martes, 21 de mayo de 2013


EL PAITITI Y SUS EXPLORADORES

 

Fernando Jorge Soto Roland

Profesor Universitario en Historia

Director de la Expedición Vilcabamba ’98

 

 

 

“La capacidad de vivir con verdades relativas,

con preguntas para las que no hay respuestas,

con la sabiduría de no saber nada y con las paradójicas

incertidumbres de la existencia, todo esto puede ser la

esencia de la madurez humana y de la consiguiente tolerancia

frente a los demás. Donde esta capacidad falta, nos entregamos

de nuevo, sin saberlos, al mundo del inquisidor general (...).”

 

Paul Watzlawich

                                                                                                                                                    ¿Es real la realidad?

 

 

Como en las películas de aventuras, la búsqueda del Paititi reúne a una singular fauna humana, exótica y heterogénea; un verdadero ejército de soñadores que se niegan —consciente e inconscientemente— a considerar la existencia del mundo como algo inacabado y explorado por completo, manteniendo así viva la llama de la pesquisa y del descubrimiento más allá de las pantallas de la televisión o las computadoras.

Ellos encarnan como pocos la verdadera veta romántica —en parte perdida— no siempre bien vista por los académicos de gabinete; que prefieren los entuertos verbales y la seguridad de los archivos al riesgo físico de buscar por selvas y montañas, corriendo el riesgo de dejar que sus huesos terminen puliéndose en alguna parte ignorada de Perú o de Bolivia. De hecho, para muchos no habría mejor muerte que ésa. Una muerte que los redimiera por completo, justificando la obsesión de toda una vida y dándole legitimación a una forma de ser y estar en el mundo que reniega de las colas de jubilados, del sedentarismo mental y de una visión no asombrada y asombrosa de la existencia.

Los exploradores del Paititi son individuos tocados, en gran parte, por la locura, por la insatisfacción, por un juvenil impulso de ver al mundo con los ojos de un hereje que reniega de los dogmas pre-establecidos por las instituciones, que califican de “poco científicas” las búsquedas de ciudades perdidas. De alguna manera, son partícipes de una sana rebelión. Osados bandidos aventureros que atentan contra esos rostros de mandíbulas apretadas pensando que el compromiso con la verdad radica en negar los sueños, apoyándose en un corpus bibliográfico que oficializan como cierto, muchas veces guiados por intereses mezquinos (una beca o un puesto en el escalafón de la carrera docente, por dar un ejemplo).

Como descarriadas ovejas del rebaño que les dio cobijo —o nunca se los dio— deben luchar contra la ortodoxia que los condena y defenderse de quienes pretenden “curarlos”. Así todo, persisten en sus males y sus pecados... Y hacen bien; porque son conscientes que las meras palabras escritas suelen resbalar hacia la palabrería pomposa que desoye muchos hallazgos materiales, producto del vagar buscando quimeras. Es que aspiran a ellas, combatiendo las muecas reprobadoras de los eruditos con sonrisas irónicas; burlándose del miedo al ridículo que, en ocasiones, es el fundamento de la pedagogía y educación de nuestros días.

Los exploradores del Paititi abren nuevas rutas, no sólo en el sentido literal de la palabra —como las que nacen a fuerza de machete a medida que se avanza—, sino también rutas epistemológicas que prueban que algunas leyendas son ciertas o que la mayoría que circulan sobre el tema no deberían ser tomadas al pie de la letra, a menos que se quiera ser tildado de loco.

¿Cuántas mentes desequilibradas podrían dedicar parte de su vida a encontrar una supuesta ciudad de oro puro, habitada por angelicales “Hermanos Blancos” de una cofradía extraterrestre, perdida en el corazón de la selva sudamericana? La respuesta es, lamentablemente: muchas.

