viernes, 24 de mayo de 2013

Indiana Jones y el reino perdido del Paititi
Indiana Jones es una marca registrada de Paramount Pictures & LucasFilms Ltd. Por Fernando Jorge Soto Roland
Novela 2007

A mis hijos,
Rodrigo y Florencia
promotores de todas estas historias.
A
Alberto Domínguez, Sir Eugene Rosalini y Carlos Ortiz, compañeros de aventuras, reales e imaginarias
A
Gregory Deyermenjian, generoso amigo y famoso explorador norteamericano
Y a
Verónica,
mi gran aventura emocional, hecha realidad.

Nota del autor
En los últimos veinte años he venido investigando el tema del Paititi desde un punto de vista estrictamente histórico, incluso me adentré en las selvas peruanas tras las huellas de su leyenda y de la última capital que los incas levantaron en ella: la ciudad de Vilcabamba “La Vieja”. A lo largo de todo este tiempo, la buena fortuna hizo que entablara amistad con sus principales estudiosos y pudiera así engrosar mi pasión por entenderla y, si fuera posible, encontrarla.
No todos los datos que aparecen en la novela son ciertos. Me he permitido fantasear a partir de información real, para no convertir a las aventuras de Indiana Jones en un ensayo de historia.
FJSR
Buenos Aires, Argentina.
Setiembre de 2007


PARTE I
Indiana Jones y el reino perdido del Paititi
PRÓLOGO
“Estos son los reinos del Paititi donde se tiene
el poder de hacer y desear, donde el burgués sólo
encontrará comida y el poeta tal vez pueda abrir
la puerta cerrada del más purísimo amor.
Aquí puede verse sin atajos
el color del canto de los pájaros invisibles.”
Texto inscripto en un mapa
Jesuita del siglo XVII.
“Corazón del corazón
tierra india del Paititi
a cuyas gentes se llaman indios.
Todos los reinos limitan con él,
Pero él no limita con ninguno”
Texto inscripto en un mapa
Jesuita del siglo XVII.
Londres, Inglaterra 1958.
Sir James Latimer II se acomodó nervioso al volante del Aston Martin modelo 53 y prendió su segundo cigarrillo en menos de quince minutos. Le dio una profunda y larga pitada. Cuando los pulmones se llenaron de humo, y experimentó el placer de la intoxicación controlada de la nicotina, exhaló largamente una serpentina etérea que se volatilizó, huyendo por la hendija entreabierta de la ventanilla.
Tenía el auto aparcado en un callejón aislado y oscuro del Este de Londres, vecino a la tristemente famosa avenida Whitechapel, donde Jack “El Destripador” había saciado su sed de sangre hacía ya setenta años. A pesar de haber cambiado mucho desde la Era Victoriana, el barrio seguía conservando su lado marginal, peligroso y con una fauna humana que metía miedo con solo verla pasar por la vereda. Protitutas, tahúres y traficantes de toda laya intercambiaban sus sombríos intereses solapadamente, escapando de la mirada poco frecuente de los escasos policías urbanos que de a ratos, paseaban sus bastones con marcial ritmo.
Latimer, heredero de una cuantiosa fortuna construida en los territorios coloniales de la India, tenía 50 años y desde hacía más treinta representaba a los intereses británicos en el litigioso campo de la diplomacia. Durante la Segunda Guerra Mundial, convocado por el Servicio Secreto de su país, había descollado en el espionaje, consiguiendo importante información en territorio enemigo. Por ese motivo, junto con sus tareas oficiales mantenía en el anonimato más profundo sus funciones como espía de campo y agente activo en el contexto de Guerra Fría que por entonces dividía al mundo.
Estaba ansioso. Quería terminar cuanto antes con la misión autoencomendada que cumplía esa noche. Deseaba entregar el documento y volver a su castillo para disfrutar de un coñac caliente y un buen sillón, donde relajarse y meditar sobre la trabajo cumplido. No iba a tardar mucho. Esta vez sería sucinto; somero en las preguntas que le haría a su contacto. Además, era lo más conveniente. Sospechaba que una quinta columna lo vigilaba en su propia oficina y sabía que, en su oficio, se debían tener en cuenta los pálpitos. Muchas veces había salvado la vida siguiéndolos. De haber podido, habría suspendido el encuentro de ese día. Pero sus superiores estaban más ansiosos que él y le exigían cumplir con los plazos prefijados. Por eso estaba allí, fumando, aguardando solo, sentado en su automóvil.
Cercana la medianoche, una silueta esbelta se recortó en la esquina del callejón, en penumbras, iluminada únicamente por la claridad de una farola del siglo XIX. Cuando se detuvo y miró a ambos de la calle por la que caminaba, Latimer la reconoció de inmediato. Sus encuentros con ese sujeto habían sido muy esporádicos en los últimos siete meses; y por como venían las cosas iban a pasar otros tantos antes de volver a verlo.
Se arrellanó en la butaca del Aston Martin, apagó la colilla del cigarrillo en el cenicero y le quitó la traba de seguridad a la portezuela de la izquierda. Acto seguido, inconscientemente, acarició el sobre de cuero que tenía sobre sus piernas.
El sujeto recorrió la distancia hasta el auto con paso decidido, veloz; y sin más, tomó la manivela del acompañante e ingreso en el carro.
—Nunca terminaré de acostumbrarme al frío húmedo de Londres —dijo en un inglés trabado, pero claro. —Buenas noches, Sir James —y le tendió la mano.
El británico la apretó con fuerza, sonriendo. Esa frase ya la había oído en otra oportunidad.
—Es un gusto volver a verte, Boris —contestó.
—Lo mismo digo, camarada. ¿Cómo has estado?
Latimer frunció los labios en señal de preocupación.
—Complicados, pero viento en popa a pesar de todo. Este trabajo se está volviendo insalubre.
—No se preocupe, llegado el momento el clima de la Madre Rusia curará todas su penas.
—Dudo que eso sea pronto, tovarich.
—¿Por qué lo dice?
—Me siento vigilado y hasta tanto esa sensación desaparezca tendré que seguir soportando por un tiempo más la humedad de la que hablas.
El hombre respondió el sarcasmo con un mohín simpático.
Boris Morishnikov era el agregado cultural de la Embajada soviética en Londres. Un diplomático de carrera que había conocido a Latimer en un de los tantos cócteles organizado por el Servicio de Relaciones Exteriores, hacía ya cinco años. Culto y refinado, rompía con el estereotipo de ruso que la propaganda capitalista divulgaba en novelas y películas de espías. Tenía una licenciatura en Arte y media carrera en Historia de la Cultura, aprobada en la Universidad de Moscú. Representaba los intereses de su país en Inglaterra como pocos funcionarios y tenía excelentes relaciones personales con miembros de la nobleza, incluso con el Primer Ministro. Lo que nadie sospechaba era que Morishnikov era un agente de elite, rigurosamente seleccionado, de la KGB.
—¿Qué es lo que tiene que darme en esta oportunidad, Sir James? —inquirió llevando subrepticiamente la vista al sobre de cuero.
—Un mapa jesuita del siglo XVII.
—¿Eh?... ¿Un mapa jesuita? —repreguntó sorprendido.
Latimer asintió.
—Quizás tus superiores se estén replanteando el ateismo oficial —dijo y le entregó el envoltorio.
El ruso abrió la solapa y extrajo su contenido.
Era un mapa hecho a mano alzada, de unos cuarenta centímetros de largo y veinte de ancho, pintado de verde y celeste claro. Tenía dos textos en castellano escritos en la superficie misma de la representación. Uno por encima y otro por debajo de un río de cauce irregular, con meandros, que cruzaba el documento desde el ángulo superior izquierdo hasta el inferior derecho. Una tercera frase enmarcaba todo el plano con letras grandes y una caligrafía inconfundiblemente española y colonial. Montañas, riachuelos y un lago perfectamente redondo, custodiado por una estrella de cinco puntas, aparecían dibujados con un estilo casi infantil rodeando dos siluetas humanas que tenían las referencias de “hombre” y “mujer” a cada lado.
—Esto es original —sentenció el ruso con absoluta seguridad. Latimer lo confirmó con un movimiento de cabeza. —Me pregunto para qué quieren esto en Moscú. ¿Usted que piensa, Sir James?
—“Menos averigua Dios y perdona” —respondió el inglés.
—Es cierto. En esta ocasión soy un mero correo y no han requerido mi interpretación. Seguiré su consejo. De todos modos, ya le comentaré de qué se trata la próxima vez que nos veamos.
—Eso espero. La verdad es que el asunto me tiene intrigado.
—¿De dónde lo sacó?
—Digamos que tengo mis contactos en la “Sala de Mapas” de la Royal Geographical Society.
—¿Y no es peligroso que me dé un documento como este? ¿Por qué no una fotografía?
—Confío en mi contacto, Boris. Si consintió en darme el original es por algún motivo. De seguro nadie en los próximos cincuenta años lo solicitará —dijo sonriendo. —Además, nuestros colegas fueron explícitos: no querían una copia ni fotos.
El ruso metió el mapa en el sobre y se acomodó para salir.
—Bueno, amigo mío, —dijo— creo que con esto damos por terminada esta “cultural velada”. Cuídese. Estaremos en contacto.
Latimer encendió el motor y le estrechó la mano con fuerza.
—Ande con sigilo, camarada. Nos veremos.
Morishnikov descendió del vehículo. Se acomodó el cuello de la chaqueta y encaminó sus pasos por donde había llegado.
Entonces una sucesión de escenas se desplegaron ante la atónita mirada de Latimer.
Tres sujetos de sombrero, saco y corbata; fornidos, altos, rubios; con rostros serios y mandíbulas cuadradas, apretadas e imberbes, ingresaron precipitadamente al callejón.
Sin dar tiempo a nada, se abalanzaron sobre el ruso y lo empujaron con fuerza, de espaldas contra la pared. Morishnikov intentó resistirte; pero eran seis los pares de brazos que lo retuvieron, inmovilizándolo. Un segundo después, dos fogonazos sordos, apagados, iluminaron la calleja y el cuerpo de Boris se contorsionó exageradamente para después arrastrarse por la pared y quedar tendido en el piso.
Le habían disparado a quemarropa.
Latimer reaccionó de prisa. Puso primera con la palanca de cambio y llevó el pie al acelerador. Tenía que salir de allí lo más pronto posible.
Pero no fue lo suficientemente rápido. Uno de los individuos levantó su brazo armado en dirección del parabrisas y jaló el gatillo de la Lüger.
La bala perforó el vidrio a la altura del conductor y se incrustó limpiamente en el entrecejo del inglés; que salió despedido hacia atrás quedando inmóvil con la cabeza sangrante apoyada en el respaldo del asiento.
El Aston Martin avanzó unos pocos metros con inercia y chocó contra la pared derecha del callejón, deteniéndose de golpe.
El pistolero se acercó al vehículo y verificó que Latimer estuviera muerto. Un segundo individuo se le aproximó cansinamente con el sobre de cuero en la mano y observó la escena sin decir nada. Se acomodó el nudo de la corbata y con un simple movimiento de cabeza invitó a sus dos secuaces a salir del lugar.
Eran las doce y diez de la noche.
En pocos menos de cinco minutos. Morishnikov había sido fusilado, Sir James asesinado de un balazo en la frente y el mapa jesuita pasaba a manos de un trío que nada tenía que ver con los dos bandos enfrentados en la Guerra Fría.
Un par de espías menos”, pensó Erich Hense mientras se subía al Mercedes Benz, que lo esperaba a media cuadra de distancia.


1
CIUDADES PERDIDAS
Universidad de Londres
Inglaterra, 1958.
Una semana después. . .
Gregory Deyermian, decano de la Facultad de Historia y anfitrión principal del congreso, terminó de leer las palabras inaugurales frente a un auditorio de más de trescientas personas, reunidas en el Salón Henry Stanley de la universidad.
Tras un aplauso cerrado que duró unos segundos, volvió a tomar el micrófono.
—Y ahora —dijo con una amplísima sonrisa en la cara— quisiera dejar a todos ustedes con el primer expositor de esta noche. Estamos en verdad orgullosos de tenerlo entre nosotros después de tantos años y, dada la fuerte amistad que a él me une, me regocijo personalmente por estar aquí y escuchar su palabras. Sé que todos los estudiantes conocen su trabajo y que han tenido que leer sus ensayos y artículos a lo largo de los años que tienen en esta casa de estudios. Por otro lado, los colegas también aquí presentes, son conocedores de los aportes de nuestro expositor y espero que, con gusto, nos den hacia el final de la conferencia sus opiniones y críticas para poder entablar un debate académico que nos enriquezca a todos. Estimados profesores, autoridades presentes, graduados, alumnos, es un verdadero honor presentarles a todos ustedes al doctor Henry “Indiana” Jones.
Indy subió al escenario, saludó efusivamente a su colega y se paró frente al atril, en donde colocó una carpeta llena de apuntes.
Vestía un traje gris, con camisa blanca y moño azul. Se lo veía elegante y numerosas fueron las miradas femeninas que se detuvieron en él. Siempre había sido un hombre atractivo. Y lo seguía siendo a sus cincuenta y nueve años de edad.
—Buenas noches —saludó con cierta timidez inicial. —La verdad es que me resulta muy grato volver a estar en estos claustros, donde pasé algunas de las horas más hermosas de mi juventud. Y quiero agradecerle a Greg, al profesor Deyermian, la gentileza que tuvo en invitarme a hablar sobre una temática que desde hace mucho tiempo he investigado y que por momentos suele transformarse en una obsesión. Mi padre siempre me dice que eso lo saqué de él —bromeó— y que tendría que haber sacado las buenas y no malas cosas de su personalidad. Pero así es la vida. Hay situaciones que uno no controla. Pero no deseo hacerles perder más tiempo con preámbulos, por lo tanto, vayamos al grano y empecemos con este Congreso de Culturas Andinas, Mitos y Leyendas Americanas. —Le dio un sorbo al vaso de agua que tenía justo enfrente suyo; aclaró la garganta y continuó: —En principio deseo transmitirles el tema de mi conferencia que versa sobre una de las leyendas que más duración ha tenido en Sudamérica: la de la ciudad incaica del Paititi.
Los oyentes se acomodaron, prestos a oírlo todo e Indy comenzó.
—De todas las cosas que pueden haberse perdido a lo largo de la historia no hay nada más fascinante, atrayente y romántico que una ciudad. ¿Quién puede dudarlo? Ellas han enriquecido el campo de la literatura y la exploración, manteniendo vigente el interés por encontrarlas, tanto en aventureros como en científicos. Temporada tras temporada, decenas de anónimos investigadores alistan sus mochilas y encaminan sus botas hacia selvas y picos inexpugnables con la esperanza de poder desentrañar parte de la historia oculta de América, conseguir la fama o simplemente experimentar en carne propia la sensación de poder convertir una leyenda en realidad.
“Las hay de todos los metales y tipos. Están las habitadas y las deshabitadas; las que se ubican en lo alto de las montañas, en las impenetrables florestas amazónicas o, incluso, las construidas bajo tierra. Pueden ser de oro o de plata; puede que estén encantadas o simplemente protegidas por mil peligros (reales o imaginarios), que van desde serpientes venenosas a celosos aborígenes. Pero el verdadero encanto que todas las ciudades perdidas poseen es que, precisamente, están perdidas.
“Del enorme catálogo que existe, sólo un pequeño porcentaje de ellas ha sido efectivamente encontrado. Sucede que, en su gran mayoría, aquellas ciudades que se han buscado por décadas jamás tuvieron una realidad concreta. Elusivas, estas urbes se niegan a revelar fácilmente sus secretos; razón por la cual son difíciles de olvidar y muy proclives a convertirse en obsesión. Paradójicamente, los "lugares que nunca existieron" han sido los depositarios de una inversión de capital y de sacrificio humano enormes.
“Pero el mito rara vez desaparece y los descubrimientos que se realizan no hacen otra cosa que transformarlo y aumentarlo. "Si tal ciudad que se creía perdida para siempre ha sido hallada, ¿por qué no puede suceder lo mismo con tal otra?". Este sencillo argumento se encontró, una y otra vez, en boca de grandes exploradores que, con mayor o menor fortuna, se lanzaron a la búsqueda. Quizás sea Hiram Bingham, descubridor de Machu Picchu, el arquetipo más acabado del tenaz personaje que nombramos; aunque no todos los buscadores de ciudades perdidas han tenido la suerte que él tuvo. Detrás de esa reducida legión de soñadores con éxito se aglomeran un sin fin de exploradores anónimos que continúan invirtiendo tiempo y dinero, tras lo que aparentemente constituyen imaginarias construcciones. Pagan —pagamos— un precio que la mayoría jamás lamenta, ya que es lo que les da sentido a nuestras vidas.
“En casi todos los continentes existen estos imanes poderosos. Muchas selvas y rincones montañosos del mundo conservan leyendas sobre ciudades perdidas, pero el continente americano es el más privilegiado al respecto. En él, abundantes productos de la fantasía literaria cobraron una existencia supuestamente real y, como dijo Sir Eugene Ross Halinni, "de los libros [...] salió una muchedumbre de fantasmas, encaminados a rellenar los vacíos del hemisferio que nadie había visitado" . A pesar de los cinco siglos transcurridos, muchos de ellos continúan tan vigentes como al principio. La lista de estos lugares es larguísima y han arrastrado a más gente, por más tiempo, que ningún otro mito.
“El Perú ha producido, y sigue produciendo, una corriente inagotable de realidades y fantasías que mantienen muy actual la posibilidad de encontrar ciudades perdidas. Su geografía permite que se sostenga la voluntariosa actividad de explorar y, machete en mano, seguir las angostas trochas que se orientan hacia el Este de la ciudad Cusco. La rica historia precolombina de la zona, cuya civilización más descollante fue la incaica, facilita la probabilidad de "hallar algo" que permanezca sin catalogar, oculto por el follaje de la cuenca amazónica. Los hechos así lo indican. El Perú ha dado recientemente prueba de que las ciudades perdidas, más allá del innegable componente imaginario que arrastran, son una realidad tangible. Auténticas ciudades perdidas han sido rescatadas en los últimos años. Quizás el descubrimiento de Machu Picchu y sus centros satélites, practicado en julio de 1911, sea el más conocido, pero existen otros, no tan espectaculares como el nombrado, aunque muy importantes desde el punto de vista histórico y arqueológico.
“Soy claramente consciente de que las proyecciones del imaginario se potencian cuando uno se encuentra en plena jungla y que la percepción que se adquiere del inmenso espacio geográfico del Perú oriental se ve impregnada por símbolos ya clásicos del imaginario europeo, esos que hemos venido leyendo en novelas y cuentos desde que éramos niños. La imagen del tesoro enterrado, de las sociedades perdidas y de la aventura en su sentido etimológico ("lance extraño y peligroso") no dudan en aparecer cuando uno gira trescientos sesenta grados la mirada y lo único que observa es una infranqueable masa de árboles, lianas y raíces. Alguien se preguntó una vez, ¿cómo podría un hombre pasar su vida observando una puerta sin abrirla? En esta ocasión la puerta cerrada se ubica en el Perú y tiene un cartel que dice: Paititi. —Tomó otro baso de agua y prosiguió. —Expresan en el Cusco que más allá de los límites con la selva se levantan, majestuosas y olvidadas, las ruinas del Gran Paititi, una supuesta ciudad incaica que conserva, entre sus mohosos muros, los tesoros que los últimos miembros de la elite inca escondieran ante la conquista española. Tan evanescente como El Dorado, la leyenda del Paititi sigue poseyendo febriles creyentes, como también escépticos detractores que, en un debate que pretendo oficializar, mantienen viva la presencia de la mítica ciudad en el imaginario colectivo de todo el Perú. El problema radica, entonces, en responder, con la mayor exactitud que nos sea posible, tres preguntas claves: ¿qué significa el término Paititi?, ¿De qué cultura fue, efectivamente, parte? y ¿En dónde se levantarían sus supuestas ruinas?
“Para cada una de estas cuestiones existen respuestas variadas. Empecemos, pues, por la primera.
“Ninguna de las crónicas españolas que haya leído dan una definición etimológica de Paititi. Toman el nombre de la tradición oral y simplemente lo utilizan sin excavar demasiado en el asunto.
“Lo describen, lo elogian y adornan con mil maravillas, pero ningún español del siglo XVI pretendió dar con el sentido exacto del término. Recién en nuestros días, investigadores y fanáticos creyentes, han sostenido que la palabra es de origen quechua y que deviene de una alteración del término Paykikin, que en castellano significaría "como él" o "igual a ese", e incluso "igual al otro". Pero, ¿qué otro?. Según este criterio, el "otro", "ese", "él", no sería sino el Cusco mismo. Es decir, que una traducción literal del término al castellano sería "como el Cusco", pretendiendo con ello hacer suponer que la ciudad del Paititi (como se ve, ya se sobreentiende que es una ciudad) fue una réplica exacta de la antigua capital imperial.
“Experimentados lingüistas manifiestan que el argumento anterior es falso. "En quechua, decir 'como el Cusco', se expresa así: Qosqo Jina o también Qosqo Kikillan. Decir 'como él', se expresa pay kikillan, o también pay kikin, jamás Paititi. Pero la expresión 'como él', así suelta es incompleta y ambigua, vacía. Por lo tanto no hay ni hubo argumento para pensar que 'él' correspondiera precisamente a la ciudad del Cusco".
“Otras traducciones sostienen que Paititi significa "dos colinas", "dos pumas", "dos metales", "segundo imperio", "así", etc.
“Lo cierto es que el significado literal de este nombre aún no ha sido encontrado. Como argumenta el profesor Daniel Heredia, un encomiable amigo peruano, "probablemente pertenezca a un idioma de la región selvática y que tenga una raíz tupí-guaranítica". Esto nos conduce, pues, a la segunda cuestión: ¿A qué cultura perteneció el Paititi?
“Para algunos no cabe la menor duda de que el Paititi es una ciudad incaica, protegida por indios salvajes y contenedora de estatuas de oro de inmenso valor. Según éstos, en ella se escondieron los tesoros cusqueños cuando los españoles invadieron el Perú. Esta hipótesis es la que más ha calado en el imaginario cusqueño de la actualidad y es la que posee raíces más coloniales.
“Pero existe otra teoría que, a nuestro modesto entender, puede que sea la que se acerca más a la realidad, y que sostiene que el Paititi fue un reino amazónico, "una avanzada cultura de la selva, superior a las demás y con una vasta influencia, que los incas conquistaron culturalmente (no militarmente) haciéndoles adoptar leyes, costumbres, vestidos e idolatrías". Al respecto, el célebre explorador arequipeño Carlos Landa, escribió: "[...] El Paititi habría existido, en realidad, como un vasto reino que agrupaba a los pueblos que habitaban las grandes cuencas del Amaru Mayo o Madre de Dios y del Beni.
“Por su parte, el escéptico Víctor Glesan deja abierta la posibilidad de que efectivamente el Paititi haya podido ser una cultura amazónica .
“Pero también están los otros, aquellos que arrastrados por un excesivo espíritu de resistencia, siguen afirmando que el Paititi no es una ciudad muerta, sino un centro urbano que todavía congrega a una importante comunidad de incas vivientes que, protegidos por la selva, han podido resguardar sus costumbres, rituales y creencias de un modo intacto.
“Además, en la zona de Chinchero y Urubamba (muy cercanas al Cusco), o la región del valle San Miguel-Kiteni (al norte de Quillabamba, en plena selva tropical), los aborígenes creen que el Paititi es el verdadero refugio de los últimos incas y que aún están escondidos en la selva. Incluso, sostienen que algunos de ellos se han podido comunicar con las gentes del Paititi, aunque no conocen el sitio donde está.
“En síntesis, se podría decir que, con o sin oro, alimañas o indios protectores, la tradición oral le da al Paititi dos posibilidades: la primera (en mi opinión la más lógica y posible), que sea uno o varios yacimientos arqueológicos (ruinas) perdidos en la selva; y la segunda (más imaginaria, pero con una fuerte dosis inconsciente de resistencia), que sea una ciudad en la se conservan los auténticos incas descendientes del viejo Tahuantinsuyu, esperando el momento adecuado para reeditar el perdido esplendor.
“Nos queda por intentar contestar la tercera y última cuestión: ¿En dónde se levantan los supuestos cimientos del perdido reino o ciudad del Paititi?
“Si bien todos coinciden en ubicarlo hacia el oriente del Cusco, existen discrepancias muy marcadas entre los investigadores. El "oriente" es muy extenso; por lo tanto, sindicar esa dirección sin especificar (justificadamente) un sitio concreto, de poco sirve. Generalizaciones de este tipo lo único que promueven es la catalogación de cualquier resto arqueológico con la atractiva etiqueta de "Paititi". Cosa que ya ha ocurrido en el pasado, y sigue ocurriendo.
“Tras comparar las hipótesis más conocidas, y de gran circulación en la actualidad (tanto de forma escrita como oral), hemos podido detectar que dos sectores son los que se disputan la posesión de la tan mentada "ciudadela" incaica.
“El primero es el que corresponde a la denominada Meseta del Pantiacolla. Ésta se levanta en territorio peruano, en el actual Departamento de Madre de Dios, y generalmente es la preferida por los cusqueños.
“Esta región es muy rica desde el punto de vista arqueológico y, debo admitirlo, con muchos misterios por resolver. Con toda seguridad, en el futuro la región del Pantiacolla arrojará nuevos materiales de investigación. Queda muchísimo por hacer allí.
“El segundo argumento lo ubica a unas 200 leguas de Cusco (aprox. 1.100 Km. al Este); y esto nos lleva mucho más allá de Pantiacolla. Los historiadores que apoyan esta hipótesis fundan sus dichos amparados en estas fuentes escritas de los siglos XVI y XVII (que dan distancias aproximadas, nombran ríos y señalan accidentes geográficos), y no tanto en la tradición oral que circula hoy en la sierra.
“Partiendo del supuesto de que el Paititi no fue una creación de la mente, creo que sólo el oro en masa era fábula, y que todos los informes escritos, dejados por conquistadores, misioneros, soldados y aventureros durante el proceso de conquista y colonización, señalan a las Sierras de Parecis (hoy territorio de Rondonia, en el Matto Grosso brasileño) como el sitio en el que se ocultaron los últimos incas.
“Muchas ciudades perdidas esperan todavía ser descubiertas, y el renovado ímpetu que la selva ha despertado en muchos exploradores e investigadores nos darán la razón en el futuro. Casi todos los meses nuevos restos arqueológicos, antes no tenidos en cuenta, nos obligan a re-escribir parte de la historia de este continente. Quizás las ruinas del Paititi estén aguardando a su Hiram Bingham para salir de las brumas en las que ha estado durante tanto tiempo. Y es probable que nos decepcionemos al verlas, ya que advertiremos cuántas fantasías se han depositado en ellas.
“Lo cierto es que hoy ya no negamos la existencia de lazos entre la sierra y la selva (incluso la costa) en el Perú prehispánico. El hallazgo de cerámica costera en pleno corazón del Amazonas nos induce a pensar que esos contactos no fueron mitos, sino una palpable realidad. También sabemos que los incas se internaron mucho más "adentro" de lo que suponíamos, y que es lógico pensar que levantaran en esos territorios fortalezas y puestos de avanzada. La ciudad de Vilcabamba "La Vieja", y las decenas de construcciones incas erigidas en la selva tropical, constituyen una prueba objetiva del alto grado de adaptabilidad que tuvieron los cusqueños. Por otra parte, la tradición oral me ha hecho dudar que la última dinastía quechua rebelde haya terminado efectivamente en 1572, al caer Vilcabamba en poder de los españoles. Es muy probable que los incas residuales (aquellos que lograron sobrevivir a la captura de Túpac Amaru I) hayan podido huir y conservar hasta mediados del siglo XVIII su aislado predominio de invictos, protegidos por la selva y los desbordes de los ríos. Probablemente sus descendientes se dispersaran entre las tribus selváticas, tras varios siglos de convivencia. —Levantó la vista y terminó diciendo:—Muchas gracias.
El auditorio estalló en un aplauso cerrado. Había entusiasmo. Un entusiasmo que se prolongó más tiempo del que Indy estaba acostumbrado. Lo cierto era que no le agradaba mucho estar expuesto a la adulación gestual de nadie, ni acostumbrado a que sus alumnos lo gratificaron con el estruendoso sonido de sus manos.
Acomodó sus apuntes y Greg Deyermian se le acercó para palmearle la espalda con admirado cariño.
—Bien hecho, Indy. Muy interesante —dijo por lo bajo y, llevando la boca al micrófono, anunció con voz clara: —Damas y caballeros, como se anunció anteriormente, el doctor Jones responderá las dudas que tengan. Por lo tanto, las preguntas si son tan gentiles...
Media docena de brazos jóvenes se levantaron por encima de un mar de cabezas.
—Señor Hammond ... usted —seleccionó el decano, señalando al alumno que pedía la palabra.
—Doctor Jones —empezó el muchacho, —De todo lo que usted expuso me surge una pregunta que quizás pueda disipar: ¿Hay alguna prueba material, algún resto arqueológico, vasija, estatuilla, algo concreto, que sin ambigüedades pruebe fehacientemente la existencia de esa ciudad?
Indiana masticó la respuesta unos segundos.
—En realidad no hay nada espectacular, si a eso se refiere —dijo. —Los escasos objetos que se asocian con Paititi están fuera de sus contextos arqueológicos. No hay excavaciones oficiales que permitan relacionar esos restos con lugares concretos. En muchas oportunidades me han traído objetos que dicen provenir de la ciudad en cuestión; pero ¿cómo certificar la veracidad de esas afirmaciones? Es imposible. Podrían venir de cualquier parte. Hasta tanto no nos topemos con las restos de arquitectura en las selvas orientales del Perú, no podremos relacionar una cosa con otra. Y aún así, teniendo la fortuna de hallarlas, sobrevendrían las dudas y discusiones sobre si esas ruinas son efectivamente las de la leyenda.
—¿No hay descripciones que permitan identificarlas fehacientemente?
—Las hay, pero envueltas en mentiras y exageraciones. Podría decirse que son relatos estereotipados. Copias textuales de otros relatos en los que siempre suelen trasladarse al suelo americano rasgos culturales de civilizaciones clásicas o de la cuenca del Mediterráneo en general. Es decir, transplantan, imaginativamente, a contextos sociales e históricos americanos, realidades que no les corresponden.
—¿Usted se refiere a colocar templos griegos y romanos en la cordillera de los Andes?
—Sí. Griegos, romanos, fenicios, vikingos, etc...¡Es un delirio! Algo poco serio, caballero..
—¿Y que me dice de esos objetos que le han entregado? ¿Hubo alguno interesante?
—La verdad es que no. Como le dije, nada que fuera comprobable científicamente. Mire, le contaré una historia de la que tengo referencia. En 1925, un grupo de seis jesuitas, instados por los relatos acerca del fabuloso escondite incaico, decidieron organizar una expedición con permiso de las autoridades del clero. Luego de muchos meses de grandes preparativos y reuniendo peones para cargar los equipos, partieron tomando como dirección el valle de Paucartambo. Luego de diez días de caminatas acamparon a orillas de un río en donde combatieron contra los indios machiguengas y fueron vencidos. Uno de los guías logró escapar y en la huída se topó en plena selva con una calle que se erguía entre edificios, construidos en piedra labrada y cubiertas de maleza. Maravillado por aquel descubrimiento, siguió por la callejuela llegando a un área de construcciones donde observó una fila de estatuas hechas de oro que representaban a personas en tamaño natural. Era el Paititi. Pasmado, extrajo su machete del cinto y dando un feroz golpe en la mano izquierda de la primera estatua, logró romper o cortar el dedo pulgar de ésta. Con ese producto, salió del lugar atravesando una escalinata ancha, de la que pendía una lámina dorada redonda en metal amarillo y con unas puntas que semejaban rayos. Después se metió en la selva y tras días de caminata alcanzó un pueblo.—Indiana se tomó un segundo antes de seguir. —Pues bien, esta historia es algo ya tradicional. Muchas personas juran haberla protagonizado pero del dedo de oro nunca se supo nada. Y si fue así es porque nunca existió. Una mera leyenda. Un rumor que circula y retroalimenta solo.
Deyermian intervino.
—Gracias señor Hammond. A ver usted, profesor Lemann, tiene la palabra.
—Gracias, Greg. Doctor Jones, entonces ¿cuánto hay de realidad y cuánto de fantasía detrás de esta... leyenda?
—Es difícil de responder taxativamente esa pregunta, John. Aunque en mi opinión, toda la historia referida al oro, tal como ya dije, no es otra cosa que una historia de niños. Si el Paititi existe, son ruinas. Simple restos arqueológicos. ¿Acaso alguien puede creer en ciudades con avenidas y estatuas de oro? Yo no —sentenció sonriendo.
Durante una media hora más, el diálogo se prolongó sin demasiado debate. Finalmente, Deyermian llamó a silencio y dio por terminada la jornada.
En pocos minutos el salón de conferencias se despejó. Sólo un sujeto alto, delgado, con el rostro chupado y barba, permaneció sentado en medio del auditorio.
—Doctor —llamó con voz alta, —¿puedo acercarme a mostrarle algo?
—Por supuesto, amigo. Venga. —Respondió el arqueólogo
—Mi nombre es Manuel Sevilla —se presentó estrechándole la mano.
—¿Sevilla? —intervino Greg. —¿Es usted alumno de la universidad? La verdad es que no lo conozco, señor.
—No soy alumno, profesor. No asisto a ningún curso —respondió muy respetuoso. —Sólo me interesa el tema. Un amateur, pero con pruebas de la existencia real del Paititi.
—¿Ah si? —adujo Indiana con cierta ironía. —¿Qué tipo de pruebas?
—Esta... —Y sin preámbulos extrajo una cajita del bolsillo de su saco. La abrió y explicó: —Fue hallado por mi padre en una de sus fincas del Perú. Conozco cómo llegar y recuperar más de toda esta fortuna.
Los ojos de Indy se abrieron exageradamente al observar, sobre un pedazo de algodón, un perfecto dedo pulgar hecho en oro puro.


2
EL DEDO DE ORO
Manuel David Sevilla era peruano. De sólida posición económica y unos treinta y cinco años de edad, residía en Inglaterra desde hacía tiempo. Hablaba un perfecto inglés y por su indumentaria se veía a simple vista que provenía de la oligarquía social de su país. Vivía de rentas y de a ratos se dedicaba a comercializar algunos de los productos primarios que se originaban en las haciendas de su familia. En el pasaporte su profesión decía ser la de “empresario”, pero pasaba la mayor parte del tiempo entablando relaciones sociales en ámbitos de alto nivel económico.
La conferencia que Indiana Jones daría aquella tarde en la universidad, anunciada en el periódico y comentada por uno de sus conocidos, le había llamado la atención y no dudó en ir a escucharla. No era común un charla sobre el Perú en aquella parte del mundo.
Terminada la exposición, Manuel permanecía en silencio frente al famoso arqueólogo.
Con el dedo de oro en la mano, mientras lo inspeccionaba tratando de detectar algún indicio estilístico de orfebrería precolombina, Indy sintió la extraña sensación de asomarse en la realidad de algo que, hasta ese momento, era sólo leyenda. Sabía, tal como había dicho en la charla, que un objeto descontextualizado del sitio donde fuera encontrado carecía de valor; pero ese pulgar le generaron dudas y empezaba a cuestionar sus propias palabras. Tenía que ir despacio. No dejarse llevar por el entusiasmo y, como buen científico, dudar de las apariencias.
Gregory Deyermian denotaba una actitud mucho más escéptica, incluso en la postura frente a Manuel Sevilla. No lo veía con buenos ojos. Desconfiaba del objeto y del sujeto que lo tenía en propiedad.
—¿De dónde dijo que proviene esa pieza? —repreguntó mientras Indy la analizaba.
El peruano miró por encima del hombro al anfiteatro, ya vacío, y con voz sedada respondió:
—Mi padre era propietario de fincas y haciendas que se levantan en el borde mismo de la selva. Allí pasé mi niñez y adolescencia, antes de mudarme a Lima, y mucho más tarde a Londres. Como podrá imaginar, estuve en contacto con la historia del Paititi desde siempre. No faltaron nunca gringos o campesinos aborígenes que relataran aventuras relacionadas con él. Por mis casas de campo han pasado muchos pseudo-descubridores que juraron haberse topado con ruinas, oro y extrañas construcciones en plena selva; pero ninguno supo puntualizar con exactitud en qué parte se levantaban esos edificios. Sólo un hombre, hace más de treinta y tantos años, hizo una referencia concreta a las ruinas y le dio a mi padre ese dedo de oro como forma de pago y agradecimiento por haberlo alojado y cuidado en nuestra casa. Yo era niño, pero lo recuerdo perfectamente. Estaba mal entrazado, sucio, hambriento y muy asustado. Dijo que había sido parte de una expedición organizada por sacerdotes. Por eso, cuando escuché al doctor Jones hacer referencia a los jesuitas de 1925, me dije, “en mi bolsillo tengo la prueba que certifica que eso fue real”. Me sorprendí mucho. La verdad es que lo traje porque quería verificar su autenticidad por medio de un profesional calificado.
—¿Y a usted —inquirió Greg— nunca se le ocurrió salir a buscar la ciudad? Estando tan cerca del escenario de la leyenda, ¿por qué no lo hizo?
—En mi hogar siempre se nos dijo que esas historias eran “cosas de indios” y de gringos ignorantes. Aunque le confieso que, en lo personal, me encantaban esas historias y muchas veces pensé en meterme en la selva para ver qué podía encontrar; pero siempre había algo más importante qué hacer. Además mi padre jamás me hubiera permitido encarar semejante aventura. Dejé el Perú bastante joven y las veces que regresé fue para cumplir con la obligación de ver a mis familiares sin tiempo para organizar expedición. Por otro lado, le confieso que no es mi campo de interés personal.
—¿Y por que vino hoy a la conferencia? —preguntó Greg.
—Digamos que por un motivo sentimental.... ¿Quiere llamarlo “nostalgia”? Por eso; sólo por eso.
Indiana Jones se le acercó lentamente y le restituyó el pulgar.
—Mire, señor Sevilla —dijo con tono respetuoso—, no dudo de que todo lo que dice sea cierto. No tengo ningún motivo para descreer de su relato, pero convengamos que este dedo no prueba nada. Como dije antes, no hay nada que permita identificarlo como de factura inca. Tendrá usted que comprender nuestro escepticismo.
—Lo entiendo perfectamente, doctor Jones. Pero reconozca que tiene algo más que un dedo de oro... Tiene mi historia. Y es tan real como usted o como yo. Se lo puedo jurar.
—Le repito que confiamos en su relato, pero ninguna universidad nos financiaría una expedición a Perú con tan poco bagaje de pruebas. ¿Usted entiende, verdad?
—Perfectamente —respondió Sevilla. —Por eso mismo los estoy invitando a mi país para que juntos podamos convalidar o refutar la historia. Todos los gastos corren por mi exclusiva cuenta.
Indiana miró a Greg fugazmente.
—La verdad es que se lo agradecemos de corazón —dijo—, pero nuestras actividades académicas nos impiden, de momento, viajar al Perú.
Sevilla frunció los labios, lamentándose; pero sonrió con amabilidad.
—De todos modos, señores —agregó—, sepan que tienen las puertas de mi casa abiertas para cuando lo deseen. Les dejo mi tarjeta personal. Ahí tienen mi teléfono y dirección. Si alguna vez cambian de parecer, no duden en llamarme.
Saludó con pomposa cortesía y se marchó siguiendo el pasillo que se formaba entre las hileras de butacas del salón. Cuando hubo salido del campo visual de los dos científicos, Greg preguntó:
—¿Qué opinas de todo esto, Indy?
—Un mitómano. Un loco entre muchos. Nada por lo que preocuparse.
—¿Pero no era que no dudabas de sus palabras?
—¿Y qué querías que hiciera? ¿Decírselo en la cara? No, no es ese mi estilo.—Hizo un corto silencio y sentenció con sarcasmo: —Y a propósito de “estilos”... ¿A qué elegante lugar me invitarás a cenar con los fondos de la academia?
cd
Los pasillos de la Universidad eran hermosos y largos. Fríos cuando no estaban recorridos por ejércitos de alumnos; quienes, a esas horas, dormían o se divertían en sus correspondientes habitaciones del campus.
—Dame un segundo más —solicitó Deyermian desde la mesa de su despacho. —Termino con un papeleo pendiente y salimos a comer. Sólo me demandará un par de minutos.
Indy asintió y se asomó al corredor, a cuyos lados se organizaban todas las aulas de los cursos superiores. Estaban vacías; en silencio. Caminó relajado por el lugar recordando su paso por esos claustros y gozando del característico olor a madera que tenían. Las vigas del techo, labradas hacía siglos, seguían impregnando la estancia con un aroma que lo retrotraía a sus años más mozos.
Estaba relajado, cansado y con apetito. Tenía en mente comer algo realmente bueno y después tirarse a dormir en el hotel que la universidad le había conseguido. Siguió caminando, descontracturando los hombros con leves movimientos de brazos por un corredor larguísimo, de casi ochenta metros, lustroso y señorial; con varias salidas al parque por los laterales. El edificio, sin gente y poca luz, recreaba una extraño clima gótico. De toparse con un fantasma no se hubiera sorprendido, pero sí lo hizo con la esbelta silueta de un hombre parado al final del corredor.
En penumbras, Indy sólo alcanzó a distinguir que el extraño tenía un sombrero de ala corta y vestía traje oscuro. Estaba inmóvil. Semejaban una estatua. Una extraño escozor le recorrió a Jones la espina dorsal. ¿Quién era ese tipo? ¿Qué hacia a esas altas horas de la noche en ese lugar?
Quiso volver sobre sus pasos para entrar en la oficina de Deyermian, pero al girar se topó cara a cara con un segundo individuo, que no había escuchado.
Sorprendido, advirtió que una pistola Lüger le apuntaba directo al estómago.
Doktor Jones —dijo el recién llegado secamente.—Haga el favor de acompañarnos sin resistirse.
—¿Quién es usted? —prorrumpió Indy con indignación, advirtiendo un claro acento alemán en las palabras del sujeto.
—No creo que sea este el lugar para responder sus dudas, doctor. Venga conmigo.
Eric Hense se mostraba seguro, profesional. No le temblaba la voz y su mano derecha, armada, mantenía un pulso casi perfecto. Sabía que en caso de tener que lidiar con alguna resistencia física, su compañero, que se acercaba desde el final del pasillo, sabría cómo disparar y sobre quien.
Indy advirtió que no tenía opciones. Si hacía algo inadecuado sería atravesado por una bala. Por consiguiente, obedeció y avanzó, custodiado por Hense, hasta la primer puerta que daba al exterior.
Unos metros antes de salir, Greg Deyermian se asomó de su despacho.
—Indiana, ya vamos a...
El alemán giró ciento ochenta grados y disparó sin miramientos contra el decano.
El proyectil le dio en el hombro izquierdo, impulsándolo contra la puerta, que volvió a abrirse para dejar que su cuerpo se desplomara contra las baldosas del piso.
Indy aprovechó la distracción y corrió al parque, antes de que Hense volviera a encañonarlo. El otro pistolero se lanzó a la carrera detrás de él.
—¡No lo mates! —le exclamo el germano, imitándolo.
Con la imagen de su amigo y colega cayendo abatido por un disparo, Indy mordía rabia mientras corría por un camino de grava, rodeado de arbustos perfectamente podados. Conocía a la perfección todo el predio. Si nada había cambiado en todos esos años de ausencia, había un atajo entre los dos cuerpos de edificios que se levantaban delante de él; que daban a un segundo parque, en donde había un puesto de seguridad privada, contratada por la universidad.
Arremetió con velocidad por la calleja. Estaba oscuro y podía ver claridad al otro lado. Corrió, avanzó de prisa, agitado, temeroso, enojado; hasta toparse con un alambre tejido que le impedía el paso.
—¡Maldición! —clamó para sí mismo. —¡Maldita sea!
Era demasiado alto. No podría escalarlo. No tendría tiempo.
Giró y miró en la dirección por donde había entrado. Se quedó en silencio. Su única aliada eran las sombras.
Pasaron los segundos. Éstos se transformaron en un minuto. En dos... en tres...
¿Qué diablos estaba ocurriendo? ¿Acaso no habían visto por donde había tomado?
Imposible.
Repentinamente tres siluetas entraron por el pasadizo y prendieron igual número de linternas..
Indy se encandiló y tapó los ojos.
—¡Doctor Jones! Salga de ahí ahora mismo, está a salvo doctor. Acérquese, por favor.
Aquella no era la voz cruda del alemán. Sonaba a un perfecto inglés británico. Un inconfundible acento londinense.
—¡Salga, doctor! ¡Su colega está a salvo!
Indy obedeció y su rostro serio fue lo primero que los tres sujetos observaron cuando se iluminó por una farola del parque.
—Permítame que me presente, doctor —señaló un hombre alto y claramente británico por sus modos y gestos. —Mi nombre es Ian Wilow, agente del Servicio Secreto de Su Majestad. Esta usted a salvo, señor. Acérquese, por favor.
Indy no sabía qué hacer. Estaba mareado. No comprendía nada. Sólo atinó a ofrecer su mano extendida en señal de agradecimiento. Y en ese preciso instante, uno de los asistentes del agente lo esposó.
—Doctor Jones, —sentenció Wilow con determinación— queda usted detenido por sospechosa de espionaje contra el Imperio Británico.


