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Indiana Jones y
el reino perdido del Paititi
Indiana Jones es una marca registrada de Paramount Pictures & LucasFilms Ltd. Por Fernando Jorge Soto Roland Novela 2007 |
A
mis hijos,
Rodrigo y Florencia
promotores de todas estas historias.
A
Alberto Domínguez, Sir Eugene Rosalini y
Carlos Ortiz, compañeros de aventuras,
reales e imaginarias
A
Gregory Deyermenjian, generoso amigo y
famoso explorador norteamericano
Y a
Verónica,
mi gran aventura emocional, hecha
realidad.
Nota del autor
En
los últimos veinte años he venido investigando el tema del Paititi desde un
punto de vista estrictamente histórico, incluso me adentré en las selvas
peruanas tras las huellas de su leyenda y de la última capital que los incas
levantaron en ella: la ciudad de Vilcabamba “La Vieja”. A lo largo de
todo este tiempo, la buena fortuna hizo que entablara amistad con sus
principales estudiosos y pudiera así engrosar mi pasión por entenderla y, si
fuera posible, encontrarla.
No
todos los datos que aparecen en la novela son ciertos. Me he permitido fantasear
a partir de información real, para no convertir a las aventuras de Indiana Jones
en un ensayo de historia.
FJSR
Buenos Aires, Argentina.
Setiembre de 2007
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Indiana Jones y el reino perdido del Paititi
PRÓLOGO
“Estos son los reinos del Paititi donde se tiene
el poder de hacer y desear, donde el burgués sólo
encontrará comida y el poeta tal vez pueda abrir
la puerta cerrada del más purísimo amor.
Aquí puede verse sin atajos
el color del canto de los pájaros invisibles.”
Texto inscripto en un mapa
Jesuita del siglo XVII.
“Corazón del corazón
tierra india del Paititi
a cuyas gentes se llaman indios.
Todos los reinos limitan con él,
Pero él no limita con ninguno”
Texto inscripto en un mapa
Jesuita del siglo
XVII.
Londres,
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1
Universidad de Londres
Inglaterra, 1958.
Una semana después. . .
Gregory Deyermian, decano de la Facultad de
Historia y anfitrión principal del congreso, terminó de leer las palabras
inaugurales frente a un auditorio de más de trescientas personas, reunidas en el Salón Henry Stanley de la
universidad.
Tras un aplauso cerrado que duró unos segundos, volvió a tomar el
micrófono.
—Y ahora —dijo con una amplísima sonrisa en la cara— quisiera dejar
a todos ustedes con el primer expositor de esta noche. Estamos en verdad
orgullosos de tenerlo entre nosotros después de tantos años y, dada la fuerte
amistad que a él me une, me regocijo personalmente por estar aquí y escuchar su
palabras. Sé que todos los estudiantes conocen su trabajo y que han tenido que
leer sus ensayos y artículos a lo largo de los años que tienen en esta casa de
estudios. Por otro lado, los colegas también aquí presentes, son conocedores de
los aportes de nuestro expositor y espero que, con gusto, nos den hacia el final
de la conferencia sus opiniones y críticas para poder entablar un debate
académico que nos enriquezca a todos. Estimados profesores, autoridades
presentes, graduados, alumnos, es un verdadero honor presentarles a todos
ustedes al doctor Henry “Indiana” Jones.
Indy subió al escenario, saludó efusivamente a su colega y se paró
frente al atril, en donde colocó una carpeta llena de apuntes.
Vestía un traje gris, con camisa blanca y moño azul. Se lo veía
elegante y numerosas fueron las miradas femeninas que se detuvieron en él.
Siempre había sido un hombre atractivo. Y lo seguía siendo a sus cincuenta y
nueve años de edad.
—Buenas noches —saludó con cierta timidez inicial. —La verdad es
que me resulta muy grato volver a estar en estos claustros, donde pasé algunas
de las horas más hermosas de mi juventud. Y quiero agradecerle a Greg, al
profesor Deyermian, la gentileza que tuvo en invitarme a hablar sobre una
temática que desde hace mucho tiempo he investigado y que por momentos suele
transformarse en una obsesión. Mi padre siempre me dice que eso lo saqué de él
—bromeó— y que tendría que haber sacado las buenas y no malas cosas de su
personalidad. Pero así es la vida. Hay situaciones que uno no controla. Pero no
deseo hacerles perder más tiempo con preámbulos, por lo tanto, vayamos al grano
y empecemos con este Congreso de Culturas Andinas, Mitos y Leyendas
Americanas. —Le dio un sorbo al vaso de agua que tenía justo enfrente suyo;
aclaró la garganta y continuó: —En principio deseo transmitirles el tema de mi
conferencia que versa sobre una de las leyendas que más duración ha tenido en
Sudamérica: la de la ciudad incaica del Paititi.
Los oyentes se acomodaron, prestos a oírlo todo e Indy
comenzó.
—De todas las cosas que pueden haberse perdido a lo largo de la
historia no hay nada más fascinante, atrayente y romántico que una ciudad.
¿Quién puede dudarlo? Ellas han enriquecido el campo de la literatura y la
exploración, manteniendo vigente el interés por encontrarlas, tanto en
aventureros como en científicos. Temporada tras temporada, decenas de anónimos
investigadores alistan sus mochilas y encaminan sus botas hacia selvas y picos
inexpugnables con la esperanza de
poder desentrañar parte de la historia oculta de América, conseguir la fama o
simplemente experimentar en carne propia la sensación de poder convertir una
leyenda en realidad.
“Las hay de todos los metales y tipos. Están las habitadas y las
deshabitadas; las que se ubican en lo alto de las montañas, en las impenetrables
florestas amazónicas o, incluso, las construidas bajo tierra. Pueden ser de oro
o de plata; puede que estén encantadas o simplemente protegidas por
mil peligros (reales o imaginarios), que van desde serpientes venenosas a
celosos aborígenes. Pero el verdadero encanto que todas las ciudades perdidas poseen es que,
precisamente, están perdidas.
“Del enorme catálogo que existe, sólo un pequeño porcentaje de
ellas ha sido efectivamente encontrado. Sucede que, en su gran mayoría, aquellas
ciudades que se han buscado por décadas jamás tuvieron una realidad concreta.
Elusivas, estas urbes se niegan a revelar fácilmente sus secretos; razón por la
cual son difíciles de olvidar y muy proclives a convertirse en obsesión.
Paradójicamente, los "lugares que nunca existieron" han sido los
depositarios de una inversión de capital y de sacrificio humano enormes.
“Pero el mito rara vez desaparece y los descubrimientos que se
realizan no hacen otra cosa que transformarlo y aumentarlo. "Si tal ciudad
que se creía perdida para siempre ha sido hallada, ¿por qué no puede suceder lo
mismo con tal otra?". Este sencillo argumento se encontró, una y otra vez,
en boca de grandes exploradores que, con mayor o menor fortuna, se lanzaron a la
búsqueda. Quizás sea Hiram Bingham, descubridor de Machu Picchu, el arquetipo
más acabado del tenaz personaje que nombramos; aunque no todos los buscadores de
ciudades perdidas han tenido la suerte que él tuvo. Detrás de esa reducida
legión de soñadores con éxito se aglomeran un sin fin de exploradores anónimos
que continúan invirtiendo tiempo y dinero, tras lo que aparentemente constituyen
imaginarias construcciones. Pagan —pagamos— un precio que la mayoría jamás
lamenta, ya que es lo que les da sentido a nuestras vidas.
“En casi todos los continentes existen estos imanes poderosos.
Muchas selvas y rincones montañosos del mundo conservan leyendas sobre ciudades
perdidas, pero el continente americano es el más privilegiado al respecto. En
él, abundantes productos de la fantasía literaria cobraron una existencia
supuestamente real y, como dijo Sir Eugene Ross Halinni, "de los libros [...] salió una muchedumbre de
fantasmas, encaminados a rellenar los vacíos del hemisferio que nadie había
visitado" . A pesar de los cinco
siglos transcurridos, muchos de ellos continúan tan vigentes como al principio.
La lista de estos lugares es larguísima y han arrastrado a más gente, por más
tiempo, que ningún otro mito.
“El Perú ha producido, y sigue produciendo, una corriente
inagotable de realidades y fantasías que mantienen muy actual la posibilidad de
encontrar ciudades perdidas. Su geografía permite que se sostenga la
voluntariosa actividad de explorar y, machete en mano, seguir las angostas
trochas que se orientan hacia el Este de la ciudad Cusco. La rica historia
precolombina de la zona, cuya civilización más descollante fue la incaica,
facilita la probabilidad de "hallar algo" que permanezca sin catalogar, oculto
por el follaje de la cuenca amazónica. Los hechos así lo indican. El Perú ha
dado recientemente prueba de que las ciudades perdidas, más allá del innegable
componente imaginario que arrastran, son una realidad tangible. Auténticas
ciudades perdidas han sido rescatadas en los últimos años. Quizás el
descubrimiento de Machu Picchu y sus
centros satélites, practicado en julio de 1911, sea el más conocido, pero
existen otros, no tan espectaculares como el nombrado, aunque muy importantes
desde el punto de vista histórico y arqueológico.
“Soy claramente consciente de que las proyecciones del imaginario
se potencian cuando uno se encuentra en plena jungla y que la percepción que se
adquiere del inmenso espacio geográfico del Perú oriental se ve impregnada por
símbolos ya clásicos del imaginario europeo, esos que hemos venido leyendo en
novelas y cuentos desde que éramos niños. La imagen del tesoro enterrado, de las
sociedades perdidas y de la aventura en su sentido etimológico ("lance extraño y
peligroso") no dudan en aparecer cuando uno gira trescientos sesenta grados la
mirada y lo único que observa es una infranqueable masa de árboles, lianas y
raíces. Alguien se preguntó una vez, ¿cómo podría un hombre pasar su vida
observando una puerta sin abrirla? En esta ocasión la puerta cerrada se
ubica en el Perú y tiene un cartel que dice: Paititi. —Tomó otro baso de agua y
prosiguió. —Expresan en el Cusco que más allá de los límites con la selva se
levantan, majestuosas y olvidadas, las ruinas del Gran Paititi, una supuesta
ciudad incaica que conserva, entre sus mohosos muros, los tesoros que los
últimos miembros de la elite inca escondieran ante la conquista española. Tan
evanescente como El Dorado, la leyenda del Paititi sigue poseyendo febriles
creyentes, como también escépticos detractores que, en un debate que pretendo
oficializar, mantienen viva la presencia de la mítica ciudad en el imaginario
colectivo de todo el Perú. El problema radica, entonces, en responder, con la mayor exactitud
que nos sea posible, tres preguntas claves: ¿qué significa el término Paititi?,
¿De qué cultura fue, efectivamente, parte? y ¿En dónde se levantarían sus
supuestas ruinas?
“Para cada una de estas
cuestiones existen respuestas variadas. Empecemos, pues, por la primera.
“Ninguna de las crónicas
españolas que haya leído dan una definición etimológica de Paititi. Toman el nombre de la tradición
oral y simplemente lo utilizan sin excavar demasiado en el asunto.
“Lo describen, lo elogian y adornan con mil maravillas, pero ningún
español del siglo XVI pretendió dar con el sentido exacto del término. Recién en
nuestros días, investigadores y fanáticos creyentes, han sostenido que la
palabra es de origen quechua y que deviene de una alteración del término Paykikin, que en castellano significaría
"como él" o "igual a ese", e incluso "igual al otro". Pero, ¿qué otro?. Según este criterio,
el "otro", "ese", "él", no sería sino el Cusco mismo. Es
decir, que una traducción literal del término al castellano sería "como el Cusco", pretendiendo con ello
hacer suponer que la ciudad del Paititi (como se ve, ya se sobreentiende que es
una ciudad) fue una réplica exacta de la antigua capital imperial.
“Experimentados lingüistas manifiestan que el argumento anterior es
falso. "En quechua, decir 'como el Cusco', se expresa así: Qosqo Jina o también
Qosqo Kikillan. Decir 'como él', se expresa pay kikillan, o también pay kikin,
jamás Paititi. Pero la expresión 'como él', así suelta es incompleta y ambigua,
vacía. Por lo tanto no hay ni hubo argumento para pensar que 'él' correspondiera
precisamente a la ciudad del Cusco".
“Otras traducciones sostienen que Paititi significa "dos colinas",
"dos pumas", "dos metales", "segundo imperio", "así", etc.
“Lo cierto es que el significado literal de este nombre aún no ha
sido encontrado. Como argumenta el profesor Daniel Heredia, un encomiable amigo
peruano, "probablemente pertenezca a un
idioma de la región selvática y que tenga una raíz tupí-guaranítica". Esto
nos conduce, pues, a la segunda cuestión: ¿A qué cultura perteneció el
Paititi?
“Para algunos no cabe la menor duda de que el Paititi es una ciudad
incaica, protegida por indios salvajes y contenedora de estatuas de oro de
inmenso valor. Según éstos, en ella se escondieron los tesoros cusqueños cuando
los españoles invadieron el Perú. Esta hipótesis es la que más ha calado en el
imaginario cusqueño de la actualidad y es la que posee raíces más
coloniales.
“Pero existe otra teoría que, a nuestro modesto entender, puede que
sea la que se acerca más a la realidad, y que sostiene que el Paititi fue un
reino amazónico, "una avanzada cultura de
la selva, superior a las demás y con una vasta influencia, que los incas
conquistaron culturalmente (no militarmente) haciéndoles adoptar leyes,
costumbres, vestidos e idolatrías". Al respecto, el célebre explorador
arequipeño Carlos Landa, escribió: "[...]
El Paititi habría existido, en realidad, como un vasto reino que agrupaba a los
pueblos que habitaban las grandes cuencas del Amaru Mayo o Madre de Dios y del
Beni.
“Por su parte, el escéptico Víctor Glesan deja abierta la
posibilidad de que efectivamente el Paititi haya podido ser una cultura
amazónica .
“Pero también están los otros, aquellos que
arrastrados por un excesivo espíritu de resistencia, siguen afirmando que el
Paititi no es una ciudad muerta, sino un centro urbano que todavía congrega a
una importante comunidad de incas vivientes que, protegidos por la selva, han
podido resguardar sus costumbres, rituales y creencias de un modo intacto.
“Además, en la zona de Chinchero y Urubamba (muy cercanas al
Cusco), o la región del valle San Miguel-Kiteni (al norte de Quillabamba, en
plena selva tropical), los aborígenes creen que el Paititi es el verdadero
refugio de los últimos incas y que aún están escondidos en la selva. Incluso,
sostienen que algunos de ellos se han podido comunicar con las gentes del
Paititi, aunque no conocen el sitio donde está.
“En síntesis, se podría decir que, con o sin oro, alimañas o indios
protectores, la tradición oral le da al Paititi dos posibilidades: la primera
(en mi opinión la más lógica y posible), que sea uno o varios yacimientos
arqueológicos (ruinas) perdidos en la selva; y la segunda (más imaginaria, pero
con una fuerte dosis inconsciente de resistencia), que sea una ciudad en la se
conservan los auténticos incas descendientes del viejo Tahuantinsuyu, esperando
el momento adecuado para reeditar el perdido esplendor.
“Nos queda por intentar
contestar la tercera y última cuestión: ¿En dónde se levantan los supuestos
cimientos del perdido reino o ciudad del Paititi?
“Si bien todos coinciden en ubicarlo hacia el oriente del Cusco,
existen discrepancias muy marcadas entre los investigadores. El "oriente" es muy
extenso; por lo tanto, sindicar esa dirección sin especificar (justificadamente)
un sitio concreto, de poco sirve. Generalizaciones de este tipo lo único que
promueven es la catalogación de cualquier resto arqueológico con la atractiva
etiqueta de "Paititi". Cosa que ya ha ocurrido en el pasado, y sigue
ocurriendo.
“Tras comparar las hipótesis más conocidas, y de gran circulación
en la actualidad (tanto de forma escrita como oral), hemos podido detectar que
dos sectores son los que se disputan la posesión de la tan mentada "ciudadela"
incaica.
“El primero es el que corresponde a la denominada Meseta del
Pantiacolla. Ésta se levanta en territorio peruano, en el actual Departamento de
Madre de Dios, y generalmente es la preferida por los cusqueños.
“Esta región es muy rica desde el punto de vista arqueológico y,
debo admitirlo, con muchos misterios por resolver. Con toda seguridad, en el
futuro la región del Pantiacolla arrojará nuevos materiales de investigación.
Queda muchísimo por hacer allí.
“El segundo argumento lo ubica a unas 200 leguas de Cusco (aprox.
1.100 Km. al Este); y esto nos lleva mucho más allá de Pantiacolla. Los
historiadores que apoyan esta hipótesis fundan sus dichos amparados en estas
fuentes escritas de los siglos XVI y XVII (que dan distancias aproximadas,
nombran ríos y señalan accidentes geográficos), y no tanto en la tradición oral
que circula hoy en la sierra.
“Partiendo del supuesto de que el Paititi no fue una creación de la
mente, creo que sólo el oro en masa era fábula, y que todos los informes
escritos, dejados por conquistadores, misioneros, soldados y aventureros durante
el proceso de conquista y colonización, señalan
a las Sierras de Parecis (hoy territorio de Rondonia, en el Matto Grosso
brasileño) como el sitio en el que se ocultaron los últimos incas.
“Muchas ciudades perdidas esperan todavía ser descubiertas, y el
renovado ímpetu que la selva ha despertado en muchos exploradores e
investigadores nos darán la razón en el futuro. Casi todos los meses nuevos
restos arqueológicos, antes no tenidos en cuenta, nos obligan a re-escribir
parte de la historia de este continente. Quizás las ruinas del Paititi estén
aguardando a su Hiram Bingham para salir de las brumas en las que ha estado
durante tanto tiempo. Y es probable que nos decepcionemos al verlas, ya que
advertiremos cuántas fantasías se han depositado en ellas.
“Lo cierto es que hoy ya no negamos la existencia de lazos entre la
sierra y la selva (incluso la costa) en el Perú prehispánico. El hallazgo de
cerámica costera en pleno corazón del Amazonas nos induce a pensar que esos
contactos no fueron mitos, sino una palpable realidad. También sabemos que los
incas se internaron mucho más "adentro"
de lo que suponíamos, y que es lógico pensar que levantaran en esos territorios
fortalezas y puestos de avanzada. La ciudad de Vilcabamba "La Vieja", y las
decenas de construcciones incas erigidas en la selva tropical, constituyen una
prueba objetiva del alto grado de adaptabilidad que tuvieron los cusqueños. Por
otra parte, la tradición oral me ha hecho dudar que la última dinastía quechua
rebelde haya terminado efectivamente en 1572, al caer Vilcabamba en poder de los
españoles. Es muy probable que los incas residuales (aquellos que lograron
sobrevivir a la captura de Túpac Amaru I) hayan podido huir y conservar hasta mediados del siglo XVIII su
aislado predominio de invictos, protegidos por la selva y los desbordes de los
ríos. Probablemente sus descendientes se dispersaran entre las tribus
selváticas, tras varios siglos de convivencia. —Levantó la vista y terminó
diciendo:—Muchas gracias.
El auditorio estalló en un aplauso cerrado. Había entusiasmo. Un
entusiasmo que se prolongó más tiempo del que Indy estaba acostumbrado. Lo
cierto era que no le agradaba mucho estar expuesto a la adulación gestual de
nadie, ni acostumbrado a que sus alumnos lo gratificaron con el estruendoso
sonido de sus manos.
Acomodó sus apuntes y Greg Deyermian se le acercó para palmearle la
espalda con admirado cariño.
—Bien hecho, Indy. Muy interesante —dijo por lo bajo y, llevando la
boca al micrófono, anunció con voz clara: —Damas y caballeros, como se anunció
anteriormente, el doctor Jones responderá las dudas que tengan. Por lo tanto,
las preguntas si son tan gentiles...
Media docena de brazos jóvenes se levantaron por encima de un mar
de cabezas.
—Señor Hammond ... usted —seleccionó el decano, señalando al alumno
que pedía la palabra.
—Doctor Jones —empezó el muchacho, —De todo lo que usted expuso me
surge una pregunta que quizás pueda disipar: ¿Hay alguna prueba material, algún
resto arqueológico, vasija, estatuilla, algo concreto, que sin ambigüedades
pruebe fehacientemente la existencia de esa ciudad?
Indiana masticó la respuesta unos segundos.
—En realidad no hay nada espectacular, si a eso se refiere —dijo.
—Los escasos objetos que se asocian con Paititi están fuera de sus contextos
arqueológicos. No hay excavaciones oficiales que permitan relacionar esos restos
con lugares concretos. En muchas oportunidades me han traído objetos que dicen
provenir de la ciudad en cuestión; pero ¿cómo certificar la veracidad de esas
afirmaciones? Es imposible. Podrían venir de cualquier parte. Hasta tanto no nos
topemos con las restos de arquitectura en las selvas orientales del Perú, no
podremos relacionar una cosa con otra. Y aún así, teniendo la fortuna de
hallarlas, sobrevendrían las dudas y discusiones sobre si esas ruinas son
efectivamente las de la leyenda.
—¿No hay descripciones que permitan identificarlas
fehacientemente?
—Las hay, pero envueltas en mentiras y exageraciones. Podría
decirse que son relatos estereotipados. Copias textuales de otros relatos en los
que siempre suelen trasladarse al suelo americano rasgos culturales de
civilizaciones clásicas o de la cuenca del Mediterráneo en general. Es decir,
transplantan, imaginativamente, a contextos sociales e históricos americanos,
realidades que no les corresponden.
—¿Usted se refiere a colocar templos griegos y romanos en la
cordillera de los Andes?
—Sí. Griegos, romanos, fenicios, vikingos, etc...¡Es un delirio!
Algo poco serio, caballero..
—¿Y que me dice de esos objetos que le han entregado? ¿Hubo alguno
interesante?
—La verdad es que no. Como le dije, nada que fuera comprobable
científicamente. Mire, le contaré una historia de la que tengo referencia. En
1925, un grupo de seis jesuitas, instados por los relatos acerca del fabuloso
escondite incaico, decidieron organizar una expedición con permiso de las
autoridades del clero. Luego de muchos meses de grandes preparativos y reuniendo
peones para cargar los equipos, partieron tomando como dirección el valle de
Paucartambo. Luego de diez días de caminatas acamparon a orillas de un río en
donde combatieron contra los indios machiguengas y fueron vencidos. Uno de los
guías logró escapar y en la huída se topó en plena selva con una calle que se
erguía entre edificios, construidos en piedra labrada y cubiertas de maleza.
Maravillado por aquel descubrimiento, siguió por la callejuela llegando a un
área de construcciones donde observó una fila de estatuas hechas de oro que
representaban a personas en tamaño natural. Era el Paititi. Pasmado, extrajo su
machete del cinto y dando un feroz golpe en la mano izquierda de la primera
estatua, logró romper o cortar el dedo pulgar de ésta. Con ese producto, salió
del lugar atravesando una escalinata ancha, de la que pendía una lámina dorada
redonda en metal amarillo y con unas puntas que semejaban rayos. Después se
metió en la selva y tras días de caminata alcanzó un pueblo.—Indiana se tomó un
segundo antes de seguir. —Pues bien, esta historia es algo ya tradicional.
Muchas personas juran haberla protagonizado pero del dedo de oro nunca se supo
nada. Y si fue así es porque nunca existió. Una mera leyenda. Un rumor que
circula y retroalimenta solo.
Deyermian intervino.
—Gracias señor Hammond. A ver usted, profesor Lemann, tiene la
palabra.
—Gracias, Greg. Doctor Jones, entonces ¿cuánto hay de realidad y
cuánto de fantasía detrás de esta... leyenda?
—Es difícil de responder taxativamente esa pregunta, John. Aunque
en mi opinión, toda la historia referida al oro, tal como ya dije, no es otra
cosa que una historia de niños. Si el Paititi existe, son ruinas. Simple restos
arqueológicos. ¿Acaso alguien puede creer en ciudades con avenidas y estatuas de
oro? Yo no —sentenció sonriendo.
Durante una media hora más, el diálogo se prolongó sin demasiado
debate. Finalmente, Deyermian llamó a silencio y dio por terminada la
jornada.
En pocos minutos el salón de conferencias se despejó. Sólo un
sujeto alto, delgado, con el rostro chupado y barba, permaneció sentado en medio
del auditorio.
—Doctor —llamó con voz alta, —¿puedo acercarme a mostrarle
algo?
—Por supuesto, amigo. Venga. —Respondió el arqueólogo
—Mi nombre es Manuel Sevilla —se presentó estrechándole la
mano.
—¿Sevilla? —intervino Greg. —¿Es usted alumno de la universidad? La
verdad es que no lo conozco, señor.
—No soy alumno, profesor. No asisto a ningún curso —respondió muy
respetuoso. —Sólo me interesa el tema. Un amateur, pero con pruebas de la
existencia real del Paititi.
—¿Ah si? —adujo Indiana con cierta ironía. —¿Qué tipo de
pruebas?
—Esta... —Y sin preámbulos extrajo una cajita del bolsillo de su
saco. La abrió y explicó: —Fue hallado por mi padre en una de sus fincas del
Perú. Conozco cómo llegar y recuperar más de toda esta fortuna.
Los
ojos de Indy se abrieron exageradamente al observar, sobre un pedazo de algodón,
un perfecto dedo pulgar hecho en oro
puro.
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2
EL DEDO DE ORO
Manuel David Sevilla era peruano. De sólida
posición económica y unos treinta y cinco años de edad, residía en Inglaterra
desde hacía tiempo. Hablaba un perfecto inglés y por su indumentaria se veía a
simple vista que provenía de la oligarquía social de su país. Vivía de rentas y
de a ratos se dedicaba a comercializar algunos de los productos primarios que se
originaban en las haciendas de su familia. En el pasaporte su profesión decía
ser la de “empresario”, pero pasaba la mayor parte del tiempo entablando relaciones sociales en ámbitos de
alto nivel económico.
La conferencia que Indiana Jones daría aquella tarde en la
universidad, anunciada en el periódico y comentada por uno de sus conocidos, le
había llamado la atención y no dudó en ir a escucharla. No era común un charla
sobre el Perú en aquella parte del mundo.
Terminada la exposición, Manuel permanecía en silencio frente al
famoso arqueólogo.
Con el dedo de oro en la mano, mientras lo inspeccionaba tratando
de detectar algún indicio estilístico de orfebrería precolombina, Indy sintió la
extraña sensación de asomarse en la realidad de algo que, hasta ese momento, era
sólo leyenda. Sabía, tal como había dicho en la charla, que un objeto
descontextualizado del sitio donde fuera encontrado carecía de valor; pero ese
pulgar le generaron dudas y empezaba a cuestionar sus propias palabras. Tenía
que ir despacio. No dejarse llevar por el entusiasmo y, como buen científico,
dudar de las apariencias.
Gregory Deyermian denotaba una actitud mucho más escéptica, incluso
en la postura frente a Manuel Sevilla. No lo veía con buenos ojos. Desconfiaba
del objeto y del sujeto que lo tenía en propiedad.
—¿De dónde dijo que proviene esa pieza? —repreguntó mientras Indy
la analizaba.
El peruano miró por encima del hombro al anfiteatro, ya vacío, y
con voz sedada respondió:
—Mi padre era propietario de fincas y haciendas que se levantan en
el borde mismo de la selva. Allí pasé mi niñez y adolescencia, antes de mudarme
a Lima, y mucho más tarde a Londres. Como podrá imaginar, estuve en contacto con
la historia del Paititi desde siempre. No faltaron nunca gringos o campesinos
aborígenes que relataran aventuras relacionadas con él. Por mis casas de campo
han pasado muchos pseudo-descubridores que juraron haberse topado con ruinas,
oro y extrañas construcciones en plena selva; pero ninguno supo puntualizar con
exactitud en qué parte se levantaban esos edificios. Sólo un hombre, hace más de
treinta y tantos años, hizo una referencia concreta a las ruinas y le dio a mi
padre ese dedo de oro como forma de pago y agradecimiento por haberlo alojado y
cuidado en nuestra casa. Yo era niño, pero lo recuerdo perfectamente. Estaba mal
entrazado, sucio, hambriento y muy asustado. Dijo que había sido parte de una
expedición organizada por sacerdotes. Por eso, cuando escuché al doctor Jones
hacer referencia a los jesuitas de 1925, me dije, “en mi bolsillo tengo la
prueba que certifica que eso fue real”. Me sorprendí mucho. La verdad es que lo
traje porque quería verificar su autenticidad por medio de un profesional
calificado.
—¿Y a usted —inquirió Greg— nunca se le ocurrió salir a buscar la
ciudad? Estando tan cerca del escenario de la leyenda, ¿por qué no lo hizo?
—En mi hogar siempre se nos dijo que esas historias eran “cosas de
indios” y de gringos ignorantes. Aunque le confieso que, en lo personal, me
encantaban esas historias y muchas veces pensé en meterme en la selva para ver
qué podía encontrar; pero siempre había algo más importante qué hacer. Además mi
padre jamás me hubiera permitido encarar semejante aventura. Dejé el Perú
bastante joven y las veces que regresé fue para cumplir con la obligación de ver
a mis familiares sin tiempo para organizar expedición. Por otro lado, le
confieso que no es mi campo de interés personal.
—¿Y por que vino hoy a la conferencia? —preguntó Greg.
—Digamos que por un motivo sentimental.... ¿Quiere llamarlo
“nostalgia”? Por eso; sólo por eso.
Indiana Jones se le acercó lentamente y le restituyó el
pulgar.
—Mire, señor Sevilla —dijo con tono respetuoso—, no dudo de que
todo lo que dice sea cierto. No tengo ningún motivo para descreer de su relato,
pero convengamos que este dedo no prueba nada. Como dije antes, no hay nada que
permita identificarlo como de factura inca. Tendrá usted que comprender nuestro
escepticismo.
—Lo entiendo perfectamente, doctor Jones. Pero reconozca que tiene
algo más que un dedo de oro... Tiene mi historia. Y es tan real como usted o
como yo. Se lo puedo jurar.
—Le repito que confiamos en su relato, pero ninguna universidad nos
financiaría una expedición a Perú con tan poco bagaje de pruebas. ¿Usted
entiende, verdad?
—Perfectamente —respondió Sevilla. —Por eso mismo los estoy
invitando a mi país para que juntos podamos convalidar o refutar la historia.
Todos los gastos corren por mi exclusiva cuenta.
Indiana miró a Greg fugazmente.
—La verdad es que se lo agradecemos de corazón —dijo—, pero
nuestras actividades académicas nos impiden, de momento, viajar al Perú.
Sevilla frunció los labios, lamentándose; pero sonrió con
amabilidad.
—De todos modos, señores —agregó—, sepan que tienen las puertas de
mi casa abiertas para cuando lo deseen. Les dejo mi tarjeta personal. Ahí tienen
mi teléfono y dirección. Si alguna vez cambian de parecer, no duden en
llamarme.
Saludó con pomposa cortesía y se marchó siguiendo el pasillo que se
formaba entre las hileras de butacas del salón. Cuando hubo salido del campo
visual de los dos científicos, Greg preguntó:
—¿Qué opinas de todo esto, Indy?
—Un mitómano. Un loco entre muchos. Nada por lo que
preocuparse.
—¿Pero no era que no dudabas de sus palabras?
—¿Y qué querías que hiciera? ¿Decírselo en la cara? No, no es ese
mi estilo.—Hizo un corto silencio y sentenció con sarcasmo: —Y a propósito de “estilos”... ¿A qué
elegante lugar me invitarás a cenar con los fondos de la academia?
cd
Los pasillos de la Universidad eran
hermosos y largos. Fríos cuando no estaban recorridos por ejércitos de alumnos;
quienes, a esas horas, dormían o se divertían en sus correspondientes
habitaciones del campus.
—Dame un segundo más —solicitó Deyermian desde la mesa de su
despacho. —Termino con un papeleo pendiente y salimos a comer. Sólo me demandará
un par de minutos.
Indy asintió y se asomó al corredor, a cuyos lados se organizaban
todas las aulas de los cursos superiores. Estaban vacías; en silencio. Caminó
relajado por el lugar recordando su paso por esos claustros y gozando del
característico olor a madera que tenían. Las vigas del techo, labradas hacía
siglos, seguían impregnando la estancia con un aroma que lo retrotraía a sus
años más mozos.
Estaba relajado, cansado y con apetito. Tenía en mente comer algo
realmente bueno y después tirarse a dormir en el hotel que la universidad le
había conseguido. Siguió caminando, descontracturando los hombros con leves
movimientos de brazos por un corredor larguísimo, de casi ochenta metros,
lustroso y señorial; con varias salidas al parque por los laterales. El
edificio, sin gente y poca luz, recreaba una extraño clima gótico. De toparse
con un fantasma no se hubiera sorprendido, pero sí lo hizo con la esbelta
silueta de un hombre parado al final del corredor.
En penumbras, Indy sólo alcanzó a distinguir que el extraño tenía
un sombrero de ala corta y vestía traje oscuro. Estaba inmóvil. Semejaban una
estatua. Una extraño escozor le recorrió a Jones la espina dorsal. ¿Quién era
ese tipo? ¿Qué hacia a esas altas horas de la noche en ese lugar?
Quiso volver sobre sus pasos para entrar en la oficina de
Deyermian, pero al girar se topó cara a cara con un segundo individuo, que no
había escuchado.
Sorprendido, advirtió que una pistola Lüger le apuntaba
directo al estómago.
—Doktor Jones —dijo el recién llegado secamente.—Haga el
favor de acompañarnos sin resistirse.
—¿Quién es usted? —prorrumpió Indy con indignación, advirtiendo un
claro acento alemán en las palabras del sujeto.
—No creo que sea este el lugar para responder sus dudas, doctor.
Venga conmigo.
Eric Hense se mostraba seguro, profesional. No le temblaba la voz y
su mano derecha, armada, mantenía un pulso casi perfecto. Sabía que en caso de
tener que lidiar con alguna resistencia física, su compañero, que se acercaba
desde el final del pasillo, sabría cómo disparar y sobre quien.
Indy advirtió que no tenía opciones. Si hacía algo inadecuado sería
atravesado por una bala. Por consiguiente, obedeció y avanzó, custodiado por
Hense, hasta la primer puerta que daba al exterior.
Unos metros antes de salir, Greg Deyermian se asomó de su
despacho.
—Indiana, ya vamos a...
El alemán giró ciento ochenta grados y disparó sin miramientos
contra el decano.
El proyectil le dio en el hombro izquierdo, impulsándolo contra la
puerta, que volvió a abrirse para dejar que su cuerpo se desplomara contra las
baldosas del piso.
Indy aprovechó la distracción y corrió al parque, antes de que
Hense volviera a encañonarlo. El otro pistolero se lanzó a la carrera detrás de
él.
—¡No lo mates! —le exclamo el germano, imitándolo.
Con la imagen de su amigo y colega cayendo abatido por un disparo,
Indy mordía rabia mientras corría por un camino de grava, rodeado de arbustos
perfectamente podados. Conocía a la perfección todo el predio. Si nada había
cambiado en todos esos años de ausencia, había un atajo entre los dos cuerpos de
edificios que se levantaban delante de él; que daban a un segundo parque, en
donde había un puesto de seguridad privada, contratada por la universidad.
Arremetió con velocidad por la calleja. Estaba oscuro y podía ver
claridad al otro lado. Corrió, avanzó de prisa, agitado, temeroso, enojado;
hasta toparse con un alambre tejido que le impedía el paso.
—¡Maldición! —clamó para sí mismo. —¡Maldita
sea!
Era demasiado alto. No podría escalarlo. No tendría tiempo.
Giró y miró en la dirección por donde había entrado. Se quedó en
silencio. Su única aliada eran las sombras.
Pasaron los segundos. Éstos se transformaron en un minuto. En
dos... en tres...
¿Qué diablos estaba ocurriendo? ¿Acaso no habían visto
por donde había tomado?
Imposible.
Repentinamente tres siluetas entraron por el pasadizo y prendieron
igual número de linternas..
Indy se encandiló y tapó los ojos.
—¡Doctor Jones! Salga de ahí ahora mismo, está a salvo doctor.
Acérquese, por favor.
Aquella no era la voz cruda del alemán. Sonaba a un perfecto inglés
británico. Un inconfundible acento londinense.
—¡Salga, doctor! ¡Su colega está a salvo!
Indy obedeció y su rostro serio fue lo primero que los tres sujetos
observaron cuando se iluminó por una farola del parque.
—Permítame que me presente, doctor —señaló un hombre alto y
claramente británico por sus modos y gestos. —Mi nombre es Ian Wilow, agente del
Servicio Secreto de Su Majestad. Esta usted a salvo, señor. Acérquese, por
favor.
Indy no sabía qué hacer. Estaba mareado. No comprendía nada. Sólo
atinó a ofrecer su mano extendida en señal de agradecimiento. Y en ese preciso
instante, uno de los asistentes del agente lo esposó.
—Doctor
Jones, —sentenció Wilow con determinación— queda usted detenido por sospechosa
de espionaje contra el Imperio
Británico.
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3
JUEGO DE ESPÍAS
Las salas de interrogatorios suelen ser
lugares desagradables. Sitios poco aireados, sin ventanas; por lo general con
una mesa pelada, sin nada encima y luz, mucha luz de frente. Indy había conocido
unas cuantas a lo largo de su atribulada existencia. Recordaba una en especial,
en la que lo torturaran los nazis, unos meses antes de estallar la Segunda
Guerra Mundial y en la que creyó iba a perder la vida. Pero la sala que tenía
organizada el Servicio Secreto inglés era diferente a todas las anteriores. Más
se parecía a un comedor victoriano que una moderna mazmorra inquisitorial.
Era una salón amplio, con enormes ventanales vidriados y rebuscados
vitroux de colores por los que se colaba la luz del amanecer. Había sillones y
una mesa de roble muy grande en la que se apoyaban carpetas y papeles con
membretes oficiales y sellos que mostraban palabras como “confidencial”,
“Sólo para sus ojos” o “Top secret”. Las paredes estaban tapizadas
y adornadas por cuadros con marcos barrocos, llenos de paisajes románticos y
rostros adustos de personajes desconocidos de la historia anglosajona. Del techo
colgaba una araña de bronce llena de brazos retorcidos, semejante a un pulpo
metálico y deforme.
Indy estaba sentado a la mesa, secundado por dos agentes británicos
que permanecían parados a su lado, impertérritos. Enfrente suyo, Ian Wilow, que
acaba de ingresar en el salón, se acomodó en una silla y miró al arqueólogo
fijamente, sin demostrar emoción alguna.
—Exijo que llamen al embajador americano e informen de mi situación
—profirió Indiana con tono firme.
—Su embajador ya ha sido informado. Recuerde que somos aliados,
doctor Jones. Y puedo asegurarle que no se opondrá a la charla que tengo por
delante con usted. La gente de la CIA también lo está esperando con ansiedad. Y
ahora, estimado profesor, las preguntas... Y por favor, sus respuestas.
Wilow agarró un sobre y extrajo un par de fotos. Eran de dos
hombres, de frente y medio perfil. Separó la primera y la puso ante la mirada de
Indy.
—¿Conoce a este individuo, doctor Jones?
—No.
—¿Y a este otro?
—Tampoco.
—¿Seguro que nos los recuerda?
—No los recuerdo porque no los conozco. ¿Debería conocerlos?
—Aquí las preguntas las hago yo, doctor.
—No sé quienes son.
—Permítame que lo ilustre —dijo el inglés.—Este hombre era Sir
James Latimer. El otro un diplomático soviético llamado Boris Morishnikov.
¿Ahora recuerda algo?
—Ya le dije que no.
—Estos dos hombres fueron asesinados hace una semana. Morishnikov
era un agente encubierto de la KGB. Latimer, un cerdo traidor que trabajaba para
el enemigo desde hacia años.
—¿Qué tengo que ver yo con todo eso?
Wilow dejó pasar la pregunta, que de todos modos no iba a responder
por el momento.
—¿Fue alguna vez a Rusia, doctor Jones?
—Si, por supuesto. Antes y después de la revolución.
—¿Y no se hizo de amigos? ¡Qué raro!
—Claro que tengo amigos en Rusia, Sherlock. Pero ninguno de
esos dos que me muestra cumplen con el requisito.
—¿Va seguido a las dependencias de la Royal Geographical
Society?
—No.
—¿Pero ha ido?
—Sí.
—¿Conoce a una mujer llamada Catherine Mustgrove?
—No.
—Trabajaba en la Sala de Mapas de la Sociedad. ¿Seguro que no le
suena su nombre?
—Ya le dije que no.
—¡Qué extraño!
—¿Por qué?
—Porque la señorita Mustgrove tenía muy buenas referencias
suyas.
—¿Ah si?... ¡Mire usted que bien!