Hordas de místicos y pseudo-investigadores han tergiversado y manoseado tanto la búsqueda del Paititi que no es de extrañar que un tópico tan rico para historiadores, arqueólogos y antropólogos, haya quedado ligado a los delirios etílicos de aquellos que lo conectan con ovnis, dimensiones desconocidas y una espiritualidad barata y lucrativa propia de la New Age; que encarna como nadie lo que suelo denominar el “Síndrome del Rey Midas Invertido”, que consiste en la capacidad que algunos tienen de convertir los temas que tocan (valiosos por cierto), no en oro, como reza la leyenda bíblica, sino en excremento.

En mi opinión, son esos personajes y sus escritos los que le quitan seriedad a la cuestión. Lo apartan del campo de estudio científico, al que debería volver en algún momento; y que no es otro que el de las ciencias sociales. Pero, aún topándonos con esas hipótesis desquiciadas, sería factible realizar su análisis desde el ángulo de la sociología o la historia de mentalidades, buscando las causas profundas que llevan y explican a entender porqué se cree lo que se cree, o cuáles son las bases en las que se apoya ese pensamiento mágico y esotérico. Estoy convencido que un estudio de ese tipo nos diría mucho sobre nuestra época, sus miedos, perturbaciones, ansiedades y fracasos. Pero no es mi intención abordar en este artículo —al menos pormenorizadamente— las teorías estrafalarias que circulan, respecto de la “ciudad perdida de los incas”. Más allá de los portales dimensionales que los gurúes mercachifles afirman haber atravesado, está el Paititi real. Ruinas que seguramente nos desilusionarán un poco cuando las encontremos; no por su relevancia histórica, sino por las características morfológicas y materiales que deben poseer: muros derruidos, tambos abandonados, caseríos y edificios devorados por las raíces de la selva que aún las esconden. En dos palabras: restos arqueológicos. Ni más ni menos. Nada extraordinario. Nada de murallas de oro y plata o avenidas con estatuas resplandecientes, flanqueando el camino a la plaza principal. Nada de incas perdidos en un islote terrestre, rodeados por la jungla e ignorantes de los 400 años de cambios vertiginosos operados en el “mundo exterior”.

Sólo ruinas; que probaran —como lo están haciendo de a poco— que la penetración de los incas en el Antisuyu (parte oriental del Imperio) fue mucho más profunda, significativa y duradera de lo que se piensa actualmente.

 

El explorador del Paititi tiene algo de nómada; y, como tal, encarna al aventurero por excelencia, abriendo su mirada y su cuerpo a un futuro ambiguo, azaroso, en el que todo puede suceder. Como aventurero, es el protagonista de vivencias inusitadas y un sibarita de los tiempos intensos que genera la propia inseguridad. El temor y el deseo —en una extraña pulsión de muerte— se combinan generando una atracción difícil de explicar en la que se unen, por una parte, la voluntad por superar la incertidumbre y los problemas; y por la otra, la comprobación empírica de su propia buena suerte. El explorador-aventurero tiene mucho de egocéntrico y personifica como nadie ese optimismo del que habla E.M. Cioran cuando escribe:

“Si uno no creyese en su buena estrella, no se podría efectuar el menor acto sin esfuerzo: beber un vaso de agua parecería una empresa gigantesca e incluso insensata”[1].

 

Pero por ser en parte trotamundos, no sometidos del todo a los principales dictados de la sociedad, esta casta de exploradores al que referimos suelen catalogarse como parias enajenados, sospechosos por el sólo hecho de no comulgar con los paradigmas históricos vigentes y quedar fuera de los controles que éstos ejercen.

Como aventureros que son, arrastran la cuota de irresponsabilidad que la propia aventura tiene en el lenguaje corriente; lo que no excluye que haya artículos —generalmente periodísticos— que no dejen de alabar y avalar esa misma condición que otros, más conservadores, critican: la osadía de la libertad plena; o la valentía de personificar el ideal romántico de ir a la selva tras ciudades olvidadas, en un contexto académico que margina esa búsqueda al campo de la ficción cinematográfica o la novela.