3
JUEGO DE ESPÍAS
Las salas de interrogatorios suelen ser lugares desagradables. Sitios poco aireados, sin ventanas; por lo general con una mesa pelada, sin nada encima y luz, mucha luz de frente. Indy había conocido unas cuantas a lo largo de su atribulada existencia. Recordaba una en especial, en la que lo torturaran los nazis, unos meses antes de estallar la Segunda Guerra Mundial y en la que creyó iba a perder la vida. Pero la sala que tenía organizada el Servicio Secreto inglés era diferente a todas las anteriores. Más se parecía a un comedor victoriano que una moderna mazmorra inquisitorial.
Era una salón amplio, con enormes ventanales vidriados y rebuscados vitroux de colores por los que se colaba la luz del amanecer. Había sillones y una mesa de roble muy grande en la que se apoyaban carpetas y papeles con membretes oficiales y sellos que mostraban palabras como “confidencial”, “Sólo para sus ojos” o “Top secret”. Las paredes estaban tapizadas y adornadas por cuadros con marcos barrocos, llenos de paisajes románticos y rostros adustos de personajes desconocidos de la historia anglosajona. Del techo colgaba una araña de bronce llena de brazos retorcidos, semejante a un pulpo metálico y deforme.
Indy estaba sentado a la mesa, secundado por dos agentes británicos que permanecían parados a su lado, impertérritos. Enfrente suyo, Ian Wilow, que acaba de ingresar en el salón, se acomodó en una silla y miró al arqueólogo fijamente, sin demostrar emoción alguna.
—Exijo que llamen al embajador americano e informen de mi situación —profirió Indiana con tono firme.
—Su embajador ya ha sido informado. Recuerde que somos aliados, doctor Jones. Y puedo asegurarle que no se opondrá a la charla que tengo por delante con usted. La gente de la CIA también lo está esperando con ansiedad. Y ahora, estimado profesor, las preguntas... Y por favor, sus respuestas.
Wilow agarró un sobre y extrajo un par de fotos. Eran de dos hombres, de frente y medio perfil. Separó la primera y la puso ante la mirada de Indy.
—¿Conoce a este individuo, doctor Jones?
—No.
—¿Y a este otro?
—Tampoco.
—¿Seguro que nos los recuerda?
—No los recuerdo porque no los conozco. ¿Debería conocerlos?
—Aquí las preguntas las hago yo, doctor.
—No sé quienes son.
—Permítame que lo ilustre —dijo el inglés.—Este hombre era Sir James Latimer. El otro un diplomático soviético llamado Boris Morishnikov. ¿Ahora recuerda algo?
—Ya le dije que no.
—Estos dos hombres fueron asesinados hace una semana. Morishnikov era un agente encubierto de la KGB. Latimer, un cerdo traidor que trabajaba para el enemigo desde hacia años.
—¿Qué tengo que ver yo con todo eso?
Wilow dejó pasar la pregunta, que de todos modos no iba a responder por el momento.
—¿Fue alguna vez a Rusia, doctor Jones?
—Si, por supuesto. Antes y después de la revolución.
—¿Y no se hizo de amigos? ¡Qué raro!
—Claro que tengo amigos en Rusia, Sherlock. Pero ninguno de esos dos que me muestra cumplen con el requisito.
—¿Va seguido a las dependencias de la Royal Geographical Society?
—No.
—¿Pero ha ido?
—Sí.
—¿Conoce a una mujer llamada Catherine Mustgrove?
—No.
—Trabajaba en la Sala de Mapas de la Sociedad. ¿Seguro que no le suena su nombre?
—Ya le dije que no.
—¡Qué extraño!
—¿Por qué?
—Porque la señorita Mustgrove tenía muy buenas referencias suyas.
—¿Ah si?... ¡Mire usted que bien!
—No se haga el gracioso, doctor. Su situación no es nada simpática; puedo asegurárselo. Esa mujer está detenida y acusada por alta traición. Y fueron sus papeles privados los que lo involucran a usted.
—Mire, Wilow, no sea estúpido. He sido profesor de arqueología desde hace décadas. He dado seminarios y charlas aquí en Londres en más de una oportunidad y mis oyentes y alumnos se cuentan por miles. ¡Vaya a saber en cuantas libretas de direcciones está mi nombre y apellido! No recuerdo haber conocido a esa mujer. Y si lo hice se debió seguramente a una cuestión académica.
—¿La asesoró alguna vez sobre un tema referido a un “tal Paititi”?
—No. Nunca antes hablé con nadie en Inglaterra sobre ese tema.
—¿Y qué es el Paititi, doctor?
—Debió asistir a la conferencia de ayer a la noche, Wilow.
El inglés se paró y caminó hasta el ventanal. Podía ver a lo lejos el cauce del Támesis y densos nubarrones en el horizonte. Meditó unos segundos. Finalmente giró y volvió donde Indy estaba sentado.
—Dígame algo, doctor Jones, ¿qué relación tienen con Gregory Deyermian?
—Soy su amigo desde hace muchos años. Trabajamos juntos en muchas oportunidades y compartimos algunos temas de investigación como ese “tal Paititi” que usted dice.
—¿Quién lo atacó ayer a la noche? ¿Conocía usted al agresor?
—No. Nunca lo había visto en mi vida.
—¿Cuántos eran?
—Yo vi sólo a dos.
—¿Alguna seña en particular?
—Sí, eran alemanes.
—¿Alemania Oriental?
—No lo sé.
Wilow buscó una tercera foto en una pila de papeles y se la mostró.
—¿Era éste?
Indy reconoció el rostro al instante.
—Sí; es él. ¿Quién es?
—Eric Hense. Ese es un nombre. Un asesino, un criminal de guerra. Trabajó en el campo de exterminio de Treblinka, durante la segunda Guerra Mundial. Era un nazi declarado, un carnicero. Escapó de Alemania en 1945 y nunca más se lo volvió a ver hasta hace dos meses. Tiene la protección de una organización secreta nazi llamada Odessa. Es gracias a los recursos de ese grupo que ha podido cambiar de identidad y viajar por el mundo impunemente. Se sabe que vivió en Paraguay durante cinco años, pero cuando fue ubicado se esfumó en el aire.
Indy no salía de su asombro. Tenía el estómago revuelto. ¡Otra vez esos malditos racistas se metían en su vida! Eran huesos duros de roer los muy malditos. No se daban por vencidos. “¡Cerdos nazis!”, pensó. Entonces sintió que todo ese asunto se estaba convirtiendo en algo personal.
Wilow lo sacó de sus cavilaciones.
—Quiero que piense bien la siguiente respuesta. Doctor Jones, dígame, ¿qué demonios tiene el Paititi que pueda llamarle tanto la atención a una organización nazi como Odessa, a la KGB soviética y a dos ciudadanos ingleses como para que cometan alta traición y se pongan en contra de su propio país?
—¿Qué es lo que hizo la mujer?... —inquirió Indy.
—Ella fue la que robó un mapa de la Royal Geographical Society y se lo entregó a Latimer. Y él a los rusos. Fue fácil seguirle el rastro. Encontramos su nombre y apellido en una libreta privada del Sir James. Fue lo que nos condujo a la mujer. La atrapamos, se asustó rápido y develó todo.
“Mapa...”.
La palabreja le quedó a Indy rondando en la cabeza.
—¿Qué clase de mapa era ése? —inquirió.
—Según nos informaron los expertos, es un mapa antiguo del siglo XVII. Un mapa hecho por jesuitas; para ser más exactos. Nada importante para la colección. De hecho, de no haber sido asesinados esos dos tipos, nadie se hubiera dado cuenta de su desaparición por mucho tiempo.
Indy permaneció en silencio. Su cabeza entraba lentamente en ebullición.
—No me respondió la pregunta, doctor —intervino Wilow. —¿Qué tiene de especial el Paititi?
—No sé qué tiene esa gente en la cabeza. Tampoco qué es lo que creen hallar en ese lugar. En mi opinión son meras ruinas incas, construidas muy adentro en la selva. Claro que, como dije en mi charla, encontrarlas probaría que el pueblo quechua se internó en el Amazonas más de lo que creíamos hasta ahora. Pero esa es una cuestión histórica, arqueológica... Para nada política.
—Algo debe tener.... —agregó el inglés.
—Si es así lo desconozco por completo.
Wilow se acomodó la corbata. Tomó asiento. Se recostó en la butaca ubicada enfrente de Indy. Lo miró con una gesto diferente al que había tenido hasta entonces y preguntó:
—¿Qué diría si le digo que estamos pensando muy seriamente en contratar sus servicios para organizar una expedición al Perú y encontrar de una vez por todas esa ciudad perdida, doctor Jones?
Indy no pudo remediar que su boca se torciera en una sonrisa llena de ansiedad contenida. Era como haber ganado una batalla.


4
RASPUTÍN
Cusco, República del Perú
Ocho días más tarde...
Volver al Ombligo del Mundo siempre era un placer.
Indy amaba al Cusco. Mantenía con la ciudad andina una extraña relación de cariño que no experimentaba por otras urbes antiguas del mundo. Solía decir que el Qosqo —tal como la nombraban sus habitantes respetando la pronunciación quechua— era un lugar fuera de lo común, con un aire fuera de lo común y posibilidades profesionales igualmente fuera de lo común. Allí todo era posible. Desde toparse con una palacio incaico en perfectas condiciones, mientras se recorrían sus callejuelas, como tropezar con talleres de artistas que conservaban el arte y la técnica de los pintores coloniales; comer un rico cuy a las brasas o escuchar leyendas de tesoros escondidos en las picanterías, de las afueras de la ciudad. En Cusco se respiraba romanticismo en estado puro. A eso olía la aventura.
Hacia muchos años que no visitaba la ciudad[1] y poco era lo que había cambiado en sus aspectos más tradicionales. La ceremoniosa Plaza de Armas permanecía idéntica. Incluso el café, en donde solía desayunar todas las mañanas, seguía en pie. “Trotamundos” era su nombre de fantasía y allí solían reunirse al atardecer decenas de viajeros, exploradores y aventureros de todo el mundo a compartir sus experiencias y un buen vaso de cerveza o chicha.
Indy estaba exultante de alegría. Máxime en esa ocasión, en la que compartía su viaje con un recuperado Gregory Deyermian, también él amante de la ciudad; además de Manuel Sevilla y su dedo de oro. Si querían tener éxito, debían contemplar todas las posibilidades que los llevaran a esas misteriosas ruinas de la selva. Incluso acudir a la ayuda del peruano que los abordara en la conferencia de la Universidad de Londres.
Manuel se movía por el Cusco como si estuviera en su propia casa. Se había criado en sus calles y no había cuadra en la que no se topara con alguien que conocía o fuera parte “lejana” de su familia. Lo trataban con deferencia y respeto. Evidentemente pertenecía a un apellido de reconocida fama en la región. No podían haber dado con nadie mejor para iniciar las investigaciones.
—Aquel es el sujeto que buscamos, doctor Jones —dijo Sevilla, señalando con el dedo a un individuo sentado a la barra del café, indiferente a la música de quenas que sonaba en el ambiente y a las risotadas de los parroquianos.—El es Nautilius Goodman. Vengan —indicó—, se los presentaré.
Atravesaron el salón principal de “Trotamundos” y Sevilla le tocó el hombro.
Para cuando el sujeto giró e identificó a su coterráneo, profirió una saludo cordial y exagerado, abrazándolo. Sevilla se sorprendió un poco. Goodman no era de su entera confianza ni habían intimado tanto con el sujeto como para ser recibido con semejante dosis de histrionismo.
—Doctor Jones... Profesor Deyermian.... —dijo esgrimiendo una amplia sonrisa. —Les presento al experto que más sabe del Paititi en todo Cusco, el periodista y explorador Nautilius Goodman.
Cruzaron saludos protocolares y fuertes apretones de manos.
Goodman era un hombre joven, de unos cuarenta a cuarenta y cinco años; alto, delgado, con barba negra tupida y profundos ojos negros. Tenía un leve parecido a Rasputín, el curandero de la Rusia Imperial; y según les informara Sevilla minutos antes, propietario de un periódico en la ciudad y dueño de una pequeña fortuna que había amasado buscando “tapados”, es decir, antiguos tesoros coloniales escondidos en las paredes y pisos de las casa antiguas de la ciudad.
—¡Es un honor conocer al famoso Indiana Jones! —exclamó Goodman sacudiendo con potencia la mano derecha del arqueólogo. —Me resulta un placer difícil de expresar con palabras la oportunidad de estrecharle la diestra, doctor.
—No es para tanto, señor Goodman —atinó a decir Indy con una sonrisa en la cara y giró en dirección de Greg. —El es el profesor Greg Deyermian. Experto en arte precolombino y explorador consumado.
—¡Lindo equipo! —expresó Goodman sobreexcitado. —¡Hermoso grupo conformaremos! Pero, señores, vengan; siéntese en aquella mesa del rincón que da a la calle. Allí podremos charlar con tranquilidad.
Acto seguido buscaron ubicación y tomaron asiento.
“¿Lindo equipo?”, pensó Indy. “¿A qué se refería con “equipo”? ¿Quién lo había invitado a ser parte del grupo? ¿Sevilla le había anticipado algo unilateralmente?”.
Indy se acomodó contra la pared, frente al ventanal que daba a la Plaza de Armas, con la catedral ante sus ojos y la antigua dependencia de la Santa Inquisición inaugurando la Cuesta del Almirante, uno de sus callejones preferidos. Greg se sentó junto a él; y Goodman, con Sevilla, del otro lado de la mesa.
—¡Camarero! —exclamó el periodista— ¡Cerveza para todos!... —ordenó; y al segundo inquirió sin dejar de esbozar una sonrisa: —¿Toman cerveza, verdad?
Goodman era británico de nacimiento, pero vivía en el Perú desde su infancia. Su padre, un ingeniero inglés a cargo del Ferrocarril Lima-Cusco a principios de siglo, se había enamorado del altiplano peruano; y tras buenas inversiones hechas en el país había podido dejarle a su hijo, antes de morir, una modesta fortuna que le había permitido vivir buscando tesoros, regenteando el periódico paterno sólo de a ratos. El uso de la pluma le resultaba muy redituable; no en dinero, sino en contactos. Al menos una vez por mes escribía una nota editorial en la que ensalzaba a los políticos de turno y muy especialmente a la policía, con la que tenía una excelente relación. Jamás publicaba notas que hablaran mal de las fuerzas de seguridad y sus empleados, haciendo caso omiso a la libertad de prensa, estaban amaestrados para obviar el más mínimo accionar sospechoso proveniente de las comisarías. Goodman era un hombre de derecha. Lo admitía sin prurito. Estaba orgulloso de ello y nunca perdía oportunidad para criticar el discurso socialista o comunista que circulaba en el mundo. En un planeta bipolar, tenía claro de qué lado estaba.
Tras un corto brindis, fue Indy el que introdujo el tema que los convocaba.
—En principio, quiero recordarles que tenemos poco tiempo para preparar nuestra salida a la selva. Sería muy bueno dejar Cusco lo más pronto posible e iniciar la búsqueda cuanto antes. Por eso lo convocamos, señor Goodman. Necesitamos una serie de permisos del Instituto Nacional de Cultura y sabemos que usted tiene buenos contactos en esa dependencia.
—Delo por hecho, Jones. Mañana mismo hablo con el director. Las autorizaciones no son problemas.
—Es bueno escuchar eso. Por otro lado, según me informó Sevilla, usted tiene ciertos datos que pueden sernos de utilidad y contribuir en la investigación.
—¡Por supuesto que sí! —exclamó Goodman, acomodándose en la silla exudando adrenalina.—Tengo en mi haber varias búsquedas en pos del Paititi, doctor. Hace décadas estoy en el tema.
—Estamos dispuestos a pagar por esa información.
—¡De ninguna manera! ¡Jamás aceptaría algo semejante! ¡Para mí es un honor poder ayudarlos y participar en el proyecto! Dígame que puedo hacer por ustedes.
—¿Qué opina usted de la hipótesis de que el Paititi se encuentra en territorio boliviano, en las Sierras de Parecis y no en la Meseta de Pantiacolla? —inquirió Greg.
—La creo falsa —respondió con absoluta seguridad. —No descarto que hayan llegado tan lejos en la selva, pero todo parece señalar la meseta como el sitio más adecuado.
—Yo creo lo mismo –agregó Sevilla. —aquel hombre del que recibí el dedo, provenía de esa región.
—¿Dedo? —irrumpió Goodman sorprendido. —¿Qué dedo?
Indy le lanzó a Sevilla una poco disimulada mirada de reproche. El peruano se sonrojó. Titubeó, pero ya era tarde. La lengua había sido más rápida que la mente.
—¿De qué dedo hablan? —volvió a insistir Goodman.
—La verdad —dijo Indy—, es algo que no queríamos comentar demasiado.
—No me venga con misterios, doctor Jones. Yo estoy siendo completamente sincero con ustedes y espero me retribuyan del mismo modo.
—El señor Sevilla tiene el pedazo de una estatua que, según le comentaron, proviene del Paititi —aclaró Indy. —Un dedo de oro.
Goodman abrió los ojos más que sorprendido.
—¿El dedo? ¿Usted tiene el dedo, Sevilla?
—Sí... —respondió casi con vergüenza.
Goodman casi saltó de la silla, tomándose la cabeza con ambas manos. Nadie en el bar se percató del exabrupto.
—¡No puedo creerlo! ¡Dios mío! —exclamó. —¡Era usted!... ¡Era usted!
Greg miró a Indy extrañado.
—¿A qué se refiere? —inquirió Jones.
—¡He venido oyendo la historia del dedo desde que era niño! Siempre la creí cierta, siempre... En muchas oportunidades investigué el tema y jamás llegué a nada concreto. Ese bendito dedo nunca aparecía. Y ahora... ¡ahora me dicen que lo posee usted! —Acercó el rostro al del peruano y volvió a preguntar: —¿Lo tiene acá?
Sevilla asintió. Miró a Indy como pidiendo autorización. El arqueólogo movió la cabeza afirmativamente y el dedo quedó apoyado sobre la mesa, dentro de la cajita de siempre.
Las manos de Goodman empezaron a transpirar y sus mejillas empalidecieron.
—¿Se dan cuenta?... ¿Se dan cuenta de lo que tenemos ante nosotros? —repitió férvido de pasión.
—Cuéntenos...—lo invitó Indiana.
Goodman amagó con agarrar la pieza de oro.
—¿Me permiten?
Todos asintieron y lo agarró con reverencia. Lo giró de un lado a otro, lo devoró con los ojos. Finalmente se dirigió al grupo. Su voz no era la misma. Estaba emocionado y se notaba.
—Caballeros... —dijo— esto que tenemos acá no es otra cosa que la llave que nos conduce al Paititi.
La mesa quedó en silencio.
—¿A que se refiere con “llave”? —prorrumpió Indy.
—¿Qué es lo que se hace con las llaves? Se abren puertas, doctor. Y esta es la llave que he estado buscando por años.
—¿Puede ser más explícito? —indagó Greg.
—Por supuesto, profesor. Mire —dijo Goodman—, la cosa es mucho más sencilla de lo que parece a simple vista. Hay una vieja leyenda de la región de Paucartambo, en el borde de la selva, que habla de un mapa y de un dedo de oro. El mapa, según dicen, fue dibujado por un sacerdote jesuita en tiempos coloniales. En él hay marcado un sitio. Un lugar con figuras cinceladas en las rocas y en ellas, un espacio, un agujero, una hendija, en el que entra un dedo: el “Dedo del Inca”.
Indy estaba sorprendido. Jamás había oído nada semejante. ¿De dónde sacaba esas historias? Percibió cierto tufillo de delirio en las palabras de Goodman, pero no dijo nada. Permaneció callado mirándolo. Por otro lado, el tema del mapa le intrigaba. ¿Sería el mismo mapa en el que pensaba?
—¿Y qué pasa con el dedo y con esa hendija? —preguntó Greg impaciente.
—Se abriría una puerta.... eso dicen.
—¿Una puerta? No entiendo —volvió inquirir. —¿Una puerta de qué tipo?
—Una que es dimensional, profesor.
Sevilla sonrió con escepticismo y se echó hacia atrás.
—¡Nautilius, por favor! —exclamó.—¡Eso es demasiado! ¿De dónde sacó esa historia?
Goodman estiró la piel de su frente. Se sintió molesto, injuriado.
Indy apreció el cambió de humor del anglo-peruano y decidió intervenir.
—Prosiga, Goodman, por favor —dijo apoyando su mano en el antebrazo de Sevilla.
—Esta cuestión del Paititi excede la historia y la arqueología, señores. Me parece que usted, Sevilla, desconoce muchas cosas. Pasó demasiados años fuera del Perú, y veo que ha olvidado sus raíces. Los Andes esconden muchísimos secretos que la mayoría de los hombres no quieren ni pueden comprender. Es una cuestión de niveles de conciencia. Sólo los iluminados, los preclaros de alma, podremos alcanzar la verdad y la felicidad plena ante el conocimiento puro que hay en ese bendito lugar.—Tragó saliva, volvió a mirar la pieza de orfebrería, que seguía en su mano y agregó:—Tenemos el dedo. Nos falta el mapa. Pero eso no importa. ¡Yo conozco el lugar de los petroglifos[2]! ¡Yo sé como llegar a ellos!
Indy observó a Greg.
No hacían falta las palabras.
Ese tipo parecía un delirante.
“¡Maldita sea!”,se dijo para sí mismo. “¿Por qué siempre las cosas tenían que complicarse tanto?”


5
LA HERMANDAD BLANCA DEL PAITITI
La organización de una expedición implicaba —siempre— sortear problemas impensados de último momento; engorrosos papeleos administrativos, que pronto serían olvidados y, sobre todo, lidiar con “locos” que creían tener soluciones mágicas a los inconvenientes y enigmas que se presentaban en el camino. Eso Indy lo sabía muy bien; como también era conciente de los peligros y retrasos que individuos de ese tipo podían traer al proyecto.
Nautilius Goodman era, al parecer, miembro de esa preclara fauna; pero su entusiasmo y sinceridad inicial convencieron a Indiana Jones a incorporarlo al grupo, muy a pesar de su evidente inclinación al misticismo. Aunque de misticismo, Indy conocía algo. Además, era parte del juego combinar excentricidades. No había mucho de qué preocuparse. No era la primera vez que trataba con personalidades difíciles y algo estrafalarias. Podría adaptarse a los arrebatos místicos de Goodman. Su entusiasmo era motivador y conocía cómo llegar a los grabados de piedra. En principio, no representaba ninguna amenaza seria. En el ámbito de la búsqueda arqueológica muy pocos revelaban “sus” secretos sin pedir nada a cambio. Era un campo en el que el egoísmo se hacía notar y la información precisa se constituía en el factor que hacía la diferencia entre tener y no tener éxito. Goodman había entregado la historia del mapa y los petroglifos con sólo la implícita condición de formar parte del “equipo”. El negocio no dejaba de ser un mercado en el que los bienes intercambiables eran datos, e Indy era conciente de ello. De hecho, de ese intercambio habían salido las piezas de un inmenso rompecabezas que, en el caso del Paititi, hacía casi quinientos años esperaban ser ensambladas.
Un dedo de oro, un mapa y ciertos petroglifos en la selva eran la punta del ovillo. Con ellos unidos se entreabría una hendija a lo desconocido.
En la mesa de “Trotamundos” organizaron, hasta bien entrada la noche, los pasos a seguir en los próximos días. Fijaron la fecha de partida; dándose como máximo setenta y dos horas para iniciar la entrada en la selva, si Goodman cumplía con lo prometido y despachaba todo el papelerío con celeridad. También había que contratar animales de carga, algún que otro porteador de confianza y alimentos para varias jornadas. El trabajo no era poco, pero Indy prefirió ser conservador en esos asuntos y no alimentar su ansiedad desmedidamente. Había muchas cosas por hacer en Cusco antes de salir en pos de los petroglifos.
—Por lo que veo el camino será difícil —sentenció Jones recostado sobre la mesa del café.—Pero todos somos hombres experimentados en estas lides y no creo que haya problemas que no sepamos solucionar. Por lo que hemos charlado esta noche, la idea original será, entonces, marchar en camiones hasta la localidad de Tres Cruces, en el borde mismo de la selva, y hacer base allí durante un día para adquirir el grueso de las provisiones. Después partiremos a lomo de mula durante cuatro jornadas más hasta el puerto de Shintuya, que será nuestro último contacto con la civilización.
—Conozco a un par de buenos amigos en Shintuya, Indy —agregó Greg. —Buena gente. Excelentes baqueanos.
Goodman lo miró fijamente.
—Disculpe usted, profesor, pero no creo conveniente incorporar más gente a la expedición. Ya somos bastante. Recuerde que los grandes contingentes nunca llegaron a buen puerto.
—Eso lo decidiremos sobre la marcha —abogó Indy, haciendo valer su carácter de líder del grupo. —Despreocúpese por esas cuestiones, Goodman. Ahora, dígame, ¿a cuántos días de Shintuya se encuentran los petroglifos?
—Remontando el río Palatoa en peque-peques[3], y haciendo una escala para dormir, creo que en dos días podríamos alcanzarlos.
—Bien —sentenció Jones. —En ese caso, si todo marcha según lo esperado, en una semana como máximo habremos llegado al lugar.
—¿Y después? ¿Qué haremos? —inquirió Manuel Sevilla visiblemente intranquilo.
—¿Después?... No lo sé —respondió Indy—. Algo se nos va a ocurrir.
—Indiana, —terció Greg—¿qué pasará con la “competencia”?
—Ese es otro tema pendiente...
—¿Qué competencia? —preguntó Goodman.
—No estamos solos en esto.
—¿Ah no? ¿Y quienes son nuestros competidores? ¿Alguna universidad rival a la suya, doctor Jones?
—Digamos que es algo más importante que una universidad.
—Y no es uno, sino dos los grupos que están detrás de lo mismo —agregó Deyermian.
—Rusos y alemanes —aclaró Indy.
—¿Se dan cuenta? Yo tengo razón —expuso Goodman.—Cuando les digo que este tema es algo mas que meras ruinas, tengo razón.
—De seguro ya están en Cusco —dijo Indy.
—¿Qué puedo hacer al respecto? —ofreció el inglés.
—Poner gente en las terminales de buses y de tren y que se fijen si este hombre llega a la ciudad —dijo sacando del bolsillo de su chaqueta cazadora una foto de Eric Hense.
—Descuide, doctor. Tengo empleados entrenados en buscar información y personas. —Agarró la foto, la miró y preguntó: —¿Quién es este tipo?
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Las campanas de la iglesia de la Compañía de Jesús tañeron doce veces a la medianoche, inundando con su sonido todos los rincones del Cusco. Tolerantes, los cerros que enmarcaban la ciudad, antiguos dioses incaicos, recibieron las vibraciones católicas y las absorbieron haciéndolas suyas; devolviendo, a cambio, un manto de niebla que cubrió la capital quechua.
La temperatura había descendido y hacía frío. Lejos quedaban los cálidos veintitrés grados de la hora de la siesta y aún más lejos la claridad que permitía moverse por las callejuelas sin la necesidad de mirar el piso a cada paso.
Indy alimentaba una preocupación creciente. Quería comentársela a Deyermian, pero la presencia de Manuel Sevilla lo cohibía. Prefería explayarse al llegar a la casona del peruano, cuando éste no estuviera ante ellos.
Habían dejado “Trotamundos” hacía menos de quince minutos y avanzaban por la gloriosa e imponente calle de Hatunrumiyoc, ascendiendo la cuesta que los alejaba del centro. Las inmensas rocas del palacio inca, que corrían a sus lados, eran testigos mudos del pesar que sentía arqueólogo.
Ya la niebla cubría todo cuando salieron del bar. Una verdadera sopa de humedad blanca generaba un ambiente fantasmagórico, no sin cierta belleza.
Eran los únicos que deambulaban por el adoquinado de las calles.
Entonces, inesperadamente, desde una de las equinas de la callejuela, Indy, Greg y Manuel, advirtieron que cuatro figuras de color muy blanco les cortaban el paso.
A sus espaldas, otras cuatro siluetas empezaron a acercárseles y a tomar formas definidas.
Eran ocho individuos vistiendo capuchas color blanco y largas vestiduras del mismo tono.
Todo parecía indicar que no tenían intenciones pacíficas. Largas dagas de piedra pulida, engarzadas en mangos de cuero, resplandecían, reflejando la luz de las farolas.
Sevilla buscó un lugar seguro entre Greg e Indy, colándose entre ambos y protegiendo el bolsillo derecho de su chaqueta, que era en donde guardaba el dedo de oro. Greg sacó las manos de la suya y cerró los puños. Indy desabrochó la traba que mantenía su látigo en la cintura, y apretó con fuerza el mango. “Debí haber traído el revólver”, pensó. Pero ya era tarde. Lo había dejado en la casa de Sevilla para limpiarlo y tenerlo presto en caso de necesitarlo en la expedición.
—Guarden sus posiciones —dijo con la seguridad de un soldado en la trinchera.—No hagan nada hasta que yo les diga —y se ajustó el sombrero fedora.
Los grupos de encapuchados aminoraron el paso. Elevaron más los brazos. Dirigieron las puntas de las dagas en dirección a Indy y sus socios.
Cuando los tuvieron a mediana distancia, se percataron de que debajo de la caperuzas tenían puestas máscaras, también blancas. En ese momento, se detuvieron.
Uno de los encapuchados dio medio paso al frente y habló:
—¡No deberían estar aquí, gringos! —dijo con tono amenazante. —¡Nada de lo que hay en estas tierras es de su incumbencia!
—¡Este es un país libre! —respondió Jones con furia exagerada.
El sujeto pareció no escucharlo.
—¡Usted, Sevilla, tiene algo que no le corresponde! ¡Dénoslo!
Inconscientemente, Indy protegió a Manuel con su brazo, empujándolo contra la pared de granito del callejón.
En ese momento, uno de los individuos avanzó más de lo deseable. Entonces, el látigo chasqueó el aire y su punta se enrolló en la muñeca de quien parecía querer agredirlos en primera instancia. Bastó un tirón muy fuerte para que el puñal saliera despedido contra los laterales del callejón, junto con su portador.
Los otros siete hombres levantaron las armas blancas hasta sus hombros y las lanzaron en dirección de los extranjeros.
Indy se hizo a un lado con agilidad. Escuchó el sonido del puñal zumbar junto a su oreja derecha, en el momento en que la daga pasaba a centímetros de ella. Greg se echó al piso, con igual suerte.
Una vez más el látigo surcó el espacio que había entre el arqueólogo y sus agresores. Oyeron dos gritos de dolor. Les había dado a un par con un solo movimiento de muñeca.
Giró ciento ochenta grados y repitió la contraofensiva. Una vez más, la punta de aquel nervio flexible chocó contra los enmascarados con capuchas.
Indy sacudió dos, tres, cuatro, siete veces, el látigo en todas direcciones. Parecía el domador de bestias de un circo, poseído por la adrenalina y el miedo.
No les dio a todos, pero fue suficiente para disuadirlos a seguir en el callejón. Uno de ellos hizo una señal y al cabo de unos segundos, desaparecieron en la noche.
Greg se reincorporó con pesadez.
—¿Estas bien? —inquirió Indiana, enrollando el látigo.
—Si; estoy perfectamente....
Indy giró en dirección a Sevilla.
—¿Y usted, Manuel?... ¿Manuel?... ¿Qué le pasa?... ¡Por Dios, Greg, este hombre está herido!
Se abalanzaron sobre Sevilla, que estaba con la espalda apoyada contra el muro, inmóvil, pálido y un puñal clavado profundamente en el esternón.
—Te equivocaste, compañero —señaló Deyermian hincando sus dedos en la aorta. —Está muerto...
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Dos horas tardó Nautilius Goodman en presentarse en el cuartel de la policía. Entró agitado, serio y con cara de preocupación. Saludó al comisario y entró en su oficina, Indy y Greg lo esperaban sentados en una banca de madera, recostados contra la pared.
—¡No puedo creer lo que pasó! —exclamó Goodman.—¿De verdad falleció?
Indy asintió con la cabeza.
—Se llevaron el cuerpo a la morgue —aclaró el comisario, acomodándose en su butaca, frente al escritorio.—Lo apuñalaron.
—Y... ¿se llevaron “algo”? —inquirió Goodman con notable preocupación por el innombrado dedo.
—No.
—¿Quién lo mató?
—Eran ocho sujetos —explicó Jones.—Todos con máscaras y capuchas blancas. Nos estaban esperando y conocían a Manuel.
—Lo llamaron por su apellido —agregó Deyermian.
—¿Qué puede decir de todo eso, Goodman? —inquirió Jones con sequedad. El comisario lo miró sintiendo que le robaban el rol natural de interrogador que tenía por profesión.
El inglés se rascó su velluda barbilla. El policía lo miró y frunció su boca.
—¿Cuánto hace que no aparecían, don Nautilius? —inquirió el militar.
—Mas de diez años —respondió.
Indy adelantó su cuerpo y volvió a acomodarse en la banca. Luego intervino.
—¿De qué hablan? ¿Conocen a esos tipos?
Goodman caviló unos segundos.
—Puede que le resulte insólito, doctor Jones, pero han tenido el extraño privilegio de toparse con algo que muchos creen es una leyenda urbana local.
—Pues esa leyenda asesinó a Manuel Sevilla, Goodman. Las leyendas urbanas no matan gente —dijo con un cierto dejo de disgusto.
—Es una célula subversiva... —empezó a explicar el policía.
—¿Me permite, Menéndez? —se inmiscuyó Goodman. El funcionario aceptó.
—¿A qué se refiere con “célula subversiva”? —preguntó Greg.
—En realidad ese término no se condice con el carácter del grupo con el que se tropezaron, profesor —dijo en idioma inglés para no herir susceptibilidades en el uniformado.—La verdad es que no salgo del asombro porque, como les dije, hacía mucho tiempo que nadie hacia referencia a ellos.
—¿Quiénes son “ellos”? —volvió a preguntar Indy con impaciencia.
La Hermandad Blanca del Paititi, doctor Jones —sentenció Goodman.
—¿Y qué es eso? —saltó Greg.
—Un grupo... una logia, no se sabe bien. Se dice que son fanáticos nacionalistas. Indigenistas que defienden las tradiciones locales y consideran al Paititi como la última frontera de resistencia de la cultura andina. Los rumores cuentan que son sus protectores. En lo personal creo que constituyen una asociación de locos...
—...locos muy peligrosos —completó Indy y extrajo de su morral una de las dagas que había recuperado del callejón. —Usan estas cosas y por lo que puedo concluir son armas muy antiguas, extraídas ilegalmente de algún yacimiento arqueológico o robadas de un museo. Son incas auténticas.
Goodman se le acercó y tomó la daga.
—No hay duda de ello... Son auténticas —dijo revisándola con sapiencia.
El comisario se pudo de pie y pidió verificar el puñal.
—Recién dijo que hacía diez años que no tenían noticia de esta gente. ¿Cómo es eso, Goodman? —demandó Indy.
—No ha habido denuncias sobre ellos en más de una década. La ultima vez que mi periódico recibió noticias de la Hermandad Blanca fue, creo, en 1946, si la memoria no me falla.
—¿Y a que se debió ese largo “retiro”?
—No lo sé.
Indy se puso de pie.
—Hay muchas cosas que me rondan la cabeza, Goodman. ¿Cómo es que conocían a Sevilla? ¿Por qué le pidieron “algo” que él tenía y está relacionado con el Paititi? ¿Quién les informó sobre eso?
—No sé qué decirle...
—¿Dónde estaba usted a la hora en que nos atacaron?
La pregunta a quemarropa que Indy hizo cayó como un balde de agua fría.
—¡¿Qué está sugiriendo, Jones?! —detonó el británico.
—No sugiero nada. Sólo pregunto. ¿Dónde estaba usted? ¿Qué hizo después de dejar el café?
—¡Me ofende, doctor Jones!
—Discúlpeme, Goodman, pero como científico soy... curioso. —respondió con serio sarcasmo.
—No debería responderle esa pregunta, pero lo haré. Cuando ustedes se retiraron de “Trotamundos”, me quedé charlando con el propietario del local dos horas más. Tengo a decenas de testigos, si eso atempera su... “científica curiosidad”, doctor Jones.
Indy no dijo nada y volvió a meter la daga en su bolsa.
El comisario se le adelantó con la mano en alto.
—No, no, no... —dijo— ese cuchillo es una prueba del homicidio. Se queda aquí, señor.
Indy se dirigió a Goodman, relegando al oficial.
—Necesitaré este artefacto un tiempo. Quiero investigarlo. ¿Puede usted hacer algo al respecto?
Todavía algo ofuscado, Goodman asintió con la mirada y apartó al comisario unos minutos. Habló con él en voz muy baja. Después anunció:
—Tiene cuarenta y ocho horas para devolverlo.
—Okey. Así lo haré —y terminó de guardar el arma. —¿Podemos marcharnos?
—No hay nada que los retenga en la dependencia.
—En ese caso, volveremos a nuestro hostal. —Se ajustó el sombrero de fieltro e invitó con un gesto a que Greg lo siguiera. —Mañana nos comunicaremos con usted, Goodman, y disculpe si lo incomodé de algún modo.
El inglés sonrió de compromiso y le palmeó el hombro.
—Sin rencores, doctor Jones. Esperaré su llamado.


