LA SELVA DEL
PAITITI
Por
No es casual que el escenarios de la búsqueda siga siendo la selva.
Una selva hembra.
Caliente.
Húmeda.
Contenedora.
Generatriz.
Casi un útero. Una selva madre.
Centrípeta.
Convocante y ambivalente. Infernal y paradisíaca al
mismo tiempo. Mortal y sanadora.
Farmacia
universal, curativa.
Emponzoñada.
Espacio del encanto y del imaginario más desenfrenado.
Fogón creativo de mil mitos, fantasías, monstruos y utopías.
Quinientos años después del arribo español, la selva
sigue despertando el mismo desparpajo, la misma sorpresa. El mismo misterio. A
la “gran mata” continúan proyectándose elementos propios de un imaginario de
estructuras duras. Espacio demiúrgico. Cuna de la humanidad según los primeros
miembros de la iglesia católica que pisaron suelo americano. Paraíso terrenal.
Lugar de creación. Verdor vital. Marco natural de una primigenia Edad de Oro.
Edad de equilibrio, bondad y ocio eterno. Edén sanador, tanto del alma como del
cuerpo. Rincón divino de iluminación. Sin tiempo, sin taxonomías, sin
individuos. Estadio primal del hombre y de su conciencia.
En ella, en la selva, era posible retrotraerse al
instante en que chispa de Dios daba origen a todo. Una totalidad perfecta,
inmóvil, conservadora, sin fisuras. La perfecta esencia de la creación. Enemiga
de la curiosidad, del cambio, de lo relativo. Fluido maternal. Eso es la
floresta. Enramada de seguridad divina pero, a la vez, topos de inestabilidad
capaz de transformarse en infierno en un solo segundo. Un infierno verde,
enmarañado, retorcido, producto de la impertinencia humana. Escenario de la
caída.
Cinco siglos después, en esa misma selva sudamericana,
la reeditada mentalidad medieval de la New
Age, sigue buscando lo mismo. Prosigue en la búsqueda de lo que se perdió
para siempre: la ligazón hierofánica con la vida. La naturaleza como
manifestación de lo divino. La selva hecha dios, según los mitos.
Pero en América, la fulgurante Edad de Oro transmutó en
El Dorado, en el Paititi; y la pesquisa se volvió un tanto más material, más
concreta. Aurífera. El oro desplazó al mito de la Biblia. Hizo a un lado al
mito intelectual de los teólogos e impuso otro: el de los conquistadores
analfabetos y codiciosos. Un mito producto de la necesidad, del mayorazgo. Un
sueño de oro puro, de riquezas inconmensurables, derivado e la bastardía y los
segundones. Un oro renacentista, moderno, racional; cada día más alejado del
medieval gusto por lo estático. Una leyenda nueva que incitaba al pecado, a la
codicia y al cambio.
Selva indomesticada ajena al accionar de la divinidad.
Augurio de caída y perdición. Inicio de la terrenalidad sin paraíso. Selva
profana que niega sus dádivas, exige sacrificios, dolor, transpiración y
trabajo. Floresta máxima que esconde, desde entonces, sus riquezas, su oro, sus
tesoros. Lo que antes daba, ahora lo quita. Lo que se tomaba, se prohíbe. Y la
seguridad de un pasado idealizado se vuelve insegura. Porque algo es cierto:
desde entonces todo pasado fue mejor y lo que hoy es instructivo, peligroso,
difícil, trabado, era antes apertura pura, accesibilidad absoluta.
Con la conquista de lo moderno el Edén se convirtió en
infierno.
La selva es el nuevo escenario de la aventura, ajena a
la mediocridad de todos los días. Plataforma ególatra de simuladores. Telón de
fondo de reportajes impactantes. De exotismo exagerado. Empaquetado.
Comercializable. Aventura editada. Ornada por 300 años de literatura de
exploración y películas, más recientemente. Romantización de trances difíciles.
Muerte domesticada. Cartelera de fama efímera. Catalizador de una imaginación
desenfrenada que borra el aburrimiento y el cansancio. Que resume todo en un
segundo, machete en mano, como si la aventura fuera sólo eso. Una foto. Un
instante apenas.
Perfecta y emotiva síntesis de un todo que no siempre es
tan atractivo ni entretenido como se lo muestra.
La selva como escenario. Como reincidente objeto de la
televisión. Como lugar de una metamorfosis mediática, no del todo genuina.
Porque esos segundos delante de la pantalla es el verdadero oro que se persigue.
El único. El oro que permitirá conseguir apoyo, subsidios, sponsors, para
alcanzar el otro. El que no existe. El que es leyenda. Mito. Sueño. El oro del
Paititi.
La selva devora la condición urbana y ciudadana de aquel
que se interna en ella. Se come su identidad, como se comió la del inglés P.H.
Fawcett en 1925, transformándolo en leyenda. Lo mismo pasó con muchas
instalaciones (tambos, fortificaciones, ciudadelas) de origen inca. Y el
Paititi es el ejemplo más sintomático.
Por otro lado, la selva tiene algo de alquímica.
