados en las Islas Salomón: en las montañas de Laudari (Guadalcanal) se
habla de un hombre bestia conocido como Mumulou (con enormes uñas
y cabello largo).
MENEHUNE
Hombres Salvajes del
archipiélago hawaiano.
Se dice que es una raza de
pigmeos desconocidos por la ciencia (que aún sobreviven).
VÉLE
Pigmeos con cabeza cónica de
las islas Fidji.
WUI
Hombres Bestias (hombres
salvajes) semejantes a los antiguos sátiros de las islas Vanuatu (Nuevas
Hébridas).
“Espero que exista el
Yeti. No conozco ningún científico que no se emocionaría con la idea de un
primate raro que también es desconocido, o razas humanas antiguas o lugares
misteriosos. El problema es que tanto yo, como la mayoría de los científicos,
preferiríamos saberlo que sólo creerlo.
Y al considerar toda la evidencia, ésta ha resultado ser muy poco convincente”
( Eugine Scott).
Fernando j.
Soto Roland
INDICE
LITERATURA E
HISTORIA.................2
EL AUTOR................................................4
LA EXPANSION DE
OCCIDENTE........9
EL MUNDO PERDIDO.
RADIOGRAFIA DE UNA
ÉPOCA..........27
APÉNDICE................................................133
[1] Véase: López Morillas, Hacia
el 98: literatura, sociedad e ideología, Editorial Ariel, Buenos Aires,
1972.
[2] Véase: Langa Laorga,
Alicia, La Sociedad Europea del siglo XIX a través de los textos
literarios, Editorial Istmo, Madrid, 1990.
[3]
Mahieu, José Agustín, Apéndice, en El Mundo Perdido,
Hyspamérica Ediciones S.A.. Madrid, España, 1982, pp. 262-263.
[4] Hobsbawm, Eric, Era
del La Imperio (1875-1914), Editorial Labor, 1990.
[5] Pratt, Mary Louise, Ojos
Imperiales, Editorial Universidad Nacional de Quilmes, Buenos Aires,
1996.
[6] Le Goff, Jacques, "Las mentalidades: una historia
ambigua", en Hacer la Historia, tomo III,
Editorial LAIA, Barcelona,1979.
[7] Guglielmi, Nilda, Sobre
Historia de Mentalidades e Imaginario, CONICET, Buenos Aires, 1991.
[8] Boia, Lucian,
Entre el Ángel y la Bestia, Editorial Andrés Bello, Barcelona, 1997.
[9] Romero, José Luis, Estudio
de la mentalidad Burguesa, Editorial Alianza, Buenos Aires, 1987.
[10] Romero, J.L., op.cit.,
Pág. 17.
[11] Mullen, Patrick B., "Teoría de la leyenda y el Rumor",
en Journal of the Folklore Institute,
Vol. IX, Nº2/3, pp. 95-106, en Narrativa Folklórica I, CEAL, Buenos
Aires, 1994.
[12] Ibíd., Pág....
[13] Ibíd., Pág....
[14] El
Mundo Perdido, Parque Jurásico, de Michael Crichton y puesta en la
pantalla grande por Steven Spielberg.
[15] Todas las citas de la novela de Conan
Doyle han sido extraídas de El Mundo Perdido, Editorial Laertes,
Barcelona, edición de 1980.
[16] Pratt, Louise, op.cit.
[17] Pérez Colman, Cristian,
“El caso del rostro de Sherlock Holmes”, en Diario La Nación, revista Viva de
los días domingo, 1998.
[18] Villacorta Baños, Francisco,
Culturas
y Mentalidades en el Siglo XIX, Editorial Síntesis, Madrid, 1993.
[19] Humboldt, Alexander von,
en Leyendas
de El Dorado, Editorial Tusquest, 1987, Pág. 245.
[20] Ibíd., Pág. 246.
[21] Ibíd, pág. 247.
[22] Kipling, Rudyard, The
Explorer, citado por P.H. Fawcett en A través de la selva amazónica.
[23] Es solitario, oculto y
virgen, todo territorio no recorrido por el hombre blanco. La virginidad de
una comarca se define sólo en función del hombre occidental. Su ausencia
implica únicamente una cosa: lo vacío. La mirada imperial se
impone a todo y a todos. Conocer parecería ser patrimonio exclusivo del blanco.
[24] En casi todos los relatos
de viaje —y en la literatura de ficción derivada de ellos— existe un momento
clave, el de mayor dramatismo, que es aquel que refiere el instante en que se
cortan todos los lazos con el mundo civilizado (conocido). A partir de entonces
sólo queda una opción: avanzar “desapareciendo en lo desconocido”.
Es un paso que remeda el acto de creación: el “orden” invadiendo y organizando
el “caos”.
[25] Stanley, Henry, El
Continente Misterioso, Editorial J. Balesta, Buenos Aires, pp.66-67.
[26] Todorov, Tzvetan, La
Conquista de América. El problema del Otro, Editorial Siglo XXI,
México, 1992.
[27] Affergan, Francis, Exotisme
et Alterité, París, PUF, 1987.
[28] Véase: Pratt, M.L.,
op.cit.
