EL
PAITITI Y SUS EXPLORADORES
Fernando
Jorge Soto Roland
Profesor
Universitario en Historia
Director
de la Expedición Vilcabamba ’98
“La capacidad de vivir con verdades relativas,
con preguntas para las que no hay respuestas,
con la sabiduría de no saber nada y con las
paradójicas
incertidumbres de la existencia, todo esto puede ser
la
esencia de la madurez humana y de la consiguiente
tolerancia
frente a los demás. Donde esta capacidad falta, nos
entregamos
de nuevo, sin saberlos, al mundo del inquisidor
general (...).”
Paul Watzlawich
¿Es real la realidad?
Como en las películas de aventuras, la búsqueda del
Paititi reúne a una singular fauna humana, exótica y heterogénea;
un verdadero ejército de soñadores que se niegan —consciente e
inconscientemente— a considerar la existencia del mundo como algo inacabado y
explorado por completo, manteniendo así viva la llama de la pesquisa y del
descubrimiento más allá de las pantallas de la televisión o las computadoras.
Los exploradores del Paititi son individuos tocados, en gran
parte, por la locura, por la insatisfacción, por un juvenil impulso de ver al
mundo con los ojos de un hereje que reniega de los dogmas pre-establecidos por
las instituciones, que califican de “poco científicas” las búsquedas de
ciudades perdidas. De alguna manera, son partícipes de una sana rebelión. Osados
bandidos aventureros que atentan contra esos rostros de
mandíbulas apretadas pensando que el compromiso con la verdad radica en negar
los sueños, apoyándose en un corpus bibliográfico que oficializan como cierto,
muchas veces guiados por intereses mezquinos (una beca o un puesto en el
escalafón de la carrera docente, por dar un ejemplo).
Como descarriadas ovejas del rebaño que les dio cobijo —o
nunca se los dio— deben luchar contra la ortodoxia que los condena y defenderse
de quienes pretenden “curarlos”. Así todo, persisten en sus males y sus
pecados... Y hacen bien; porque son conscientes que las meras palabras escritas
suelen resbalar hacia la palabrería pomposa que desoye muchos hallazgos
materiales, producto del vagar buscando quimeras. Es que aspiran a ellas,
combatiendo las muecas reprobadoras de los eruditos con sonrisas irónicas;
burlándose del miedo al ridículo que, en ocasiones, es el fundamento de la
pedagogía y educación de nuestros días.
Los exploradores del Paititi abren nuevas rutas, no sólo en
el sentido literal de la palabra —como las que nacen a fuerza de machete a
medida que se avanza—, sino también rutas epistemológicas que prueban que
algunas leyendas son ciertas o que la mayoría que circulan sobre el tema no
deberían ser tomadas al pie de la letra, a menos que se quiera ser tildado de
loco.
¿Cuántas mentes desequilibradas podrían dedicar parte de su
vida a encontrar una supuesta ciudad de oro puro, habitada por angelicales “Hermanos
Blancos” de una cofradía extraterrestre, perdida en el corazón de la
selva sudamericana? La respuesta es, lamentablemente: muchas.
Hordas de místicos y pseudo-investigadores han tergiversado y
manoseado tanto la búsqueda del Paititi que no es de extrañar que un tópico tan
rico para historiadores, arqueólogos y antropólogos, haya quedado ligado a los
delirios etílicos de aquellos que lo conectan con ovnis, dimensiones desconocidas
y una espiritualidad barata y lucrativa propia de la New Age; que encarna como
nadie lo que suelo denominar el “Síndrome del Rey Midas Invertido”, que
consiste en la capacidad que algunos tienen de convertir los temas que tocan
(valiosos por cierto), no en oro, como reza la leyenda bíblica, sino en
excremento.