6
LA RUTA DE LAS RATAS
Entrar y salir de cualquier país, no constituía problema alguno para la organización.
Cambiar de identidad, tampoco.
Según la jerarquía que se hubiera tenido durante la Segunda Guerra Mundial, modificar la profesión o encontrar un puesto temporario en alguna fábrica como operario de tercer nivel, evitando así la exposición y manteniendo un cuidadoso anonimato, tampoco era nada difícil.
Había dinero suficiente y contactos importantes en casi los rincones del mundo; aún en Estados Unidos e Inglaterra, supuestamente los dos grandes paladines de la justicia, la democracia y la defensa de los derechos humanos.
Los largos tentáculos de Odessa llegaban a todas partes. Su influencia era inmensa y solapada. Sostenida por regímenes autoritarios, la vigencia de la Guerra Fría y la siempre alimentada amenaza del comunismo internacional, los ex-jerarcas de las SS de Adolf Hitler encontraban las condiciones adecuadas para proliferar conservando una cuota de poder enorme desde las sombras.
Odessa, al no estar concretamente en ninguna parte, resultaba estar presente en todas. Y Eric Hense sabía aprovecharse de esas circunstancias.
Desde 1945 había cambiado de apellido varias veces; y si bien no podía vestir su elegante uniforme color negro, con la calavera y las tibias cruzadas como símbolo de elite prendidas en el frente de su gorra, Hense sabía muy bien quién era. No tenía problemas de personalidad. Ni culpa. Ni arrepentimiento. Tampoco misericordia. Su trabajo en los campos de concentración de Europa Oriental lo había llevado a cabo con fría sapiencia. Con la objetividad de un burócrata obediente y convencido. Se veía a sí mismo como el brazo ejecutor de un proyecto momentáneamente interrumpido, pero con infinitas posibilidades futuras. Los mil años de nazismo augurados por el Führer aún eran posibles. Casi podía sentirlo en sus venas y el corazón le latía con fuerza en el pecho cada vez que recordaba su juramento de fidelidad al líder muerto.
La avioneta rebajó la potencia de los motores y ubicó su trompa en dirección a la pista de aterrizaje, que se desplegaba como una cinta marrón en un terreno libre de árboles y maleza unos doscientos metros por debajo del fuselaje.
Hense se ajustó el cinturón de seguridad y agarró con fuerza el portafolios que tenía apoyado sobre sus piernas. Miró al piloto. Temía volar. El aire no era su ámbito preferido. Buscaba una palabra de aliento y la encontró.
—Ya llegamos, señor. Despreocúpese, todo está en orden. En cinco minutos tocaremos tierra.
Danke —agradeció el alemán y fijo la atención en los medidos movimientos que el piloto hizo, hasta que el tren de aterrizaje se posó suavemente en el terreno apisonado de las afuera del Cusco.
Hense descendió y, tras despedirse del piloto, caminó en dirección al sujeto que lo esperaba a unos veinte metros de distancia.
Era un hombre alto, vestido de modo muy informal; con sombrero de ala ancha, pantalón azul de tela y camisa a cuadros. Estaba transpirado y su rostro cetrino y rasgos mongoloides lo identificaban como un claro representante del universo fenotípico andino.
Cuando tuvo al alemán cerca, se adelantó, extendió la mano y dijo:
—Bienvenido, señor. Mi nombre es Robustiano Patrón Costas. Soy su anfitrión e informante. Tengo un auto acá cerca, esperándolo. Acompáñeme si es tan gentil.
Hense respondió con sequedad y observó el paisaje montañoso que rodeaba aquel desolado paraje.
Los cerros tenían nieves eternas. Igual que en su ciudad natal de Alemania.
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El doctor Miguel Ballón los esperaba sentado en un banco de mimbre a la puerta de su estudio, saboreando un mate (té) de coca bien caliente. Su aspecto de campesino a medio civilizar no dejaba entrever los numerosos títulos universitarios que tenía, ni los premios y honores conseguidos en diferentes centros académicos del mundo, por su invalorable desempeño como especialista en historia y arqueología incaica. A sus noventa y tres años, Ballón encarnaba la mayor autoridad viva en cuestiones andinas. Maestro de maestros, conocía a Indiana Jones desde hacía tiempo y estaba ansioso por volver a verlo, tras tantos años de ausencia.
Cuando el jeep frenó delante del galpón que le hacía las veces de estudio y museo privado, el viejo se puso de pie con dificultad y avanzó tembloroso hasta fundirse en un caluroso y fraternal abrazo con Indy.
—¡Hijo, qué alegría inmensa volver a verte! —exclamó emocionado con una voz apagada por los años.
—¡Profesor, lo mismo digo! ¡Qué bueno verlo otra vez! —respondió Indiana, sintiendo húmedos los ojos.
—¿Sabes? —dijo el viejo apartándose un poco —Creí que ya no nos volveríamos a encontrar nunca más. He leído mucho de ti, Indy. ¡Eres famoso, muchacho!
—No diría tanto, profesor —se sonrojó.—Digamos... que me he hecho un nombre en el ambiente. Es que llevo ya muchos años en esto.
—¡Y que lo digas!... La última vez que te vi no tenías las canas que ahora peinas —bromeó el viejo.
—¿Canas? ¿Qué canas? —repreguntó Indy siguiéndole la broma.—¡Estas no son canas! Son meros reflejos producidos por el sol...
Ambos lanzaron una corta carcajada.
—Profesor, permítame que le presente a un buen amigo —repuso Indy:—el señor Gregory Deyermian. Especialista inglés en culturas andinas.
—¡Bienvenido a mi humilde morada, colega! —saludó Ballón con desbordante simpatía.—Pero ahora pasen. Pasen, así toman algo y charlamos sobre el asunto que los trae por acá. Algo me adelantaron por teléfono, pero quiero saber más. Adelante.
El estudio de Ballón era una construcción humilde de material, extenso, de unos doce metros de largo por cuatro de ancho, en el que se acumulaban setenta años de profesión ininterrumpida. Decenas de huacos mochicas, chimú, nazca e incas, se apilaban en estanterías de madera colgadas de la pared. Allí podía verse parte de la dinámica cultural de los Andes a lo largo de sus veinte mil años de historia. Papeles, libros y anotaciones ocupaban, desordenados, sendos tablones que, a modo de mesas, cubrían gran parte de los muchos metros cuadrados del recinto. Dibujos y mapas terminaban de darle al sitio el aspecto de un depósito caótico que sólo Ballón podía convertir en un universo ordenado, de donde extraer las respuestas necesarias a las preguntas que, día a día, le quitaban el sueño a su todavía curiosa personalidad.
El anciano sirvió la infusión caliente de coca en dos jarritos de metal y se los entregó a sus visitantes.
—Veo que ha juntado algunos materiales más en estos años... —ironizó Indy echándole una ojeada al estudio.
El viejo sonrió.
—Las malas mañas nunca se pierden, hijo.
—¡En verdad esto es sorprendente, doctor! —exclamó Greg con entusiasmo.—Jamás imaginé toparme con semejante colección de arte precolombino.
—Es sólo arte prestado —explicó Ballón.—Pertenece al museo universidad. Sólo que me permiten tenerlo en consignación para que pueda estudiarlo. Ya regresará todo esto a sus vitrinas cuando ya no esté.—Hizo un breve silencio mientras observaba los objetos con nostalgia y volvió a preguntar, acomodándose en una mecedora: —¿Qué es lo que los trae a la casa de este viejo aburrido? Cuéntenme.
Sin demasiados preámbulos Indiana relató las vicisitudes de la noche anterior y extrajo de su morral el cuchillo de piedra. Lo puso en manos de Ballón y esperó que el viejo reaccionara.
Lo examinó callado unos minutos. Después se reincorporó, bajó de una repisa una pieza cerámica y descolgó un pequeño mapa de la pared. Colocó todo sobre una de las mesas y mirándolo serio a Jones, preguntó:
—¿Tú sabes lo que es esto, verdad?
Indy asintió.
—Pero quiero que usted lo confirme.
—Pues, hijo, está confirmado. Pongo mi buen nombre en juego afirmando que este cuchillo ceremonial...
—... es de elaboración inca post-colonial —agregó Indy.—Hecho en las regiones selváticas, donde supuestamente ellos nunca entraron.
—Efectivamente. Los mangos están hechos con cuero de mono, un material exótico que jamás usaron mientras habitaban Cusco.
—¡Es cierto! —dejó entrelucir Greg, boquiabierto.
—Había leído en viejas crónicas del siglo XVIII sobre estos cuchillos —dijo Ballón, manipulándolos con respeto,—pero nunca tuve uno en mis manos.
—Tampoco nosotros —sentenció Jones.
—¿Y me dices que esos tipos los portaban?
—Sí, profesor. La Hermandad Blanca. Así la llamaron en la comisaría.
—¿Los conoce usted? —intervino Deyermian.
—Lamentablemente, sí. Aunque hacía muchísimos años que no oía hablar de ellos.
—Le atribuyen una existencia ficticia —explicó Indy.
—¿Ficticia? —se sorprendió Ballón—¿Quién dijo semejante cosa?
—Nautilius Goodman —contestó Indiana.
—¡¿Goodman?!... ¡¿Y qué tienen qué ver ustedes con ése?!
—Nos lo presentaron como un buen contacto para ingresar en la región de Pantiacolla.
Ballón frunció el seño en clara señal de desagrado.
—¿Sucede algo malo, profesor? —inquirió Greg.
—Conozco a ese inglés. Es un bribón. Un huaquero[4] inescrupuloso con que tuve muchos encontronazos en épocas pasadas. Es propietario de un periódico, ¿lo sabían?
—Sí —respondió Indy.
—El muy pillo lo utilizó en mi contra hace algunos años atrás cuando trabajaba en una excavación en Tambomachay. Aparentemente quería sacar del yacimiento unos textiles incaicos de gran valor y puso a uno de sus hombres haciéndose pasar por peón de campo. Pude descubrirlo a tiempo y nunca me lo perdonó. Usó el diario para acusarme de no sé qué tontería. Naturalmente nadie lo creyó.
—¿Usted cree que Goodman puede estar relacionado con el grupo que nos atacó?
—No quiero cometer el mismo pecado que él cometió conmigo, Indy. No puedo acusarlo sin pruebas; pero, extraoficialmente...
—Entiendo...
—Nos estaba diciendo algo sobre la Hermandad Blanca, doctor —intervino Greg.
—Sí, es cierto —recapituló el anciano.—Hace años que no sabía nada de ellos.
—Goodman dijo lo mismo —agregó Indy.
—Si la memoria no me falla fue allá por 1945 o 1946.
Greg esgrimió una amplia sonrisa de admiración.
—¡¿Cómo puede retener esas cosas en la memoria?! —exclamó.
Ballón lo observó con cómplice simpatía.
—Cuando no se tiene familia y la vida pasa por la profesión—contestó el viejo arqueólogo,—la memoria tiende a especializarse de un modo sorprendente, amigo mío.
—Goodman mencionó también el año 1946 —manifestó Indy.—¿Qué fue lo que sucedió en ese año?
—Un rumor recorrió el Cusco —empezó a explicar Ballón.—Se dijo que una persona había traído una pieza de oro de las ruinas del perdido Paititi. Un arriero o algo así.
—¿Una pieza de oro?
—Sí, Indiana. Un dedo.
Una corriente eléctrica le recorrió a Jones la base del cráneo. Greg le dirigió una mirada, desorbitada.
—Continué, profesor, por favor —sugirió Indy, conteniendo la ansiedad; apaciguando a Deyermian con un gesto disimulado.
—En esa oportunidad, y como consecuencia del rumor, algunas personas de la ciudad fueron amenazadas por esa Hermandad Blanca. Incluso se registró un atentado contra un señor de mi conocimiento. Un tal Manuel Sevilla. Decían que él tenía el dedo. Creo que después de ese hecho se fue del país.
La adrenalina corría a chorros por el organismo de Indiana Jones. No podía creer lo que escuchaba. Estaba atónito. Ballón se percató de ello.
—¿Te sientes bien? —le preguntó.
Greg se había recostado en una silla. Intentaba armar el rompecabezas con la mayor celeridad posible, pero las ideas se atascaban. Tenía que calmarse para pensar tranquilo.
—¡Nos mintió! —exclamó Indy al inglés.—¡El muy maldito, nos mintió!
—¡Nos dijo que él era un niño cuando se lo llevaron a su padre!
—¡Que quería certificar su autenticidad! —agregó Jones, sintiéndose un tonto.—¡Maldito mentiroso!
—Perdón, ¿pero qué hablan? —inquirió Ballón sin entender nada.
Indy tomó asiento frente a su mentor intelectual. Se calmó un poco. Acomodó sus pensamientos y le clavó al anciano los ojos.
—Profesor, esto se está complicando mucho.
—¿Qué es lo que pasa?
—El hombre que asesinaron ayer a la noche en el callejón era Manuel Sevilla.
—¡¿Qué?!
—Lo que acaba de oír. Y eso no es todo.
Metió la mano en el bolso y extrajo la caja, el algodón y el dedo.
—¡Por Dios santo! —profirió Ballón casi en un grito.—¡El dedo del Inca!... ¡Era cierto!... ¡No puedo creerlo!
—Créalo—esgrimió Indy. —Lo tiene ante sus propios ojos.


7
“DESDE RUSIA CON AMOR"
Eran muchas las piezas que Indy tenía del complicado rompecabezas en el que estaba involucrado, tras su conferencia en la Universidad de Londres. Una vez más se devanaba el cerebro tratando de interpretar las conductas de individuos que conocía muy poco, para darle coherencia a ciertos actos que, en primera instancia, carecían de ella.
¿Por qué Manuel Sevilla les había mentido respecto de la fecha en la que obtuviera el dedo de oro?
Según cálculos a “ojo de buen cubero”, Sevilla ya era un muchacho de veintitrés años al momento de tener que abandonar el Perú, tras el atentado que, contra su propia vida, habían cometido los miembros de la Hermandad Blanca. ¿Por qué había dicho que era un niño? ¿Por qué no había nombrado nunca a ese extraño y peligroso grupo que, finalmente, lo había asesinado?
¿Para qué necesitaba de su ayuda y la de Greg si, según el mismo, conocía el modo de llegar y recuperar los tesoros que había en el Paititi, sin el auxilio de nadie? Además, si Nautilius Goodman estaba relacionado con la Hermandad, tal como lo sospechaba el doctor Ballón, ¿por qué los había conectado con él? ¿Qué motivo había tenido más allá de los contactos que Goodman conservaba con las instituciones de la ciudad?
Si Nautilius —un tipo con cierto grado de misticismo— era parte de esa logia secreta que lo atacara, seguramente conocía a Sevilla. En ese caso, ¿para qué ir solito a la “boca del lobo”? ¿Para qué sumergirse tan directamente en ese lodazal de intrigas irracionales que, a la postre, le hiciera perder la vida en un oscuro callejón de Cusco?
Sevilla tenía el dedo y decía conocer el camino.
Goodman sostenía que sabía cual era la ruta hacía los petroglifos, sin la necesidad del mapa jesuita (que supuestamente conducía a ellos).
Y una vez más, la pregunta que a Indy lo atosigaba: ¿para qué habían requerido de sus servicios profesionales?
Además estaban los nazis de Odessa y los rusos de la KGB soviética.
Indy no acertaba a responder ninguna de esas dudas. Greg y el doctor Ballón tampoco.
El anciano estaba encandilado con el dedo. Lo miraba, lo tocaba, lo examinaba con atención desde todos los ángulos posibles; buscando una muesca, una rugosidad, un dato mínimo que le permitiera certificar su autenticidad. Tan abstraído estaba que no escuchaba el devaneo mental que Jones realizaba en voz alta.
—No entiendo absolutamente nada —terminó diciendo Indy, rascándose la nuca frente a una foto encuadrada que pendía de la pared del estudio de Ballón. —¡Esto es un lío y me pongo nervioso cuando no puedo manejar las variables de un asunto que me involucra!
—Ya vendrán las respuestas, Indy —contestó Deyermian. —¡Tiempo al tiempo, compañero!
—Sí —respondió escéptico. —Sólo espero no estar muerto con un cuchillo incaico clavado en la nuca cuando eso ocurra.
Ballón dejó la falange sobre una de las tantas mesas y se tocó la barbilla. Su sorpresa inicial parecía mutar y la calma académica, que lo hiciera famoso en la universidad, volvía a convertirlo en el maestro de arqueólogos que todos conocían.
Por unos minutos pensó en voz alta. Hizo referencia a lo difícil que era certificar la antigüedad del dedo y se preparó una nueva taza de mate de coca bien caliente.
—Este es un enigma que tiene cuatrocientos años, caballeros —dijo saboreando la infusión. —No esperen que este viejo achacoso lo resuelva en pocos minutos. La verdad es que estoy muy confundido. Siento que estamos a las puertas de algo importante, pero no acierto a saber qué es.
Se hizo un silencio en todo el estudio, al cabo de los cuales Deyermian le inquirió:
—Doctor, ¿qué cree usted que podamos encontrar en el Paititi?
El anciano lo observó pensativo y movió la cabeza como queriendo decir “no lo sé”. Fue en ese momento cuando oyeron que los cristales de uno de los ventanales se rompía.
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La granada de gas lacrimógeno estalló en el centro de la habitación y todo el estudio se llenó de un humo color naranja, que les quitó el oxigeno y encegueció en segundos.
En el aprieto por buscar aire puro, Ballón trastabilló y se desplomó sobre una de las mesas. Greg se hizo hacia atrás instintivamente, chocó de espaldas contra la pared, teniendo los ojos llorosos y el temor propio de todo aquel que siente su vida amenazada.
Indiana Jones se echó al piso. Sabía que al ras del suelo tenía mejores opciones de respirar al menos en los segundos iniciales.
Entonces escuchó crujir la puerta de entrada, al ser arrancada de sus goznes de una patada, y el ingreso apresurado de tres individuos. Cuando pasaron a su lado, pudo ver las botas sucias de barro y oír sus voces apagadas por el uso de mascarillas antigas.
No lo pensó dos veces. De un salto se reincorporó y, a ciegas, se abalanzó contra el que tenía más a mano. El peso de su cuerpo los tiró contra una repisa llena de huacos, que llovieron en todas direcciones, rompiéndose en decenas de pedazos.
Le ardían los ojos, pero aún así alcanzó a propinarle al agresor una soberana trompada en el cuello que le quitó la mascarilla. Sin tiempo a nada, tiró un segundo golpe de puño, partiéndole la nariz en dos.
No había terminado de sentir los nudillos doloridos por el impacto cuando experimentó la sensación de ser elevado desde atrás. Lo habían tomado de su cazadora. Lo sacudieron como un muñeco y lanzaron contra una de las mesas del estudio. Patinó sobre ella y cayó de cabeza contra el piso, cuando la superficie de madera se le acabó en la otra punta. Se reincorporó mareado. Aún aturdido, su quijada se topó con otra mano apretada y volvió a caer de espaldas en el suelo. Cuando pudo abrir sus irritados ojos, el cañón de una pistola de la segunda guerra mundial le apuntaba el entrecejo.
Se le frunció el alma. Iba a morir de un tiro en la cabeza. Sus párpados volvieron a cerrarse, esta vez resignados. No había tiempo de nada. Ya era tarde. Apretó los ojos y esperó el disparo.
Cuando el estudio retumbó por la detonación e Indy no sintió nada, una angustiante sorpresa le recorrió el alma. ¿Qué había pasado?
El humo se difuminaba, colándose por las hendijas del estudio y la visibilidad mejoraba rápidamente. Recién ahí vio el cuerpo de su verdugo herido, retorciéndose a tres metros de distancia.
Un nuevo fogonazo iluminó el recinto e inmediatamente una voz en castellano que gritaba:
—¡Lo tengo!! ¡Rápido! ¡Salgamos de aquí!
Una sucesión de ruidos y pasos, corridas y alaridos de dolor se sucedieron en tropel. El herido fue levantado por alguien y tan rápido como habían entrado, se marcharon.
Indy se apoyó en la mesa y se paró con dificultad.
El gas residual ya era poco.
Ballón vomitaba recostado hacia la derecha en el piso y Greg se tomaba la garganta, sintiéndola reseca, con su cuerpo apoyado contra una pared.
Indy avanzó hacia ellos tambaleante. En ese instante se percató de que un cuarto individuo se parapetaba muy cerca suyo, con una pistola humeante entre los dedos.
Una mujer.
Una hermosa mujer morocha, con proporciones extraordinariamente sensuales lo miraba con una media sonrisa en la boca.
—¿Doctor Jones? —articuló con voz grave. —Soy Verónica Martinova y estoy de su lado, despreocúpese.
cd
Nacida en Kiev hacía treinta y tres años, la muchacha era un monumento viviente al género femenino de la especie Homo Sapiens. Un metro setenta y cuatro de estatura; noventa-sesenta-noventa de medidas corporales; una boca roja como una frambuesa madura y el pelo negro, lacio y largo, la volvían un ejemplar más que apetecible. Y lo cierto era que tanto Indy, Greg y el doctor Ballón estaban embelesados con la chica, más allá del trago amargo que acababan de pasar. La Martinova resultó ser un buen antidepresivo.
Tras airear el estudio, el dueño de casa los invitó a pasar a sus dependencias privadas, al otro lado de un patio de tierra mal cuidado. Humilde pero confortable, la propiedad de Ballón era el más claro ejemplo del hogar de un solterón. Desorden, algo de suciedad en la cocina y sillones desacomodados. Diarios viejos apilados en las esquinas y una biblioteca gigantesca con libros antiguos y documentos coloniales, se acumulaban por doquier.
Greg tenía un insoportable dolor de estómago y la garganta áspera le dificultaba tragar. Le molestaba la espalda y estaba desconsolado por haber perdido el dedo de oro.
Se lo habían llevado. Esos malditos les habían arrebatado el artefacto y ahora parecían estar desarmados. La supuesta llave al Paititi estaba en otras manos.
El anciano sacó una botella de pisco y sirvió cuatro vasos. La chica hizo una broma respecto de su preferencia por el vodka y a duras penas todos sonrieron. Se habían sentado en los sillones y ya era hora de empezar a aclarar algunas cuestiones pendientes.
—Lo vengo siguiendo desde Londres, doctor Jones —explicó Martinova. —Espero no se moleste por ello, pero desde el asesinato de mi colega, Boris Morishnikov, esa ha sido mi única misión. Sabíamos que a la larga nos conduciría a Eric Hense y su gente.
—¿”Sabíamos”? —intervino Greg.
—Trabajo para la embajada soviética en Londres, profesor. —respondió la chica.
—KGB... —sentenció Indy.
—En realidad un departamento auxiliar de la KGB, doctor. La SRIAP, Sección Rusa de Investigación Artística del Pueblo. Digamos que, de alguna manera, somos colegas. Me dedico a las humanidades, como todos ustedes. Morishnikov —explicó— fue profesor mío en mis días de cadete. Un gran hombre. Fiel a la causa revolucionaria. No merecía haber sido asesinado del modo en que lo hicieron.
—¿Quiénes fueron los nos atacaron en el estudio? —preguntó Indy. —¿Lo sabes?
—Son aliados de Eric Hense. Una rama local. Idiotas útiles que creen que Odessa los considera como a iguales.
—¿La Hermandad Blanca?.
—Ha tenido varios nombres a lo largo de los años, doctor Jones. Durante la última guerra se hacían llamar La Orden de la Mano Roja. Más tarde, cuando nuestras relaciones diplomáticas se complicaron, decidieron cambiar de color. El rojo era demasiado.... comunista —sonrió.
—Y se buscaron un tonalidad más neutra... —dijo Indy. —¡Malditos cerdos!
—He oído algo acerca de esa Orden —agregó Ballón, —pero nunca la asocié a la Hermandad Blanca.
—¿Y qué hay con Nautilius Goodman? —prorrumpió Deyermian. —¿Qué sabe usted de él, señorita?
—Es miembro de la Hermandad.
—¿Está segura? —reiteró Greg.
—La chica tiene razón —interrumpió Ballón. —No tengo certeza absoluta pero, como les dije antes, mis sospechas se inclinan en su contra.
—Yo sí tengo pruebas, señor —afirmó Martinova. —Un largo listado de llamadas telefónicas a un hotel en Londres. Exactamente el mismo en el que Hense se hospedó hace unos diez días.
—Si lo que dices es cierto —intervino Indy—, Goodman debe estar por partir para la selva sin nosotros. Tiene el dedo, el mapa que robaron en Inglaterra y el conocimiento del área adecuado. Nos lleva ventaja.
—No será difícil saber de donde saldrá —dijo el anciano.—Cusco no es muy grande y tengo muchos amigos en la ciudad.
—¿Nos estamos iniciando en una carrera? —preguntó Greg.
—Creo que si, compañero —respondió Indy y se puso de pie.


8
CRIMINALES SOCIEDAD ANÓNIMA
Valle del Urubamba
35 kilómetros al norte de Cusco
23:30 horas
Le dolía.
No podía respirar sin sentir un profundo dolor en toda la nariz. Tenía el tabique partido en dos y el rostro se le había hinchado, matizando el puente nasal y parte de las mejillas de un violáceo profundo.
Robustiano Patrón Costas sabía que no tendría tiempo para una tranquila recuperación. Debía conformarse sólo con un poco de hielo para desinflamar la herida. Goodman no se apiadó de su padecimiento. El “Jefe” tenía la cabeza en otro lado. “Asuntos más importantes”. Además, no le había caído muy bien el hecho de no haber podido sacarse del medio a Indiana Jones y su grupo. Robustiano tenía la orden de eliminar a cualquier entrometido; pero no le habían dado tiempo. Ese misterioso francotirador entrometido, que entrara en la casa del doctor Ballón, lo había desconcertado de tal modo que de pura casualidad consiguieron arrebatarles el dedo de oro. La misión estaba cumplida...a medias.
Se miró en un espejo descascarado. Ladeó la cara de un lado a otro y observó detenidamente cómo sus ojos se le cerraban por la inflamación.
Hijo de puta... —masticó con bronca.
Al otro lado de la habitación, tras pasar por una arcada despintada por el desgano de sus propietarios, Nautilius Goodman y Eric Hense semejaban dos niños discutiendo por algo que Robustiano no alcanza a entender con claridad- ¡Esa nariz fracturada lo estaba matando!... ¡Maldito, gringo!
—No tenemos tiempo, herr Goodman —expuso Hense con voz segura. —Hay que decidirlo ahora. Y le repito que no estoy dispuesto a dividir el grupo bajo ningún punto de vista. A la selva entramos todos juntos o no entra nadie.
Goodman le clavó los ojos.
—¿Usted lo impediría? —preguntó desafiante.
—¿Acaso lo duda? ¡No me provoque, Goodman! No tiene idea con que clase de gente está tratando.
—Sí que lo sé, Hense —repuso con fingida amabilidad. —Estamos juntos en esto. ¿O no? No quisiera que su enfado enturbie nuestra relación.
—Por eso mismo. Acá nadie toma decisiones unilateralmente. Tenemos que poner en marcha una sistema democrático interno.
—¿Democracia?... ¡! ¿Usted habla de democracia?
—En el ámbito de esta habitación: sí.
—Pero, amigo mío, ¿no se da cuenta que me pone en un aprieto al tener que decidir qué camino seguir? Si nos dividimos en dos grupos podríamos verificar, cada uno por su lado, cual de las opciones es la correcta. Ahorraríamos tiempo y recursos.
—¡No acepto esa opción!
—¿No confía en la Hermandad ... o en mí? ¿Qué clase de sociedad es ésta, “herr” Hense?
—Goodman, a ver si soy claro y dejamos de perder ese tiempo que tanto nos apremia. No pienso ingresar en la selva solo. Ni usted hará lo mismo. Por lo tanto, y no quiero ponerme pesado al repetirlo: decida usted, que es el experto, qué camino seguir. ¿El que indica este mapa jesuita que conseguí en Londres o aquel que su experiencia previa en la región le indica que es el más conveniente? Me estoy poniendo en sus manos, pero son manos que siempre irán juntas. Yo de todo este asunto conozco lo básico. Claro que si por mí fuera, me dejaría llevar por este papelucho antiguo —dijo señalando el mapa.
Goodman se refregó la cara. Estaba tensionado y cansado. Quería terminar con ese asunto cuanto antes. Ese alemán era un hombre testarudo y desconfiado. No daría el brazo a torcer.
El mapa señalaba la ubicación de los petroglifos con un símbolo abstracto, geométrico, mucho más al norte de lo que Goodman creía. Estaban ante dos localizaciones distintas y tenían que jugarse por una. ¿Cuál seguir?
—La que usted mande, Goodman —repuso Hense por enésima vez. —Pero juntos.
Nautilius reconoció que no tenía opciones. Era poco inteligente ponerse a la organización Odessa en su contra.
Robustiano entró en la estancia.
—Diles a los hombres que se preparen y ajusten las mochilas—le ordenó Goodman. —Al amanecer partimos. Dispone de la avioneta. Acondiciónala convenientemente. Y a propósito... ¿qué demonios es lo que tienes en esa cara?
cd
De lejos, la vieja casona en la que Goodman y sus socios estaban reunidos, podía ser apreciada en sus detalles más característicos. De adobe, techo de tejas y grandes ventanales sin persianas, era una típica construcción andina de origen campesino, idéntica a todas las otras construcciones de color marrón que salpicaban el paisaje del Valle Sagrado de los Incas. Era propiedad de un poderosos comerciante de Cusco. Miembro secreto de la Hermandad Blanca, que había cedido el espacio para las reuniones de la sociedad, al tiempo que servía también de alojamiento temporario a Eric Hense, el delegado de Odessa.
Indy Jones quitó la traba de la cartuchera en la que tenía su Smith & Wesson Hand Ejector Model-2 y se deslizó por el roquedal vecino, tratando de no ser percibido por los tres guardias que rondaban en las cercanías de la casa. Greg le pisaba los talones en absoluto silencio con su revolver desenfundado y un notable estado de nerviosismo. Jamás había estado en una situación como esa. Era un académico de escritorio y las veces en que se había calzado la mochila para comandar sus expediciones, nunca había tenido que competir o enfrentarse a un grupo de asesinos fanatizados por la ideología y el afán de riqueza fácil.
Los informantes del doctor Ballón no habían tardado, aquélla misma tarde, en traer los datos sobre el paradero de Goodman y sus movimientos en la ciudad. Un pequeño ejército de muchachos, vendedores ambulantes, a los que el viejo arqueólogo conocía desde chicos, desplegaron una extensa red en cada pasaje de Cusco, en cada paradero y picantería, con el solo objeto de conocer los movimientos del periodista y averiguar en donde se había escondido y con quién estaba reunido.
Llegar a esa zona del Urubamba no les resultó difícil. Alcanzó un camión de reparto, unos pocos dólares para cubrir los gastos y un fuerte abrazo de Ballón, deseándoles toda la suerte del mundo.
Y ahí estaban. Escurriéndose entre las rocas, ocultos por la noche y con la adrenalina al máximo. Bordearon un pequeño bosquecito y con extremo cuidado se acercaron a una de las ventanas del fondo de la casona. Indy daba las ordenes con gestos y así, ambos alcanzaron a ser testigos de la discusión que Hense y Goodman protagonizaban en la habitación principal. Sintieron placer al ver cómo no se ponían de acuerdo y no dejaron de sorprenderse al advertir la nariz partida de Patrón Costas.
—A ese cerdo lo conozco —dijo Indy muy por lo bajo, esgrimiendo una sonrisa ladeada de placer al recordar la trompada que le propinara en el centro de la cara.. —Estamos bien rumbeados, Greg.
También reconoció al alemán. Era el mismo que lo abordara en Londres y el mismo rostro de la fotografía que le diera el Servicio Secreto Inglés. Aquella parecía ser una reunión de graduación de enemigos.
—¿Qué haremos ahora, Indy? —murmuró Deyermian.
Jones lo miró, terminó de desenfundar el arma, la amartilló y dijo:
—Esperar los fuegos artificiales.
Goodman ordenó algo y Patrón Costas salió de la estancia frunciendo la boca. Indy se puso de pie. Se le ocurrió interceptar al matón y cuando giró sobre su eje, con el objeto de bordear la construcción y alcanzarlo, dos sombras antropomorfas le taparon toda perspectiva.
—¡Arriba las manos! —exclamó un encapuchado, colocándole la punta de una escopeta recortada en el pecho.
No los habían oído. Estaban frente a un par de sátrapas dispuestos a cualquier cosa si movían inconvenientemente un solo músculo.
Sin intentar nada, obedecieron.
Desde el interior de la casa, Goodman se sobresaltó y miró para afuera. Hense salió al trote hacia la puerta, justo cuando los dos prisioneros eran empujados al interior.
—¡Herr Jones! —exclamó con sarcasmo. —¡Estábamos por salir a buscarlo! ¡Qué suerte que vino por sus propios medios!
Nautilius Goodman sonrió y se les acercó lentamente.
—Jones... Deyermian... ¡Qué bueno verlos nuevamente, caballeros! Sabía que no tardarían en encontrarme, pero no pensé que lo hicieran tan rápido. Supongo que ese viejo decrépito de Ballón tiene mucho que ver en todo este asunto. Peor para él. Tendrá que cargar en su conciencia la muerte de dos colegas.
Indy no respondió. Apretaba los dientes a punto de explotar de rabia. Quería arrancarle los ojos a ese cerdo traidor.
—¿Por qué no les consulta a ellos, Goodman? —intervino Hense sin perder el buen humor. —También son especialistas en el tema, ¿o no?
Nautilius se rascó la barba.
—No es una mala idea —y le pasó a Indy el brazo por encima de los hombros. —¿Sabe algo, doctor Jones? Tengo una discusión con mi colega sobre la ruta a seguir. Hay dos opciones y no termino por decidirme cual de ellas tomar. ¿Qué haría usted en mi lugar? ¿Le obedecería a este mapa o se dejaría llevar por los conocimientos previos que recabó en el terreno a lo largo de los años?
Indy advirtió que sobre la mesa del centro de la sala estaba desplegado el mapa jesuita y a un costado el dedo de oro de Sevilla. Fijó la vista y leyó con atención el texto que enmarcaba la carta.
—En lo personal —empezó Jones— no suelo compartir mis opiniones con la competencia. Y menos aún cuando hay cerdos nazis metidos en el asunto. Detesto a los nazis. ¿Lo sabía?
Goodman se apartó del arqueólogo y movió levemente la cabeza, dando una muda orden a uno de los encapuchados de la hermandad.
—En ese caso—dijo,— permítame que le ayude a reforzar su espíritu de colaboración, doctor Jones.
Repentinamente, el acólito que estaba parado al lado de Greg, extrajo un puñal de obsidiana muy filoso y lo cruzó en la garganta del académico, presionando de tal modo que un fino hijo de sangre empezó a mancharle el cuello de la camisa.
—No es mi intención herir a un compatriota, pero las circunstancias así lo exigen, profesor Deyermian —explicó; y elevando los negros ojos a su matón ordenó en voz alta: —¡Dególlalo!
El encapuchado no alcanzó a ejercer más presión.
El sonido seco de un disparó retumbó en la estancia y una bala se incrustó en la frente del verdugo, tirándolo de espaldas en el piso.
Hense actuó instintivamente. Estiró el brazo y alcanzó a agarrar el mapa.
Indy lo imitó, eligiendo el dedo. En el instante en el que ambos se apoderaban de los objetos, sus ojos se cruzaron por encima de la mesa.
—¡Cerdo! —vomitó Jones.
—¡Maldito! —respondió el alemán.
Patrón Costas tomó a Goodman por el brazo y lo sacó a los empujones de la sala. Dos matones más ingresaron en la casa. Indy giró sobre sus talones y le propinó un golpe al que tenía más cerca, sacudiéndolo contra la pared. Greg hizo lo propio con una de sus piernas, impulsando una fuerte patada en el estómago del segundo, dejándolo fuera de batalla al instante. Para cuando volvieron a prestar atención a la situación, ni Goodman ni Hense estaba ya en el lugar. Únicamente la esbelta figura de Verónica Martinova se coló por una ventana rota, con su pistola caliente entre los dedos.
—Ya es la segunda vez en menos de veinticuatro horas que los saco de apuros, señores —articuló la rusa.
Indy se acomodó el sombrero fedora de fieltro.
Tenía en sus manos el mapa.
Tenía ganas contenidas de romperle la cara a Goodman y al alemán.
Tenía deseos de muchas cosas, excepto de responder sarcasmos feministas.
Lo habían sorprendido, golpeado, humillado. No estaba de humor.
¡Cuántas ilusiones nacían por las madrugadas para ser destruidas al final del día! La vida era un milagro que la amargura destruía. En ese momento, el sonido de los motores de una avioneta llegó hasta sus oídos.