—No se haga el gracioso, doctor. Su situación no es nada simpática;
puedo asegurárselo. Esa mujer está detenida y acusada por alta traición. Y
fueron sus papeles privados los que lo involucran a usted.
—Mire, Wilow, no sea estúpido. He sido profesor de arqueología
desde hace décadas. He dado seminarios y charlas aquí en Londres en más de una
oportunidad y mis oyentes y alumnos se cuentan por miles. ¡Vaya a saber en
cuantas libretas de direcciones está mi nombre y apellido! No recuerdo haber
conocido a esa mujer. Y si lo hice se debió seguramente a una cuestión
académica.
—¿La asesoró alguna vez sobre un tema referido a un “tal
Paititi”?
—No. Nunca antes hablé con nadie en Inglaterra sobre ese tema.
—¿Y qué es el Paititi, doctor?
—Debió asistir a la conferencia de ayer a la noche, Wilow.
El inglés se paró y caminó hasta el ventanal. Podía ver a lo lejos
el cauce del Támesis y densos nubarrones en el horizonte. Meditó unos segundos.
Finalmente giró y volvió donde Indy estaba sentado.
—Dígame algo, doctor Jones, ¿qué relación tienen con Gregory
Deyermian?
—Soy su amigo desde hace muchos años. Trabajamos juntos en muchas
oportunidades y compartimos algunos temas de investigación como ese “tal
Paititi” que usted dice.
—¿Quién lo atacó ayer a la noche? ¿Conocía usted al agresor?
—No. Nunca lo había visto en mi vida.
—¿Cuántos eran?
—Yo vi sólo a dos.
—¿Alguna seña en particular?
—Sí, eran alemanes.
—¿Alemania Oriental?
—No lo sé.
Wilow buscó una tercera foto en una pila de papeles y se la
mostró.
—¿Era éste?
Indy reconoció el rostro al instante.
—Sí; es él. ¿Quién es?
—Eric Hense. Ese es un nombre. Un asesino, un criminal de guerra.
Trabajó en el campo de exterminio de Treblinka, durante la segunda Guerra
Mundial. Era un nazi declarado, un carnicero. Escapó de Alemania en 1945 y nunca
más se lo volvió a ver hasta hace dos meses. Tiene la protección de una
organización secreta nazi llamada Odessa. Es gracias a los recursos de ese grupo
que ha podido cambiar de identidad y viajar por el mundo impunemente. Se sabe
que vivió en Paraguay durante cinco años, pero cuando fue ubicado se esfumó en
el aire.
Indy no salía de su asombro. Tenía el estómago revuelto. ¡Otra vez
esos malditos racistas se metían en su vida! Eran huesos duros de roer los muy
malditos. No se daban por vencidos. “¡Cerdos nazis!”, pensó. Entonces
sintió que todo ese asunto se estaba convirtiendo en algo personal.
Wilow lo sacó de sus cavilaciones.
—Quiero que piense bien la siguiente respuesta. Doctor Jones,
dígame, ¿qué demonios tiene el Paititi que pueda llamarle tanto la atención a
una organización nazi como Odessa, a la KGB soviética y a dos ciudadanos
ingleses como para que cometan alta traición y se pongan en contra de su propio
país?
—¿Qué es lo que hizo la mujer?... —inquirió Indy.
—Ella fue la que robó un mapa de la Royal Geographical Society y se
lo entregó a Latimer. Y él a los rusos. Fue fácil seguirle el rastro.
Encontramos su nombre y apellido en una libreta privada del Sir James. Fue lo
que nos condujo a la mujer. La atrapamos, se asustó rápido y develó todo.
“Mapa...”.
La palabreja le quedó a Indy rondando en la cabeza.
—¿Qué clase de mapa era ése? —inquirió.
—Según nos informaron los expertos, es un mapa antiguo del siglo
XVII. Un mapa hecho por jesuitas; para ser más exactos. Nada importante para la
colección. De hecho, de no haber sido asesinados esos dos tipos, nadie se
hubiera dado cuenta de su desaparición por mucho tiempo.
Indy permaneció en silencio. Su cabeza entraba lentamente en
ebullición.
—No me respondió la pregunta, doctor —intervino Wilow. —¿Qué tiene
de especial el Paititi?
—No sé qué tiene esa gente en la cabeza. Tampoco qué es lo que
creen hallar en ese lugar. En mi opinión son meras ruinas incas, construidas muy
adentro en la selva. Claro que, como dije en mi charla, encontrarlas probaría
que el pueblo quechua se internó en el Amazonas más de lo que creíamos hasta
ahora. Pero esa es una cuestión histórica, arqueológica... Para nada
política.
—Algo debe tener.... —agregó el inglés.
—Si es así lo desconozco por completo.
Wilow se acomodó la corbata. Tomó asiento. Se recostó en la butaca
ubicada enfrente de Indy. Lo miró con una gesto diferente al que había tenido
hasta entonces y preguntó:
—¿Qué diría si le digo que estamos pensando muy seriamente en
contratar sus servicios para organizar una expedición al Perú y encontrar de una
vez por todas esa ciudad perdida, doctor Jones?
Indy no pudo remediar que su boca se torciera en una sonrisa llena
de ansiedad contenida. Era como haber ganado una batalla.
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4
RASPUTÍN
Cusco, República del Perú
Ocho días más tarde...
Volver al Ombligo del Mundo siempre era un
placer.
Indy amaba al Cusco. Mantenía con la ciudad andina una extraña
relación de cariño que no experimentaba por otras urbes antiguas del mundo.
Solía decir que el Qosqo —tal como la nombraban sus habitantes respetando la
pronunciación quechua— era un lugar fuera de lo común, con un aire fuera de
lo común y posibilidades profesionales igualmente fuera de lo común.
Allí todo era posible. Desde toparse con una palacio incaico en perfectas
condiciones, mientras se recorrían sus callejuelas, como tropezar con talleres
de artistas que conservaban el arte y la técnica de los pintores coloniales;
comer un rico cuy a las brasas o escuchar leyendas de tesoros escondidos en las
picanterías, de las afueras de la ciudad. En Cusco se respiraba romanticismo en
estado puro. A eso olía la aventura.
Hacia muchos años que no visitaba la ciudad[1] y poco era lo que había cambiado en
sus aspectos más tradicionales. La ceremoniosa Plaza de Armas permanecía
idéntica. Incluso el café, en donde solía desayunar todas las mañanas, seguía en
pie. “Trotamundos” era su nombre de fantasía y allí solían reunirse al
atardecer decenas de viajeros, exploradores y aventureros de todo el mundo a
compartir sus experiencias y un buen vaso de cerveza o chicha.
Indy estaba exultante de alegría. Máxime en esa ocasión, en la que
compartía su viaje con un recuperado Gregory Deyermian, también él amante de la
ciudad; además de Manuel Sevilla y su dedo de oro. Si querían tener éxito,
debían contemplar todas las posibilidades que los llevaran a esas misteriosas
ruinas de la selva. Incluso acudir a la ayuda del peruano que los abordara en la
conferencia de la Universidad de Londres.
Manuel se movía por el Cusco como si estuviera en su propia casa.
Se había criado en sus calles y no había cuadra en la que no se topara con
alguien que conocía o fuera parte “lejana” de su familia. Lo trataban con deferencia y respeto.
Evidentemente pertenecía a un apellido de reconocida fama en la región. No
podían haber dado con nadie mejor para iniciar las investigaciones.
—Aquel es el sujeto que buscamos, doctor Jones —dijo Sevilla,
señalando con el dedo a un individuo sentado a la barra del café, indiferente a
la música de quenas que sonaba en el ambiente y a las risotadas de los
parroquianos.—El es Nautilius Goodman. Vengan —indicó—, se los presentaré.
Atravesaron el salón principal de “Trotamundos” y Sevilla le tocó
el hombro.
Para cuando el sujeto giró e identificó a su coterráneo, profirió
una saludo cordial y exagerado, abrazándolo. Sevilla se sorprendió un poco.
Goodman no era de su entera confianza ni habían intimado tanto con el sujeto
como para ser recibido con semejante dosis de histrionismo.
—Doctor Jones... Profesor Deyermian.... —dijo esgrimiendo una
amplia sonrisa. —Les presento al experto que más sabe del Paititi en todo Cusco,
el periodista y explorador Nautilius Goodman.
Cruzaron saludos protocolares y fuertes apretones de manos.
Goodman era un hombre joven, de unos cuarenta a cuarenta y cinco
años; alto, delgado, con barba negra tupida y profundos ojos negros. Tenía un
leve parecido a Rasputín, el curandero de la Rusia Imperial; y según les
informara Sevilla minutos antes, propietario de un periódico en la ciudad y
dueño de una pequeña fortuna que había amasado buscando “tapados”, es decir,
antiguos tesoros coloniales escondidos en las paredes y pisos de las casa
antiguas de la ciudad.
—¡Es un honor conocer al famoso Indiana Jones! —exclamó Goodman
sacudiendo con potencia la mano derecha del arqueólogo. —Me resulta un placer
difícil de expresar con palabras la oportunidad de estrecharle la diestra,
doctor.
—No es para tanto, señor Goodman —atinó a decir Indy con una
sonrisa en la cara y giró en dirección de Greg. —El es el profesor Greg
Deyermian. Experto en arte precolombino y explorador consumado.
—¡Lindo equipo! —expresó Goodman sobreexcitado. —¡Hermoso grupo
conformaremos! Pero, señores, vengan; siéntese en aquella mesa del rincón que da
a la calle. Allí podremos charlar con tranquilidad.
Acto seguido buscaron ubicación y tomaron asiento.
“¿Lindo equipo?”, pensó Indy. “¿A qué se refería con
“equipo”? ¿Quién lo había invitado a ser parte del grupo? ¿Sevilla le
había anticipado algo unilateralmente?”.
Indy se acomodó contra la pared, frente al ventanal que daba a la
Plaza de Armas, con la catedral ante sus ojos y la antigua dependencia de la
Santa Inquisición inaugurando la Cuesta del Almirante, uno de sus callejones
preferidos. Greg se sentó junto a él; y Goodman, con Sevilla, del otro lado de
la mesa.
—¡Camarero! —exclamó el periodista— ¡Cerveza para todos!...
—ordenó; y al segundo inquirió sin dejar de esbozar una sonrisa: —¿Toman
cerveza, verdad?
Goodman era británico de nacimiento, pero vivía en el Perú desde su
infancia. Su padre, un ingeniero inglés a cargo del Ferrocarril Lima-Cusco a
principios de siglo, se había enamorado del altiplano peruano; y tras buenas
inversiones hechas en el país había podido dejarle a su hijo, antes de morir,
una modesta fortuna que le había permitido vivir buscando tesoros, regenteando
el periódico paterno sólo de a ratos. El uso de la pluma le resultaba muy
redituable; no en dinero, sino en contactos. Al menos una vez por mes escribía
una nota editorial en la que ensalzaba a los políticos de turno y muy
especialmente a la policía, con la que tenía una excelente relación. Jamás
publicaba notas que hablaran mal de las fuerzas de seguridad y sus empleados,
haciendo caso omiso a la libertad de prensa, estaban amaestrados para obviar el
más mínimo accionar sospechoso proveniente de las comisarías. Goodman era un
hombre de derecha. Lo admitía sin prurito. Estaba orgulloso de ello y nunca
perdía oportunidad para criticar el discurso socialista o comunista que
circulaba en el mundo. En un planeta bipolar, tenía claro de qué lado
estaba.
Tras un corto brindis, fue Indy el que introdujo el tema que los
convocaba.
—En principio, quiero recordarles que tenemos poco tiempo para
preparar nuestra salida a la selva. Sería muy bueno dejar Cusco lo más pronto
posible e iniciar la búsqueda cuanto antes. Por eso lo convocamos, señor
Goodman. Necesitamos una serie de permisos del Instituto Nacional de Cultura y
sabemos que usted tiene buenos contactos en esa dependencia.
—Delo por hecho, Jones. Mañana mismo hablo con el director. Las
autorizaciones no son problemas.
—Es bueno escuchar eso. Por otro lado, según me informó Sevilla,
usted tiene ciertos datos que pueden sernos de utilidad y contribuir en la
investigación.
—¡Por supuesto que sí! —exclamó Goodman, acomodándose en la silla
exudando adrenalina.—Tengo en mi haber varias búsquedas en pos del Paititi,
doctor. Hace décadas estoy en el tema.
—Estamos dispuestos a pagar por esa información.
—¡De ninguna manera! ¡Jamás aceptaría algo semejante! ¡Para mí es
un honor poder ayudarlos y participar en el proyecto! Dígame que puedo hacer por
ustedes.
—¿Qué opina usted de la hipótesis de que el Paititi se encuentra en
territorio boliviano, en las Sierras de Parecis y no en la Meseta de
Pantiacolla? —inquirió Greg.
—La creo falsa —respondió con absoluta seguridad. —No descarto que
hayan llegado tan lejos en la selva, pero todo parece señalar la meseta como el
sitio más adecuado.
—Yo creo lo mismo –agregó Sevilla. —aquel hombre del que recibí el
dedo, provenía de esa región.
—¿Dedo? —irrumpió Goodman sorprendido. —¿Qué dedo?
Indy le lanzó a Sevilla una poco disimulada mirada de reproche. El
peruano se sonrojó. Titubeó, pero ya era tarde. La lengua había sido más rápida
que la mente.
—¿De qué dedo hablan? —volvió a insistir Goodman.
—La verdad —dijo Indy—, es algo que no queríamos comentar
demasiado.
—No me venga con misterios, doctor Jones. Yo estoy siendo
completamente sincero con ustedes y espero me retribuyan del mismo modo.
—El señor Sevilla tiene el pedazo de una estatua que, según le
comentaron, proviene del Paititi —aclaró Indy. —Un dedo de oro.
Goodman abrió los ojos más que sorprendido.
—¿El dedo? ¿Usted tiene el dedo, Sevilla?
—Sí... —respondió casi con vergüenza.
Goodman casi saltó de la silla, tomándose la cabeza con ambas
manos. Nadie en el bar se percató del exabrupto.
—¡No puedo creerlo! ¡Dios mío! —exclamó. —¡Era usted!... ¡Era
usted!
Greg miró a Indy extrañado.
—¿A qué se refiere? —inquirió Jones.
—¡He venido oyendo la historia del dedo desde que era niño! Siempre
la creí cierta, siempre... En muchas oportunidades investigué el tema y jamás
llegué a nada concreto. Ese bendito dedo nunca aparecía. Y ahora... ¡ahora me
dicen que lo posee usted! —Acercó el rostro al del peruano y volvió a preguntar:
—¿Lo tiene acá?
Sevilla asintió. Miró a Indy como pidiendo autorización. El
arqueólogo movió la cabeza afirmativamente y el dedo quedó apoyado sobre la
mesa, dentro de la cajita de siempre.
Las manos de Goodman empezaron a transpirar y sus mejillas
empalidecieron.
—¿Se dan cuenta?... ¿Se dan cuenta de lo que tenemos ante nosotros?
—repitió férvido de pasión.
—Cuéntenos...—lo invitó Indiana.
Goodman amagó con agarrar la pieza de oro.
—¿Me permiten?
Todos asintieron y lo agarró con reverencia. Lo giró de un lado a
otro, lo devoró con los ojos. Finalmente se dirigió al grupo. Su voz no era la
misma. Estaba emocionado y se notaba.
—Caballeros... —dijo— esto que tenemos acá no es otra cosa que la
llave que nos conduce al Paititi.
La mesa quedó en silencio.
—¿A que se refiere con “llave”? —prorrumpió Indy.
—¿Qué es lo que se hace con las llaves? Se abren puertas, doctor. Y
esta es la llave que he estado buscando por años.
—¿Puede ser más explícito? —indagó Greg.
—Por supuesto, profesor. Mire —dijo Goodman—, la cosa es mucho más
sencilla de lo que parece a simple vista. Hay una vieja leyenda de la región de
Paucartambo, en el borde de la selva, que habla de un mapa y de un dedo de oro.
El mapa, según dicen, fue dibujado por un sacerdote jesuita en tiempos
coloniales. En él hay marcado un sitio. Un lugar con figuras cinceladas en las
rocas y en ellas, un espacio, un agujero, una hendija, en el que entra un dedo:
el “Dedo del Inca”.
Indy estaba sorprendido. Jamás había oído nada semejante. ¿De dónde
sacaba esas historias? Percibió cierto tufillo de delirio en las palabras de
Goodman, pero no dijo nada. Permaneció callado mirándolo. Por otro lado, el tema
del mapa le intrigaba. ¿Sería el mismo mapa en el que pensaba?
—¿Y qué pasa con el dedo y con esa hendija? —preguntó Greg
impaciente.
—Se abriría una puerta.... eso dicen.
—¿Una puerta? No entiendo —volvió inquirir. —¿Una puerta de qué
tipo?
—Una que es dimensional, profesor.
Sevilla sonrió con escepticismo y se echó hacia atrás.
—¡Nautilius, por favor! —exclamó.—¡Eso es demasiado! ¿De dónde sacó
esa historia?
Goodman estiró la piel de su frente. Se sintió molesto,
injuriado.
Indy apreció el cambió de humor del anglo-peruano y decidió
intervenir.
—Prosiga, Goodman, por favor —dijo apoyando su mano en el antebrazo
de Sevilla.
—Esta cuestión del Paititi excede la historia y la arqueología,
señores. Me parece que usted, Sevilla, desconoce muchas cosas. Pasó demasiados
años fuera del Perú, y veo que ha olvidado sus raíces. Los Andes esconden
muchísimos secretos que la mayoría de los hombres no quieren ni pueden
comprender. Es una cuestión de niveles de conciencia. Sólo los
iluminados, los preclaros de alma, podremos alcanzar la verdad y la
felicidad plena ante el conocimiento puro que hay en ese bendito lugar.—Tragó
saliva, volvió a mirar la pieza de orfebrería, que seguía en su mano y
agregó:—Tenemos el dedo. Nos falta el mapa. Pero eso no importa. ¡Yo conozco el
lugar de los petroglifos[2]! ¡Yo sé como llegar a
ellos!
Indy observó a Greg.
No hacían falta las palabras.
Ese tipo parecía un delirante.
“¡Maldita sea!”,se dijo para sí mismo. “¿Por qué siempre
las cosas tenían que complicarse tanto?”
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5
LA HERMANDAD BLANCA DEL PAITITI
La organización de una expedición implicaba
—siempre— sortear problemas impensados de último momento; engorrosos
papeleos administrativos, que pronto serían olvidados y, sobre todo, lidiar con
“locos” que creían tener soluciones mágicas a los inconvenientes y enigmas que
se presentaban en el camino. Eso Indy lo sabía muy bien; como también era
conciente de los peligros y retrasos que individuos de ese tipo podían traer al
proyecto.
Nautilius Goodman era, al parecer, miembro de esa preclara fauna;
pero su entusiasmo y sinceridad inicial convencieron a Indiana Jones a
incorporarlo al grupo, muy a pesar de su evidente inclinación al misticismo.
Aunque de misticismo, Indy conocía algo. Además, era parte del juego combinar
excentricidades. No había mucho de qué preocuparse. No era la primera vez que
trataba con personalidades difíciles y algo estrafalarias. Podría adaptarse a
los arrebatos místicos de Goodman. Su entusiasmo era motivador y conocía cómo
llegar a los grabados de piedra. En principio, no representaba ninguna amenaza
seria. En el ámbito de la búsqueda arqueológica muy pocos revelaban “sus”
secretos sin pedir nada a cambio. Era un campo en el que el egoísmo se hacía
notar y la información precisa se constituía en el factor que hacía la
diferencia entre tener y no tener éxito. Goodman había entregado la historia del
mapa y los petroglifos con sólo la implícita condición de formar parte del
“equipo”. El negocio no dejaba de ser un mercado en el que los bienes
intercambiables eran datos, e Indy era conciente de ello. De hecho, de ese
intercambio habían salido las piezas de un inmenso rompecabezas que, en el caso
del Paititi, hacía casi quinientos años esperaban ser ensambladas.
Un dedo de oro, un mapa y ciertos
petroglifos en la selva eran la punta del ovillo. Con ellos unidos se
entreabría una hendija a lo desconocido.
En la mesa de “Trotamundos” organizaron, hasta bien entrada la
noche, los pasos a seguir en los próximos días. Fijaron la fecha de partida;
dándose como máximo setenta y dos horas para iniciar la entrada en la selva, si
Goodman cumplía con lo prometido y despachaba todo el papelerío con celeridad.
También había que contratar animales de carga,
algún que otro porteador de confianza y alimentos para varias jornadas.
El trabajo no era poco, pero Indy prefirió ser conservador en esos asuntos y no
alimentar su ansiedad desmedidamente. Había muchas cosas por hacer en Cusco
antes de salir en pos de los petroglifos.
—Por lo que veo el camino será difícil —sentenció Jones recostado
sobre la mesa del café.—Pero todos somos hombres experimentados en estas lides y
no creo que haya problemas que no sepamos solucionar. Por lo que hemos charlado
esta noche, la idea original será, entonces, marchar en camiones hasta la
localidad de Tres Cruces, en el borde mismo de la selva, y hacer base allí
durante un día para adquirir el grueso de las provisiones. Después partiremos a
lomo de mula durante cuatro jornadas más hasta el puerto de Shintuya, que será
nuestro último contacto con la civilización.
—Conozco a un par de buenos amigos en Shintuya, Indy —agregó Greg.
—Buena gente. Excelentes baqueanos.
Goodman lo miró fijamente.
—Disculpe usted, profesor, pero no creo conveniente incorporar más
gente a la expedición. Ya somos bastante. Recuerde que los grandes contingentes
nunca llegaron a buen puerto.
—Eso lo decidiremos sobre la marcha —abogó Indy, haciendo valer su
carácter de líder del grupo. —Despreocúpese por esas cuestiones, Goodman. Ahora,
dígame, ¿a cuántos días de Shintuya se encuentran los petroglifos?
—Remontando el río Palatoa en peque-peques[3], y haciendo una escala para dormir,
creo que en dos días podríamos alcanzarlos.
—Bien —sentenció Jones. —En ese caso, si todo marcha según lo
esperado, en una semana como máximo habremos llegado al lugar.
—¿Y después? ¿Qué haremos? —inquirió Manuel Sevilla visiblemente
intranquilo.
—¿Después?... No lo sé —respondió Indy—. Algo se nos va a
ocurrir.
—Indiana, —terció Greg—¿qué pasará con la “competencia”?
—Ese es otro tema pendiente...
—¿Qué competencia? —preguntó Goodman.
—No estamos solos en esto.
—¿Ah no? ¿Y quienes son nuestros competidores? ¿Alguna universidad
rival a la suya, doctor Jones?
—Digamos que es algo más importante que una universidad.
—Y no es uno, sino dos los grupos que están detrás de lo mismo
—agregó Deyermian.
—Rusos y alemanes —aclaró Indy.
—¿Se dan cuenta? Yo tengo razón —expuso Goodman.—Cuando les digo
que este tema es algo mas que meras ruinas, tengo razón.
—De seguro ya están en Cusco —dijo Indy.
—¿Qué puedo hacer al respecto? —ofreció el inglés.
—Poner gente en las terminales de buses y de tren y que se fijen si
este hombre llega a la ciudad —dijo sacando del bolsillo de su chaqueta cazadora
una foto de Eric Hense.
—Descuide, doctor. Tengo empleados entrenados en buscar información
y personas. —Agarró la foto, la miró y preguntó: —¿Quién es este
tipo?
cd
Las
campanas de la iglesia de la Compañía de Jesús tañeron doce veces a la
medianoche, inundando con su sonido todos los rincones del Cusco. Tolerantes,
los cerros que enmarcaban la ciudad, antiguos dioses incaicos, recibieron las
vibraciones católicas y las absorbieron haciéndolas suyas; devolviendo, a
cambio, un manto de niebla que cubrió la capital quechua.
La temperatura había descendido y hacía frío. Lejos quedaban los
cálidos veintitrés grados de la hora de la siesta y aún más lejos la claridad
que permitía moverse por las callejuelas sin la necesidad de mirar el piso a
cada paso.
Indy alimentaba una preocupación creciente. Quería comentársela a
Deyermian, pero la presencia de Manuel Sevilla lo cohibía. Prefería explayarse
al llegar a la casona del peruano, cuando éste no estuviera ante ellos.
Habían dejado “Trotamundos” hacía menos de quince minutos y
avanzaban por la gloriosa e imponente calle de Hatunrumiyoc, ascendiendo la
cuesta que los alejaba del centro. Las inmensas rocas del palacio inca, que
corrían a sus lados, eran testigos mudos del pesar que sentía arqueólogo.
Ya la niebla cubría todo cuando salieron del bar. Una verdadera
sopa de humedad blanca generaba un ambiente fantasmagórico, no sin cierta
belleza.
Eran los únicos que deambulaban por el adoquinado de las
calles.
Entonces, inesperadamente, desde una de las equinas de la
callejuela, Indy, Greg y Manuel, advirtieron que cuatro figuras de color muy
blanco les cortaban el paso.
A sus espaldas, otras cuatro siluetas empezaron a acercárseles y a
tomar formas definidas.
Eran ocho individuos vistiendo capuchas color blanco y largas
vestiduras del mismo tono.
Todo parecía indicar que no tenían intenciones pacíficas. Largas
dagas de piedra pulida, engarzadas en mangos de cuero, resplandecían, reflejando
la luz de las farolas.
Sevilla buscó un lugar seguro entre Greg e Indy, colándose entre
ambos y protegiendo el bolsillo derecho de su chaqueta, que era en donde
guardaba el dedo de oro. Greg sacó las manos de la suya y cerró los puños. Indy
desabrochó la traba que mantenía su látigo en la cintura, y apretó con fuerza el
mango. “Debí haber traído el revólver”, pensó. Pero ya era tarde. Lo
había dejado en la casa de Sevilla para limpiarlo y tenerlo presto en caso de
necesitarlo en la expedición.
—Guarden sus posiciones —dijo con la seguridad de un soldado en la
trinchera.—No hagan nada hasta que yo les diga —y se ajustó el sombrero
fedora.
Los grupos de encapuchados aminoraron el paso. Elevaron más los
brazos. Dirigieron las puntas de las dagas en dirección a Indy y sus
socios.
Cuando los tuvieron a mediana distancia, se percataron de que
debajo de la caperuzas tenían puestas máscaras, también blancas. En ese momento,
se detuvieron.
Uno de los encapuchados dio medio paso al frente y habló:
—¡No deberían estar aquí, gringos! —dijo con tono amenazante.
—¡Nada de lo que hay en estas tierras es de su incumbencia!
—¡Este es un país libre! —respondió Jones con furia exagerada.
El sujeto pareció no escucharlo.
—¡Usted, Sevilla, tiene algo que no le corresponde!
¡Dénoslo!
Inconscientemente, Indy protegió a Manuel con su brazo, empujándolo
contra la pared de granito del callejón.
En ese momento, uno de los individuos avanzó más de lo deseable.
Entonces, el látigo chasqueó el aire y su punta se enrolló en la muñeca de quien
parecía querer agredirlos en primera instancia. Bastó un tirón muy fuerte para
que el puñal saliera despedido contra los laterales del callejón, junto con su
portador.
Los otros siete hombres levantaron las armas blancas hasta sus
hombros y las lanzaron en dirección de los extranjeros.
Indy se hizo a un lado con agilidad. Escuchó el sonido del puñal
zumbar junto a su oreja derecha, en el momento en que la daga pasaba a
centímetros de ella. Greg se echó al piso, con igual suerte.
Una vez más el látigo surcó el espacio que había entre el
arqueólogo y sus agresores. Oyeron dos gritos de dolor. Les había dado a un par
con un solo movimiento de muñeca.
Giró ciento ochenta grados y repitió la contraofensiva. Una vez
más, la punta de aquel nervio flexible chocó contra los enmascarados con
capuchas.
Indy sacudió dos, tres, cuatro, siete veces, el látigo en todas
direcciones. Parecía el domador de bestias de un circo, poseído por la
adrenalina y el miedo.
No les dio a todos, pero fue suficiente para disuadirlos a seguir
en el callejón. Uno de ellos hizo una señal y al cabo de unos segundos,
desaparecieron en la noche.
Greg se reincorporó con pesadez.
—¿Estas bien? —inquirió Indiana, enrollando el látigo.
—Si; estoy perfectamente....
Indy giró en dirección a Sevilla.
—¿Y usted, Manuel?... ¿Manuel?... ¿Qué le pasa?... ¡Por Dios, Greg,
este hombre está herido!
Se abalanzaron sobre Sevilla, que estaba con la espalda apoyada
contra el muro, inmóvil, pálido y un puñal clavado profundamente en el
esternón.
—Te equivocaste, compañero —señaló Deyermian hincando sus dedos en
la aorta. —Está muerto...
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Dos horas tardó Nautilius Goodman en
presentarse en el cuartel de la policía. Entró agitado, serio y con cara de
preocupación. Saludó al comisario y entró en su oficina, Indy y Greg lo
esperaban sentados en una banca de madera, recostados contra la pared.
—¡No puedo creer lo que pasó! —exclamó Goodman.—¿De verdad
falleció?
Indy asintió con la cabeza.
—Se llevaron el cuerpo a la morgue —aclaró el comisario,
acomodándose en su butaca, frente al escritorio.—Lo apuñalaron.
—Y... ¿se llevaron “algo”? —inquirió Goodman con notable
preocupación por el innombrado dedo.
—No.
—¿Quién lo mató?
—Eran ocho sujetos —explicó Jones.—Todos con máscaras y capuchas
blancas. Nos estaban esperando y conocían a Manuel.
—Lo llamaron por su apellido —agregó Deyermian.
—¿Qué puede decir de todo eso, Goodman? —inquirió Jones con
sequedad. El comisario lo miró sintiendo que le robaban el rol natural de
interrogador que tenía por profesión.
El inglés se rascó su velluda barbilla. El policía lo miró y
frunció su boca.
—¿Cuánto hace que no aparecían, don Nautilius? —inquirió el
militar.
—Mas de diez años —respondió.
Indy adelantó su cuerpo y volvió a acomodarse en la banca. Luego
intervino.
—¿De qué hablan? ¿Conocen a esos tipos?
Goodman caviló unos segundos.
—Puede que le resulte insólito, doctor Jones, pero han tenido el
extraño privilegio de toparse con algo que muchos creen es una leyenda urbana
local.
—Pues esa leyenda asesinó a Manuel Sevilla, Goodman. Las leyendas
urbanas no matan gente —dijo con un cierto dejo de disgusto.
—Es una célula subversiva... —empezó a explicar el policía.
—¿Me permite, Menéndez? —se inmiscuyó Goodman. El funcionario
aceptó.
—¿A qué se refiere con “célula subversiva”? —preguntó
Greg.
—En realidad ese término no se condice con el carácter del grupo
con el que se tropezaron, profesor —dijo en idioma inglés para no herir
susceptibilidades en el uniformado.—La verdad es que no salgo del asombro
porque, como les dije, hacía mucho tiempo que nadie hacia referencia a
ellos.
—¿Quiénes son “ellos”? —volvió a preguntar Indy con
impaciencia.
—La Hermandad Blanca del Paititi, doctor Jones —sentenció
Goodman.
—¿Y qué es eso? —saltó Greg.
—Un grupo... una logia, no se sabe bien. Se dice que son fanáticos
nacionalistas. Indigenistas que defienden las tradiciones locales y consideran
al Paititi como la última frontera de resistencia de la cultura andina. Los
rumores cuentan que son sus protectores. En lo personal creo que constituyen una
asociación de locos...
—...locos muy peligrosos —completó Indy y extrajo de su morral una
de las dagas que había recuperado del callejón. —Usan estas cosas y por lo que
puedo concluir son armas muy antiguas, extraídas ilegalmente de algún yacimiento
arqueológico o robadas de un museo. Son incas auténticas.
Goodman se le acercó y tomó la daga.
—No hay duda de ello... Son auténticas —dijo revisándola con
sapiencia.
El comisario se pudo de pie y pidió verificar el
puñal.
—Recién dijo que hacía diez años que no tenían noticia de esta
gente. ¿Cómo es eso, Goodman? —demandó Indy.
—No ha habido denuncias sobre ellos en más de una década. La ultima
vez que mi periódico recibió noticias de la Hermandad Blanca fue, creo,
en 1946, si la memoria no me falla.
—¿Y a que se debió ese largo “retiro”?
—No lo sé.
Indy se puso de pie.
—Hay muchas cosas que me rondan la cabeza, Goodman. ¿Cómo es que
conocían a Sevilla? ¿Por qué le pidieron “algo” que él tenía y está relacionado
con el Paititi? ¿Quién les informó sobre eso?
—No sé qué decirle...
—¿Dónde estaba usted a la hora en que nos
atacaron?
La pregunta a quemarropa que Indy hizo cayó como un balde de agua
fría.
—¡¿Qué está sugiriendo, Jones?! —detonó el
británico.
—No sugiero nada. Sólo pregunto. ¿Dónde estaba usted? ¿Qué hizo
después de dejar el café?
—¡Me ofende, doctor Jones!
—Discúlpeme, Goodman, pero como científico soy... curioso.
—respondió con serio sarcasmo.
—No debería responderle esa pregunta, pero lo haré. Cuando ustedes
se retiraron de “Trotamundos”, me quedé charlando con el propietario del local
dos horas más. Tengo a decenas de testigos, si eso atempera su... “científica
curiosidad”, doctor Jones.
Indy no dijo nada y volvió a meter la daga en su
bolsa.
El comisario se le adelantó con la mano en alto.
—No, no, no... —dijo— ese cuchillo es una prueba del homicidio. Se
queda aquí, señor.
Indy se dirigió a Goodman, relegando al oficial.
—Necesitaré este artefacto un tiempo. Quiero investigarlo. ¿Puede
usted hacer algo al respecto?
Todavía algo ofuscado, Goodman asintió con la mirada y apartó al
comisario unos minutos. Habló con él en voz muy baja. Después
anunció:
—Tiene cuarenta y ocho horas para devolverlo.
—Okey. Así lo haré —y terminó de guardar el arma. —¿Podemos
marcharnos?
—No hay nada que los
retenga en la dependencia.
—En ese caso, volveremos a nuestro hostal. —Se ajustó el sombrero
de fieltro e invitó con un gesto a que Greg lo siguiera. —Mañana nos
comunicaremos con usted, Goodman, y disculpe si lo incomodé de algún
modo.
El inglés sonrió de compromiso y le palmeó el
hombro.
—Sin rencores, doctor Jones. Esperaré su
llamado.
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6
LA RUTA DE LAS RATAS
Entrar y salir de cualquier país, no
constituía problema alguno para la organización.
Cambiar de identidad, tampoco.
Según la jerarquía que se hubiera tenido durante la Segunda Guerra
Mundial, modificar la profesión o encontrar un puesto temporario en alguna
fábrica como operario de tercer nivel, evitando así la exposición y manteniendo
un cuidadoso anonimato, tampoco era nada difícil.
Había dinero suficiente y contactos importantes en casi los
rincones del mundo; aún en Estados Unidos e Inglaterra, supuestamente los dos
grandes paladines de la justicia, la democracia y la defensa de los derechos
humanos.
Los largos tentáculos de Odessa llegaban a todas partes. Su
influencia era inmensa y solapada. Sostenida por regímenes autoritarios, la
vigencia de la Guerra Fría y la siempre alimentada amenaza del comunismo
internacional, los ex-jerarcas de las SS de Adolf Hitler encontraban las
condiciones adecuadas para proliferar conservando una cuota de poder enorme
desde las sombras.
Odessa, al no estar concretamente en ninguna parte, resultaba estar
presente en todas. Y Eric Hense sabía aprovecharse de esas circunstancias.
Desde 1945 había cambiado de apellido varias veces; y si bien no
podía vestir su elegante uniforme color negro, con la calavera y las tibias
cruzadas como símbolo de elite prendidas en el frente de su gorra, Hense sabía
muy bien quién era. No tenía problemas de personalidad. Ni culpa. Ni
arrepentimiento. Tampoco misericordia. Su trabajo en los campos de concentración
de Europa Oriental lo había llevado a cabo con fría sapiencia. Con la
objetividad de un burócrata obediente y convencido. Se veía a sí mismo como el
brazo ejecutor de un proyecto momentáneamente interrumpido, pero con infinitas
posibilidades futuras. Los mil años de nazismo augurados por el Führer aún eran
posibles. Casi podía sentirlo en sus venas y el corazón le latía con fuerza en
el pecho cada vez que recordaba su juramento de fidelidad al líder muerto.
La avioneta rebajó la potencia de los motores y ubicó su trompa en
dirección a la pista de aterrizaje, que se desplegaba como una cinta marrón en
un terreno libre de árboles y maleza unos doscientos metros por debajo del
fuselaje.
Hense se ajustó el cinturón de seguridad y agarró con fuerza el
portafolios que tenía apoyado sobre sus piernas. Miró al piloto. Temía volar. El
aire no era su ámbito preferido. Buscaba una palabra de aliento y la
encontró.
—Ya llegamos, señor. Despreocúpese, todo está en orden. En cinco
minutos tocaremos tierra.
—Danke —agradeció el alemán y fijo la atención en los
medidos movimientos que el piloto hizo, hasta que el tren de aterrizaje se posó
suavemente en el terreno apisonado de las afuera del Cusco.
Hense descendió y, tras despedirse del piloto, caminó en dirección
al sujeto que lo esperaba a unos veinte metros de distancia.
Era un hombre alto, vestido de modo muy informal; con sombrero de
ala ancha, pantalón azul de tela y camisa a cuadros. Estaba transpirado y su
rostro cetrino y rasgos mongoloides lo identificaban como un claro representante
del universo fenotípico andino.
Cuando tuvo al alemán cerca, se adelantó, extendió la mano y
dijo:
—Bienvenido, señor. Mi nombre es Robustiano Patrón Costas. Soy su
anfitrión e informante. Tengo un auto acá cerca, esperándolo. Acompáñeme si es
tan gentil.
Hense respondió con sequedad y observó el paisaje montañoso que
rodeaba aquel desolado paraje.
Los cerros tenían nieves eternas. Igual que en su ciudad natal de Alemania.
cd
El doctor Miguel Ballón los esperaba
sentado en un banco de mimbre a la puerta de su estudio, saboreando un mate (té)
de coca bien caliente. Su aspecto de campesino a medio civilizar no dejaba
entrever los numerosos títulos universitarios que tenía, ni los premios y
honores conseguidos en diferentes centros académicos del mundo, por su
invalorable desempeño como especialista en historia y arqueología incaica. A sus
noventa y tres años, Ballón encarnaba la mayor autoridad viva en cuestiones
andinas. Maestro de maestros, conocía a Indiana Jones desde hacía tiempo y
estaba ansioso por volver a verlo, tras tantos años de ausencia.
Cuando el jeep frenó delante del galpón que le hacía las veces de
estudio y museo privado, el viejo se puso de pie con dificultad y avanzó
tembloroso hasta fundirse en un caluroso y fraternal abrazo con Indy.
—¡Hijo, qué alegría inmensa volver a verte! —exclamó emocionado con
una voz apagada por los años.
—¡Profesor, lo mismo digo! ¡Qué bueno verlo otra vez!
—respondió Indiana, sintiendo húmedos
los ojos.
—¿Sabes? —dijo el viejo apartándose un poco —Creí que ya no nos
volveríamos a encontrar nunca más. He leído mucho de ti, Indy. ¡Eres famoso,
muchacho!
—No diría tanto, profesor —se sonrojó.—Digamos... que me he hecho
un nombre en el ambiente. Es que llevo ya muchos años en esto.
—¡Y que lo digas!... La última vez que te vi no tenías las canas
que ahora peinas —bromeó el viejo.
—¿Canas? ¿Qué canas? —repreguntó Indy siguiéndole la broma.—¡Estas
no son canas! Son meros reflejos producidos por el sol...
Ambos lanzaron una corta carcajada.
—Profesor, permítame que le presente a un buen amigo —repuso
Indy:—el señor Gregory Deyermian. Especialista inglés en culturas andinas.
—¡Bienvenido a mi humilde morada, colega! —saludó Ballón con
desbordante simpatía.—Pero ahora pasen. Pasen, así toman algo y charlamos sobre
el asunto que los trae por acá. Algo me adelantaron por teléfono, pero quiero
saber más. Adelante.
El estudio de Ballón era una construcción humilde de material,
extenso, de unos doce metros de largo por cuatro de ancho, en el que se
acumulaban setenta años de profesión ininterrumpida. Decenas de huacos mochicas,
chimú, nazca e incas, se apilaban en estanterías de madera colgadas de la pared.
Allí podía verse parte de la dinámica cultural de los Andes a lo largo de sus
veinte mil años de historia. Papeles, libros y anotaciones ocupaban,
desordenados, sendos tablones que, a modo de mesas, cubrían gran parte de los
muchos metros cuadrados del recinto. Dibujos y mapas terminaban de darle al
sitio el aspecto de un depósito caótico que sólo Ballón podía convertir en un
universo ordenado, de donde extraer las respuestas necesarias a las preguntas
que, día a día, le quitaban el sueño a su todavía curiosa personalidad.