[29] Humboldt, Alexander von, Del
Orinoco al Amazonas, Editorial Labor, 1982.
[30] Boia, L., op.cit.,
Pág....
[31] Cavalle, Maurice, La
Muerte de la Naturaleza, edición 1955.
[32] Guglielmi, Nilda,
Guía para el Viajero Medieval, CONICET, Buenos Aires, 1994.
[33]Véase: Maurier, Lorenzo, Quillarunas,
Editorial Martín, San Juan, Argentina, 2000, pp. 126-128.
[34] Le Goff, Jacques, Lo
Maravilloso y lo Sobrenatural en el Occidente Medieval, Editorial
Gedisa, Barcelona, 1994.
[35] El romanticismo asoma en
esta frase. Quizá influenciado por los textos de Alexander von Humboldt, Conan
Doyle sume a sus protagonistas en la naturaleza y los empequeñece. Lo humano es
absorbido y al mismo tiempo deslumbrado por la grandiosidad del paisaje
selvático.
[36] Bloch, Marc, citado por
Le Goff en op.cit., pág. 32.
[37] Colombres, Alfredo, Seres
Sobrenaturales de la Cultura Popular Argentina, Editorial del Sol,
Buenos Aires, 1984.
[38] Roupel, Gastón, Histoire
de la Campagne Francaise, Edición 1974, Cáp. III, pp.91-110.
[39] Nota: Es probable que le
haga decir al párrafo más de lo que el párrafo dice, pero, de todos modos, creo
conveniente exponer las siguientes de ideas en relación con el mismo.
En mi opinión, la lucha por
la supervivencia y la idea de Progreso aparecen aquí de manera implícita.
También el ideal europeo de “misión civilizadora” se entrevé. Veamos cómo: -Si
la luz es el progreso /conocimiento (Europa) y la oscuridad es lo primitivo (la
selva y sus habitantes autóctonos), los más débiles (los indios) pueden huir de
las sombras —primitivismo e ignorancia— ayudados sólo por sus “hermanos” más
fuertes (los europeos) y ascender así a la luz todopoderosa del progreso y la
civilización.
[40] Aliata, F., y Silvestri,
G., El
Paisaje en el Arte y en las Ciencias, CEAL, Buenos Aires, 1994.
[41] Díaz-Plaja, J., Los
Monstruos y Otras Literaturas, Editorial Plaza y Janes SA., 1967, pág. 27.
[42] Ibíd, pág. 29.
[43] No
es casual que el santo más famoso de la hagiografía occidental, San Jorge,
el “cazador de dragones”, haya sido desde el siglo XIV el Santo Patrón de
Inglaterra. Se supone que San Jorge fue un cristiano que nació en Palestina a
fines del siglo III d.C. y que participó como soldado romano en la expansión
imperial de Roma, llegando hasta las islas británicas. Su fama se extendió y
agrandó durante la época de las Cruzadas, volviéndolo un personaje de lo más
popular.
Es interesante notar lo
siguiente: un cazador de monstruos participa en la expansión y creación de un
imperio; de alguna forma los protagonistas de la novela de Conan Doyle hacen
exactamente lo mismo.
[44]
Trascripción de la serie de origen norteamericano “Misterios Ancestrales”,
capítulo correspondiente a En Busca del Yeti,
[45] Fawcett, Percy Harrison, A
Través de la Selva Amazónica, capítulo III, Editorial Zigzag, Madrid,
1974.
[46] Fawcett, P.H., op.cit., pág.177.
[47] Ibíd, pág. 266.
[48] Ibíd, pág. 266.
[49] Ibíd, pp. 177-178.
[50] Fawcett, P.H., op.cit. pág. 191.
[51] Ibíd, pág. 192.
[52] Conan Doyle nunca reveló
de donde vino la inspiración para escribir El Mundo Perdido.
[53]
Respecto de la misteriosa meseta de Ricardo Franco y sus supuestos misterios “Eso
pensó Conan Doyle cuando más tarde en Londres, yo le mencioné esas
colinas y le mostré fotografías. Me habló de la idea para una novela en
la América del Sur central y buscaba información, que yo le proporcioné
gustosamente. El fruto en 1912 fue su Mundo Perdido, que apareció como
folletín en el Strand Magazine, y después en forma de libro,
consiguiendo amplia popularidad.” (P. H. Fawcett, A Través de la selva
Amazónica, Ed. Zig-Zag, pág. 192).
[54] Véase: Hermes Leal,
Coronel Fawcett, A Verdadeira História do Indiana Jones, Editorial Geraçao,
Sao Paulo, Brasil, 1996.
[55] Córdova, Luis, Los
dinosaurios de Conan Doyle, Internet.
[56] Nota: los indios
de la Gran Sabana Venezolana llaman a estas inmensas mesetas de paredes
verticales con el nombre de tepuys, y las imaginan habitadas por
misterios y maravillas.