En mi opinión, son esos personajes y sus escritos los que le
quitan seriedad a la cuestión. Lo apartan del campo de estudio científico, al
que debería volver en algún momento; y que no es otro que el de las ciencias
sociales. Pero, aún topándonos con esas hipótesis desquiciadas, sería factible
realizar su análisis desde el ángulo de la sociología o la historia de
mentalidades, buscando las causas profundas que llevan y explican a entender porqué
se cree lo que se cree, o cuáles son las bases en las que se apoya ese
pensamiento mágico y esotérico. Estoy convencido que un estudio de ese tipo nos
diría mucho sobre nuestra época, sus miedos, perturbaciones, ansiedades y
fracasos. Pero no es mi intención abordar en este artículo —al menos
pormenorizadamente— las teorías estrafalarias que circulan, respecto de la
“ciudad perdida de los incas”. Más allá de los portales dimensionales
que los gurúes mercachifles afirman haber atravesado, está el
Paititi real. Ruinas que seguramente nos desilusionarán un poco cuando las
encontremos; no por su relevancia histórica, sino por las características
morfológicas y materiales que deben poseer: muros derruidos, tambos
abandonados, caseríos y edificios devorados por las raíces de la selva que aún
las esconden. En dos palabras: restos arqueológicos. Ni más ni menos.
Nada extraordinario. Nada de murallas de oro y plata o avenidas con estatuas
resplandecientes, flanqueando el camino a la plaza principal. Nada de incas perdidos
en un islote terrestre, rodeados por la jungla e ignorantes de los 400 años de
cambios vertiginosos operados en el “mundo exterior”.
Sólo ruinas; que probaran —como lo están haciendo
de a poco— que la penetración de los incas en el Antisuyu (parte oriental del
Imperio) fue mucho más profunda, significativa y duradera de lo que se piensa
actualmente.
El explorador del Paititi tiene algo de nómada; y, como
tal, encarna al aventurero por excelencia, abriendo su mirada y su cuerpo a un
futuro ambiguo, azaroso, en el que todo puede suceder. Como aventurero, es el
protagonista de vivencias inusitadas y un sibarita de los tiempos intensos que
genera la propia inseguridad. El temor y el deseo —en una extraña pulsión de
muerte— se combinan generando una atracción difícil de explicar en la que se
unen, por una parte, la voluntad por superar la incertidumbre y los problemas;
y por la otra, la comprobación empírica de su propia buena suerte. El explorador-aventurero
tiene mucho de egocéntrico y personifica como nadie ese optimismo del que habla
E.M. Cioran cuando escribe:
“Si uno no creyese en su buena estrella, no se podría
efectuar el menor acto sin esfuerzo: beber un vaso de agua parecería una
empresa gigantesca e incluso insensata”[1].
Pero por ser en parte trotamundos,
no sometidos del todo a los principales dictados de la sociedad, esta casta de
exploradores al que referimos suelen catalogarse como parias enajenados,
sospechosos por el sólo hecho de no comulgar con los paradigmas históricos
vigentes y quedar fuera de los controles que éstos ejercen.
Como aventureros que son,
arrastran la cuota de irresponsabilidad que la propia aventura tiene en el
lenguaje corriente; lo que no excluye que haya artículos —generalmente
periodísticos— que no dejen de alabar y avalar esa misma condición que otros,
más conservadores, critican: la osadía de la libertad plena; o la
valentía de personificar el ideal romántico de ir a la selva tras ciudades
olvidadas, en un contexto académico que margina esa búsqueda al campo de la ficción
cinematográfica o la novela.
Es lógico que los
especialistas en el Paititi despierten esos sentimientos contradictorios, de
atracción y rechazo. En un mundo que construye su realidad cotidiana enfrente
de un monitor de computadora, alumbrado por lámparas de neón, en oficinas con
aire acondicionado y encierro, el regreso a la selva es mirado como una válvula
de escape psicológico al tedio urbano, que muchos critican pero que muy pocos
se arriesgan a romper. Quizás la atracción radique, justamente, es ese
contraste entre los dos mundos: el artificial, de cemento y concreto; y el
natural, de enredaderas, y árboles ocultando misterios.
ab
EL PAISAJE, EL PAITITI Y EL ROMANTICISMO
“No es fácil destruir un ídolo.