El anciano sirvió la infusión caliente de coca en dos jarritos de
metal y se los entregó a sus visitantes.
—Veo que ha juntado algunos materiales más en estos años...
—ironizó Indy echándole una ojeada al estudio.
El viejo sonrió.
—Las malas mañas nunca se pierden, hijo.
—¡En verdad esto es sorprendente, doctor! —exclamó Greg con
entusiasmo.—Jamás imaginé toparme con semejante colección de arte
precolombino.
—Es sólo arte prestado —explicó Ballón.—Pertenece al museo
universidad. Sólo que me permiten tenerlo en consignación para que pueda
estudiarlo. Ya regresará todo esto a sus vitrinas cuando ya no esté.—Hizo un
breve silencio mientras observaba los objetos con nostalgia y volvió a
preguntar, acomodándose en una mecedora: —¿Qué es lo que los trae a la casa de
este viejo aburrido? Cuéntenme.
Sin demasiados preámbulos Indiana relató las vicisitudes de la
noche anterior y extrajo de su morral el cuchillo de piedra. Lo puso en manos de
Ballón y esperó que el viejo reaccionara.
Lo examinó callado unos minutos. Después se reincorporó, bajó de
una repisa una pieza cerámica y descolgó un pequeño mapa de la pared. Colocó
todo sobre una de las mesas y mirándolo serio a Jones, preguntó:
—¿Tú sabes lo que es esto, verdad?
Indy asintió.
—Pero quiero que usted lo confirme.
—Pues, hijo, está confirmado. Pongo mi buen nombre en juego
afirmando que este cuchillo ceremonial...
—... es de elaboración inca post-colonial —agregó Indy.—Hecho en
las regiones selváticas, donde supuestamente ellos nunca entraron.
—Efectivamente. Los mangos están hechos con cuero de mono, un
material exótico que jamás usaron mientras habitaban Cusco.
—¡Es cierto! —dejó entrelucir Greg, boquiabierto.
—Había leído en viejas crónicas del siglo XVIII sobre estos
cuchillos —dijo Ballón, manipulándolos con respeto,—pero nunca tuve uno en mis
manos.
—Tampoco nosotros —sentenció Jones.
—¿Y me dices que esos tipos los portaban?
—Sí, profesor. La Hermandad Blanca. Así la llamaron en la
comisaría.
—¿Los conoce usted? —intervino Deyermian.
—Lamentablemente, sí. Aunque hacía muchísimos años que no oía
hablar de ellos.
—Le atribuyen una existencia ficticia —explicó Indy.
—¿Ficticia? —se sorprendió Ballón—¿Quién dijo semejante cosa?
—Nautilius Goodman —contestó Indiana.
—¡¿Goodman?!... ¡¿Y qué tienen qué ver ustedes con ése?!
—Nos lo presentaron como un buen contacto para ingresar en la
región de Pantiacolla.
Ballón frunció el seño en clara señal de desagrado.
—¿Sucede algo malo, profesor? —inquirió Greg.
—Conozco a ese inglés. Es un bribón. Un huaquero[4] inescrupuloso con que tuve muchos
encontronazos en épocas pasadas. Es propietario de un periódico, ¿lo
sabían?
—Sí —respondió Indy.
—El muy pillo lo utilizó en mi contra hace algunos años atrás
cuando trabajaba en una excavación en Tambomachay. Aparentemente quería sacar
del yacimiento unos textiles incaicos de gran valor y puso a uno de sus hombres
haciéndose pasar por peón de campo. Pude descubrirlo a tiempo y nunca me lo
perdonó. Usó el diario para acusarme de no sé qué tontería. Naturalmente nadie
lo creyó.
—¿Usted cree que Goodman puede estar relacionado con el grupo que
nos atacó?
—No quiero cometer el mismo pecado que él cometió conmigo, Indy. No
puedo acusarlo sin pruebas; pero, extraoficialmente...
—Entiendo...
—Nos estaba diciendo algo sobre la Hermandad Blanca, doctor
—intervino Greg.
—Sí, es cierto —recapituló el anciano.—Hace años que no sabía nada
de ellos.
—Goodman dijo lo mismo —agregó Indy.
—Si la memoria no me falla fue allá por 1945 o 1946.
Greg esgrimió una amplia sonrisa de admiración.
—¡¿Cómo puede retener esas cosas en la memoria?! —exclamó.
Ballón lo observó con cómplice simpatía.
—Cuando no se tiene familia y la vida pasa por la
profesión—contestó el viejo arqueólogo,—la memoria tiende a especializarse de un
modo sorprendente, amigo mío.
—Goodman mencionó también el año 1946 —manifestó Indy.—¿Qué fue lo
que sucedió en ese año?
—Un rumor recorrió el Cusco —empezó a explicar Ballón.—Se dijo que
una persona había traído una pieza de oro de las ruinas del perdido Paititi. Un
arriero o algo así.
—¿Una pieza de oro?
—Sí, Indiana. Un dedo.
Una corriente eléctrica le recorrió a Jones la base del cráneo.
Greg le dirigió una mirada, desorbitada.
—Continué, profesor, por favor —sugirió Indy, conteniendo la
ansiedad; apaciguando a Deyermian con un gesto disimulado.
—En esa oportunidad, y como consecuencia del rumor, algunas
personas de la ciudad fueron amenazadas por esa Hermandad Blanca. Incluso se
registró un atentado contra un señor de mi conocimiento. Un tal Manuel Sevilla.
Decían que él tenía el dedo. Creo que después de ese hecho se fue del país.
La adrenalina corría a chorros por el organismo de Indiana Jones.
No podía creer lo que escuchaba. Estaba atónito. Ballón se percató de ello.
—¿Te sientes bien? —le preguntó.
Greg se había recostado en una silla. Intentaba armar el
rompecabezas con la mayor celeridad posible, pero las ideas se atascaban. Tenía
que calmarse para pensar tranquilo.
—¡Nos mintió! —exclamó Indy al inglés.—¡El muy maldito, nos
mintió!
—¡Nos dijo que él era un niño cuando se lo llevaron a su
padre!
—¡Que quería certificar su autenticidad! —agregó Jones, sintiéndose
un tonto.—¡Maldito mentiroso!
—Perdón, ¿pero qué hablan? —inquirió Ballón sin entender nada.
Indy tomó asiento frente a su mentor intelectual. Se calmó un poco.
Acomodó sus pensamientos y le clavó al anciano los ojos.
—Profesor, esto se está complicando mucho.
—¿Qué es lo que pasa?
—El hombre que asesinaron ayer a la noche en el callejón era Manuel
Sevilla.
—¡¿Qué?!
—Lo que acaba de oír. Y eso no es todo.
Metió la mano en el bolso y extrajo la caja, el algodón y el
dedo.
—¡Por Dios santo! —profirió Ballón casi en un grito.—¡El dedo del
Inca!... ¡Era cierto!... ¡No puedo creerlo!
—Créalo—esgrimió Indy. —Lo tiene ante sus propios ojos.
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7
Eran muchas las piezas que Indy tenía del complicado rompecabezas
en el que estaba involucrado, tras su conferencia en la Universidad de Londres.
Una vez más se devanaba el cerebro tratando de interpretar las conductas de
individuos que conocía muy poco, para darle coherencia a ciertos actos que, en
primera instancia, carecían de ella.
¿Por qué Manuel Sevilla les había mentido respecto de la fecha en
la que obtuviera el dedo de oro?
Según cálculos a “ojo de buen cubero”, Sevilla ya era un muchacho
de veintitrés años al momento de tener que abandonar el Perú, tras el atentado
que, contra su propia vida, habían cometido los miembros de la Hermandad Blanca.
¿Por qué había dicho que era un niño?
¿Por qué no había nombrado nunca a ese extraño y peligroso grupo que,
finalmente, lo había asesinado?
¿Para qué necesitaba de su ayuda y la de Greg si, según el mismo,
conocía el modo de llegar y recuperar los tesoros que había en el Paititi, sin
el auxilio de nadie? Además, si Nautilius Goodman estaba relacionado con la
Hermandad, tal como lo sospechaba el doctor Ballón, ¿por qué los había conectado
con él? ¿Qué motivo había tenido más allá de los contactos que Goodman
conservaba con las instituciones de la ciudad?
Si Nautilius —un tipo con cierto grado de misticismo— era parte de
esa logia secreta que lo atacara, seguramente conocía a Sevilla. En ese caso,
¿para qué ir solito a la “boca del lobo”? ¿Para qué sumergirse tan
directamente en ese lodazal de intrigas irracionales que, a la postre, le
hiciera perder la vida en un oscuro callejón de Cusco?
Sevilla tenía el dedo y decía conocer el camino.
Goodman sostenía que sabía cual era la ruta hacía los petroglifos,
sin la necesidad del mapa jesuita (que supuestamente conducía a ellos).
Y una vez más, la pregunta que a Indy lo atosigaba: ¿para qué
habían requerido de sus servicios profesionales?
Además estaban los nazis de Odessa y los rusos de la KGB
soviética.
Indy no acertaba a responder ninguna de esas dudas. Greg y el
doctor Ballón tampoco.
El anciano estaba encandilado con el dedo. Lo miraba, lo tocaba, lo
examinaba con atención desde todos los ángulos posibles; buscando una muesca,
una rugosidad, un dato mínimo que le permitiera certificar su autenticidad. Tan
abstraído estaba que no escuchaba el devaneo mental que Jones realizaba en voz
alta.
—No entiendo absolutamente nada —terminó diciendo Indy, rascándose
la nuca frente a una foto encuadrada que pendía de la pared del estudio de
Ballón. —¡Esto es un lío y me pongo nervioso cuando no puedo manejar las
variables de un asunto que me involucra!
—Ya vendrán las respuestas, Indy —contestó Deyermian. —¡Tiempo al
tiempo, compañero!
—Sí —respondió escéptico. —Sólo espero no estar muerto con un
cuchillo incaico clavado en la nuca cuando eso ocurra.
Ballón dejó la falange sobre una de las tantas mesas y se tocó la
barbilla. Su sorpresa inicial parecía mutar y la calma académica, que lo hiciera
famoso en la universidad, volvía a convertirlo en el maestro de arqueólogos que
todos conocían.
Por unos minutos pensó en voz alta. Hizo referencia a lo difícil
que era certificar la antigüedad del dedo y se preparó una nueva taza de mate de
coca bien caliente.
—Este es un enigma que tiene cuatrocientos años, caballeros —dijo
saboreando la infusión. —No esperen que este viejo achacoso lo resuelva en pocos
minutos. La verdad es que estoy muy confundido. Siento que estamos a las puertas
de algo importante, pero no acierto a saber qué es.
Se hizo un silencio en todo el estudio, al cabo de los cuales
Deyermian le inquirió:
—Doctor, ¿qué cree usted que podamos encontrar en el
Paititi?
El anciano lo observó pensativo y movió la cabeza como queriendo
decir “no lo sé”. Fue en ese momento cuando oyeron que los cristales de uno de
los ventanales se rompía.
cd
La granada de gas lacrimógeno estalló en el centro de la habitación y
todo el estudio se llenó de un humo color naranja, que les quitó el oxigeno y
encegueció en segundos.
En el aprieto por buscar aire puro, Ballón trastabilló y se
desplomó sobre una de las mesas. Greg se hizo hacia atrás instintivamente, chocó
de espaldas contra la pared, teniendo los ojos llorosos y el temor propio de
todo aquel que siente su vida amenazada.
Indiana Jones se echó al piso. Sabía que al ras del suelo tenía
mejores opciones de respirar al menos en los segundos
iniciales.
Entonces escuchó crujir la puerta de entrada, al ser arrancada de
sus goznes de una patada, y el ingreso apresurado de tres individuos. Cuando
pasaron a su lado, pudo ver las botas sucias de barro y oír sus voces apagadas por el uso de mascarillas
antigas.
No lo pensó dos veces. De un salto se reincorporó y, a ciegas, se
abalanzó contra el que tenía más a mano. El peso de su cuerpo los tiró contra
una repisa llena de huacos, que llovieron en todas direcciones, rompiéndose en
decenas de pedazos.
Le ardían los ojos, pero aún así alcanzó a propinarle al agresor
una soberana trompada en el cuello que le quitó la mascarilla. Sin tiempo a
nada, tiró un segundo golpe de puño, partiéndole la nariz en
dos.
No había terminado de sentir los nudillos doloridos por el impacto
cuando experimentó la sensación de ser elevado desde atrás. Lo habían tomado de
su cazadora. Lo sacudieron como un muñeco y lanzaron contra una de las
mesas del estudio. Patinó sobre ella y cayó de cabeza contra el piso, cuando la
superficie de madera se le acabó en la otra punta. Se reincorporó mareado. Aún
aturdido, su quijada se topó con otra mano apretada y volvió a caer de espaldas
en el suelo. Cuando pudo abrir sus irritados ojos, el cañón de una pistola de la
segunda guerra mundial le apuntaba el entrecejo.
Se le frunció el alma. Iba a morir de un tiro en la cabeza. Sus
párpados volvieron a cerrarse, esta vez resignados. No había tiempo de nada. Ya
era tarde. Apretó los ojos y esperó el disparo.
Cuando el estudio retumbó por la detonación e Indy no sintió nada,
una angustiante sorpresa le recorrió el alma. ¿Qué había
pasado?
El humo se difuminaba, colándose por las hendijas del estudio y la
visibilidad mejoraba rápidamente. Recién ahí vio el cuerpo de su verdugo herido,
retorciéndose a tres metros de distancia.
Un nuevo fogonazo iluminó el recinto e inmediatamente una voz en
castellano que gritaba:
—¡Lo tengo!! ¡Rápido! ¡Salgamos de aquí!
Una sucesión de ruidos y
pasos, corridas y alaridos de dolor se sucedieron en tropel. El herido fue
levantado por alguien y tan rápido como habían entrado, se
marcharon.
Indy se apoyó en la mesa y se paró con
dificultad.
El gas residual ya era poco.
Ballón vomitaba recostado hacia la derecha en el piso y Greg se
tomaba la garganta, sintiéndola reseca, con su cuerpo apoyado contra una
pared.
Indy avanzó hacia ellos tambaleante. En ese instante se percató de
que un cuarto individuo se parapetaba muy cerca suyo, con una pistola humeante
entre los dedos.
Una mujer.
Una hermosa mujer morocha, con proporciones extraordinariamente
sensuales lo miraba con una media sonrisa en la boca.
—¿Doctor Jones? —articuló con voz grave. —Soy Verónica Martinova y
estoy de su lado, despreocúpese.
cd
Nacida en Kiev hacía treinta y tres años, la muchacha era un
monumento viviente al género femenino de la especie Homo Sapiens. Un
metro setenta y cuatro de estatura; noventa-sesenta-noventa de medidas
corporales; una boca roja como una frambuesa madura y el pelo negro, lacio y
largo, la volvían un ejemplar más que apetecible. Y lo cierto era que tanto
Indy, Greg y el doctor Ballón estaban embelesados con la chica, más allá del
trago amargo que acababan de pasar. La Martinova resultó ser un buen
antidepresivo.
Tras airear el estudio, el dueño de casa los invitó a pasar a sus
dependencias privadas, al otro lado de un patio de tierra mal cuidado. Humilde
pero confortable, la propiedad de Ballón era el más claro ejemplo del hogar de
un solterón. Desorden, algo de suciedad en la cocina y sillones desacomodados.
Diarios viejos apilados en las esquinas y una biblioteca gigantesca con libros
antiguos y documentos coloniales, se acumulaban por doquier.
Greg tenía un insoportable dolor de estómago y la garganta áspera
le dificultaba tragar. Le molestaba la espalda y estaba desconsolado por haber
perdido el dedo de oro.
Se lo habían llevado. Esos malditos les habían arrebatado el
artefacto y ahora parecían estar desarmados. La supuesta llave al Paititi estaba
en otras manos.
El anciano sacó una botella de pisco y sirvió cuatro vasos. La
chica hizo una broma respecto de su preferencia por el vodka y a duras penas
todos sonrieron. Se habían sentado en los sillones y ya era hora de empezar a
aclarar algunas cuestiones pendientes.
—Lo vengo siguiendo desde Londres, doctor Jones —explicó Martinova.
—Espero no se moleste por ello, pero desde el asesinato de mi colega, Boris
Morishnikov, esa ha sido mi única misión. Sabíamos que a la larga nos conduciría
a Eric Hense y su gente.
—¿”Sabíamos”? —intervino Greg.
—Trabajo para la embajada soviética en Londres, profesor.
—respondió la chica.
—KGB... —sentenció Indy.
—En realidad un departamento auxiliar de la KGB, doctor. La SRIAP,
Sección Rusa de Investigación Artística del Pueblo. Digamos que, de
alguna manera, somos colegas. Me dedico a las humanidades, como todos ustedes.
Morishnikov —explicó— fue profesor mío en mis días de cadete. Un gran hombre.
Fiel a la causa revolucionaria. No merecía haber sido asesinado del modo en que
lo hicieron.
—¿Quiénes fueron los nos atacaron en el estudio? —preguntó Indy.
—¿Lo sabes?
—Son aliados de Eric Hense. Una rama local. Idiotas útiles
que creen que Odessa los considera como a iguales.
—¿La Hermandad Blanca?.
—Ha tenido varios nombres a lo largo de los años, doctor Jones.
Durante la última guerra se hacían llamar La Orden de la Mano Roja. Más
tarde, cuando nuestras relaciones diplomáticas se complicaron, decidieron
cambiar de color. El rojo era demasiado.... comunista —sonrió.
—Y se buscaron un tonalidad más neutra... —dijo Indy. —¡Malditos
cerdos!
—He oído algo acerca de esa Orden —agregó Ballón, —pero nunca la
asocié a la Hermandad Blanca.
—¿Y qué hay con Nautilius Goodman? —prorrumpió Deyermian. —¿Qué
sabe usted de él, señorita?
—Es miembro de la Hermandad.
—¿Está segura? —reiteró Greg.
—La chica tiene razón —interrumpió Ballón. —No tengo certeza
absoluta pero, como les dije antes, mis sospechas se inclinan en su
contra.
—Yo sí tengo pruebas, señor —afirmó Martinova. —Un largo listado de
llamadas telefónicas a un hotel en Londres. Exactamente el mismo en el que Hense
se hospedó hace unos diez días.
—Si lo que dices es cierto —intervino Indy—, Goodman debe estar por
partir para la selva sin nosotros. Tiene el dedo, el mapa que robaron en
Inglaterra y el conocimiento del área adecuado. Nos lleva
ventaja.
—No será difícil saber de donde saldrá —dijo el anciano.—Cusco no
es muy grande y tengo muchos amigos en la ciudad.
—¿Nos estamos iniciando en una carrera? —preguntó
Greg.
—Creo que si, compañero —respondió Indy y se puso de
pie.
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8
Valle del Urubamba
35 kilómetros al norte de Cusco
23:30 horas
Le dolía.
No podía respirar sin sentir un profundo dolor en toda la nariz.
Tenía el tabique partido en dos y el rostro se le había hinchado, matizando el
puente nasal y parte de las mejillas de un violáceo profundo.
Robustiano Patrón Costas sabía que no tendría tiempo para una
tranquila recuperación. Debía conformarse sólo con un poco de hielo para
desinflamar la herida. Goodman no se apiadó de su padecimiento. El “Jefe” tenía
la cabeza en otro lado. “Asuntos más importantes”. Además, no le había
caído muy bien el hecho de no haber podido sacarse del medio a Indiana Jones y
su grupo. Robustiano tenía la orden de eliminar a cualquier entrometido; pero no
le habían dado tiempo. Ese misterioso francotirador entrometido, que entrara en
la casa del doctor Ballón, lo había desconcertado de tal modo que de pura
casualidad consiguieron arrebatarles el dedo de oro. La misión estaba
cumplida...a medias.
Se miró en un espejo descascarado. Ladeó la cara de un lado a otro
y observó detenidamente cómo sus ojos se le cerraban por la
inflamación.
—Hijo de puta... —masticó con bronca.
Al otro lado de la habitación, tras pasar por una arcada despintada
por el desgano de sus propietarios, Nautilius Goodman y Eric Hense semejaban dos
niños discutiendo por algo que Robustiano no alcanza a entender con claridad-
¡Esa nariz fracturada lo estaba matando!... ¡Maldito,
gringo!
—No tenemos tiempo, herr Goodman —expuso Hense con voz
segura. —Hay que decidirlo ahora. Y le repito que no estoy dispuesto a
dividir el grupo bajo ningún punto de vista. A la selva entramos todos juntos o
no entra nadie.
Goodman le clavó los ojos.
—¿Usted lo impediría? —preguntó desafiante.
—¿Acaso lo duda? ¡No me provoque, Goodman! No tiene idea con que
clase de gente está tratando.
—Sí que lo sé, Hense —repuso con fingida amabilidad. —Estamos
juntos en esto. ¿O no? No quisiera que su enfado enturbie nuestra
relación.
—Por eso mismo. Acá nadie toma decisiones unilateralmente. Tenemos
que poner en marcha una sistema democrático interno.
—¿Democracia?... ¡Já! ¿Usted habla de
democracia?
—En el ámbito de esta habitación: sí.
—Pero, amigo mío, ¿no se da cuenta que me pone en un aprieto al
tener que decidir qué camino seguir? Si nos dividimos en dos grupos podríamos
verificar, cada uno por su lado, cual de las opciones es la correcta.
Ahorraríamos tiempo y recursos.
—¡No acepto esa opción!
—¿No confía en la Hermandad ... o en mí? ¿Qué clase de sociedad es
ésta, “herr” Hense?
—Goodman, a ver si soy claro y dejamos de perder ese tiempo que
tanto nos apremia. No pienso ingresar en la selva solo. Ni usted hará lo
mismo. Por lo tanto, y no quiero ponerme pesado al repetirlo: decida usted, que
es el experto, qué camino seguir. ¿El que indica este mapa jesuita que conseguí
en Londres o aquel que su experiencia previa en la región le indica que es el
más conveniente? Me estoy poniendo en sus manos, pero son manos que siempre irán
juntas. Yo de todo este asunto conozco lo básico. Claro que si por mí fuera, me
dejaría llevar por este papelucho antiguo —dijo señalando el
mapa.
Goodman se refregó la cara. Estaba tensionado y cansado. Quería
terminar con ese asunto cuanto antes. Ese alemán era un hombre testarudo y
desconfiado. No daría el brazo a torcer.
El mapa señalaba la ubicación de los petroglifos con un símbolo
abstracto, geométrico, mucho más al norte de lo que Goodman creía. Estaban ante
dos localizaciones distintas y tenían que jugarse por una. ¿Cuál
seguir?
—La que usted mande, Goodman —repuso Hense por enésima vez. —Pero
juntos.
Nautilius reconoció que no tenía opciones. Era poco inteligente
ponerse a la organización Odessa en su contra.
Robustiano entró en la estancia.
—Diles a los hombres que se preparen y ajusten las mochilas—le
ordenó Goodman. —Al amanecer partimos. Dispone de la avioneta. Acondiciónala
convenientemente. Y a propósito... ¿qué demonios es lo que tienes en esa
cara?
cd
De lejos, la vieja casona en la que Goodman y sus socios estaban
reunidos, podía ser apreciada en sus detalles más característicos. De adobe,
techo de tejas y grandes ventanales sin persianas, era una típica construcción
andina de origen campesino, idéntica a todas las otras construcciones de color
marrón que salpicaban el paisaje del Valle Sagrado de los Incas. Era propiedad
de un poderosos comerciante de Cusco. Miembro secreto de la Hermandad Blanca,
que había cedido el espacio para las reuniones de la sociedad, al tiempo que
servía también de alojamiento temporario a Eric Hense, el delegado de
Odessa.
Indy Jones quitó la traba de la cartuchera en la que tenía su
Smith & Wesson Hand Ejector Model-2 y se deslizó por el roquedal
vecino, tratando de no ser percibido por los tres guardias que rondaban en las
cercanías de la casa. Greg le pisaba los talones en absoluto silencio con su
revolver desenfundado y un notable estado de nerviosismo. Jamás había estado en
una situación como esa. Era un académico de escritorio y las veces en que se
había calzado la mochila para comandar sus expediciones, nunca había tenido que
competir o enfrentarse a un grupo de asesinos fanatizados por la ideología y el
afán de riqueza fácil.
Los informantes del doctor Ballón no habían tardado, aquélla misma
tarde, en traer los datos sobre el paradero de Goodman y sus movimientos en la
ciudad. Un pequeño ejército de muchachos, vendedores ambulantes, a los que el
viejo arqueólogo conocía desde chicos, desplegaron una extensa red en cada
pasaje de Cusco, en cada paradero y picantería, con el solo objeto de conocer
los movimientos del periodista y averiguar en donde se había escondido y con
quién estaba reunido.
Llegar a esa zona del Urubamba no les resultó difícil. Alcanzó un
camión de reparto, unos pocos dólares para cubrir los gastos y un fuerte abrazo
de Ballón, deseándoles toda la suerte del mundo.
Y ahí estaban. Escurriéndose entre las rocas, ocultos por la noche
y con la adrenalina al máximo. Bordearon un pequeño bosquecito y con extremo
cuidado se acercaron a una de las ventanas del fondo de la casona. Indy daba las
ordenes con gestos y así, ambos alcanzaron a ser testigos de la discusión que
Hense y Goodman protagonizaban en la habitación principal. Sintieron placer
al ver cómo no se ponían de acuerdo y no
dejaron de sorprenderse al advertir la nariz partida de Patrón
Costas.
—A ese cerdo lo conozco —dijo Indy muy por lo bajo, esgrimiendo una
sonrisa ladeada de placer al recordar la trompada que le propinara en el centro
de la cara.. —Estamos bien rumbeados, Greg.
También reconoció al alemán. Era el mismo que lo abordara en
Londres y el mismo rostro de la fotografía que le diera el Servicio Secreto
Inglés. Aquella parecía ser una reunión de graduación de
enemigos.
—¿Qué haremos ahora, Indy? —murmuró Deyermian.
Jones lo miró, terminó de desenfundar el arma, la amartilló y
dijo:
—Esperar los fuegos artificiales.
Goodman ordenó algo y Patrón Costas salió de la estancia frunciendo
la boca. Indy se puso de pie. Se le ocurrió interceptar al matón y cuando giró
sobre su eje, con el objeto de bordear la construcción y alcanzarlo, dos sombras
antropomorfas le taparon toda perspectiva.
—¡Arriba las manos! —exclamó un encapuchado, colocándole la punta
de una escopeta recortada en el pecho.
No los habían oído. Estaban frente a un par de sátrapas dispuestos
a cualquier cosa si movían inconvenientemente un solo músculo.
Sin intentar nada, obedecieron.
Desde el interior de la casa, Goodman se sobresaltó y miró para
afuera. Hense salió al trote hacia la puerta, justo cuando los dos prisioneros
eran empujados al interior.
—¡Herr Jones! —exclamó con sarcasmo. —¡Estábamos por salir a
buscarlo! ¡Qué suerte que vino por sus propios medios!
Nautilius Goodman sonrió y se les acercó
lentamente.
—Jones... Deyermian... ¡Qué bueno verlos nuevamente, caballeros!
Sabía que no tardarían en encontrarme, pero no pensé que lo hicieran tan rápido.
Supongo que ese viejo decrépito de Ballón tiene mucho que ver en todo este
asunto. Peor para él. Tendrá que cargar en su conciencia la muerte de dos
colegas.
Indy no respondió. Apretaba los dientes a punto de explotar de
rabia. Quería arrancarle los ojos a ese cerdo traidor.
—¿Por qué no les consulta a ellos, Goodman? —intervino Hense sin
perder el buen humor. —También son especialistas en el tema, ¿o
no?
Nautilius se rascó la barba.
—No es una mala idea —y le pasó a Indy el brazo por encima de los
hombros. —¿Sabe algo, doctor Jones? Tengo una discusión con mi colega sobre la
ruta a seguir. Hay dos opciones y no termino por decidirme cual de ellas tomar.
¿Qué haría usted en mi lugar? ¿Le obedecería a este mapa o se dejaría llevar por
los conocimientos previos que recabó en el terreno a lo largo de los
años?
Indy advirtió que sobre la mesa del centro de la sala estaba
desplegado el mapa jesuita y a un costado el dedo de oro de Sevilla. Fijó la
vista y leyó con atención el texto que enmarcaba la carta.
—En lo personal —empezó Jones— no suelo compartir mis opiniones con
la competencia. Y menos aún cuando hay cerdos nazis metidos en el asunto.
Detesto a los nazis. ¿Lo sabía?
Goodman se apartó del arqueólogo y movió levemente la cabeza, dando
una muda orden a uno de los encapuchados de la hermandad.
—En ese caso—dijo,— permítame que le ayude a reforzar su espíritu
de colaboración, doctor Jones.
Repentinamente, el acólito que estaba parado al lado de Greg,
extrajo un puñal de obsidiana muy filoso y lo cruzó en la garganta del
académico, presionando de tal modo que un fino hijo de sangre empezó a mancharle
el cuello de la camisa.
—No es mi intención herir a un compatriota, pero las circunstancias
así lo exigen, profesor Deyermian —explicó; y elevando los negros ojos a su
matón ordenó en voz alta: —¡Dególlalo!
El encapuchado no alcanzó a ejercer más presión.
El sonido seco de un disparó retumbó en la estancia y una bala se
incrustó en la frente del verdugo, tirándolo de espaldas en el
piso.
Hense actuó instintivamente. Estiró el brazo y alcanzó a agarrar el
mapa.
Indy lo imitó, eligiendo el dedo. En el instante en el que ambos se
apoderaban de los objetos, sus ojos se cruzaron por encima de la
mesa.
—¡Cerdo! —vomitó Jones.
—¡Maldito! —respondió el alemán.
Patrón Costas tomó a Goodman por el brazo y lo sacó a los empujones
de la sala. Dos matones más ingresaron en la casa. Indy giró sobre sus talones y
le propinó un golpe al que tenía más cerca, sacudiéndolo contra la pared. Greg
hizo lo propio con una de sus piernas, impulsando una fuerte patada en el
estómago del segundo, dejándolo fuera de batalla al instante. Para cuando
volvieron a prestar atención a la situación, ni Goodman ni Hense estaba ya en el
lugar. Únicamente la esbelta figura de Verónica Martinova se coló por una
ventana rota, con su pistola caliente entre los dedos.
—Ya es la segunda vez en menos de veinticuatro horas que los saco
de apuros, señores —articuló la rusa.
Indy se acomodó el sombrero fedora de fieltro.
Tenía en sus manos el mapa.
Tenía ganas contenidas de romperle la cara a Goodman y al
alemán.
Tenía deseos de muchas cosas, excepto de responder sarcasmos
feministas.
Lo habían sorprendido, golpeado, humillado. No estaba de
humor.
¡Cuántas ilusiones nacían por las madrugadas para ser destruidas al
final del día! La vida era un milagro que la amargura destruía. En ese momento,
el sonido de los motores de una avioneta llegó hasta sus
oídos.
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9
UN BUICK SPECIAL SEDAN MODELO
‘49
Apenas pudieron ver la avioneta en el cielo
nocturno.
Unos pocos segundos después de despegar, el aparato era tragado por
las sombras de los cerros vecinos que, majestuosos, se elevaban desde los lindes
mismos de la casa.
Greg se ató un pañuelo alrededor del cuello y detuvo la hemorragia
de la herida. Por poco había sido asesinado y todavía le temblaban las piernas
de los nervios. Indy se quedó parapetado mirando el paisaje. Rumiaba bronca.
Estaba a punto de explotar de indignación.
Enrolló el látigo a su cintura y colocó el revólver en la
cartuchera. Afortunadamente no se habían llevado su arma favorita. El sujeto que
noqueara la dejó caer tras la trompada y
no tenía más que las ralladuras que ya previamente había adquirido en
desventuras pasadas.
—Caballeros —dijo Martinova con cierto tono de broma,—yo sugeriría
interrogar a los tipos que dejaron inconscientes allá adentro.
Indy salió de su ensimismamiento y sin responder se encaminó hacia
la construcción de adobe. Le iba arrancar la verdad a patadas si fuera
necesario. No les perdonaría ni la muela del juicio.
Estaba enfurecido.
—Indy...
La voz de Greg sonó entrecortada.
—¡¿Qué?!
Deyermian señaló un par de luces que se acercaban por el camino de
grava que conducía a la propiedad.
—Creo que tenemos compañía.
—¡Policías! —exclamó Verónica.
—¡Bastardo!... —contestó Jones hinchando su vena femoral. —¡Goodman
los llamó!
—¡Tenemos que salir de aquí o nos detendrán! —intervino la
rusa.
—Pero necesitamos...
—¡Indy, salgamos de acá! —instó Greg al tiempo que se lanzaba a la
carrera en dirección al roquedal por el que habían llegado.
—¡Doctor Jones, hágame caso! —imploró la chica.— ¡Corra! En el
camino de arriba tengo un auto. ¡Vamos! ¡Venga con nosotros!
Titubeó, pero el camión, con media docena de uniformados, ya se
volvía más y más nítido a pesar de la oscuridad de la noche. Era un Ford
modelo 1948, con acoplado acondicionado para cargar una decena de policías
militarizados, al mando del capitán Menéndez; al que Goodman, seguramente, había
convencido para que detuviera a los “gringos huaqueros”. No era la primera vez que el inglés usaba sus
contactos en la fuerzas de seguridad para quitarse de encima a los competidores,
acusándolos de robar el patrimonio arqueológico del país.
Los primeros policías que saltaron a tierra percibieron que a unos
cien metros de los gruesos guardabarros del vehículo tres siluetas se alejaban
velozmente por el roquedal, escalando el sector del cerro que, sabían, conducía
a un camino secundario, que llevaba al Cusco.
Uno de ellos alertó con un alarido.
—¡Sígalos! —ordenó Menéndez, apeándose de la cabina.
—¡Atrápenlos! ¡Caso contrario, disparen a la cabeza!... ¡Yo me hago
responsable! —gritó, al tiempo que, por la ventanilla, manipulaba el
micrófono de su radio transmisor.
A lo lejos, Indy escuchó los gritos y aceleró el paso en dirección
al automóvil que Martinova había llevado hasta el sitio.
—¡Apúrese, camarada! —sentenció la
muchacha.
Esos llamados le confirmaban, en cada una de sus sílabas, que a los
cincuenta y nueve años de edad tenía sobre sus espaldas un alto kilometraje
difícil de borrar. No era el muchachón de antaño y si bien se sentía orgulloso
de su estado físico, era ese mismo orgullo la señal más evidente de que se
estaba volviendo viejo, en más de un sentido.
Dio las últimas zancadas y alcanzó el Buick Special Sedan
1949 de doble cilindrada que la rusa tenía estacionado a la vera del camino
de ripio. La muchacha estaba acomodada al frente del volante y Greg se
arrellanaba en la butaca del copiloto.
—¡Yo conduzco! —ordenó Indy. —Hágase a un lado. Siéntese atrás —y
sin dejar que la rusa protestara contra ese exabrupto de machismo la tomó del
brazo y la sacó de su puesto de conductora.
El Buick ya estaba en marcha y cuando Indiana metió el
primer cambio y apretó el acelerador, oyeron el primer disparo, proveniente de
la base del cerro.
Un segundo después, otro... Y otro...
El parabrisas trasero se partió en pedazos y una lluvia de vidrios
cayó sobre Martinova.
—¡Joder!... ¡Por poco me dan, Jones! —exclamó la chica. —¡Ponga el
auto a toma marcha!
Indy clavó el pié derecho con fuerza y el auto corcoveó como un
caballo espoleado, saliendo disparado hacia delante a una velocidad que
sorprendió a Deyermian.
—¡Guau!...—ladró, empujado contra el respaldo de la butaca.
—¿Qué tiene este aparato?
—Mantenimiento soviético, profesor —explicó sarcástica Martinova,
al tiempo que giraba la cabeza hacia atrás viendo cómo un cuarteto de policías
alcanzaban el nivel del camino, apuntándoles a la cabeza, tal como les había
ordenado su capitán.
La ruta era angosta. Cabían dos autos, uno al lado del otro; pero
su superficie, mal conservada, la convertía en una arteria difícil para
maniobrar. Daba contra una cornisa y se elevaba por sobre un valle a más de
trescientos metros de altura.
Indy se aferraba al volante apretando los nudillos con tal fuerza
que se tornaban de color blanco. Una mezcla de furia, impotencia y temor lo
arrastraban a observar con detenimiento la cinta de ripio que devoraba toda
velocidad y que zigzagueaba, convirtiendo cada curva en una sorpresa de
imprevisibles consecuencias.
La aguja del velocímetro marcaba un aumento paulatino en el desplazamiento del auto. El
viento se colaba por el vidrio roto y el sombrero fedora de Jones sacudía sus
anchas alas como si fueran las de un pájaro herido. Greg Deyermian no podía
quitar sus ojos de las múltiples cruces que se levantaban en cada una de las
curvas. Martinova se percató de ello y preguntó:
—¿Para qué esos símbolos cristianos?
Greg le echó una corta mirada. Indy se le adelantó y
respondió:
—Marcan lugares donde se accidentó y murió gente.
—Se desbarrancaron... —terminó diciendo
Deyermian.
La chica frunció el sobrecejo.
—No se preocupe —agregó el inglés,— Indiana es un buen
conductor.
—En ese caso —respondió la chica señalando hacia delante con el
dedo índice,—yo diría que el doctor trate de pegar la vuelta en “U”...
¡Se viene de frente otro auto de la policía!
Y no metía.
A no más de doscientos metros, siguiendo con la mirada la ruta que
doblaba y volvía a doblar hacia la derecha, se podían ver los faros prendidos de
un automóvil que corría en dirección opuesta a la de ellos.
Sin dejar pasar un segundo, Indy volanteó con violencia hacia la
izquierda y clavó los frenos. El Buick Special viró como un trompo,
asomando la parte trasera al precipicio. Las gomas chirriaron y una nube de
polvo y ripio molido se elevó desde el piso. Jones sacudió la palanca de cambio
y volvió a acelerar. La trompa del vehículo apuntó para arriba y volvió a
devorar a toda marcha el camino que acababa de recorrer.
—¡Dios santo! —clamó Deyermian.—¡Casi nos
matamos!
—¡Confía en mí! —respondió
Indy e incrustó el pedal en el piso del auto.
No tenían otra opción que enfrentar a los policías armados
parapetados en la ruta, unos centenares de metros más allá. Cuando los vieron a
lo lejos, Indiana desenfundó el revolver, junto con Martinova, y sin respetar el
parabrisas delantero empezaron a disparar indiscriminadamente.
El ruido de los cristales rotos se mezcló con los quejidos de dolor
de los policías al ser alcanzados por los proyectiles. Sus cuerpos se
zarandearon y se desplomaron por el barranco en el instante mismo en que el
Buick pasaba a toda velocidad junto a ellos.
—¿Hacia donde va esta ruta? —inquirió Indy
agitado.
—No lo sé —respondió la chica.
—¡Qué importa eso! —exclamó Greg.—¡Acelera más! ¡El auto se nos
acerca!
Era cierto. No era momento para saciar la curiosidad de turista,
que irracionalmente le había brotado. Le hizo caso a su colega y volvió a
acelerar, ganando metros y más metros a toda velocidad.
La ruta se angostaba y la pared de la montaña se acercaba
peligrosamente al lateral derecho del vehículo. El ripio se volvió cada vez más
grueso y la patrulla que tenían por detrás se les aproximaba cada vez más,
demostrando que la potencia del motor era superior al de
Indiana.
Corrieron por espacio de dos minutos. Las luces del Buick
cedían la visión a cornisas tenebrosas y más adelante, a sólo segundos, el
camino se cortaba, cayendo en picada en dirección del valle.
—¡Oh, no! —gritó Greg, apoyándose en la guantera.
Las pupilas de Indy buscaron una solución rápida. La ruta se
interrumpía para continuar unos diez metros por delante del
abismo.
No podía titubear.
Si levantaba el pie del pedal estaban perdidos. Si seguía
apretándolo también.
A menos
que...
—¡Un terraplén a la derecha! —anunció
Martinova.
Indy ya lo había visto y puso “proa” hacia él.
—¡¡Sujétense!! —aulló estirando sus brazos y pegando las
manos al volante.
El automóvil enfiló por el talud a más de cien kilómetros por hora
y se elevó.
Las ruedas traseras giraron en el aire.
Una sensación de vacío los embargó a todos en el segundo mismo en
que la carrocería despegaba de tierra y salvaba la grieta de la ruta, como si
fuera un barrilete impulsado por el viento.