Es lógico que los especialistas en el Paititi despierten esos sentimientos contradictorios, de atracción y rechazo. En un mundo que construye su realidad cotidiana enfrente de un monitor de computadora, alumbrado por lámparas de neón, en oficinas con aire acondicionado y encierro, el regreso a la selva es mirado como una válvula de escape psicológico al tedio urbano, que muchos critican pero que muy pocos se arriesgan a romper. Quizás la atracción radique, justamente, es ese contraste entre los dos mundos: el artificial, de cemento y concreto; y el natural, de enredaderas, y árboles ocultando misterios.

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EL PAISAJE, EL PAITITI Y EL ROMANTICISMO


 

“No es fácil destruir un ídolo.

Requiere tanto tiempo como el

que se precisa para promoverlo

y adorarlo”.

E.M. Cioran

Adiós a la Filosofía.

 

“Si los historiadores y arqueólogos europeos,

 que mueren por un simple jarrón o plato de

origen griego, supieran lo que se puede

encontrar en estos valles, cambiarían de especialidad.

¡Estamos hablando de ciudades enteras, y pocos saben

 o creen en ello!”.

Testimonio de un historiador de la Universidad de California.

Cusco, agosto de 1998

Archivo del autor

 

 

La mayoría de los testimonios escritos que refieren sobre el Paititi, en los siglos XVI, XVII y XVIII, lo ubican al oriente del Cusco, más allá del cauce del río Paucartambo; en una región delimitada por el río Manú, al norte, y el Madre de Dios —antiguo Amarumayo—, por el sudeste. Toda la zona es una enmarañada selva tropical, cruzada por cordones montañosos y decenas de afluentes, con denominaciones tan sugerentes como Callanga, Palatoa, Nistrón, Piñi Piñi, Shinkibenia o Pantiacolla. Es este último toponímico el que le da nombre a todo el territorio. Una comarca de difícil acceso que, a pesar de no tener demasiados terrenos planos, es llamada la Meseta de Pantiacolla.

Alejada de todo —incluso de la influencia del propio Estado peruano—, la mencionada meseta representa uno de los pocos bolsones por explorar minuciosamente que quedan en Sudamérica. Si a este atractivo le agregamos la posibilidad de encontrar las ruinas de una ciudadela incaica perdida en la enramada, tendremos los condimentos básicos para proyectar en ella ese espíritu romántico del que hablábamos en las páginas anteriores. Y los buscadores del Paititi no son ajenos a ello.

De hecho, una buena parte de los libros publicados no hacen otra cosa que describir el paisaje y las peripecias que allí se corren. Es emocionante, ¿quién puede dudarlo? Pero cuando el marco natural y sus insuperables trabas se convierten en los protagonistas principales —y el Paititi en sí queda relegado a un segundo plano— estamos frente a una silla a la que le falta más de una pata.

Porque si lo que se pretende es dilucidar y probar que los incas ingresaron a la región —antes y después de la conquista española—, el recurso de quedarse simplemente describiendo el paisaje es insuficiente; a menos que se quiera justificar con ello los fracasos por encontrar las pruebas de la presencia quechua en el lugar; o, simplemente, sustituir la investigación histórica por la literatura de aventuras.

 El paisaje, durante años desatendido por el sentimiento —y aprehendido únicamente por una preocupación meramente informativa que buscaba la descripción fidedigna y la objetividad— cambió hacia 1830, aproximadamente, y el viajero del siglo XIX, el romántico, empezará a darle importancia a la impresión global, a la sensación, al sentimentalismo; recreando un paisaje ideal, fantástico, en el que poco importaba acercarse a la realidad objetiva. Surgía una nueva sensibilidad en la que la naturaleza, hasta entonces concebida como una máquina armónica y racional, se convertía en un océano de inquietudes e incomprensión. Los románticos empezaban a dudar de los esquemas claros, perfectos y predecibles. El universo, reglado por el neoclasicismo (expresión artística del siglo XVIII),  se abría a sensaciones nuevas y empezó a ser pensado de manera diferente. Lo estético, impregnado con una filosofía menos segura de sí misma, se orientaba hacia el misterio y el esoterismo. El paisaje dejó de mostrar leyes universales y pasó a expresar sentimientos movilizadores. El hombre se sintió pequeño, indefenso, y al mismo tiempo asombrado ante la magnitud del cosmos y sus enigmas. El “paisaje real” —concebido como algo medido, controlado, racionalizado, humanizado— es reemplazado por el “paisaje sublime”, que sacude y produce sorpresa, estupor, en el alma de los exploradores.