Requiere tanto tiempo como el
que se precisa para promoverlo
y adorarlo”.
E.M. Cioran
Adiós a la Filosofía.
“Si los historiadores y arqueólogos europeos,
que mueren
por un simple jarrón o plato de
origen griego, supieran lo que se puede
encontrar en estos valles, cambiarían de
especialidad.
¡Estamos hablando de ciudades enteras, y pocos
saben
o creen en
ello!”.
Testimonio de un historiador de la Universidad de
California.
Cusco, agosto de 1998
Archivo del autor
Alejada de todo —incluso de la influencia del propio Estado
peruano—, la mencionada meseta representa uno de los pocos bolsones por
explorar minuciosamente que quedan en Sudamérica. Si a este atractivo le
agregamos la posibilidad de encontrar las ruinas de una ciudadela incaica
perdida en la enramada, tendremos los condimentos básicos para proyectar en
ella ese espíritu romántico del que hablábamos en las páginas anteriores. Y los
buscadores del Paititi no son ajenos a ello.
De hecho, una buena
parte de los libros publicados no hacen otra cosa que describir el paisaje y
las peripecias que allí se corren. Es emocionante, ¿quién puede dudarlo? Pero
cuando el marco natural y sus insuperables trabas se convierten en los
protagonistas principales —y el Paititi en sí queda relegado a un segundo
plano— estamos frente a una silla a la que le falta más de una pata.
Porque si lo que se pretende es dilucidar y probar
que los incas ingresaron a la región —antes y después de la conquista
española—, el recurso de quedarse simplemente describiendo el paisaje es
insuficiente; a menos que se quiera justificar con ello los fracasos por
encontrar las pruebas de la presencia quechua en el lugar; o, simplemente,
sustituir la investigación histórica por la literatura de aventuras.
El paisaje,
durante años desatendido por el sentimiento —y aprehendido únicamente por una
preocupación meramente informativa que buscaba la descripción fidedigna y la objetividad—
cambió hacia 1830, aproximadamente, y el viajero del siglo XIX, el romántico,
empezará a darle importancia a la impresión global, a la sensación, al
sentimentalismo; recreando un paisaje ideal, fantástico, en el que poco
importaba acercarse a la realidad objetiva. Surgía una nueva sensibilidad en la
que la naturaleza, hasta entonces concebida como una máquina armónica y
racional, se convertía en un océano de inquietudes e incomprensión. Los románticos
empezaban a dudar de los esquemas claros, perfectos y predecibles. El universo,
reglado por el neoclasicismo (expresión artística del siglo XVIII), se abría a sensaciones nuevas y empezó a ser
pensado de manera diferente. Lo estético, impregnado con una filosofía menos
segura de sí misma, se orientaba hacia el misterio y el esoterismo. El paisaje
dejó de mostrar leyes universales y pasó a expresar sentimientos movilizadores.
El hombre se sintió pequeño, indefenso, y al mismo tiempo asombrado ante la
magnitud del cosmos y sus enigmas. El “paisaje real” —concebido como
algo medido, controlado, racionalizado, humanizado—
es reemplazado por el “paisaje sublime”, que sacude y produce sorpresa,
estupor, en el alma de los exploradores.
En sus relatos de viajes se pasa de las descripciones genéricas y citas de
“autoridades” —referenciadas en testimonios antiguos— a la percepción de
lugares específicos, que no tienen ya la serenidad ni el equilibrio que creían
tener.
Como bien dijera, Rafael Argullol:
“El romanticismo le dice
adiós a las reglas, las normas, las escuelas (...); deja de considerar la
realidad exterior como único modelo digno de reproducir y se vuelve hacia la
única fuente que le merece credibilidad: su interioridad, su ‘yo’. Deja de ver
a través de los ojos, para mirar a través del corazón”[2].