Según decían el tiempo parece transcurrir con mayor lentitud cuando
el cuerpo segrega adrenalina. Es lo que sintieron al momento de estar
suspendidos en el aire. Todo parecía transcurrir en cámara
lenta.
Un silencio absoluto impregnó el interior del
carro.
Los ojos abiertos.
La respiración suspendida.
Los nervios crispados.
Y de pronto, el ensordecedor ruido de todo el peso del auto cayendo
pesadamente del otro lado de la grieta.
Las cabezas chocaron contra el techo. El fedora se arrugó.
Martinova quedó desparramada en el asiento trasero y Greg de rodillas en el
exiguo espacio que había entre la butaca y la guantera.
El Buick perdió la estabilidad y sin dejar de que la
sorpresa se esfumara, todos escucharon el crujir metálico de algo que se
partía.
La trompa del automóvil se fue hacia delante y las ruedas frontales
salieron despedidas hacia los costados. La punta de ejes se había fracturado
como un escarbadientes.
Descontrolado, sin las ruedas de adelante, sin dirección, el
vehículo no pudo sortear la primera curva que se le presentaba en el camino y se
despeñó por una barranca a toda velocidad.
cd
Fue como una sinfonía de sonidos ininteligibles; un alud sonoro de
hierros que se retorcían con cada golpe que el auto daba al chocar una y otra
vez contra las rocas de la ladera.
Cuando finalmente los vuelcos terminaron y el Buick Special
Sedan modelo 1949 quedó silente junto a un peñón lítico, que detuvo su
marcha, ya nada quedaba de sus hermosos y aerodinámicos contornos. Era un masa
informe de paneles desvencijados, vidrios rotos y millares de piezas
desperdigadas por todo el lugar.
Indy había sido despedido hacia fuera y al momento de
reincorporarse con dificultad, sintió que un hilo de sangre le caía por la
frente herida. Nada grave, pensó. Estaba con vida. Era lo que
importaba.
Tambaleante, avanzó con dificultad hasta el cuerpo de Verónica
Martinova, que se asomaba de lo que quedaba del auto. La mitad de su tronco
estaba tapado por un enjambre de hierros humeantes.
Un halo de esperanza satisfizo a Jones: Greg acababa de pararse a
unos cinco metros de donde él estaba.
—¿Estás herido? —preguntó Indy.
—No... —respondió confundido. —Creo que no. Puedo caminar bien. ¿Y
ella?... ¿Está muerta?
Indiana se arrodilló y con cuidado arrastró a la chica fuera del
amasijo en que se había convertido el auto.
—Aún respira, pero esta malherida. Aparentemente tiene una pierna
fracturada y un fuerte golpe en la cabeza. Le sangra mucho.
Deyermian elevó la vista y observó el barranco. No lo podía
creer.
—De milagro no estamos todos muertos, amigo. Debemos haber caído
unos doscientos metros como mínimo.
—La chica está mal...—expuso el arqueólogo. —Tenemos que llevarla a
que la atiendan o morirá.
—¿Y dónde vamos a encontrar por aquí un hospital?
—No lo sé... Pero hay que hacer algo. No le queda mucho
tiempo.
—La cargaremos. Vamos. Juntos podremos hacerlo.
—No sé si es conveniente moverla, Greg.
—No tenemos opción. La movemos o se muere acá
mismo.
—¡Dios!... —exclamó enervado. —¡Te juro que ese Goodman va a
pagármelas todas juntas!
Improvisaron una camilla con lo que quedaba de una de las puertas y
se echaron a caminar.
Las cosas no podían estar peor.
No había senderos y las piedras se agolpaban con cada paso que
daban.
Sólo una idea le rondaba a Jones en la cabeza: quería matar a ese
cerdo devenido en periodista. De verdad que lo quería
matar.
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10
EL COLOR DEL CANTO DE LOS PÁJAROS INVISIBLES
Caminaron por espacio de cuarenta minutos. La marcha se volvió
dificultosa. Al peso “muerto” de Martinova sobre la chapa de la puerta y
el filo cortante de ésta en la palmas de las manos, lacerante al punto de
hacerlas sangrar, se le sumaba la tortura de andar por un sitio sin senderos y
rocas por todas partes. Cada veinte pasos se detenían, apoyaban a la muchacha en
el suelo, tomaban aire y volvían a seguir. No daban más. Les dolía el alma. Sólo
el hecho de haber sido momentáneamente vencidos por Goodman los hacía caminar
con paso regular, impulsados por la rabia y un espíritu de venganza que crecía
dentro de ellos, especialmente en Indy.
El cielo estrellado y la baja proporción de oxigeno que había en la
atmósfera convertían las estrellas en focos fijos que, sin titilar, tachonaban
la bóveda celeste convirtiéndola en un espectáculo pocas veces visto en otras
partes del mundo. La cordillera de los Andes señoreaban los lindes del valle por
el que avanzaban. En otras circunstancias se hubieran tendido en sobre la Madre
Tierra (Pachamama) a disfrutar de la imponencia del cielo nocturno. Pero tenían
que seguir marchando, cargando a la muchacha, que respiraba con dificultad y
sangraba copiosamente por la cabeza.
—¿Qué es aquello? —preguntó Indy jadeante, moviendo la barbilla
hacia delante.
—¿Qué cosa?
—Esa luz, Greg. Allá adelante... Titila...Seguramente un farol
o...
—¡Es una casucha!...¡Gracias a Dios, amigo!—exclamó Deyermian—
Pediremos ayuda.
—Ojalá nos la den...
Un par de perros negros salieron a recibirlos. Ladraban como locos
y mostraban sus colmillos de modo amenazante. Por detrás de ellos, un anciano
enjuto, arrugado, de barba amarillenta y sombrero de fieltro oscuro, hizo acto
de presencia con una escopeta recortada de doble caño, apuntándoles a la altura
del estómago. Se sorprendió al ver un hombre con látigo y
cartuchera.
—¡Alto! —advirtió con un grito.— ¿Quién
vive?
Indy respondió.
Se identificó y solicitó
ayuda. Cuando el anciano se acercó y vio a la chica tendida, bajó el arma y,
extrañado, los auxilió con el peso.
—¿Qué pasó con ustedes, gringos? —inquirió sin dejarle de
quitar los ojos a la mujer.
—Tuvimos un accidente —respondió Greg.
—Nos desbarrancamos —explicó Jones.
—¿En qué lugar? ¿Dónde?
—A una hora de aquí, aproximadamente —precisó Indy.
El viejo los miró con suspicacia .
—¿Y por qué están por estos lugares? ¿Por qué no remontaron la
cuesta y buscaron ayuda en el camino que conduce al Qosqo?
La mirada de Indy fue más que clara. La clavó en la del lugareño y
suplicó:
—Ayúdenos, por favor. Lo compensaremos.
La vivienda en la que el viejo pasaba su vida era humilde. Sin luz,
sin gas, sin nada que advirtiera que el progreso tecnológico había llegado a ese
aislado paraje de montaña. Vivir en ese lugar era lo más parecido a ser un
ermitaño; y de hecho, el anciano lo era. Hacía treinta y seis años que se vivía
de su ganado y huerta. Sólo en ocasiones se asomaba al pueblo más cercano. Aún
estando a pocos kilómetros del Cusco, la región era lo suficientemente aislada
como para no contaminarse con la locura citadina. Únicamente un sendero mal
trazado comunicaba la choza con un camino secundario por el que rara vez pasaban
autos o transeúntes que desearan recorrer cinco kilómetros hasta la propiedad
del eremita andino.
Conforme indicaba el ritual de la zona, el viejo los convidó de
inmediato con un té caliente y sin decir mucho se puso a “trabajar” sobre la
muchacha.
Martinova había perdido mucha sangre. Estaba pálida y con la boca
entreabierta, reseca. Respiraba con dificultad y su temperatura corporal bajaba
rápidamente.
—No soy médico matriculado —dijo el anfitrión,—pero me las sé
arreglar con algunos yuyos.
No tenían otra opción. No existía ningún puesto sanitario en las
cercanías. No había nada que perder dejando al anciano operar sobre la situación
límite. Era mejor eso antes que nada.
Indy conocía las prácticas chamánicas que se realizaban en la
sierra peruana y rogó para sus adentros que el sujeto supiera hacer las cosas
bien.
Don José —como se nombró a poco de entrar en confianza— sacó de un
armario desvencijado una bolsa con hojas color verde oscuro y se puso a
masticarlas. Jones se dio cuenta de que aquello no era coca, sino un producto
vegetal que desconocía. Al cabo de unos tres minutos de masticar y masticar, el
campesino sacó un bolo, húmedo por la saliva,
y lo esparció por sobre la herida que la rusa tenía en la
cabeza.
—Es un coagulante natural. Parará de sangrar y ayudará a que
cicatrice rápido —explicó.
Acto seguido tomó de un frasco unas semillas amarillentas, las
molió en un mortero de piedra y mezcló con un poco de bicarbonato sódico.
Preparó un menjurje de idéntico color y lo colocó en un vaso con agua, en el que
se diluyó. Después, con paciencia y mientras repetía una y otra vez ciertas
palabras en quechua, levantó la cabeza de Martinova y muy despacio hizo que lo
bebiera.
—Con esto mejorará. Les dará tiempo para llevarla a un hospital,
sin que tenga mayores problemas.
—¿Estará bien? —preguntó Greg.
—Dejemos que pase una hora. El medicamento no tiene efectos
inmediatos. Tenga confianza, caballero. ¿Quiéren comer algo?
Indy asintió.
—Se lo agradeceríamos mucho.
Don José les sirvió un poco de carne salada y chuño. Duro pero
sabroso.
—Y ahora, señores, díganme, ¿de qué huyen?
El anciano se quedó estático observándolos en las penumbras de la
choza. Fue Indiana el que tomó la palabra y explicó sucintamente los últimos
avatares. José no pareció sorprenderse de nada hasta que Indy nombró un
apellido.
—¡¿Goodman?! —inquirió y el arqueólogo asintió con la
cabeza. —No es un buen hombre, ese Goodman.
—Todos parecen conocerlo...
—¡Cómo no hacerlo! Ese sujeto ha estado molestando desde hace años.
Dice que busca al Paykikin. Es mala persona. No conviene acercarse mucho a
él.
—No nos cabe la menor duda —aseveró Indy. —¿Qué relación ha tenido
con él, Don José?
—Poca, pero suficiente. Hace años de eso. Aún así lo recuerdo muy
bien porque lastimó a un compañero.
—¿Lastimó? —intervino Greg.
—Sí, lo golpeó en la cara y pateó cuando estaba en el
piso.
—¿Por qué? —volvió a demandar el inglés.
—En aquel entonces éramos arrieros en la región de Shintuya. Íbamos
y veníamos de ese pueblo al Qosqo cada quince días. En una ocasión nos topamos
con él en un sendero poco transitado de la selva y creyó que veníamos del
interior. Nos preguntó qué sabíamos del Paykikin y como su tono no fue
para nada gentil mi compañero se negó a responder. Fue ahí cuando lo golpeó.
Después me enteré quién era. Me dijeron que tenía un diario en Qosqo y muchas
influencias. Volví a cruzármelo en la llacta[5] un par de veces más, pero no me
reconoció.
El rostro de Indy mutaba lentamente. El viejo sabía sobre la
leyenda y se le ocurrió sacar el mapa que tenía en el bolso.
—¿Sabe que es esto? —preguntó extendiéndolo sobre la
mesa.
El viejo lo miró por un rato. Lo giró en varias ocasiones y se
volvió hacia Jones.
—¿Quién dibujó este mapa? —preguntó.
—Unos sacerdotes, hace mucho tiempo.
José se rascó la nuca y sentenció:
—Conocían el territorio.
—¿Por qué lo dice? —preguntó Greg.
—Hay varias referencias geográficas que son ciertas y poca gente ha
visto.
—¿Cuáles? —inquirió Indy.
—Ésta, por ejemplo. ¿Ven estas figuras humanas dibujadas
aquí?
—El hombre y la mujer...sí.
—Y la estrella que los circunda.
—Efectivamente.
—Pues, ese es un mojón que conozco en persona y que nunca vi en
mapa alguno. Son dos rocas labradas que tienen figuras muy semejantes a este
dibujo, pero más grandes. Un hombre y una mujer. Así, igualitos a estos
dos.
—¿Y que puede significar eso? —volvió a preguntar
Jones.
—Son señales.
—¿De qué tipo?
—Mensajes secretos.
—¿Secretos?... ¿Qué es lo que esconden?
—La entrada al reino del Paykikin.
Indy se echó hacia atrás. Le transpiraba la nuca. Una ola de
entusiasmo lo embargó.
—Don José —dijo— ¿sabe usted si por esa región de la que habla hay
otros grabados?
—Sí; hay muchos en la zona, señor. Los grabados de los que usted
habla están por aquí—dijo; y señaló una porción del mapa, justo por encima del
meandro de un río; bastante lejos del dibujo del hombre y la mujer. —Son
grabados antiguos. Hay muchos pájaros.
Indy se extrañó.
—¿Cómo dice?
—Que son pájaros.
—¿Los que están en los petroglifos?
—Sí, señor. Pájaros. Centenares de pájaros tallados en las
rocas de las salientes de un cerro bajo, en plena jungla. Pero ocultos detrás de
enredaderas y ramas retorcidas. Pájaros de colores.
Indy miró a Deyermian.
—Greg, lee aquí —dijo marcando un texto manuscrito, estampado en la
superficie del plano.
“Estos son los reinos del Paititi donde se tiene
el poder de hacer y desear, donde el burgués sólo
encontrará comida y el poeta tal vez pueda abrir la
la puerta cerrada del más purísimo amor.
Aquí puede verse sin atajos
el color del canto de los pájaros invisibles.”
—“Pájaros invisibles”.... —repitió Deyermian en voz
baja.
—“El color del canto de los pájaros invisibles” —complementó
Indy.
—¿Y qué puede significar eso?
Indiana no escuchó la pregunta.
Estaba entrando en un estado de exaltación emocional e intelectual
que sólo en ocasiones especiales podía experimentar. Su mente entrenada
conectaba ideas. Establecía nexos a partir de la nueva información obtenida.
Cotejaba. Ensamblaba. Rescribía en su cabeza las viejas
teorías.
Su mirada cambió y un arrebato
de emoción se coló por entre los párpados exageradamente
abiertos.
La sonrisa ladeada de siempre le cruzó la cara.
—¿Indy? —susurró Greg. —¿Te pasa algo?
—Ahora creo entender... —respondió.
—¿Entender qué?
—Óyeme con atención. Creo haber encontrado algo. Mira —dijo
poniéndose de pie. —Hace años, en Australia, al oeste de Alice Spring, en
el norte de la isla, me conecté con un anciano de la tribu
yankunitjatjara que me llevó hasta Uluru, una roca de arenisca de
más de trescientos metros de alto y tres de largo, emplazada en medio de un
amplio desierto. Es como un iceberg de piedra clavado en la tierra y representa
el lugar más venerado por esa gente. En muchas de las cuevas a su alrededor hay
pinturas rupestres, pinturas sagradas, en la que según ellos está plasmado el
Tiempo del Sueño, el momento de la Creación. Aquel viejo leía los
dibujos. Podía contar y cantar historias a partir de ellos. Tenían un
significativo poder mágico-religioso. Recuerdo que cuando lo interrumpí con una
pregunta, se llevó un dedo a la boca e hizo que me callara diciendo:
“Silencio. Si hablamos fuerte pueden oírnos”. ¿Te das cuenta? Esos
dibujos eran canales de comunicación con otro mundo. Un mundo espiritual, muy
lejano a nosotros. Ahora bien —dijo apoyándose contra la mesa,—¿qué pasaría si
los petroglifos de los que hablamos tienen esa misma
función?...
—Fascinante... continúa.
—Accidentalmente hemos encontrado una conexión maravillosa, Greg
—prosiguió Jones.—Don José nos habla de pájaros de colores grabados en las
salientes rocosas y este mapa indica claramente algo referido a una puerta
cerrada y al color del canto de los pájaros invisibles. ¿Te das
cuenta? “El color del canto”... ahí está la clave. Como en Australia, lo
más probable es esos grabados de pájaros coloreados le sirvan a alguien para
cantar y contar historias que señalen la ruta hacia el Paititi.
Acá no hay puertas dimensionales como las que habló Goodman, Greg. El
asunto es mucho más interesante.
—¿Y quiénes pueden llegar a ser esos supuestos “cantantes”,
Indy?
—Sus legítimos protectores —sentenció Don José con voz grave y
solemne.—Los Paco Pacoris.
Jones y Deyermian habían oído de ellos. Los Paco-pacoris eran un
complemento interesante de la leyenda áurea del Paititi. De acuerdo con la
tradición oral, los Pacoris constituían un supuesto
grupo de “elite” de origen inca, cuya
única y sagrada misión consistía en proteger las ruinas de las numerosas “ciudades perdidas” de la selva. La ferocidad del
grupo era bien conocida en los relatos populares y varios afirmaban que el Secreto del Paititi perduraba por el
sólo hecho de tener tan diligentes
custodios. Se decía que, aunque escasas, existían personas que juraban haberlos
visto, o haber tenido contacto directo con ellos; describiéndolos como
individuos muy altos (2,20 a 2,30 metros), belicosos y absolutamente
comprometidos con su misión. Puede que eso sonara a fantasía, pero lo más
interesante del tema era que la creencia en los Pacoris estaba profundamente
incorporada en las mentalidades de la gente que habitaba en las laderas
orientales de los Andes peruanos. Personas de todos los estratos sociales y de
muy diversos niveles culturales hablaban
de ellos, dándoles un lugar cierto dentro del catálogo oficial de “tribus
amazónicas”. Cosa que, hasta ese momento, no había ocurrido.
—Cuando los incas se internaron a todas esas zonas —explicó Don
José— llevaron a sus mejores guerreros y la selva los ha ido mestizando con las
comunidades nativas, y al final se han transformado en chunchos[6]. Ellos son ahora los celosos
guardianes de las ciudadelas. Hoy se habla de los machiguengas, de los
huachipaires, de los paco-pacoris, de los piros y otras tribus más de la zona de
la meseta de Pantiacolla. Los Paco-pacoris son, hasta donde la tradición
informa, los directos guardianes de las principales ciudadelas incas que han
quedado en la selva. Ellos han sido escogidos por ser los más leales guardianes
de los incas. Se tiene referencia de ellos a partir de personas de todo crédito.
Gente ligada a la ceja de selva cercana al Qosqo. No aceptan intrusos. No
aceptan exploradores. Ni los aceptarán a ustedes.
Indy estaba en las nubes.
La adrenalina le acicateaba el cerebro.
Había rejuvenecido treinta
años.
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11
Río Palatoa
Cuenca Amazónica del Perú
Dos días más tarde...
En tanto la exuberante selva buscaba la luz del sol unos ciento
treinta metros hacia arriba, cubriendo los troncos de los árboles con
enredaderas que trepaban entre musgos y hongos, las botas de Erich Hense se
hundían en una alfombra de hojas putrefactas, que se renovaban día a
día.
El alemán luchaba por contener la decepción. Sentía cómo, minuto a
minuto, ésta se convertía en rabia; en un odio creciente hacia un Nautilius
Goodman desorientado, que no atinaba a encontrar la clave del misterio que los
había llevado a ese recóndito rincón de la jungla.
Todo el grupo expedicionario —conformado además por Robustiano,
tres porteadores y cuatro miembros insignes de la Hermandad Blanca— estaba ante
un despeñadero de cuarenta metros de largo y tres de alto, todo cubierto de
pictogramas extraños e indescifrables, tallados por una desconocida cultura
amazónica.
Era símbolos insólitos. Círculos, cruces estilizadas y líneas
acaralocadas que subían y bajaban por la pared rocosa dibujando un entramado
barroco, muy difícil de interpretar. Rostros almendrados, con ojos descomunales
apenas diagramados en cabezas tronchadas, parecían estar suspendidos en el aire
dentro de la composición.
Todo era raro. No se ajustaba a ninguna manifestación artística
conocida. Sólo muy pocos baqueanos conocían esa maravillosa afloración rocosa
cubierta de selva. Y Nautilius Goodman era uno de ellos.
Con el dedo de oro en la mano, el inglés buscaba la mágica
cerradura que le permitiera abrir la puerta dimensional que había imaginado
en sus ensoñaciones místicas.
—Y bien...¿a qué “sabia conclusión” llega ahora, Goodman?
—sentenció Hense con la típica impiedad verbal que lo caracterizaba desde sus
días como oficial SS en un campo de concentración.
El inglés giró el rostro, iracundo, en dirección del nazi y
prefirió no responder la cruel ironía. Por unos segundos sus pupilas
centellearon de impotencia, encontrando en las de Hense un muro de helado
hermetismo, también a punto de explotar de bronca.
—Por lo que percibo —agregó el alemán,— nos hemos equivocado de
dirección. Éstos no parecen ser los petroglifos que buscamos, ¿no es
cierto?—preguntó retóricamente. —¡Joder, Goodman! ¡Hemos tirado dos preciosas
jornadas a la basura!
—Era una de las posibilidades. Usted y yo lo sabíamos de entrada
—respondió Nautilius.
—¿Y sus amigos? —repreguntó señalando a los cuatro miembros de la
Hermandad. —¿Acaso no podrían haber convocado esas “energías
espirituales” que tan bien manejan para guiarnos
correctamente?
Los sarcasmos seguían prendidos de la punta de su
lengua.
—Señor Hense —intervino uno de los cofrades, visiblemente
ofendido,—todos hicimos lo que pudimos. ¡Es usted un injusto! ¡Un gringo injusto
que no merece el honor de estar en esta búsqueda!
Hense lo fulminó con la mirada. Era un Krakatoa a punto de
explotar.
—¡Maldito estúpido! ¡Crédulo del demonio! —exclamó desenfundando su
pistola Lüger y apuntándole justo en el entrecejo. —¿Quién mierda
te crees que eres para responderme de ese modo? —Y jaló del
gatillo.
La bala entró por encima del ojo izquierdo y salió limpiamente por
la parte trasera del cráneo.
Goodman abrió los ojos desorbitadamente. No podía creer lo que
veía.
—¡Por todos los santos del cielo, Hense! —gritó.—¿Qué es
lo que hace?
En ese preciso instante, desde los matorrales que circundaban la
zona de los petroglifos, seis hombres armados con metralletas belgas
arremetieron contra el grupo, como salidos de la nada. Los porteadores
desenfundaron sus pistolas y encañonaron a Nautilius Goodman.
La traición estaba consumada. Un verdadero golpe de
estado.
—Le di una chance —explicó el alemán, —y la desaprovechó. De ahora
en adelante Odessa se hace cargo de esta expedición, Goodman.
Pero no terminó con su mensaje.
Como en una historia organizada a partir de las capas de una
cebolla, un tercer grupo irrumpió desde la espesura, rodeándolos a todos y
amenazando sus vidas con flechas y dardos envenenados.
Naturalmente, eran indios.
cd
Los seis esbirros de Odessa reaccionaron con
brutalidad.
Sin decir ni esperar nada, dispararon hacia el primer grupo de
aborígenes, con precisión profesional. Los ocho que encabezaban la marcha
cayeron fulminados por las balas en tanto que el resto, desapareció dando
alaridos de sorpresa y dolor en medio de la espesura
Robustiano se echó al piso, aplastándose contra la tierra, invadido
por el temor a ser herido. Goodman lo imitó, empujando en la caída al miembro de
Hermandad que quedaba con vida.
Con las armas aún humeantes, los soldados de Hense se parapetaron
en posición de ataque y guardaron sus posiciones.
—¿Quiénes eran esos individuos? —inquirió agitado el ex-oficial
alemán.
—Huachipaires... —musitó Robustiano.
—¿Y cómo demonios sabe eso?
—Por sus ornamentos y pinturas faciales —respondió Patrón
Costas.
—¡Nos ha metido en un gran problema, Hense! —clamó Goodman
reincorporándose. —¡Mire, por Dios! ¿A cuántos mataron?
—A cuatro... —contabilizó Robustiano.
—¡Mierda! ¡Jamás saldremos de este lugar vivos! —exclamó el
inglés.
—¿De qué habla? —inquirió el alemán, con cierto dejo de temerosa
ansiedad en la voz.
—¿Nunca le dijeron que no es de
persona inteligente dispararle a un indio en la selva? ¡No nos dejarán
salir! ¡Van a estar acechándonos en cada rincón, hasta terminar con cada uno de
nosotros!
—¡Maldito cobarde! —gritó Hense. —¡Nada de eso va a ocurrir!
Tenemos armas de fuego, ¿no se da cuenta de ello? ¡Qué vengan esos monos
involucionados y verán! —Giró en redondo en busca de su oficial de mayor
graduación. —¡Teniente, estén preparados para un contraataque sorpresa en
cualquier momento! Disparen a toda cosa que se mueva en las inmediaciones. ¡Si
es necesario deforestaremos esta maldita selva a tiros a medida que
avancemos! —Se volvió otra vez a Goodman
y preguntó:—¿A cuántos días estamos del segundo conjunto de
petroglifos?
—No más de uno y medio.
—En ese caso, nos pondremos en marcha de inmediato. Ah, y otra
cosita. Creo que ese dedo de oro que posee es de mi propiedad —y extendió la
palma de la mano derecha bien abierta.
—Señor Hense... —intervino Robustiano.
—¿Qué desea?
—Tenga en cuenta que es muy probable que nuestros competidores, el
doctor Jones y los suyos, también estén tras lo mismo. Recuerde que se quedó con
el mapa...
El alemán miró a Goodman, demandando explicaciones en
silencio.
—Menéndez, el capitán de la policía—repuso el inglés,—se comunicó
conmigo en Shintuya por teléfono, antes de partir, y me informó de
eso.
—¿Por qué no fui informado? —replicó el nazi.
—No queríamos preocuparlo ni generar mayores tensiones —expuso
Robustiano.
—¿Se dan cuenta?... Carecen de la capacidad de mando que yo tengo.
Debí hacerme cargo de ese “Buscador de Tumbas” personalmente en Cusco... Aunque,
no creo que sus oportunidades de llegar antes que nosotros sean altas. Con la
policía en sus talones y las decenas de destacamentos que hay de Cusco a
Shintuya, la cosa se les complicará. Y aún así, si ingresaran en la selva,
nosotros somos más y estamos mejor pertrechados.
—¿Qué hay de nuestra sociedad? —interrumpió
Goodman.
Hense sonrió mordaz.
—¡Goodman, Goodman! ¿De qué sociedad me habla? No sólo es un pésimo
baqueano, con escasa intuición buscando cosas, sino un iluso redimido. Yo jamás
tuve socios, ni los tendré fuera del círculo de camaradas del
Partido.
Goodman no pudo contenerse.
—¿Partido? —inquirió.—¡Já!... ¿No recuerda que perdieron la guerra
y su bendito Führer está pudriéndose en el infierno junto con el Tercer Reich,
nazi estúpido?
De una sola bofetada volvió
a caer al húmedo piso de la selva.
Hense se masajeó el dorso de su mano.
—No se confunda, Goodman —dijo.—Esa guerra fue sólo una batalla en
un conflicto aún más grande. Muchos sobrevivimos a ella y seguimos en carrera.
Todavía tenemos poder. Un poder suficiente como para resucitar de las cenizas
como el Ave Fénix. ¿Por qué cree que Odessa está interesada en el Paititi?...
Veo que su corta imaginación e intelecto le impide ver más allá de su propia
nariz. Pero no es hora de discursos ni de explicaciones, mi querido y tonto
amigo. Ya llegará el momento en que sea testigo de la renovación del Tercer
Reich y del poderoso imperio del “Rey del Mundo”.
Patrón Costas dio unos obsecuentes pasos en dirección al
alemán.
—Cuente con mi total colaboración —expresó.
—¡Robustiano, cerdo traidor! —ladró Goodman, custodiado por dos de
los soldados de Hense.
—Veo que aún le queda cierta cuota de oportunismo inteligente,
Costas —exteriorizó el nazi.— Ha hecho una excelente elección,
kamaradem.
—¡Señor, ya estamos listos! —profirió con potencia el
teniente.
—¡Cómo en los viejos tiempos! —sonrió Hense. —¡En marcha! Se inicia
la verdadera expedición... Y usted, Goodman, por favor, encabece al grupo junto
a los porteadores así colabora en abrir los senderos a fuerza de machete.
Tenemos poco tiempo y me estoy poniendo muy
ansioso.
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EL HILO DE
PLATA
Fue un machetazo perfecto, limpio, con experiencia. Bastó un solo
movimiento de muñeca para que las ramas que tapaban la gran roca cayeran al
piso, cercenadas por el filo del arma blanca, templada en
Toledo.
Indy hizo a un lado el follaje remanente y fijó su atención en el
bajorrelieve esculpido en la superficie pétrea. Se quedó impávido unos segundos
sin decir nada. Los ojos le brillaban de emoción. Estaba exultante. Una vez más
a lo largo de su vida, lo que parecía ser sólo una leyenda, un simple rumor
solidificado por el paso del tiempo, se materializaba delante suyo, volviéndose
realidad.
—El mapa y el viejo tenían razón —dijo en voz
baja.
Y no se equivocaba. Ante él, un hombre y una mujer débilmente
delineados en dos piedras, sobrevivían al paso del tiempo y a la humedad de la
jungla.
Era una muestra de arte antiguo desconocida por la ciencia oficial.
Nadie en el mundillo académico de Cusco conocía ese lugar y esas rocas. Sus
líneas demostraban seguridad y maestría en el trazado. Tanto el varón como la
mujer eran perfectamente reconocibles. Tenían cabezas redondeadas. Semejaban
monigotes hechos por niños. No eran realistas, pero las vestiduras con las que
habían sido cincelados demostraban la influencia incaica de la
factura.
—Es un unco o camisón chumpi[7] —diagnosticó Indy pasando la yema
de los dedos por encima del grabado masculino. —Observa los detalles. Estas
grecas y símbolos abstractos son tokapus[8]. No hay duda de ello. Los vestidos
chumpi eran propios de la nobleza incaica.
—Incluso las usaron como de moneda de cambio con otros
pueblos.
Indy asintió con la cabeza.
La pareja había sido representada de pie, con los brazos izquierdos
levantados y apuntando hacia el oriente. Estaban talladas en el centro de cada
una de las rocas y rodeadas de una superficie pulida, únicamente ornamentada con
dos serpientes pequeñas en el ángulo inferior derecho y un círculo perfecto que
simbolizaba a Quilla, la luna; todo enmarcado por una línea con forma de
estrella de cuatro puntas; siendo más largo el brazo que apuntaba al
Este.
—¿Qué creas que sea, Greg? —inquirió Jones quitándose el sombrero
fedora y secándose la transpiración de su frente. —¿Las Cuatro Regiones del
Mundo del universo incaico?
—No cabe duda de que ese vértice extendido nos señala algo, Indy; y
ya sabemos qué. Pero el oriente es muy amplio; por lo tanto la lectura que
debemos hacer de estos dibujos es, a mi entender, la siguiente: las serpientes
indican peligro, mucho peligro porque hay dos. La luna representa la noche y las
puntas de las estrellas, los días de caminata que tenemos por delante, amén de
certificar también la dirección de la marcha
—Cuatro jornadas de caminata, de noche y por una región
peligrosa.... interesante.
—Así es. Mi hipótesis se basa en estudios preliminares hechos en el
norte del Perú hace diez años. Pero no es nada seguro, Indy. Ya sabes cuánto de
imaginación hay en las interpretaciones que solemos hacer
—Cuando no se tiene nada, muy poco es mucho..
—Estoy de acuerdo, pero, ¿hacia dónde marchar? —dijo señalando el
follaje vecino.
—Tiene que haber algún camino escondido en las inmediaciones. Nos
dedicaremos a buscarlo mañana por la mañana. Ahora organicemos el campamento.
Necesitamos descansar. No doy más. Los pies me laten de calor y dolor. Ha sido
un día y medio agotadores. ¿Qué tenemos para comer?
—Un poco de papa deshidratada, chuño, y porotos. Es todo lo
que el viejo tenía a mano en su casa.
Indy levantó los hombros.
—Peor es nada —dijo, y se quitó la cazadora de cuero.—En una hora
será noche cerrada. Prepararé una fogata para tener luz y espantar los
mosquitos. Tu encárgate de la cena. Mañana nos espera una jornada pesada.
cd
Dejar a Verónica Martinova en la choza del anciano había sido una
decisión difícil de tomar, pero la chica se empezaba a recuperar bajo los
medicamentos caseros del viejo. Los latidos de su corazón se normalizaban y el
sangrando de la cabeza había cesado. Era evidente a simple vista que tenía el
cráneo lastimado, pero la experiencia de Don José los tranquilizó un
poco.
—No es nada grave —había diagnosticado con la seguridad de un
médico matriculado.—Se le sellará con el tiempo. En dos días podrá caminar y yo
mismo la llevaré a una sala de emergencias cercana. Despreocúpense, caballeros.
Ustedes tienen cosas más importantes que buscar. Y en eso también puedo
ayudarlos...
El viejo arriero era un experto en la selva. La había recorrido de
arriba a abajo a lo largo de su juventud y conocía ciertos atajos que otros
ignoraban. En especial uno que conducía, en la mitad del tiempo, a la zona de
las grandes rocas talladas, en las que Indy y Greg encendían el insignificante
fogón del campamento.
El secreto estaba en un nombre: Shinkibenia. Un arroyo que ascendía
en diagonal, evitando pasar por el pueblo de Shintuya, donde con seguridad sus
enemigos los estaban esperando con la ayuda de la policía local. La corriente
líquida era navegable en botes y bastó conseguir uno de ellos para empezar a
remar en dirección de la corriente, ganando preciosos kilómetros en poco tiempo.
Si los cálculos no les fallaban, estaban aventajados en poco menos de cuarenta y
ocho horas al grupo de Goodman y el alemán. Los hechos lo confirmaban: no había
señales de tránsito en la región de las rocas. Desde hacía mucho años nadie
había pisado las inmediaciones de la pared lítica en la que estaba esculpida la
pareja incaica.
Comieron con ganas. Las energías volvieron al cuerpo, pero no
fueron lo suficientemente fuertes como para desvanecer el sueño que el organismo
les requería. A poco de terminar de cenar, ambos estaban profundamente dormidos
junto a la fogata.
La noche en la selva es ruidosa. Contrariamente a lo que los
seriales del cinematógrafo mostraban, el contraste entre la luz y las sombras en
pleno Amazonas eran dignos de destacar. Durante el día la jungla es una tumba de
silencio; pero cuando baja el sol, los millones de seres vivos que la habitan
parecen cobrar existencia de la nada, desarrollando un concierto de chillidos,
aullidos, croares y silbidos que demuestran que la salvaje naturaleza está viva
y dispuesta a ganarse la vida de todos aquellos que no comulgan respetuosamente
con ella.
Hacia las tres de la mañana, Greg Deyermian se despertó
sobresaltado, con un gusto amargo en la boca y la garganta reseca. Transpiraba
copiosamente y tardó unos segundos en acomodarse y tomar conciencia del sitio en
el que estaba. Indy dormía a menos de dos metros, cerca de las rocas. Nada
parecía molestarle.
El fogón se moría de a poco, por lo que lo alimentó con nuevos
pedacitos de troncos y maderas, cobrando luminiscencia
rápidamente.
Se puso de pie y buscó la cantimplora. Le quitó la tapa y empinó la
cabeza hacía atrás para beber. Entonces se percató de algo
extraño.
Desde la copa del árbol que los cobijaba, tapándoles la luna en
creciente que colgaba del cielo, una fina lluvia de lo que parecía ser polen
caía lentamente, flotando por la brisa sobre ambos. En ese instante se percató
de que tenía polen en la cara y en las comisuras de los labios. De hecho había
tragado una cantidad considerable. Por eso tenía la garganta semejante a una
lija.
Tomó un largo sorbo. Y otro. La carraspera calmó al instante, pero
un mareo inadvertido lo embriagó al punto de sentir la sensación de estar
borracho.
Miró el contenido de la cantimplora. Era agua, sólo
agua.
¿Qué le estaba pasando? ¿Sería la mezcla con el polen la
responsable de esa sensación de vacío en la cabeza?
Se apoyó en un tronco vecino y respiro hondo, buscando
inconscientemente aire mas fresco al dirigir su rostro hacia
arriba.
Entonces se percató de algo muy raro ocurría a su
alrededor.
Las rocas talladas emitían una luminiscencia sobrenatural y todo el
contorno de los dos personajes segregaban un brillo plateado que los volvía
incandescentes a simple vista.
“Me intoxiqué con algo”, pensó Greg adelantando sus pasos
hacia los grabados.
—Indy —dijo zarandeándolo suavemente,— despierta.
El arqueólogo abrió los ojos y tosió. Tenía la lengua tapizada de
polen.
—¿Qué demonios...? -exclamó escupiendo.
—¡Oh, Dios! ¿Qué mierda es eso?
La palabrota de Greg terminó de despabilarlo. Dirigió la vista
hacia las rocas y se quedó mudo.
Las líneas geométricas de los tokapus centelleaban en medio de la
noche, en tanto que la cabeza, hombros y extremidades del hombre y la mujer
resplandecían como si fueran de neón.
De la base de los pies, una serpentina lumínica salía disparada
hacia el piso proyectando una línea incandescente que se alejaba de las piedras,
pasaba por debajo del fogón y se perdían en dirección de la
selva.
—¿Ves que lo que yo estoy viendo? —inquirió Deyermian,
palpitante.
—Un hilo de plata... —pudo articular con dificultad y también él se
sintió mareado. Greg se percató de ello.
—Creo que estamos drogados con algo —dijo.—Es ese polen que cae de
lo alto.
Indy se extrajo de la boca unas partículas y las analizó entre sus
dedos.
—Seguramente tiene alguna sustancia psicoactiva.
—Pero... ¿estamos alucinando lo mismo? ¡Imposible! —diagnosticó el
inglés.
Indiana se paró y caminó hacia el misterioso reguero de
luz.
—No me parece casual que estas piedras talladas hayan sido
colocadas en este preciso lugar. Todo tiene que ver con
todo....
Se arrodilló y empezó, sin decir nada, a cavar sobre el hilo
plateado, con las manos desnudas.
—Ayúdame —solicitó.—Si mi intuición no exagera, creo que... —Una de
las uñas chocó contra algo duro.—¡Excava conmigo! ¡Hay algo en este
lugar!
No se equivocaba.
En poco menos de quince minutos, los restos de una antigua calzada
de piedra emergió a la superficie.
—¡Bingo! —suspiró Jones.—¡Lo que
buscábamos!
—¡No puedo creerlo! ¡Ahí está! —exclamó Greg. —¡Y señalizado el
camino!
—Debe ser la luz de la luna... —hipotetizó Indy. —La luna y el
polen.
—Esto me está asustando más de lo normal, amigo
mío.
—A mi también —respondió sonriendo. —¡Prepara todo! ¡Vamos a seguir
el trazo de luz!
Y sin dar tiempo a nada, se puso la cazadora de cuero, ajustó el
látigo a la cintura y se calzó el fedora de fieltro en la
cabeza.
cd
Se abrieron paso por la selva sin dejar de seguir, ni por un segundo,
el “hilo de plata”. Zigzagueante por momentos, la línea de luz avanzaba
rodeando centenarios roquedales, sólo desapareciendo debajo de algún árbol que
antes no estaba, para continuar su trazo del otro lado.
Llevaban dirección Este y el tiempo pareció detenerse debido a la
inyección de adrenalina que corría por las venas de ambos
exploradores.
A machetazo limpio abrieron senderos por espacio de una
hora.
Ocasionalmente, del piso de tierra emergía la calzada pétrea, como
una serpiente marina que subía y bajaba; mostrándose y ocultándose, seduciendo a
sus seguidores.
Indy y Greg se habían olvidado del cansancio. Caminaban con paso
seguro. Anhelantes. Ansiosos. Hasta que el surco de luz dio con un despeñadero
profundísimo.
—¿Y ahora?
La pregunta del inglés no lo inmutó a Indiana
Jones.
Tenían ante ellos un barranco de más de treinta metros de hondo y
unos cinco de ancho. Era claro que ahí, antiguamente, se levantaba un puente
colgante que ya no estaba. Pero la selva iba a ponerse del lado de
ambos.
Sendos árboles desplegaban sus ramas por sobre el precipicio y uno
en especial tenía un tronco grueso y seguro, del otro lado del
vacío.
Indy extrajo el látigo.
—¿Qué vas a hacer?... ¿Domar leones?
—Tranquilízate —pronunció Jones. —Sé exactamente lo que hago.—Y
lazó un chicotazo con toda la potencia que pudo imprimirle a su brazo
derecho.
El cuerpo flexible de la fusta salió despedido hacia la rama
seleccionada y se enrolló casi con furia, dejando oír su característico
chasquido.