En sus relatos de viajes se pasa de las descripciones genéricas y citas de “autoridades” —referenciadas en testimonios antiguos— a la percepción de lugares específicos, que no tienen ya la serenidad ni el equilibrio que creían tener.

Como bien dijera, Rafael Argullol:

 

“El romanticismo le dice adiós a las reglas, las normas, las escuelas (...); deja de considerar la realidad exterior como único modelo digno de reproducir y se vuelve hacia la única fuente que le merece credibilidad: su interioridad, su ‘yo’. Deja de ver a través de los ojos, para mirar a través del corazón”[2].

 

El paisaje romántico refleja el espíritu atormentado de sus nuevos observadores. El viajero empieza a buscar una comunión más original, más pura con la naturaleza. Por eso, en él   no cabe ya la idea racional del jardín; espacio domesticado, alejado de todo riesgo y símbolo de la serenidad y equilibrio.

Así pues, el explorador romántico del Paititi se hunde, se funde, en el medio vital que recorre. De ahí la importancia que se le da no sólo a la percepción visual, sino a la percepción interior, considerada como la victoria de la expresión y el sentimiento sobre las normas y las leyes. Porque, más allá de que el romanticismo sea un movimiento cultural que se enmarca en un período determinado, asociado generalmente a la primera mitad del siglo XIX, es también una “forma de ser y estar en el mundo” que sigue viva en nuestros días.

 En las ruinas, los viajeros de este tipo, pretenden encontrar saber, conocimiento, y una prueba indeleble de la fuerza de voluntad. Están inclinados a ver en ellas la nostalgia de un pasado irremediablemente perdido y el inevitable paso del tiempo.

Es que en la selva, la naturaleza, siempre termina por vencer a la obra humana. La vida no es otra cosa que un largo camino hacia el olvido y los restos antiguos son leídos como signos del fatalismo por venir. Así adquieren, en parte, cierto carácter fúnebre; una clara muestra de la impermanencia de todas las cosas y ejemplo evidente de la pérdida y lo desconocido. Las ruinas esconden más de lo que revelaban y personifican el misterio. Se cargan de poesía y reflexión, gracias a la imaginación que se les sabe imprimir en textos y dibujos.

Por otra parte, el aumento del interés por rescatar la “identidad nacional”, hace que se busque, en los restos arquitectónicos de épocas pretéritas, “la esencia originaria” del orgullo nacionalista o de resistencia. Así pues, las ciudades perdidas o exóticas suelen verse como los testimonios de un pasado ancestral en el que la dignidad no es cosa de otros solamente.

 

 

 

 

 

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GRANDEZAS Y MISERIAS DE UNA BÚSQUEDA:

PAITITÓLOGOS Y PAITITEROS

 

 

"No le preocupaba si una doctrina se adecuaba o no a la

 realidad del mundo sino qué tipo de vida promovía: activa

 o reactiva, generosa o resentida. No le importaba su validez

 epistemológica sino su estricto valor ético, incluso estético.

 El filósofo está así, más cerca del poeta o del profeta, del

creador de mitos o de imposturas, que del juez o el detective.

 ¿Cuándo algo es verdadero? ¿Cuándo cuenta algo que ocurrió

 o cuando tiene el poder de engendrar nuevas formas de vida

y de pensamiento?".

                                                                         Scavino

                                                                                    filósofo argentino.

 

“La tolerancia tiene un límite: la estupidez”.