El paisaje romántico refleja el espíritu atormentado de sus nuevos
observadores. El viajero empieza a buscar una comunión más original, más pura
con la naturaleza. Por eso, en él no
cabe ya la idea racional del jardín; espacio domesticado, alejado de
todo riesgo y símbolo de la serenidad y equilibrio.
Así pues, el explorador romántico del Paititi se hunde, se
funde, en el medio vital que recorre. De ahí la importancia que se le da no
sólo a la percepción visual, sino a la percepción interior, considerada
como la victoria de la expresión y el sentimiento sobre las normas y las leyes.
Porque, más allá de que el romanticismo sea un movimiento cultural que
se enmarca en un período determinado, asociado generalmente a la primera mitad
del siglo XIX, es también una “forma de ser y estar en el mundo” que sigue viva
en nuestros días.
En las ruinas, los viajeros de este tipo, pretenden encontrar saber,
conocimiento, y una prueba indeleble de la fuerza de voluntad. Están inclinados
a ver en ellas la nostalgia de un pasado irremediablemente perdido y el
inevitable paso del tiempo.
Es que en la selva, la naturaleza,
siempre termina por vencer a la obra humana. La vida no es otra cosa que un
largo camino hacia el olvido y los restos antiguos son leídos como signos del
fatalismo por venir. Así adquieren, en parte, cierto carácter fúnebre; una
clara muestra de la impermanencia de todas las cosas y ejemplo evidente de la
pérdida y lo desconocido. Las ruinas esconden más de lo que
revelaban y personifican el misterio. Se cargan de poesía y reflexión,
gracias a la imaginación que se les sabe imprimir en textos y dibujos.
Por otra parte, el aumento del
interés por rescatar la “identidad nacional”, hace que se busque, en los
restos arquitectónicos de épocas pretéritas, “la esencia originaria” del
orgullo nacionalista o de resistencia. Así pues, las ciudades perdidas o
exóticas suelen verse como los testimonios de un pasado ancestral en el que la
dignidad no es cosa de otros solamente.
ab
GRANDEZAS Y
MISERIAS DE UNA BÚSQUEDA:
PAITITÓLOGOS Y PAITITEROS
"No le preocupaba si
una doctrina se adecuaba o no a la
realidad del mundo sino qué tipo de vida
promovía: activa
o reactiva, generosa o resentida. No le
importaba su validez
epistemológica sino su estricto valor ético, incluso
estético.
El filósofo está así, más cerca del poeta o
del profeta, del
creador de mitos o de
imposturas, que del juez o el detective.
¿Cuándo algo es verdadero? ¿Cuándo cuenta algo
que ocurrió
o cuando tiene el poder de engendrar nuevas
formas de vida
y de pensamiento?".
Scavino
filósofo argentino.
“La tolerancia tiene un límite: la estupidez”.
George Orstond
Escritor inglés.
A nadie
debería extrañarle que la competencia desleal es un mal que se da en todas las
profesiones y que las actitudes mezquinas son el “sidecar” que suelen
acompañarla. Desafortunadamente nos han educado para competir más que
para compartir y ese es uno de los motivos por los cuales el campo de
acción de los buscadores del Paititi se ha convertido en un “ring”
en el que “todo vale”; inclusive la mentira, el sensacionalismo y la
violencia. Permítame ahora el lector cometer un pecado de soberbia e incluir
dos neologismos que, espero, esclarezcan mejor las ideas que pretendo
transmitir. Estas dos nuevas categorías son las de paititólgos y paititeros.
Empecemos por la primera.
Los que damos en llamar “paititólogos”
constituyen un gremio bastante reducido. No inclinados al sensacionalismo y
guiados por razonamientos lógicamente sustentados en pruebas positivas —materiales
y escritas—, hacen de la honestidad intelectual un bastión no negociable;
respetando los indicios y partiendo de preguntas, no de afirmaciones dogmáticas
sin posibilidades de ser verificadas. Por lo general tienen formación
universitaria, no necesariamente en humanidades, pero mantienen en alto el
rigor metodológico que exige toda investigación seria; formulando hipótesis
coherentes y respetando la herencia de conocimientos históricos dados por
historiadores y arqueólogos profesionales (con los que discrepan, sí; pero
siempre guardando un lenguaje común y un respeto que muchas veces no es
correspondido por los escépticos de las universidades).