—¡¿Vas a saltar por encima de este abismo?!
—¿Quieres intentarlo tú?
—¡Estás loco! ¡Vas a matarte!
—Si queremos saber en dónde termina este hilo de luz, tengo que
cruzar. No hay otra opción.—y sin más se lanzó, aferrándose con fuerza del
mango.
—¡Dios! ¡Eres un demente! —exclamó Deyermian viendo como el cuerpo
de Indy recorría pendularmente los metros que lo separaban de la otra orilla del
barranco.
—¡Greg, espérame allí!¡No te muevas! ¡Regresaré en un
rato!
Deyermian consintió levantando su pulgar.
En el nuevo terraplén el hilo de luz ya no estaba. ¿Se estarían
acabando los efectos del polen o habían perdido el rumbo en algún
momento? La ultima opción era imposible: Greg estaba parado justo encima del
“hilo”, al borde de la depresión. El rastro se acababa debajo de sus pies. En
teoría debería continuar del otro lado; pero, ¿qué estaba
pasando?
Avanzó. Caminó por espacio de cinco minutos, apartando lianas y
ramas, hasta toparse con una muralla natural de rocas y selva que subían y
subían, delineando un cerro puntiagudo.
El sendero moría justo en ese sitio. No había otro camino. La única
opción era regresar sobre sus pasos.
—¿Qué hay de aquel lado, Indy? —inquirió Greg con voz muy alta, al
observarlo parado en el borde de la hondonada.
—Nada. Sólo un muro, una montaña. Por aquí no hay
salida.
Deyermian bajó la vista. Aún observaba el hilo de plata entre sus
botas.
—¿Qué vas a hacer ahora?—inquirió.— ¿Seguir balanceándote como un
mono, de un lado a otro?
Indy no le respondió, estaba asomado al precipicio tratando de
atisbar el fondo, pero la oscuridad era absoluta más allá de los diez
metros.
Debería esperar la luz del día, que ya empezaba débilmente a
anunciarse en el horizonte.
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13
EL DESCENSO A LOS
INFIERNOS
Ambos conocían la técnica de trenzar fibras vegetales hasta formar
una cuerda. Indy la había aprendido en una isla del Pacífico, cuando aún era un
estudiante universitario, en tanto que Deyermian la manejaba tras un viaje a
México, hacía sólo tres años. El único problema era que no tenían incorporado el
oficio y las horas transcurrían lentamente, acicateadas por la ansiedad
creciente de bajar por el precipicio y explorar la sima de la hondonada. Lo
único que reclamaban era velocidad, pero no era factible adquirirla en tan poco
tiempo. Paso a paso, lánguidamente, tendrían lista “la soga” para las últimas
horas de la tarde. Ya se habían hecho la idea de posponer el descenso para el
día siguiente.
Como de costumbre, a media mañana lloviznó un rato y poco después
un calor húmedo y abrasador impregnó el ambiente. No charlaban mucho, tenían que
poner toda la atención en cada lazada que daban. De esa cuerda iba a depender la
vida de ambos.
A las dos de la tarde, almorzaron nuevamente papas y porotos. Se
relajaron un tiempo y prosiguieron con la tediosa tarea unas horas más; hasta
que las articulaciones y las ampollas de los dedos parecían decirles
“basta”. Cuando el crepúsculo empezó a teñir el firmamento de color rojo,
ya tenían treinta y dos metros de soga prestos para ser
usados.
Ataron una extremidad de un tronco resistente y lanzaron el resto
al vacío.
—¡Listo! —sentenció Indy satisfecho.—Mañana temprano bajaré a ver
que hay en el fondo.
—Esta vez iré contigo.
Cuando cayó la noche y prendieron otra vez el fogón estaban
extenuados.
—Me pregunto en qué momento empezará a llover polen desde el
cielo... —dijo Greg recostado sobre una piedra aislada, mirando hacia la copa
del árbol.
Indy sonrió para sus adentros. Tan cansado estaba que no pudo
siquiera gesticular. Cinco minutos después se durmió.
cd
No supo por qué, pero pensó en un tapir cuando sintió que le sacudían
la pierna derecha.
Pesadamente abrió los ojos y en seguida detectó que algo andaba
mal. Demasiadas sombras eran las que proyectaban por la claridad la
fogata.
—Buenas noches, herr doktor. ¿Lo despierto?...—El acento
alemán era inconfundible. Y el rostro de Erich Hense también.
Indy reaccionó impulsivamente, tratando de pararse. El caño de la
Lüger lo detuvo en seco, apoyándose en su frente.
—Tranquilícese, Jones —murmuró el germano exhibiendo su blanca
sonrisa.—No estoy de ánimos para matar en este momento.
Indy dio un vistazo al campamento.
Gregory Deyermian estaba inmovilizado a un costado, con dos
esbirros armados a cada lado. Un poco más allá, Nautilius Goodman los observaba
en silencio secundado, también, por un hombre con metralleta. Algo había
cambiado en esa sociedad. Podía percibirse a simple vista. El director del
pasquín cusqueño ya no ocupaba la primera escena. Se había convertido en un
personaje secundario. El resto de los sujetos, dos porteadores y tres varones
rubios como el trigo, revisaban la zona junto a Robustiano Patrón
Costas.
—Admiro su perseverancia, herr doktor —dijo el alemán,
permitiéndole a Indy que se sentara.—También sus múltiples recursos. Es un rival
digno. Lamento que esté del lado equivocado.
—Es sorprendente cómo cambian las perspectivas de una persona a
otra —retrucó Indy acomodándose el sombrero.—Yo opino exactamente todo lo
contrario. Y por supuesto, no lo admiro en nada.
—¡Jones, Jones! —exclamó sonriente.—¡No se vuelva a equivocar de
bando otra vez!
—No hay otro bando, Hense. Y menos que menos el que usted
perteneció.
—Mi querido amigo, le repito lo mismo que a Goodman: no nos
entierren antes de tiempo. Todavía estamos en carrera. Y voy a
demostrárselo.
—¿Me va a entonar un “heil Hitler”?
La ironía incomodó al alemán.
—No sea estúpido, doctor. No despierte al patriota que hay
en mí y termine pegándole un balazo en la cabeza.
—¡Hense! —llamó Robustiano.—¡Venga a ver esto! ¡Aquí hay unos
grabados en las rocas!
El hombre de Odessa apenas giró la cara. No le quitaba la mirada al
arqueólogo.
—Creo que usted tiene algo que me pertenece, Jones: el mapa.
Démelo.
Indy lo sacó de su bolso y se lo extendió sin decir palabra. Hense
se lo arrancó de la mano al tiempo y extrajo el dedo de oro del bolsillo de su
camisa.
—Una vez más, vuelvo a tener el rompecabezas completo —dijo.
—Espero que ahora pueda encaminar mi investigación correctamente, sin la
necesidad de tener que acudir a la mediocridad de ciertos supuesto expertos —y
miró a un Goodman sucio y cansado.—¿Tiene usted algún dato para aportar, doctor
Jones?
—¡Si! —replicó sorpresivamente.
El alemán quedó confundido. No se esperaba esa respuesta. Por una
décimas de segundos titubeó.
No fue necesario más que eso.
La mano derecha del arqueólogo se proyectó hacia el dedo áureo y lo
arrebató con fuerza. Antes de que Hense apretara el gatillo, le desvió la mano
con un golpe. Se oyó un estampido y uno de los guardias de Odessa cayó fulminado
al piso. Indy se impulsó con las piernas y cuando menos lo pensó estaba
corriendo en dirección al barranco, bajo una verdadera lluvia de balas de
ametralladoras.
Restablecido el equilibrio, Hense ordenó a los gritos que lo
siguieran.
Goodman esbozó una cansada sonrisa de desquite.
Greg no creía lo que veía.
cd
Las manos llagadas le ardieron al agarrar la soga y soportar todo el
peso de su cuerpo. A eso se le sumo la sensación de calor y dolor cuando hizo un
veloz rapel con dirección a la base de la cañada.
A los tumbos y rebotando contra la pared como si fuera un inexperto
montañista, Indy cayó de bruces sobre el colchón de hojas que había en el fondo.
Le dolieron cada uno de sus músculos.
—¡Joder! —ladró, soportando el malestar; sin tiempo a
recuperarse.
Se puso de pie y cojeó, alejándose de la cuerda. No había caminado
más de seis pasos cuando desde lo alto empezaron a llover balas sobre el espacio
en el que había aterrizado.
Estaba en un desfiladero angosto, oscuro y repleto de piedras,
ramas y musgos. El olor a humedad era insoportable y cuando sus ojos se le
acostumbraron un poco a la luz de la luna, se percató de que caminaba sobre un
mar de insectos infectos.
Crujían bajo sus zapatos. Reventaban, segregando un líquido verdoso
con un profundo olor a podrido; nauseabundo por el lado que se olfateara. Pero
Indy estaba acostumbrado.
Las cosas podían ser peor.
Al menos no eran víboras.
A medida que los minutos de la madruga avanzaban, la claridad fue
haciendo mejor y más viable el andar por el sendero. Trotó, caminó, volvió a
trotar. El único secreto era alejarse lo más posible de Hense y su gente. Tenía
el dedo de oro y no pensaba volver a perderlo.
La imagen de Greg le insufló un sentimiento de culpa, que combatió
razonando. Huir había sido la mejor decisión. Prisionero no tendría oportunidad
de salvar a nadie. En libertad, el abanico se abría al futuro.
Repentinamente, una verdadera pared de ramas le impidió el paso.
Parecía un callejón sin salida.
Volvió a blasfemar. Las cosas no podían complicarse más. ¿Por
qué nunca las situaciones se simplificaban cuando más lo
necesitaba?
Se quedó parado ante la maraña vegetal sin saber qué
hacer.
Tenía que pensar rápido. Si no continuaba el escape lo iban a
alcanzar.
Buscó un espacio por donde seguir.
Imposible...
Los insectos le trepaban por las piernas. Algunos ya le alcanzaban
la cintura.
Se los sacudió de encima como pudo. En eso estaba cuando advirtió
que, a su derecha, casi al ras del piso, se abría la boca de un conducto,
tapizado con piedras perfectamente pulidas. Era un túnel de metro y medio de
ancho y se internaba por la pared rocosa, como la madriguera de un
topo.
No meditó un segundo y se introdujo por él.
Agazapado, “en cuatro patas”, se arrastró en la más absoluta
oscuridad, sintiendo el espacio entre los dedos repletos de bichos en permanente
movimiento.
Asqueroso... No cabía otro
calificativo.
Soportó esa tortura por espacio de veinte minutos, en los cuales no
dejó de arrastrase hacia delante. Le faltaba el aire.
Entonces, en el momento menos pensado, una brisa fresca le impactó
su rostro transpirado.
La galería se abría al exterior. Cuando salió de ella, una nueva
sección de la jungla se hizo presente tan impetuosa como de
costumbre.
Pero no había sólo árboles y lianas. A su izquierda percibió un
movimiento.
Eran seres humanos.
Altos.
Muy altos.
Lo miraban con sorpresa y resquemor.
Eran Pacoris.
Paco Pacoris.
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14
PACORIS
Tenían narices aguileñas, pómulos salientes, elevados, y barbillas
lampiñas, limpias de todo rasgo de barba. El cabello era lacio, oscuro. Lo
ataban con cuerdas retorcidas y multicolores. Sus vestiduras, semejantes a
largas camisolas tejidas, dejaban ver algunos signos geométricos a la altura del
pecho, muy parecidos a los tokapus. Portaban arcos y flechas
confeccionados con fibras vegetales y troncos de maderas duras. Eran armas
capaces de atravesar a un hombre como si éste fuera un queso ablandado por el
sol. Las puntas de flecha, estaban empapadas en curare, un mortifico aditamento
que, en tiempos de paz, solían usarlos para envenenar monos. Algunos, acarreaban
porras o rompecabezas estrelladas hechas en piedra y sujetas a un mango
de madera. Todos calzaban sandalias.
Pero lo que más llamaba la atención era la estatura que
tenían.
Con un promedio de dos metros de alto, semejaban jugadores de
básquet-ball; e Indy, junto a ellos, un pigmeo indefenso y
sorprendido.
Los renombrados gigantes de la selva existían. Los Paco Pacoris
salían del ámbito de la leyenda para convertirse en una peligrosa realidad. Los
celosos protectores de las ruinas de la selva cobraban forma en esos cuerpos
fibrosos y descomunales. Y si ellos existían, el Paititi se tronaba algo cada
vez más verosímil.
¡Cuántas almas se redimirían al ser encontradas sus ruinas!
¡Cuántas burlas serían vengadas por lo concreto de unas rocas pulidas y
ensambladas en pleno corazón del Amazonas! La oficialidad académica tendría
que callar sus críticas a los desacreditados defensores de su existencia; y
muchos, seguramente, cambiarían de bando diciéndose consuetudinarios “creyentes”
de la ciudad perdida. Era lo común. En un ámbito competitivo y mezquino como el
de los claustros universitarios, tan llenos de mediocres con pomposos títulos
que raramente movían el trasero de sus poltronas para explorar las
húmedas selvas del mundo, era habitual encaramarse en los éxitos ajenos, en los
sacrificios de otros, para, no sólo sentenciar como propias teorías que antes
rechazaban (o no consideraban), sino también para criticarlas. Indy detestaba
esas prácticas. Odiaba la envidia que destilaban esos ojos colegas. Por eso,
desde hacía años, había decidido no tenerlos en cuenta; abrirse de esa
mentalidad provinciana y chata y, como solían decir los alumnos más jóvenes,
“hacer la propia”.
Uno de los Pacoris, el único desarmado, dio unos pasos hacia el
arqueólogo y se le quedó mirándolo fijamente. Indy permaneció en silencio sin
bajar los ojos. De hacerlo mostraría un claro signo de debilidad, de temor, y
eso podría costarle la vida.
El sombrero fedora era la fuente de la curiosidad del indio. Jones
se lo ajustó y adoptó una postura erguida. Inmóvil en su sitio, esperó que los
demás tomaran la iniciativa.
El Pacori giró la cabeza a la derecha y dijo algo con voz muy baja.
Uno de los suyos respondió.
Indiana no entendió todo lo que decían, pero sin dudas dos o tres
de las palabras pronunciadas eran quechuas, runa-simi[9]: la lengua oficial del
Tahuantinsuyu[10]. Entonces decidió intervenir y
saludó:
—Allinllachu huauccellay
[“Hermano, ¿cómo
estás?”].
El Paco Pacori se quedó estupefacto. Miró a sus compañeros con
evidente sorpresa y regresó la vista a Jones.
—Ñoccam canin Indiana [“Yo soy Indiana”]—replicó el
arqueólogo tocándose el pecho.—¿Iman sutki? [“¿Cómo te
llamas?”].
El gigantón se le acercó más y respondió con voz
clara:
—Ñoccam canin Apocurimache [Yo soy Apocurimache].—La frase
sonó como si los dientes crujieran dentro de la boca. —Maymantan amunqui
[“¿De dónde eres?”]. Caypi
imatam munauqui [“¿Qué quieres aquí?”]—inquirió
—Atun llacctamantam cani [“Soy de una ciudad grande”].
Cuyacuy mañacc yanapay [“Quiero pedir ayuda”]—respondió, pensando cada
una de las palabras que pronunciaba. De los veintisiete idiomas que hablaba con
fluidez, el quechua no era, precisamente, el que mejor
manejaba.
—Pipas maypas [“¿De quién huyes?”].
—Ccani huañuchic [“De hombres malos”].
El aborigen frunció el entrecejo.
—Carucho huasiqui [“¿Estás lejos de tu casa?”]—repreguntó el
indio.
Indy asintió con la cabeza y esbozó una cándida
sonrisa.
En el rostro elefantiásico del Pacori se dibujó un rictus
indescifrable y levantó bruscamente su mano derecha. Inmediatamente el resto de
los guerreros, que sumaban algo más de una decena, se corrieron a un lado,
formando un pasillo humano y el líder invitó con un gesto a que Indiana lo
empezara a transitar.
No perdió tiempo y encaminó sus zapatos por la calle recién
abierta, no sin antes de percatarse de algo: tres de los nativos sellaban la
salida del túnel con grandes piedras y barro.
Su única vía conocida de escape acababa de desaparecer.
cd
Viajaron por espacio de cuarenta minutos con dirección norte por un
sendero irregular, desmalezado hacía muy poco tiempo, en el que podían verse
juncos y lianas entrelazarse a los árboles que, aunque de troncos finos, ganaban
altura hacia el dosel de la jungla.
Los primeros rayos potentes del sol iluminaron la enmarañada selva.
Ya era oficialmente de día y los sonidos nocturnos se apagaban lentamente,
convirtiendo a toda esa desconocida región en un mar de calma y
silencio.
En determinado momento de la marcha, la pesada mano de Apocurimache
se posó con suavidad en el hombro de Jones. Se detuvieron y el chuncho
tomó la delantera.
Al mirar hacia atrás Indy vio a los demás guerreros caminar en
absoluto mutismo, con las armas en las manos. Parecían imitar a la propia
naturaleza. Ni sus pasos podían escucharse.
Tras franquear un puente de troncos, muy rudimentario, montado
encima de un arroyo lleno de rocas y moho, se abrió un claro y la aldea de los
Paco Pacoris se perfiló por delante de una manto verde de
ramas.
Eran chozas rudimentarias confeccionadas con palos y grandes hojas
de palmeras en los techos. Servían de viviendas comunitarias y cada una de ellas
debía conceder espacio a más de diez hombres. No eran muchas. Sólo tres. Aún
así, el emplazamiento parecía un aldea; lo que evidentemente no
era.
A poco de avanzar, Indy se percató de dos cosas. Primero, no había
mujeres ni niños andando por el lugar. Tampoco había fogones, ni la típica
suciedad que se origina con la vida diaria. Lo más lógico era que el lugar fuera
un campamento base temporario.
A medida que se adentraron en él otros indios fueron apareciendo y
al cabo de cinco minutos unos treinta individuos examinaban al arqueólogo de
arriba a bajo, como si fuera un espécimen extraño. Lo que, innegablemente, era
para ellos.
Indy agudizó sus oídos.
No cabían dudas: hablaban quechua, pero entreveraban la lengua
incaica en un mar de términos que parecían proceder del machiguenga, un
antiguo dialecto selvático propio de la tribu del mismo nombre. Una comunidad
que sí tenía contactos regulares con la “civilización”. Pero los Paco Pacoris no
establecían relaciones con el hombre blanco. ¿Cómo habían incorporado el
quechua, un lenguaje propio del Cusco?
Se sabía que las comunidades aborígenes que habitaban “bien
adentro” en el bosque tenían muy malas relaciones con aquellas que sostenían
esporádicos contactos con la moderna vida urbana. Incluso se contaba que en el
pasado reciente se habían registrado pequeñas guerras entre machiguengas y
Pacoris, con un saldo desconocido de muertos. ¿De esos contactos vendría el
quechua que hablaban? Era muy poco probable. Los Paco Pacoris, como
vencedores en esas contiendas, rara vez adquirían de sus enemigos vencidos algo
tan propio e identificatorio como el idioma. Por lo general ocurría todo lo
contrario: tendían a diluir los aportes culturales de los pueblos vencidos en
los suyos propios. Era una de las pocas tribus amazónicas que se alejaban del
Occidente, implantado hacía quinientos años.
Con los Pacoris se daba un
fenómeno cultural extraño: ellos eran los que invertían el “proceso de
civilización”, desechando lo alóctono y manteniendo intacta su herencia
cultural. Pero, ¿cuál era esa herencia tan orgullosamente protegida de toda
contaminación? Nadie lo sabía. Sólo se esgrimían hipótesis sin confirmar.
Únicamente los rumores hablaban de ellas.
Indy estaba a las puertas de un descubrimiento antropológico de
primer nivel: el de la existencia de una tribu perdida.
cd
Apocurimache era el líder del primer grupo explorador, pero no el
curaca máximo (jefe) de la partida de guerreros Pacoris que aguardaban en
el campamento base. Ñaupapukuy encarnaba ese rol. Y ello se hizo evidente cuando
hizo acto de presencia, custodiado por dos enormes combatientes, a cada uno de
sus lados.
Vestía un uncu o camisola larga hasta las rodillas, de vivos
colores rojo y verde, completamente bordada con tokapus geométricos de un
fuerte dorado; idéntico a la lanza que portaba en su mano derecha y que, a
primera vista, se notaba estaba hecha de oro puro.
Ñaupapukuy era un hombre viejo, aunque se lo veía con la fortaleza
de uno joven. Su dentadura era perfecta, blanca, regular. La mirada, como la de
un águila al acecho, transmitía una fuerte personalidad, embebida de dignidad y
noble porte; y la tenía clavada en los ojos de Apocurimache.
Se le arrimó lentamente y con voz casi inaudible se despachó con
una larga sentencia que Indy no alcanzó a comprender. Era un idioma distinto al
runa-simi. Cuando el viejo terminó, el joven guerrero bajó la vista y respondió
con un monosílabo. Después giró sobre su eje y marchó en dirección de una de las
chozas. Recién entonces, el noble anciano enfrentó a Indy
directamente.
Se comunicaron en quechua.
—No eres bienvenido a estas tierras, “Cara Roja”. Tu
presencia nos incomoda e inquieta, igual que la de tus seguidores —dijo sin
mover un solo músculo de la cara. —Hacía mucho tiempo que no tenía contacto con
uno de los tuyos y, debo decir, que mi corazón no se alegra por ello. ¡No
queremos intrusos! ¡No queremos nada que venga del “otro lado”! Por eso
te pregunto, extraño, y piensa bien tu respuesta: ¿qué buscas entre
nosotros?
Indy permaneció en silencio. Era una cuestión difícil de responder.
En realidad, no se había puesto a pensar seriamente en le asunto. No se había
dado tiempo para ello. Los vertiginosos sucesos que lo envolvieran desde su
llegada al Perú eran tantos y complejos que la reflexión había quedado relegada
y los aspectos éticos de la aventura pendientes.
¿Qué era lo que como arqueólogo buscaba cada vez que invadía el
espacio sagrado de otros? ¿Qué fin último perseguían sus
investigaciones? ¿Conocimiento? ¿Fama personal?
¿Prestigio?... ¿Era en el fondo un egoísta sediento de reconocimiento
profesional, o había algo más detrás de una vida dedicada a la búsqueda?
¿Acaso no podía todo resumirse en un mero impulso de evasión del presente, o
era sólo la constante necesidad de adrenalina que su existencia requería?
¿Se resumía aquello a una elemental necesidad física?
Indy sabía que en el pasado estaban las respuestas del presente,
pero una cosa era indagar la historia del Paititi estando seguro de tratar con
un interesante montón de piedras abandonadas —un desnudo yacimiento
arqueológico— y otra muy distinta toparse con sus aparentes
protectores.
Intervenir en la vida de una comunidad aislada, hasta entonces
soberana en todo sentido, no estaba en sus planes.
Sabía que su sola presencia podía producir un desastre entre los
Pacoris. Con una cepa de gripe toda la tribu podía desaparecer de la faz de la tierra. Sin defensas ante las
enfermedades occidentales, esos aborígenes corrían serios
riesgos.
Afortunadamente para ellos, Indy gozaba de buena salud en esos
momentos.
¿Qué buscaba en esas selvas sudamericanas?
La pregunta le siguió rondando la cabeza, pero antes de que pudiera
esgrimir alguna explicación convincente, dos Pacoris lo tomaron por la espalda y
se pusieron a revisarlo, palpándole todo el cuerpo.
No iban a encontrar armas. Eric Hense ya se las había
quitado.
Entonces observó que Ñaupapukuy se sobresaltaba y retrocedía un
paso frunciendo el ceño.
Los soldados habían encontrado algo en un bolsillo interno y lo
exhibían a su curaca: el dedo de oro.
El viejo se adelantó con desconfianza y lo agarró entre sus manos.
Lo inspeccionó detenidamente. Miró a Jones. Volvió a mirar a su gente,
congregada a su alrededor y, bruscamente, levantó el dedo por encima de su
cabeza.
Más de una treintena de guerreros bajaron la mirada en señal de
temeroso respeto.
—¡Vienes a restituir algo que resulta sagrado para nuestro pueblo,
“Cara Roja”! Y por el sólo hecho de contribuir a la felicidad de mi
gente, nuestros ancestros me obligan a ser amable contigo y mostrarte algo —dijo
el anciano. Y con un gesto ordenó algo a uno de sus custodios.
Éste frunció los labios y emitió un largo silbido, idéntico al de
los papagayos; prácticamente una copia exacta de la onomatopeya
animal.
En poco menos de cinco minutos todos los guerreros Pacoris,
incluido Apocurimache, se formaron; en tanto que un grupo pequeño de indios
destruía las chozas, convirtiéndolas en ramas irreconocibles. Sólo después de
esa operación se pusieron en marchas hacia el interior de la jungla.
cd
Esta vez el viaje fue más largo y cansador: les demandó casi todo el
día.
Anduvieron por senderos irreconocibles, apenas detectables a simple
vista. Eran meras huellas, semitapadas por la exuberante vegetación;
identificables sólo por la experiencia del indígena “navegante” que
llevaba la delantera.
A medida que la jornada transcurría, el calor fue en aumento e Indy
sospechó que llevaban rumbo norte.
El cielo, apenas visible entre las copas de los árboles, se volvió
más y más plomizo hasta perder por completo el color celeste que,
esporádicamente, se colaba por entre el dosel selvático.
Pasado el mediodía, el ambiente se tronó frío y húmedo. El aire se
enrareció y la respiración de Indy se volvió dificultosa. No cabían dudas de que
estaban ganando altura. Rocas de regular tamaño surgieron en el piso y la
vegetación se hizo levemente más rala. Cuando menos lo imaginó, ascendían por lo que parecía ser la ladera
de un cerro, aún exuberante en plantas.
Pocas horas después, una niebla espesa bajó desde lo alto, borrando
toda perspectiva en la marcha y sumergiendo a los caminantes en un escenario de
fantasmagóricas sombras irreconocibles.
Apenas podía verse a metros
de distancia; y aún así la marcha continuó, venciendo umbrales de fatigas que
Indy nunca había creído poder superar a sus casi sesenta años de
edad.
Hacia el crepúsculo, cuando la oscuridad empezó a reclamar su
lugar, los Pacoris prendieron unas improvisadas antorchas y levantaron
campamento junto a un arroyo de montaña que, en plano no muy inclinado, bajaba
desde la cima del cerro.
Indy cayó al suelo extenuado y, cuando menos lo pensó, se quedo
profundamente dormido.
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15
“ALLILLLACHU
INDIANA”
Pájaros...
Decenas, centenares de pájaros de colores pintados sobre la pared
rocosa de la montaña.
Pájaros rojos, azules y verdes, amarillos y turquesas; todos
grabados y coloreados regularmente dentro de largas barras horizontales de
piedra, patinadas de líquenes y hongos, ramas y enredaderas, aquí y
allá.
Estilizada, minimizada a sus rasgos esenciales, la bandada de aves
líticas se reconocía por sus alas desplegadas, colas y picos puntiagudos. La
mayoría semejaban las siluetas de colibríes. Otros de guacamayos y golondrinas.
Sólo unos pocos remitían al cóndor que, por su señorial porte y envergadura de
las alas, sobresalía en la composición por encima de todos los
demás.
Al abrir sus ojos y tragar, Indy experimentó una leve carraspera en
la garganta. Un sabor amargo en la boca le recorrió la faringe y un leve
malestar estomacal hizo que se tomara el abdomen y lo apretara. Sintió los
párpados pesados y una puntada en la nuca. De inmediato reconoció que estaba
saliendo de un estado inducido por drogas.
¿Cuándo se las habían suministrado? ¿Mientras dormía,
tras la larga marcha? Seguramente. No recordaba haber comido nada antes de
acostarse. Era evidente que se habían aprovechado de su cansancio y eso lo
sulfuró. Se sintió indefenso, engañado. Pero, ¿qué hubiera hecho él en el
lugar de los Pacoris? De haber sido el protector de algo que corría riesgos
de ser descubierto, ¿cómo habría actuado?
La había sacado barata. Tranquilamente podría haber
despertado en el mundo de los muertos con la garganta costada o el cráneo
hecho trizas por alguna de las porras con puntas de piedra que los indios
portaban.
Le tomó unos minutos recuperarse del todo y para cuando se
reincorporó, sin malestar en las sienes, advirtió que los rayos débiles del sol
caían directamente sobre la copa de su sombrero de fieltro.
Mediodía.
No sólo lo habían narcotizado, sino también transportado a otro
lado de ese infierno verde que era la selva. Un infierno que, a decir verdad, le
resultaba demasiado húmedo, dada la niebla que cubría parte de los
alrededores.
Sin quitar los ojos de los petroglifos que tenía ante él, se
terminó de parar.
Silencio...
Un silencio mortal...
Ni siquiera el sonido de la brisa del aire filtrándose por las
ramas llegaba a sus oídos.
Entonces volteó bruscamente y se quedó sorprendido al observar a
los treinta y tantos Paco Pacoris sentados detrás suyo, enfrentando la pared de
la aves.
Ñaupapukuy se levantó de entre ellos. Avanzó hacia él exhibiendo
ostensiblemente el dedo de oro.
Pasó junto a Indy y se detuvo ante los
petroglifos.
—¡Oh, cuturuscca quellqay taytacca, chanka yachay kichay
yuyana! [¡Oh, descoloridos dibujos de los ancestros, fuente de saber, abran
mi memoria!]—exclamó en voz alta.
Las profundas arrugas de su rostro parecieron volverse más
marcadas, entonces empezó a cantar una letanía indescifrable, sin dejar nunca de
mostrarles el dedo áureo a todos.
Cuando terminó, al cabo de un minuto, lo miró a Indy y, retomando
de nuevo el quechua, dijo:
—Esta es la historia que cuentan nuestros antepasados, “Cara
Roja”. Óyelo con respeto porque nunca más llegará a tus oídos —y dándole la
espalda al arqueólogo clavó sus pupilas en las hileras de pájaros multicolores
grabados en la roca.
El corazón de Indy dio un respingo.
¡Había tenido razón! Los dibujos contaban un relato, como en
su experiencia australiana de hacía años. El anciano Pacori podía leer en esos
grabados y la púa mística que lo habilitaba a ello era el dedo de
oro.
Finalmente había encontrado la llave que le abría una puerta
cultural al Paititi. Los centenarios cerrojos, que tantos habían buscado por
siglos, empezaban a abrirse por los influjos de la voz ronca de Ñaupapukuy, el
curaca.
cd
Cuando el viejo terminó su discurso y cada uno de los pájaros del
petroglifo fue correctamente interpretado, Indy comprendió que iniciaría un
camino de varios días por la selva, rumbo al corazón de la meseta, en cuyas
estribaciones tenía apoyados sus zapatos. Iba a ser protagonista de una Odisea
selvática; de un viaje que contenía todos los ingredientes de una peregrinación
sagrada hacía un lugar solemnemente respetado.
Según el relato que acababa de escuchar, tenía por delante una
jornada y media con dirección a un lago “cuadrado”, centro de antiguas
ceremonias, para desde allí iniciar el ascenso a la meseta de Pantiacolla,
siguiendo un olvidado ramal del antiguo camino de los incas. Una vez en la cima,
sobrevendría un descenso de otro día de duración y desde allí, ingresando por lo
que Ñaupapukuy llamó “La Garganta del Jaguar”, alcanzarían el
emplazamiento de la ciudad sagrada.
Parecía sencillo a simple vista, pero algo le decía que se
equivocaba. El Paititi se había mantenido escondido por siglos y esa era una
clara señal de que su ubicación resultaría sumamente complicado de encontrar.
Imposible, sin las coordenadas que el curaca acababa de apuntar en voz
alta.
No cabían dudas de que el trajinar que se le venía encima estaría
encuadrado por actos rituales. No iba a ser una caminata profana, la cosmovisión
de los Pacoris así lo exigía; y poco tiempo transcurrió para que sus sospechas
se volvieran realidad ante sus experimentados ojos.
Hecho a un lado como “elemento extraño”, ajeno al mundo cultural en
el que había caído, Indy Jones fue testigo de los preparativos previos a la
partida. El despliegue de gestos que observó lo dejó maravillado. Nadie que él
conociera —vivo o muerto— había sido partícipe de una ceremonia colectiva tan
simple y llena de sentido religioso, al mismo tiempo. Los Pacoris se preparaban
para la marcha y para ello movilizaron todo un arsenal simbólico muy rico en
analogías.
En determinado momento, los guerreros se desnudaron el pecho y,
parados frente a los petroglifos, se mojaron y frotaron el cuerpo con agua
helada; recogida en vasijas de cerámica de un arroyo de montaña
cercano.
Se estaban purificando. El líquido elemento borraba las impurezas a
modo de bautismo, regenerando la cualidad de “hombres selectos” que los
Pacoris estaban convencidos de tener. Volvían así a incorporarse a la sociedad
de los “nacidos dos veces”, cualidad más que necesaria para poder pisar
tierra sacra. Por otro lado, el hecho de limpiar sus “pecados” ante los
grabados hechos en la roca denotaba que las aves, amén de ser parte de un
pentagrama místico en donde leer la ruta hacia la ciudad perdida, eran símbolos
poderosos que los elevaban hacia un universo de difícil lectura y comprensión.
Los pájaros eran, en general, un remedo del alma; una manera metafórica de
representar a los espíritus del aire, liberados del cuerpo. En síntesis, una
manifestación de la divinidad que los
encumbraba a regiones superiores y, por consiguiente, a la aspiración de cierta
trascendencia.
Indy conocía que los pájaros actuaban, dentro de cierta mitología,
como mensajeros de los dioses o seres sobrenaturales y acompañaban al héroe en
sus aventuras y búsquedas. Las aves confiaban secretos. Anunciaban sobre hechos
extraños. Advertían.
Todo parecía ser cierto.
Terminado el baño ritual, Ñaupapukuy, aún húmedo, se le
acercó.
—La posesión del dedo —dijo— te autoriza, “Cara Roja”, a
venir con nosotros. Pero, al mismo tiempo, a juramentar no revelar
¡jamás! la ruta que escuchaste vamos a seguir. Tunupa-Viracocha ha
sido generoso contigo. Espero sepas reconocer el gran privilegio que te ha dado.
Para ello, Allinllachu Indiana[11] —era la primera vez que lo
llamaba así,—deberás tú mismo sacrificarte y “ser otro”. Sólo de ese modo
evitarás la muerte física y podrás disfrutar de nuestras propias huellas,
siguiéndonos hasta la sagrada llacta donde habita el Sapa Inca, Único
Señor.
Indy asintió sin emitir
palabra.
—Bebe voluntariamente esto —ordenó el anciano entregándole un
pequeño cuenco de madera con cierto líquido verdoso dentro. —Cuando lo hayas
tomado sin titubear, sabré que la promesa es sincera.
El arqueólogo agarró el cuenco sin vacilación, tal como lo requería
el viejo, y se tragó su contenido de un sorbo.
—Has obrado correctamente —llegó a escuchar, antes de verse sumido
en un mareo intenso, sintiendo como su mente se sumergía en un laberinto de
colores y objetos inmateriales de colores incandescentes; en un remolino de
formas indecibles, provenientes de una conciencia alterada artificialmente por
el extraño brebaje.
Al cabo de diez minutos la selva empezó a fulgurar como si un fuego
interno animara cada una de las partes que la componían.
Una selva de neón.
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16
NITROGLICERINA
No era usual llevar dinamita a la selva. Un solo traspié y el
portador podría volar por los aires despedazado. Pero como no era Erich Hense
quien la transportaba, ni aquella una expedición común, ahí estaban los tres
cartuchos de nitroglicerina que, secretamente en una mochila, había hecho
transportar desde Cusco.
Hense evitó dar explicaciones a sus allegados. No tenía porqué
darlas. Era el jefe del grupo y el subalterno que había oficiado de “polvorín” a
lo largo del trayecto tampoco protestó al respecto. No estaba entrenado para
discutir órdenes. Sabía que la obediencia ciega era la clave para el
resurgimiento del régimen que pretendía encarnar; y, a pesar de sentirse
internamente molesto por el riesgo corrido, el soldado de Odessa mantuvo
el mutismo.
Tardaron un par de horas en bajar al desfiladero por el que había
huido Indy Jones. No había sido sencillo. Descender por una soga tantos metros
no era algo se hiciera a diario, pero lo habían logrado y, finalmente, estaban
en la boca del túnel dispuestos a perseguir al arqueólogo, costara lo que
costara. Ese hueco sucio era la única vía de escape. No había otra; a menos que
Jones, como Houdini, pudiera desaparecer en el aire.
Hense se agachó un poco y vio como uno de sus esbirros salía, todo
sucio, arrastrándose del agujero.
—La mecha no es lo suficientemente larga, señor —dijo en voz baja
para que los demás no pudieran oírlo.—Hay un serio riesgo de no poder salir a
tiempo en el momento de la explosión. La construcción y apuntalamiento parecen
sólidos.
Hense se rascó la barbilla y ayudó a que el muchacho se
reincorporara, sacudiéndose el polvo acumulado. Miró a los prisioneros que tenía
bajo su control, a unos diez metros de distancia y meditó una solución
práctica.
—En ese caso, y para no correr riesgos —dijo,—tendremos que
utilizar la técnica del torpedo humano. Traiga a esos estúpidos cofrades
de la hermandad —ordenó.—Sabía que iban a servir para algo.
Greg permanecía en silencio con la cabeza gacha, visiblemente
afectado por la situación en la que estaba. Indy había desaparecido y desconocía
la suerte que su amigo podía estar corriendo en plena jungla. Nautilius Goodman
observaba cada movimiento de su ex socio con odio contenido. Le transpiraban las
manos y sospechaba que ese cerdo tramaba algo. Los cuchicheos en voz baja con
sus hombres lo tenían nervioso. Por otro lado, la servil postura de Robustiano
para con el alemán lo enervaba. Deseaba ponerle las manos encima y terminar con
la vida de ese peruano cobarde y traidor. Ya llegaría el momento. En
tanto, los tres miembros de la Hermandad Blanca no salían de su asombro por las
circunstancias en las que habían caído.
—¡Ustedes! —vociferó el joven neonazi. —Vengan para acá. Les
tenemos un trabajo.
Titubeantes, el trío se acercó a la boca del
túnel.
—Necesitamos que hagan algo por nosotros —expuso Hense cuando los
tuvo cerca.—¿Ven este conducto? Es la ruta que tenemos seguir y todo parece que
está sellada del otro lado. A ustedes les toca el trabajo duro: derribar las
rocas que tapan la salida, para poder continuar el viaje. Para ello les daremos
las herramientas necesarias. A usted, señor —dijo señalando a uno de los
“hermanos”,—esta mochila para cargar los escombros y quitarlos del camino. A
ustedes dos, las barretas de hierro para que empiecen la excavación. Tenemos que
despejar el túnel cuanto antes. ¿Entienden lo que les digo,
verdad?
—¡Yo no soy esclavo de nadie! —lanzó con indignación uno de ellos,
adoptando una actitud desafiante. —¡Hágalo usted si quiere! ¡Me niego a meterme
en ese hoyo infecto para acarrear tierra!
—¿Sabe qué? —replicó Hense con frialdad.—No estoy para perder
tiempo.—Y desenfundando la pistola le disparó un certero tiro en la
cabeza.
Greg saltó como un resorte.
—¡Bestia! —gritó.—¡Asesino! ¡Basta!—Un
culatazo en las costillas lo devolvió a su posición inicial.
Los dos cofrades se quedaron pasmados ante el compañero ultimado a
sangre fría.
Hense se les adelantó con una sonrisa en los labios y preguntó con
ironía:
—¿Quién de los dos es el que va a llevar la mochila ahora?
cd
Vencido el asco que les producían los miles de insectos que se
arrastraban por el piso del túnel, los cofrades ganaron distancia hasta toparse
con un muro de piedras irregulares de mediano tamaño. Muy pesadas. No se movían
al simple tacto. Las linternas titilaban. Tenían poca batería. Si no se apuraban
se quedarían a oscuras por completo.
El que llevaba la barreta giró con dificultad hacia su
compañero.
—No creo que podamos mover nada de todo esto —le dijo desilusionado
y temeroso.
—Pues intenta algo. Este maniático nos va a matar a los
dos....
Y sin esperanza de lograr nada empezó a darle débiles golpes a las
rocas.
—¡Goodman! —exclamó Hense mostrando sus dientes blancos.—Le sugiero
que se resguarde. Usted también, profesor Deyermian. ¡Es la hora de los fuegos
artificiales!
No les dio tiempo a entender a qué se refería.
Tres alemanes quitaron las traba de seguridad de sus metralletas.
Apuntaron hacia el interior del túnel y dispararon.
Cuando las primeras balas dieron de lleno en la mochila se oyó una
detonación fortísima.