Convierte a la historia en mito, en rumor. Y esta operación, varias veces
centenaria, encuentra en el oriente del Cusco su gran caldo de cultivo. Su gran
catalizador. La Amazonía surge como cuna (según algunos estudiosos) de la
civilización andina o (según otros) como postrero destino de un imperio
invadido por España. Más que cuna, sarcófago de un Estado, el incaico, que vio morirse, diluirse, mestizarse entre las
decenas de etnias selváticas, muchas de las cuales, hoy, aseguran el misterio
cuando afirman descender directamente de los señores del Cusco.
Prosapia olvidada. Linaje hecho enigma. Satélites de un
Paititi que no termina nunca de concretarse; que se vuelve ubicuo al no ser encontrado
o identificado con precisión.
Cual astrónomos que, a distancia, detectan por la fuerza
gravitacional de algún cuerpo celeste (invisible a los ojos) la existencia de
planetas, a miles de años luz de la Tierra, algunos investigadores creen que esas
tribus del oriente peruano preanuncian, tal vez, la existencia de la mítica
“ciudad” que la selva volvió de oro, convirtiéndola en un sitio de iniciación y
misterios. Incluso en los días de los incas, la floresta exudaba esa condición
mágica que la volvió tierra de chamanes.
Deseada y temida. Ambivalente, como muchas otras cosas
en el universo de la cosmovisión andina, a la selva se proyectaron lo bueno y
lo malo. Lo deseado y lo rechazado. Así todo, cuando fue necesario, hacia ella
dirigieron sus sandalias. En ella se escondieron y buscaron la independencia
que la entrada en la historia occidental les había quitado.
Zona de refugio. Zona de frontera y, como tal, zona de
mitos y mentiras. De confusión. De tácticas de dispersión y guerrillas.
La selva es sinónimo de plumas, de color, de pájaros. Es
el exotismo vuelto ave. El sonido convertido en mono, en guacamayo y en jaguar.
El aire transmutado en niebla. Es humedad y cansancio. Contraste climático.
Temperaturas impensadas. Impiadosas. Terreno difícil y fragoso, decían los
españoles en sus crónicas, mientras buscaban El Dorado en su seno.
Y no se equivocaron.
La selva es difícil y fragosa. Complicada y, aún así,
capaz de enamorar a todos. Es un escenario que fascina y engaña, igual de una
mujer perversa y traidora.
En ella la humanidad proyecta sus miserias y también sus
ensoñaciones. Por momentos es el contexto “natural” del salvajismo. Del
caníbal. Del primitivismo anclado en el tiempo. La antítesis de lo civilizado,
de lo culto. La barbarie frente a la civilización, como diría Sarmiento. La
materialización del eurocentrismo en palabras. Y también del etnocentrismo
incaico, puesto que ellos veían en los chunchos amazónicos las mismas
condiciones.
Receptáculo de huesos de cientos de generaciones, la
selva conserva hasta el día de hoy una fauna humana original, en parte
desconocida o no contactada. Fogón de alteridad al que el racismo sigue
acudiendo para representar eso que tanto odian y temen: “el otro”.
Porque la selva es “lo otro”. Es el tablón donde esos
“otros” siguen representando la comedia trágica que es la vida.
Paraíso cerrado. Infierno por momentos permeable, capaz
de mandar a sus demonios y “familiares” contra el imperio civilizado de la
sierra. Capaz de frenarlo, obligarlo a pactar o bajar la guardia. A respetar la
autonomía de la está orgulloso. Laberinto salvaje de vegetación desenfrenada,
escenario móvil, cambiante. Guarida de la resistencia contra el inca y más
tarde contra la península de ultramar. El otro invasor. El ajeno. El que convirtió
la selva en infierno y lo pobló de diablos con cuernos y tridentes, como los de
las catedrales europeas. El que los combatió con una furia nominativa
desconocida, cambiándole el nombre a los ríos, valles, cerros y llanuras. Los
santificó al catalogarlos bajo el signo de la cruz. Una especie de exorcismo
geográfico a escala continental.
Selva. Virgen sádica que los alucinó a todos. Los
embriagó de sueños dorados. Los atrajo con sus cantos de sirena y los ahogó.
Los consumió y envió al olvido. Selva cruel. Selva de desdibujó identidades,
fortaleciendo otras. Las propias. Las amazónicas. La de los chunchos, que
resistieron (resisten) una embestida imperialista que aún perdura.
Doradas selvas del Paititi. Proveedora de contrastes. De
chunchos, mojos, ameshas y pilcozones, chipanas y manaris. Amazónicas tribus
que, sin proponérselo, contribuyeron a construir las débiles bases de una
identidad andina, quechua parlante, serrana, qosqoruna, que (paradójicamente)
terminó diluyéndose más tarde en esa misma jungla que le había dado sentido
propio y una homogeneidad esporádica, de apenas 95 años.
Selva abastecedora de exotismo y diversidad de animales
y maderas, algodón, maní y veneno, miel, ají, frutas y coca (planta sagrada que
marcaba los límites expansivos del Tahuantinsuyo). Almacén infinito de
fronteras indefinidas y caminos inseguros por los cuales, tras la invasión
peninsular, los señores del Cusco buscaron su propia seguridad. Su refugio en
la espesura del bosque húmedo.