Otro de los aspectos que
caracteriza a los “paititólogos” es su espíritu de colaboración y
generosidad intelectual[3]. Si la búsqueda de la
verdad es la meta, y certificar la existencia de ruinas incas en el oriente
andino el objetivo principal, el intercambio de información es necesario para
su correcta y amplia discusión. Claro que este espíritu abierto no siempre es
correspondido con lealtad. Más de un paititólogo se ha visto estafado y
plagiado por inescrupulosos pseudo-sponsors que prometían fondos para las
expediciones y lo único que buscaban era indagar en los archivos personales,
para publicarlos posteriormente con sus firmas a final de página.
No quiero olvidar a nadie
pero, en mi opinión, tres son los más emblemáticos paititólogos que han
existido y existen. En primer término, un historiador argentino, Roberto
Levillier, quien recopilara la más rica serie de documentos coloniales sobre el
Paititi en un libro de merecida fama en el ambiente, El Dorado, El Paititi y
las Amazonas[4]. En segundo lugar el ya célebre explorador y
médico arequipeño, doctor Carlos Neuenschwander Landa, lamentablemente
fallecido hace un año y con quien tuve el privilegio de entablar una muy
cordial e ilustrativa amistad epistolar. Finalmente, el investigador que más
esfuerzo, seriedad y conocimiento de campo ha brindado sobre el Paititi y sus “misterios”,
Gregory Deyermenjian, psicólogo y explorador arqueológico de la ciudad de
Boston.
Con ellos los estudios del
Paititi alcanzan sus cotas más altas. El ensamblaje perfecto entre teoría y
trabajo de campo — escritorio y selva del Pantiacolla— que estos
investigadores han conseguido desarrollar, constituye la columna vertebral más
firme, y a la vez flexible, que cualquier interesado en la temática pueda leer.
Por otro lado, Neuenschwander y Greg, tienen en su haber el mayor número de
expediciones a la región y son, a la hora de probar o refutar hipótesis ajenas,
los mejores especialistas en la materia.
La reciente muerte del
doctor Neuenschwander dejó un hueco muy difícil de llenar; pero su espíritu
emprendedor, constancia y dedicación al trabajo responsable fue heredado por su
hijo Fernando, quien junto a Deyermenjian promueven la difusión e investigación
desde la Asociación Cultural Exploraciones Antisuyo/Pantiacolla (ACEAP).
Otro muy respetable veterano
especialista es el Padre Carlos Polentini Wester, responsable también él de
infatigables viajes por la región del Pantiacolla y uno de los más importante
recopiladores de testimonios orales en la selva, conseguidos de boca de colonos
y aborígenes. Su labor misionera fue —hasta el momento de su retiro— compatible
con la seriedad de sus hipótesis y pasión por la temática.
Antes de terminar con el
grupo de paititólogos, no quisiera dejar de nombrar a un viejo
historiador cusqueño, el doctor Daniel Heredia, autor de un corto pero muy bien
documentado artículo que publicara en 1951[5]. Sus objetivas
consideraciones lo convierten en un investigador digno de recordar.
Como dije antes, con
investigadores como estos la problemática Paititi queda realzada y puesta
honestamente sobre el tapete para ser discutida amigablemente, sin celos ni
intereses mezquinos. Pero al lado de los paititólogos se levantan
ejércitos de oportunistas, buscadores de tesoros, huaqueros y delirantes a
sueldo, dispuestos a todo; incluso a desprestigiar un tema digno de ser
estudiado seriamente. Ellos son los “paititeros”.
¿Qué clase de personajes son
los que integran este grupo?