                                                     George Orstond

                                                          Escritor inglés.

 

 

A nadie debería extrañarle que la competencia desleal es un mal que se da en todas las profesiones y que las actitudes mezquinas son el “sidecar” que suelen acompañarla. Desafortunadamente nos han educado para competir más que para compartir y ese es uno de los motivos por los cuales el campo de acción de los buscadores del Paititi se ha convertido en un “ring” en el que “todo vale”; inclusive la mentira, el sensacionalismo y la violencia. Permítame ahora el lector cometer un pecado de soberbia e incluir dos neologismos que, espero, esclarezcan mejor las ideas que pretendo transmitir. Estas dos nuevas categorías son las de paititólgos y paititeros.

Empecemos por la primera.

Los que damos en llamar “paititólogos” constituyen un gremio bastante reducido. No inclinados al sensacionalismo y guiados por razonamientos lógicamente sustentados en pruebas positivas —materiales y escritas—, hacen de la honestidad intelectual un bastión no negociable; respetando los indicios y partiendo de preguntas, no de afirmaciones dogmáticas sin posibilidades de ser verificadas. Por lo general tienen formación universitaria, no necesariamente en humanidades, pero mantienen en alto el rigor metodológico que exige toda investigación seria; formulando hipótesis coherentes y respetando la herencia de conocimientos históricos dados por historiadores y arqueólogos profesionales (con los que discrepan, sí; pero siempre guardando un lenguaje común y un respeto que muchas veces no es correspondido por los escépticos de las universidades).

Otro de los aspectos que caracteriza a los “paititólogos” es su espíritu de colaboración y generosidad intelectual[3]. Si la búsqueda de la verdad es la meta, y certificar la existencia de ruinas incas en el oriente andino el objetivo principal, el intercambio de información es necesario para su correcta y amplia discusión. Claro que este espíritu abierto no siempre es correspondido con lealtad. Más de un paititólogo se ha visto estafado y plagiado por inescrupulosos pseudo-sponsors que prometían fondos para las expediciones y lo único que buscaban era indagar en los archivos personales, para publicarlos posteriormente con sus firmas a final de página.

No quiero olvidar a nadie pero, en mi opinión, tres son los más emblemáticos paititólogos que han existido y existen. En primer término, un historiador argentino, Roberto Levillier, quien recopilara la más rica serie de documentos coloniales sobre el Paititi en un libro de merecida fama en el ambiente, El Dorado, El Paititi y las Amazonas[4].  En segundo lugar el ya célebre explorador y médico arequipeño, doctor Carlos Neuenschwander Landa, lamentablemente fallecido hace un año y con quien tuve el privilegio de entablar una muy cordial e ilustrativa amistad epistolar. Finalmente, el investigador que más esfuerzo, seriedad y conocimiento de campo ha brindado sobre el Paititi y sus “misterios”, Gregory Deyermenjian, psicólogo y explorador arqueológico de la ciudad de Boston.

Con ellos los estudios del Paititi alcanzan sus cotas más altas. El ensamblaje perfecto entre teoría y trabajo de campo — escritorio y selva del Pantiacolla— que estos investigadores han conseguido desarrollar, constituye la columna vertebral más firme, y a la vez flexible, que cualquier interesado en la temática pueda leer. Por otro lado, Neuenschwander y Greg, tienen en su haber el mayor número de expediciones a la región y son, a la hora de probar o refutar hipótesis ajenas, los mejores especialistas en la materia.

La reciente muerte del doctor Neuenschwander dejó un hueco muy difícil de llenar; pero su espíritu emprendedor, constancia y dedicación al trabajo responsable fue heredado por su hijo Fernando, quien junto a Deyermenjian promueven la difusión e investigación desde la Asociación Cultural Exploraciones Antisuyo/Pantiacolla (ACEAP).