9
UN BUICK SPECIAL SEDAN MODELO ‘49
Apenas pudieron ver la avioneta en el cielo nocturno.
Unos pocos segundos después de despegar, el aparato era tragado por las sombras de los cerros vecinos que, majestuosos, se elevaban desde los lindes mismos de la casa.
Greg se ató un pañuelo alrededor del cuello y detuvo la hemorragia de la herida. Por poco había sido asesinado y todavía le temblaban las piernas de los nervios. Indy se quedó parapetado mirando el paisaje. Rumiaba bronca. Estaba a punto de explotar de indignación.
Enrolló el látigo a su cintura y colocó el revólver en la cartuchera. Afortunadamente no se habían llevado su arma favorita. El sujeto que noqueara la dejó caer tras la trompada y no tenía más que las ralladuras que ya previamente había adquirido en desventuras pasadas.
—Caballeros —dijo Martinova con cierto tono de broma,—yo sugeriría interrogar a los tipos que dejaron inconscientes allá adentro.
Indy salió de su ensimismamiento y sin responder se encaminó hacia la construcción de adobe. Le iba arrancar la verdad a patadas si fuera necesario. No les perdonaría ni la muela del juicio.
Estaba enfurecido.
—Indy...
La voz de Greg sonó entrecortada.
—¡¿Qué?!
Deyermian señaló un par de luces que se acercaban por el camino de grava que conducía a la propiedad.
—Creo que tenemos compañía.
—¡Policías! —exclamó Verónica.
—¡Bastardo!... —contestó Jones hinchando su vena femoral. —¡Goodman los llamó!
—¡Tenemos que salir de aquí o nos detendrán! —intervino la rusa.
—Pero necesitamos...
—¡Indy, salgamos de acá! —instó Greg al tiempo que se lanzaba a la carrera en dirección al roquedal por el que habían llegado.
—¡Doctor Jones, hágame caso! —imploró la chica.— ¡Corra! En el camino de arriba tengo un auto. ¡Vamos! ¡Venga con nosotros!
Titubeó, pero el camión, con media docena de uniformados, ya se volvía más y más nítido a pesar de la oscuridad de la noche. Era un Ford modelo 1948, con acoplado acondicionado para cargar una decena de policías militarizados, al mando del capitán Menéndez; al que Goodman, seguramente, había convencido para que detuviera a los “gringos huaqueros”. No era la primera vez que el inglés usaba sus contactos en la fuerzas de seguridad para quitarse de encima a los competidores, acusándolos de robar el patrimonio arqueológico del país.
Los primeros policías que saltaron a tierra percibieron que a unos cien metros de los gruesos guardabarros del vehículo tres siluetas se alejaban velozmente por el roquedal, escalando el sector del cerro que, sabían, conducía a un camino secundario, que llevaba al Cusco.
Uno de ellos alertó con un alarido.
—¡Sígalos! —ordenó Menéndez, apeándose de la cabina. —¡Atrápenlos! ¡Caso contrario, disparen a la cabeza!... ¡Yo me hago responsable! —gritó, al tiempo que, por la ventanilla, manipulaba el micrófono de su radio transmisor.
A lo lejos, Indy escuchó los gritos y aceleró el paso en dirección al automóvil que Martinova había llevado hasta el sitio.
—¡Apúrese, camarada! —sentenció la muchacha.
Esos llamados le confirmaban, en cada una de sus sílabas, que a los cincuenta y nueve años de edad tenía sobre sus espaldas un alto kilometraje difícil de borrar. No era el muchachón de antaño y si bien se sentía orgulloso de su estado físico, era ese mismo orgullo la señal más evidente de que se estaba volviendo viejo, en más de un sentido.
Dio las últimas zancadas y alcanzó el Buick Special Sedan 1949 de doble cilindrada que la rusa tenía estacionado a la vera del camino de ripio. La muchacha estaba acomodada al frente del volante y Greg se arrellanaba en la butaca del copiloto.
—¡Yo conduzco! —ordenó Indy. —Hágase a un lado. Siéntese atrás —y sin dejar que la rusa protestara contra ese exabrupto de machismo la tomó del brazo y la sacó de su puesto de conductora.
El Buick ya estaba en marcha y cuando Indiana metió el primer cambio y apretó el acelerador, oyeron el primer disparo, proveniente de la base del cerro.
Un segundo después, otro... Y otro...
El parabrisas trasero se partió en pedazos y una lluvia de vidrios cayó sobre Martinova.
—¡Joder!... ¡Por poco me dan, Jones! —exclamó la chica. —¡Ponga el auto a toma marcha!
Indy clavó el pié derecho con fuerza y el auto corcoveó como un caballo espoleado, saliendo disparado hacia delante a una velocidad que sorprendió a Deyermian.
—¡Guau!...—ladró, empujado contra el respaldo de la butaca. —¿Qué tiene este aparato?
—Mantenimiento soviético, profesor —explicó sarcástica Martinova, al tiempo que giraba la cabeza hacia atrás viendo cómo un cuarteto de policías alcanzaban el nivel del camino, apuntándoles a la cabeza, tal como les había ordenado su capitán.
La ruta era angosta. Cabían dos autos, uno al lado del otro; pero su superficie, mal conservada, la convertía en una arteria difícil para maniobrar. Daba contra una cornisa y se elevaba por sobre un valle a más de trescientos metros de altura.
Indy se aferraba al volante apretando los nudillos con tal fuerza que se tornaban de color blanco. Una mezcla de furia, impotencia y temor lo arrastraban a observar con detenimiento la cinta de ripio que devoraba toda velocidad y que zigzagueaba, convirtiendo cada curva en una sorpresa de imprevisibles consecuencias.
La aguja del velocímetro marcaba un aumento paulatino en el desplazamiento del auto. El viento se colaba por el vidrio roto y el sombrero fedora de Jones sacudía sus anchas alas como si fueran las de un pájaro herido. Greg Deyermian no podía quitar sus ojos de las múltiples cruces que se levantaban en cada una de las curvas. Martinova se percató de ello y preguntó:
—¿Para qué esos símbolos cristianos?
Greg le echó una corta mirada. Indy se le adelantó y respondió:
—Marcan lugares donde se accidentó y murió gente.
—Se desbarrancaron... —terminó diciendo Deyermian.
La chica frunció el sobrecejo.
—No se preocupe —agregó el inglés,— Indiana es un buen conductor.
—En ese caso —respondió la chica señalando hacia delante con el dedo índice,—yo diría que el doctor trate de pegar la vuelta en “U”... ¡Se viene de frente otro auto de la policía!
Y no metía.
A no más de doscientos metros, siguiendo con la mirada la ruta que doblaba y volvía a doblar hacia la derecha, se podían ver los faros prendidos de un automóvil que corría en dirección opuesta a la de ellos.
Sin dejar pasar un segundo, Indy volanteó con violencia hacia la izquierda y clavó los frenos. El Buick Special viró como un trompo, asomando la parte trasera al precipicio. Las gomas chirriaron y una nube de polvo y ripio molido se elevó desde el piso. Jones sacudió la palanca de cambio y volvió a acelerar. La trompa del vehículo apuntó para arriba y volvió a devorar a toda marcha el camino que acababa de recorrer.
—¡Dios santo! —clamó Deyermian.—¡Casi nos matamos!
—¡Confía en mí! —respondió Indy e incrustó el pedal en el piso del auto.
No tenían otra opción que enfrentar a los policías armados parapetados en la ruta, unos centenares de metros más allá. Cuando los vieron a lo lejos, Indiana desenfundó el revolver, junto con Martinova, y sin respetar el parabrisas delantero empezaron a disparar indiscriminadamente.
El ruido de los cristales rotos se mezcló con los quejidos de dolor de los policías al ser alcanzados por los proyectiles. Sus cuerpos se zarandearon y se desplomaron por el barranco en el instante mismo en que el Buick pasaba a toda velocidad junto a ellos.
—¿Hacia donde va esta ruta? —inquirió Indy agitado.
—No lo sé —respondió la chica.
—¡Qué importa eso! —exclamó Greg.—¡Acelera más! ¡El auto se nos acerca!
Era cierto. No era momento para saciar la curiosidad de turista, que irracionalmente le había brotado. Le hizo caso a su colega y volvió a acelerar, ganando metros y más metros a toda velocidad.
La ruta se angostaba y la pared de la montaña se acercaba peligrosamente al lateral derecho del vehículo. El ripio se volvió cada vez más grueso y la patrulla que tenían por detrás se les aproximaba cada vez más, demostrando que la potencia del motor era superior al de Indiana.
Corrieron por espacio de dos minutos. Las luces del Buick cedían la visión a cornisas tenebrosas y más adelante, a sólo segundos, el camino se cortaba, cayendo en picada en dirección del valle.
—¡Oh, no! —gritó Greg, apoyándose en la guantera.
Las pupilas de Indy buscaron una solución rápida. La ruta se interrumpía para continuar unos diez metros por delante del abismo.
No podía titubear.
Si levantaba el pie del pedal estaban perdidos. Si seguía apretándolo también.
A menos que...
—¡Un terraplén a la derecha! —anunció Martinova.
Indy ya lo había visto y puso “proa” hacia él.
—¡¡Sujétense!! —aulló estirando sus brazos y pegando las manos al volante.
El automóvil enfiló por el talud a más de cien kilómetros por hora y se elevó.
Las ruedas traseras giraron en el aire.
Una sensación de vacío los embargó a todos en el segundo mismo en que la carrocería despegaba de tierra y salvaba la grieta de la ruta, como si fuera un barrilete impulsado por el viento.
Según decían el tiempo parece transcurrir con mayor lentitud cuando el cuerpo segrega adrenalina. Es lo que sintieron al momento de estar suspendidos en el aire. Todo parecía transcurrir en cámara lenta.
Un silencio absoluto impregnó el interior del carro.
Los ojos abiertos.
La respiración suspendida.
Los nervios crispados.
Y de pronto, el ensordecedor ruido de todo el peso del auto cayendo pesadamente del otro lado de la grieta.
Las cabezas chocaron contra el techo. El fedora se arrugó. Martinova quedó desparramada en el asiento trasero y Greg de rodillas en el exiguo espacio que había entre la butaca y la guantera.
El Buick perdió la estabilidad y sin dejar de que la sorpresa se esfumara, todos escucharon el crujir metálico de algo que se partía.
La trompa del automóvil se fue hacia delante y las ruedas frontales salieron despedidas hacia los costados. La punta de ejes se había fracturado como un escarbadientes.
Descontrolado, sin las ruedas de adelante, sin dirección, el vehículo no pudo sortear la primera curva que se le presentaba en el camino y se despeñó por una barranca a toda velocidad.
cd
Fue como una sinfonía de sonidos ininteligibles; un alud sonoro de hierros que se retorcían con cada golpe que el auto daba al chocar una y otra vez contra las rocas de la ladera.
Cuando finalmente los vuelcos terminaron y el Buick Special Sedan modelo 1949 quedó silente junto a un peñón lítico, que detuvo su marcha, ya nada quedaba de sus hermosos y aerodinámicos contornos. Era un masa informe de paneles desvencijados, vidrios rotos y millares de piezas desperdigadas por todo el lugar.
Indy había sido despedido hacia fuera y al momento de reincorporarse con dificultad, sintió que un hilo de sangre le caía por la frente herida. Nada grave, pensó. Estaba con vida. Era lo que importaba.
Tambaleante, avanzó con dificultad hasta el cuerpo de Verónica Martinova, que se asomaba de lo que quedaba del auto. La mitad de su tronco estaba tapado por un enjambre de hierros humeantes.
Un halo de esperanza satisfizo a Jones: Greg acababa de pararse a unos cinco metros de donde él estaba.
—¿Estás herido? —preguntó Indy.
—No... —respondió confundido. —Creo que no. Puedo caminar bien. ¿Y ella?... ¿Está muerta?
Indiana se arrodilló y con cuidado arrastró a la chica fuera del amasijo en que se había convertido el auto.
—Aún respira, pero esta malherida. Aparentemente tiene una pierna fracturada y un fuerte golpe en la cabeza. Le sangra mucho.
Deyermian elevó la vista y observó el barranco. No lo podía creer.
—De milagro no estamos todos muertos, amigo. Debemos haber caído unos doscientos metros como mínimo.
—La chica está mal...—expuso el arqueólogo. —Tenemos que llevarla a que la atiendan o morirá.
—¿Y dónde vamos a encontrar por aquí un hospital?
—No lo sé... Pero hay que hacer algo. No le queda mucho tiempo.
—La cargaremos. Vamos. Juntos podremos hacerlo.
—No sé si es conveniente moverla, Greg.
—No tenemos opción. La movemos o se muere acá mismo.
—¡Dios!... —exclamó enervado. —¡Te juro que ese Goodman va a pagármelas todas juntas!
Improvisaron una camilla con lo que quedaba de una de las puertas y se echaron a caminar.
Las cosas no podían estar peor.
No había senderos y las piedras se agolpaban con cada paso que daban.
Sólo una idea le rondaba a Jones en la cabeza: quería matar a ese cerdo devenido en periodista. De verdad que lo quería matar.


10
EL COLOR DEL CANTO DE LOS PÁJAROS INVISIBLES
Caminaron por espacio de cuarenta minutos. La marcha se volvió dificultosa. Al peso “muerto” de Martinova sobre la chapa de la puerta y el filo cortante de ésta en la palmas de las manos, lacerante al punto de hacerlas sangrar, se le sumaba la tortura de andar por un sitio sin senderos y rocas por todas partes. Cada veinte pasos se detenían, apoyaban a la muchacha en el suelo, tomaban aire y volvían a seguir. No daban más. Les dolía el alma. Sólo el hecho de haber sido momentáneamente vencidos por Goodman los hacía caminar con paso regular, impulsados por la rabia y un espíritu de venganza que crecía dentro de ellos, especialmente en Indy.
El cielo estrellado y la baja proporción de oxigeno que había en la atmósfera convertían las estrellas en focos fijos que, sin titilar, tachonaban la bóveda celeste convirtiéndola en un espectáculo pocas veces visto en otras partes del mundo. La cordillera de los Andes señoreaban los lindes del valle por el que avanzaban. En otras circunstancias se hubieran tendido en sobre la Madre Tierra (Pachamama) a disfrutar de la imponencia del cielo nocturno. Pero tenían que seguir marchando, cargando a la muchacha, que respiraba con dificultad y sangraba copiosamente por la cabeza.
—¿Qué es aquello? —preguntó Indy jadeante, moviendo la barbilla hacia delante.
—¿Qué cosa?
—Esa luz, Greg. Allá adelante... Titila...Seguramente un farol o...
—¡Es una casucha!...¡Gracias a Dios, amigo!—exclamó Deyermian— Pediremos ayuda.
—Ojalá nos la den...
Un par de perros negros salieron a recibirlos. Ladraban como locos y mostraban sus colmillos de modo amenazante. Por detrás de ellos, un anciano enjuto, arrugado, de barba amarillenta y sombrero de fieltro oscuro, hizo acto de presencia con una escopeta recortada de doble caño, apuntándoles a la altura del estómago. Se sorprendió al ver un hombre con látigo y cartuchera.
—¡Alto! —advirtió con un grito.— ¿Quién vive?
Indy respondió.
Se identificó y solicitó ayuda. Cuando el anciano se acercó y vio a la chica tendida, bajó el arma y, extrañado, los auxilió con el peso.
—¿Qué pasó con ustedes, gringos? —inquirió sin dejarle de quitar los ojos a la mujer.
—Tuvimos un accidente —respondió Greg.
—Nos desbarrancamos —explicó Jones.
—¿En qué lugar? ¿Dónde?
—A una hora de aquí, aproximadamente —precisó Indy.
El viejo los miró con suspicacia .
—¿Y por qué están por estos lugares? ¿Por qué no remontaron la cuesta y buscaron ayuda en el camino que conduce al Qosqo?
La mirada de Indy fue más que clara. La clavó en la del lugareño y suplicó:
—Ayúdenos, por favor. Lo compensaremos.
La vivienda en la que el viejo pasaba su vida era humilde. Sin luz, sin gas, sin nada que advirtiera que el progreso tecnológico había llegado a ese aislado paraje de montaña. Vivir en ese lugar era lo más parecido a ser un ermitaño; y de hecho, el anciano lo era. Hacía treinta y seis años que se vivía de su ganado y huerta. Sólo en ocasiones se asomaba al pueblo más cercano. Aún estando a pocos kilómetros del Cusco, la región era lo suficientemente aislada como para no contaminarse con la locura citadina. Únicamente un sendero mal trazado comunicaba la choza con un camino secundario por el que rara vez pasaban autos o transeúntes que desearan recorrer cinco kilómetros hasta la propiedad del eremita andino.
Conforme indicaba el ritual de la zona, el viejo los convidó de inmediato con un té caliente y sin decir mucho se puso a “trabajar” sobre la muchacha.
Martinova había perdido mucha sangre. Estaba pálida y con la boca entreabierta, reseca. Respiraba con dificultad y su temperatura corporal bajaba rápidamente.
—No soy médico matriculado —dijo el anfitrión,—pero me las sé arreglar con algunos yuyos.
No tenían otra opción. No existía ningún puesto sanitario en las cercanías. No había nada que perder dejando al anciano operar sobre la situación límite. Era mejor eso antes que nada.
Indy conocía las prácticas chamánicas que se realizaban en la sierra peruana y rogó para sus adentros que el sujeto supiera hacer las cosas bien.
Don José —como se nombró a poco de entrar en confianza— sacó de un armario desvencijado una bolsa con hojas color verde oscuro y se puso a masticarlas. Jones se dio cuenta de que aquello no era coca, sino un producto vegetal que desconocía. Al cabo de unos tres minutos de masticar y masticar, el campesino sacó un bolo, húmedo por la saliva, y lo esparció por sobre la herida que la rusa tenía en la cabeza.
—Es un coagulante natural. Parará de sangrar y ayudará a que cicatrice rápido —explicó.
Acto seguido tomó de un frasco unas semillas amarillentas, las molió en un mortero de piedra y mezcló con un poco de bicarbonato sódico. Preparó un menjurje de idéntico color y lo colocó en un vaso con agua, en el que se diluyó. Después, con paciencia y mientras repetía una y otra vez ciertas palabras en quechua, levantó la cabeza de Martinova y muy despacio hizo que lo bebiera.
—Con esto mejorará. Les dará tiempo para llevarla a un hospital, sin que tenga mayores problemas.
—¿Estará bien? —preguntó Greg.
—Dejemos que pase una hora. El medicamento no tiene efectos inmediatos. Tenga confianza, caballero. ¿Quiéren comer algo?
Indy asintió.
—Se lo agradeceríamos mucho.
Don José les sirvió un poco de carne salada y chuño. Duro pero sabroso.
—Y ahora, señores, díganme, ¿de qué huyen?
El anciano se quedó estático observándolos en las penumbras de la choza. Fue Indiana el que tomó la palabra y explicó sucintamente los últimos avatares. José no pareció sorprenderse de nada hasta que Indy nombró un apellido.
—¡¿Goodman?! —inquirió y el arqueólogo asintió con la cabeza. —No es un buen hombre, ese Goodman.
—Todos parecen conocerlo...
—¡Cómo no hacerlo! Ese sujeto ha estado molestando desde hace años. Dice que busca al Paykikin. Es mala persona. No conviene acercarse mucho a él.
—No nos cabe la menor duda —aseveró Indy. —¿Qué relación ha tenido con él, Don José?
—Poca, pero suficiente. Hace años de eso. Aún así lo recuerdo muy bien porque lastimó a un compañero.
—¿Lastimó? —intervino Greg.
—Sí, lo golpeó en la cara y pateó cuando estaba en el piso.
—¿Por qué? —volvió a demandar el inglés.
—En aquel entonces éramos arrieros en la región de Shintuya. Íbamos y veníamos de ese pueblo al Qosqo cada quince días. En una ocasión nos topamos con él en un sendero poco transitado de la selva y creyó que veníamos del interior. Nos preguntó qué sabíamos del Paykikin y como su tono no fue para nada gentil mi compañero se negó a responder. Fue ahí cuando lo golpeó. Después me enteré quién era. Me dijeron que tenía un diario en Qosqo y muchas influencias. Volví a cruzármelo en la llacta[5] un par de veces más, pero no me reconoció.
El rostro de Indy mutaba lentamente. El viejo sabía sobre la leyenda y se le ocurrió sacar el mapa que tenía en el bolso.
—¿Sabe que es esto? —preguntó extendiéndolo sobre la mesa.
El viejo lo miró por un rato. Lo giró en varias ocasiones y se volvió hacia Jones.
—¿Quién dibujó este mapa? —preguntó.
—Unos sacerdotes, hace mucho tiempo.
José se rascó la nuca y sentenció:
—Conocían el territorio.
—¿Por qué lo dice? —preguntó Greg.
—Hay varias referencias geográficas que son ciertas y poca gente ha visto.
—¿Cuáles? —inquirió Indy.
Ésta, por ejemplo. ¿Ven estas figuras humanas dibujadas aquí?
—El hombre y la mujer...sí.
—Y la estrella que los circunda.
—Efectivamente.
—Pues, ese es un mojón que conozco en persona y que nunca vi en mapa alguno. Son dos rocas labradas que tienen figuras muy semejantes a este dibujo, pero más grandes. Un hombre y una mujer. Así, igualitos a estos dos.
—¿Y que puede significar eso? —volvió a preguntar Jones.
—Son señales.
—¿De qué tipo?
—Mensajes secretos.
—¿Secretos?... ¿Qué es lo que esconden?
—La entrada al reino del Paykikin.
Indy se echó hacia atrás. Le transpiraba la nuca. Una ola de entusiasmo lo embargó.
—Don José —dijo— ¿sabe usted si por esa región de la que habla hay otros grabados?
—Sí; hay muchos en la zona, señor. Los grabados de los que usted habla están por aquí—dijo; y señaló una porción del mapa, justo por encima del meandro de un río; bastante lejos del dibujo del hombre y la mujer. —Son grabados antiguos. Hay muchos pájaros.
Indy se extrañó.
—¿Cómo dice?
—Que son pájaros.
—¿Los que están en los petroglifos?
—Sí, señor. Pájaros. Centenares de pájaros tallados en las rocas de las salientes de un cerro bajo, en plena jungla. Pero ocultos detrás de enredaderas y ramas retorcidas. Pájaros de colores.
Indy miró a Deyermian.
—Greg, lee aquí —dijo marcando un texto manuscrito, estampado en la superficie del plano.
“Estos son los reinos del Paititi donde se tiene
el poder de hacer y desear, donde el burgués sólo
encontrará comida y el poeta tal vez pueda abrir la
la puerta cerrada del más purísimo amor.
Aquí puede verse sin atajos
el color del canto de los pájaros invisibles.”
—“Pájaros invisibles”.... —repitió Deyermian en voz baja.
—“El color del canto de los pájaros invisibles” —complementó Indy.
—¿Y qué puede significar eso?
Indiana no escuchó la pregunta.
Estaba entrando en un estado de exaltación emocional e intelectual que sólo en ocasiones especiales podía experimentar. Su mente entrenada conectaba ideas. Establecía nexos a partir de la nueva información obtenida. Cotejaba. Ensamblaba. Rescribía en su cabeza las viejas teorías.
Su mirada cambió y un arrebato de emoción se coló por entre los párpados exageradamente abiertos.
La sonrisa ladeada de siempre le cruzó la cara.
—¿Indy? —susurró Greg. —¿Te pasa algo?
—Ahora creo entender... —respondió.
—¿Entender qué?
—Óyeme con atención. Creo haber encontrado algo. Mira —dijo poniéndose de pie. —Hace años, en Australia, al oeste de Alice Spring, en el norte de la isla, me conecté con un anciano de la tribu yankunitjatjara que me llevó hasta Uluru, una roca de arenisca de más de trescientos metros de alto y tres de largo, emplazada en medio de un amplio desierto. Es como un iceberg de piedra clavado en la tierra y representa el lugar más venerado por esa gente. En muchas de las cuevas a su alrededor hay pinturas rupestres, pinturas sagradas, en la que según ellos está plasmado el Tiempo del Sueño, el momento de la Creación. Aquel viejo leía los dibujos. Podía contar y cantar historias a partir de ellos. Tenían un significativo poder mágico-religioso. Recuerdo que cuando lo interrumpí con una pregunta, se llevó un dedo a la boca e hizo que me callara diciendo: “Silencio. Si hablamos fuerte pueden oírnos”. ¿Te das cuenta? Esos dibujos eran canales de comunicación con otro mundo. Un mundo espiritual, muy lejano a nosotros. Ahora bien —dijo apoyándose contra la mesa,—¿qué pasaría si los petroglifos de los que hablamos tienen esa misma función?...
—Fascinante... continúa.
—Accidentalmente hemos encontrado una conexión maravillosa, Greg —prosiguió Jones.—Don José nos habla de pájaros de colores grabados en las salientes rocosas y este mapa indica claramente algo referido a una puerta cerrada y al color del canto de los pájaros invisibles. ¿Te das cuenta? “El color del canto”... ahí está la clave. Como en Australia, lo más probable es esos grabados de pájaros coloreados le sirvan a alguien para cantar y contar historias que señalen la ruta hacia el Paititi. Acá no hay puertas dimensionales como las que habló Goodman, Greg. El asunto es mucho más interesante.
—¿Y quiénes pueden llegar a ser esos supuestos “cantantes”, Indy?
—Sus legítimos protectores —sentenció Don José con voz grave y solemne.—Los Paco Pacoris.
Jones y Deyermian habían oído de ellos. Los Paco-pacoris eran un complemento interesante de la leyenda áurea del Paititi. De acuerdo con la tradición oral, los Pacoris constituían un supuesto grupo de “elite” de origen inca, cuya única y sagrada misión consistía en proteger las ruinas de las numerosas “ciudades perdidas” de la selva. La ferocidad del grupo era bien conocida en los relatos populares y varios afirmaban que el Secreto del Paititi perduraba por el sólo hecho de tener tan diligentes custodios. Se decía que, aunque escasas, existían personas que juraban haberlos visto, o haber tenido contacto directo con ellos; describiéndolos como individuos muy altos (2,20 a 2,30 metros), belicosos y absolutamente comprometidos con su misión. Puede que eso sonara a fantasía, pero lo más interesante del tema era que la creencia en los Pacoris estaba profundamente incorporada en las mentalidades de la gente que habitaba en las laderas orientales de los Andes peruanos. Personas de todos los estratos sociales y de muy diversos niveles culturales hablaban de ellos, dándoles un lugar cierto dentro del catálogo oficial de “tribus amazónicas”. Cosa que, hasta ese momento, no había ocurrido.
—Cuando los incas se internaron a todas esas zonas —explicó Don José— llevaron a sus mejores guerreros y la selva los ha ido mestizando con las comunidades nativas, y al final se han transformado en chunchos[6]. Ellos son ahora los celosos guardianes de las ciudadelas. Hoy se habla de los machiguengas, de los huachipaires, de los paco-pacoris, de los piros y otras tribus más de la zona de la meseta de Pantiacolla. Los Paco-pacoris son, hasta donde la tradición informa, los directos guardianes de las principales ciudadelas incas que han quedado en la selva. Ellos han sido escogidos por ser los más leales guardianes de los incas. Se tiene referencia de ellos a partir de personas de todo crédito. Gente ligada a la ceja de selva cercana al Qosqo. No aceptan intrusos. No aceptan exploradores. Ni los aceptarán a ustedes.
Indy estaba en las nubes.
La adrenalina le acicateaba el cerebro.
Había rejuvenecido treinta años.


11
PETROGLIFOS

Río Palatoa
Cuenca Amazónica del Perú
Dos días más tarde...
En tanto la exuberante selva buscaba la luz del sol unos ciento treinta metros hacia arriba, cubriendo los troncos de los árboles con enredaderas que trepaban entre musgos y hongos, las botas de Erich Hense se hundían en una alfombra de hojas putrefactas, que se renovaban día a día.
El alemán luchaba por contener la decepción. Sentía cómo, minuto a minuto, ésta se convertía en rabia; en un odio creciente hacia un Nautilius Goodman desorientado, que no atinaba a encontrar la clave del misterio que los había llevado a ese recóndito rincón de la jungla.
Todo el grupo expedicionario —conformado además por Robustiano, tres porteadores y cuatro miembros insignes de la Hermandad Blanca— estaba ante un despeñadero de cuarenta metros de largo y tres de alto, todo cubierto de pictogramas extraños e indescifrables, tallados por una desconocida cultura amazónica.
Era símbolos insólitos. Círculos, cruces estilizadas y líneas acaralocadas que subían y bajaban por la pared rocosa dibujando un entramado barroco, muy difícil de interpretar. Rostros almendrados, con ojos descomunales apenas diagramados en cabezas tronchadas, parecían estar suspendidos en el aire dentro de la composición.
Todo era raro. No se ajustaba a ninguna manifestación artística conocida. Sólo muy pocos baqueanos conocían esa maravillosa afloración rocosa cubierta de selva. Y Nautilius Goodman era uno de ellos.
Con el dedo de oro en la mano, el inglés buscaba la mágica cerradura que le permitiera abrir la puerta dimensional que había imaginado en sus ensoñaciones místicas.
—Y bien...¿a qué “sabia conclusión” llega ahora, Goodman? —sentenció Hense con la típica impiedad verbal que lo caracterizaba desde sus días como oficial SS en un campo de concentración.
El inglés giró el rostro, iracundo, en dirección del nazi y prefirió no responder la cruel ironía. Por unos segundos sus pupilas centellearon de impotencia, encontrando en las de Hense un muro de helado hermetismo, también a punto de explotar de bronca.
—Por lo que percibo —agregó el alemán,— nos hemos equivocado de dirección. Éstos no parecen ser los petroglifos que buscamos, ¿no es cierto?—preguntó retóricamente. —¡Joder, Goodman! ¡Hemos tirado dos preciosas jornadas a la basura!
—Era una de las posibilidades. Usted y yo lo sabíamos de entrada —respondió Nautilius.
—¿Y sus amigos? —repreguntó señalando a los cuatro miembros de la Hermandad. —¿Acaso no podrían haber convocado esas “energías espirituales” que tan bien manejan para guiarnos correctamente?
Los sarcasmos seguían prendidos de la punta de su lengua.
—Señor Hense —intervino uno de los cofrades, visiblemente ofendido,—todos hicimos lo que pudimos. ¡Es usted un injusto! ¡Un gringo injusto que no merece el honor de estar en esta búsqueda!
Hense lo fulminó con la mirada. Era un Krakatoa a punto de explotar.
—¡Maldito estúpido! ¡Crédulo del demonio! —exclamó desenfundando su pistola Lüger y apuntándole justo en el entrecejo. —¿Quién mierda te crees que eres para responderme de ese modo? —Y jaló del gatillo.
La bala entró por encima del ojo izquierdo y salió limpiamente por la parte trasera del cráneo.
Goodman abrió los ojos desorbitadamente. No podía creer lo que veía.
—¡Por todos los santos del cielo, Hense! —gritó.—¿Qué es lo que hace?
En ese preciso instante, desde los matorrales que circundaban la zona de los petroglifos, seis hombres armados con metralletas belgas arremetieron contra el grupo, como salidos de la nada. Los porteadores desenfundaron sus pistolas y encañonaron a Nautilius Goodman.
La traición estaba consumada. Un verdadero golpe de estado.
—Le di una chance —explicó el alemán, —y la desaprovechó. De ahora en adelante Odessa se hace cargo de esta expedición, Goodman.
Pero no terminó con su mensaje.
Como en una historia organizada a partir de las capas de una cebolla, un tercer grupo irrumpió desde la espesura, rodeándolos a todos y amenazando sus vidas con flechas y dardos envenenados.
Naturalmente, eran indios.
cd
Los seis esbirros de Odessa reaccionaron con brutalidad.
Sin decir ni esperar nada, dispararon hacia el primer grupo de aborígenes, con precisión profesional. Los ocho que encabezaban la marcha cayeron fulminados por las balas en tanto que el resto, desapareció dando alaridos de sorpresa y dolor en medio de la espesura
Robustiano se echó al piso, aplastándose contra la tierra, invadido por el temor a ser herido. Goodman lo imitó, empujando en la caída al miembro de Hermandad que quedaba con vida.
Con las armas aún humeantes, los soldados de Hense se parapetaron en posición de ataque y guardaron sus posiciones.
—¿Quiénes eran esos individuos? —inquirió agitado el ex-oficial alemán.
—Huachipaires... —musitó Robustiano.
—¿Y cómo demonios sabe eso?
—Por sus ornamentos y pinturas faciales —respondió Patrón Costas.
—¡Nos ha metido en un gran problema, Hense! —clamó Goodman reincorporándose. —¡Mire, por Dios! ¿A cuántos mataron?
—A cuatro... —contabilizó Robustiano.
—¡Mierda! ¡Jamás saldremos de este lugar vivos! —exclamó el inglés.
—¿De qué habla? —inquirió el alemán, con cierto dejo de temerosa ansiedad en la voz.
—¿Nunca le dijeron que no es de persona inteligente dispararle a un indio en la selva? ¡No nos dejarán salir! ¡Van a estar acechándonos en cada rincón, hasta terminar con cada uno de nosotros!
—¡Maldito cobarde! —gritó Hense. —¡Nada de eso va a ocurrir! Tenemos armas de fuego, ¿no se da cuenta de ello? ¡Qué vengan esos monos involucionados y verán! —Giró en redondo en busca de su oficial de mayor graduación. —¡Teniente, estén preparados para un contraataque sorpresa en cualquier momento! Disparen a toda cosa que se mueva en las inmediaciones. ¡Si es necesario deforestaremos esta maldita selva a tiros a medida que avancemos! —Se volvió otra vez a Goodman y preguntó:—¿A cuántos días estamos del segundo conjunto de petroglifos?
—No más de uno y medio.
—En ese caso, nos pondremos en marcha de inmediato. Ah, y otra cosita. Creo que ese dedo de oro que posee es de mi propiedad —y extendió la palma de la mano derecha bien abierta.
—Señor Hense... —intervino Robustiano.
—¿Qué desea?
—Tenga en cuenta que es muy probable que nuestros competidores, el doctor Jones y los suyos, también estén tras lo mismo. Recuerde que se quedó con el mapa...
El alemán miró a Goodman, demandando explicaciones en silencio.
—Menéndez, el capitán de la policía—repuso el inglés,—se comunicó conmigo en Shintuya por teléfono, antes de partir, y me informó de eso.
—¿Por qué no fui informado? —replicó el nazi.
—No queríamos preocuparlo ni generar mayores tensiones —expuso Robustiano.
—¿Se dan cuenta?... Carecen de la capacidad de mando que yo tengo. Debí hacerme cargo de ese “Buscador de Tumbas” personalmente en Cusco... Aunque, no creo que sus oportunidades de llegar antes que nosotros sean altas. Con la policía en sus talones y las decenas de destacamentos que hay de Cusco a Shintuya, la cosa se les complicará. Y aún así, si ingresaran en la selva, nosotros somos más y estamos mejor pertrechados.
—¿Qué hay de nuestra sociedad? —interrumpió Goodman.
Hense sonrió mordaz.
—¡Goodman, Goodman! ¿De qué sociedad me habla? No sólo es un pésimo baqueano, con escasa intuición buscando cosas, sino un iluso redimido. Yo jamás tuve socios, ni los tendré fuera del círculo de camaradas del Partido.
Goodman no pudo contenerse.
—¿Partido? —inquirió.—¡Já!... ¿No recuerda que perdieron la guerra y su bendito Führer está pudriéndose en el infierno junto con el Tercer Reich, nazi estúpido?
De una sola bofetada volvió a caer al húmedo piso de la selva.
Hense se masajeó el dorso de su mano.
—No se confunda, Goodman —dijo.—Esa guerra fue sólo una batalla en un conflicto aún más grande. Muchos sobrevivimos a ella y seguimos en carrera. Todavía tenemos poder. Un poder suficiente como para resucitar de las cenizas como el Ave Fénix. ¿Por qué cree que Odessa está interesada en el Paititi?... Veo que su corta imaginación e intelecto le impide ver más allá de su propia nariz. Pero no es hora de discursos ni de explicaciones, mi querido y tonto amigo. Ya llegará el momento en que sea testigo de la renovación del Tercer Reich y del poderoso imperio del “Rey del Mundo”.
Patrón Costas dio unos obsecuentes pasos en dirección al alemán.
—Cuente con mi total colaboración —expresó.
—¡Robustiano, cerdo traidor! —ladró Goodman, custodiado por dos de los soldados de Hense.
—Veo que aún le queda cierta cuota de oportunismo inteligente, Costas —exteriorizó el nazi.— Ha hecho una excelente elección, kamaradem.
—¡Señor, ya estamos listos! —profirió con potencia el teniente.
—¡Cómo en los viejos tiempos! —sonrió Hense. —¡En marcha! Se inicia la verdadera expedición... Y usted, Goodman, por favor, encabece al grupo junto a los porteadores así colabora en abrir los senderos a fuerza de machete. Tenemos poco tiempo y me estoy poniendo muy ansioso.


12
EL HILO DE PLATA
Fue un machetazo perfecto, limpio, con experiencia. Bastó un solo movimiento de muñeca para que las ramas que tapaban la gran roca cayeran al piso, cercenadas por el filo del arma blanca, templada en Toledo.
Indy hizo a un lado el follaje remanente y fijó su atención en el bajorrelieve esculpido en la superficie pétrea. Se quedó impávido unos segundos sin decir nada. Los ojos le brillaban de emoción. Estaba exultante. Una vez más a lo largo de su vida, lo que parecía ser sólo una leyenda, un simple rumor solidificado por el paso del tiempo, se materializaba delante suyo, volviéndose realidad.
—El mapa y el viejo tenían razón —dijo en voz baja.
Y no se equivocaba. Ante él, un hombre y una mujer débilmente delineados en dos piedras, sobrevivían al paso del tiempo y a la humedad de la jungla.
Era una muestra de arte antiguo desconocida por la ciencia oficial. Nadie en el mundillo académico de Cusco conocía ese lugar y esas rocas. Sus líneas demostraban seguridad y maestría en el trazado. Tanto el varón como la mujer eran perfectamente reconocibles. Tenían cabezas redondeadas. Semejaban monigotes hechos por niños. No eran realistas, pero las vestiduras con las que habían sido cincelados demostraban la influencia incaica de la factura.
—Es un unco o camisón chumpi[7] —diagnosticó Indy pasando la yema de los dedos por encima del grabado masculino. —Observa los detalles. Estas grecas y símbolos abstractos son tokapus[8]. No hay duda de ello. Los vestidos chumpi eran propios de la nobleza incaica.
—Incluso las usaron como de moneda de cambio con otros pueblos.
Indy asintió con la cabeza.
La pareja había sido representada de pie, con los brazos izquierdos levantados y apuntando hacia el oriente. Estaban talladas en el centro de cada una de las rocas y rodeadas de una superficie pulida, únicamente ornamentada con dos serpientes pequeñas en el ángulo inferior derecho y un círculo perfecto que simbolizaba a Quilla, la luna; todo enmarcado por una línea con forma de estrella de cuatro puntas; siendo más largo el brazo que apuntaba al Este.
—¿Qué creas que sea, Greg? —inquirió Jones quitándose el sombrero fedora y secándose la transpiración de su frente. —¿Las Cuatro Regiones del Mundo del universo incaico?
—No cabe duda de que ese vértice extendido nos señala algo, Indy; y ya sabemos qué. Pero el oriente es muy amplio; por lo tanto la lectura que debemos hacer de estos dibujos es, a mi entender, la siguiente: las serpientes indican peligro, mucho peligro porque hay dos. La luna representa la noche y las puntas de las estrellas, los días de caminata que tenemos por delante, amén de certificar también la dirección de la marcha
—Cuatro jornadas de caminata, de noche y por una región peligrosa.... interesante.
—Así es. Mi hipótesis se basa en estudios preliminares hechos en el norte del Perú hace diez años. Pero no es nada seguro, Indy. Ya sabes cuánto de imaginación hay en las interpretaciones que solemos hacer
—Cuando no se tiene nada, muy poco es mucho..
—Estoy de acuerdo, pero, ¿hacia dónde marchar? —dijo señalando el follaje vecino.
—Tiene que haber algún camino escondido en las inmediaciones. Nos dedicaremos a buscarlo mañana por la mañana. Ahora organicemos el campamento. Necesitamos descansar. No doy más. Los pies me laten de calor y dolor. Ha sido un día y medio agotadores. ¿Qué tenemos para comer?
—Un poco de papa deshidratada, chuño, y porotos. Es todo lo que el viejo tenía a mano en su casa.
Indy levantó los hombros.
—Peor es nada —dijo, y se quitó la cazadora de cuero.—En una hora será noche cerrada. Prepararé una fogata para tener luz y espantar los mosquitos. Tu encárgate de la cena. Mañana nos espera una jornada pesada.
cd
Dejar a Verónica Martinova en la choza del anciano había sido una decisión difícil de tomar, pero la chica se empezaba a recuperar bajo los medicamentos caseros del viejo. Los latidos de su corazón se normalizaban y el sangrando de la cabeza había cesado. Era evidente a simple vista que tenía el cráneo lastimado, pero la experiencia de Don José los tranquilizó un poco.
—No es nada grave —había diagnosticado con la seguridad de un médico matriculado.—Se le sellará con el tiempo. En dos días podrá caminar y yo mismo la llevaré a una sala de emergencias cercana. Despreocúpense, caballeros. Ustedes tienen cosas más importantes que buscar. Y en eso también puedo ayudarlos...
El viejo arriero era un experto en la selva. La había recorrido de arriba a abajo a lo largo de su juventud y conocía ciertos atajos que otros ignoraban. En especial uno que conducía, en la mitad del tiempo, a la zona de las grandes rocas talladas, en las que Indy y Greg encendían el insignificante fogón del campamento.
El secreto estaba en un nombre: Shinkibenia. Un arroyo que ascendía en diagonal, evitando pasar por el pueblo de Shintuya, donde con seguridad sus enemigos los estaban esperando con la ayuda de la policía local. La corriente líquida era navegable en botes y bastó conseguir uno de ellos para empezar a remar en dirección de la corriente, ganando preciosos kilómetros en poco tiempo. Si los cálculos no les fallaban, estaban aventajados en poco menos de cuarenta y ocho horas al grupo de Goodman y el alemán. Los hechos lo confirmaban: no había señales de tránsito en la región de las rocas. Desde hacía mucho años nadie había pisado las inmediaciones de la pared lítica en la que estaba esculpida la pareja incaica.
Comieron con ganas. Las energías volvieron al cuerpo, pero no fueron lo suficientemente fuertes como para desvanecer el sueño que el organismo les requería. A poco de terminar de cenar, ambos estaban profundamente dormidos junto a la fogata.
La noche en la selva es ruidosa. Contrariamente a lo que los seriales del cinematógrafo mostraban, el contraste entre la luz y las sombras en pleno Amazonas eran dignos de destacar. Durante el día la jungla es una tumba de silencio; pero cuando baja el sol, los millones de seres vivos que la habitan parecen cobrar existencia de la nada, desarrollando un concierto de chillidos, aullidos, croares y silbidos que demuestran que la salvaje naturaleza está viva y dispuesta a ganarse la vida de todos aquellos que no comulgan respetuosamente con ella.
Hacia las tres de la mañana, Greg Deyermian se despertó sobresaltado, con un gusto amargo en la boca y la garganta reseca. Transpiraba copiosamente y tardó unos segundos en acomodarse y tomar conciencia del sitio en el que estaba. Indy dormía a menos de dos metros, cerca de las rocas. Nada parecía molestarle.
El fogón se moría de a poco, por lo que lo alimentó con nuevos pedacitos de troncos y maderas, cobrando luminiscencia rápidamente.
Se puso de pie y buscó la cantimplora. Le quitó la tapa y empinó la cabeza hacía atrás para beber. Entonces se percató de algo extraño.
Desde la copa del árbol que los cobijaba, tapándoles la luna en creciente que colgaba del cielo, una fina lluvia de lo que parecía ser polen caía lentamente, flotando por la brisa sobre ambos. En ese instante se percató de que tenía polen en la cara y en las comisuras de los labios. De hecho había tragado una cantidad considerable. Por eso tenía la garganta semejante a una lija.
Tomó un largo sorbo. Y otro. La carraspera calmó al instante, pero un mareo inadvertido lo embriagó al punto de sentir la sensación de estar borracho.
Miró el contenido de la cantimplora. Era agua, sólo agua.
¿Qué le estaba pasando? ¿Sería la mezcla con el polen la responsable de esa sensación de vacío en la cabeza?
Se apoyó en un tronco vecino y respiro hondo, buscando inconscientemente aire mas fresco al dirigir su rostro hacia arriba.
Entonces se percató de algo muy raro ocurría a su alrededor.
Las rocas talladas emitían una luminiscencia sobrenatural y todo el contorno de los dos personajes segregaban un brillo plateado que los volvía incandescentes a simple vista.
Me intoxiqué con algo”, pensó Greg adelantando sus pasos hacia los grabados.
—Indy —dijo zarandeándolo suavemente,— despierta.
El arqueólogo abrió los ojos y tosió. Tenía la lengua tapizada de polen.
—¿Qué demonios...? -exclamó escupiendo.
—¡Oh, Dios! ¿Qué mierda es eso?
La palabrota de Greg terminó de despabilarlo. Dirigió la vista hacia las rocas y se quedó mudo.
Las líneas geométricas de los tokapus centelleaban en medio de la noche, en tanto que la cabeza, hombros y extremidades del hombre y la mujer resplandecían como si fueran de neón.
De la base de los pies, una serpentina lumínica salía disparada hacia el piso proyectando una línea incandescente que se alejaba de las piedras, pasaba por debajo del fogón y se perdían en dirección de la selva.
—¿Ves que lo que yo estoy viendo? —inquirió Deyermian, palpitante.
—Un hilo de plata... —pudo articular con dificultad y también él se sintió mareado. Greg se percató de ello.
—Creo que estamos drogados con algo —dijo.—Es ese polen que cae de lo alto.
Indy se extrajo de la boca unas partículas y las analizó entre sus dedos.
—Seguramente tiene alguna sustancia psicoactiva.
—Pero... ¿estamos alucinando lo mismo? ¡Imposible! —diagnosticó el inglés.
Indiana se paró y caminó hacia el misterioso reguero de luz.
—No me parece casual que estas piedras talladas hayan sido colocadas en este preciso lugar. Todo tiene que ver con todo....
Se arrodilló y empezó, sin decir nada, a cavar sobre el hilo plateado, con las manos desnudas.
—Ayúdame —solicitó.—Si mi intuición no exagera, creo que... —Una de las uñas chocó contra algo duro.—¡Excava conmigo! ¡Hay algo en este lugar!
No se equivocaba.
En poco menos de quince minutos, los restos de una antigua calzada de piedra emergió a la superficie.
—¡Bingo! —suspiró Jones.—¡Lo que buscábamos!
—¡No puedo creerlo! ¡Ahí está! —exclamó Greg. —¡Y señalizado el camino!
—Debe ser la luz de la luna... —hipotetizó Indy. —La luna y el polen.
—Esto me está asustando más de lo normal, amigo mío.
—A mi también —respondió sonriendo. —¡Prepara todo! ¡Vamos a seguir el trazo de luz!
Y sin dar tiempo a nada, se puso la cazadora de cuero, ajustó el látigo a la cintura y se calzó el fedora de fieltro en la cabeza.
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Se abrieron paso por la selva sin dejar de seguir, ni por un segundo, el “hilo de plata”. Zigzagueante por momentos, la línea de luz avanzaba rodeando centenarios roquedales, sólo desapareciendo debajo de algún árbol que antes no estaba, para continuar su trazo del otro lado.
Llevaban dirección Este y el tiempo pareció detenerse debido a la inyección de adrenalina que corría por las venas de ambos exploradores.
A machetazo limpio abrieron senderos por espacio de una hora.
Ocasionalmente, del piso de tierra emergía la calzada pétrea, como una serpiente marina que subía y bajaba; mostrándose y ocultándose, seduciendo a sus seguidores.
Indy y Greg se habían olvidado del cansancio. Caminaban con paso seguro. Anhelantes. Ansiosos. Hasta que el surco de luz dio con un despeñadero profundísimo.
—¿Y ahora?
La pregunta del inglés no lo inmutó a Indiana Jones.
Tenían ante ellos un barranco de más de treinta metros de hondo y unos cinco de ancho. Era claro que ahí, antiguamente, se levantaba un puente colgante que ya no estaba. Pero la selva iba a ponerse del lado de ambos.
Sendos árboles desplegaban sus ramas por sobre el precipicio y uno en especial tenía un tronco grueso y seguro, del otro lado del vacío.
Indy extrajo el látigo.
—¿Qué vas a hacer?... ¿Domar leones?
—Tranquilízate —pronunció Jones. —Sé exactamente lo que hago.—Y lazó un chicotazo con toda la potencia que pudo imprimirle a su brazo derecho.
El cuerpo flexible de la fusta salió despedido hacia la rama seleccionada y se enrolló casi con furia, dejando oír su característico chasquido.
—¡¿Vas a saltar por encima de este abismo?!
—¿Quieres intentarlo tú?
—¡Estás loco! ¡Vas a matarte!
—Si queremos saber en dónde termina este hilo de luz, tengo que cruzar. No hay otra opción.—y sin más se lanzó, aferrándose con fuerza del mango.
—¡Dios! ¡Eres un demente! —exclamó Deyermian viendo como el cuerpo de Indy recorría pendularmente los metros que lo separaban de la otra orilla del barranco.
—¡Greg, espérame allí!¡No te muevas! ¡Regresaré en un rato!
Deyermian consintió levantando su pulgar.
En el nuevo terraplén el hilo de luz ya no estaba. ¿Se estarían acabando los efectos del polen o habían perdido el rumbo en algún momento? La ultima opción era imposible: Greg estaba parado justo encima del “hilo”, al borde de la depresión. El rastro se acababa debajo de sus pies. En teoría debería continuar del otro lado; pero, ¿qué estaba pasando?
Avanzó. Caminó por espacio de cinco minutos, apartando lianas y ramas, hasta toparse con una muralla natural de rocas y selva que subían y subían, delineando un cerro puntiagudo.
El sendero moría justo en ese sitio. No había otro camino. La única opción era regresar sobre sus pasos.
—¿Qué hay de aquel lado, Indy? —inquirió Greg con voz muy alta, al observarlo parado en el borde de la hondonada.
—Nada. Sólo un muro, una montaña. Por aquí no hay salida.
Deyermian bajó la vista. Aún observaba el hilo de plata entre sus botas.
—¿Qué vas a hacer ahora?—inquirió.— ¿Seguir balanceándote como un mono, de un lado a otro?
Indy no le respondió, estaba asomado al precipicio tratando de atisbar el fondo, pero la oscuridad era absoluta más allá de los diez metros.
Debería esperar la luz del día, que ya empezaba débilmente a anunciarse en el horizonte.