Todo el desfiladero tembló y una espesa nube de tierra y humo salió
vomitada por la boca de la caverna, cubriendo a todos de
mugre.
Recién en ese momento, Greg Deyermian se percató de que una carga
explosiva era la responsable de semejante estampido.
Hense estaba loco. Loco de atar. Ese tipo era capaz de
sacrificarlos a todos. Un demente. Un amoral que no medía las
consecuencias de sus actos.
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17
LA GARGANTA DEL JAGUAR
En lo profundo del Amazonas
Dos días más tarde...
Indy no conocía ninguna droga que tuviera un efecto tan duradero e
intermitente en el organismo de un ser humano. Cuarenta y ocho horas después de
haber ingerido aquel exótico brebaje, seguía experimentando —de a ratos—
extrañas alucinaciones que lo apartaban de la realidad física, sumergiéndolo en
un océano de imágenes indescifrables a las que no les encontraba explicación de
ningún tipo. Había perdido la noción
clara del tiempo y su resistencia física, cuadruplicada por la infusión, era la
única responsable de haber podido caminar, infatigablemente, por tanto tiempo.
Los Pacoris lo sabían. Se la habían dado para que el “gringo” pudiera seguirles
el ritmo de la marcha. Por ende, la invitación a beber del cuenco no había sido
sólo una clara forma de probar la confianza del extranjero, sino un
“energizante” que les facilitaría caminar sin tener que cargarlo a cuestas o
hacer paradas innecesarias en el camino
¿Provocaría daños permanentes en el cerebro? ¿Le
quedarían secuelas? En caso de estar en lo cierto, ya era demasiado tarde
para lamentarse. No tenía sentido torturarse con ello. Debía que hacerse de
cargo de la decisión tomada.
Había caminado sin titubear durante casi dos días hasta alcanzar el
emplazamiento de la renombrada Laguna Cuadrada de la leyenda, una obra de
ingeniería precolombina que lo sorprendió por su excelente factura y estado de
conservación. En realidad, más que una laguna aquello era una cisterna
inmensa de agua dulce en plena jungla. Una pajcha, un lugar sagrado en el
que tributar culto y hacer uso, al mismo tiempo, del líquido elemento. Debía
medir unos cien metros por lado. Tenía sus bordes confeccionadas con pulida
piedra de basalto y un techo de ramas y hojas que la cubrían casi por completo,
convirtiéndola en algo parecido a una piscina techada. Larguísimas plantas
trepadoras subían desde sus orillas hasta entrelazarse, varios metros por
arriba, formado un domo vegetal que la ocultaba de la vista de los
circunstanciales vuelos internacionales que surcaban los cielos de la
región.
Sobre uno de los costados de la laguna, Indy reconoció unas
construcciones cuadrangulares en muy buen estado. Eran tambos, depósitos
incaicos levantados para almacenar en ellos suministros y ropa que los viajeros
podían usar cuando estaban en marcha. En uno de ellos se detuvieron unas horas
para comer una carne dulzona y dura, que Jones sospechó era de mono
aullador.
No permanecieron mucho tiempo en el sitio. Los Pacoris tenían
prisa.
Ñaupapukuy no le había dirigido la palabra en todo el trayecto y, a
pesar de haberlo llamado en un momento “Hermano”, mantenía distancia del
arqueólogo. Probablemente era la forma habitual de dirigirse a los extraños, un
mero formalismo; sin que ello supusiera que la seguridad del arqueólogo
estuviera completamente a salvo.
Apocurimache, como el ave fénix, había resucitado de las cenizas
reavivando su rol de líder secundario. Tampoco él le prestaba especial atención;
como en realidad no lo hacía ninguno de los treinta aborígenes con los que
compartía la jornada.
Recuperadas las fuerzas, reiniciaron el camino ascendiendo un cerro
inmenso, cubierto de niebla. Era una meseta. La meseta de Pantiacolla, el
mítico escenario del Paititi.
Paso a paso, Indy Jones subió por una superficie escalonada tallada
en la piedra misma de la montaña. Peldaño por peldaño, la larga hilera
expedicionaria sorteó decenas de precipicios dejando ver a sus pies el valle que
habían recorrido el día anterior. Alcanzaron la cima doce horas más tarde. Desde
allí, echó una mirada panorámica al majestuoso paisaje.
Una potente sensación de aislamiento lo embargó por completo y se
supo en medio de la nada. Rodeado por una selva virgen, inexplorada,
desconocida, experimentó la sensación de haber sido fagocitado por
ella.
Hicieron noche en las alturas. El frío fue tremendo, pero Jones lo
soportó con callada dignidad. Al amanecer, se pusieron otra vez en marcha; ahora
descendiendo por otra escalinata lítica de idénticas características a la
anterior.
Llevaban dirección Este y a medida que bajaban el gélido
clima de montaña fue caldeándose hasta verse, una vez más, sumidos en el calor
húmedo y tropical de una selva cerrada, que recorrieron siguiendo el curso de un
arroyo con escaso caudal de agua.
En determinado momento, cuando el sol estaba muy arriba en el
cielo, Ñaupapukuy dio la orden de detenerse frente a un farallón cubierto de
musgos, justo delante de una profunda y gruesa grieta, por la que podía pasar un
hombre. El agua del arroyo se desviaba ingresando en aquel oscuro recinto, por
lo que no dejaron de mojarse los pies cuando, uno a uno, ingresaron en lo que
era un pasillo natural, producto de la milenaria erosión. Era como internarse
por la boca de un animal. La llamaban La Garganta del
Jaguar.
El conducto no debía tener más de trescientos metros de largo. Lo
recorrieron con facilidad y para cuando alcanzaron la salida, Indy se topó con
un pequeño embarcadero construido junto a un canal artificial, en el que
flotaban seis botes amarrados a sendos troncos. Subieron a ellos y avanzaron,
remando lentamente, sin dejar de perder nunca de vista la pared de árboles
entrelazados que los resguardaban desde los bordes. Horas más tarde la espesura
circundante se despejó y tras pasar por debajo de un pórtico muy alto, hecho en
piedra, entraron en una zona abierta, despejada de ramas.
Una indescifrable corriente eléctrica le recorrió a Indy el
espinazo. Sus ojos se abrieron de par en par y la piel se le volvió de
gallina.
Ahí estaba.
Justo ante sus ojos.
El Paititi.
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18
LA NOTICIA RICA
“(...) Desta sierra dan noticia de ser muy rica de metales
en ella y hay grandísimo poder de gente al modo de los del
Pirú y de las mismas ceremonias y del mismo ganado y traje.
Los indios de estas provincias son gente alzada vestida de
Algodón y todos unos rictos y ceremonias que son como los
Yngas del Pirú y es tierra de minas de oro.”
Juan Álvarez Maldonado,
“Y asimismo anduve por muchas provincias
y llegué cerca de la tierra y noticia Rica
(...) del Paitite.”
Fray
Diego de Porres, 1582.
“Siempre ha sido
grande la noticia que se ha tenido de la
provincia del Paititi (...) y se llegó a saber que allí cerca
hay indios retirados del Perú.”
Padre Jerónimo de Villarnao, 1616.
¿Cómo racionalizar los sentimientos que lo
embargaban en ese instante? ¿Cómo ordenar el estremecimiento que le recorría el
alma, mezclando el asombro y la felicidad con cierta dosis no reprimida de
revancha? ¿De qué manera podía volcar en palabras el remolino de emociones que
se hacían carne en cada una de sus células?
No podía creerlo.
Después de cuatro siglos, el Paititi se volvía una realidad
concreta, un hecho histórico comprobado; algo material que podía tocar y
recorrer, explorar y estudiar. La mitología de una Europa conquistadora perdía
uno de sus sueños más dorados, y la imaginación era vencida por la realidad de
unas piedras perfectamente encastradas, que adoptaban la forma de una
llacta típicamente incaica en más de un aspecto.
La ciudad perdida dejaba de estar perdida. Se incorporaba a la
historia americana exhibiendo su monumentalidad arquitectónica, sus formas
majestuosas, severas; su solemnidad política, militar y religiosa, explicando a
simple vista su neto carácter sagrado.
En plena selva, rodeada de montañas verdes como las esmeraldas, los
constructores del Paititi se habían apropiado del paisaje levantando una urbe de
regular tamaño en una región aislada y ajena al resto del planeta. De alguna
manera, era un mundo perdido. Diferente al de Conan Doyle. Distinto. Sin
dinosaurios, pero con un pasado cultural que se mantenía intacto, virgen de
cualquier influencia externa.
Indy se había equivocado. El Paititi no era una ruina. Difícil
sería catalogar eso como una yacimiento arqueológico. Era una ciudad viva,
activa.
Los criterios pragmáticos de los antiguos incas se conservaban
incólumes. Millares de bloques poligonales de piedra se ordenaban generando
espacios de austeridad estética, de razonado equilibrado y artístico ascetismo.
La piedra se mostraba a sí misma. Pelada, lisa. Sin arabescos ni figuras
barrocas. La ausencia de grabados en las fachadas de los edificios principales y
la abstracción de las pocas figuras que aparecían, aquí y allá, inclinaban los
puntos a favor de la hipótesis que
explicaba su origen quechua.
Los cronistas no mentían.
La leyenda era real.
Indiana Jones, el arqueólogo, el aventurero trotamundos, lo había
conseguido.
El Paititi existía.
cd
Apenas bajó del bote, una escalinata ancha de diez peldaños que
terminaba en el borde mismo del canal —tallada en una sola pieza de roca y
enmarcada por dos pilares líticos a modo de extrañas columnas— lo condujo a una
larga calle embaldosada de casi trescientos metros de longitud. A ambos lados de
la arteria, y respetando perfectamente la simetría, un par de construcciones
hechas en roca de un brillante color gris, custodiaron su marcha. Eran recintos
en donde almacenaban y veneraban a los cuerpos momificados de sus ancestros:
unas once momias en mal estado de conservación que, según supo después,
correspondían a reyes fallecidos hacía siglos. Aquellos templos exhibían una
sillería perfecta en la que las rocas se ensamblaban con una maestría sólo vista
en el Cusco. No tenían ventanas. Sólo pequeñas hornacinas trapezoidales se
sucedían cada tanto, conteniendo en su interior diminutos keros, o vasos
ceremoniales hechos en oro, donde se guardaban un poco de las cenizas de los
monarcas muertos.
Al final de la calle había una plazoleta redonda en cuyo centro
Indy observó una estatua de tamaño natural, con clara influencia occidental.
Correspondía a la imagen de un hombre de pie realizada también en oro, y
colocada sobre un sillar macizo de plata. Los incas no eran proclives al arte
figurativo, por lo que Jones dedujo de inmediato que el influjo europeo estaba
presente en esa imagen antropomorfa que representaba, con seguridad, a un héroe
civilizador o a un poderoso gobernante del pasado. Justo frente a aquel espacio
abierto, rodeado por edificios semicirculares de singular belleza primitiva, se
levantaba el palacio principal, una majestuosa obra arquitectónica de imponente
porte.
A derecha e izquierda de la entrada central al palacio se abrían
dos callejuelas. Una conducía a una segunda plazoleta, una cancha o espacio
abierto de socialización. La otra llevaba a un barrio de viviendas populares,
construidas con un estilo más modesto, menos rimbombante.
Allí debían vivir no menos de tres mil personas, calculó Indy. Pero
al momento de su ingreso a la ciudad, calles y plazas permanecían
vacías.
El ala derecha de la llacta[12] parecía menos cuidada. Todo indicaba
que era el sector más antiguo y no faltaban edificios que estaban literalmente
en ruinas. “El primer Paititi”, especuló Indy, deteniéndose ante la
figura de oro. ¿Sería éste su primer fundador?
Más allá del barrio, elevándose sobre las laderas del cerro, las
terrazas de cultivo —típicas en la agricultura inca— trepaban hacia la cima;
dejando ver unas pocas figuras humanas moviéndose a lo lejos. Campesinos, pensó;
y volteó la mirada hacia la derecha para reparar en la virginidad de la selva
que cubría el cerro que resguardaba la ciudad por el segundo flanco.
Inmediatamente después, oyó el ronco sonido de lo que parecía un instrumento de
viento desconocido y la puerta principal del palacio se abrió de par en
par.
Ñaupapukuy bajó la vista. Lo mismo hicieron los otros Pacoris que
lo seguían. Apocurimache tocó el piso con su frente. Era impresionante ver a
esos gigantes doblarse como si estuvieran hechos sin
articulaciones.
Acto seguido apareció.
Era altísimo, delgado; vestido con una camisola tejida en oro y
plata y con un poncho corto que lo le llegaba a la cintura. Calzaba sandalias
doradas. Tenía, como los demás, un cabello azabache, brilloso y lacio; y una
nariz curva, aguileña, desproporcionada. Agarraba con su mano derecha un bastón
de mando que lo superaba en altura y venía custodiado por una docena de hombres
fornidos que semejaban gladiadores.
Era el Gran señor.
El jurado y reverenciado Sapa Inca.
El último descendiente de una dinastía que se creía agotada desde
el siglo XVI.
El Hatun Apu Paykikin Pacha.
El Amo del Mundo.
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19
UN ROCE
CULTURAL
Poco después de la apoteótica aparición del jefe supremo, y
sin que se entablara diálogo alguno con el recién llegado, Indy Jones fue
conducido a sus aposentos: una habitación cuadrangular, muy larga y oscura,
húmeda y sin mobiliario, levantada en el área de viviendas populares. Sólo unos
tapices colorinches cubrían las paredes y un fogón central, rodeado de piedras
muy pulidas, horadaban las sombras del lugar. Un lecho de pasto seco se
arrinconaba al otro lado de la entrada. Era una típica vivienda incaica, aunque
con una característica estructural importada de los conquistadores españoles:
los techos de tejas. Contrariamente a la tradición andina, cuyas
techumbres eran construidas con paja, las que había en la ciudadela estaban
tapizadas por sendas tejas rojas de origen colonial. Todo lo demás era
autóctono, tradicional, andino.
Para su seguridad le habían puesto dos guerreros pacoris como
guardaespaldas. Esa era al menos la intención que le había comunicado
escuetamente Ñaupapukuy antes de despedirlo, pero Indy sabía que estaba siendo
vigilado de muy cerca y que difícilmente podría hacer algo sin que las
autoridades del poblado no se enteraran. Era un prisionero con libertad
condicionada y, aunque en teoría gozaba de total independencia de movimiento,
sabía que sus acciones dentro de los límites del Paititi no eran plenas. Sólo un
sector de la ciudad estaba expresamente caratulado como zona prohibida y
correspondía a la sección que daba hacia el este, en donde se levantaba una
segunda plaza, aparentemente ceremonial.
Era la zona en ruinas; la menos conservada de todas. Un sector tabú que sus
guardias se encargaron de recordarle no podía recorrer. Unos pocos gestos
bastaban para entenderse.
Durante el primer día de estadía, Indy recopiló toda la información
que pudo. A poco de caminar por la llacta se dio cuenta que eran al menos tres
las naciones o pueblos que convivan dentro de sus límites. En primer lugar
estaban los Paco Pacoris que, sin duda, ejercían el mando y vestían al
estilo peruano antiguo. Eran los jefes-dictadores de la ciudad y los descendientes directos del linaje
cusqueño. En segundo término, los machiguengas, de los que se habían
tomado muchos de los modismos y términos que tenía el lenguaje del lugar. Ellos
constituían la mano de obra agrícola y, con seguridad, eran también parte del
ejército regular, aunque sin desempeñar las jerarquías más altas. Habitaban en
el sector popular y la condición de vecinos que empezaron a tener con
Indy no los indujo nunca a establecer lazos de confianza con el extranjero, a
quien miraban con recelo y temor. Por último, los huachipaires —que eran
minoría— se ubicaban en unas chozas aledañas a las terrazas de cultivo, justo al
pie del cerro cercano.
La convivencia entre las tres etnias parecía ser perfecta. Nada
indicaba que hubiera entre ellas roces. Las jerarquías estaban muy bien
definidas y cada uno cumplía las funciones específicas mandadas por el Hatun
Apu Paykikin Pacha .
¿Qué podía decir de ese personaje? Era como salido de una novela de
Tarzán. Un gigantesco anciano de unos setenta años, de mas de dos metros de
altura, totalmente vestido en telas bordadas en oro y un cetro ceremonial del
mismo metal. Tenía una mirada profunda y un rostro aguileño que metía miedo con
sólo mirarlo fijamente a los ojos. Todo indicaba que era un personaje con status sagrado. Un dios en la
Tierra. Nadie lo observaba directamente, excepto Indy. Incluso Ñaupapukuy jamás
levantó la cabeza mientras el gran líder estuvo presente en la explanada del
palacio principal. Su permanencia en público fue escueta. Preguntó algo en un
idioma ininteligible y tras la respuesta que le diera Ñaupapukuy, arguyó algo
más dirigiéndole una corta e indiferente mirada al arqueólogo. Luego volvió
sobre sus pasos y desapareció dentro del palacio.
A partir de ese momento Indy se vio sumido en una situación
extraña. Nadie le dijo absolutamente nada; y dado que podía moverse de un lado a
otro sin problemas, dedicó el primer día a intimar con lo que muchos en el
exterior suponían una ciudad inexistente.
cd
Llegada la noche, centenares de antorchas se prendieron por las
callejuelas de la ciudadela, otorgándole una tonalidad dorada que la volvía más
acogedora que durante el día. La gente se sentaba en los frentes de las
viviendas tejiendo, riendo, charlando, compartiendo el único momento en familia
de la jornada.
Indy estaba cansado, pero la emoción era tan grande que intuía no
iba a poder conciliar el sueño; por eso decidió dar la última recorrida por el
sector popular, en dirección a la plazoleta circular.
Se arrepentiría de ello.
A poco de entrar en aquel espacio abierto fue testigo de un hecho
que lo sobresaltó olvidándose de la primera regla que todo investigador en
tierras extrañas debe respetar: la de la no
intervención.
Una mujer joven, muy bella,
de mediana estatura, aparentemente machiguenga, era golpeada por un Paco
Pacori, que repetía en quechua la palabra “ramera” con cada golpe que le
daba.
Indy no se pudo contener y tras una arremetedora zancada frenó la
mano derecha del azotador, antes de que le propinara el último
manotazo.
—¡Deténgase! ¡Va a matarla! ¡¿Qué
hace?!
Con un solo movimiento de muñeca, el Pacori se sacó a Indy de
encima y lo enfrentó indignado.
No era otro que Apocurimache.
—¿Cómo te atreves? —exclamó retórico, girando sobre su eje y
enfrentando al arqueólogo. —¡No tienes derecho a esto, Cara Roja! —y sin
dar tiempo a nada lo tomó por la chaqueta lo elevó, y sacudió con fuerza hacia
atrás.
Indy voló unos cuatro metros y cayó pesadamente en el suelo. Dio de
lleno con el omóplato izquierdo y una punzada dolorosísima le recorrió el
sistema nervioso, anunciándole al cerebro que eso dolía de
verdad.
Apocurimache se le acercó con velocidad y volvió a levantarlo como
si fuera un espantapájaros.
Indy le lanzó una patada al pecho.
Mala idea.
El Pacori le tomó un tobillo por vez y empezó a girar con
velocidad, como si fuera la hélice de un avión.
¡Me va a soltar!, pensó Jones. ¡Maldito, me va a
soltar!
Y lo soltó.
Esta vez el vuelo fue casi rasante, pero muy dura la caía. Indy
rodó media docena de veces por el empedrado, hasta terminar las volteretas a los
pies de los muchos individuos que empezaban a acercarse a vivir la
pelea.
Se reincorporó. Le dolían todos los huesos del cuerpo y para colmo
de males, Apocurimache se le acercaba decidido, con odio en las
pupilas.
Cuando lo tuvo a mano le lanzó una trompada, pero el indio lo frenó
apoyándole la palma derecha sobre el sombrero fedora. Parecía una escena cómica
de una película de Abbot y Costello. El arqueólogo no llegaba a darle. El largo
antebrazo de Apocurimache lo dejaba fuera de alcance. Entonces sobrevinieron dos
trompadas directa al mentón que despidieron a Indy otra vez contra el
piso.
Ya no daba más.
Le sangraba la comisura de los labios y las mejillas le
latían.
Abrió los ojos.
Estaba mareado.
Lo primero que distinguió fue una enorme hojota de cuero y unos
dedos desproporcionados, cuyas uñas largas tenían un color negro
limo.
No lo pensó dos veces.
No tenia opción.
Tenía que ser práctico.
Y lo hizo.
Sin dar tiempo a nada, tomó el dedo meñique del pie derecho y lo
retorció con todas las fuerzas, hasta que sintió un
“crack”.
La fractura era segura.
Un alarido de dolor indecible se coló por la garganta del gigante e
instintivamente levantó la pierna en cuestión para sujetarse la zona
herida.
¡Ahora!, maduró Indy.
Se paró y sin piedad le propinó un soberano puñetazo en la quijada,
por el lado derecho,
Y otro por el izquierdo.
Y un tercero seguido a la nariz.
Apocurimache se balanceó como si estuviera
borracho.
Bastó una patada directa en la ingle para tumbarlo al suelo,
dejándolo completamente grogui.
Sin aliento, Indy Jones se balanceó aturdido y cayó de traste al
piso.
Recién entonces, Ñaupapukuy se abrió paso entre los curiosos con
evidente enojo.
—¡Párate, Apocurimache! —ladró con fuerza.
—¡Párate!
El soldado obedeció como pudo y el viejo le gritó algo que Indy no
entendió o no escuchó con claridad.
Unos segundos después, el joven guerrero se marchó cojeando bajo la
mirada risueña de los presentes.
No podía haber experimentado una ofensa más
profunda.
Su dignidad había sido injuriada.
El ultraje no podía ser mayor.
El odio se respiraba en el ambiente.
La mujer lastimada se marchó sin decir nada y al cabo de unos
minutos la plaza quedó desierta.
Indiana Jones, sorprendido, se retiró a dormir sin recibir
reprimenda de nadie.
Era raro. Muy raro.
No entendía lo que pasaba.
No bien se tiró en el lecho de paja de su vivienda, se durmió como
un bebé.
Un bebé hecho migajas.
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20
DESDE LA
TRINCHERA
El campamento era un pandemonium.
Un caos de fogonazos y sonidos de metralla en plena
noche.
Era como estar disparando con los ojos cerrados a bultos oscuros
que se escurrían entre las ramas, mientras éstos lazaban de a ratos andanadas de
flechas y dardos empapados en curare.
No existía situación más angustiante. Nadie entre los sitiados
había experimentado tanto pavor y ansiedad en tiempos de paz.
Los huachipaires estaban de regreso dispuestos a vengar las muertes
de los días previos e impedir que el grupo expedicionario de Erich Hense
prosiguiera su marcha; después de tres jornadas completas de titubeos y
excursiones infructuosas, desde los
petroglifos de los pájaros.
El alemán había estado dando vueltas en círculos totalmente
desorientado, sin poder encontrar el camino correcto hacia la ciudad perdida que
sabía cercana. Estaban sumergidos en un laberinto vegetal que los devolvía
siempre al lugar de partida. Los petroglifos, como un imán gigantesco, los
atraía irremediablemente a sus paredes rocosas, una y otra
vez..
Parecía una pesadilla. Un eterno retorno a lo mismo. Los días
pasaban y el avance por el terreno era nulo. Ya rumiaban volver sobre sus
propios pasos olvidando todo el asunto, bajando definitivamente los
brazos.
Pero no podían.
Hense no iba a darse por vencido. Había mucho en juego. Ya habían
arriesgado demasiadas cosas. No cejaría en la búsqueda. Sabía que el objetivo
perseguido estaba muy cerca y que pocos habían llegado tan lejos como ellos en
la empresa de encontrar al Paititi.
Pero los riesgos aumentaban con la horas. A la desorientación y
falta de alimento, se sumaba —según la opinión de Robustiano— la amenaza de
indios agresivos en la zona.
Primero habían sido débiles huellas en el barro. Más tarde, la
observación nocturna de fantasmagóricas figuras colándose entre la selva.
Finalmente un ataque sorpresa; de noche y en el momento menos
esperado.
Afortunadamente para los alemanes, la experiencia de la Segunda
Guerra Mundial les servía para algo. Los seis soldados de Odessa sabían cómo
repeler al enemigo y mandar a construir, en tiempo record, una pequeña
trinchera. Eran duchos en el oficio de dar y recibir órdenes; y con el auxilio
de los porteadores, Goodman y Greg Deyermian la habían terminado minutos antes
de la agresión.
Eran las tres de la madrugada y se encontraban bajo un fuego
cruzado de flechas.
Las municiones tenían que racionarse. No podían disparar a troche y
moche. Debían ser ahorrativos y estar más que alertas a los ataques que venían
de la jungla.
—¡Mantengas sus posiciones! —gritó Hense. —¡No desperdicien balas y
traten de hacer el menos ruido posible! ¡Dispare sólo cuando estén seguros de
dar en el blanco!
La voz le temblaba de miedo y rabia. Aún así no perdía su capacidad
de mando. Se hacía obedecer ciegamente.
Greg permanecía tendido en el suelo, casi adherido a la tierra,
junto a Nautilius Goodman que cubría su cabeza con ambos
brazos.
—No saldremos de este lugar con vida —dijo éste por lo
bajo.
Greg lo miró con odio.
Eran los únicos que no tenían armas con las cuales
defenderse.
Durante las siguientes dos horas los ataques se volvieron
esporádicos y al silencio requerido por el jefe alemán le seguían gritos,
órdenes y disparos, para volver a caer después, una vez más, en un mutismo casi
mortal. Era como recrear una sinfonía que crispaba los nervios y envejecía las
arterias.
Casi al amanecer, cuando el fogón y las antorchas agonizaban,
dardos envenenados, venidos de la nada, eliminaron a dos de los cuatro
porteadores peruanos. Fueron muertes lentas, dolorosas; con retorcijones y ojos
desesperadamente blancos, espuma en la boca y espasmódicos sacudones. Greg se
quedó helado ante semejante escena y un sentimiento de impotencia y temor le
recorrieron sus fibras más íntimas. Por un segundo creyó que Goodman tenía
razón: “no saldrían de ahí vivos”.
Hacía calor. La ropa sucia se le pegaba en el cuerpo. La
transpiración podía sentirse, impactando en las fosas nasales. Era un olor
ácido, penetrante. El miedo se percibía en el aire. Los rostros de sus
circunstanciales compañeros estaban marcados por la preocupación. En ese
instante pensó en Indy. Seguramente estaba muerto. Si ellos, que eran tantos y
estaban armados, presenciaban tan claro el portal que los podía conducir al Más
Allá; su amigo, solo y sin armas, no podía haber sobrevivido en plena jungla. Se
lamentó por ello y la desazón hizo que volviera a apoyar pesadamente la cabeza
en el suelo. Y en esa posición tan incómoda, lejos de su mundo, de su cátedra en
Londres, de su familia, de su mullido sillón, le sobrevino sólo una pregunta:
“¡¿qué demonios estaba haciendo en ese lugar?!”
cd
Hacia las siete de la mañana la selva se iluminó.
Estaban agotados. Sólo habían sufrido dos bajas; que, dadas las
circunstancias, era pocas. Los huachipaires no atacaban desde hacía horas y el
sueño empezaba a hacerse sentir en los párpados de todos. El par de peruanos que
quedaban se mostraban aterrados. Si hubiesen podido salir de la improvisada
trinchera hubieran corrido desesperados. Pero, ¿a dónde?
Los soldados de Hense mantenían la alerta. Aún así se los veía
macilentos y delgados, consumidos por los nervios.
Goodman conservaba un mutismo catatónico. No decía nada. Sólo el
movimiento esporádico de sus pupilas indicaban que seguía con
vida.
Pasado un tiempo, Hense se arrastró hasta Greg.
—Profesor, —dijo— ¿tiene algo qué hacer?
Deyermian levantó la cabeza, observando esos fríos ojos celestes
con un rencor difícil de traducir en palabras. La imagen de los dos cofrades
despedazados por la explosión se le representaron en la mente.
Hense sonrió. Aquel era un rictus cansado.
—Quiero que salga de aquí y verifique cómo andan las cosas por allá
afuera.
Goodman dirigió la atención a la charla.
—Usted se da cuenta que me está mandando a una muerte segura,
¿verdad?
El alemán se limitó a ponerle la punta de la Luger en la
frente.
—Aquí también corre riesgos, mi amigo —respondió.—Vaya. No adelante
su destino antes de tiempo.
Cuando Deyermian se puso de pie y salió del foso se dio cuenta de
que ya no tenía miedo. La resignación era mayor al temor. Estaba
jugado.
Avanzó con cuidado arrastrando los pies, mirando a un lado y
otro.
No había un alma.
Prosiguió cauteloso su marcha hasta alcanzar los petroglifos y
volvió a inspeccionar la selva circundante.
Nada.
Ni un sonido.
Dio media docena de pasos hacia la izquierda y trató de percibir
algo detrás de la mata de hojas y ramas que se arremolinaban a unos metros de
él.
Se acercó más.
Todo estaba desierto.
Giró sobre sus talones. Observó como los alemanes se asomaban
tímidamente desde la zanja.
Pensó en salir corriendo.
Qué idiotez, se dijo a sí
mismo.
Recorrió un nuevo tramo de terreno, volviendo sobre sus pasos, y
entonces, la sangre se le heló de golpe.
Tres huachipaires parados se recortaron por entre las
hojas.
No se movían. Parecían mirarlo indiferentes. Estaban quietos,
fijados al suelo. Inmóviles como troncos. Ni siquiera
parpadeaban.
Greg empezó a retroceder con lentitud.
La gente en la trinchera masculló algo. No entendió lo que
decían.
Dio un paso más hacia atrás.
Los indios no se movieron.
Deyermian contuvo la respiración.
En ese preciso instante los nativos cayeron de bruces violentamente
contra en suelo.
Estaban muertos.
Hense sacó la cabeza del foso.
Greg se arrimó a los cuerpos.
Tenían profundas heridas cortantes en la nuca. Les habían partido
la columna con un elemento contundente. Un hacha, tal vez. No eran
balas.
Extendió la mano para moverlos pero el sonido de pasos lo detuvo en
seco.
Cuando levantó la mirada, un cuerpo enorme le tapó el sol y Gregory
Deyermian se vio de pronto ante la corpulenta personalidad de un Paco
Pacori.
Apocurimache.
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21
EL
JUEGO DEL GATO Y EL RATÓN
Ciudad Sagrada del Paititi.
Una semana después.
Según las crónicas coloniales sólo un par de españoles, dos
sacerdotes franciscanos, habían sido los únicos privilegiados en permanecer en
la ciudad sagrada del Paititi. Sus manuscritos, publicados a mediados del siglo
XVIII —casi siete décadas después de los acontecimientos— figuraban entre los
pocos documentos oficiales que una minoría de investigadores consideraban
auténticos.
En aquellos informes, escritos al rey de España, no había
descripciones de la ciudad, ni de los rituales que en ella se practicaban;
aunque dijeron “eran muchos y de gran pompa”. Tampoco hacían referencia
al Hatun Apu Paykikin Pacha. Sus menciones al jefe supremo eran escuetas
y en ningún momento centraban la atención en el mentado tesoro perdido de los
incas; tan común en los textos apócrifos sobre el tema. Indy siempre había
sospechado que los religiosos ocultaban información y que por algún motivo
callaban sobre hechos importantes. Aquellas crónicas le resultaban muy crípticas
y si en algún momento de debilidad romántica había creído que el Paititi era una
“ciudad viva”, y no meras ruinas desgastadas por los siglos —como generalmente
declaraba en sus clases—, esos escritos peninsulares habían sido los
responsables de semejante juicio. Con más de una semana residiendo en la llacta,
Indy Jones tenía que reconocer que se había equivocado la mayor parte de las
veces. Los sacerdotes no mentían. La realidad del Paititi era algo ya
innegable.
A esa altura de los acontecimientos, el arqueólogo tenía una idea
más o menos clara de cómo funcionaba la ciudadela. Todo era una réplica exacta
de las costumbres que se practicaban en épocas del Imperio incaico. Desde el
modo de trabajar la tierra, de construir canales y pulir piedras para levantar
suntuosos edificios, hasta la manera de confeccionar la ropa y practicar la
ayuda mutua entre los habitantes del poblado.
Todos trabajaban de sol a sol. Nadie permanecía ocioso. Hasta los
niños colaboraban en las tareas domésticas. Los campesinos, artesanos y soldados
no cejaban de cumplir sus obligaciones; y en este caso concreto, no había
diferencias entre las tres etnias que convivían dentro de los límites de ese
reino perdido.
Al cumplirse el noveno día en la ciudad, Ñaupapukuy, con el que no
había tenido contacto en todo ese tiempo, se apersonó en la vivienda de Indy y
le ordenó que lo siguiera. Lacónico, le indicó que el Hatun Apu Paykikin
Pacha lo esperaba y que no era bueno llegar tarde a la cita. Nervioso, Jones
se calzó el sombrero y marcharon en dirección del palacio; al que ingresaron
tras subir por la señorial escalinata de basalto pulido.
El interior era de una majestuosidad pocas veces vista. Largos
paneles de oro tapizaban los muros y una multitud de paños superpuestos cubrían
todo el piso. Daba lástima pisarlos. Al fondo del recinto estaba el trono, hecho
enteramente de plata y apliques redondos de color dorado sobre el respaldar. El
soberano lo aguardaba rodeado por sus dos soldados de elite. Ñaupapukuy bajó la
cabeza y caminó en su dirección sin levantarla. Le estaba prohibido mirar
directamente al Gran Señor. Se detuvieron a cuatro metros de
él.
Hablaron en runa-simi, la lengua del
hombre.
—¡Oh, Poderoso Señor, aquí te traigo al hombre que solicitaste!
—pronunció el viejo guerrero.
El Inca asintió con solemnidad. Aguardó casi un minuto antes de
responder.
—Como podrás ver, extranjero, el Paykikin no es el espejismo de un
pueblo frustrado —dijo con voz ronca y clara. —Es el ámbito en el pudimos por
siglos honrar libremente a nuestros dioses, trabajar la tierra en común
respetando a la Pachamama como ninguno de los tuyos lo ha hecho. Paykikin es el
aroma dulce de nuestro pueblo, la esperanza presente y futura de un mundo mejor
para nosotros. Es la sonrisa de los abatidos, la bengala que ilumina lo que
quedó del glorioso pueblo quechua tras la llegada de los caras rojas. Y ahora,
tras tanto siglos sin permitir que nadie ingrese en sus límites, te tengo a ti,
enfrente mío, y me pregunto porqué no te he matado. Y me respondo que es por el
dedo de oro que has traído. Aunque poderoso, no puedo desobedecer a los
ancestros y sólo por ello permanecerás entre los míos. Sólo espero no
arrepentirme de esta decisión.
Se quedó en silencio unos segundos. Semblanteó a Indy con ojos de
ave de rapiña. Jones permanecía inmóvil dispuesto a no decir nada sin que se lo
ordenaran.
El anciano rey prosiguió.
—Hemos estado vigilándote y me halaga tu curiosidad y ansias de
conocimiento. Te sabemos un hombre puro, sin malas intenciones; sin vocación por
el oro, que tantos problemas nos ha traído. Pero también estamos al tanto de que
no has venido solo. Hay otros en la selva que te buscan. Y quieren terminar con
tu vida. Aquí estas seguro. Nadie te encontrará. Porque nadie ingresará a estos
sagrados muros. Y nadie saldrá jamás de ellos. Te doy la bienvenida
oficial. Haz tu vida.
Sin más, el Inca se puso de pie y se marchó por una puerta lateral.
Ñaupapukuy se apresuró a tomar a Indy por el brazo y salieron del
palacio.
El pacori lo miró con detenimiento.
—Algún día, podrás visitar las otras ciudades —expuso desde sus dos
metros de alto. —Hay mucho por ver. Pero tendrás que tener
paciencia.
—¿Qué otras ciudades? —preguntó Indy
intrigadísimo.
—Las que están más adentro, mucho más adentro, en la
selva.
—¿Hay más?
—Claro que hay más, Cara Roja. Muchas
más...
Y sin agregar nada, se alejó por la plaza
circular.
En ese momento escucharon el primer estampido.
cd
El cráneo de Ñaupapukuy tembló violentamente y el gigante se desplomó
de costado. Una mancha espesa de sangre embadurnó el empedrado, en el sitio en
donde chocara su cabeza.
Indy reconoció de inmediato el sonido del disparo. Era el de una
Smith & Wesson Hand Ejector Model-2. ¡Su propio revolver! Era
inconfundible.
Volteó mirando hacia la avenida principal.
Los pelos de la nuca se le erizaron. Una bocanada de calor sonrojó
sus mejillas y los párpados filtraron la luz del sol achinando su aspecto. Eran
los síntomas de un resentimiento que crecía como un volcán a punto de entrar en
erupción.
Con el arma humeante aún entre los dedos, Erich Hense avanzaba
hacia él apuntalado por sus seis rubicundos soldados y una partida de indios
Pacoris, de los que puso reconocer sólo a uno:
Apocurimache.
El guerrero se desplazaba exultante. Portaba una metralleta y
esbozaba una sonrisa perversa, mientras observaba a distancia el cuerpo inerte de Ñaupapukuy
tirado en el suelo, desangrándose. Goodman y Greg venían maniatados por detrás,
cerrando la formación militar en la forma de abanico. No salían de su asombro.
Estaban extasiados.
—¡Doctor Jones! —gritó Hense de lejos. —¡Lo daba por
muerto!
Greg desvió la vista de las construcciones y divisó a su amigo.
¡Increíble!
—¡¡Indy!! —exclamó lleno de felicidad.
Pero no hubo tiempo para un reencuentro entre colegas. Un nuevo
alarido, proferido por el germano, lo interrumpió:
—¡¡Dispárenle!!... —ordenó.
Una lluvia de balas descascaró la superficie de los adoquines a
pocos milímetros de los pies de Indiana Jones.
—¡Mierda! —prorrumpió el arqueólogo, lanzándose a toda
carrera en dirección de las viviendas populares.
—¡Ustedes tres, —decretó Hense a los soldados que
encabezaban la marcha— síganlo y no regresen sin su
cabeza!
No le daban respiro.
Otra vez protagonizaba el juego del gato y el
ratón.
Corrió con desesperación. Una nueva ráfaga de metralleta le rozó el
cuerpo, impactando en las paredes de las casas colindantes. Los habitantes del
Paititi, espantados, trataban de proteger sus vidas metiéndose en sus viviendas.
Las mujeres gritaban. Los niños lloraban. Algunos hombres cayeron abatidos
detrás de Indy.
El barrio de la gente común era un abigarrado conglomerado de
construcciones de piedra y adobe con techos de paja y tejas, que formaban
corredores angostos y poco aireados. Como existía una evidente falta de
ventanales, correr por esos pasajes era como buscar la salida en un laberinto
lítico, semejante al que existían en los parques de diversiones de Coney
Island.
“Piensa, piensa, piensa”, se decía Indy a sí mismo, mientras corría tratando
de encontrar un escondrijo donde proteger su pellejo.
Y de nuevo: una ráfaga de metralla cerca, muy cerca, esta vez de la
cabeza.
“¡Malditos cerdos!”. Se le aproximaban más rápido de lo que
creía.
Dobló por una corredor hacia la derecha. Hizo dos, cuatro, seis
pasos y....
...“¡Diablos! ¡No hay salida!”
Una tapia tan lisa como un papel se le interpuso en su
fuga.
“¡Joder!”... “¡No lo puedo creer!”.
Y empezó a girar como un trompo humano tratando de hallar una
solución rápida.
Y ahí estaba. Ante sus desesperados ojos. Tan evidente que la había
pasado por alto.
Una vicuña.
Era el primer animal doméstico que veía en toda la
ciudad.
Pastaba tranquilamente en un rincón moviendo rítmicamente sus
mandíbulas, ajena a todo el caos que se generaba alrededor.
No había más qué pensar.
Tomó envión, corrió hacia el camélido y dio el salto de su
vida.
Una andanada de balas barrió las patas de la bestia en el instante
justo en que Indy se apoyaba sobre su lomo, alcanzando el tejado más cercano,
como si fuera un gato viejo.
Cayó de panza y un número indefinido de paja se esparció al su
lado. Exhaló vaciando sus pulmones y se propuso reincorporarse lo más rápido que
pudo... pero resbaló.
Exasperadamente movió sus piernas para trepar por el tejado,
inclinado a dos aguas. ¡Se caía, maldita sea!
Una nueva estampida de municiones despellejó el techo. Un buen
incentivo.
Esos tipos no bromeaban...
Se impulsó con más fuerza y mucho más miedo. Escaló hasta el tronco
central y allí se puso de pie.
¿Y ahora?
A correr. No le queda otra
opción.