Otro muy respetable veterano especialista es el Padre Carlos Polentini Wester, responsable también él de infatigables viajes por la región del Pantiacolla y uno de los más importante recopiladores de testimonios orales en la selva, conseguidos de boca de colonos y aborígenes. Su labor misionera fue —hasta el momento de su retiro— compatible con la seriedad de sus hipótesis y pasión por la temática.

Antes de terminar con el grupo de paititólogos, no quisiera dejar de nombrar a un viejo historiador cusqueño, el doctor Daniel Heredia, autor de un corto pero muy bien documentado artículo que publicara en 1951[5]. Sus objetivas consideraciones lo convierten en un investigador digno de recordar.

Como dije antes, con investigadores como estos la problemática Paititi queda realzada y puesta honestamente sobre el tapete para ser discutida amigablemente, sin celos ni intereses mezquinos. Pero al lado de los paititólogos se levantan ejércitos de oportunistas, buscadores de tesoros, huaqueros y delirantes a sueldo, dispuestos a todo; incluso a desprestigiar un tema digno de ser estudiado seriamente. Ellos son los “paititeros”.

¿Qué clase de personajes son los que integran este grupo?

Los “paititeros”, en esencia, son los apóstoles de lo irracional; charlatanes de feria que dan un vago toque de credibilidad y verosimilitud, salpicando sus escritos con retazos de conocimiento y referencias mutiladas o de ambigua significación. Volcados hacia una arqueología delirante, sin conocer nada—o muy poco— de historia, son espíritus vulnerables e ingenuos en los que, los elementos más espectaculares y turbadores de la ficción-científica, se mezclan y confunden con datos objetivos generando una nebulosa en la que es difícil distinguir lo real de lo imaginario. En esta visión sin lógica ni distinción, la inteligencia queda sometida a fuerzas y energías misteriosas que —por naturaleza— escapan a toda necesidad explicativa o probatoria.

Con segura autoridad arzobispal, los “paititeros” afirman sus delirios, inventando indicios y generando sensacionalismo dentro de una prensa escrita siempre hambrienta de noticias rimbombantes. Sus técnicas esotéricas (intuición, revelaciones divinas, viajes astrales, comunicación con hermandades extraterrestres, etc) se combinan con descubrimientos de los que nunca dan pruebas y que lanzan —generalmente por Internet— sabiendo que no serán refutados, porque toda refutación debe partir de pruebas concretas.

¿Qué validez científica puede tener una afirmación que sostenga que, a 10.000 años luz de la Tierra hay una tetera gigante de porcelana girando en la órbita de un planeta desconocido? ¿Quién puede probar o refutar eso?... Nadie. Así es como actúan los paititeros. Y así es como comunican sus convicciones, surgidas de un lenguaje envuelto en confusión y que no es más que un galimatías de términos tomados en préstamo de la física, la biología o la historia[6].

La imaginación desenfrenada, la fantasía ingenua o la mentira bien dirigida, son sus dardos. Afortunadamente ninguno de ellos encuentra un lugar en las ciencias sociales. Por eso, con todas sus alocadas intervenciones, los paititeros contribuyen a falsear considerablemente la realidad. Aggiornando viejos mitos y creencias, siempre tendrán como seguidores a los golosos consumidores de supercivilizaciones, de atlantes o extraterrestres.

En tanto los auténticos cultores humanos[7] —surgidos del esfuerzo e ingenio de generaciones— sean tergiversados o ignorados por el gran público, estos defensores de la pavada seguirán lucrando y difundiendo las prácticas —contagiosas— del Síndrome del Rey Midas Invertido.

 

Ya para terminar, invito al lector a empaparse sobre la temática, leyendo —de ser posible— las obras que cito convenientemente en la bibliografía, o escribir la palabra Paititi en un buscador de Internet.

Juzgue usted mismo quién es quién en esta búsqueda.

 

BIBLIOGRAFÍA SOBRE EL PAITITI

·        Angles Vargas, Víctor, El Paititi No Existe, Imprenta Amauta SRL. , Cusco, 1992.

·       Bayle, Constantino, El Dorado Fantasma, Editorial Razón y Fe, Madrid, 1930, pág. 297.