13
EL DESCENSO A LOS INFIERNOS
Ambos conocían la técnica de trenzar fibras vegetales hasta formar una cuerda. Indy la había aprendido en una isla del Pacífico, cuando aún era un estudiante universitario, en tanto que Deyermian la manejaba tras un viaje a México, hacía sólo tres años. El único problema era que no tenían incorporado el oficio y las horas transcurrían lentamente, acicateadas por la ansiedad creciente de bajar por el precipicio y explorar la sima de la hondonada. Lo único que reclamaban era velocidad, pero no era factible adquirirla en tan poco tiempo. Paso a paso, lánguidamente, tendrían lista “la soga” para las últimas horas de la tarde. Ya se habían hecho la idea de posponer el descenso para el día siguiente.
Como de costumbre, a media mañana lloviznó un rato y poco después un calor húmedo y abrasador impregnó el ambiente. No charlaban mucho, tenían que poner toda la atención en cada lazada que daban. De esa cuerda iba a depender la vida de ambos.
A las dos de la tarde, almorzaron nuevamente papas y porotos. Se relajaron un tiempo y prosiguieron con la tediosa tarea unas horas más; hasta que las articulaciones y las ampollas de los dedos parecían decirles “basta”. Cuando el crepúsculo empezó a teñir el firmamento de color rojo, ya tenían treinta y dos metros de soga prestos para ser usados.
Ataron una extremidad de un tronco resistente y lanzaron el resto al vacío.
—¡Listo! —sentenció Indy satisfecho.—Mañana temprano bajaré a ver que hay en el fondo.
—Esta vez iré contigo.
Cuando cayó la noche y prendieron otra vez el fogón estaban extenuados.
—Me pregunto en qué momento empezará a llover polen desde el cielo... —dijo Greg recostado sobre una piedra aislada, mirando hacia la copa del árbol.
Indy sonrió para sus adentros. Tan cansado estaba que no pudo siquiera gesticular. Cinco minutos después se durmió.
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No supo por qué, pero pensó en un tapir cuando sintió que le sacudían la pierna derecha.
Pesadamente abrió los ojos y en seguida detectó que algo andaba mal. Demasiadas sombras eran las que proyectaban por la claridad la fogata.
—Buenas noches, herr doktor. ¿Lo despierto?...—El acento alemán era inconfundible. Y el rostro de Erich Hense también.
Indy reaccionó impulsivamente, tratando de pararse. El caño de la Lüger lo detuvo en seco, apoyándose en su frente.
—Tranquilícese, Jones —murmuró el germano exhibiendo su blanca sonrisa.—No estoy de ánimos para matar en este momento.
Indy dio un vistazo al campamento.
Gregory Deyermian estaba inmovilizado a un costado, con dos esbirros armados a cada lado. Un poco más allá, Nautilius Goodman los observaba en silencio secundado, también, por un hombre con metralleta. Algo había cambiado en esa sociedad. Podía percibirse a simple vista. El director del pasquín cusqueño ya no ocupaba la primera escena. Se había convertido en un personaje secundario. El resto de los sujetos, dos porteadores y tres varones rubios como el trigo, revisaban la zona junto a Robustiano Patrón Costas.
—Admiro su perseverancia, herr doktor —dijo el alemán, permitiéndole a Indy que se sentara.—También sus múltiples recursos. Es un rival digno. Lamento que esté del lado equivocado.
—Es sorprendente cómo cambian las perspectivas de una persona a otra —retrucó Indy acomodándose el sombrero.—Yo opino exactamente todo lo contrario. Y por supuesto, no lo admiro en nada.
—¡Jones, Jones! —exclamó sonriente.—¡No se vuelva a equivocar de bando otra vez!
—No hay otro bando, Hense. Y menos que menos el que usted perteneció.
—Mi querido amigo, le repito lo mismo que a Goodman: no nos entierren antes de tiempo. Todavía estamos en carrera. Y voy a demostrárselo.
—¿Me va a entonar un “heil Hitler”?
La ironía incomodó al alemán.
—No sea estúpido, doctor. No despierte al patriota que hay en mí y termine pegándole un balazo en la cabeza.
—¡Hense! —llamó Robustiano.—¡Venga a ver esto! ¡Aquí hay unos grabados en las rocas!
El hombre de Odessa apenas giró la cara. No le quitaba la mirada al arqueólogo.
—Creo que usted tiene algo que me pertenece, Jones: el mapa. Démelo.
Indy lo sacó de su bolso y se lo extendió sin decir palabra. Hense se lo arrancó de la mano al tiempo y extrajo el dedo de oro del bolsillo de su camisa.
—Una vez más, vuelvo a tener el rompecabezas completo —dijo. —Espero que ahora pueda encaminar mi investigación correctamente, sin la necesidad de tener que acudir a la mediocridad de ciertos supuesto expertos —y miró a un Goodman sucio y cansado.—¿Tiene usted algún dato para aportar, doctor Jones?
—¡Si! —replicó sorpresivamente.
El alemán quedó confundido. No se esperaba esa respuesta. Por una décimas de segundos titubeó.
No fue necesario más que eso.
La mano derecha del arqueólogo se proyectó hacia el dedo áureo y lo arrebató con fuerza. Antes de que Hense apretara el gatillo, le desvió la mano con un golpe. Se oyó un estampido y uno de los guardias de Odessa cayó fulminado al piso. Indy se impulsó con las piernas y cuando menos lo pensó estaba corriendo en dirección al barranco, bajo una verdadera lluvia de balas de ametralladoras.
Restablecido el equilibrio, Hense ordenó a los gritos que lo siguieran.
Goodman esbozó una cansada sonrisa de desquite.
Greg no creía lo que veía.
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Las manos llagadas le ardieron al agarrar la soga y soportar todo el peso de su cuerpo. A eso se le sumo la sensación de calor y dolor cuando hizo un veloz rapel con dirección a la base de la cañada.
A los tumbos y rebotando contra la pared como si fuera un inexperto montañista, Indy cayó de bruces sobre el colchón de hojas que había en el fondo. Le dolieron cada uno de sus músculos.
—¡Joder! —ladró, soportando el malestar; sin tiempo a recuperarse.
Se puso de pie y cojeó, alejándose de la cuerda. No había caminado más de seis pasos cuando desde lo alto empezaron a llover balas sobre el espacio en el que había aterrizado.
Estaba en un desfiladero angosto, oscuro y repleto de piedras, ramas y musgos. El olor a humedad era insoportable y cuando sus ojos se le acostumbraron un poco a la luz de la luna, se percató de que caminaba sobre un mar de insectos infectos.
Crujían bajo sus zapatos. Reventaban, segregando un líquido verdoso con un profundo olor a podrido; nauseabundo por el lado que se olfateara. Pero Indy estaba acostumbrado.
Las cosas podían ser peor.
Al menos no eran víboras.
A medida que los minutos de la madruga avanzaban, la claridad fue haciendo mejor y más viable el andar por el sendero. Trotó, caminó, volvió a trotar. El único secreto era alejarse lo más posible de Hense y su gente. Tenía el dedo de oro y no pensaba volver a perderlo.
La imagen de Greg le insufló un sentimiento de culpa, que combatió razonando. Huir había sido la mejor decisión. Prisionero no tendría oportunidad de salvar a nadie. En libertad, el abanico se abría al futuro.
Repentinamente, una verdadera pared de ramas le impidió el paso. Parecía un callejón sin salida.
Volvió a blasfemar. Las cosas no podían complicarse más. ¿Por qué nunca las situaciones se simplificaban cuando más lo necesitaba?
Se quedó parado ante la maraña vegetal sin saber qué hacer.
Tenía que pensar rápido. Si no continuaba el escape lo iban a alcanzar.
Buscó un espacio por donde seguir.
Imposible...
Los insectos le trepaban por las piernas. Algunos ya le alcanzaban la cintura.
Se los sacudió de encima como pudo. En eso estaba cuando advirtió que, a su derecha, casi al ras del piso, se abría la boca de un conducto, tapizado con piedras perfectamente pulidas. Era un túnel de metro y medio de ancho y se internaba por la pared rocosa, como la madriguera de un topo.
No meditó un segundo y se introdujo por él.
Agazapado, “en cuatro patas”, se arrastró en la más absoluta oscuridad, sintiendo el espacio entre los dedos repletos de bichos en permanente movimiento.
Asqueroso... No cabía otro calificativo.
Soportó esa tortura por espacio de veinte minutos, en los cuales no dejó de arrastrase hacia delante. Le faltaba el aire.
Entonces, en el momento menos pensado, una brisa fresca le impactó su rostro transpirado.
La galería se abría al exterior. Cuando salió de ella, una nueva sección de la jungla se hizo presente tan impetuosa como de costumbre.
Pero no había sólo árboles y lianas. A su izquierda percibió un movimiento.
Eran seres humanos.
Altos.
Muy altos.
Lo miraban con sorpresa y resquemor.
Eran Pacoris.
Paco Pacoris.


14
PACORIS
Tenían narices aguileñas, pómulos salientes, elevados, y barbillas lampiñas, limpias de todo rasgo de barba. El cabello era lacio, oscuro. Lo ataban con cuerdas retorcidas y multicolores. Sus vestiduras, semejantes a largas camisolas tejidas, dejaban ver algunos signos geométricos a la altura del pecho, muy parecidos a los tokapus. Portaban arcos y flechas confeccionados con fibras vegetales y troncos de maderas duras. Eran armas capaces de atravesar a un hombre como si éste fuera un queso ablandado por el sol. Las puntas de flecha, estaban empapadas en curare, un mortifico aditamento que, en tiempos de paz, solían usarlos para envenenar monos. Algunos, acarreaban porras o rompecabezas estrelladas hechas en piedra y sujetas a un mango de madera. Todos calzaban sandalias.
Pero lo que más llamaba la atención era la estatura que tenían.
Con un promedio de dos metros de alto, semejaban jugadores de básquet-ball; e Indy, junto a ellos, un pigmeo indefenso y sorprendido.
Los renombrados gigantes de la selva existían. Los Paco Pacoris salían del ámbito de la leyenda para convertirse en una peligrosa realidad. Los celosos protectores de las ruinas de la selva cobraban forma en esos cuerpos fibrosos y descomunales. Y si ellos existían, el Paititi se tronaba algo cada vez más verosímil.
¡Cuántas almas se redimirían al ser encontradas sus ruinas! ¡Cuántas burlas serían vengadas por lo concreto de unas rocas pulidas y ensambladas en pleno corazón del Amazonas! La oficialidad académica tendría que callar sus críticas a los desacreditados defensores de su existencia; y muchos, seguramente, cambiarían de bando diciéndose consuetudinarios “creyentes” de la ciudad perdida. Era lo común. En un ámbito competitivo y mezquino como el de los claustros universitarios, tan llenos de mediocres con pomposos títulos que raramente movían el trasero de sus poltronas para explorar las húmedas selvas del mundo, era habitual encaramarse en los éxitos ajenos, en los sacrificios de otros, para, no sólo sentenciar como propias teorías que antes rechazaban (o no consideraban), sino también para criticarlas. Indy detestaba esas prácticas. Odiaba la envidia que destilaban esos ojos colegas. Por eso, desde hacía años, había decidido no tenerlos en cuenta; abrirse de esa mentalidad provinciana y chata y, como solían decir los alumnos más jóvenes, “hacer la propia”.
Uno de los Pacoris, el único desarmado, dio unos pasos hacia el arqueólogo y se le quedó mirándolo fijamente. Indy permaneció en silencio sin bajar los ojos. De hacerlo mostraría un claro signo de debilidad, de temor, y eso podría costarle la vida.
El sombrero fedora era la fuente de la curiosidad del indio. Jones se lo ajustó y adoptó una postura erguida. Inmóvil en su sitio, esperó que los demás tomaran la iniciativa.
El Pacori giró la cabeza a la derecha y dijo algo con voz muy baja. Uno de los suyos respondió.
Indiana no entendió todo lo que decían, pero sin dudas dos o tres de las palabras pronunciadas eran quechuas, runa-simi[9]: la lengua oficial del Tahuantinsuyu[10]. Entonces decidió intervenir y saludó:
Allinllachu huauccellay [“Hermano, ¿cómo estás?”].
El Paco Pacori se quedó estupefacto. Miró a sus compañeros con evidente sorpresa y regresó la vista a Jones.
Ñoccam canin Indiana [“Yo soy Indiana”]—replicó el arqueólogo tocándose el pecho.—¿Iman sutki? [“¿Cómo te llamas?”].
El gigantón se le acercó más y respondió con voz clara:
Ñoccam canin Apocurimache [Yo soy Apocurimache].—La frase sonó como si los dientes crujieran dentro de la boca. —Maymantan amunqui [“¿De dónde eres?”]. Caypi imatam munauqui [“¿Qué quieres aquí?”]—inquirió
Atun llacctamantam cani [“Soy de una ciudad grande”]. Cuyacuy mañacc yanapay [“Quiero pedir ayuda”]—respondió, pensando cada una de las palabras que pronunciaba. De los veintisiete idiomas que hablaba con fluidez, el quechua no era, precisamente, el que mejor manejaba.
Pipas maypas [“¿De quién huyes?”].
Ccani huañuchic [“De hombres malos”].
El aborigen frunció el entrecejo.
Carucho huasiqui [“¿Estás lejos de tu casa?”]—repreguntó el indio.
Indy asintió con la cabeza y esbozó una cándida sonrisa.
En el rostro elefantiásico del Pacori se dibujó un rictus indescifrable y levantó bruscamente su mano derecha. Inmediatamente el resto de los guerreros, que sumaban algo más de una decena, se corrieron a un lado, formando un pasillo humano y el líder invitó con un gesto a que Indiana lo empezara a transitar.
No perdió tiempo y encaminó sus zapatos por la calle recién abierta, no sin antes de percatarse de algo: tres de los nativos sellaban la salida del túnel con grandes piedras y barro.
Su única vía conocida de escape acababa de desaparecer.
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Viajaron por espacio de cuarenta minutos con dirección norte por un sendero irregular, desmalezado hacía muy poco tiempo, en el que podían verse juncos y lianas entrelazarse a los árboles que, aunque de troncos finos, ganaban altura hacia el dosel de la jungla.
Los primeros rayos potentes del sol iluminaron la enmarañada selva. Ya era oficialmente de día y los sonidos nocturnos se apagaban lentamente, convirtiendo a toda esa desconocida región en un mar de calma y silencio.
En determinado momento de la marcha, la pesada mano de Apocurimache se posó con suavidad en el hombro de Jones. Se detuvieron y el chuncho tomó la delantera.
Al mirar hacia atrás Indy vio a los demás guerreros caminar en absoluto mutismo, con las armas en las manos. Parecían imitar a la propia naturaleza. Ni sus pasos podían escucharse.
Tras franquear un puente de troncos, muy rudimentario, montado encima de un arroyo lleno de rocas y moho, se abrió un claro y la aldea de los Paco Pacoris se perfiló por delante de una manto verde de ramas.
Eran chozas rudimentarias confeccionadas con palos y grandes hojas de palmeras en los techos. Servían de viviendas comunitarias y cada una de ellas debía conceder espacio a más de diez hombres. No eran muchas. Sólo tres. Aún así, el emplazamiento parecía un aldea; lo que evidentemente no era.
A poco de avanzar, Indy se percató de dos cosas. Primero, no había mujeres ni niños andando por el lugar. Tampoco había fogones, ni la típica suciedad que se origina con la vida diaria. Lo más lógico era que el lugar fuera un campamento base temporario.
A medida que se adentraron en él otros indios fueron apareciendo y al cabo de cinco minutos unos treinta individuos examinaban al arqueólogo de arriba a bajo, como si fuera un espécimen extraño. Lo que, innegablemente, era para ellos.
Indy agudizó sus oídos.
No cabían dudas: hablaban quechua, pero entreveraban la lengua incaica en un mar de términos que parecían proceder del machiguenga, un antiguo dialecto selvático propio de la tribu del mismo nombre. Una comunidad que sí tenía contactos regulares con la “civilización”. Pero los Paco Pacoris no establecían relaciones con el hombre blanco. ¿Cómo habían incorporado el quechua, un lenguaje propio del Cusco?
Se sabía que las comunidades aborígenes que habitaban “bien adentro” en el bosque tenían muy malas relaciones con aquellas que sostenían esporádicos contactos con la moderna vida urbana. Incluso se contaba que en el pasado reciente se habían registrado pequeñas guerras entre machiguengas y Pacoris, con un saldo desconocido de muertos. ¿De esos contactos vendría el quechua que hablaban? Era muy poco probable. Los Paco Pacoris, como vencedores en esas contiendas, rara vez adquirían de sus enemigos vencidos algo tan propio e identificatorio como el idioma. Por lo general ocurría todo lo contrario: tendían a diluir los aportes culturales de los pueblos vencidos en los suyos propios. Era una de las pocas tribus amazónicas que se alejaban del Occidente, implantado hacía quinientos años.
Con los Pacoris se daba un fenómeno cultural extraño: ellos eran los que invertían el “proceso de civilización”, desechando lo alóctono y manteniendo intacta su herencia cultural. Pero, ¿cuál era esa herencia tan orgullosamente protegida de toda contaminación? Nadie lo sabía. Sólo se esgrimían hipótesis sin confirmar. Únicamente los rumores hablaban de ellas.
Indy estaba a las puertas de un descubrimiento antropológico de primer nivel: el de la existencia de una tribu perdida.
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Apocurimache era el líder del primer grupo explorador, pero no el curaca máximo (jefe) de la partida de guerreros Pacoris que aguardaban en el campamento base. Ñaupapukuy encarnaba ese rol. Y ello se hizo evidente cuando hizo acto de presencia, custodiado por dos enormes combatientes, a cada uno de sus lados.
Vestía un uncu o camisola larga hasta las rodillas, de vivos colores rojo y verde, completamente bordada con tokapus geométricos de un fuerte dorado; idéntico a la lanza que portaba en su mano derecha y que, a primera vista, se notaba estaba hecha de oro puro.
Ñaupapukuy era un hombre viejo, aunque se lo veía con la fortaleza de uno joven. Su dentadura era perfecta, blanca, regular. La mirada, como la de un águila al acecho, transmitía una fuerte personalidad, embebida de dignidad y noble porte; y la tenía clavada en los ojos de Apocurimache.
Se le arrimó lentamente y con voz casi inaudible se despachó con una larga sentencia que Indy no alcanzó a comprender. Era un idioma distinto al runa-simi. Cuando el viejo terminó, el joven guerrero bajó la vista y respondió con un monosílabo. Después giró sobre su eje y marchó en dirección de una de las chozas. Recién entonces, el noble anciano enfrentó a Indy directamente.
Se comunicaron en quechua.
—No eres bienvenido a estas tierras, “Cara Roja”. Tu presencia nos incomoda e inquieta, igual que la de tus seguidores —dijo sin mover un solo músculo de la cara. —Hacía mucho tiempo que no tenía contacto con uno de los tuyos y, debo decir, que mi corazón no se alegra por ello. ¡No queremos intrusos! ¡No queremos nada que venga del “otro lado”! Por eso te pregunto, extraño, y piensa bien tu respuesta: ¿qué buscas entre nosotros?
Indy permaneció en silencio. Era una cuestión difícil de responder. En realidad, no se había puesto a pensar seriamente en le asunto. No se había dado tiempo para ello. Los vertiginosos sucesos que lo envolvieran desde su llegada al Perú eran tantos y complejos que la reflexión había quedado relegada y los aspectos éticos de la aventura pendientes.
¿Qué era lo que como arqueólogo buscaba cada vez que invadía el espacio sagrado de otros? ¿Qué fin último perseguían sus investigaciones? ¿Conocimiento? ¿Fama personal? ¿Prestigio?... ¿Era en el fondo un egoísta sediento de reconocimiento profesional, o había algo más detrás de una vida dedicada a la búsqueda? ¿Acaso no podía todo resumirse en un mero impulso de evasión del presente, o era sólo la constante necesidad de adrenalina que su existencia requería? ¿Se resumía aquello a una elemental necesidad física?
Indy sabía que en el pasado estaban las respuestas del presente, pero una cosa era indagar la historia del Paititi estando seguro de tratar con un interesante montón de piedras abandonadas —un desnudo yacimiento arqueológico— y otra muy distinta toparse con sus aparentes protectores.
Intervenir en la vida de una comunidad aislada, hasta entonces soberana en todo sentido, no estaba en sus planes.
Sabía que su sola presencia podía producir un desastre entre los Pacoris. Con una cepa de gripe toda la tribu podía desaparecer de la faz de la tierra. Sin defensas ante las enfermedades occidentales, esos aborígenes corrían serios riesgos.
Afortunadamente para ellos, Indy gozaba de buena salud en esos momentos.
¿Qué buscaba en esas selvas sudamericanas?
La pregunta le siguió rondando la cabeza, pero antes de que pudiera esgrimir alguna explicación convincente, dos Pacoris lo tomaron por la espalda y se pusieron a revisarlo, palpándole todo el cuerpo.
No iban a encontrar armas. Eric Hense ya se las había quitado.
Entonces observó que Ñaupapukuy se sobresaltaba y retrocedía un paso frunciendo el ceño.
Los soldados habían encontrado algo en un bolsillo interno y lo exhibían a su curaca: el dedo de oro.
El viejo se adelantó con desconfianza y lo agarró entre sus manos. Lo inspeccionó detenidamente. Miró a Jones. Volvió a mirar a su gente, congregada a su alrededor y, bruscamente, levantó el dedo por encima de su cabeza.
Más de una treintena de guerreros bajaron la mirada en señal de temeroso respeto.
—¡Vienes a restituir algo que resulta sagrado para nuestro pueblo, “Cara Roja”! Y por el sólo hecho de contribuir a la felicidad de mi gente, nuestros ancestros me obligan a ser amable contigo y mostrarte algo —dijo el anciano. Y con un gesto ordenó algo a uno de sus custodios.
Éste frunció los labios y emitió un largo silbido, idéntico al de los papagayos; prácticamente una copia exacta de la onomatopeya animal.
En poco menos de cinco minutos todos los guerreros Pacoris, incluido Apocurimache, se formaron; en tanto que un grupo pequeño de indios destruía las chozas, convirtiéndolas en ramas irreconocibles. Sólo después de esa operación se pusieron en marchas hacia el interior de la jungla.
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Esta vez el viaje fue más largo y cansador: les demandó casi todo el día.
Anduvieron por senderos irreconocibles, apenas detectables a simple vista. Eran meras huellas, semitapadas por la exuberante vegetación; identificables sólo por la experiencia del indígena “navegante” que llevaba la delantera.
A medida que la jornada transcurría, el calor fue en aumento e Indy sospechó que llevaban rumbo norte.
El cielo, apenas visible entre las copas de los árboles, se volvió más y más plomizo hasta perder por completo el color celeste que, esporádicamente, se colaba por entre el dosel selvático.
Pasado el mediodía, el ambiente se tronó frío y húmedo. El aire se enrareció y la respiración de Indy se volvió dificultosa. No cabían dudas de que estaban ganando altura. Rocas de regular tamaño surgieron en el piso y la vegetación se hizo levemente más rala. Cuando menos lo imaginó, ascendían por lo que parecía ser la ladera de un cerro, aún exuberante en plantas.
Pocas horas después, una niebla espesa bajó desde lo alto, borrando toda perspectiva en la marcha y sumergiendo a los caminantes en un escenario de fantasmagóricas sombras irreconocibles.
Apenas podía verse a metros de distancia; y aún así la marcha continuó, venciendo umbrales de fatigas que Indy nunca había creído poder superar a sus casi sesenta años de edad.
Hacia el crepúsculo, cuando la oscuridad empezó a reclamar su lugar, los Pacoris prendieron unas improvisadas antorchas y levantaron campamento junto a un arroyo de montaña que, en plano no muy inclinado, bajaba desde la cima del cerro.
Indy cayó al suelo extenuado y, cuando menos lo pensó, se quedo profundamente dormido.


15
“ALLILLLACHU INDIANA”
Pájaros...
Decenas, centenares de pájaros de colores pintados sobre la pared rocosa de la montaña.
Pájaros rojos, azules y verdes, amarillos y turquesas; todos grabados y coloreados regularmente dentro de largas barras horizontales de piedra, patinadas de líquenes y hongos, ramas y enredaderas, aquí y allá.
Estilizada, minimizada a sus rasgos esenciales, la bandada de aves líticas se reconocía por sus alas desplegadas, colas y picos puntiagudos. La mayoría semejaban las siluetas de colibríes. Otros de guacamayos y golondrinas. Sólo unos pocos remitían al cóndor que, por su señorial porte y envergadura de las alas, sobresalía en la composición por encima de todos los demás.
Al abrir sus ojos y tragar, Indy experimentó una leve carraspera en la garganta. Un sabor amargo en la boca le recorrió la faringe y un leve malestar estomacal hizo que se tomara el abdomen y lo apretara. Sintió los párpados pesados y una puntada en la nuca. De inmediato reconoció que estaba saliendo de un estado inducido por drogas.
¿Cuándo se las habían suministrado? ¿Mientras dormía, tras la larga marcha? Seguramente. No recordaba haber comido nada antes de acostarse. Era evidente que se habían aprovechado de su cansancio y eso lo sulfuró. Se sintió indefenso, engañado. Pero, ¿qué hubiera hecho él en el lugar de los Pacoris? De haber sido el protector de algo que corría riesgos de ser descubierto, ¿cómo habría actuado?
La había sacado barata. Tranquilamente podría haber despertado en el mundo de los muertos con la garganta costada o el cráneo hecho trizas por alguna de las porras con puntas de piedra que los indios portaban.
Le tomó unos minutos recuperarse del todo y para cuando se reincorporó, sin malestar en las sienes, advirtió que los rayos débiles del sol caían directamente sobre la copa de su sombrero de fieltro.
Mediodía.
No sólo lo habían narcotizado, sino también transportado a otro lado de ese infierno verde que era la selva. Un infierno que, a decir verdad, le resultaba demasiado húmedo, dada la niebla que cubría parte de los alrededores.
Sin quitar los ojos de los petroglifos que tenía ante él, se terminó de parar.
Silencio...
Un silencio mortal...
Ni siquiera el sonido de la brisa del aire filtrándose por las ramas llegaba a sus oídos.
Entonces volteó bruscamente y se quedó sorprendido al observar a los treinta y tantos Paco Pacoris sentados detrás suyo, enfrentando la pared de la aves.
Ñaupapukuy se levantó de entre ellos. Avanzó hacia él exhibiendo ostensiblemente el dedo de oro.
Pasó junto a Indy y se detuvo ante los petroglifos.
—¡Oh, cuturuscca quellqay taytacca, chanka yachay kichay yuyana! [¡Oh, descoloridos dibujos de los ancestros, fuente de saber, abran mi memoria!]—exclamó en voz alta.
Las profundas arrugas de su rostro parecieron volverse más marcadas, entonces empezó a cantar una letanía indescifrable, sin dejar nunca de mostrarles el dedo áureo a todos.
Cuando terminó, al cabo de un minuto, lo miró a Indy y, retomando de nuevo el quechua, dijo:
—Esta es la historia que cuentan nuestros antepasados, “Cara Roja”. Óyelo con respeto porque nunca más llegará a tus oídos —y dándole la espalda al arqueólogo clavó sus pupilas en las hileras de pájaros multicolores grabados en la roca.
El corazón de Indy dio un respingo.
¡Había tenido razón! Los dibujos contaban un relato, como en su experiencia australiana de hacía años. El anciano Pacori podía leer en esos grabados y la púa mística que lo habilitaba a ello era el dedo de oro.
Finalmente había encontrado la llave que le abría una puerta cultural al Paititi. Los centenarios cerrojos, que tantos habían buscado por siglos, empezaban a abrirse por los influjos de la voz ronca de Ñaupapukuy, el curaca.
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Cuando el viejo terminó su discurso y cada uno de los pájaros del petroglifo fue correctamente interpretado, Indy comprendió que iniciaría un camino de varios días por la selva, rumbo al corazón de la meseta, en cuyas estribaciones tenía apoyados sus zapatos. Iba a ser protagonista de una Odisea selvática; de un viaje que contenía todos los ingredientes de una peregrinación sagrada hacía un lugar solemnemente respetado.
Según el relato que acababa de escuchar, tenía por delante una jornada y media con dirección a un lago “cuadrado”, centro de antiguas ceremonias, para desde allí iniciar el ascenso a la meseta de Pantiacolla, siguiendo un olvidado ramal del antiguo camino de los incas. Una vez en la cima, sobrevendría un descenso de otro día de duración y desde allí, ingresando por lo que Ñaupapukuy llamó “La Garganta del Jaguar”, alcanzarían el emplazamiento de la ciudad sagrada.
Parecía sencillo a simple vista, pero algo le decía que se equivocaba. El Paititi se había mantenido escondido por siglos y esa era una clara señal de que su ubicación resultaría sumamente complicado de encontrar. Imposible, sin las coordenadas que el curaca acababa de apuntar en voz alta.
No cabían dudas de que el trajinar que se le venía encima estaría encuadrado por actos rituales. No iba a ser una caminata profana, la cosmovisión de los Pacoris así lo exigía; y poco tiempo transcurrió para que sus sospechas se volvieran realidad ante sus experimentados ojos.
Hecho a un lado como “elemento extraño”, ajeno al mundo cultural en el que había caído, Indy Jones fue testigo de los preparativos previos a la partida. El despliegue de gestos que observó lo dejó maravillado. Nadie que él conociera —vivo o muerto— había sido partícipe de una ceremonia colectiva tan simple y llena de sentido religioso, al mismo tiempo. Los Pacoris se preparaban para la marcha y para ello movilizaron todo un arsenal simbólico muy rico en analogías.
En determinado momento, los guerreros se desnudaron el pecho y, parados frente a los petroglifos, se mojaron y frotaron el cuerpo con agua helada; recogida en vasijas de cerámica de un arroyo de montaña cercano.
Se estaban purificando. El líquido elemento borraba las impurezas a modo de bautismo, regenerando la cualidad de “hombres selectos” que los Pacoris estaban convencidos de tener. Volvían así a incorporarse a la sociedad de los “nacidos dos veces”, cualidad más que necesaria para poder pisar tierra sacra. Por otro lado, el hecho de limpiar sus “pecados” ante los grabados hechos en la roca denotaba que las aves, amén de ser parte de un pentagrama místico en donde leer la ruta hacia la ciudad perdida, eran símbolos poderosos que los elevaban hacia un universo de difícil lectura y comprensión. Los pájaros eran, en general, un remedo del alma; una manera metafórica de representar a los espíritus del aire, liberados del cuerpo. En síntesis, una manifestación de la divinidad que los encumbraba a regiones superiores y, por consiguiente, a la aspiración de cierta trascendencia.
Indy conocía que los pájaros actuaban, dentro de cierta mitología, como mensajeros de los dioses o seres sobrenaturales y acompañaban al héroe en sus aventuras y búsquedas. Las aves confiaban secretos. Anunciaban sobre hechos extraños. Advertían.
Todo parecía ser cierto.
Terminado el baño ritual, Ñaupapukuy, aún húmedo, se le acercó.
—La posesión del dedo —dijo— te autoriza, “Cara Roja”, a venir con nosotros. Pero, al mismo tiempo, a juramentar no revelar ¡jamás! la ruta que escuchaste vamos a seguir. Tunupa-Viracocha ha sido generoso contigo. Espero sepas reconocer el gran privilegio que te ha dado. Para ello, Allinllachu Indiana[11]era la primera vez que lo llamaba así,—deberás tú mismo sacrificarte y “ser otro”. Sólo de ese modo evitarás la muerte física y podrás disfrutar de nuestras propias huellas, siguiéndonos hasta la sagrada llacta donde habita el Sapa Inca, Único Señor.
Indy asintió sin emitir palabra.
—Bebe voluntariamente esto —ordenó el anciano entregándole un pequeño cuenco de madera con cierto líquido verdoso dentro. —Cuando lo hayas tomado sin titubear, sabré que la promesa es sincera.
El arqueólogo agarró el cuenco sin vacilación, tal como lo requería el viejo, y se tragó su contenido de un sorbo.
—Has obrado correctamente —llegó a escuchar, antes de verse sumido en un mareo intenso, sintiendo como su mente se sumergía en un laberinto de colores y objetos inmateriales de colores incandescentes; en un remolino de formas indecibles, provenientes de una conciencia alterada artificialmente por el extraño brebaje.
Al cabo de diez minutos la selva empezó a fulgurar como si un fuego interno animara cada una de las partes que la componían.
Una selva de neón.