Los “paititeros”, en
esencia, son los apóstoles de lo irracional; charlatanes de feria que dan un
vago toque de credibilidad y verosimilitud, salpicando sus escritos con retazos
de conocimiento y referencias mutiladas o de ambigua significación. Volcados
hacia una arqueología delirante, sin conocer nada—o muy poco— de historia, son
espíritus vulnerables e ingenuos en los que, los elementos más espectaculares y
turbadores de la ficción-científica, se mezclan y confunden con datos objetivos
generando una nebulosa en la que es difícil distinguir lo real de lo
imaginario. En esta visión sin lógica ni distinción, la inteligencia queda
sometida a fuerzas y energías misteriosas que —por naturaleza— escapan a toda necesidad
explicativa o probatoria.
Con segura autoridad
arzobispal, los “paititeros” afirman sus delirios, inventando indicios y
generando sensacionalismo dentro de una prensa escrita siempre hambrienta de
noticias rimbombantes. Sus técnicas esotéricas (intuición, revelaciones
divinas, viajes astrales, comunicación con hermandades extraterrestres,
etc) se combinan con descubrimientos de los que nunca dan pruebas y que
lanzan —generalmente por Internet— sabiendo que no serán refutados, porque toda
refutación debe partir de pruebas concretas.
¿Qué validez científica
puede tener una afirmación que sostenga que, a 10.000 años luz de la Tierra hay
una tetera gigante de porcelana girando en la órbita de un planeta desconocido?
¿Quién puede probar o refutar eso?... Nadie. Así es como actúan los paititeros.
Y así es como comunican sus convicciones, surgidas de un lenguaje envuelto en
confusión y que no es más que un galimatías de términos tomados en préstamo de
la física, la biología o la historia[6].
La imaginación desenfrenada,
la fantasía ingenua o la mentira bien dirigida, son sus dardos. Afortunadamente
ninguno de ellos encuentra un lugar en las ciencias sociales. Por eso, con
todas sus alocadas intervenciones, los paititeros contribuyen a falsear
considerablemente la realidad. Aggiornando viejos mitos y creencias,
siempre tendrán como seguidores a los golosos consumidores de
supercivilizaciones, de atlantes o extraterrestres.
En tanto los auténticos
cultores humanos[7]
—surgidos del esfuerzo e ingenio de generaciones— sean tergiversados o
ignorados por el gran público, estos defensores de la pavada seguirán
lucrando y difundiendo las prácticas —contagiosas— del Síndrome del Rey
Midas Invertido.
Ya para
terminar, invito al lector a empaparse sobre la temática, leyendo —de ser
posible— las obras que cito convenientemente en la bibliografía, o escribir la
palabra Paititi
en un buscador de Internet.
Juzgue usted mismo quién
es quién en esta búsqueda.
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Buenos Aires, Argentina
Enero de 2005.
® Derecho de
Autor.
[1] Cioran, E.M., Adiós
a la Filosofía, Ed. Alianza, Barcelona, pág.133.
[2] Argullol, Rafael, El
Héroe y el Único. El Espíritu trágico del Romanticismo, Barcelona, Ed.
Destino, 1982, pág. 35.
[3] Me consta en lo personal
esto que digo ya que en más de una oportunidad fui un agradecido receptor de
sus informes, opiniones, hipótesis y fotografías antes de ser publicadas.
[4] Levillier, Roberto, El
Paititi, El Dorado y Las Amazonas, Emecé, Buenos Aires, 1976.
[5] Heredia, Daniel, El
Paititi. Su Posible Existencia y su Probable Ubicación, Separata de
"Revista del Museo e Instituto Arqueológico", Nº 13-14, Cusco, 1951
[6] Nota: es muy común
observar cómo en muchos libros se atiborra al lector de nombres de ríos, lagos,
cascadas, montañas, cerros, tribus, etc, sin mapas ni coordenadas especificas.
Llega un momento en que uno no sabe en dónde está parado; y cuando se le pide
una explicación al autor, éste responde con evasivas y frases como “No puedo
revelar nada. Es un secreto, a menos que quiera colaborar con dinero para la
próxima expedición”.
[7] Incas, mayas, egipcios,
aztecas, etc....
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