·        Bueno, Fernando Aparicio, En Busca del Misterio del Paititi, Editorial Andina, Cusco, 1985.

·        Cartagena, Nicole y Herbert, Por el camino de los Incas, Editorial Javier Vergara, Buenos Aires, 1978.

·        De Gandía, Enrique, Historia Crítica de los Mitos y Leyendas de la Conquista Americana, Centro Difusor del libro, Buenos Aires, 1946.

·        Deyermenjian, Gregory, "The Search for the lost pyramids of Perú”, en World Explorer, pp.46-54, 1998.

·        Deyermenjian, Gregory, “Glimmers of Paititi: Searching for a Lost Incan refuge”, en Mercator’s World, January/Febryary, 1996, vol.4, Nº1, pp.42-49, 1999.

·        Deyermenjian, Gregory, “Lost City Sacred Mountain”, en South American Explorer, Nº 19, pp.18-27, New York, 1988.

·        Deyermenjian, Gregory, “Mameria: An Incan Site Complex un the High-Altitude Jungles of Southeast Peru”, en Athena Review, vol.3, Nº 4, pp.80-88, 2003

·        Deyermenjian, Gregory, “On the trail of legends: Searching for Ancient Ruins East of the Andes”, en GPS World, June 1999, vol.10, Nº6, pp.20.28, 1999.

·        Deyermenjian, Gregory, “The 1989 Toporake/Paititi Expedition: On the trail of the Ultimate Refuge of the incas”, en The Explorers Journal, June 1990, vol.68, Nº2, pp. 74-83, New York, 1990.

·        Deyermenjian, Gregory, “The Petroglyphs of Pusharo”, en Athena Review, vol.2, pp. 71-78, 2000.

·        Deyermenjian, Gregory, “The Petroglyphs of Pusharo”, en South American Explorer, Nº 33, pp.34-39, New York, 1993.

·        Deyermenjian, Gregory, La Laguna del Ángel, manuscrito, archivo del autor, 2000.

·       Ertl, Hans, Paititi. Tras las huellas de los Incas, Timun Mas, Barcelona, 1998, Pág. 9.

·        Espinoza Soriano, Waldemar, La Destrucción del Imperio de los Incas, Amaru editores, 1990.

·        Fawcett, Percy Harrison, A Través de la Selva Amazónica, Editorial Zigzag, Chile, 1951.

·        Federico Kauffmann Doig, Manual de Arqueología Peruana. Editorial Peisa, Lima, 1983.

·        Gil, Juan, Mitos y Utopías del Descubrimiento. El Dorado, Alianza Universidad, Madrid, 1989.

·        González, Ricardo, Los Maestros del Paititi, Cuzco, 1998.

·        Guillén, Edmundo, La Guerra de Reconquista inca. Vilcabamba: Epílogo trágico del Tahuantinsuyu, Lima, 1994.

·        Heredia, Daniel, El Paititi. Su Posible Existencia y su Probable Ubicación, Separata de "Revista del Museo e Instituto Arqueológico, Nº 13/14, Cusco, 1951.

·       Kirchner, Gottfried, La Quimera de El Dorado. La Búsqueda del Mítico Tesoro de los Incas, Editorial Tikal, 1996, pág. 53.

·        Langer, Jhonni, As Cidades Perdidas do Brasil, edición digital, 14 de julio de 1997.

·        Levillier, Roberto, El Paititi, El Dorado y Las Amazonas, Emecé, Buenos Aires, 1976.

·        Neuenschwander Landa, Carlos, Paititi en las brumas de la Historia, Editorial Cuzzi y Cía. SA:, Arequipa.

·        Neuenschwander Landa, Carlos, Paititi. Hipótesis Final, Taller Majestic, Lima, 2000.

·        Neuenschwander Landa, Carlos, Pantiacollo, Gráfica Panamericana, S.A., Lima, 1963.