16
NITROGLICERINA
No era usual llevar dinamita a la selva. Un solo traspié y el portador podría volar por los aires despedazado. Pero como no era Erich Hense quien la transportaba, ni aquella una expedición común, ahí estaban los tres cartuchos de nitroglicerina que, secretamente en una mochila, había hecho transportar desde Cusco.
Hense evitó dar explicaciones a sus allegados. No tenía porqué darlas. Era el jefe del grupo y el subalterno que había oficiado de “polvorín” a lo largo del trayecto tampoco protestó al respecto. No estaba entrenado para discutir órdenes. Sabía que la obediencia ciega era la clave para el resurgimiento del régimen que pretendía encarnar; y, a pesar de sentirse internamente molesto por el riesgo corrido, el soldado de Odessa mantuvo el mutismo.
Tardaron un par de horas en bajar al desfiladero por el que había huido Indy Jones. No había sido sencillo. Descender por una soga tantos metros no era algo se hiciera a diario, pero lo habían logrado y, finalmente, estaban en la boca del túnel dispuestos a perseguir al arqueólogo, costara lo que costara. Ese hueco sucio era la única vía de escape. No había otra; a menos que Jones, como Houdini, pudiera desaparecer en el aire.
Hense se agachó un poco y vio como uno de sus esbirros salía, todo sucio, arrastrándose del agujero.
—La mecha no es lo suficientemente larga, señor —dijo en voz baja para que los demás no pudieran oírlo.—Hay un serio riesgo de no poder salir a tiempo en el momento de la explosión. La construcción y apuntalamiento parecen sólidos.
Hense se rascó la barbilla y ayudó a que el muchacho se reincorporara, sacudiéndose el polvo acumulado. Miró a los prisioneros que tenía bajo su control, a unos diez metros de distancia y meditó una solución práctica.
—En ese caso, y para no correr riesgos —dijo,—tendremos que utilizar la técnica del torpedo humano. Traiga a esos estúpidos cofrades de la hermandad —ordenó.—Sabía que iban a servir para algo.
Greg permanecía en silencio con la cabeza gacha, visiblemente afectado por la situación en la que estaba. Indy había desaparecido y desconocía la suerte que su amigo podía estar corriendo en plena jungla. Nautilius Goodman observaba cada movimiento de su ex socio con odio contenido. Le transpiraban las manos y sospechaba que ese cerdo tramaba algo. Los cuchicheos en voz baja con sus hombres lo tenían nervioso. Por otro lado, la servil postura de Robustiano para con el alemán lo enervaba. Deseaba ponerle las manos encima y terminar con la vida de ese peruano cobarde y traidor. Ya llegaría el momento. En tanto, los tres miembros de la Hermandad Blanca no salían de su asombro por las circunstancias en las que habían caído.
—¡Ustedes! —vociferó el joven neonazi. —Vengan para acá. Les tenemos un trabajo.
Titubeantes, el trío se acercó a la boca del túnel.
—Necesitamos que hagan algo por nosotros —expuso Hense cuando los tuvo cerca.—¿Ven este conducto? Es la ruta que tenemos seguir y todo parece que está sellada del otro lado. A ustedes les toca el trabajo duro: derribar las rocas que tapan la salida, para poder continuar el viaje. Para ello les daremos las herramientas necesarias. A usted, señor —dijo señalando a uno de los “hermanos”,—esta mochila para cargar los escombros y quitarlos del camino. A ustedes dos, las barretas de hierro para que empiecen la excavación. Tenemos que despejar el túnel cuanto antes. ¿Entienden lo que les digo, verdad?
—¡Yo no soy esclavo de nadie! —lanzó con indignación uno de ellos, adoptando una actitud desafiante. —¡Hágalo usted si quiere! ¡Me niego a meterme en ese hoyo infecto para acarrear tierra!
—¿Sabe qué? —replicó Hense con frialdad.—No estoy para perder tiempo.—Y desenfundando la pistola le disparó un certero tiro en la cabeza.
Greg saltó como un resorte.
—¡Bestia! —gritó.—¡Asesino! ¡Basta!—Un culatazo en las costillas lo devolvió a su posición inicial.
Los dos cofrades se quedaron pasmados ante el compañero ultimado a sangre fría.
Hense se les adelantó con una sonrisa en los labios y preguntó con ironía:
—¿Quién de los dos es el que va a llevar la mochila ahora?
cd
Vencido el asco que les producían los miles de insectos que se arrastraban por el piso del túnel, los cofrades ganaron distancia hasta toparse con un muro de piedras irregulares de mediano tamaño. Muy pesadas. No se movían al simple tacto. Las linternas titilaban. Tenían poca batería. Si no se apuraban se quedarían a oscuras por completo.
El que llevaba la barreta giró con dificultad hacia su compañero.
—No creo que podamos mover nada de todo esto —le dijo desilusionado y temeroso.
—Pues intenta algo. Este maniático nos va a matar a los dos....
Y sin esperanza de lograr nada empezó a darle débiles golpes a las rocas.
—¡Goodman! —exclamó Hense mostrando sus dientes blancos.—Le sugiero que se resguarde. Usted también, profesor Deyermian. ¡Es la hora de los fuegos artificiales!
No les dio tiempo a entender a qué se refería.
Tres alemanes quitaron las traba de seguridad de sus metralletas. Apuntaron hacia el interior del túnel y dispararon.
Cuando las primeras balas dieron de lleno en la mochila se oyó una detonación fortísima.
Todo el desfiladero tembló y una espesa nube de tierra y humo salió vomitada por la boca de la caverna, cubriendo a todos de mugre.
Recién en ese momento, Greg Deyermian se percató de que una carga explosiva era la responsable de semejante estampido.
Hense estaba loco. Loco de atar. Ese tipo era capaz de sacrificarlos a todos. Un demente. Un amoral que no medía las consecuencias de sus actos.



17
LA GARGANTA DEL JAGUAR
En lo profundo del Amazonas
Dos días más tarde...
Indy no conocía ninguna droga que tuviera un efecto tan duradero e intermitente en el organismo de un ser humano. Cuarenta y ocho horas después de haber ingerido aquel exótico brebaje, seguía experimentando —de a ratos— extrañas alucinaciones que lo apartaban de la realidad física, sumergiéndolo en un océano de imágenes indescifrables a las que no les encontraba explicación de ningún tipo. Había perdido la noción clara del tiempo y su resistencia física, cuadruplicada por la infusión, era la única responsable de haber podido caminar, infatigablemente, por tanto tiempo. Los Pacoris lo sabían. Se la habían dado para que el “gringo” pudiera seguirles el ritmo de la marcha. Por ende, la invitación a beber del cuenco no había sido sólo una clara forma de probar la confianza del extranjero, sino un “energizante” que les facilitaría caminar sin tener que cargarlo a cuestas o hacer paradas innecesarias en el camino
¿Provocaría daños permanentes en el cerebro? ¿Le quedarían secuelas? En caso de estar en lo cierto, ya era demasiado tarde para lamentarse. No tenía sentido torturarse con ello. Debía que hacerse de cargo de la decisión tomada.
Había caminado sin titubear durante casi dos días hasta alcanzar el emplazamiento de la renombrada Laguna Cuadrada de la leyenda, una obra de ingeniería precolombina que lo sorprendió por su excelente factura y estado de conservación. En realidad, más que una laguna aquello era una cisterna inmensa de agua dulce en plena jungla. Una pajcha, un lugar sagrado en el que tributar culto y hacer uso, al mismo tiempo, del líquido elemento. Debía medir unos cien metros por lado. Tenía sus bordes confeccionadas con pulida piedra de basalto y un techo de ramas y hojas que la cubrían casi por completo, convirtiéndola en algo parecido a una piscina techada. Larguísimas plantas trepadoras subían desde sus orillas hasta entrelazarse, varios metros por arriba, formado un domo vegetal que la ocultaba de la vista de los circunstanciales vuelos internacionales que surcaban los cielos de la región.
Sobre uno de los costados de la laguna, Indy reconoció unas construcciones cuadrangulares en muy buen estado. Eran tambos, depósitos incaicos levantados para almacenar en ellos suministros y ropa que los viajeros podían usar cuando estaban en marcha. En uno de ellos se detuvieron unas horas para comer una carne dulzona y dura, que Jones sospechó era de mono aullador.
No permanecieron mucho tiempo en el sitio. Los Pacoris tenían prisa.
Ñaupapukuy no le había dirigido la palabra en todo el trayecto y, a pesar de haberlo llamado en un momento “Hermano”, mantenía distancia del arqueólogo. Probablemente era la forma habitual de dirigirse a los extraños, un mero formalismo; sin que ello supusiera que la seguridad del arqueólogo estuviera completamente a salvo.
Apocurimache, como el ave fénix, había resucitado de las cenizas reavivando su rol de líder secundario. Tampoco él le prestaba especial atención; como en realidad no lo hacía ninguno de los treinta aborígenes con los que compartía la jornada.
Recuperadas las fuerzas, reiniciaron el camino ascendiendo un cerro inmenso, cubierto de niebla. Era una meseta. La meseta de Pantiacolla, el mítico escenario del Paititi.
Paso a paso, Indy Jones subió por una superficie escalonada tallada en la piedra misma de la montaña. Peldaño por peldaño, la larga hilera expedicionaria sorteó decenas de precipicios dejando ver a sus pies el valle que habían recorrido el día anterior. Alcanzaron la cima doce horas más tarde. Desde allí, echó una mirada panorámica al majestuoso paisaje.
Una potente sensación de aislamiento lo embargó por completo y se supo en medio de la nada. Rodeado por una selva virgen, inexplorada, desconocida, experimentó la sensación de haber sido fagocitado por ella.
Hicieron noche en las alturas. El frío fue tremendo, pero Jones lo soportó con callada dignidad. Al amanecer, se pusieron otra vez en marcha; ahora descendiendo por otra escalinata lítica de idénticas características a la anterior.
Llevaban dirección Este y a medida que bajaban el gélido clima de montaña fue caldeándose hasta verse, una vez más, sumidos en el calor húmedo y tropical de una selva cerrada, que recorrieron siguiendo el curso de un arroyo con escaso caudal de agua.
En determinado momento, cuando el sol estaba muy arriba en el cielo, Ñaupapukuy dio la orden de detenerse frente a un farallón cubierto de musgos, justo delante de una profunda y gruesa grieta, por la que podía pasar un hombre. El agua del arroyo se desviaba ingresando en aquel oscuro recinto, por lo que no dejaron de mojarse los pies cuando, uno a uno, ingresaron en lo que era un pasillo natural, producto de la milenaria erosión. Era como internarse por la boca de un animal. La llamaban La Garganta del Jaguar.
El conducto no debía tener más de trescientos metros de largo. Lo recorrieron con facilidad y para cuando alcanzaron la salida, Indy se topó con un pequeño embarcadero construido junto a un canal artificial, en el que flotaban seis botes amarrados a sendos troncos. Subieron a ellos y avanzaron, remando lentamente, sin dejar de perder nunca de vista la pared de árboles entrelazados que los resguardaban desde los bordes. Horas más tarde la espesura circundante se despejó y tras pasar por debajo de un pórtico muy alto, hecho en piedra, entraron en una zona abierta, despejada de ramas.
Una indescifrable corriente eléctrica le recorrió a Indy el espinazo. Sus ojos se abrieron de par en par y la piel se le volvió de gallina.
Ahí estaba.
Justo ante sus ojos.
El Paititi.

cd

PARTE II
Indiana Jones y el reino perdido Del Paititi

18
LA NOTICIA RICA
“(...) Desta sierra dan noticia de ser muy rica de metales
en ella y hay grandísimo poder de gente al modo de los del
Pirú y de las mismas ceremonias y del mismo ganado y traje.
Los indios de estas provincias son gente alzada vestida de
Algodón y todos unos rictos y ceremonias que son como los
Yngas del Pirú y es tierra de minas de oro.”
Juan Álvarez Maldonado, 1570.
“Y asimismo anduve por muchas provincias
y llegué cerca de la tierra y noticia Rica
(...) del Paitite.”
Fray Diego de Porres, 1582.
Siempre ha sido grande la noticia que se ha tenido de la
provincia del Paititi (...) y se llegó a saber que allí cerca
hay indios retirados del Perú.”
Padre Jerónimo de Villarnao, 1616.
¿Cómo racionalizar los sentimientos que lo embargaban en ese instante? ¿Cómo ordenar el estremecimiento que le recorría el alma, mezclando el asombro y la felicidad con cierta dosis no reprimida de revancha? ¿De qué manera podía volcar en palabras el remolino de emociones que se hacían carne en cada una de sus células?
No podía creerlo.
Después de cuatro siglos, el Paititi se volvía una realidad concreta, un hecho histórico comprobado; algo material que podía tocar y recorrer, explorar y estudiar. La mitología de una Europa conquistadora perdía uno de sus sueños más dorados, y la imaginación era vencida por la realidad de unas piedras perfectamente encastradas, que adoptaban la forma de una llacta típicamente incaica en más de un aspecto.
La ciudad perdida dejaba de estar perdida. Se incorporaba a la historia americana exhibiendo su monumentalidad arquitectónica, sus formas majestuosas, severas; su solemnidad política, militar y religiosa, explicando a simple vista su neto carácter sagrado.
En plena selva, rodeada de montañas verdes como las esmeraldas, los constructores del Paititi se habían apropiado del paisaje levantando una urbe de regular tamaño en una región aislada y ajena al resto del planeta. De alguna manera, era un mundo perdido. Diferente al de Conan Doyle. Distinto. Sin dinosaurios, pero con un pasado cultural que se mantenía intacto, virgen de cualquier influencia externa.
Indy se había equivocado. El Paititi no era una ruina. Difícil sería catalogar eso como una yacimiento arqueológico. Era una ciudad viva, activa.
Los criterios pragmáticos de los antiguos incas se conservaban incólumes. Millares de bloques poligonales de piedra se ordenaban generando espacios de austeridad estética, de razonado equilibrado y artístico ascetismo. La piedra se mostraba a sí misma. Pelada, lisa. Sin arabescos ni figuras barrocas. La ausencia de grabados en las fachadas de los edificios principales y la abstracción de las pocas figuras que aparecían, aquí y allá, inclinaban los puntos a favor de la hipótesis que explicaba su origen quechua.
Los cronistas no mentían.
La leyenda era real.
Indiana Jones, el arqueólogo, el aventurero trotamundos, lo había conseguido.
El Paititi existía.
cd
Apenas bajó del bote, una escalinata ancha de diez peldaños que terminaba en el borde mismo del canal —tallada en una sola pieza de roca y enmarcada por dos pilares líticos a modo de extrañas columnas— lo condujo a una larga calle embaldosada de casi trescientos metros de longitud. A ambos lados de la arteria, y respetando perfectamente la simetría, un par de construcciones hechas en roca de un brillante color gris, custodiaron su marcha. Eran recintos en donde almacenaban y veneraban a los cuerpos momificados de sus ancestros: unas once momias en mal estado de conservación que, según supo después, correspondían a reyes fallecidos hacía siglos. Aquellos templos exhibían una sillería perfecta en la que las rocas se ensamblaban con una maestría sólo vista en el Cusco. No tenían ventanas. Sólo pequeñas hornacinas trapezoidales se sucedían cada tanto, conteniendo en su interior diminutos keros, o vasos ceremoniales hechos en oro, donde se guardaban un poco de las cenizas de los monarcas muertos.
Al final de la calle había una plazoleta redonda en cuyo centro Indy observó una estatua de tamaño natural, con clara influencia occidental. Correspondía a la imagen de un hombre de pie realizada también en oro, y colocada sobre un sillar macizo de plata. Los incas no eran proclives al arte figurativo, por lo que Jones dedujo de inmediato que el influjo europeo estaba presente en esa imagen antropomorfa que representaba, con seguridad, a un héroe civilizador o a un poderoso gobernante del pasado. Justo frente a aquel espacio abierto, rodeado por edificios semicirculares de singular belleza primitiva, se levantaba el palacio principal, una majestuosa obra arquitectónica de imponente porte.
A derecha e izquierda de la entrada central al palacio se abrían dos callejuelas. Una conducía a una segunda plazoleta, una cancha o espacio abierto de socialización. La otra llevaba a un barrio de viviendas populares, construidas con un estilo más modesto, menos rimbombante.
Allí debían vivir no menos de tres mil personas, calculó Indy. Pero al momento de su ingreso a la ciudad, calles y plazas permanecían vacías.
El ala derecha de la llacta[12] parecía menos cuidada. Todo indicaba que era el sector más antiguo y no faltaban edificios que estaban literalmente en ruinas. “El primer Paititi”, especuló Indy, deteniéndose ante la figura de oro. ¿Sería éste su primer fundador?
Más allá del barrio, elevándose sobre las laderas del cerro, las terrazas de cultivo —típicas en la agricultura inca— trepaban hacia la cima; dejando ver unas pocas figuras humanas moviéndose a lo lejos. Campesinos, pensó; y volteó la mirada hacia la derecha para reparar en la virginidad de la selva que cubría el cerro que resguardaba la ciudad por el segundo flanco. Inmediatamente después, oyó el ronco sonido de lo que parecía un instrumento de viento desconocido y la puerta principal del palacio se abrió de par en par.
Ñaupapukuy bajó la vista. Lo mismo hicieron los otros Pacoris que lo seguían. Apocurimache tocó el piso con su frente. Era impresionante ver a esos gigantes doblarse como si estuvieran hechos sin articulaciones.
Acto seguido apareció.
Era altísimo, delgado; vestido con una camisola tejida en oro y plata y con un poncho corto que lo le llegaba a la cintura. Calzaba sandalias doradas. Tenía, como los demás, un cabello azabache, brilloso y lacio; y una nariz curva, aguileña, desproporcionada. Agarraba con su mano derecha un bastón de mando que lo superaba en altura y venía custodiado por una docena de hombres fornidos que semejaban gladiadores.
Era el Gran señor.
El jurado y reverenciado Sapa Inca.
El último descendiente de una dinastía que se creía agotada desde el siglo XVI.
El Hatun Apu Paykikin Pacha.
El Amo del Mundo.


19
UN ROCE CULTURAL
Poco después de la apoteótica aparición del jefe supremo, y sin que se entablara diálogo alguno con el recién llegado, Indy Jones fue conducido a sus aposentos: una habitación cuadrangular, muy larga y oscura, húmeda y sin mobiliario, levantada en el área de viviendas populares. Sólo unos tapices colorinches cubrían las paredes y un fogón central, rodeado de piedras muy pulidas, horadaban las sombras del lugar. Un lecho de pasto seco se arrinconaba al otro lado de la entrada. Era una típica vivienda incaica, aunque con una característica estructural importada de los conquistadores españoles: los techos de tejas. Contrariamente a la tradición andina, cuyas techumbres eran construidas con paja, las que había en la ciudadela estaban tapizadas por sendas tejas rojas de origen colonial. Todo lo demás era autóctono, tradicional, andino.
Para su seguridad le habían puesto dos guerreros pacoris como guardaespaldas. Esa era al menos la intención que le había comunicado escuetamente Ñaupapukuy antes de despedirlo, pero Indy sabía que estaba siendo vigilado de muy cerca y que difícilmente podría hacer algo sin que las autoridades del poblado no se enteraran. Era un prisionero con libertad condicionada y, aunque en teoría gozaba de total independencia de movimiento, sabía que sus acciones dentro de los límites del Paititi no eran plenas. Sólo un sector de la ciudad estaba expresamente caratulado como zona prohibida y correspondía a la sección que daba hacia el este, en donde se levantaba una segunda plaza, aparentemente ceremonial. Era la zona en ruinas; la menos conservada de todas. Un sector tabú que sus guardias se encargaron de recordarle no podía recorrer. Unos pocos gestos bastaban para entenderse.
Durante el primer día de estadía, Indy recopiló toda la información que pudo. A poco de caminar por la llacta se dio cuenta que eran al menos tres las naciones o pueblos que convivan dentro de sus límites. En primer lugar estaban los Paco Pacoris que, sin duda, ejercían el mando y vestían al estilo peruano antiguo. Eran los jefes-dictadores de la ciudad y los descendientes directos del linaje cusqueño. En segundo término, los machiguengas, de los que se habían tomado muchos de los modismos y términos que tenía el lenguaje del lugar. Ellos constituían la mano de obra agrícola y, con seguridad, eran también parte del ejército regular, aunque sin desempeñar las jerarquías más altas. Habitaban en el sector popular y la condición de vecinos que empezaron a tener con Indy no los indujo nunca a establecer lazos de confianza con el extranjero, a quien miraban con recelo y temor. Por último, los huachipaires —que eran minoría— se ubicaban en unas chozas aledañas a las terrazas de cultivo, justo al pie del cerro cercano.
La convivencia entre las tres etnias parecía ser perfecta. Nada indicaba que hubiera entre ellas roces. Las jerarquías estaban muy bien definidas y cada uno cumplía las funciones específicas mandadas por el Hatun Apu Paykikin Pacha .
¿Qué podía decir de ese personaje? Era como salido de una novela de Tarzán. Un gigantesco anciano de unos setenta años, de mas de dos metros de altura, totalmente vestido en telas bordadas en oro y un cetro ceremonial del mismo metal. Tenía una mirada profunda y un rostro aguileño que metía miedo con sólo mirarlo fijamente a los ojos. Todo indicaba que era un personaje con status sagrado. Un dios en la Tierra. Nadie lo observaba directamente, excepto Indy. Incluso Ñaupapukuy jamás levantó la cabeza mientras el gran líder estuvo presente en la explanada del palacio principal. Su permanencia en público fue escueta. Preguntó algo en un idioma ininteligible y tras la respuesta que le diera Ñaupapukuy, arguyó algo más dirigiéndole una corta e indiferente mirada al arqueólogo. Luego volvió sobre sus pasos y desapareció dentro del palacio.
A partir de ese momento Indy se vio sumido en una situación extraña. Nadie le dijo absolutamente nada; y dado que podía moverse de un lado a otro sin problemas, dedicó el primer día a intimar con lo que muchos en el exterior suponían una ciudad inexistente.
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Llegada la noche, centenares de antorchas se prendieron por las callejuelas de la ciudadela, otorgándole una tonalidad dorada que la volvía más acogedora que durante el día. La gente se sentaba en los frentes de las viviendas tejiendo, riendo, charlando, compartiendo el único momento en familia de la jornada.
Indy estaba cansado, pero la emoción era tan grande que intuía no iba a poder conciliar el sueño; por eso decidió dar la última recorrida por el sector popular, en dirección a la plazoleta circular.
Se arrepentiría de ello.
A poco de entrar en aquel espacio abierto fue testigo de un hecho que lo sobresaltó olvidándose de la primera regla que todo investigador en tierras extrañas debe respetar: la de la no intervención.
Una mujer joven, muy bella, de mediana estatura, aparentemente machiguenga, era golpeada por un Paco Pacori, que repetía en quechua la palabra “ramera” con cada golpe que le daba.
Indy no se pudo contener y tras una arremetedora zancada frenó la mano derecha del azotador, antes de que le propinara el último manotazo.
—¡Deténgase! ¡Va a matarla! ¡¿Qué hace?!
Con un solo movimiento de muñeca, el Pacori se sacó a Indy de encima y lo enfrentó indignado.
No era otro que Apocurimache.
—¿Cómo te atreves? —exclamó retórico, girando sobre su eje y enfrentando al arqueólogo. —¡No tienes derecho a esto, Cara Roja! —y sin dar tiempo a nada lo tomó por la chaqueta lo elevó, y sacudió con fuerza hacia atrás.
Indy voló unos cuatro metros y cayó pesadamente en el suelo. Dio de lleno con el omóplato izquierdo y una punzada dolorosísima le recorrió el sistema nervioso, anunciándole al cerebro que eso dolía de verdad.
Apocurimache se le acercó con velocidad y volvió a levantarlo como si fuera un espantapájaros.
Indy le lanzó una patada al pecho.
Mala idea.
El Pacori le tomó un tobillo por vez y empezó a girar con velocidad, como si fuera la hélice de un avión.
¡Me va a soltar!, pensó Jones. ¡Maldito, me va a soltar!
Y lo soltó.
Esta vez el vuelo fue casi rasante, pero muy dura la caía. Indy rodó media docena de veces por el empedrado, hasta terminar las volteretas a los pies de los muchos individuos que empezaban a acercarse a vivir la pelea.
Se reincorporó. Le dolían todos los huesos del cuerpo y para colmo de males, Apocurimache se le acercaba decidido, con odio en las pupilas.
Cuando lo tuvo a mano le lanzó una trompada, pero el indio lo frenó apoyándole la palma derecha sobre el sombrero fedora. Parecía una escena cómica de una película de Abbot y Costello. El arqueólogo no llegaba a darle. El largo antebrazo de Apocurimache lo dejaba fuera de alcance. Entonces sobrevinieron dos trompadas directa al mentón que despidieron a Indy otra vez contra el piso.
Ya no daba más.
Le sangraba la comisura de los labios y las mejillas le latían.
Abrió los ojos.
Estaba mareado.
Lo primero que distinguió fue una enorme hojota de cuero y unos dedos desproporcionados, cuyas uñas largas tenían un color negro limo.
No lo pensó dos veces.
No tenia opción.
Tenía que ser práctico.
Y lo hizo.
Sin dar tiempo a nada, tomó el dedo meñique del pie derecho y lo retorció con todas las fuerzas, hasta que sintió un “crack”.
La fractura era segura.
Un alarido de dolor indecible se coló por la garganta del gigante e instintivamente levantó la pierna en cuestión para sujetarse la zona herida.
¡Ahora!, maduró Indy.
Se paró y sin piedad le propinó un soberano puñetazo en la quijada, por el lado derecho,
Y otro por el izquierdo.
Y un tercero seguido a la nariz.
Apocurimache se balanceó como si estuviera borracho.
Bastó una patada directa en la ingle para tumbarlo al suelo, dejándolo completamente grogui.
Sin aliento, Indy Jones se balanceó aturdido y cayó de traste al piso.
Recién entonces, Ñaupapukuy se abrió paso entre los curiosos con evidente enojo.
—¡Párate, Apocurimache! —ladró con fuerza. —¡Párate!
El soldado obedeció como pudo y el viejo le gritó algo que Indy no entendió o no escuchó con claridad.
Unos segundos después, el joven guerrero se marchó cojeando bajo la mirada risueña de los presentes.
No podía haber experimentado una ofensa más profunda.
Su dignidad había sido injuriada.
El ultraje no podía ser mayor.
El odio se respiraba en el ambiente.
La mujer lastimada se marchó sin decir nada y al cabo de unos minutos la plaza quedó desierta.
Indiana Jones, sorprendido, se retiró a dormir sin recibir reprimenda de nadie.
Era raro. Muy raro.
No entendía lo que pasaba.
No bien se tiró en el lecho de paja de su vivienda, se durmió como un bebé.
Un bebé hecho migajas.


20
DESDE LA TRINCHERA
El campamento era un pandemonium.
Un caos de fogonazos y sonidos de metralla en plena noche.
Era como estar disparando con los ojos cerrados a bultos oscuros que se escurrían entre las ramas, mientras éstos lazaban de a ratos andanadas de flechas y dardos empapados en curare.
No existía situación más angustiante. Nadie entre los sitiados había experimentado tanto pavor y ansiedad en tiempos de paz.
Los huachipaires estaban de regreso dispuestos a vengar las muertes de los días previos e impedir que el grupo expedicionario de Erich Hense prosiguiera su marcha; después de tres jornadas completas de titubeos y excursiones infructuosas, desde los petroglifos de los pájaros.
El alemán había estado dando vueltas en círculos totalmente desorientado, sin poder encontrar el camino correcto hacia la ciudad perdida que sabía cercana. Estaban sumergidos en un laberinto vegetal que los devolvía siempre al lugar de partida. Los petroglifos, como un imán gigantesco, los atraía irremediablemente a sus paredes rocosas, una y otra vez..
Parecía una pesadilla. Un eterno retorno a lo mismo. Los días pasaban y el avance por el terreno era nulo. Ya rumiaban volver sobre sus propios pasos olvidando todo el asunto, bajando definitivamente los brazos.
Pero no podían.
Hense no iba a darse por vencido. Había mucho en juego. Ya habían arriesgado demasiadas cosas. No cejaría en la búsqueda. Sabía que el objetivo perseguido estaba muy cerca y que pocos habían llegado tan lejos como ellos en la empresa de encontrar al Paititi.
Pero los riesgos aumentaban con la horas. A la desorientación y falta de alimento, se sumaba —según la opinión de Robustiano— la amenaza de indios agresivos en la zona.
Primero habían sido débiles huellas en el barro. Más tarde, la observación nocturna de fantasmagóricas figuras colándose entre la selva. Finalmente un ataque sorpresa; de noche y en el momento menos esperado.
Afortunadamente para los alemanes, la experiencia de la Segunda Guerra Mundial les servía para algo. Los seis soldados de Odessa sabían cómo repeler al enemigo y mandar a construir, en tiempo record, una pequeña trinchera. Eran duchos en el oficio de dar y recibir órdenes; y con el auxilio de los porteadores, Goodman y Greg Deyermian la habían terminado minutos antes de la agresión.
Eran las tres de la madrugada y se encontraban bajo un fuego cruzado de flechas.
Las municiones tenían que racionarse. No podían disparar a troche y moche. Debían ser ahorrativos y estar más que alertas a los ataques que venían de la jungla.
—¡Mantengas sus posiciones! —gritó Hense. —¡No desperdicien balas y traten de hacer el menos ruido posible! ¡Dispare sólo cuando estén seguros de dar en el blanco!
La voz le temblaba de miedo y rabia. Aún así no perdía su capacidad de mando. Se hacía obedecer ciegamente.
Greg permanecía tendido en el suelo, casi adherido a la tierra, junto a Nautilius Goodman que cubría su cabeza con ambos brazos.
—No saldremos de este lugar con vida —dijo éste por lo bajo.
Greg lo miró con odio.
Eran los únicos que no tenían armas con las cuales defenderse.
Durante las siguientes dos horas los ataques se volvieron esporádicos y al silencio requerido por el jefe alemán le seguían gritos, órdenes y disparos, para volver a caer después, una vez más, en un mutismo casi mortal. Era como recrear una sinfonía que crispaba los nervios y envejecía las arterias.
Casi al amanecer, cuando el fogón y las antorchas agonizaban, dardos envenenados, venidos de la nada, eliminaron a dos de los cuatro porteadores peruanos. Fueron muertes lentas, dolorosas; con retorcijones y ojos desesperadamente blancos, espuma en la boca y espasmódicos sacudones. Greg se quedó helado ante semejante escena y un sentimiento de impotencia y temor le recorrieron sus fibras más íntimas. Por un segundo creyó que Goodman tenía razón: “no saldrían de ahí vivos”.
Hacía calor. La ropa sucia se le pegaba en el cuerpo. La transpiración podía sentirse, impactando en las fosas nasales. Era un olor ácido, penetrante. El miedo se percibía en el aire. Los rostros de sus circunstanciales compañeros estaban marcados por la preocupación. En ese instante pensó en Indy. Seguramente estaba muerto. Si ellos, que eran tantos y estaban armados, presenciaban tan claro el portal que los podía conducir al Más Allá; su amigo, solo y sin armas, no podía haber sobrevivido en plena jungla. Se lamentó por ello y la desazón hizo que volviera a apoyar pesadamente la cabeza en el suelo. Y en esa posición tan incómoda, lejos de su mundo, de su cátedra en Londres, de su familia, de su mullido sillón, le sobrevino sólo una pregunta: “¡¿qué demonios estaba haciendo en ese lugar?!”
cd
Hacia las siete de la mañana la selva se iluminó.
Estaban agotados. Sólo habían sufrido dos bajas; que, dadas las circunstancias, era pocas. Los huachipaires no atacaban desde hacía horas y el sueño empezaba a hacerse sentir en los párpados de todos. El par de peruanos que quedaban se mostraban aterrados. Si hubiesen podido salir de la improvisada trinchera hubieran corrido desesperados. Pero, ¿a dónde?
Los soldados de Hense mantenían la alerta. Aún así se los veía macilentos y delgados, consumidos por los nervios.
Goodman conservaba un mutismo catatónico. No decía nada. Sólo el movimiento esporádico de sus pupilas indicaban que seguía con vida.
Pasado un tiempo, Hense se arrastró hasta Greg.
—Profesor, —dijo— ¿tiene algo qué hacer?
Deyermian levantó la cabeza, observando esos fríos ojos celestes con un rencor difícil de traducir en palabras. La imagen de los dos cofrades despedazados por la explosión se le representaron en la mente.
Hense sonrió. Aquel era un rictus cansado.
—Quiero que salga de aquí y verifique cómo andan las cosas por allá afuera.
Goodman dirigió la atención a la charla.
—Usted se da cuenta que me está mandando a una muerte segura, ¿verdad?
El alemán se limitó a ponerle la punta de la Luger en la frente.
—Aquí también corre riesgos, mi amigo —respondió.—Vaya. No adelante su destino antes de tiempo.
Cuando Deyermian se puso de pie y salió del foso se dio cuenta de que ya no tenía miedo. La resignación era mayor al temor. Estaba jugado.
Avanzó con cuidado arrastrando los pies, mirando a un lado y otro.
No había un alma.
Prosiguió cauteloso su marcha hasta alcanzar los petroglifos y volvió a inspeccionar la selva circundante.
Nada.
Ni un sonido.
Dio media docena de pasos hacia la izquierda y trató de percibir algo detrás de la mata de hojas y ramas que se arremolinaban a unos metros de él.
Se acercó más.
Todo estaba desierto.
Giró sobre sus talones. Observó como los alemanes se asomaban tímidamente desde la zanja.
Pensó en salir corriendo.
Qué idiotez, se dijo a sí mismo.
Recorrió un nuevo tramo de terreno, volviendo sobre sus pasos, y entonces, la sangre se le heló de golpe.
Tres huachipaires parados se recortaron por entre las hojas.
No se movían. Parecían mirarlo indiferentes. Estaban quietos, fijados al suelo. Inmóviles como troncos. Ni siquiera parpadeaban.
Greg empezó a retroceder con lentitud.
La gente en la trinchera masculló algo. No entendió lo que decían.
Dio un paso más hacia atrás.
Los indios no se movieron.
Deyermian contuvo la respiración.
En ese preciso instante los nativos cayeron de bruces violentamente contra en suelo.
Estaban muertos.
Hense sacó la cabeza del foso.
Greg se arrimó a los cuerpos.
Tenían profundas heridas cortantes en la nuca. Les habían partido la columna con un elemento contundente. Un hacha, tal vez. No eran balas.
Extendió la mano para moverlos pero el sonido de pasos lo detuvo en seco.
Cuando levantó la mirada, un cuerpo enorme le tapó el sol y Gregory Deyermian se vio de pronto ante la corpulenta personalidad de un Paco Pacori.
Apocurimache.