Ambivalente, contradictoria, contrastante y dual.
Heterogénea, diversa y a la vez monolítica, indomable y “salvaje”. Muralla
natural y cultural, protagonista de una historia mal escrita, llena de baches y
agujeros negros. Libro inconcluso de cuyas páginas sólo intuimos unos pocos
sucesos y gestas que se pierden en el olvido y se mezclan con el mito en un
todo indefinido y caótico en donde, recién ahora, podemos empezar a conocer
algunas de sus tramas.
Historia en jirones. Historia para armar. Piezas
dispersas de un rompecabezas inmenso en el que petroglifos, restos de
ciudadelas, antiguos canales, caminos, tierra roturada, cerámica e instrumentos
de piedra, no terminan de encajar, despertando preguntas que tal vez nunca sean
respondidas con absoluta seguridad, quedando en el anodino mundo de la
hipótesis.
Conglomerado de ramas, árboles, enredaderas, flores y
arbustos, hojas y lianas, musgos y líquenes. Así se nos presenta la Amazonía.
Llena de enigmas. Potencia absoluta. En su espesura todo es posible. Desde la
existencia de comunidades sin contacto con el “hombre blanco”, hasta el (muy
poco probable) pastoreo de mapinguaries,
remanentes prehistóricos (¡vivos!) de perezosos gigantes, en los que mucha
gente cree (especialmente en la zona brasilera).
La selva da para todo. Estimula la imaginación y el
delirio. Se puebla de “energías”, que el lenguaje esotérico interpreta de mil
formas, facilitando el despliegue de las más estrambóticas ilusiones, indicios
de una época de crisis, de profundos cambios e inseguridad. Es llamativo
observar cómo tras la debacle del relato cristiano, del proyecto iluminista,
del marxismo o de la idea de progreso que siguió alimentando el modelo
neoliberal, la selva continúa siendo el refugio de las mentes desamparadas. El
bastión, la última Masada, de la esperanza. El Edén redescubierto en donde
todavía es posible volver a contactar con la naturaleza del mismo modo en que
lo hacíamos durante la lejana Edad de Oro.
Síntomas de un capitalismo hipócrita disfrazado de
ecologismo, que pretende subsanar nuestro complejo de culpa al sabernos
responsables de la destrucción de buena parte de esa selva reina. Ecologismo barato. Loable, pero inútil (al menos en el
discurso generalizado de los medios, que se encargan de anunciar un futuro
apocalíptico, de desiertos, contaminación y agonía selvática).
Pulmón pantagruélico. Respirador del mundo. Fuente de
oxígeno y de pureza. Eso también es la selva. Un imperio que la imaginación
condena pero, que a larga, terminará imponiéndose. Porque si esos vaticinios
pesimistas en verdad se cumplen, ella,
recolonizará lo que le es propio. Y así, reverdecida, editará otra vez ese
paraíso primigenio; y el hombre, sin tecnología, quedará sumido y empequeñecido
por el poder de sus dones.
Pero todo esto es pura especulación. Fantasías
apocalípticas. Elucubraciones de la mente asustada que, huérfana de Progreso,
vuelve a ver en la selva el futuro. Uno muy distinto al que imaginaron los
positivistas del siglo XIX.
Ya sea como espacio extractivo, económico, zona de
refugio o de ceremonias iniciáticas, la selva se nos presenta como el lugar ideal de la alteridad y lo maravilloso. Escenarios de cuentos, leyendas populares y aventuras
(muchas veces exageradas), a ella hemos trasladado, a lo largo de los siglos,
anhelos, monstruos y pesadillas, aspiraciones de riqueza fácil y deseos roussonianos de vuelta a la naturaleza.
Por momentos la selva cobra vida propia, premiando o castigando a sus
circunstanciales invasores por intermedio de seres y personajes que la
secularización nacionalista terminó convirtiendo en supersticiones. Aún así, no
las desechó del todo. Sus límites señalan el fin de un mundo y el inicio de
otro. Uno en el que la vacilación
intelectual y los sentidos le confieren al ser humano un lugar subalterno. Un
rol en el que la vieja premisa de ser “los reyes de la creación” se desvanece,
retrotrayéndonos a una situación holística (diría la New Age) en el que se ve a sí mismo como una parte más del entorno,
descubriendo su inferioridad frente a una “creación” que lo domina y convierte
en el más humilde de sus vasallos.
Así es la selva.
Atractiva y repulsiva.
Espacio referencial del imaginario colectivo en perpetua
elaboración. Universo predilecto de la plausibilidad, ya que dentro de sus
límites todo es posible. En su entorno (real e imaginado) es donde (desde el
siglo XVI) se sigue recreando la figura arquetípica del “explorer” y practicando las expediciones que “Lo” buscan.
Porque en el centro de esa selva, y a modo de un
singular sistema heliocéntrico, sigue estando el Paititi.
FJSR
sotopaikikin@hotmail.com
Julio 2012
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