·        Ordoñez, Rubén Iwaki, Operación Paititi, Editorial de Cultura Andina, Cusco, 1975.

·       Ortega San Martín, Fernando, Paykikin. La Última Ciudad Inca, Ediciones Edym (formato digital), Lima, 1999.

·        Palomino Díaz, Enrique, Qosqo, Centro del Mundo, Imprenta Yáñez, Cusco, 1993.

·        Polentini Wester, Carlos, El Paí-Titi Padre Otorongo, Editorial Salesiana, Lima, 1999.

·        Polentini Wester, Juan Carlos, Por las Rutas del Paititi, Editorial Salesiana, Lima, 1979.

·        Renard Casevitz, F.M.; Saignes, T.; Taylor A.C., Al este de los Andes, Instituto Francés de estudios Andinos, Ediciones Abya Yala, Quito, Ecuador, 1988.

·        Soto Roland, Fernando Jorge, "La Noticia Rica del Paititi", en Diario la Capital, Cuarta sección (Arte, Letras y Cultura), domingo 12 de marzo de 1995, pág. 5. Véase www.la-lectura.com

·        Soto Roland, Fernando Jorge, "Las Ciudades Perdidas del Perú", en Diario La Capital, Cuarta Sección (Letras, Arte, Cultura), domingo 4 de abril de 1999, pp.4-5.

·        Soto Roland, Fernando Jorge, “Exploradores y viajeros. Amazonia la última frontera del imaginario”, en Diario La Capital, domingo 18 de febrero de 2001, pág.4-5.

·        Soto Roland, Fernando Jorge, “Tras las Huellas del Paititi”, en Diario La Capital, Sección Artes / Letras, domingo 5 y 12 de setiembre de 1999, pp. 1,6-7.

·        Soto Roland, Fernando Jorge, El llamado del Guacamayo, editado en Internet en el sitio www.la-lectura.com , editor señor Joaquín González Graña.

·        Soto Roland, Fernando Jorge, El Paititi: Imaginario, realidad y Utopía Andina, editado en www.monografías.com, 2004.

·        Soto Roland, Fernando Jorge, Expedición Vilcabamba. Romanticismo, Ciencia y Aventura, Editorial Libros en Red, véase www.librosenred.com, 1999.

·       Suescum, Javier M., Paititi, el Perfume de los Pueblos, Editorial San Pablo, Madrid, 2000, pág. 110.

·        Tafur, Max, El Reino del Paititi, editado por Internet, 2003.

·        Uslar Pietri, Arturo, Fábulas y Leyendas de El Dorado, Editorial Tusquest, 1987.

 

FJSR

Buenos Aires, Argentina

Enero de 2005.


 



® Derecho de Autor.
[1] Cioran, E.M., Adiós a la Filosofía, Ed. Alianza, Barcelona, pág.133.
[2] Argullol, Rafael, El Héroe y el Único. El Espíritu trágico del Romanticismo, Barcelona, Ed. Destino, 1982, pág. 35.
[3] Me consta en lo personal esto que digo ya que en más de una oportunidad fui un agradecido receptor de sus informes, opiniones, hipótesis y fotografías antes de ser publicadas.
[4] Levillier, Roberto, El Paititi, El Dorado y Las Amazonas, Emecé, Buenos Aires, 1976.
[5] Heredia, Daniel, El Paititi. Su Posible Existencia y su Probable Ubicación, Separata de "Revista del Museo e Instituto Arqueológico", Nº 13-14, Cusco, 1951
[6] Nota: es muy común observar cómo en muchos libros se atiborra al lector de nombres de ríos, lagos, cascadas, montañas, cerros, tribus, etc, sin mapas ni coordenadas especificas. Llega un momento en que uno no sabe en dónde está parado; y cuando se le pide una explicación al autor, éste responde con evasivas y frases como “No puedo revelar nada. Es un secreto, a menos que quiera colaborar con dinero para la próxima expedición”.
[7] Incas, mayas, egipcios, aztecas, etc....

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