21
EL JUEGO DEL GATO Y EL RATÓN

Ciudad Sagrada del Paititi.
Una semana después.
Según las crónicas coloniales sólo un par de españoles, dos sacerdotes franciscanos, habían sido los únicos privilegiados en permanecer en la ciudad sagrada del Paititi. Sus manuscritos, publicados a mediados del siglo XVIII —casi siete décadas después de los acontecimientos— figuraban entre los pocos documentos oficiales que una minoría de investigadores consideraban auténticos.
En aquellos informes, escritos al rey de España, no había descripciones de la ciudad, ni de los rituales que en ella se practicaban; aunque dijeron “eran muchos y de gran pompa”. Tampoco hacían referencia al Hatun Apu Paykikin Pacha. Sus menciones al jefe supremo eran escuetas y en ningún momento centraban la atención en el mentado tesoro perdido de los incas; tan común en los textos apócrifos sobre el tema. Indy siempre había sospechado que los religiosos ocultaban información y que por algún motivo callaban sobre hechos importantes. Aquellas crónicas le resultaban muy crípticas y si en algún momento de debilidad romántica había creído que el Paititi era una “ciudad viva”, y no meras ruinas desgastadas por los siglos —como generalmente declaraba en sus clases—, esos escritos peninsulares habían sido los responsables de semejante juicio. Con más de una semana residiendo en la llacta, Indy Jones tenía que reconocer que se había equivocado la mayor parte de las veces. Los sacerdotes no mentían. La realidad del Paititi era algo ya innegable.
A esa altura de los acontecimientos, el arqueólogo tenía una idea más o menos clara de cómo funcionaba la ciudadela. Todo era una réplica exacta de las costumbres que se practicaban en épocas del Imperio incaico. Desde el modo de trabajar la tierra, de construir canales y pulir piedras para levantar suntuosos edificios, hasta la manera de confeccionar la ropa y practicar la ayuda mutua entre los habitantes del poblado.
Todos trabajaban de sol a sol. Nadie permanecía ocioso. Hasta los niños colaboraban en las tareas domésticas. Los campesinos, artesanos y soldados no cejaban de cumplir sus obligaciones; y en este caso concreto, no había diferencias entre las tres etnias que convivían dentro de los límites de ese reino perdido.
Al cumplirse el noveno día en la ciudad, Ñaupapukuy, con el que no había tenido contacto en todo ese tiempo, se apersonó en la vivienda de Indy y le ordenó que lo siguiera. Lacónico, le indicó que el Hatun Apu Paykikin Pacha lo esperaba y que no era bueno llegar tarde a la cita. Nervioso, Jones se calzó el sombrero y marcharon en dirección del palacio; al que ingresaron tras subir por la señorial escalinata de basalto pulido.
El interior era de una majestuosidad pocas veces vista. Largos paneles de oro tapizaban los muros y una multitud de paños superpuestos cubrían todo el piso. Daba lástima pisarlos. Al fondo del recinto estaba el trono, hecho enteramente de plata y apliques redondos de color dorado sobre el respaldar. El soberano lo aguardaba rodeado por sus dos soldados de elite. Ñaupapukuy bajó la cabeza y caminó en su dirección sin levantarla. Le estaba prohibido mirar directamente al Gran Señor. Se detuvieron a cuatro metros de él.
Hablaron en runa-simi, la lengua del hombre.
—¡Oh, Poderoso Señor, aquí te traigo al hombre que solicitaste! —pronunció el viejo guerrero.
El Inca asintió con solemnidad. Aguardó casi un minuto antes de responder.
—Como podrás ver, extranjero, el Paykikin no es el espejismo de un pueblo frustrado —dijo con voz ronca y clara. —Es el ámbito en el pudimos por siglos honrar libremente a nuestros dioses, trabajar la tierra en común respetando a la Pachamama como ninguno de los tuyos lo ha hecho. Paykikin es el aroma dulce de nuestro pueblo, la esperanza presente y futura de un mundo mejor para nosotros. Es la sonrisa de los abatidos, la bengala que ilumina lo que quedó del glorioso pueblo quechua tras la llegada de los caras rojas. Y ahora, tras tanto siglos sin permitir que nadie ingrese en sus límites, te tengo a ti, enfrente mío, y me pregunto porqué no te he matado. Y me respondo que es por el dedo de oro que has traído. Aunque poderoso, no puedo desobedecer a los ancestros y sólo por ello permanecerás entre los míos. Sólo espero no arrepentirme de esta decisión.
Se quedó en silencio unos segundos. Semblanteó a Indy con ojos de ave de rapiña. Jones permanecía inmóvil dispuesto a no decir nada sin que se lo ordenaran.
El anciano rey prosiguió.
—Hemos estado vigilándote y me halaga tu curiosidad y ansias de conocimiento. Te sabemos un hombre puro, sin malas intenciones; sin vocación por el oro, que tantos problemas nos ha traído. Pero también estamos al tanto de que no has venido solo. Hay otros en la selva que te buscan. Y quieren terminar con tu vida. Aquí estas seguro. Nadie te encontrará. Porque nadie ingresará a estos sagrados muros. Y nadie saldrá jamás de ellos. Te doy la bienvenida oficial. Haz tu vida.
Sin más, el Inca se puso de pie y se marchó por una puerta lateral. Ñaupapukuy se apresuró a tomar a Indy por el brazo y salieron del palacio.
El pacori lo miró con detenimiento.
—Algún día, podrás visitar las otras ciudades —expuso desde sus dos metros de alto. —Hay mucho por ver. Pero tendrás que tener paciencia.
—¿Qué otras ciudades? —preguntó Indy intrigadísimo.
—Las que están más adentro, mucho más adentro, en la selva.
—¿Hay más?
—Claro que hay más, Cara Roja. Muchas más...
Y sin agregar nada, se alejó por la plaza circular.
En ese momento escucharon el primer estampido.
cd
El cráneo de Ñaupapukuy tembló violentamente y el gigante se desplomó de costado. Una mancha espesa de sangre embadurnó el empedrado, en el sitio en donde chocara su cabeza.
Indy reconoció de inmediato el sonido del disparo. Era el de una Smith & Wesson Hand Ejector Model-2. ¡Su propio revolver! Era inconfundible.
Volteó mirando hacia la avenida principal.
Los pelos de la nuca se le erizaron. Una bocanada de calor sonrojó sus mejillas y los párpados filtraron la luz del sol achinando su aspecto. Eran los síntomas de un resentimiento que crecía como un volcán a punto de entrar en erupción.
Con el arma humeante aún entre los dedos, Erich Hense avanzaba hacia él apuntalado por sus seis rubicundos soldados y una partida de indios Pacoris, de los que puso reconocer sólo a uno: Apocurimache.
El guerrero se desplazaba exultante. Portaba una metralleta y esbozaba una sonrisa perversa, mientras observaba a distancia el cuerpo inerte de Ñaupapukuy tirado en el suelo, desangrándose. Goodman y Greg venían maniatados por detrás, cerrando la formación militar en la forma de abanico. No salían de su asombro. Estaban extasiados.
—¡Doctor Jones! —gritó Hense de lejos. —¡Lo daba por muerto!
Greg desvió la vista de las construcciones y divisó a su amigo. ¡Increíble!
—¡¡Indy!! —exclamó lleno de felicidad.
Pero no hubo tiempo para un reencuentro entre colegas. Un nuevo alarido, proferido por el germano, lo interrumpió:
—¡¡Dispárenle!!... —ordenó.
Una lluvia de balas descascaró la superficie de los adoquines a pocos milímetros de los pies de Indiana Jones.
—¡Mierda! —prorrumpió el arqueólogo, lanzándose a toda carrera en dirección de las viviendas populares.
—¡Ustedes tres, —decretó Hense a los soldados que encabezaban la marcha— síganlo y no regresen sin su cabeza!
No le daban respiro.
Otra vez protagonizaba el juego del gato y el ratón.
Corrió con desesperación. Una nueva ráfaga de metralleta le rozó el cuerpo, impactando en las paredes de las casas colindantes. Los habitantes del Paititi, espantados, trataban de proteger sus vidas metiéndose en sus viviendas. Las mujeres gritaban. Los niños lloraban. Algunos hombres cayeron abatidos detrás de Indy.
El barrio de la gente común era un abigarrado conglomerado de construcciones de piedra y adobe con techos de paja y tejas, que formaban corredores angostos y poco aireados. Como existía una evidente falta de ventanales, correr por esos pasajes era como buscar la salida en un laberinto lítico, semejante al que existían en los parques de diversiones de Coney Island.
“Piensa, piensa, piensa”, se decía Indy a sí mismo, mientras corría tratando de encontrar un escondrijo donde proteger su pellejo.
Y de nuevo: una ráfaga de metralla cerca, muy cerca, esta vez de la cabeza.
“¡Malditos cerdos!”. Se le aproximaban más rápido de lo que creía.
Dobló por una corredor hacia la derecha. Hizo dos, cuatro, seis pasos y....
...“¡Diablos! ¡No hay salida!”
Una tapia tan lisa como un papel se le interpuso en su fuga.
“¡Joder!”... “¡No lo puedo creer!”.
Y empezó a girar como un trompo humano tratando de hallar una solución rápida.
Y ahí estaba. Ante sus desesperados ojos. Tan evidente que la había pasado por alto.
Una vicuña.
Era el primer animal doméstico que veía en toda la ciudad.
Pastaba tranquilamente en un rincón moviendo rítmicamente sus mandíbulas, ajena a todo el caos que se generaba alrededor.
No había más qué pensar.
Tomó envión, corrió hacia el camélido y dio el salto de su vida.
Una andanada de balas barrió las patas de la bestia en el instante justo en que Indy se apoyaba sobre su lomo, alcanzando el tejado más cercano, como si fuera un gato viejo.
Cayó de panza y un número indefinido de paja se esparció al su lado. Exhaló vaciando sus pulmones y se propuso reincorporarse lo más rápido que pudo... pero resbaló.
Exasperadamente movió sus piernas para trepar por el tejado, inclinado a dos aguas. ¡Se caía, maldita sea!
Una nueva estampida de municiones despellejó el techo. Un buen incentivo.
Esos tipos no bromeaban...
Se impulsó con más fuerza y mucho más miedo. Escaló hasta el tronco central y allí se puso de pie.
¿Y ahora?
A correr. No le queda otra opción.
Los germanos tenían ventaja a la hora de trepar. Eran tres. Podían ayudarse mutuamente. Y lo hicieron. El primero hizo las veces de escalón para que los restantes dos escalaran en pos del arqueólogo.
Indy ganaba distancia, pero los tejados ladeados y de paja seca volvía muy difícil avanzar con más rapidez de la deseada.
Pasó de casa en casa. Inconscientemente se encorvaba para evitar ser alcanzado por los tiros de los dos alemanes que ya habían terminado de ascender y reanudaban la carrera en su dirección.
Claro que las viviendas no eran infinitas y a poco de seguir avanzando los techos se acabaron frente a una callejuela angosta.
Tomo envión y sin detenerse dio un nuevo salto hacia el tejado vecino; esta vez hecho de tejas y plano
Ese es más seguro”, pensó mientras, suspendido en el aire, sorteaba el espacio abierto que separa un bloque de casas de otras; pero cuando todo el peso de su cuerpo se desplomó ...
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Fue un ruido seco, de cerámica partida, debajo de los zapatos; seguido inmediatamente de nuevos tiros de metralla.
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Otra vez...
Más fuerte.
Entonces, las tejas se hundieron, abriéndose como un remolino que todo se tragaba. Indy perdió el sustento y el agujero lo succionó.
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Caer unos tres metros y medio de altura sin estar preparado para ello era peligroso, pero seguir cayendo otro tanto al sentir que el piso también se hundía, era mucho más riesgoso.
El golpe fue duro. Había aterrizado dentro de una galería subterránea muy larga e iluminada por antorchas, clavadas contra las paredes de piedra.
Miró hacia arriba.
Los nazis empezaban a asomarse por el boquete, unos siete metros por encima suyo. Apuntaban y... volvían a dispararle.
¡Cerdos! ¡No lo dejaban en paz!
Rodó hacia un costado, se paró y, rengueando se puso otra vez a correr.
Cambió el aire de los pulmones. Estaba agitado y dolorido en el hombro derecho. No le permitían recuperarse.
Avanzó a todo trote.
No contó las zancadas, pero de seguro eran más de sesenta. ¡Sesenta metros!... ¿A dónde lo conducía ese pasadizo tan bien construido?
La respuesta no se dejó esperar.
Un rostro enorme, redondo, de unos dos metros de diámetro y tallado en oro puro, le cortó el paso. Sus rasgos se limitaban a representar mínimamente a Inti. Eran geométricos y sumamente abstractos: dos rectángulos en bajorrelieve que hacían las veces de ojos y un tercer rectángulo dentado, más alargado, de boca. Era un sol estilizado con una rajadura muy irregular que bajaba desde la frente hasta la parte baja de la talla, dividiéndola en dos partes iguales. Resplandecía por efecto de la luz de las antorchas.
¡Otro callejón sin salida! ¡Mierda! ¿Por qué tenía que ser un callejón sin salida?
Escudriñó el lugar. ¿Existiría un espacio que pudiera esconder una puerta?
El disco estaba empotrado en la roca.
¿Era ése el santa sanctorum donde los habitantes del Paititi practicaban sus ritos más sagrados? ¿Era allí donde abrían el alma a sus dioses?...
Recapacitó.
¿Cómo era posible admirar semejante obra de arte religioso sino a través de los ojos del alma?
Los ojos....
Espejos del alma.
¿Sería esa la clave?
Se acercó a la placa dorada y empujó el ojo izquierdo.
La pieza de oro se hundió introduciéndose en la cara de la divinidad y activando un misterioso mecanismo.
El gran rostro del sol se separó por la rajadura en dos secciones exactas.
¡Bingo!
Un largo corredor se desplegó ante su pasmada mirada. Era muy largo y al final del mismo había una puerta trapezoidal iluminada.
Tenía que seguir avanzando. No era posible volver sobre sus pasos: los soldados de Hense se descolgaban por el hoyo abierto en el techo. En pocos segundos más estarían listos a dispararle nuevamente.
Se lanzó a trotar por el corredor.
La claridad de las antorchas le permitieron reconocer algo sorprendente: el techo del pasaje era muy alto. ¿Por qué se habían tomado el trabajo de hacerlo así?
Los alemanes se acercaban.
—¡Allá está! —gritó uno, al tiempo que alcanzaba el gran rostro de oro y amartillaba la metralleta.
—¡No tires acá dentro!—exclamó el otro. —¡Se puede venir todo abajo!
¡Zafé!, pensó Indy Jones.
De haber disparado, con seguridad le hubieran dado.
No podía ceder más terreno. Tenía que alcanzar la puerta que se abría al final del pasillo.
Pero... no siempre las cosas son sencillas.
Primero creyó que estaba mareado; que el agotamiento físico le estaba jugando una falsa percepción. Claro que no era así. Sus sentidos estaban en perfecto estado.
Después vio la puerta de salida se achicaba, convirtiéndose lentamente en una fina hendija de luz.
Recién en tercera instancia se dio cuenta de lo que pasaba.
¡El piso del corredor se elevaba de uno de los lados, adoptando la forma de una tobogán que agudizaba su ángulo de caída en dirección a los nazis!
¡Maldición! ¡Subía!
¡El suelo se convertía en una rampa cada vez más empinada y lo peor de todo era que la puerta desaparecía y no había nada de que agarrarse!
Indy estiró los brazos a un lado del cuerpo, apoyando las palmas en las paredes y presionando contra ellas con todas las fuerzas que le quedaban. No iba a evitar resbalar, era cuestión de segundos.
Abajo, al final del plano inclinado, los dos alemanes lo observaban sonrientes, preparando sus metralletas e iniciando la escalada.
No lo meditó mucho. Perdido por perdido, se dijo, y aflojó los brazos dejándose caer rodando contra los soldados.
Un bowling de seres humanos.
El cuerpo de Indy impactó con violencia contra los germanos y un amasijo de brazos, piernas y metralletas giraron por el suelo, dando alaridos de dolor y rabia.
Antes de que sus enemigos pudieran hacerlo, Indy se puso de pie y huyó a toda marcha por el mismo camino que hacia minutos había recorrido.
¿Trepar por el agujero del techo?
Imposible.
Tenía que seguir en la otra dirección del pasillo; aprovechar el aturdimiento de los perseguidores y tomar distancia de sus balas.
Tenía una magulladura en la frente y las articulaciones de las extremidades tremendamente doloridas. A poco de avanzar y torcer por subterráneos colaterales, alcanzó lo que parecía ser un canal de fuerte corriente.
¿Un río encausado artificialmente?
El eco de los corredores le trajeron noticias de los matones que lo seguían nuevamente.
Volteó la cara y divisó su medio de escape perfecto.
Un bote de madera, tallado en un único tronco, sujeto a un clavo de piedra. Sin remos. Pero qué importaba eso ahora.
Lo abordó y soltó el amarre.
La corriente de agua lo arrastró con fuerza y velocidad.


22
ADMIRADAS CALAVERAS
Perder a los hombres de Erich Hense en esos pasillos subterráneos, tras subir al bote, resultó ser un alivio momentáneo para Indy Jones. Ahora podía relajarse y respirar profundo; recuperar fuerzas y masajearse el hombro que tanto le dolía. Ya no estaba para trotes como esos. No era el joven arqueólogo de antaño, pero se daba cuenta de que aún a su edad, resistía con hidalguía las consecuencias de sus desventuras físicas.
El canal por el que se trasladaba era angosto. Sus bordes eran de roca cincelada y los muros que lo encajonaban mostraban un claro estilo Inca Imperial. Era una obra maravillosa de ingeniería que recorría, por debajo. gran parte de la ciudadela. Estaba recorriendo los cimientos mismos del Paititi.
La corriente líquida empezó a ganar velocidad. Sin remos era imposible maniobrar el bote; por lo que decidió no esforzarse en vano y dejarse llevar. Pero cuando el tronco tallado inició un zarandeo cada vez más pronunciado, la tranquilidad se diluyó y volvió a prepararse para lo impensado.
A poco de avanzar unos metros más escuchó el claro sonido de una...¡cascada!
Tuvo el tiempo justo para apretar con fuerza los bordes del bote y observar por delante como el canal desembocaba en una cámara enorme, tras un salto de cuatro metros de alto. Una verdadera catarata subterránea.
El bote cayó de proa. Se hundió en un estanque profundo e Indy salió despedido, cayendo al agua, hundiéndose como una plomada.
Perdió el sombrero fedora en el esfuerzo de salir a la superficie; pero antes de recobrar el aire vio en el fondo, detrás de una cortina de burbujas, algo de color blanco que le llamó poderosamente la atención.
Movió las piernas y buceó hacia el foco de su atención.
Calaveras.
Eran cráneos antiguos. Una docena de ellos, reposando cansinamente en el fondo del estanque, mezclados con fémures y clavículas, apilados y sostenidos por el musgo. Y a un costado algo que brillaba.
Estiró el brazo y lo tomó entre los dedos.
Un camafeo con incrustaciones muy finas de marfil.
Indy frunció el ceño sorprendido y pataleó hacia la superficie.
El fedora flotaba a escasos metros. No había perdido su sombrero de la suerte.
Nadó hasta la orilla del reservorio y empapado se sacudió los pies para quitar el agua de los zapatos. Estaba hecho una piltrafa.
¿De donde provenía ese medallón?
Le quitó el musgo adherido en la superficie, lo abrió y leyó la inscripción que tenía grabada.

A Percy H. Fawcett
Con amor eterno.
Nina.
Se quedó estupefacto. No podía creerlo. Impensadamente había encontrado los restos de un célebre militar inglés perdido hacía años en el amazonas.
Las ciudades perdidas habían sido su gran debilidad y era, con seguridad, el explorador que mejor había captado la emoción que despiertan los rumores y las leyendas de la selva. Todo su peregrinar por Bolivia, Perú y Brasil, desde 1907 hasta su desaparición, estuvo motivado por esos cuentos. En Fawcett se condensaban los más exóticos delirios exploratorios; esos que van desde monstruos prehistóricos, hasta ruinosos restos cubiertos de moho, pertenecientes a la legendaria Atlántis. En él, el rumor había sido una fuente fidedigna de información. Indios, caucheros, bribones y poco confiables funcionarios públicos, se transformaban en las catapultas que lo impulsaban a recorrer miles de kilómetros de insumisa selva. Pospuso durante años la “gran expedición de su vida”, en la que supuestamente encontraría una ciudad que él denominaba con la letra “Z”; y quiso el destino que en ese proyecto perdiera su vida. La obsesión del coronel inglés por encontrar esas ruinas se sostuvo firme durante toda su existencia. Su desaparición en 1925 y la publicación postmortem de sus ideas y apuntes, desataron las ansias reprimidas de muchos por imitarlo y, detrás de sus esquivos pasos, siguieron desapareciendo exploradores. El misterio de la ciudad se agigantó con el misterio de su muerte y, aún después de haber transcurrido treinta y tres años desde que se tuviera la última noticia de Fawcett, su leyenda seguía atrayendo al público; a tal punto que el Times de Londres mantenía vigente una recompensa a quien diera noticias fidedignas del desvanecido inglés.
Indy tenía entre sus dedos el camafeo que le regala su esposa Nina. Podía reclamar en Inglaterra la recompensa prometida. Pero eso no le importaba. En su juventud admiraba al coronel británico y en miles de oportunidades, dejándose llevar por los comentarios esperanzados de sus parientes, lo había imaginado viviendo prisionero entre los indios protectores de la mentada ciudad perdida.
No estaba tan equivocado. Fawcett finalmente la había encontrado, pero estaba muerto; a varios metros de profundidad, en un estanque subterráneo desconocido por el mundo.
¿Cómo había perdido la vida? De seguro no de modo natural; a menos que la gente del Paititi tuviera la costumbre de tirar los restos humanos a un deposito de agua.
Era muy poco probable.
A Fawcett lo habían asesinado por algo. ¿Sería esa su propia suerte en caso de toparse otra vez con los indios? ¿Encontraría la respuesta a una muerte que intrigaba al mundo desde hacía tanto tiempo? ¿De quienes eran los demás esqueletos?
Se guardó el camafeo en el bolsillo de la camisa y oteó el lugar en el que estaba.
El recinto tenía una enorme cúpula de ladrillos superpuestos y la superficie líquida del estanque se derivaba en tres direcciones diferentes a través de otros tantos canales.
Indy estaba parado sobre una angosta vereda que rodeaba el reservorio. Caminó cansinamente por ella durante un rato. Seguía habiendo antorchas a regular distancia una de otras.
No podía orientarse hacia donde se dirigía, pero eso era la de menos. Cuando uno está perdido cualquier ruta es buena.
Avanzó.
El camino torció hacia la derecha y ante él se desplegó un gran hall de piedras. En el fondo: una puerta de algarrobo poco tallada.
No le costó mover los goznes que la mantenían cerrada.
Imprimió la poca fuerza que le quedaba a una de las hojas y la abrió.
De haber sido una enfermo cardíaco, hubiera sufrido un infarto. Eran demasiadas emociones que, a granel, recibía su asombrado espíritu aventurero.
La mandíbula inferior se le aflojó. Sus ojos se abrieron como los de un búho y con la respiración entrecortada por el desconcierto advirtió que estaba ingresando en un salón gigantesco repleto de esculturas, pectorales, binchas, cadenas, marcos, columnas, vajilla y hasta vestimentas muy finas realizadas completamente en oro puro.
No era otra cosa que el mítico tesoro perdido de los incas.


23
“HAY ALGO PODRIDO EN DINAMARCA”
Ni Francisco Pizarro, conquistador del Perú, hubiera imaginado jamás las toneladas de oro que se acumulaban en ese depósito secreto, construido en las entrañas mismas del Paititi. El rescate de Cajamarca[13] no era más que una insignificante muestra de las riquezas que Indy tenía ante su azorada mirada.
Todo resplandecía.
Las superficies doradas de decenas de miles de objetos reflejaban el fuego de las antorchas y las irregulares montañas de metal precioso, que cubrían la mayor parte del suelo, parecían zarandearse al movimiento de las llamas. Las “lágrimas del sol” se acumulaban formando un verdadero océano de opulencia áurea.
Con la garganta reseca, Indiana Jones recorrió el recinto medio tambaleante. Miraba a un lado y otro sin dejar de sentir cómo su corazón le latía con fuerza inusitada.
Oro.
Oro y más oro.
Piedras preciosas y plata.
Un tesoro suficiente para volver loco a un hombre
¿Qué extraño influjo producía ese metal?
Era algo mágico. Atrapante. Fascinaba.
Lo peor de la codicia humana crecía ante semejante alud de riquezas, embriagando a la mente más equilibrada cual una maldición.
Indy luchó por no dejarse atrapar. Fue un duelo interno que sólo él supo medir con exactitud. Un debate entre lo mejor y lo peor de su conciencia.
Es sólo oro”, se repitió una y otra vez, para no caer en el abismo angurriento de los meros saqueadores.
Es sólo oro”...
Lentamente se fue calmando. Recuperó el ritmo normal de la respiración, sin perder la capacidad de asombro.
Es sólo oro”.
Aún así, no quería siquiera tocarlo. Sentía que, al hacerlo, la maldición se le haría carne, infectándolo como si fuera una nueva y extraña variedad de lepra.
Entonces fue cuando escuchó pasos detrás de él.
¡No podían ser ellos!
Volteó alertado y, justo delante suyo, se recortó la menuda figura de una mujer que lo miraba fijamente con cierto aire de temor en los ojos.
No era otra que la muchacha que había rescatado de los cobardes golpes de Apocurimache.
—Sígame, señor —dijo la chica en un quechua muy cerrado. Evidentemente no era su lengua materna. —Salgamos de aquí. Venga conmigo.
—¿Adónde me llevas?
—Fuera de este lugar. Venga rápido. ¡Ande! Confíe en mí.
Atravesaron todo el depósito e ingresaron por una obertura natural de la roca. Una chincana, un paso secreto en el seno de la montaña, que los sacó del sitio ascendiendo por una larga escalinata tallada directamente en la roca natural.
Cuando el aire fresco del exterior le impactó el rostro, Indy reconoció cuán viciado era el ambiente en el que había pasado todo ese tiempo. Estaban fuera. Justo por encima de las terrazas de cultivo, a unos doscientos metros de la ciudadela que, por entonces, se tornaba de color ocre a medida que el sol se ponía por el occidente.
Desde lo alto, Indy Jones aguardó que se terminara de hacer de noche. Cuando giró para decirle algo a la mujer, ésta ya no estaba. Se había esfumado en completo silencio, sin un saludo, sin nada.
Se recostó sobre una roca redondeada y exhaló todo el aire que tenía dentro. Se relajó y decidió tratar de dormitar un rato para recuperar fuerzas.
Tenía muchas cosas que resolver por delante.
cd
Lo que más lamentaba era no haberles podido sacar una de las metralletas a los soldados de Odessa. Tampoco la muchacha le había provisto de arma alguna y eso lo hacía sentir sumamente indefenso. Tenía que conseguir algo con que defenderse y repeler un futuro ataque. Si quería rescatar a Greg Deyermian de las garras de Hense los puños eran insuficientes
No bien las estrellas tachonaron el cielo, Indy descendió hacia el casco urbano con sigilo. Se cuidó mucho de no ser visto ni oído. Los habitantes del Paititi se acostaban temprano y su experiencia de días en el lugar le indicaba que tenían un sueño pesado.
Enfiló directamente hasta la plaza principal.
Una densa niebla bajó de los cerros vecinos y la visibilidad se hizo dificultosa. Resultaba ventajoso.
Amparado por las sombras y la bruma pegó su cuerpo contra un muro y asomó levemente la cara para observar la entrada al palacio principal. Había cuatro gigantes Pacoris de custodia y dos soldados alemanes. Era extraño ver funcionar semejante consorcio.
El edificio no tenía ventanales. Era difícil imaginar cómo se podía entrar en él si no era por el portón principal. Posiblemente rodeándolo, en algún otro sector de su perímetro, existiera una entrada “de servicio”. Tenía la noche entera para encontrarla; pero entonces, para su sorpresa, la mujer que lo auxiliara volvió a aparecer caminando tranquilamente frente a los guardias, con una sonrisa entre pícara y tímida en sus labios. Los saludó.
Los Pacoris ni se inmutaron. La miraron pasar sin decir nada. Fue uno de los alemanes el que sintió un inquietante cosquilleo en la zona pélvica.
—Hermosa criatura... —le masculló a su compatriota con un brillo libidinoso en las pupilas. —¿Me cubres unos minutos? —preguntó esperando una respuesta afirmativa.
—Anda, yo me encargo —río el compañero.—No te tardes mucho.
Ansioso, el soldado se puso la metralleta colgando de la espalda y avanzó hacia la joven. Le dijo algo al oído —que la muchacha no comprendió— y la tomó por la cintura. La chica bajó el rostro sonrojada y sin decir nada permitió que la mano caliente del germano le acariciara la piel que sobresalía por entre su ropa. Acto seguido lo condujo hacia un callejón oscuro, fuera del alcance de la vista de todos. El mismo en el que Indy se refugiaba.
El puñetazo fue dado con saña. Los nudillos le dolieron cuando se clavaron en la nariz del nazi, partiéndosela al instante. La segunda trompada, con la izquierda, impactó detrás de la mandíbula, justo por debajo de la oreja.
El teutón no emitió quejido alguno.
Indy ya tenía el arma que necesitaba.
Transcurridos cinco minutos, una voz áspera llamó en alemán a quien acababa de noquear.
—¡Günter! ¿Dónde estás?... Si viene Hense no me hago responsable... ¿Günter? ¿Está todo bien?
No terminó de asomarse en la oscuridad del callejón que sus dientes se partieron por la fuerza de una culata de ametralladora bien dirigida a la boca.
—¡Auch! —alcanzó a exclamar inclinándose hacia delante. Fue cuando una patada en la cabeza lo dejó sin sentido, desparramado junto a su camarada de armas.
Indy poseía, no uno, sino dos instrumentos letales con que defenderse.
cd
Los cuatro pacoris que vigilaban la entrada ya no estaban cuando Jones decidió enfrentarlos a tiros, si era necesario. La calle estaba desierta y el portón principal del palacio era todo suyo. Algo olía mal en Dinamarca.
Subió la escalinata y abrió levemente una de las hojas de la puerta. No escuchó nada. El salón principal permanecía vacío. Entró empuñando la ametralladora y con el dedo en el gatillo. Un solo movimiento extraño e iba a jalarlo sin pensar.
Atravesó el recinto de los tapices tratando de captar algo y cuando estuvo a metros del trono, un hilo de voces se coló por una galería que conducía al centro mismo del palacio, hacia los aposentos del Inca.
Era un corredor muy bien adornado. Había plumas de aves tropicales y máscaras amazónicas de madera y piedra colgando de los muros.
Las voces se hicieron más fuertes. La de Erich Hense sobresalía por encima de las otras.
Indy asomó en completo silencio.
Ahí estaban todos.
—Dile que quiero realizar la ceremonia de iniciación cuanto antes. No tengo mucho tiempo que perder —dijo con vehemencia. —Además, me siento incómodo en este lugar.
Indy frunció el sobrecejo y Robustiano Patrón Costas obedeció a su nuevo jefe: tradujo al pie de la letra, en quechua, palabra por palabra, lo que el germano había dicho.
La escena era algo fuera de lo común: un peruano traduciendo del alemán al runasimi a un gran inca prisionero que, aún en desventaja, seguía conservando su don de dignidad real, mientras era encañonado por porteadores mal arropados y seis guardias nazis. Un poco más atrás, Apocurimache —el traidor— con su ametralladora, exhibida como trofeo de guerra, observaba la extraña representación secundado por un número indeterminado de indios Pacoris armados con lanzas. A la derecha del conciliábulo, Greg Deyermian y Nautilius Goodman permanecían en silencio.
¿A qué iniciación se refería Hense?
El Hatun Apu Paykikin Pacha respondió con voz sumamente baja.
—Dice que recién mañana, con la Luna nueva, se abre el tiempo sagrado para lo que usted pide —explicó Robustiano.
—¡¿Mañana?!... ¡Ya le dije que no hay tiempo!
—Es en vano insistir, señor Hense. No harán nada fuera del calendario ritual.
El nazi balbució por lo bajo y miró a Goodman, que lo contemplaba con claro desprecio.
—¡¿Y tú, qué miras?!—ladró con furia. —¿Acaso no querías encontrar tu Paititi? ¡Aquí lo tienes, estúpido! ¡Estás en él!.Deberías agradecérmelo.
—Te mataré. Juro que te mataré... —le respondió el británico.
—¿Te das cuenta? Eso es lo que te vuelve débil: tu falta total de oportunismo. No sabes cuándo callar. —Irascible, viró en dirección a uno de sus soldados.—Prepárate a dispararle. Y tú, —agregó dirigiéndose a Robustiano —dile a ese reyezuelo de poca monta que esto le pasará a él y a todos los suyos si me engaña.
Sería bueno ver como mataban a ese cerdo, pensó Indy; y orientó toda su atención en el miliciano que haría de verdugo; pero... olvidó “el olor a podrido” .
Una mano gigante lo empujó por detrás. Sintió dedos inmensos hundiéndose en la espalda.
Salió proyectado hacia delante. Trastabillando hasta el centro de la habitación y allí mismo se desparramó en el piso cuan largo era.
Soldados, porteadores y Pacoris dirigieron, al unísono, sus armas hacia el arqueólogo.
Lo tenían bien a tiro.
—¡Jones! —exclamó Hense al verlo.—¡Sabía que nos volveríamos a encontrar, tarde o temprano! Era sólo cuestión de tiempo, herr doctor.
—¡¡Indy, amigo!! —Sobresaltado, Greg avanzó intempestivamente hacia su colega, sorteando a los captores y se arrodilló a su lado. Seguía maniatado por la espalda y tenía el rostro demacrado a causa del cansancio y la mala alimentación.
Hense dio dos pasos hacia él y lo tiró al piso empujándolo de una patada en el pecho.
—¡Ya basta de sentimentalismos estúpidos, señores! —expresó el alemán. —Ya tendrán tiempo para intercambiar ideas académicas entre ustedes. ¡Robustiano! —volvió gritar— Indícale al indio —dijo refiriéndose a Apocurimache— que encierre a todos estos en un lugar seguro. Ya nos ocuparemos de ellos más adelante.—Goodman permanecía estaqueado en su sitio. Hense le clavó otra vez sus fríos ojos claros.—Es tu día de suerte —apuntó.—Ya arreglaremos nuestros asuntos más adelante.—Y terminó gritando:—¡¡Sáquelos de mi vista!!


24
“LAS FUENTES DE LA SANGRE”
Los líquenes se pegaban a los muros de la celda blanqueándolos; denunciando los siglos que la construcción tenía levantada en el seno mismo de la humedad amazónica. Hacía frío y los yuyos se filtraban por las rendijas de las baldosas del piso. Algo de luz entraba por una ventana trapezoidal; suficiente para que Indy, Greg y Goodman pudieran verse las caras.
Nautilius estaba apartado. Incomodo de compartir un mismo espacio con sus dos enemigos y contrincantes. Indy lo obviaba mientras trataba de ponerse al tanto de toda la información que Deyermian había podido recolectar durante sus días de cautiverio con Hense. Necesitaba conocer cuáles eran los propósitos secretos del alemán, para actuar en consecuencia. Meditaba en silencio. Trataba de encontrar respuestas a sus múltiples dudas.
—Me pregunto a qué ceremonia de iniciación se refería Hense cuando presionó al Gran Inca... —se cuestionó retóricamente.
Greg no dejó pasar la oportunidad para responder.
—Aparentemente —dijo— a una en la que buscan participar desde antes de la guerra. Según escuché, el propio Adolf Hitler estaba interesado en que sus soldados de elite se iniciaran en ella.
—¿Con qué propósito?
Goodman sonrió desde su rincón. No pudo dejar de intervenir.
—¿Qué otro propósito que el de dominar el mundo?
—¿Ah sí?... ¿Y cómo se supone que lo harán esta vez? —le inquirió Jones con claro desprecio.
—Recuperando una antigua tradición pagana por medio de la cual se puede generar una casta guerrera invencible, que conquistará el planeta sin inconvenientes —retrucó Nautilius
—Es cierto. Dice la verdad —confirmó Deyermian.—Es lo que Hense me explicó una noche. Incluso me dijo que los nazis hicieron una expedición al Tíbet buscando lo mismo, hace unos años.
Indy rescató de su memoria una fecha y un nombre.
—En 1938, para ser exactos. Ernst Schaffer, un reconocido biólogo, fue su director en jefe.
—Efectivamente, Indy —aseveró Greg con sorpresa.—Hense era uno de los jóvenes oficiales SS que lo acompañó.
—Aquella expedición fue un proyecto de la Ahnenerbe Forschungs-und Lehrgemeinschaft, es decir de la Comunidad de Investigación y Enseñanza de la Herencia Ancestral, una sección de las SS fundada por su jefe, Heinrich Himmler, para el desarrollo de proyectos referidos a áreas tan diversas como folclore, geografía, historia, biología, arqueología y prácticas esotérica y ocultistas. Eran un atajo de fanáticos dispuestos a cualquier cosa con tal de acumular poder, justificándolo con argumentos racistas. Pura basura aria. Ya conocemos sobre el tema. En 1938 viajaron al Tíbet para conocer lo que ellos llamaban “Las Fuentes de la Sangre”, es decir, las raíces más profundas del pueblo ario, del que se dicen descender. Querían rescribir la historia y no dudaron en falsificarla. Tergiversaron documentos, reinterpretaron restos arqueológicos, hicieron cualquier cosa con tal de probar que toda la civilización provenía de una raza superior, original y perdida, de la que ellos serían sus directos herederos. Una forma elegante y “académica” de justificar el dominio que pretendían. No es otra cosa que la leyenda del Rey del Mundo. Y éstos, ahora, la han reeditado aquí, en América.
—¿De qué demonios hablas, Indy? —preguntó Greg.
—¡Qué poca información maneja, profesor Deyermian! —se entrometió Goodman
Indy giró hacia él. Hubiera querido asesinar a ese tipo. Pero sería en vano. De todos modos no dejó de morder rabia al oír su voz.
—La leyenda del Rey del Mundo surgió por primera vez de un libro publicado en la década de 1920 —explicó el arqueólogo.—Fue escrito por un explorador polaco, Ferdinand Ossendowsky, y lo tituló Bestias, Hombres y Dioses. En él habla de la Comunidad o Comarca Suprema, un consejo de sabios que gobierna el mundo dirigidos por un rey todopoderoso, supervivientes de una civilización humana que la historia no registra. Según relataba Ossendowsky esa gente conocía un ritual, una ceremonia secreta, por medio de la cual ciertos demonios ancestrales serían liberados, encarnándose en soldados, constituyéndose así en una casta de guerreros poderosísimos. Obtener un grado en esa iniciación fue el objetivo de la expedición del ’38. Por ello fueron al Tíbet en busca de la mítica ciudad de Agartha, que es en donde creían se practicaba la ceremonia. No la encontraron y por algún motivo ahora piensan que el Paititi cumple con esos requisitos.
—¡Malditos locos! —prorrumpió Greg.
Goodman se puso de pie y caminó unos pocos pasos hacia sus compañeros de celda. Se detuvo y expresó:
—Yo tengo mis propias opiniones al respecto. Un 6 de enero (día de la Brumalina festejado por los orientales, día de la brujería, la magia y el ocultismo en Bretaña y Brasil; fecha en la que la nació el rey Magog en el convento de Santa Rosa de Ocopa, y uno de los fundadores de la Atlántida, la ciudad del capitalismo y del imperialismo) tuve conocimiento de ese ritual. Magog fue un gigante de los tiempos antiguos, antes del Gran Diluvio universal, y su padre fue un ángel vigilante que descendió de la luna creciente en el Monte Hermon —el santuario de la Virgen de Cocharcas-Apurimac. ¡Los dioses hablan en este sitio! Perú fue el brazo derecho del ángel Shemihaza y padre de Nicolaus, el rey de Lemuria. La madre de Magog fue humana e hija de Set, descendiente de Adán. Se llamaba Ada y era hermana de Enos. Ada nació en Paititi y Magog fue concebido en el convento de Santa Rosa de Ocopa y nació en Brasil.... Pero sería muy largo explicarles a ustedes todo esto.... Yo sé que hay verdad en las creencias de Hense, aunque él no sepa cómo acceder a esa fuente de poder. La clave está en el tesoro; en el oro que hay en alguna parte de esta ciudad. ¡Él es el camino a la iniciación y al poder!
Indy quedó boquiabierto.
No podía creer el grado de locura que Goodman había disimulado tan bien. Ese tipo era un completo delirante, un apoderado de lo absurdo; un verdadero obispo de la idiotez humana. No cabía duda: su paso por la Hermandad Blanca del Paititi había dejado su huella en la mente desequilibrada del periodista.
La postura de Goodman había cambiado. Las palabras inconexas que pronunciaba le insuflaban una energía desconocida hasta entonces. Estaba ensoberbecido. El delirio lo copaba y la irracionalidad más barata se traducía en frases poco entendibles.
—¡Cuando encuentre el tesoro, encontraré el sendero que me lleve a ser jefe de esa casta privilegiada! —terminó exclamando en voz muy alta.
Indy se le abalanzó y le pegó una certera trompada en la carretilla, sentándolo en el suelo.
—¿Te das cuenta? —repuso dirigiéndose a Deyermian.—¿Puedes creer que delirantes como estos pongan el peligro a tantas personas en el mundo?
Acto seguido, caminó hacia la ventana y se asomó.
Había llegado el momento de pensar cómo salir de esa ratonera.


25
EL TORREÓN
Con una altura de más de cuarenta metros, el redondeado torreón en el que soportaban el cautiverio era una vía sin escape. Adosado a la piedra misma de la montaña, la construcción se elevaba desafiante por encima de la selva. Era una clara muestra de la excelente cantería incaica. Un orgullo para los descendientes del antiguo imperio y un gran problema para aquellos que, encerrados en su nivel más alto, pretendían alcanzar la libertad.
El ventanuco por el que Indy asomó su cara era demasiado pequeño. Aún sin rejas, resultaba imposible siquiera sacar la mitad del cuerpo de un hombre normal. Servía sólo de ventiluz. No existía la más mínima posibilidad de filtrase por él. Por otro lado, de poder conseguir semejante hazaña, un precipicio hondísimo era lo que les esperaba más allá del muro.
Desde esa posición poco privilegiada podía observarse gran parte de la ciudadela y al fondo, haciendo de telón natural, una montaña inmensa color verde oscuro obstruía toda perspectiva. Estaban en un valle cerrado, protegido; invisible de la vista de cualquiera. Un lugar secreto.
En tanto Indiana echaba un vistazo al panorama exterior, Greg probaba mover la pesada puerta de madera que los retenía en la celda. No había caso. Demasiado gruesa. Inamovible. De seguro una clavija de piedra la retenía en su sitio. Era inútil tratar de empujarla o aflojarle los goznes a golpes; además, el ventanuco abierto a media altura —y por el cual era posible ver a los prisioneros— también era muy angosto
Nautilius Goodman no colaboraba en nada. Dolido por el trompazo, se mantenía al margen de los quehaceres de los dos académicos. Un hilo de sangre, que se le secaba con el paso de los minutos, adornaba la comisura derecha de su labio inferior. El Rasputín británico, el monje negro de la Hermandad Blanca, aguardaba el momento adecuado para actuar. Ya llegaría.
A medida que las horas pasaron la esperanza de escapar se volvió nula. La única vía de evasión posible estaba bien cerrada por fuera; y al cabo de pensar un rato, decidieron cruzar los brazos, descansar, y esperar a que el destino les habilitara por sí mismo una salida... a la vida o a la muerte
Quiso la buena suerte que ese destino tuviera nombre y apellido: Robustiano Patrón Costas.
Poco antes de la medianoche, el peruano asomó su rostro por el trampilla de la puerta. La celda estaba a oscuras. Sólo un débil rayo de luz, producido por las antorchas colgadas en el pasillo, se colaba por la abertura.
Goodman reconoció de inmediato a su ex-socio.
—¡Rata inmunda! ¡Excremento humano!—profirió con inquina.—¿Todavía te atreves a venir a burlarte?
Robustiano sonrió.
—¡No seas rencoroso! —lo tuteó desenfadado.—Te traigo algo de comer y ¿me tratas de este modo? ¡Desagradecido!... De todos modos, para que veas que soy un hombre de bien, te dejo estas sobras... —y tiró al piso del calabozo una media docena de huesos de pollo, totalmente pelados. Sin carne. —Afila tus dientes —replicó conteniendo la risa.
La ira de Goodman lo hizo actuar con una velocidad inusitada. Extrajo el brazo derecho por el ventanuco y, antes de que cante un gallo, tomó a Robustiano por el cuello, haciéndole chocar la frente contra la superficie de la puerta.
—¡Voy a matarte aquí mismo! ¡Cerdo!—gritó. —¡Puerco traidor! ¡En tu cuello afilaré mis dientes!
Las falanges de la mano apretaron la traquea de Patrón Costas a punto de hacerle perder el conocimiento. Le empezó a faltar el aire. Goodman no soltaba. No estaba dispuesto a dejarlo hasta verlo morir. Siguió presionando. Sentía un morboso placer al experimentar cómo la vida de su odiado enemigo se le colaba, literalmente, por sus dedos.
Entonces, Indy se interpuso tomándolo por los hombros y empujándolo con fuerza hacia atrás. Goodman dio contra el muro, al otro lado del recinto. Sus ojos eran dos bolas inyectadas de sangre.
Robustiano tosió y maldijo. Si el arqueólogo no se hubiera interpolado seguramente habría quedado estrangulando en medio de ese corredor frío y húmedo del torreón. Encorvándose, se retiró de la puerta.
—Espere, no se vaya —pidió Indy con tono severo.—Quiero plantearle un trato, que nos va a beneficiar a ambos.
—¿De qué se trata?—preguntó refregándose el cuello.—¿Qué puede tener para ofrecer?
Indy impostó más su voz y articuló sólo una palabra; corta y efectiva:
Oro...
Patrón Costas se paralizó unos segundos y, con precaución, volvió a asomarse al interior del calabozo.
—¿A qué se refiere, Jones? —sondeó con curiosidad creciente.
—A más oro del que pueda imaginar. —Y sacó del bolsillo de su cazadora un pequeño y macizo amuleto áureo de pocos centímetros de largo. A fin cuentas, no había podido resistirse a tomar algo de la gran cámara del tesoro. —Aquí tiene una prueba de ello —dijo, entregándole la pieza por el ventanuco. —Tenga. Es suyo. Sáquenos de aquí y le diré donde puede encontrar miles de esas cosas. Sólo quiero abandonar este sitio. No me interesa lo que Hense haga con él... ya no.
Robustiano se quedó perplejo con el fetiche antropomórfico en la mano.
Valía una fortuna.
—¿De dónde lo sacó? —preguntó.—¿Dónde encontró esto?
—Sáquenos y se lo diré.
Robustiano titubeó mientras tanteaba la pieza con renovada codicia.
—¡Sólo a usted!
—No... Mi amigo viene conmigo.
—Sólo el profesor Deyermian y usted.... Goodman se queda.
—¡Hecho!
—Pero, háganse para atrás. Aléjense de la puerta. Bien lejos. No quiero trucos, doctor Jones.
Obedecieron.
La puerta crujió y lentamente la silueta armada de Robustiano se recortó debajo del marco.
Lo primero que a Indy le llamó su atención fue algo que el peruano tenía enrollado en el hombro izquierdo...
...Un látigo.
...¡Su látigo!
—Vengan, salgan los dos... —dijo el peruano con premura.
Iba a decir algo más, seguramente una ironía; una frase que pretendía ser inteligente, pero no alcanzó a mover los labios. Un zapatazo le dio en pleno rostro, haciéndolo trastabillar.
Indy quedó perplejo. No era suyo ese zapato. Tampoco de Greg.
Nautilius Goodman, descalzo de un pie, brotó de la oscuridad como un desquiciado y se le tiró encima.
El revólver salió despedido y se perdió en la sombra de la celda. El látigo cayó a un costado, justo a los pies de Indy
—¡Corre, Greg! —gritó Jones, al tiempo que alzaba su pertenencia y se lanzaba a toda carrera por el pasillo que conducía a una escalera de caracol.
Estaban a pocos metros del primer peldaño cuando un corpulento Pacori se interpuso en el camino.
Indy no le dio tiempo a actuar.
Agitó el látigo con todas sus fuerzas. La fusta se desenrolló para volver a enrollarse en el cuello del indio. Tiró con vigor. El aborigen fue atraído hacia delante; pero antes de dar con la boca en el piso, Greg le propinó una feroz patada en la cabeza dejándolo inconsciente.
Sin decir palabra, iniciaron el descenso del torreón con paso veloz. Debieron bajar unos veinte metros. Ya estaba a mitad de camino. La copa de los árboles cercanos se veían con claridad a través del gran ventanal de roca abierto hacia el vacío.
Al llegar a ese primer descanso, Indy se detuvo de golpe.
Alguien subía deprisa las escaleras.
—¡Contra la pared! —reclamó en voz baja.
Eran dos soldados de Odessa.
Estaban armados y subían sin advertir nada extraño.
No bien los tuvo a tiro, Indy le arrancó al primero el arma por el caño, atrayéndolo hacia él y rompiéndole la cara de un golpe en el tabique nasal. Greg dio un brinco inusitado, clavándole los pies en el estómago al segundo. En ese momento una ráfaga se disparó contra el techo, retumbando como su fuera una cañonazo. Dos pisos más abajo se armó un revuelo de gritos y voces. Muchas de ellas pronunciadas en alemán.
Indy revisó el cargador del arma que tenía.
—No hay muchas municiones. No podremos resistir por largo tiempo. —dijo.
—Pues tendremos que hacerlo —contestó Deyermian amartillando la metralleta y parapetándose en un recodo de la escalera.
Cuando los hombres de Hense tiraron la primer tanda de disparos, los dos letrados aventureros respondieron tratando de ser precisos en sus descargas.
No podían darse el gusto de desperdiciar balas.
cd
Los viejos días en las trincheras francesas, durante la I Guerra Mundial, volvieron a Indy tan frescos como si no hubieran pasado cuarenta años. Era la misma descarga de adrenalina, el mismo temor, la misma sensación de claustrofobia. El mismo sentimiento de muerte cercana.
Resistieron valerosamente por espacio de diez minutos, pero sabían que el tiempo se les acortaba y que en breve los hombres de Hense y sus pacoris amigos subirían sin la intención de comportarse diplomáticamente.
Cuando les quedaban sólo tres disparos a cada uno, y tras considerar las vías de escape sin mucho detenimiento, se pararon frente al gran ventanal de piedra que daba al vacío y... saltaron antes de que sus agresores alcanzaran el nivel del torreón desde el que soportaban el asedio.
No fue una caída limpia.
A lo largo del trayecto, sus cuerpos chocaron con ramas y enredaderas voladoras que se desprendían desde los muros. El chasquido de las hojas, al ser rotas por el peso, amortiguaron los gritos que sus enemigos daban desde lo alto. Finalmente, y tras atravesar unas matas espinosas y duras, se abrieron paso directo hacia un arroyo que corría en el borde mismo de los cimientos del torreón.
Y se hundieron.
Cuando Erich Hense se asomó, sólo atinó a ver los círculos concéntricos que indicaban el lugar de la zambullida.
Les disparó una par de veces para asegurarse y se quedó mirando la superficie líquida por unos minutos. Recién cuando los gritos de Robustiano se colaron por la escalera, volteó y ascendió por ella, rodeado de sus esbirros.