Los germanos tenían ventaja a la hora de trepar. Eran tres. Podían
ayudarse mutuamente. Y lo hicieron. El primero hizo las veces de escalón para
que los restantes dos escalaran en pos del arqueólogo.
Indy ganaba distancia, pero los tejados ladeados y de paja seca
volvía muy difícil avanzar con más rapidez de la deseada.
Pasó de casa en casa. Inconscientemente se encorvaba para evitar
ser alcanzado por los tiros de los dos alemanes que ya habían terminado de
ascender y reanudaban la carrera en su dirección.
Claro que las viviendas no eran infinitas y a poco de seguir
avanzando los techos se acabaron frente a una callejuela
angosta.
Tomo envión y sin detenerse dio un nuevo salto hacia el tejado
vecino; esta vez hecho de tejas y plano
“Ese es más seguro”, pensó mientras, suspendido en el aire,
sorteaba el espacio abierto que separa un bloque de casas de otras; pero cuando
todo el peso de su cuerpo se desplomó ...
ï Crack ð
Fue un ruido seco, de cerámica partida, debajo de los zapatos;
seguido inmediatamente de nuevos tiros de metralla.
ï Crack ð
Otra vez...
Más fuerte.
Entonces, las tejas se hundieron, abriéndose como un remolino que
todo se tragaba. Indy perdió el sustento y el agujero lo succionó.
cd
Caer unos tres metros y medio de altura sin estar preparado para ello
era peligroso, pero seguir cayendo otro tanto al sentir que el piso también se
hundía, era mucho más riesgoso.
El golpe fue duro. Había aterrizado dentro de una galería
subterránea muy larga e iluminada por antorchas, clavadas contra las paredes de
piedra.
Miró hacia arriba.
Los nazis empezaban a asomarse por el boquete, unos siete metros
por encima suyo. Apuntaban y... volvían a dispararle.
¡Cerdos! ¡No lo dejaban en paz!
Rodó hacia un costado, se paró y, rengueando se puso otra vez a
correr.
Cambió el aire de los pulmones. Estaba agitado y dolorido en el
hombro derecho. No le permitían recuperarse.
Avanzó a todo trote.
No contó las zancadas, pero de seguro eran más de sesenta. ¡Sesenta
metros!... ¿A dónde lo conducía ese pasadizo tan bien
construido?
La respuesta no se dejó esperar.
Un rostro enorme, redondo, de unos dos metros de diámetro y tallado
en oro puro, le cortó el paso. Sus rasgos se limitaban a representar mínimamente
a Inti. Eran geométricos y sumamente abstractos: dos rectángulos en bajorrelieve
que hacían las veces de ojos y un tercer rectángulo dentado, más alargado, de
boca. Era un sol estilizado con una rajadura muy irregular que bajaba desde la
frente hasta la parte baja de la talla, dividiéndola en dos partes iguales.
Resplandecía por efecto de la luz de las antorchas.
¡Otro callejón sin salida! ¡Mierda! ¿Por qué tenía
que ser un callejón sin salida?
Escudriñó el lugar. ¿Existiría un espacio que pudiera esconder
una puerta?
El disco estaba empotrado en la roca.
¿Era ése el santa sanctorum donde los habitantes del Paititi
practicaban sus ritos más sagrados? ¿Era allí donde abrían el alma a sus
dioses?...
Recapacitó.
¿Cómo era posible admirar semejante obra de arte religioso sino
a través de los ojos del alma?
Los ojos....
Espejos del alma.
¿Sería esa la clave?
Se acercó a la placa dorada y empujó el ojo
izquierdo.
La pieza de oro se hundió
introduciéndose en la cara de la divinidad y activando un misterioso
mecanismo.
El gran rostro del sol se separó por la rajadura en dos secciones
exactas.
¡Bingo!
Un largo corredor se desplegó ante su pasmada mirada. Era muy largo
y al final del mismo había una puerta trapezoidal iluminada.
Tenía que seguir avanzando. No era posible volver sobre sus pasos:
los soldados de Hense se descolgaban por el hoyo abierto en el techo. En pocos
segundos más estarían listos a dispararle nuevamente.
Se lanzó a trotar por el corredor.
La claridad de las antorchas le permitieron reconocer algo
sorprendente: el techo del pasaje era muy alto. ¿Por qué se habían tomado el
trabajo de hacerlo así?
Los alemanes se acercaban.
—¡Allá está! —gritó uno, al tiempo que alcanzaba el gran rostro de
oro y amartillaba la metralleta.
—¡No tires acá dentro!—exclamó el otro. —¡Se puede venir todo
abajo!
¡Zafé!, pensó Indy Jones.
De haber disparado, con seguridad le hubieran
dado.
No podía ceder más terreno. Tenía que alcanzar la puerta que se
abría al final del pasillo.
Pero... no siempre las cosas son sencillas.
Primero creyó que estaba mareado; que el agotamiento físico le
estaba jugando una falsa percepción. Claro que no era así. Sus sentidos estaban
en perfecto estado.
Después vio la puerta de salida se achicaba, convirtiéndose
lentamente en una fina hendija de luz.
Recién en tercera instancia se dio cuenta de lo que
pasaba.
¡El piso del corredor se elevaba de uno de los lados, adoptando
la forma de una tobogán que agudizaba su ángulo de caída en dirección a
los nazis!
¡Maldición! ¡Subía!
¡El suelo se convertía en una rampa cada vez más empinada y lo
peor de todo era que la puerta desaparecía y no había nada de que
agarrarse!
Indy estiró los brazos a un lado del cuerpo, apoyando las palmas en
las paredes y presionando contra ellas con todas las fuerzas que le quedaban. No
iba a evitar resbalar, era cuestión de segundos.
Abajo, al final del plano inclinado, los dos alemanes lo observaban
sonrientes, preparando sus metralletas e iniciando la
escalada.
No lo meditó mucho. Perdido por perdido, se dijo, y aflojó
los brazos dejándose caer rodando contra los soldados.
Un bowling de seres humanos.
El cuerpo de Indy impactó con violencia contra los germanos y un
amasijo de brazos, piernas y metralletas giraron por el suelo, dando alaridos de
dolor y rabia.
Antes de que sus enemigos pudieran hacerlo, Indy se puso de pie y
huyó a toda marcha por el mismo camino
que hacia minutos había recorrido.
¿Trepar por el agujero del techo?
Imposible.
Tenía que seguir en la otra dirección del pasillo; aprovechar el
aturdimiento de los perseguidores y tomar distancia de sus
balas.
Tenía una magulladura en la frente y las articulaciones de las
extremidades tremendamente doloridas. A poco de avanzar y torcer por
subterráneos colaterales, alcanzó lo que parecía ser un canal de fuerte corriente.
¿Un río encausado artificialmente?
El eco de los corredores le trajeron noticias de los matones que lo
seguían nuevamente.
Volteó la cara y divisó su medio de escape
perfecto.
Un bote de madera, tallado en un único tronco, sujeto a un clavo de
piedra. Sin remos. Pero qué importaba eso ahora.
Lo abordó y soltó el amarre.
La corriente de agua lo arrastró con fuerza y
velocidad.
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22
ADMIRADAS
CALAVERAS
Perder a los hombres de Erich Hense en esos pasillos subterráneos,
tras subir al bote, resultó ser un alivio momentáneo para Indy Jones. Ahora
podía relajarse y respirar profundo; recuperar fuerzas y masajearse el hombro
que tanto le dolía. Ya no estaba para trotes como esos. No era el joven
arqueólogo de antaño, pero se daba cuenta de que aún a su edad, resistía con
hidalguía las consecuencias de sus desventuras físicas.
El canal por el que se trasladaba era angosto. Sus bordes eran de
roca cincelada y los muros que lo encajonaban mostraban un claro estilo Inca
Imperial. Era una obra maravillosa de ingeniería que recorría, por debajo.
gran parte de la ciudadela. Estaba recorriendo los cimientos mismos del
Paititi.
La corriente líquida empezó a ganar velocidad. Sin remos era
imposible maniobrar el bote; por lo que decidió no esforzarse en vano y dejarse
llevar. Pero cuando el tronco tallado inició un zarandeo cada vez más
pronunciado, la tranquilidad se diluyó y volvió a prepararse para lo
impensado.
A poco de avanzar unos metros más escuchó el claro sonido de
una...¡cascada!
Tuvo el tiempo justo para apretar con fuerza los bordes del bote y
observar por delante como el canal desembocaba en una cámara enorme, tras un
salto de cuatro metros de alto. Una verdadera catarata
subterránea.
El bote cayó de proa. Se hundió en un estanque profundo e Indy
salió despedido, cayendo al agua, hundiéndose como una
plomada.
Perdió el sombrero fedora en el esfuerzo de salir a la superficie;
pero antes de recobrar el aire vio en el fondo, detrás de una cortina de
burbujas, algo de color blanco que le llamó poderosamente la
atención.
Movió las piernas y buceó hacia el foco de su
atención.
Calaveras.
Eran cráneos antiguos. Una docena de ellos, reposando cansinamente
en el fondo del estanque, mezclados con fémures y clavículas, apilados y
sostenidos por el musgo. Y a un costado algo que brillaba.
Estiró el brazo y lo tomó entre los dedos.
Un camafeo con incrustaciones muy finas de marfil.
Indy frunció el ceño sorprendido y pataleó hacia la
superficie.
El fedora flotaba a escasos metros. No había perdido su sombrero de
la suerte.
Nadó hasta la orilla del reservorio y empapado se sacudió los pies
para quitar el agua de los zapatos. Estaba hecho una piltrafa.
¿De donde provenía ese medallón?
Le quitó el musgo adherido en la superficie, lo abrió y leyó la
inscripción que tenía grabada.
A Percy H. Fawcett
Con amor eterno.
Nina.
Se quedó estupefacto. No podía creerlo. Impensadamente había
encontrado los restos de un célebre militar inglés perdido hacía años en el
amazonas.
Las ciudades perdidas habían sido su gran
debilidad y era, con seguridad, el explorador que mejor había captado la emoción
que despiertan los rumores y las leyendas de la selva. Todo su peregrinar por
Bolivia, Perú y Brasil, desde 1907 hasta su desaparición, estuvo motivado por
esos cuentos. En Fawcett se condensaban los más exóticos delirios exploratorios;
esos que van desde monstruos prehistóricos, hasta ruinosos restos cubiertos de
moho, pertenecientes a la legendaria Atlántis. En él, el rumor había sido una
fuente fidedigna de información. Indios, caucheros, bribones y poco confiables
funcionarios públicos, se transformaban en las catapultas que lo impulsaban a
recorrer miles de kilómetros de insumisa selva. Pospuso durante años la “gran
expedición de su vida”, en la que supuestamente encontraría una ciudad que él
denominaba con la letra “Z”; y quiso el destino que en ese proyecto perdiera su
vida. La obsesión del coronel inglés por encontrar esas ruinas se sostuvo firme
durante toda su existencia. Su desaparición en 1925 y la publicación postmortem
de sus ideas y apuntes, desataron las ansias reprimidas de muchos por imitarlo
y, detrás de sus esquivos pasos, siguieron desapareciendo exploradores. El
misterio de la ciudad se agigantó con el misterio de su muerte y, aún después de
haber transcurrido treinta y tres años desde que se tuviera la última noticia de
Fawcett, su leyenda seguía atrayendo al público; a tal punto que el Times
de Londres mantenía vigente una recompensa a quien diera noticias fidedignas del
desvanecido inglés.
Indy tenía entre sus dedos el camafeo que
le regala su esposa Nina. Podía reclamar en Inglaterra la recompensa prometida.
Pero eso no le importaba. En su juventud admiraba al coronel británico y en
miles de oportunidades, dejándose llevar por los comentarios esperanzados de sus
parientes, lo había imaginado viviendo prisionero entre los indios protectores
de la mentada ciudad perdida.
No estaba tan equivocado. Fawcett
finalmente la había encontrado, pero estaba muerto; a varios metros de
profundidad, en un estanque subterráneo desconocido por el mundo.
¿Cómo había perdido la vida? De
seguro no de modo natural; a menos que la gente del Paititi tuviera la costumbre
de tirar los restos humanos a un deposito de agua.
Era muy poco probable.
A Fawcett lo habían asesinado por algo.
¿Sería esa su propia suerte en caso de toparse otra vez con los indios?
¿Encontraría la respuesta a una muerte que intrigaba al mundo desde hacía
tanto tiempo? ¿De quienes eran los demás esqueletos?
Se guardó el camafeo en el bolsillo de la
camisa y oteó el lugar en el que estaba.
El recinto tenía una enorme cúpula de
ladrillos superpuestos y la superficie líquida del estanque se derivaba en tres
direcciones diferentes a través de otros tantos canales.
Indy estaba parado sobre una angosta
vereda que rodeaba el reservorio. Caminó cansinamente por ella durante un rato.
Seguía habiendo antorchas a regular distancia una de otras.
No podía orientarse hacia donde se
dirigía, pero eso era la de menos. Cuando uno está perdido cualquier ruta es
buena.
Avanzó.
El camino torció hacia la derecha y ante
él se desplegó un gran hall de piedras. En el fondo: una puerta de algarrobo
poco tallada.
No le costó mover los goznes que la
mantenían cerrada.
Imprimió la poca fuerza que le quedaba a
una de las hojas y la abrió.
De haber sido una enfermo cardíaco,
hubiera sufrido un infarto. Eran demasiadas emociones que, a granel, recibía su
asombrado espíritu aventurero.
La mandíbula inferior se le aflojó. Sus
ojos se abrieron como los de un búho y con la respiración entrecortada por el
desconcierto advirtió que estaba ingresando en un salón gigantesco repleto de
esculturas, pectorales, binchas, cadenas, marcos, columnas, vajilla y hasta
vestimentas muy finas realizadas completamente en oro puro.
No era otra cosa que el mítico tesoro
perdido de los incas.
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23
Ni Francisco Pizarro, conquistador del Perú, hubiera imaginado jamás
las toneladas de oro que se acumulaban en ese depósito secreto, construido en
las entrañas mismas del Paititi. El rescate de Cajamarca[13] no era más que una insignificante
muestra de las riquezas que Indy tenía ante su azorada mirada.
Todo resplandecía.
Las superficies doradas de decenas de miles de objetos reflejaban
el fuego de las antorchas y las irregulares montañas de metal precioso, que
cubrían la mayor parte del suelo, parecían zarandearse al movimiento de las
llamas. Las “lágrimas del sol” se acumulaban formando un verdadero océano de
opulencia áurea.
Con la garganta reseca, Indiana Jones recorrió el recinto medio
tambaleante. Miraba a un lado y otro sin dejar de sentir cómo su corazón le
latía con fuerza inusitada.
Oro.
Oro y más oro.
Piedras preciosas y plata.
Un tesoro suficiente para volver loco a un hombre
¿Qué extraño influjo producía ese metal?
Era algo mágico. Atrapante. Fascinaba.
Lo peor de la codicia humana crecía ante semejante alud de
riquezas, embriagando a la mente más equilibrada cual una
maldición.
Indy luchó por no dejarse atrapar. Fue un duelo interno que sólo él
supo medir con exactitud. Un debate entre lo mejor y lo peor de su
conciencia.
“Es sólo oro”, se repitió una y otra vez, para no caer en el
abismo angurriento de los meros saqueadores.
“Es sólo oro”...
Lentamente se fue calmando. Recuperó el ritmo normal de la
respiración, sin perder la capacidad de asombro.
“Es sólo oro”.
Aún así, no quería siquiera tocarlo. Sentía que, al hacerlo, la
maldición se le haría carne, infectándolo como si fuera una nueva y extraña
variedad de lepra.
Entonces fue cuando escuchó pasos detrás de él.
¡No podían ser ellos!
Volteó alertado y, justo delante suyo, se recortó la menuda figura
de una mujer que lo miraba fijamente con cierto aire de temor en los
ojos.
No era otra que la muchacha que había rescatado de los cobardes
golpes de Apocurimache.
—Sígame, señor —dijo la chica en un quechua muy cerrado.
Evidentemente no era su lengua materna. —Salgamos de aquí. Venga
conmigo.
—¿Adónde me llevas?
—Fuera de este lugar. Venga rápido. ¡Ande! Confíe en
mí.
Atravesaron todo el depósito e ingresaron por una obertura natural
de la roca. Una chincana, un paso secreto en el seno de la montaña, que
los sacó del sitio ascendiendo por una larga escalinata tallada directamente en
la roca natural.
Cuando el aire fresco del exterior le impactó el rostro, Indy
reconoció cuán viciado era el ambiente en el que había pasado todo ese tiempo.
Estaban fuera. Justo por encima de las terrazas de cultivo, a unos doscientos
metros de la ciudadela que, por entonces, se tornaba de color ocre a medida que
el sol se ponía por el occidente.
Desde lo alto, Indy Jones aguardó que se terminara de hacer de
noche. Cuando giró para decirle algo a la mujer, ésta ya no estaba. Se había
esfumado en completo silencio, sin un saludo, sin nada.
Se recostó sobre una roca redondeada y exhaló todo el aire que
tenía dentro. Se relajó y decidió tratar de dormitar un rato para recuperar
fuerzas.
Tenía muchas cosas que resolver por delante.
cd
Lo que más lamentaba era no haberles podido sacar una de las
metralletas a los soldados de Odessa. Tampoco la muchacha le había provisto de
arma alguna y eso lo hacía sentir sumamente indefenso. Tenía que conseguir algo
con que defenderse y repeler un futuro ataque. Si quería rescatar a Greg
Deyermian de las garras de Hense los puños eran insuficientes
No bien las estrellas tachonaron el cielo, Indy descendió hacia el
casco urbano con sigilo. Se cuidó mucho de no ser visto ni oído. Los habitantes
del Paititi se acostaban temprano y su experiencia de días en el lugar le
indicaba que tenían un sueño pesado.
Enfiló directamente hasta la plaza principal.
Una densa niebla bajó de los cerros vecinos y la visibilidad se
hizo dificultosa. Resultaba ventajoso.
Amparado por las sombras y la bruma pegó su cuerpo contra un muro y
asomó levemente la cara para observar la entrada al palacio principal. Había
cuatro gigantes Pacoris de custodia y dos soldados alemanes. Era extraño ver
funcionar semejante consorcio.
El edificio no tenía ventanales. Era difícil imaginar cómo se podía
entrar en él si no era por el portón principal. Posiblemente rodeándolo, en
algún otro sector de su perímetro, existiera una entrada “de servicio”. Tenía la
noche entera para encontrarla; pero entonces, para su sorpresa, la mujer que lo
auxiliara volvió a aparecer caminando tranquilamente frente a los guardias, con
una sonrisa entre pícara y tímida en sus labios. Los saludó.
Los Pacoris ni se inmutaron. La miraron pasar sin decir nada. Fue
uno de los alemanes el que sintió un inquietante cosquilleo en la zona
pélvica.
—Hermosa criatura... —le masculló a su compatriota con un brillo
libidinoso en las pupilas. —¿Me cubres unos minutos? —preguntó esperando una
respuesta afirmativa.
—Anda, yo me encargo —río el compañero.—No te tardes
mucho.
Ansioso, el soldado se puso la metralleta colgando de la espalda y
avanzó hacia la joven. Le dijo algo al oído —que la muchacha no comprendió— y la
tomó por la cintura. La chica bajó el rostro sonrojada y sin decir nada permitió
que la mano caliente del germano le acariciara la piel que sobresalía por entre
su ropa. Acto seguido lo condujo hacia un callejón oscuro, fuera del alcance de
la vista de todos. El mismo en el que Indy se refugiaba.
El puñetazo fue dado con saña. Los nudillos le dolieron cuando se
clavaron en la nariz del nazi, partiéndosela al instante. La segunda trompada,
con la izquierda, impactó detrás de la mandíbula, justo por debajo de la
oreja.
El teutón no emitió quejido alguno.
Indy ya tenía el arma que necesitaba.
Transcurridos cinco minutos, una voz áspera llamó en alemán a quien
acababa de noquear.
—¡Günter! ¿Dónde estás?... Si viene Hense no me hago responsable...
¿Günter? ¿Está todo bien?
No terminó de asomarse en la oscuridad del callejón que sus dientes
se partieron por la fuerza de una culata de ametralladora bien dirigida a la
boca.
—¡Auch! —alcanzó a exclamar inclinándose hacia delante. Fue
cuando una patada en la cabeza lo dejó sin sentido, desparramado junto a su
camarada de armas.
Indy poseía, no uno, sino dos instrumentos letales con que
defenderse.
cd
Los cuatro pacoris que vigilaban la entrada ya no estaban cuando
Jones decidió enfrentarlos a tiros, si era necesario. La calle estaba desierta y
el portón principal del palacio era todo suyo. Algo olía mal en
Dinamarca.
Subió la escalinata y abrió levemente una de las hojas de la
puerta. No escuchó nada. El salón principal permanecía vacío. Entró empuñando la
ametralladora y con el dedo en el gatillo. Un solo movimiento extraño e iba a
jalarlo sin pensar.
Atravesó el recinto de los tapices tratando de captar algo y cuando
estuvo a metros del trono, un hilo de voces se coló por una galería que conducía
al centro mismo del palacio, hacia los aposentos del Inca.
Era un corredor muy bien adornado. Había plumas de aves tropicales
y máscaras amazónicas de madera y piedra colgando de los
muros.
Las voces se hicieron más fuertes. La de Erich Hense sobresalía por
encima de las otras.
Indy asomó en completo silencio.
Ahí estaban todos.
—Dile que quiero realizar la ceremonia de iniciación cuanto antes.
No tengo mucho tiempo que perder —dijo con vehemencia. —Además, me siento
incómodo en este lugar.
Indy frunció el sobrecejo y Robustiano Patrón Costas obedeció a su
nuevo jefe: tradujo al pie de la letra, en quechua, palabra por palabra, lo que
el germano había dicho.
La escena era algo fuera de lo común: un peruano traduciendo del
alemán al runasimi a un gran inca prisionero que, aún en desventaja, seguía
conservando su don de dignidad real, mientras era encañonado por porteadores mal
arropados y seis guardias nazis. Un poco más atrás, Apocurimache —el traidor—
con su ametralladora, exhibida como trofeo de guerra, observaba la extraña
representación secundado por un número indeterminado de indios Pacoris armados
con lanzas. A la derecha del conciliábulo, Greg Deyermian y Nautilius Goodman
permanecían en silencio.
¿A qué iniciación se refería Hense?
El Hatun Apu Paykikin Pacha respondió con voz sumamente
baja.
—Dice que recién mañana, con la Luna nueva, se abre el tiempo
sagrado para lo que usted pide —explicó Robustiano.
—¡¿Mañana?!... ¡Ya le dije que no hay
tiempo!
—Es en vano insistir, señor Hense. No harán nada fuera del
calendario ritual.
El nazi balbució por lo bajo y miró a Goodman, que lo contemplaba
con claro desprecio.
—¡¿Y tú, qué miras?!—ladró con furia. —¿Acaso no querías
encontrar tu Paititi? ¡Aquí lo tienes, estúpido! ¡Estás en él!.Deberías
agradecérmelo.
—Te mataré. Juro que te mataré... —le respondió el
británico.
—¿Te das cuenta? Eso es lo que te vuelve débil: tu falta total de
oportunismo. No sabes cuándo callar. —Irascible, viró en dirección a uno de sus
soldados.—Prepárate a dispararle. Y tú, —agregó dirigiéndose a Robustiano —dile
a ese reyezuelo de poca monta que esto
le pasará a él y a todos los suyos si me engaña.
Sería bueno ver como mataban a ese cerdo, pensó Indy; y orientó
toda su atención en el miliciano que haría de verdugo; pero... olvidó “el
olor a podrido” .
Una mano gigante lo empujó por detrás. Sintió dedos inmensos
hundiéndose en la espalda.
Salió proyectado hacia delante. Trastabillando hasta el centro de
la habitación y allí mismo se desparramó en el piso cuan largo
era.
Soldados, porteadores y Pacoris dirigieron, al unísono, sus armas
hacia el arqueólogo.
Lo tenían bien a tiro.
—¡Jones! —exclamó Hense al verlo.—¡Sabía que nos volveríamos a
encontrar, tarde o temprano! Era sólo cuestión de tiempo, herr
doctor.
—¡¡Indy, amigo!! —Sobresaltado, Greg avanzó intempestivamente hacia
su colega, sorteando a los captores y se arrodilló a su lado. Seguía maniatado
por la espalda y tenía el rostro demacrado a causa del cansancio y la mala
alimentación.
Hense dio dos pasos hacia él y lo tiró al piso empujándolo de una
patada en el pecho.
—¡Ya basta de sentimentalismos estúpidos, señores! —expresó el
alemán. —Ya tendrán tiempo para intercambiar ideas académicas entre ustedes.
¡Robustiano! —volvió gritar— Indícale al indio —dijo refiriéndose a
Apocurimache— que encierre a todos estos en un lugar seguro. Ya nos ocuparemos
de ellos más adelante.—Goodman permanecía estaqueado en su sitio. Hense le clavó otra vez sus fríos ojos claros.—Es
tu día de suerte —apuntó.—Ya arreglaremos nuestros asuntos más adelante.—Y
terminó gritando:—¡¡Sáquelos de mi
vista!!
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24
“LAS FUENTES DE LA
SANGRE”
Los líquenes se pegaban a los muros de la celda blanqueándolos;
denunciando los siglos que la construcción tenía levantada en el seno mismo de
la humedad amazónica. Hacía frío y los yuyos se filtraban por las rendijas de
las baldosas del piso. Algo de luz entraba por una ventana trapezoidal;
suficiente para que Indy, Greg y Goodman pudieran verse las
caras.
Nautilius estaba apartado. Incomodo de compartir un mismo espacio
con sus dos enemigos y contrincantes. Indy lo obviaba mientras trataba de
ponerse al tanto de toda la información que Deyermian había podido recolectar
durante sus días de cautiverio con Hense. Necesitaba conocer cuáles eran los
propósitos secretos del alemán, para actuar en consecuencia. Meditaba en
silencio. Trataba de encontrar respuestas a sus múltiples
dudas.
—Me pregunto a qué ceremonia de iniciación se refería Hense cuando
presionó al Gran Inca... —se cuestionó retóricamente.
Greg no dejó pasar la oportunidad para responder.
—Aparentemente —dijo— a una en la que buscan participar desde antes
de la guerra. Según escuché, el propio Adolf Hitler estaba interesado en que sus
soldados de elite se iniciaran en ella.
—¿Con qué propósito?
Goodman sonrió desde su rincón. No pudo dejar de
intervenir.
—¿Qué otro propósito que el de dominar el mundo?
—¿Ah sí?... ¿Y cómo se supone que lo harán esta vez? —le inquirió
Jones con claro desprecio.
—Recuperando una antigua tradición pagana por medio de la cual se
puede generar una casta guerrera invencible, que conquistará el planeta
sin inconvenientes —retrucó Nautilius
—Es cierto. Dice la verdad —confirmó Deyermian.—Es lo que Hense me
explicó una noche. Incluso me dijo que los nazis hicieron una expedición al
Tíbet buscando lo mismo, hace unos años.
Indy rescató de su memoria una fecha y un nombre.
—En 1938, para ser exactos. Ernst Schaffer, un reconocido biólogo,
fue su director en jefe.
—Efectivamente, Indy —aseveró Greg con sorpresa.—Hense era uno de
los jóvenes oficiales SS que lo acompañó.
—Aquella expedición fue un proyecto de la Ahnenerbe
Forschungs-und Lehrgemeinschaft, es decir de la Comunidad de
Investigación y Enseñanza de la Herencia Ancestral, una sección de las
SS fundada por su jefe, Heinrich Himmler, para el desarrollo de proyectos
referidos a áreas tan diversas como folclore, geografía, historia, biología,
arqueología y prácticas esotérica y ocultistas. Eran un atajo de fanáticos
dispuestos a cualquier cosa con tal de acumular poder, justificándolo con
argumentos racistas. Pura basura aria. Ya conocemos sobre el tema. En 1938
viajaron al Tíbet para conocer lo que ellos llamaban “Las Fuentes de la
Sangre”, es decir, las raíces más profundas del pueblo ario, del que se
dicen descender. Querían rescribir la historia y no dudaron en falsificarla.
Tergiversaron documentos, reinterpretaron restos arqueológicos, hicieron
cualquier cosa con tal de probar que toda la civilización provenía de una raza
superior, original y perdida, de la que ellos serían sus directos herederos. Una
forma elegante y “académica” de justificar el dominio que pretendían. No es otra
cosa que la leyenda del Rey del Mundo. Y éstos, ahora, la han reeditado aquí, en
América.
—¿De qué demonios hablas, Indy? —preguntó Greg.
—¡Qué poca información maneja, profesor Deyermian! —se entrometió
Goodman
Indy giró hacia él. Hubiera querido asesinar a ese tipo. Pero sería
en vano. De todos modos no dejó de morder rabia al oír su voz.
—La leyenda del Rey del Mundo surgió por primera vez de un
libro publicado en la década de 1920 —explicó el arqueólogo.—Fue escrito por un
explorador polaco, Ferdinand Ossendowsky, y lo tituló Bestias, Hombres y
Dioses. En él habla de la Comunidad o Comarca Suprema, un consejo de
sabios que gobierna el mundo dirigidos por un rey todopoderoso, supervivientes
de una civilización humana que la historia no registra. Según relataba
Ossendowsky esa gente conocía un ritual, una ceremonia secreta, por medio de la
cual ciertos demonios ancestrales serían liberados, encarnándose en soldados,
constituyéndose así en una casta de guerreros poderosísimos. Obtener un grado en
esa iniciación fue el objetivo de la expedición del ’38. Por ello fueron al
Tíbet en busca de la mítica ciudad de Agartha, que es en donde creían se
practicaba la ceremonia. No la encontraron y por algún motivo ahora piensan que
el Paititi cumple con esos requisitos.
—¡Malditos locos! —prorrumpió Greg.
Goodman se puso de pie y caminó unos pocos pasos hacia sus
compañeros de celda. Se detuvo y expresó:
—Yo tengo mis propias opiniones al respecto. Un 6 de enero
(día de la Brumalina festejado por los
orientales, día de la brujería, la magia y el ocultismo en Bretaña y Brasil;
fecha en la que la nació el rey Magog en el convento de Santa Rosa de
Ocopa,
y uno de los fundadores de
la Atlántida, la ciudad del capitalismo
y del imperialismo) tuve conocimiento de ese ritual. Magog fue un gigante de los
tiempos antiguos, antes del Gran Diluvio universal, y su padre fue un ángel
vigilante que descendió de la luna creciente en el Monte Hermon —el santuario de
la Virgen de Cocharcas-Apurimac. ¡Los dioses hablan en este sitio! Perú fue el
brazo derecho del ángel Shemihaza y padre de Nicolaus, el rey de Lemuria. La
madre de Magog fue humana e hija de Set, descendiente de Adán. Se llamaba Ada y
era hermana de Enos. Ada nació en Paititi y Magog fue concebido en el convento
de Santa Rosa de Ocopa y nació en Brasil.... Pero sería muy largo explicarles a
ustedes todo esto.... Yo sé que hay verdad en las creencias de Hense, aunque él
no sepa cómo acceder a esa fuente de poder. La clave está en el tesoro; en el
oro que hay en alguna parte de esta ciudad. ¡Él es el camino a la iniciación y
al poder!
Indy quedó boquiabierto.
No podía creer el grado de locura que
Goodman había disimulado tan bien. Ese tipo era un completo delirante, un
apoderado de lo absurdo; un verdadero obispo de la idiotez humana. No cabía
duda: su paso por la Hermandad Blanca del Paititi había dejado su huella
en la mente desequilibrada del periodista.
La postura de Goodman había cambiado. Las
palabras inconexas que pronunciaba le insuflaban una energía desconocida hasta
entonces. Estaba ensoberbecido. El delirio lo copaba y la irracionalidad más
barata se traducía en frases poco entendibles.
—¡Cuando encuentre el tesoro, encontraré el
sendero que me lleve a ser jefe de esa casta privilegiada! —terminó exclamando
en voz muy alta.
Indy se le abalanzó y le pegó una certera
trompada en la carretilla, sentándolo en el suelo.
—¿Te das cuenta? —repuso dirigiéndose a
Deyermian.—¿Puedes creer que delirantes como estos pongan el peligro a tantas
personas en el mundo?
Acto seguido, caminó hacia la ventana y se
asomó.
Había llegado el momento de pensar cómo
salir de esa ratonera.
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25
EL
TORREÓN
Con una altura de más de cuarenta metros, el redondeado torreón en el
que soportaban el cautiverio era una vía sin escape. Adosado a la piedra misma
de la montaña, la construcción se elevaba desafiante por encima de la selva. Era
una clara muestra de la excelente cantería incaica. Un orgullo para los
descendientes del antiguo imperio y un gran problema para aquellos que,
encerrados en su nivel más alto, pretendían alcanzar la
libertad.
El ventanuco por el que Indy asomó su cara era demasiado pequeño.
Aún sin rejas, resultaba imposible siquiera sacar la mitad del cuerpo de un
hombre normal. Servía sólo de ventiluz. No existía la más mínima posibilidad de
filtrase por él. Por otro lado, de poder conseguir semejante hazaña, un
precipicio hondísimo era lo que les esperaba más allá del
muro.
Desde esa posición poco privilegiada podía observarse gran parte de
la ciudadela y al fondo, haciendo de telón natural, una montaña inmensa color
verde oscuro obstruía toda perspectiva. Estaban en un valle cerrado, protegido;
invisible de la vista de cualquiera. Un lugar secreto.
En tanto Indiana echaba un vistazo al panorama exterior, Greg
probaba mover la pesada puerta de madera que los retenía en la celda. No había
caso. Demasiado gruesa. Inamovible. De seguro una clavija de piedra la retenía
en su sitio. Era inútil tratar de empujarla o aflojarle los goznes a golpes;
además, el ventanuco abierto a media altura —y por el cual era posible ver a los
prisioneros— también era muy angosto
Nautilius Goodman no colaboraba en nada. Dolido por el trompazo, se
mantenía al margen de los quehaceres de los dos académicos. Un hilo de sangre,
que se le secaba con el paso de los minutos, adornaba la comisura derecha de su
labio inferior. El Rasputín británico, el monje negro de la Hermandad
Blanca, aguardaba el momento adecuado para actuar. Ya
llegaría.
A medida que las horas pasaron la esperanza de escapar se volvió
nula. La única vía de evasión posible estaba bien cerrada por fuera; y al cabo
de pensar un rato, decidieron cruzar los brazos, descansar, y esperar a que el
destino les habilitara por sí mismo una salida... a la vida o a la
muerte
Quiso la buena suerte que ese destino tuviera nombre y apellido:
Robustiano Patrón Costas.
Poco antes de la
medianoche, el peruano asomó su rostro por el trampilla de la puerta. La celda
estaba a oscuras. Sólo un débil rayo de luz, producido por las antorchas
colgadas en el pasillo, se colaba por la abertura.
Goodman reconoció de inmediato a su ex-socio.
—¡Rata inmunda! ¡Excremento humano!—profirió con inquina.—¿Todavía
te atreves a venir a burlarte?
Robustiano sonrió.
—¡No seas rencoroso! —lo tuteó desenfadado.—Te traigo algo de comer
y ¿me tratas de este modo? ¡Desagradecido!... De todos modos, para que veas que
soy un hombre de bien, te dejo estas sobras... —y tiró al piso del calabozo una
media docena de huesos de pollo, totalmente pelados. Sin carne. —Afila tus
dientes —replicó conteniendo la risa.
La ira de Goodman lo hizo actuar con una velocidad inusitada.
Extrajo el brazo derecho por el ventanuco y, antes de que cante un gallo, tomó a
Robustiano por el cuello, haciéndole chocar la frente contra la superficie de la
puerta.
—¡Voy a matarte aquí mismo! ¡Cerdo!—gritó. —¡Puerco
traidor! ¡En tu cuello afilaré mis dientes!
Las falanges de la mano apretaron la traquea de Patrón Costas a
punto de hacerle perder el conocimiento. Le empezó a faltar el aire. Goodman no
soltaba. No estaba dispuesto a dejarlo hasta verlo morir. Siguió presionando.
Sentía un morboso placer al experimentar cómo la vida de su odiado enemigo se le
colaba, literalmente, por sus dedos.
Entonces, Indy se interpuso tomándolo por los hombros y empujándolo
con fuerza hacia atrás. Goodman dio contra el muro, al otro lado del recinto.
Sus ojos eran dos bolas inyectadas de sangre.
Robustiano tosió y maldijo. Si el arqueólogo no se hubiera
interpolado seguramente habría quedado estrangulando en medio de ese corredor
frío y húmedo del torreón. Encorvándose, se retiró de la
puerta.
—Espere, no se vaya —pidió Indy con tono severo.—Quiero plantearle
un trato, que nos va a beneficiar a ambos.
—¿De qué se trata?—preguntó refregándose el cuello.—¿Qué puede
tener para ofrecer?
Indy impostó más su voz y articuló sólo una palabra; corta y
efectiva:
—Oro...
Patrón Costas se paralizó unos segundos y, con precaución, volvió a
asomarse al interior del calabozo.
—¿A qué se refiere, Jones? —sondeó con curiosidad
creciente.
—A más oro del que pueda imaginar. —Y sacó del bolsillo de su
cazadora un pequeño y macizo amuleto áureo de pocos centímetros de largo. A fin
cuentas, no había podido resistirse a tomar algo de la gran cámara del tesoro.
—Aquí tiene una prueba de ello —dijo, entregándole la pieza por el ventanuco.
—Tenga. Es suyo. Sáquenos de aquí y le diré donde puede encontrar miles de esas
cosas. Sólo quiero abandonar este sitio. No me interesa lo que Hense haga con
él... ya no.
Robustiano se quedó perplejo con el fetiche antropomórfico en la
mano.
Valía una fortuna.
—¿De dónde lo sacó? —preguntó.—¿Dónde encontró
esto?
—Sáquenos y se lo diré.
Robustiano titubeó mientras tanteaba la pieza con renovada
codicia.
—¡Sólo a usted!
—No... Mi amigo viene conmigo.
—Sólo el profesor Deyermian y usted.... Goodman se
queda.
—¡Hecho!
—Pero, háganse para atrás. Aléjense de la puerta. Bien lejos. No
quiero trucos, doctor Jones.
Obedecieron.
La puerta crujió y lentamente la silueta armada de Robustiano se
recortó debajo del marco.
Lo primero que a Indy le llamó su atención fue algo que el peruano
tenía enrollado en el hombro izquierdo...
...Un látigo.
...¡Su látigo!
—Vengan, salgan los dos... —dijo el peruano con
premura.
Iba a decir algo más, seguramente una ironía; una frase que
pretendía ser inteligente, pero no alcanzó a mover los labios. Un zapatazo le
dio en pleno rostro, haciéndolo trastabillar.
Indy quedó perplejo. No era suyo ese zapato. Tampoco de
Greg.
Nautilius Goodman, descalzo de un pie, brotó de la oscuridad como
un desquiciado y se le tiró encima.
El revólver salió despedido y se perdió en la sombra de la celda.
El látigo cayó a un costado, justo a los pies de Indy
—¡Corre, Greg! —gritó Jones, al tiempo que alzaba su
pertenencia y se lanzaba a toda carrera por el pasillo que conducía a una
escalera de caracol.
Estaban a pocos metros del primer peldaño cuando un corpulento
Pacori se interpuso en el camino.
Indy no le dio tiempo a actuar.
Agitó el látigo con todas sus fuerzas. La fusta se desenrolló para
volver a enrollarse en el cuello del indio. Tiró con vigor. El aborigen fue
atraído hacia delante; pero antes de dar con la boca en el piso, Greg le propinó
una feroz patada en la cabeza dejándolo inconsciente.
Sin decir palabra, iniciaron el descenso del torreón con paso
veloz. Debieron bajar unos veinte metros. Ya estaba a mitad de camino. La copa
de los árboles cercanos se veían con claridad a través del gran ventanal de roca
abierto hacia el vacío.
Al llegar a ese primer descanso, Indy se detuvo de
golpe.
Alguien subía deprisa las escaleras.
—¡Contra la pared! —reclamó en voz baja.
Eran dos soldados de Odessa.
Estaban armados y subían sin advertir nada
extraño.
No bien los tuvo a tiro, Indy le arrancó al primero el arma por el
caño, atrayéndolo hacia él y rompiéndole la cara de un golpe en el tabique
nasal. Greg dio un brinco inusitado, clavándole los pies en el estómago al
segundo. En ese momento una ráfaga se disparó contra el techo, retumbando como
su fuera una cañonazo. Dos pisos más abajo se armó un revuelo de gritos y voces.
Muchas de ellas pronunciadas en alemán.
Indy revisó el cargador del arma que tenía.
—No hay muchas municiones. No podremos resistir por largo tiempo.
—dijo.
—Pues tendremos que hacerlo —contestó Deyermian amartillando la
metralleta y parapetándose en un recodo de la escalera.