[57] Nota: El primer europeo
en ver Roraima fue el alemán Robert Hermann Schomburgk, quien escribió: “Me
quedé atónito al mirar el gigantesco paredón y, dominado por una sensación de
opresión casi angustiosa, mi corazón empezó a latir con violencia, como si
fuera amenazado por algún peligro oculto frente al cual mi fuerza diminuta era
impotente”. Schomburgk no pudo llegar a la cumbre. Tiempo después, en 1879,
el explorador y artista J. W. Boddam Whetman, dibujó una impactante postal de
la meseta/tepuy de Roraima.
[58] Hay casi un centenar de
tepuys al norte de Sudamérica y actualmente se los explota turísticamente.
Roraima sigue siendo, para la moderna industria de los viajes de aventura, el
Mundo Perdido que fuera hace un siglo en la imaginación de Conan Doyle.
[59] Véase foto: Fawcett,
P.H., A Través de la Selva Amazónica, pág. 226.
[60] Véase: Cohen, Daniel,
Enciclopedia de los Monstruos, Editorial Edivisión, México, 1989.
[61] Ibíd, pp.56-58.
[62] Véase: Criaturas
Misteriosas, Biblioteca Time Life, Editorial Atlántica SA., Buenos
Aires, 1992.
[63] Citado por Daniel Cohen,
op.cit., pág. 61.
[64] Criaturas Misteriosas,
op.cit., pág. 55.
[65] Para mayor información
sobre la Criptozoología buscar en Internet, hay miles de documentos al
respecto.
[66] La misión civilizadora
constituía casi un dogma. Tanto era así que los propios exploradores de la
novela de Conan Doyle se toman el privilegio de volver a bautizar a sus indios
colaboradores. Escribe el protagonista Edward Malone:
“Además contratamos a tres indios mojos procedentes
de Bolivia(...). Al principal de estos indios le llamamos Mojo (...) y a
los otros los bautizamos como José y Fernando” [Pág. 84, El Mundo
Perdido].
[67] Flammarion, Camile, El
Hombre Primitivo, Editorial Maucci, sin fecha de edición.
[68] Nota: Obsérvese cómo
estas ideas están latentes en la novela que analizamos:
“(...) Nosotros habíamos contratado ya a ciertos
individuos (...). El primero era un negro gigantesco llamado Zambo, un hércules
de color, tan voluntariosos como cualquier caballo, y más o menos de igual
inteligencia (...)” [Pág. 83, El Mundo Perdido].
[69] En
la novela son ellos los que traicionan a Challenger y su grupo, dejándolos
aislados en la cima de la meseta, tras derribar el puente que los unía al resto
del mundo. La maldad innata del mestizo vengativo se deja ver en el
siguiente discurso:
“—Estuvimos ya a punto
de mataros a todos con una piedra lanzada desde la cueva, pero esto de ahora es
mejor —gritó el mestizo—. Es una muerte más lenta y más terrible. Vuestros
huesos se blanquearán ahí arriba, y nadie sabrá dónde yacéis, para venir a
daros sepultura. Cuando esté agonizando, Lord John, acuérdese de López, al que
hace cinco años mató a tiros en el río Putumayo. Yo soy hermano suyo y moriré
feliz, ocurra lo que ocurra, porque le he vengado” [Pág. 128].
[70] De Gandía, Enrique, Historia
Crítica de los Mitos y Leyendas de la Conquista Americana, Centro
Difusor del libro, 1946, pp. 251-252.
[71]
NOTA: En el año 1871 el periódico norteamericano Herald le encomendó a su
periodista estrella, Henry Morton Stanley, que buscara y encontrara a un famoso
misionero británico, David Livingstone, desaparecido desde hacía años en el
centro inexplorado de África. La cobertura periodística fue espectacular y el
mundo entero siguió los pasos del rastreador. Stanley encontró a Livingstone el
10 de noviembre de 1871, en la aldea de Ujiji, a orillas del Lago Tanganika.
[72] Fawcett, Brian, op.cit., pág. 450.
[73] Ibíd, pág. 458.
[74] Leal. Hermes, Coronel
Fawcett. A verdadeira história do Indiana Jones, Gerçao Editorial, Sao Paulo,
Brasil, 1996.
[75] Barros Prado, Eduardo, La
Atracción de la Selva, Editorial del Sol, Buenos Aires, edición 1994 (primera
edición de 1950).
[76] Barros Prado, E.,
op.cit., pág. 54.
[77] Véase: Diario
Clarín, "Encuentran en la
Amazonia una tribu desconocida", Martes 9 de junio de 1998.
[78] Barros Prado, E.,
op.cit., pág. 56.
[79]
NOTA: Con el auge del caucho, desatado hacia la década de 1870, se produjeron
en Brasil importantes migraciones internas que llevaron a muchos blancos pobres
(descendientes de holandeses) a ingresar en el Amazonas. Se han registrado dos
grandes "entradas": una en 1877 y la
otra en 1904.
[80] Barros Prado, E., op.cit.
pág. 58.
[81] Véase: Bartra, Roger, El
Salvaje Artificial, Ediciones Destino, Barcelona, 1997
[82] Cohen, Daniel, op.cit., pp.17-18.
[83] Fawcett, P.H., op.cit., pág. 266.
[84] Ibíd, pág. 309.
[85] Ibíd, pág. 310.
[86] Ibíd, pág. 314.
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