26
DEMONIOS
Plaza Ceremonial del Paititi
24 horas después.
Medianoche
Luna nueva.
En ruinas, el sector más antiguo de la ciudadela relumbraba en la noche, poblado como pocas veces, por una aglomeración de hombres que destilaban nerviosismo, tensión, ansiedad y, muchos de ellos, miedo. Sólo el Hatun Apu Paykikin Pacha, el Gran Soberano de la Resistencia, el Señor Alto del Lugar, mantenía su calma y característico don de mando; a pesar de estar rodeado por Apocurimache y cinco de sus hombres armados con lanzas. El Gran Padre, como también se lo conocía, ocultaba la humillación de ser un prisionero de su propia etnia. El golpe de estado se había concretado.
Apocurimache, el joven guerrero, empezaba a manipular las riendas del poder asociado con los alemanes; y si bien en el fondo se sabía un mero títere de Hense, tenía para el futuro planes propios. Pero primero debía legitimarse ante su pueblo y para ello la paciencia era una condición ineludible. El primer paso estaba dado. Restaba por terminar de conocer a fondo los ritos secretos que volvían poderoso al viejo inca y absorber a través de ellos el liderazgo carismático que lo llevaría a ser el Nuevo Gran Señor, la nueva generación que detentaría el dominio absoluto.
Su reinado no sería tolerante con las otras etnias que compartían la selva. Los Pacoris tenían derechos más que ganados para sobreponerse a los “impuros” huachipaires y dóciles machiguengas. A éstos se les darían roles diferentes en el nuevo mundo que se inauguraba. Serían lo más parecido a los esclavos; no habitarían la Sagrada Llacta y sus mujeres no tendrían el derecho de negarse al sometimiento de los únicos dueños del Paititi.
Apocurimache había soñado siempre con ese poderío y estaba a punto de retenerlo para siempre. Afortunadamente, ese oficial extranjero y sus soldados armados lo secundaban; además, claro está, de un ingente número de hombres de su propia raza; todos ellos enérgicos jóvenes dispuestos a obedecerle sin cuestionar la tradición. Eran ellos los que ocupaban el predio central de la plazoleta —cancha— en ruinas.
Aquel sector era un área sacra por excelencia, al que muy pocas veces —muy pocas personas— acudían. Siendo la parte más antigua de la ciudadela, conservaba los primeros edificios. Era un sector tabú; un espacio prohibido. El núcleo original. El centro del mundo.
Los restos de un antiquísimo templo, reducido a escombros, luchaban por mantenerse identificables en medio de una maraña de raíces voladoras y árboles centenarios que se hundían por encima de lo que otrora fueran muros. El moho, por su parte, patinaba las superficies de las piedras talladas, denunciando su condición de construcción muerta.
A un costado de ésta, los soldados de Odessa transpiraban ansiedad. Estaban inquietos y varios de ellos exhibían frescas magulladuras en sus caras. Las metralletas eran los únicos instrumentos que les daban una cierta cuota de dignidad. Eran los protagonistas de una conquista devaluada, inmoral.
Estaban secundados por los porteadores peruanos contratados en Cusco y dos renovados prisioneros: Robustiano y Nautilius Goodman; que permanecían sentados sobre una roca, custodiados por un gigante Pacori provisto de afilada lanza.
Erich Hense ocupaba un sitial de preferencia en la plaza. Parado, con los brazos en jarra, vestía su antiguo uniforme negro de oficial SS y una brillante luger parabellum brillaba en una cartuchera lustrada con esmero. Serio, sin demostrar emoción alguna, era el verdadero supervisor de toda la situación. Se sentía orgulloso de sí mismo. También él soñaba con un nuevo mundo; uno que había sido abortado por una derrota militar en 1945, hacía ya trece años.
Justo enfrente suyo, sobre una explanada de tierra desprovista de cascotes, alguien había desplegado una “mesa chamánica” en la que se disponían, por encima de un tejido exquisitamente manufacturado con hilo de vicuña, toda una serie de objetos rituales: fetos de camélidos, hojas de coca, piedras huancas con extrañas formas, cerámica de alta calidad y diez vasos tubulares de oro macizo —keros— en los que tradicionalmente se bebía la chicha mejor elaborada. Sólo que en este caso, los keros estaban vacíos.
Eran recipientes grandes en extremo; mucho más que los usados por la gente del común para beber y festejar en fiestas no tan significativas como esa. Parecían baldes más que vasos. Estaban decorados con grecas, figuras escalonadas y símbolos geométricos.
Debían valer una fortuna, pensó Goodman al admirarlos desde lejos.
Cada uno de los elementos de la mesa cumplía una misteriosa función específica; pero el que con más reverencia se manipulaba era un quipu[14], confeccionado con hilos del oro más puro. Constaba de una serie de nudos expuestos en grupos y trenzados en diversas cuerdas áureas que colgaban de una cuerda matriz horizontal. En teoría, este instrumento servía para contabilizar y registrar cantidades; pero ya desde los días de la invasión europea (siglo XVI) se venía rumoreando que también hacían las veces de “libros” en los que era posible “leer” acontecimientos e invocaciones religiosas. Una forma de escritura no alfabética novedosa, críptica, original; sólo conocida por una minoría de iniciados, expertos en sus secretos. Un canal de comunicación con los dioses.
—¿Quién lo leerá? —preguntó Hense con energía. Robustiano transmitió la duda a Apocurimache.
—El Hatun Apu Paykikin Pacha. —tradujo.
Apocurimache se acercó al Gran Inca. Le puso sus labios muy cerca de la oreja y los movió imperceptiblemente. Hense se dio cuenta de que le decía algo y el viejo líder arqueó las cejas en señal de sorpresa. Una mueca de desprecio le desfiguró el rostro. Inmediatamente, un guerrero Pacori entró en escena, transportando un fardo funerario antiquísimo: los restos de una momia andina. Los sagrados huesos de uno de los primeros príncipes rebeldes de la ciudadela.
—Parece que lo amenazó con destruir eso —explicó Robustiano señalando con la barbilla el fardo; tratando al mismo tiempo de congraciarse con el oficial alemán. —Es un momia. Un antepasado.
Hense guardó silencio. Observaba los acontecimientos no sin cierta sorpresa.
—Es una vieja táctica andina —prosiguió Patrón Costas.—Si se “mata” a las momias del enemigo sobrevendrá el caos, el hambre y la muerte sobre la comunidad. Es lo que hacían los incas en tiempos del imperio: sometían a los pueblos conquistando a sus muertos.
Hense siguió sin responder. ¿Qué hubiera hecho él si hubieran amenazado con llevarse los restos de su Führer?
El Hatun Apu Paykikin Pacha reaccionó. Con paso marcial, casi sobreactuado, se abrió camino hacia la mesa y agarró el quipu. Lo levantó con sumo respeto y emitió una larga súplica en voz muy alta y potente. El sonido de la invocación resonó en toda la plazoleta y el sector viejo de la ciudad se llenó de rumores. Los indios presentes abrieron los ojos con temor y sorpresa.
El quipu brillaba entre los dedos del Señor Alto. Lo tomó por ambos extremos y cuando las sogas de oro quedaron colgando de la mecha horizontal, el tono de sus palabras se elevó aún más. No le quitaba los ojos a los nudos áureos. Los estaba leyendo, en quechua.
Entonces ocurrió lo impensado.
Los diez keros que descansaban sobre la mesa empezaron a vibrar como si un terremoto localizado los sacudiera, sólo a ellos. Numerosos aborígenes huyeron del lugar cuando un dorado rayo de luz salió proyectado del primer vaso ceremonial conectando al resto con una mecha de luz sobrenatural.
Dos Pacoris, fieles al Inca y su ciudad, intentaron aprovecharse de la situación y desarmar a los soldados de Hense; pero no pudieron romper el cerco de ametralladoras: fueron barridos sin miramientos.
El anciano dirigente se detuvo alertado por el ruido de la balacera, pero los ojos vigilantes de Apocurimache lo obligaron a seguir con el ritual. No debía detenerse. La momia corría serios riesgos de ser quemada o destruida a golpes.
Los dos keros, que abrían y cerraban la hilera de vasos, despidieron un enjambre de chispas multicolores y el interior de todos ellos se iluminó con una fuente de energía desconocida. Una luz compacta. Dura. Fría.
Recién entonces se materializaron.
Eran demonios.
Entes salidos de un mundo de pesadillas. Etéreos seres inmateriales, antropomórficos, que parecían estar hechos de aire condensado.
Salieron de los keros semejando los genios mitológicos de Oriente, elevándose por encima de la mesa chamánica, dando vueltas a medida que ganaban altura.
El Hatun Apu Paykikin Pacha gritó algo.
Nadie comprendió lo que dijo, pero el agudo alarido aceleró los movimientos de los demonios; quienes empezaron a danzar emitiendo un sonido gutural, casi animal.
Sobrevolaron la plaza hasta colocarse arriba de los seis soldados alemanes de Odessa. Otro se puso por encima de Hense y tres más se arremolinaron sobre la cabeza de Apocurimache y dos de sus fieles pacoris. Acto seguido, y acompañando sus movimientos con alaridos espeluznantes, ingresaron en los cuerpos de los conspiradores, poseyéndolos.
En ese momento, el Gran Jefe Inca soltó el quipu.
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Completando la oscura liturgia, las entidades atravesaron los poros epidérmicos de sus anfitriones, convirtiéndose en los manipuladores huéspedes de unos cuerpos que se sacudían como si estuvieran siendo alcanzados por centellas.
Lenguas de luz dorada brotaron del pecho de Erich Hense y una espiral de viento lo hizo girar sobre su propio eje a modo de un taladro humano. Rayos lumínicos volvieron incandescente los ojos y la boca del alemán. Se había convertido en una verdadera usina humana. Un sol metamorfoseado en hombre.
En tanto el prodigio se llevaba a cabo, todos los poseídos extendieron sus brazos a los costados del cuerpo adoptando una postura cruciforme, crispando los dedos; sintiendo un calor infernal subiendo desde las plantas de los pies hasta alcanzar la punta de los cabellos.
Ardían.
Una niebla fosforescente cubrió gran parte del lugar y cuando los keros dejaron de sacudirse, Hense, sus soldados y los tres pacoris, habían adquirido un aspecto extrañísimo.
Profundas ojera se hundían debajo sus ojos y miradas oscuras brotaron de pupilas tan negras como el petróleo.
Se veían más altos que de costumbre. Más corpulentos.
Distintos.
Ya no eran los mismos.


27
RAYOS Y CENTELLAS
Con la ropa a medio secar y protegido detrás de una muralla carcomida por el paso del tiempo, Indy Jones no pudo evitar lanzar un resoplido de sorpresa al ser el testigo —inadvertido— de los fabulosos sucesos que se desarrollaban en la plaza.
Tenía que reconocer que se había equivocado; que en muchas cuestiones referidas al Paititi se había dejado llevar por un racionalismo excesivo, y que los rumores más inquietantes, a la postre, resultaban ciertos. Mucho de lo que había negado en charlas y conferencias universitarias se materializaba ante su azorada mirada. El asombro reacomodaba sus conocimientos previos, confundiéndolo; obligando a que rescribiera mentalmente la historia que lo acompañara a lo largo de casi toda una vida.
Una pesadilla se corporizaba a pocos metros. Un mítico ritual cobraba realidad delante suyo. Lo inadmisible se volvía concreto. Las misteriosas fuerzas de un pasado mal conocido cobraban vida y se hacían carne en las personas menos indicadas.
De haber estado vivo, el propio Führer se hubiera sentido feliz.
—¡Dios santo, esto es increíble! —murmuró Greg Deyermian con voz entrecortada. —¡No puedo creer lo que estoy viendo!
Y en verdad no había palabras para definir todo aquello.
Observar a Erich Hense convertido en un gladiador místico exultante de poder, un verdadero instrumento de fuerzas que nadie entendía cabalmente, producía un pavor que nacía de las vísceras.
Horror. El más primitivo y angustiante horror.
Fue en ese momento cuando Nautilius Goodman supo que tenía que actuar; dejar ese lugar a toda costa; aprovechar el desconcierto de todos y abandonar cuanto antes el ritual cúltico del que era testigo no participante. Su situación de desventaja lo agobiaba y reconocía que sentía un profundo espanto. La aparición de esas formas demoníacas superaban todas sus expectativas, a pesar de haber sido un “creyente” y defensor apasionado de los misterios esotéricos que tenía antes sus ojos. Pero él no controlaba la ceremonia. Carecía de todo poder. Era un mero prisionero con los minutos contados. Hense monopolizaba el mando y algo le decía que muy pronto el alemán tomaría venganza sobre su persona, exponiéndolo a las fuerzas de las desconocidas entidades que manipulaba y lo manipulaban.
No se equivocó.
Al menor movimiento del inglés, el poseído oficial germano le clavó sus ojos vacíos de alma.
No hubo tiempo para nada.
No bien Goodman empujó con fuerza a su custodio Pacori y se dispuso a huir, la cavernosa voz de Hense llegó a sus oídos:
—¡¡Goodman!!
Aterrado, Nautilius recogió la lanza que el indio había perdido con el empellón y sin pensarlo se la lanzó al nazi con toda las fuerzas que pudo imprimirle a los músculos del brazo. El artefacto salió despedido con una velocidad pasmosa. Cortó el aire con un siseo y la punta afilada de piedra atravesó el uniforme SS a la altura del estómago.
Hense ni se inmutó.
Se miró el abdomen herido. Esbozó una sonrisa. Observó a Goodman y se quitó la lanza sin manifestar dolor.
No sangraba.
Un frió tentáculo de pavor le recorrió a Goodman el espinazo. Los pelos de la nuca se le erizaron. Si le hubieran dado tiempo se habría puesto a sollozar como un niño.
Pero no tuvo tiempo.
Hense estiró su brazo derecho en dirección del inglés. Gritó algo en quechua e, inopinadamente, una escena repugnante se representó ante la mirada de todos.
Goodman empezó a temblar como un flan. Un cosquilleo extraño le recorrió el estómago y sintió que la cabeza le pesaba más de lo normal. Le dolieron los ojos, los dedos, las piernas. Sintió un presión en las sienes y las apretó con fuerzas para aliviarse, pero fue inútil. Un fuego interior empezó a abrazarlo y entonces... sus intestinos estallaron.
La musculatura fláccida del abdomen se abrió como un libro viejo, crujiendo y lanzando hacia delante una masa sanguinolenta de repugnante apariencia.
Aun con vida, Goodman se observó a sí mismo; y con los últimos segundos de conciencia que le quedaban se percató de que literalmente había reventado.
Partido en dos, su cuerpo se desplomó en el suelo, manchando con sangre, bilis y grasa derretida todo el entorno.
Robustiano sintió ganas de vomitar.
—¡Este es ahora el poder de mi legión! —exclamó Hense ensoberbecido.
Greg se quedó mudo. No podía emitir sonido y su respiración se aceleró tremendamente. A su lado, y pegando también la cara al piso, Indy se agarró el sombrero para evitar que se le volara. Una fuerte brisa había empezado a cruzar toda la plaza.
—Tenemos que salir de aquí —dijo.
—No es conveniente —contestó Deyermian luchando por mover sus cuerdas vocales. —No ahora. Pueden oírnos, Indy...
—No podemos quedarnos. Corremos demasiados riesgos. Ese maldito bastardo es una fuente de energía increíble.
—¿Qué propones?
—Volver a la selva. Esta muralla no nos esconderá por mucho tiempo.
Apenas susurraban. Intercambiaban siseos prácticamente inaudibles. Así todo, fue suficiente para que la hipersensibilidad de Erich Hense los detectara, y obligara a todos los que participaban en la ceremonia a que guardaran silencio. Fue como entrar en una cámara de vacío.
—Prepárate a seguir corriendo... —musitó Indy, acomodándose para salvar su vida.
—¡¡Jones!! ¡¡Indiana Jones!! —aulló el alemán volteándose hacia la muralla que protegía al arqueólogo, ubicada a unos cuarenta metros de donde estaba parado. —¡¡Puedo escucharlo, doctor!! ¡¡Sé en donde se esconde!! —y volvió a levantar el brazo en dirección de su invisible oponente.
Un rayo de color azul se desprendió de la punta de sus dedos e impactó contra el muro en ruinas. Como si fuera alcanzada por un cañonazo, la pared estalló en mil pedazos.
Cuando la polvareda se disipó y los últimos trozos de piedras terminaron de caer al piso, Indy y Greg ya no estaban.
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Las ceremonias eran parte de su cosmovisión. Había sido educado en la vieja escuela nacionalsocialista del festejo patriótico y del culto sagrado a los monumentos; sólo que siempre los había vivenciado del otro lado del escenario, mezclado entre las fanatizadas masas que vivaban al disertante, al elegido, al Führer.
Pero ahora las cosas eran distintas.
Lo había conseguido.
Finalmente, sobre él recaían todas las miradas, la admiración de sus hombres y el terror de las mayorías. Él era el centro de la escena. A él respetaban. Sin duda, aquello era el inicio de algo nuevo. Una renovada época empezaba a inaugurarse.
Adaptándose a los profundos cambios internos que lo volvían poderoso, Erich Hense no dejaba de reconocer su sorpresa al tener enfrente suyo tanta riqueza acumulada en oro puro. La cámara del tesoro, convertida en el inesperado escenario de un ritual pagano que le era ajeno, resplandecía con sus piezas pulidas y montañas áureas.
Después de siglos, el mentado tesoro perdido de los incas, recibía en su seno a más de un occidental a la vez; en este caso, a unos representantes de ultramar devenidos en semidioses, cuya lengua materna era el alemán.
El recinto era inmenso, más grande de lo que parecía a simple vista; excavado en la tierra y totalmente tapizado con piedras perfectamente recortados estilo imperial. Un domo cuyo techo abovedado se curvaba exquisitamente hacia arriba, otorgándole una altura sorprendente y simulando un gigantesco útero de roca.
Allí se acumulaban centenares de miles de toneladas de riquezas sin igual que, por siglos, habían quedado fuera del alcance de la codicia europea y del sentido económico que el hombre blanco. Comparativamente, para el inca su valor era ritual. Su color dorado se asimilaba al reverenciado Inti, el sol; y por analogía, acceder al oro era disminuir la distancia con el Creador.
Todo parecía indicar que Hense era quien más cerca estaba. Irradiaba omnipotencia. Con sólo mirarlo bastaba darse cuenta que su lado humano —en caso de haberlo tenido alguna vez— se diluía en una esencia nueva, que lo acercaba a la de un mítico héroe civilizador.
Sus hombres, de igual modo, demostraban un eufórico poder desatendiendo el uso de las ametralladoras. Ya no les hacían falta. Podían mover las cosas a distancia, manipulándolas con el sólo poder de sus deseos. En tanto que Apocurimache, imbuido de esa mística energía, se movía como si fuera el nuevo jefe supremo del Paititi.
Habían sido guiados por él a la cámara. Todavía los deseos de Hense debían ser satisfechos. No convenía revertir el orden de mando en ese momento. No faltarían oportunidades para ello. Primero tenía que asentarse en el trono del Paititi, legitimar su fuerza y, sólo después, quitarse de encima a sus circunstanciales aliados. Apocurimache se consideraba a sí mismo un hombre sensato y, como tal, era suyo el don de la paciencia. Así todo, a pesar de su cuota de poder, se sentía amedrentado por el inmenso disco solar que colgaba de una de la paredes del recinto.
Tenía unos quince metros de diámetro y representaba el rostro de la deidad máxima del antiguo panteón andino: Viracocha, El Primer Hacedor.
Indy también se sorprendió al verlo. No se había percatado de su presencia en la primera incursión a la cámara del tesoro. En realidad, no había tomado conciencia real de las dimensiones de aquel depósito. Su paso subrepticio por él fue circunstancial; pero ahora, subido sobre un alto terraplén de tierra, fuera del alcance de la ominosa mirada de su enemigo, Indy y Greg repasaban, en el más absoluto silencio, cada uno de los detalles de lugar.
Había sido una suerte conocer la puerta trasera que se abría en el sector de las terrazas agrícolas.
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Hense caminaba con parsimonia. De tanto en tanto movía sus manos y los objetos cambiaban de lugar como si fueran accionados a control remoto. No quería abusar de esos poderes. En el fondo creía que de hacerlo éstos se agotarían. Pero se equivocaba. Eran inagotables, como el oro que se acumulaba aquí y allá.
—El IV Reich ya es un hecho, caballeros —dijo ensimismado ante tantos recursos económicos. —Con estas riquezas reconstruiremos al estado Nacionalsocialista que nos legó nuestro admirado Führer y con los poderes que poseemos ya nada ni nadie podrá detenernos. ¡No habrá una tercera rendición! ¡estamos ante el umbral de la más fabulosa victoria que la raza aria haya inaugurado jamás! ¡Seremos invencibles!
Un hilo de pasmo le recorrió a Indy la nuca y, antes de que su compañero dijera nada, se llevó el dedo índice a los labios, conminándolo a no emitir sonido.
—Mañana mismo —sentenció el alemán —empezaremos a cargar, de alguna, forma parte de esta fortuna. No hay tiempo qué perder.
No bien terminó el enunciado, el Gran Inca prisionero se adelantó unos pasos y le dijo en quechua:
—¡Nada de lo que hay en este lugar puede abandonarlo!
Hense comprendió perfectamente. La lengua local, que antes del ritual desconocía, era ahora como su segundo idioma.
—¡Me llevaré lo que se me antoje! —dictó con ironía. —¡No puedes impedírmelo, viejo decrépito! —y tomándolo por el cuello lo levantó como a una pluma. Dos segundos después lo sacudió hacia un costado, arrojándolo contra una colección bellísima de cacharros dorados.
El Gran Inca quedó tendido de espaldas, inmóvil, con la mano derecha extendida y el sagrado quipu de oro enredado entre sus dedos.
Desde lo alto del terraplén, Indy enfocó su atención en aquel manojo de cuerdas brillantes y codeó a Deyermian.
No pudo contener sus palabras.
—Hay que recuperar ese artefacto —dijo.
Bastó sólo eso para que Hense se percatara de su presencia y elevara sus nuevas y oscuras pupilas hacia el arqueólogo.
—¡Maldito seas! —profirió con vos de trueno y con sólo desearlo una lengua de luz concentrada, de energía pura, se desplegó de la punta de sus dedos hasta impactar contra el terraplén en el que Indy y Greg apoyaban su peso.
La superficie vibró. Sendas chispas estallaron en mil direcciones, entremezcladas con tierra y piedras. El piso se resquebrajó y antes de que pudieran sostenerse de algo, Jones y Deyermian sintieron cómo caían desde los alto en dirección al alemán.
El ruido fue infernal. Un alud de escombros los arrastró hasta abajo, amortiguando en algo la caída.
Indy aterrizó de costado y antes de que Hense le lanzara una segunda descarga, giró como un trompo. Una nueva explosión lanzó residuos para todos lados dejando abierto un cráter de proporciones, donde hacia décimos de segundos estuviera el cuerpo de Jones.
En medio de la polvaredera levantada, Indy divisó la mano abierta del Hatun Apu Paykikin Pacha y en su palma el quipu de oro.
Lo tenía muy cerca,
Estiró su brazo y lo agarró.
¿Qué hacer ahora? ¿Por qué había pensado en ese objeto? ¿Tendría éste el poder suficiente para detener al nazi? Una idea le cruzó la mente: “Todo aquello que te da algo, te lo quita más tarde”. Era una vieja máxima oriental. ¿Sería cierta?
Se reincorporó de un salto. Tenía el quipu muy bien agarrado. Permaneció de pie, cara a cara, frente a Hense.
Se odiaban.
—¡Voy a destruir esta cosa si sigue insistiendo con sus ataques! —gritó sujetando las cuerdas, amenazando con partirla en varias partes.
Hense se detuvo.
—¿Cuánto cree que pueda resistir, doctor Jones? —preguntó con sarcasmo. —No mucho tiempo. Es conveniente que se rinda y deje de lado sus actitudes de héroe adolescente. Deme ese quipu...
—¡No se lo daré, maldito hijo de perra! ¡Voy a arruinarle todos sus planes!
—Está loco, Jones. Usted bien sabe que esta vez no saldrá con vida de este lugar.
Los seis soldados de Odessa rodearon al arqueólogo. Greg, ubicado detrás de Indy, trató de buscar resguardo.
—Puedo asegurarle, doctor Jones, que si le hace daño a ese instrumento ritual me encargaré personalmente de hacerlo sufrir mucho.
—Lo hará de todos modos...
—En eso tiene razón —respondió riendo.
Fue una levísima inflexión en el tono de voz del germano la que le anunció a Indy que debía reaccionar cuanto antes. En ese mismísimo instante.
Estrujó con fuerza el quipu y clamó a los cuatro vientos en quechua:
—¡Taytay mascamuch-kaykim! [¡Oh, Señor te estoy buscando!] ¡Ari camacchicucc, mañay tiray samka maki kauri! [¡Tú, El que Manda y Ordena, ruego le arranques el terror de las manos a este monstruo!]. ¡Waqtay! [¡Golpéalo!]. ¡¡Qespichii!! [¡Libéranos!].
Robustiano, que había permanecido al margen de todo el asunto hasta ese momento, cuidando no hacerse notar demasiado, salió corriendo despavorido; pero el sobresalto de uno de los soldados le tronchó la huida lanzándole un rayo que lo atravesó a la altura del estómago.
Humeante, el peruano se derrumbó sobre un montículo de oro.
Ajeno a los detalles, Indy seguía aferrando el quipu cual un náufrago abraza su salvavidas.
Nada había cambiado. No experimentaba ninguna sensación extraña. Todo seguía igual. Mentalmente se preguntó si la frase de poder era en verdad efectiva, incluso si la había pronunciado correctamente.
Parado frente a diez personajes exultantes de poderío mágico y un Erich Hense metamorfoseado por él, el arqueólogo se sintió un idiota. Había jugado todas sus cartas. Todo por el todo. Y verse a sí mismo, allí, apretando esas cuerdas anudadas sin tener absoluta certeza, ni plena fe, en el poder de la reliquia, hicieron que se arrepintiera de su osadía. Pero... ¿qué otra opción tenía? Había confiado en sus conocimientos y dejado que la intuición hiciera el resto. Ahora estaba a merced del quipu. Su vida, la de Greg y la millones de seres humanos dependían de ese objeto sagrado.
Apocurimache caminó en su dirección. Sus fuertes pómulos se le marcaron en el rostro desangelado de gigante asesino y cuando tuvo al arqueólogo a tiro, estiró su brazo y lo tomó por el hombro.
El apretón fue increíblemente fuerte. Poderoso. Doloroso.
Indy bramó entremezclando sufrimiento y rabia. Entonces ocurrió.
Una poderosa descarga eléctrica quemó la mano del pacori, obligándolo a que la retirara en el acto. Chilló. Pero eso no fue todo. Cuando se miró la extremidad dañada advirtió que los dedos parecían brillar desde adentro. Recién en ese instante experimentó la primera ola de dolor.
Todo el brazo se le prendió fuego, carcomido por lo que parecía lava. Cada una de las venas se le hincharon a causa del calor que las recorría y todo el cuerpo se hinchó.
Hense retrocedió sorprendidísimo. El resto de los secuaces se detuvieron en seco, sin poder quitarle los ojos al aborigen.
Apocurimache aulló invadido por el terror.
Indy dio un paso hacia atrás y aferró el quipu con mucha más fuerza.
Al segundo, el pacori estalló como un globo.
Fue algo repugnante. Sus pedazos ensangrentados embadurnaron a todos los que lo rodeaban.
Hense escupió al suelo. Greg se secó la frente. Indy advirtió que una mancha roja había chocado contra la copa de su sombrero fedora. Todo el resto se quedó estupefacto. Nadie advirtió que el viejo Hatun Apu Paykikin Pacha se había reincorporado, estirándole la mano a Indy Jones.
—¡Démelo! —ordenó en quechua y sin titubear el arqueólogo obedeció.
Las manos del anciano se movieron con inusitada velocidad. Tocó varios nudos. Los unió y volvió a separar. Parecía estar rezando un rosario. La única diferencia sustancial era que la frase de poder que masticaba casi en silencio estaba dicha en un idioma desconocido: el idioma secreto de los reyes incas.
Hense se volvió hacia Jones. Sus ojos estaban muertos. Eran cuencas vacías de vida interior. Meros agujeros negros rellenos de codicia, maldad y ansias de revancha.
—¡¡No volverá a pasar!! —aulló como un loco. —¡¡No volverá a pasar!! —y apuntó con su mano directamente a la cabeza de Indy.
En ese preciso instante, el disco solar de Viracocha desprendió un fogonazo enceguecedor y toda la cámara se iluminó de un blanco. Era como ver una fotografía en negativo. Las siluetas se sacudieron dentro de esa explosión lumínica.
Indy se tiró al piso. Era lo más parecido a las pruebas atómicas que había visto en su vida.
Los cuerpos de Hense y sus esbirros detonaron como súper novas en miniatura. Sus carnes consumidas se volatilizaron, mezclándose con el blanco de los huesos hechos polvo.
En segundos la cámara del tesoro quedó en silencio y la débil luz de sus antorchas volvieron a titilar en la superficie dorada del oro almacenado.


28
EL NÉCTAR DE LOS DIOSES
El trono volvía a ser suyo y su dignidad restaurada; y aunque ya nada volvería a ser como antes, el Hatun Apu Paykikin Pacha se sentía satisfecho. Su porte de Señor lo enaltecía y como Curaca Máximo de esa región del mundo, podía y debía dar las ordenes más sabias en beneficio de su pueblo.
Y ya las había tomado.
Su sentencia era un hecho irrevocable: perdonaría la vida de Indy y Greg.
—Confiaste en mí en el momento más difícil —le dijo, teniéndolos delante suyo en el centro del hall principal de su palacio. —Defendiste a mi pueblo de los usurpadores y arriesgaste tu propia vida cuando yo no pude arriesgar la mía. Eres un hombre digno, Allillachu Indiana. Por eso, tú y tu compañero podrán abandonar la ciudad hoy mismo.
—Te lo agradezco, Gran Señor. —replicó Indy inclinándose levemente.
—Pero hay algo que quiero que jures antes de partir.
—Escucho con atención.
—Quiero que jamás reveles la existencia de esta ciudad y para ello debes someterte a una prueba final.
—Tienes mi palabra respecto del primer punto, pero ¿a qué te refieres con “prueba final”?
—A un nuevo acto de confianza: olvidar todo lo que vivieron aquí.
—¿Cómo olvidarlo? Será difícil, Oh Gran señor.
—Tenemos un método para ello: la ingesta de cierta bebida. ¿Lo harán?
Indy le tradujo a Greg el requerimiento.
—¿Tú crees que esa cosa podrá tener resultados efectivos? —inquirió el inglés.
—No lo sé. Pero es la condición que nos imponen para poder regresar.
—En ese caso, ¿qué otra opción hay, Indy?
—Creo que ninguna. Tenemos que aceptar. Quiero volver a casa cuanto antes.
—En ese caso, que preparen las copas...
Indy se volvió hacia Monarca y accedió sin vueltas.
—Otra buena decisión —sentenció el inca. —No se arrepentirán. De todos modos, la mente siempre guardará resabios de sus experiencias; pero surgirán en sueños y sin certezas absolutas. Nada de lo que hay en este lugar podrá ser llevado. Por otro lado, en pocas lunas ya no quedará nadie en la ciudadela.
Indy fijó la mirada en la de su anfitrión.
—¿A qué se refiere?
—Todos abandonaremos esta parte de la selva. Nos retiraremos mucho más adentro, a otras ciudades.
—Entonces es cierto.... ¿hay más? ¡El viejo Ñaupapukuy me lo dijo antes de que lo mataran!
—Si lo dijo, no estaba autorizado a hacerlo. De todos modos es verdad. El Reino del Gran Paititi no está formado sólo por esta llacta. Somos muchos. Más de lo que ustedes creen. Nuestras ciudades superan la docena.
—Y tu... ¿quién eres?
—Un Huacacamayoc. El encargado de una huaca, de un sitio sagrado. Un rey más, dedicado al cuidado de los cultos; velando que los dioses estén siempre bien atendidos.
—Entonces... ¿por qué te titulas Hatun Apu Paykikin Pacha? ¿Por qué te llamas Gran Señor del Universo del Paititi?
—Porque así me ha dicho que me llamo.
—¿Quién?
—El Señor del Mundo. El que protejo. El dueño de la resistencia. El futuro elegido que regresará algún día a imponer otra vez lo que los españoles destruyeron hace más de cuatrocientos años.
—¿Y dónde está él?
—Adentro, en la selva. En el verdadero Paititi. En un lugar que no limita con ningún otro.
Indy se acomodó el fedora. Tomó coraje y respondió:
—Estamos listos.
Pocos minutos después dos sirvientes huachipaires ingresaron al palacio con sendos cuencos de madera, llenos de un néctar extraño.
Sin pensarlo dos veces, se lo llevaron a la boca y bebieron.
Un alud de inconciencia cayó sobre ellos.


EPÍLOGO
Despertaron a unos kilómetros del Cusco, en las inmediaciones de un humilde pueblo de casas de adobe; una mera aglomeración de familias campesinas, que los habían encontrado inconscientes en el borde mismo de la selva. Allí, rodeados de la gentileza y generosidad lugareña, combatieron con éxito un avanzado estado de deshidratación y recuperaron en 72 horas las fuerzas perdidas. Transcurrido ese lapso, viajaron a caballo hasta la capital departamental, sin despertar la atención de nadie. En pocos días tramitaron la salida del país con la ayuda de sus respectivos consulados. Llamaron por teléfono al doctor Miguel Ballón y lo tranquilizaron: estaban de regreso sanos y salvos. En algún otro momento, con más tiempo y sin tantas presiones, charlarían sobre la experiencia en la meseta de Pantiacolla. El viejo profesor no pudo sentir más que alivio.
—Me alegra escuchar tu voz, muchacho —había respondido—. Creí que estaban muertos. Cuando el cadáver de esa chica rusa apareció flotando en el Urubamba, imaginé lo peor.
Efectivamente, Verónica Martinova había sido asesinada; acuchillada por un demente de ultraderecha que decía ser miembro de una secta secreta que protegía al Paititi. La noticia sorprendió a Indy y al principio, sintió una profunda culpa. Habían dejado a la muchacha herida en una choza, sin la protección necesaria y con un desconocido. Greg se lamentó por la tragedia. Pero, ¿qué otra opción habían tenido entonces?
Fue el representante del Servicio Secreto Inglés —que los atendiera en el consulado— el que les aclaró los detalles del deceso. No eran ellos, ni su negligencia, los responsables de la muerte. La joven espía soviética se había recuperado muy bien del accidente en una clínica de la ciudad. Su asesino la sorprendió mientras organizaba una expedición a la jungla, varios días después de haber sido dada de alta. Era un loco, que al ser atrapado por la policía, denunció tener conocimiento de una conspiración internacional en la que neo-nazis y agentes encubiertos de la KGB competían por conseguir una extraña fuente de poder perdida en la selva.
—¡Un delirio de cabo a rabo! —había exclamado el funcionario británico—. Pero es lo que ese tipo declaró y aún mantiene. Por otra parte, los papeles que encontramos en el hostal donde la chica se alojaba demostraron que ella estaba tras los pasos del asesino de un espía ruso llamado Morishnikov, muerto en Londres hace unas semanas. No hay nada místico en un crimen de ese tipo —rió—. Sólo guerra fría. Lo que si lamentamos, doctor Jones, es haber gastado tanto dinero en su fallida expedición. El agente Wilow les manda a ambos un cordial saludo.
Finalmente, consumados los trámites administrativos e instalados ya en las butacas del Constelation que los llevaba a Nueva York, Indy miró distendidamente a su compañero.
Gregory Deyermian se veía demacrado. Había adelgazado unos diez kilos y las cuencas de sus ojos estaban hundidas, demostrando que el cansancio todavía se escondía en alguna parte de su cuerpo.
—¿Qué te pasa? —inquirió el inglés al sentirse observado.
—Nada, sólo pensaba.
—¿En qué?
—En los muchos días que perdimos en la selva y de los cuales no recordamos absolutamente nada.
—Ya se aclararán las cosas cuando estemos más relajados y tranquilos.
—¿Tú crees?
Greg levantó las cejas sin tener demasiada confianza en sus propias palabras.
—Tengo la cabeza muy revuelta, Indy. Imágenes inconexas que ya no distingo si son realidad o parte de un sueño.
—Ya cotejamos esas imágenes, ¿recuerdas? —musitó Jones—. Y sigo sin comprender cómo dos personas pueden haber soñado exactamente los mismos detalles.
—Quizás con un poco de hipnosis podamos aclarar eso... No lo sé, amigo mío.
Indy se asomó por la ventanilla del avión. Volaban por encima de la colosal Cordillera de los Andes con dirección oeste. En pocos minutos, la selva amazónica tapizó la superficie de la tierra.
—Un infierno verde... —murmuró observando ese desborde salvaje e indomable de vegetación.
Greg también aproximó su cara a la ventanilla.
—¿Crees que Hense y Goodman puedan haber salido de ahí? —inquirió.
Jones torció la boca en un gesto sarcástico y la cicatriz de su mentón se le marcó con nitidez.
—Espero que no —respondió. Se recostó en el asiento, se tapó los ojos con el ala delantera del sombrero y aflojó su corbata—. Trata de dormir, aprovecha —dijo—. Tenemos un largo viaje por delante.
Pero él no se durmió con facilidad.
Su mente siguió vagando por un territorio de indómitas imágenes incoherentes, en las que se mezclaban ramas, rocas, edificios y estallidos de luz.
Iba a resolver ese enigma.
La exploración se volvía ahora una búsqueda interior.
Y tenía algo por donde empezar.
Algo que guardaba en el bolsillo de su chaqueta.
Un pequeño objeto.
Un misterioso souvenir producto del amor conyugal.
Un camafeo de marfil.
El camafeo Fawcett.
FIN

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