Cuando los hombres de Hense tiraron la primer tanda de disparos,
los dos letrados aventureros respondieron tratando de ser precisos en sus
descargas.
No podían darse el gusto de desperdiciar balas.
cd
Los viejos días en las trincheras francesas, durante la I Guerra
Mundial, volvieron a Indy tan frescos como si no hubieran pasado cuarenta años.
Era la misma descarga de adrenalina, el mismo temor, la misma sensación de
claustrofobia. El mismo sentimiento de muerte cercana.
Resistieron valerosamente por espacio de diez minutos, pero sabían
que el tiempo se les acortaba y que en breve los hombres de Hense y sus pacoris
amigos subirían sin la intención de comportarse
diplomáticamente.
Cuando les quedaban sólo tres disparos a cada uno, y tras
considerar las vías de escape sin mucho detenimiento, se pararon frente al gran
ventanal de piedra que daba al vacío y... saltaron antes de que sus agresores
alcanzaran el nivel del torreón desde el que soportaban el
asedio.
No fue una caída limpia.
A lo largo del trayecto, sus cuerpos chocaron con ramas y
enredaderas voladoras que se desprendían desde los muros. El chasquido de las
hojas, al ser rotas por el peso, amortiguaron los gritos que sus enemigos daban
desde lo alto. Finalmente, y tras atravesar unas matas espinosas y duras, se
abrieron paso directo hacia un arroyo que corría en el borde mismo de los
cimientos del torreón.
Y se hundieron.
Cuando Erich Hense se asomó, sólo atinó a ver los círculos
concéntricos que indicaban el lugar de la zambullida.
Les disparó una par de veces para asegurarse y se quedó mirando la
superficie líquida por unos minutos. Recién cuando los gritos de Robustiano se
colaron por la escalera, volteó y ascendió por ella, rodeado de sus
esbirros.
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26
DEMONIOS
Plaza Ceremonial del Paititi
24 horas después.
Medianoche
Luna nueva.
En ruinas, el sector más antiguo de la ciudadela relumbraba en la
noche, poblado como pocas veces, por una aglomeración de hombres que destilaban
nerviosismo, tensión, ansiedad y, muchos de ellos, miedo. Sólo el Hatun Apu
Paykikin Pacha, el Gran Soberano de la Resistencia, el Señor Alto
del Lugar, mantenía su calma y característico don de mando; a pesar de estar
rodeado por Apocurimache y cinco de sus hombres armados con lanzas. El Gran
Padre, como también se lo conocía, ocultaba la humillación de ser un
prisionero de su propia etnia. El golpe de estado se había
concretado.
Apocurimache, el joven guerrero, empezaba a manipular las riendas
del poder asociado con los alemanes; y si bien en el fondo se sabía un mero
títere de Hense, tenía para el futuro planes propios. Pero primero debía
legitimarse ante su pueblo y para ello la paciencia era una condición
ineludible. El primer paso estaba dado. Restaba por terminar de conocer a fondo
los ritos secretos que volvían poderoso al viejo inca y absorber a través de
ellos el liderazgo carismático que lo llevaría a ser el Nuevo Gran Señor,
la nueva generación que detentaría el dominio absoluto.
Su reinado no sería tolerante con las otras etnias que compartían
la selva. Los Pacoris tenían derechos más que ganados para sobreponerse a los
“impuros” huachipaires y dóciles machiguengas. A éstos se les darían roles
diferentes en el nuevo mundo que se inauguraba. Serían lo más parecido a los
esclavos; no habitarían la Sagrada Llacta y sus mujeres no tendrían el derecho
de negarse al sometimiento de los únicos dueños del Paititi.
Apocurimache había soñado siempre con ese poderío y estaba a punto
de retenerlo para siempre. Afortunadamente, ese oficial extranjero y sus
soldados armados lo secundaban; además, claro está, de un ingente número de
hombres de su propia raza; todos ellos enérgicos jóvenes dispuestos a obedecerle
sin cuestionar la tradición. Eran ellos los que ocupaban el predio central de la
plazoleta —cancha— en ruinas.
Aquel sector era un área sacra por excelencia, al que muy pocas
veces —muy pocas personas— acudían. Siendo la parte más antigua de la ciudadela,
conservaba los primeros edificios. Era un sector tabú; un espacio prohibido. El
núcleo original. El centro del mundo.
Los restos de un antiquísimo templo, reducido a escombros, luchaban
por mantenerse identificables en medio de una maraña de raíces voladoras y
árboles centenarios que se hundían por encima de lo que otrora fueran muros. El
moho, por su parte, patinaba las superficies de las piedras talladas,
denunciando su condición de construcción muerta.
A un costado de ésta, los soldados de Odessa transpiraban ansiedad.
Estaban inquietos y varios de ellos exhibían frescas magulladuras en sus caras.
Las metralletas eran los únicos instrumentos que les daban una cierta cuota de
dignidad. Eran los protagonistas de una conquista devaluada,
inmoral.
Estaban secundados por los porteadores peruanos contratados en
Cusco y dos renovados prisioneros: Robustiano y Nautilius Goodman; que
permanecían sentados sobre una roca, custodiados por un gigante Pacori provisto
de afilada lanza.
Erich Hense ocupaba un sitial de preferencia en la plaza. Parado,
con los brazos en jarra, vestía su antiguo uniforme negro de oficial SS y
una brillante luger parabellum brillaba en una cartuchera lustrada con esmero.
Serio, sin demostrar emoción alguna, era el verdadero supervisor de toda la
situación. Se sentía orgulloso de sí mismo. También él soñaba con un nuevo
mundo; uno que había sido abortado por una derrota militar en 1945, hacía ya
trece años.
Justo enfrente suyo, sobre una explanada de tierra desprovista de
cascotes, alguien había desplegado una “mesa chamánica” en la que se disponían,
por encima de un tejido exquisitamente manufacturado con hilo de vicuña, toda
una serie de objetos rituales: fetos de camélidos, hojas de coca, piedras
huancas con extrañas formas, cerámica de alta calidad y diez vasos
tubulares de oro macizo —keros— en los que tradicionalmente se bebía la
chicha mejor elaborada. Sólo que en este caso, los keros estaban
vacíos.
Eran recipientes grandes en extremo; mucho más que los usados por
la gente del común para beber y festejar en fiestas no tan significativas como
esa. Parecían baldes más que vasos. Estaban decorados con grecas, figuras
escalonadas y símbolos geométricos.
Debían valer una fortuna, pensó Goodman
al admirarlos desde lejos.
Cada uno de los elementos de la mesa cumplía una misteriosa función
específica; pero el que con más reverencia se manipulaba era un quipu[14], confeccionado con hilos del
oro más puro. Constaba de una serie de nudos expuestos en grupos y trenzados en
diversas cuerdas áureas que colgaban de una cuerda matriz horizontal. En teoría,
este instrumento servía para contabilizar y registrar cantidades; pero ya desde
los días de la invasión europea (siglo XVI) se venía rumoreando que también
hacían las veces de “libros” en los que era posible “leer”
acontecimientos e invocaciones religiosas. Una forma de escritura no alfabética
novedosa, críptica, original; sólo conocida por una minoría de iniciados,
expertos en sus secretos. Un canal de comunicación con los
dioses.
—¿Quién lo leerá? —preguntó Hense con energía. Robustiano
transmitió la duda a Apocurimache.
—El Hatun Apu Paykikin Pacha. —tradujo.
Apocurimache se acercó al Gran Inca. Le puso sus labios muy cerca
de la oreja y los movió imperceptiblemente. Hense se dio cuenta de que le decía
algo y el viejo líder arqueó las cejas
en señal de sorpresa. Una mueca de desprecio le desfiguró el rostro.
Inmediatamente, un guerrero Pacori entró en escena, transportando un fardo
funerario antiquísimo: los restos de una momia andina. Los sagrados huesos de
uno de los primeros príncipes rebeldes de la ciudadela.
—Parece que lo amenazó con destruir eso —explicó Robustiano
señalando con la barbilla el fardo; tratando al mismo tiempo de congraciarse con
el oficial alemán. —Es un momia. Un antepasado.
Hense guardó silencio. Observaba los acontecimientos no sin cierta
sorpresa.
—Es una vieja táctica andina —prosiguió Patrón Costas.—Si se “mata”
a las momias del enemigo sobrevendrá el caos, el hambre y la muerte sobre la
comunidad. Es lo que hacían los incas en tiempos del imperio: sometían a los
pueblos conquistando a sus muertos.
Hense siguió sin responder. ¿Qué hubiera hecho él si hubieran
amenazado con llevarse los restos de su Führer?
El Hatun Apu Paykikin Pacha reaccionó. Con paso marcial,
casi sobreactuado, se abrió camino hacia la mesa y agarró el quipu. Lo
levantó con sumo respeto y emitió una larga súplica en voz muy alta y potente.
El sonido de la invocación resonó en toda la plazoleta y el sector viejo de la
ciudad se llenó de rumores. Los indios presentes abrieron los ojos con temor y
sorpresa.
El quipu brillaba entre los dedos del Señor Alto. Lo tomó
por ambos extremos y cuando las sogas de oro quedaron colgando de la mecha
horizontal, el tono de sus palabras se elevó aún más. No le quitaba los ojos a
los nudos áureos. Los estaba leyendo, en quechua.
Entonces ocurrió lo impensado.
Los diez keros que descansaban sobre la mesa
empezaron a vibrar como si un terremoto localizado los sacudiera, sólo a ellos.
Numerosos aborígenes huyeron del lugar cuando un dorado rayo de luz salió
proyectado del primer vaso ceremonial conectando al resto con una mecha de luz
sobrenatural.
Dos Pacoris, fieles al Inca y su ciudad, intentaron aprovecharse de
la situación y desarmar a los soldados de Hense; pero no pudieron romper el
cerco de ametralladoras: fueron barridos sin miramientos.
El anciano dirigente se detuvo alertado por el ruido de la
balacera, pero los ojos vigilantes de Apocurimache lo obligaron a seguir con el
ritual. No debía detenerse. La momia corría serios riesgos de ser quemada o
destruida a golpes.
Los dos keros, que abrían y cerraban la hilera de vasos,
despidieron un enjambre de chispas multicolores y el interior de todos ellos se
iluminó con una fuente de energía desconocida. Una luz compacta. Dura.
Fría.
Recién entonces se materializaron.
Eran demonios.
Entes salidos de un mundo de pesadillas. Etéreos seres
inmateriales, antropomórficos, que parecían estar hechos de aire
condensado.
Salieron de los keros semejando los genios mitológicos de Oriente,
elevándose por encima de la mesa chamánica, dando vueltas a medida que ganaban
altura.
El Hatun Apu Paykikin Pacha gritó algo.
Nadie comprendió lo que dijo, pero el agudo alarido aceleró los
movimientos de los demonios; quienes empezaron a danzar emitiendo un sonido
gutural, casi animal.
Sobrevolaron la plaza hasta colocarse arriba de los seis soldados
alemanes de Odessa. Otro se puso por encima de Hense y tres más se arremolinaron
sobre la cabeza de Apocurimache y dos de sus fieles pacoris. Acto seguido, y
acompañando sus movimientos con alaridos espeluznantes, ingresaron en los
cuerpos de los conspiradores, poseyéndolos.
En ese momento, el Gran Jefe Inca soltó el quipu.
cd
Completando la oscura liturgia, las entidades atravesaron los poros
epidérmicos de sus anfitriones, convirtiéndose en los manipuladores huéspedes de
unos cuerpos que se sacudían como si estuvieran siendo alcanzados por
centellas.
Lenguas de luz dorada brotaron del pecho de Erich Hense y una
espiral de viento lo hizo girar sobre su propio eje a modo de un taladro humano.
Rayos lumínicos volvieron incandescente los ojos y la boca del alemán. Se había
convertido en una verdadera usina humana. Un sol metamorfoseado en
hombre.
En tanto el prodigio se llevaba a cabo, todos los poseídos
extendieron sus brazos a los costados del cuerpo adoptando una postura
cruciforme, crispando los dedos; sintiendo un calor infernal subiendo desde las
plantas de los pies hasta alcanzar la punta de los cabellos.
Ardían.
Una niebla fosforescente cubrió gran parte del lugar y cuando los
keros dejaron de sacudirse, Hense, sus soldados y los tres pacoris, habían adquirido un aspecto
extrañísimo.
Profundas ojera se hundían debajo sus ojos y miradas oscuras
brotaron de pupilas tan negras como el petróleo.
Se veían más altos que de costumbre. Más
corpulentos.
Distintos.
Ya no eran los mismos.
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27
RAYOS Y
CENTELLAS
Con la ropa a medio secar y protegido detrás de una muralla carcomida
por el paso del tiempo, Indy Jones no pudo evitar lanzar un resoplido de
sorpresa al ser el testigo —inadvertido— de los fabulosos sucesos que se
desarrollaban en la plaza.
Tenía que reconocer que se había equivocado; que en muchas
cuestiones referidas al Paititi se había dejado llevar por un racionalismo
excesivo, y que los rumores más inquietantes, a la postre, resultaban ciertos.
Mucho de lo que había negado en charlas y conferencias universitarias se
materializaba ante su azorada mirada. El asombro reacomodaba sus conocimientos
previos, confundiéndolo; obligando a que rescribiera mentalmente la historia que
lo acompañara a lo largo de casi toda una vida.
Una pesadilla se corporizaba a pocos metros. Un mítico ritual
cobraba realidad delante suyo. Lo inadmisible se volvía concreto. Las
misteriosas fuerzas de un pasado mal conocido cobraban vida y se hacían carne en
las personas menos indicadas.
De haber estado vivo, el propio Führer se hubiera sentido
feliz.
—¡Dios santo, esto es increíble! —murmuró Greg Deyermian con voz
entrecortada. —¡No puedo creer lo que estoy viendo!
Y en verdad no había palabras para definir todo
aquello.
Observar a Erich Hense convertido en un gladiador místico exultante
de poder, un verdadero instrumento de fuerzas que nadie entendía cabalmente,
producía un pavor que nacía de las vísceras.
Horror. El más primitivo y angustiante horror.
Fue en ese momento cuando Nautilius Goodman supo que tenía que
actuar; dejar ese lugar a toda costa; aprovechar el desconcierto de todos y
abandonar cuanto antes el ritual cúltico del que era testigo no participante. Su
situación de desventaja lo agobiaba y reconocía que sentía un profundo espanto.
La aparición de esas formas demoníacas superaban todas sus expectativas, a pesar
de haber sido un “creyente” y defensor apasionado de los misterios esotéricos
que tenía antes sus ojos. Pero él no controlaba la ceremonia. Carecía de todo
poder. Era un mero prisionero con los minutos contados. Hense monopolizaba el
mando y algo le decía que muy pronto el alemán tomaría venganza sobre su
persona, exponiéndolo a las fuerzas de las desconocidas entidades que manipulaba
y lo manipulaban.
No se equivocó.
Al menor movimiento del inglés, el poseído oficial germano le clavó
sus ojos vacíos de alma.
No hubo tiempo para nada.
No bien Goodman empujó con fuerza a su custodio Pacori y se dispuso
a huir, la cavernosa voz de Hense llegó a sus oídos:
—¡¡Goodman!!
Aterrado, Nautilius recogió la lanza que el indio había perdido con
el empellón y sin pensarlo se la lanzó al nazi con toda las fuerzas que pudo
imprimirle a los músculos del brazo. El artefacto salió despedido con una
velocidad pasmosa. Cortó el aire con un siseo y la punta afilada de piedra
atravesó el uniforme SS a la altura del estómago.
Hense ni se inmutó.
Se miró el abdomen herido. Esbozó una sonrisa. Observó a Goodman y
se quitó la lanza sin manifestar dolor.
No sangraba.
Un frió tentáculo de pavor le recorrió a Goodman el espinazo. Los
pelos de la nuca se le erizaron. Si le hubieran dado tiempo se habría puesto a
sollozar como un niño.
Pero no tuvo tiempo.
Hense estiró su brazo derecho en dirección del inglés. Gritó algo
en quechua e, inopinadamente, una escena repugnante se representó ante la mirada
de todos.
Goodman empezó a temblar como un flan. Un cosquilleo extraño le
recorrió el estómago y sintió que la cabeza le pesaba más de lo normal. Le
dolieron los ojos, los dedos, las piernas. Sintió un presión en las sienes y las
apretó con fuerzas para aliviarse, pero fue inútil. Un fuego interior empezó a
abrazarlo y entonces... sus intestinos estallaron.
La musculatura fláccida del abdomen se abrió como un libro viejo,
crujiendo y lanzando hacia delante una masa sanguinolenta de repugnante
apariencia.
Aun con vida, Goodman se observó a sí mismo; y con los últimos
segundos de conciencia que le quedaban se percató de que literalmente había
reventado.
Partido en dos, su cuerpo se desplomó en el suelo, manchando con
sangre, bilis y grasa derretida todo el entorno.
Robustiano sintió ganas de vomitar.
—¡Este es ahora el poder de mi legión! —exclamó Hense
ensoberbecido.
Greg se quedó mudo. No podía emitir sonido y su respiración se
aceleró tremendamente. A su lado, y pegando también la cara al piso, Indy se
agarró el sombrero para evitar que se le volara. Una fuerte brisa había empezado
a cruzar toda la plaza.
—Tenemos que salir de aquí —dijo.
—No es conveniente —contestó Deyermian luchando por mover sus
cuerdas vocales. —No ahora. Pueden oírnos, Indy...
—No podemos quedarnos. Corremos demasiados riesgos. Ese maldito
bastardo es una fuente de energía increíble.
—¿Qué propones?
—Volver a la selva. Esta muralla no nos esconderá por mucho
tiempo.
Apenas susurraban. Intercambiaban siseos prácticamente inaudibles.
Así todo, fue suficiente para que la hipersensibilidad de Erich Hense los
detectara, y obligara a todos los que participaban en la ceremonia a que
guardaran silencio. Fue como entrar en una cámara de vacío.
—Prepárate a seguir corriendo... —musitó Indy, acomodándose para
salvar su vida.
—¡¡Jones!! ¡¡Indiana Jones!! —aulló el alemán
volteándose hacia la muralla que protegía al arqueólogo, ubicada a unos cuarenta
metros de donde estaba parado. —¡¡Puedo escucharlo, doctor!! ¡¡Sé en
donde se esconde!! —y volvió a levantar el brazo en dirección de su
invisible oponente.
Un rayo de color azul se desprendió de la punta de sus dedos e
impactó contra el muro en ruinas. Como si fuera alcanzada por un cañonazo, la
pared estalló en mil pedazos.
Cuando la polvareda se disipó y los últimos trozos de piedras
terminaron de caer al piso, Indy y Greg ya no estaban.
cd
Las ceremonias eran parte de su cosmovisión. Había sido educado en la
vieja escuela nacionalsocialista del festejo patriótico y del culto
sagrado a los monumentos; sólo que siempre los había vivenciado del otro
lado del escenario, mezclado entre las fanatizadas masas que vivaban al
disertante, al elegido, al Führer.
Pero ahora las cosas eran distintas.
Lo había conseguido.
Finalmente, sobre él recaían todas las miradas, la admiración de
sus hombres y el terror de las mayorías. Él era el centro de la escena. A él
respetaban. Sin duda, aquello era el inicio de algo nuevo. Una renovada época
empezaba a inaugurarse.
Adaptándose a los profundos
cambios internos que lo volvían poderoso, Erich Hense no dejaba de reconocer su
sorpresa al tener enfrente suyo tanta riqueza acumulada en oro puro. La cámara
del tesoro, convertida en el inesperado escenario de un ritual pagano que le era
ajeno, resplandecía con sus piezas pulidas y montañas áureas.
Después de siglos, el mentado tesoro perdido de los incas, recibía
en su seno a más de un occidental a la vez; en este caso, a unos representantes
de ultramar devenidos en semidioses, cuya lengua materna era el
alemán.
El recinto era inmenso, más grande de lo que parecía a simple
vista; excavado en la tierra y totalmente tapizado con piedras perfectamente
recortados estilo imperial. Un domo cuyo techo abovedado se curvaba
exquisitamente hacia arriba, otorgándole una altura sorprendente y simulando un
gigantesco útero de roca.
Allí se acumulaban centenares de miles de toneladas de riquezas sin
igual que, por siglos, habían quedado fuera del alcance de la codicia europea y
del sentido económico que el hombre blanco. Comparativamente, para el inca su
valor era ritual. Su color dorado se asimilaba al reverenciado Inti, el sol; y
por analogía, acceder al oro era disminuir la distancia con el
Creador.
Todo parecía indicar que Hense era quien más cerca estaba.
Irradiaba omnipotencia. Con sólo mirarlo bastaba darse cuenta que su lado humano
—en caso de haberlo tenido alguna vez— se diluía en una esencia nueva, que lo
acercaba a la de un mítico héroe civilizador.
Sus hombres, de igual modo, demostraban un eufórico poder
desatendiendo el uso de las ametralladoras. Ya no les hacían falta. Podían mover
las cosas a distancia, manipulándolas con el sólo poder de sus deseos. En tanto
que Apocurimache, imbuido de esa mística energía, se movía como si fuera el
nuevo jefe supremo del Paititi.
Habían sido guiados por él a la cámara. Todavía los deseos de Hense
debían ser satisfechos. No convenía revertir el orden de mando en ese momento.
No faltarían oportunidades para ello. Primero tenía que asentarse en el trono
del Paititi, legitimar su fuerza y, sólo después, quitarse de encima a sus
circunstanciales aliados. Apocurimache se consideraba a sí mismo un hombre
sensato y, como tal, era suyo el don de la paciencia. Así todo, a pesar de su
cuota de poder, se sentía amedrentado por el inmenso disco solar que colgaba de
una de la paredes del recinto.
Tenía unos quince metros de diámetro y representaba el rostro de la
deidad máxima del antiguo panteón andino: Viracocha, El Primer
Hacedor.
Indy también se sorprendió al verlo. No se había percatado de su
presencia en la primera incursión a la cámara del tesoro. En realidad, no había
tomado conciencia real de las dimensiones de aquel depósito. Su paso subrepticio
por él fue circunstancial; pero ahora, subido sobre un alto terraplén de tierra,
fuera del alcance de la ominosa mirada de su enemigo, Indy y Greg repasaban, en
el más absoluto silencio, cada uno de
los detalles de lugar.
Había sido una suerte conocer la puerta trasera que se abría
en el sector de las terrazas agrícolas.
cd
Hense caminaba con parsimonia. De tanto en tanto movía sus manos y
los objetos cambiaban de lugar como si fueran accionados a control remoto. No
quería abusar de esos poderes. En el fondo creía que de hacerlo éstos se
agotarían. Pero se equivocaba. Eran inagotables, como el oro que se acumulaba
aquí y allá.
—El IV Reich ya es un hecho, caballeros —dijo ensimismado
ante tantos recursos económicos. —Con estas riquezas reconstruiremos al estado
Nacionalsocialista que nos legó nuestro admirado Führer y con los poderes que
poseemos ya nada ni nadie podrá detenernos. ¡No habrá una tercera rendición!
¡estamos ante el umbral de la más fabulosa victoria que la raza aria haya inaugurado jamás! ¡Seremos
invencibles!
Un hilo de pasmo le recorrió a Indy la nuca y, antes de que su
compañero dijera nada, se llevó el dedo índice a los labios, conminándolo a no
emitir sonido.
—Mañana mismo —sentenció el alemán —empezaremos a cargar, de
alguna, forma parte de esta fortuna. No hay tiempo qué perder.
No bien terminó el enunciado, el Gran Inca prisionero se adelantó
unos pasos y le dijo en quechua:
—¡Nada de lo que hay en este lugar puede
abandonarlo!
Hense comprendió perfectamente. La lengua local, que antes del
ritual desconocía, era ahora como su segundo idioma.
—¡Me llevaré lo que se me antoje! —dictó con ironía. —¡No puedes
impedírmelo, viejo decrépito! —y tomándolo por el cuello lo levantó como a una
pluma. Dos segundos después lo sacudió hacia un costado, arrojándolo contra una
colección bellísima de cacharros dorados.
El Gran Inca quedó tendido de espaldas, inmóvil, con la mano
derecha extendida y el sagrado quipu de oro enredado entre sus
dedos.
Desde lo alto del terraplén, Indy enfocó su atención en aquel
manojo de cuerdas brillantes y codeó a Deyermian.
No pudo contener sus palabras.
—Hay que recuperar ese artefacto —dijo.
Bastó sólo eso para que Hense se percatara de su presencia y
elevara sus nuevas y oscuras pupilas hacia el arqueólogo.
—¡Maldito seas! —profirió con vos de trueno y con sólo desearlo una
lengua de luz concentrada, de energía pura, se desplegó de la punta de sus dedos
hasta impactar contra el terraplén en el que Indy y Greg apoyaban su
peso.
La superficie vibró. Sendas chispas estallaron en mil direcciones,
entremezcladas con tierra y piedras. El piso se resquebrajó y antes de que
pudieran sostenerse de algo, Jones y Deyermian sintieron cómo caían desde los
alto en dirección al alemán.
El ruido fue infernal. Un alud de escombros los arrastró hasta
abajo, amortiguando en algo la caída.
Indy aterrizó de costado y antes de que Hense le lanzara una
segunda descarga, giró como un trompo. Una nueva explosión lanzó residuos para
todos lados dejando abierto un cráter de proporciones, donde hacia décimos de
segundos estuviera el cuerpo de Jones.
En medio de la polvaredera levantada, Indy divisó la mano abierta
del Hatun Apu Paykikin Pacha y en su palma el quipu de
oro.
Lo tenía muy cerca,
Estiró su brazo y lo agarró.
¿Qué hacer ahora? ¿Por qué había pensado en ese
objeto? ¿Tendría éste el poder suficiente para detener al nazi? Una
idea le cruzó la mente: “Todo aquello que te da algo, te lo quita más
tarde”. Era una vieja máxima oriental. ¿Sería
cierta?
Se reincorporó de un salto. Tenía el quipu muy bien agarrado.
Permaneció de pie, cara a cara, frente a Hense.
Se odiaban.
—¡Voy a destruir esta cosa si sigue insistiendo con sus ataques!
—gritó sujetando las cuerdas, amenazando con partirla en varias
partes.
Hense se detuvo.
—¿Cuánto cree que pueda resistir, doctor Jones? —preguntó con
sarcasmo. —No mucho tiempo. Es conveniente que se rinda y deje de lado sus
actitudes de héroe adolescente. Deme ese quipu...
—¡No se lo daré, maldito hijo de perra! ¡Voy a arruinarle todos sus
planes!
—Está loco, Jones. Usted bien sabe que esta vez no saldrá con vida
de este lugar.
Los seis soldados de Odessa rodearon al arqueólogo. Greg, ubicado
detrás de Indy, trató de buscar resguardo.
—Puedo asegurarle, doctor Jones, que si le hace daño a ese
instrumento ritual me encargaré personalmente de hacerlo sufrir
mucho.
—Lo hará de todos modos...
—En eso tiene razón —respondió riendo.
Fue una levísima inflexión en el tono de voz del germano la que le
anunció a Indy que debía reaccionar cuanto antes. En ese mismísimo
instante.
Estrujó con fuerza el quipu y clamó a los cuatro vientos en
quechua:
—¡Taytay mascamuch-kaykim! [¡Oh, Señor te estoy buscando!]
¡Ari camacchicucc, mañay tiray samka maki kauri! [¡Tú, El que Manda y
Ordena, ruego le arranques el terror de las manos a este monstruo!].
¡Waqtay! [¡Golpéalo!]. ¡¡Qespichii!!
[¡Libéranos!].
Robustiano, que había permanecido al margen de todo el asunto hasta
ese momento, cuidando no hacerse notar demasiado, salió corriendo despavorido;
pero el sobresalto de uno de los soldados le tronchó la huida lanzándole un rayo
que lo atravesó a la altura del estómago.
Humeante, el peruano se derrumbó sobre un montículo de
oro.
Ajeno a los detalles, Indy seguía aferrando el quipu cual un
náufrago abraza su salvavidas.
Nada había cambiado. No experimentaba ninguna sensación extraña.
Todo seguía igual. Mentalmente se preguntó si la frase de poder era en
verdad efectiva, incluso si la había pronunciado
correctamente.
Parado frente a diez personajes exultantes de poderío mágico y un
Erich Hense metamorfoseado por él, el arqueólogo se sintió un idiota. Había
jugado todas sus cartas. Todo por el todo. Y verse a sí mismo, allí, apretando
esas cuerdas anudadas sin tener absoluta certeza, ni plena fe, en el poder de la
reliquia, hicieron que se arrepintiera
de su osadía. Pero... ¿qué otra opción tenía? Había confiado en sus
conocimientos y dejado que la intuición hiciera el resto. Ahora estaba a merced
del quipu. Su vida, la de Greg y la millones de seres humanos dependían de ese
objeto sagrado.
Apocurimache caminó en su dirección. Sus fuertes pómulos se le
marcaron en el rostro desangelado de gigante asesino y cuando tuvo al arqueólogo
a tiro, estiró su brazo y lo tomó por el hombro.
El apretón fue increíblemente fuerte. Poderoso.
Doloroso.
Indy bramó entremezclando sufrimiento y rabia. Entonces
ocurrió.
Una poderosa descarga eléctrica quemó la mano del pacori,
obligándolo a que la retirara en el acto. Chilló. Pero eso no fue todo. Cuando
se miró la extremidad dañada advirtió que los dedos parecían brillar desde
adentro. Recién en ese instante experimentó la primera ola de
dolor.
Todo el brazo se le prendió fuego, carcomido por lo que parecía
lava. Cada una de las venas se le hincharon a causa del calor que las recorría y
todo el cuerpo se hinchó.
Hense retrocedió sorprendidísimo. El resto de los secuaces se
detuvieron en seco, sin poder quitarle los ojos al aborigen.
Apocurimache aulló invadido por el terror.
Indy dio un paso hacia atrás y aferró el quipu con mucha más
fuerza.
Al segundo, el pacori estalló como un globo.
Fue algo repugnante. Sus pedazos ensangrentados embadurnaron a
todos los que lo rodeaban.
Hense escupió al suelo. Greg se secó la frente. Indy advirtió que
una mancha roja había chocado contra la copa de su sombrero fedora. Todo el
resto se quedó estupefacto. Nadie advirtió que el viejo Hatun Apu Paykikin
Pacha se había reincorporado, estirándole la mano a Indy
Jones.
—¡Démelo! —ordenó en quechua y sin titubear el arqueólogo
obedeció.
Las manos del anciano se movieron con inusitada velocidad. Tocó
varios nudos. Los unió y volvió a separar. Parecía estar rezando un rosario. La
única diferencia sustancial era que la frase de poder que masticaba casi en
silencio estaba dicha en un idioma desconocido: el idioma secreto de los reyes
incas.
Hense se volvió hacia Jones. Sus ojos estaban muertos. Eran cuencas
vacías de vida interior. Meros agujeros negros rellenos de codicia, maldad y
ansias de revancha.
—¡¡No volverá a pasar!! —aulló como un loco. —¡¡No
volverá a pasar!! —y apuntó con su mano directamente a la cabeza de
Indy.
En ese preciso instante, el disco solar de Viracocha desprendió un
fogonazo enceguecedor y toda la cámara se iluminó de un blanco. Era como ver una
fotografía en negativo. Las siluetas se sacudieron dentro de esa explosión
lumínica.
Indy se tiró al piso. Era lo más parecido a las pruebas atómicas
que había visto en su vida.
Los cuerpos de Hense y sus esbirros detonaron como súper novas en
miniatura. Sus carnes consumidas se volatilizaron, mezclándose con el blanco de
los huesos hechos polvo.
En segundos la cámara del tesoro quedó en silencio y la débil luz
de sus antorchas volvieron a titilar en la superficie dorada del oro
almacenado.
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28
EL NÉCTAR DE LOS
DIOSES
El trono volvía a ser suyo y su dignidad restaurada; y aunque ya nada
volvería a ser como antes, el Hatun Apu Paykikin Pacha se sentía
satisfecho. Su porte de Señor lo enaltecía y como Curaca Máximo de
esa región del mundo, podía y debía dar las ordenes más sabias en beneficio de
su pueblo.
Y ya las había tomado.
Su sentencia era un hecho irrevocable: perdonaría la vida de Indy y
Greg.
—Confiaste en mí en el momento más difícil —le dijo, teniéndolos
delante suyo en el centro del hall principal de su palacio. —Defendiste a mi
pueblo de los usurpadores y arriesgaste tu propia vida cuando yo no pude
arriesgar la mía. Eres un hombre digno, Allillachu Indiana. Por
eso, tú y tu compañero podrán abandonar la ciudad hoy mismo.
—Te lo agradezco, Gran Señor. —replicó Indy inclinándose
levemente.
—Pero hay algo que quiero que jures antes de
partir.
—Escucho con atención.
—Quiero que jamás reveles la existencia de esta ciudad y para ello
debes someterte a una prueba final.
—Tienes mi palabra respecto del primer punto, pero ¿a qué te
refieres con “prueba final”?
—A un nuevo acto de confianza: olvidar todo lo que vivieron
aquí.
—¿Cómo olvidarlo? Será difícil, Oh Gran señor.
—Tenemos un método para ello: la ingesta de cierta bebida. ¿Lo
harán?
Indy le tradujo a Greg el requerimiento.
—¿Tú crees que esa cosa podrá tener resultados efectivos? —inquirió
el inglés.
—No lo sé. Pero es la condición que nos imponen para poder
regresar.
—En ese caso, ¿qué otra opción hay, Indy?
—Creo que ninguna. Tenemos que aceptar. Quiero volver a casa cuanto
antes.
—En ese caso, que preparen las copas...
Indy se volvió hacia Monarca y accedió sin
vueltas.
—Otra buena decisión —sentenció el inca. —No se arrepentirán. De
todos modos, la mente siempre guardará resabios de sus experiencias; pero
surgirán en sueños y sin certezas absolutas. Nada de lo que hay en este lugar
podrá ser llevado. Por otro lado, en pocas lunas ya no quedará nadie en la
ciudadela.
Indy fijó la mirada en la de su anfitrión.
—¿A qué se refiere?
—Todos abandonaremos esta parte de la selva. Nos retiraremos mucho
más adentro, a otras ciudades.
—Entonces es cierto.... ¿hay más? ¡El viejo Ñaupapukuy me lo dijo
antes de que lo mataran!
—Si lo dijo, no estaba autorizado a hacerlo. De todos modos es
verdad. El Reino del Gran Paititi no está formado sólo por esta llacta.
Somos muchos. Más de lo que ustedes creen. Nuestras ciudades superan la
docena.
—Y tu... ¿quién eres?
—Un Huacacamayoc. El encargado de una huaca, de un sitio sagrado.
Un rey más, dedicado al cuidado de los cultos; velando que los dioses estén
siempre bien atendidos.
—Entonces... ¿por qué te titulas Hatun Apu Paykikin Pacha?
¿Por qué te llamas Gran Señor del Universo del Paititi?
—Porque así me ha dicho que me llamo.
—¿Quién?
—El Señor del Mundo. El que protejo. El dueño de la resistencia. El
futuro elegido que regresará algún día a imponer otra vez lo que los españoles
destruyeron hace más de cuatrocientos años.
—¿Y dónde está él?
—Adentro, en la selva. En el verdadero Paititi. En un lugar que no
limita con ningún otro.
Indy se acomodó el fedora. Tomó coraje y
respondió:
—Estamos listos.
Pocos minutos después dos sirvientes huachipaires ingresaron al
palacio con sendos cuencos de madera, llenos de un néctar
extraño.
Sin pensarlo dos veces, se lo llevaron a la boca y
bebieron.
Un alud de inconciencia cayó sobre
ellos.
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EPÍLOGO
Despertaron a unos kilómetros del Cusco, en las inmediaciones de un
humilde pueblo de casas de adobe; una mera aglomeración de familias campesinas,
que los habían encontrado inconscientes en el borde mismo de la selva. Allí,
rodeados de la gentileza y generosidad lugareña, combatieron con éxito un
avanzado estado de deshidratación y recuperaron en 72 horas las fuerzas
perdidas. Transcurrido ese lapso, viajaron a caballo hasta la capital
departamental, sin despertar la atención de nadie. En pocos días tramitaron la
salida del país con la ayuda de sus respectivos consulados. Llamaron por
teléfono al doctor Miguel Ballón y lo tranquilizaron: estaban de regreso sanos y
salvos. En algún otro momento, con más tiempo y sin tantas presiones, charlarían
sobre la experiencia en la meseta de Pantiacolla. El viejo profesor no pudo
sentir más que alivio.
—Me alegra escuchar tu voz, muchacho —había respondido—. Creí que
estaban muertos. Cuando el cadáver de esa chica rusa apareció flotando en el
Urubamba, imaginé lo peor.
Efectivamente, Verónica Martinova había sido asesinada; acuchillada
por un demente de ultraderecha que decía ser miembro de una secta secreta que
protegía al Paititi. La noticia sorprendió a Indy y al principio, sintió una
profunda culpa. Habían dejado a la muchacha herida en una choza, sin la
protección necesaria y con un desconocido. Greg se lamentó por la tragedia.
Pero, ¿qué otra opción habían tenido entonces?
Fue el representante del Servicio Secreto Inglés —que los atendiera
en el consulado— el que les aclaró los detalles del deceso. No eran ellos, ni su
negligencia, los responsables de la muerte. La joven espía soviética se había
recuperado muy bien del accidente en una clínica de la ciudad. Su asesino la
sorprendió mientras organizaba una expedición a la jungla, varios días después
de haber sido dada de alta. Era un loco, que al ser atrapado por la policía,
denunció tener conocimiento de una conspiración internacional en la que
neo-nazis y agentes encubiertos de la KGB competían por conseguir una extraña
fuente de poder perdida en la selva.
—¡Un delirio de cabo a rabo! —había exclamado el funcionario
británico—. Pero es lo que ese tipo declaró y aún mantiene. Por otra parte, los
papeles que encontramos en el hostal donde la chica se alojaba demostraron que
ella estaba tras los pasos del asesino de un espía ruso llamado Morishnikov, muerto en Londres hace unas
semanas. No hay nada místico en un crimen de ese tipo —rió—. Sólo guerra fría.
Lo que si lamentamos, doctor Jones, es haber gastado tanto dinero en su fallida
expedición. El agente Wilow les manda a ambos un cordial
saludo.
Finalmente, consumados los trámites administrativos e instalados ya
en las butacas del Constelation que los llevaba a Nueva York, Indy miró
distendidamente a su compañero.
Gregory Deyermian se veía demacrado. Había adelgazado unos diez
kilos y las cuencas de sus ojos estaban hundidas, demostrando que el cansancio
todavía se escondía en alguna parte de su cuerpo.
—¿Qué te pasa? —inquirió el inglés al sentirse
observado.
—Nada, sólo pensaba.
—¿En qué?
—En los muchos días que perdimos en la selva y de los cuales no
recordamos absolutamente nada.
—Ya se aclararán las cosas cuando estemos más relajados y
tranquilos.
—¿Tú crees?
Greg levantó las cejas sin tener demasiada confianza en sus propias
palabras.
—Tengo la cabeza muy revuelta, Indy. Imágenes inconexas que ya no
distingo si son realidad o parte de un sueño.
—Ya cotejamos esas imágenes, ¿recuerdas? —musitó Jones—. Y sigo sin
comprender cómo dos personas pueden haber soñado exactamente los mismos
detalles.
—Quizás con un poco de hipnosis podamos aclarar eso... No lo sé,
amigo mío.
Indy se asomó por la ventanilla del avión. Volaban por encima de la
colosal Cordillera de los Andes con dirección oeste. En pocos minutos, la selva
amazónica tapizó la superficie de la tierra.
—Un infierno verde... —murmuró observando ese desborde salvaje e
indomable de vegetación.
Greg también aproximó su cara a la ventanilla.
—¿Crees que Hense y Goodman puedan haber salido de ahí?
—inquirió.
Jones torció la boca en un gesto sarcástico y la cicatriz de su
mentón se le marcó con nitidez.
—Espero que no —respondió. Se recostó en el asiento, se tapó los
ojos con el ala delantera del sombrero y aflojó su corbata—. Trata de dormir,
aprovecha —dijo—. Tenemos un largo viaje por delante.
Pero él no se durmió con facilidad.
Su mente siguió vagando por un territorio de indómitas imágenes
incoherentes, en las que se mezclaban ramas, rocas, edificios y estallidos de
luz.
Iba a resolver ese enigma.
La exploración se volvía ahora una búsqueda
interior.
Y tenía algo por donde empezar.
Algo que guardaba en el bolsillo de su chaqueta.
Un pequeño objeto.
Un misterioso souvenir producto del amor
conyugal.
Un camafeo de marfil.
El camafeo Fawcett.
FIN
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