Gran Hotel
Viena
Domesticación del paisaje, vida cotidiana y turismo Una aproximación a su “edad dorada” (1964-1980)Por Fernando Jorge Soto Roland Profesor en Historia por la Universidad Nacional de Mar del Plata |
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Introducción
Desde su
construcción, llevada a cabo por etapas entre 1938 y 1945, el Gran
Hotel Viena mantuvo con el pueblo de Miramar (Córdoba) una relación muy
particular que fue cambiando con el paso del tiempo y contribuyó, sin
proponérselo deliberadamente, al establecimiento de ciertas pautas culturales
(individuales y colectivas) que hoy reconocemos casi como «naturales».
La configuración de
un espacio propicio para el turismo y el nacimiento de Miramar como centro
balneario y terapéutico de fama nacional e internacional, no resultó ajeno a las
vicisitudes que se dieron en el emprendimiento comercial que nos ocupa. El
Gran Viena (o «El Viena», a secas) resultó ser un
verdadero catalizador en la transformación de las costumbres y fueron dentro de
sus sólidos muros de ladrillo y concreto donde tomaron forma gestos y hábitos
que definen la esencia contemporánea del veraneante y las vacaciones, tal como
hoy son practicadas.
Es ésta una historia
difícil de explicar. Sólo puede entenderse a través del análisis de las
fotografías antiguas que quedan, la tradicional oral y los escasos documentos
que hay del hotel. Es una historia subsidiaria de otras historias, como la del
cuerpo, la del ocio o la del imaginario social. Su recorrido no fue lineal y eso
complica más la tarea del historiador. Resistencias, permanencias y cambios se
superponen como las tejas de un techo y el relato —indispensable herramienta de
la Historia— se vuelve un tanto vago e impreciso por tener que conciliar las
variadas tendencias que se dieron simultáneamente, sin poder fijar de manera
taxativa un origen cronológico exacto. Como señalara José P. Barrán: «En la historia de la cultura las fechas que
delimitan períodos son casi fantasías. Y sin embargo, la Historia necesita
siempre de marcos cronológicos que, a pesar de su arbitrariedad, permiten
entrever su sustancia, el tiempo».[1]
En las páginas que
siguen intentaremos reconstruir la vida del turista en el Gran
Hotel Viena y de cómo éste contribuyó a la construcción de una práctica
convertida hoy en «industria sin
humo». Asimismo, realizaremos una breve aproximación a la historia de la
apropiación del paisaje y la invención de la playa, los balnearios y la costa
como productos culturales, dentro del contexto general del siglo XX,
especialmente entre 1964 y 1980 (años que Noemí Wallingre considera son parte
del denominado Turismo Industrial
Maduro).[2]
¿Qué es lo que hacían
los huéspedes durante su estadía en el Gran
Viena? ¿Cómo ayudaron a construir una práctica —la del turismo— que se
volvía masiva a medida que avanzaba el siglo? ¿Qué cambios fueron los que ellos
protagonizaron? ¿Cómo se relacionaron con la naturaleza circundante, con la
laguna y la planicie, con la soledad, las sequías y las inundaciones? ¿De qué
manera reconvirtieron todo eso, transformándolo en “paisaje”? ¿Qué nuevos gestos
y actitudes los diferenciaron de los primeros y elitistas turistas de fines del
siglo XIX y principios del XX? ¿Qué nuevos goces impusieron?
Como escenario de
cambios y resistencias, el Gran Hotel Viena resulta ser una
excelente vía de análisis de ésas y otras transformaciones. Porque más allá de
los nazis, los criminales de guerra y las leyendas urbanas de fantasmas que hoy
circulan alimentadas por su ruina y decadencia, está la gente que lo habitó y
disfrutó, que trabajó en él, que lo amplió y mantuvo, colaborando en la
transformación no sólo estructural del edificio, sino de un mundo en principio
cerrado pero que, a la postre, impactó en todos, modificándonos.
Fernando J. Soto Roland
Buenos Aires, diciembre de 2009.
“Más allá del mar”[3]
No siempre nos
relacionamos con el mar —u otros espejos grandes de agua— de la misma manera. La
percepción que de él hemos tenido ha sido cambiante a lo largo de la historia y
culturalmente condicionada. Al temor inicial que siempre despertó le siguió su
conquista y dominio.[4] No hubo sociedad en el mundo antiguo
que no lo adorara. Es una constante que se repite cada vez que nos interesamos
por las creencias y cosmovisiones del pasado. De ahí que historias en parte
míticas, con marcados componentes sobrenaturales, fueran muy comunes al
principio, y la leyenda de la diosa Ansenuza es un buen ejemplo al
respecto.
El desconocimiento y
el imprevisibles comportamiento de las aguas siempre mantuvo en jaque a las
sociedades ribereñas. Las ruinas de la antigua Miramar son un testimonio
irrefutable de ello.[6]
El acondicionamiento
de la costa al turismo, su diseño como escenario y espacio de placer y ocio,
detecta momentos “optimistas” y “pesimistas” de los que se derivaron sensaciones
y sentimientos muy variables respecto de la naturaleza. La costa, con el Gran
Hotel Viena presidiéndola, fue escenario de juegos y miradas, encuentros
y consumo, prácticas y hábitos que mutaron sustancialmente con el paso del
tiempo, alterando la idea del “tiempo
libre”, apropiándose de la ribera de la oceánica laguna, generando un
espacio nuevo —tanto psicológica como socialmente— despertando motivaciones que
la acondicionaron hasta convertirla en un centro turístico con balnearios,
clubes, hoteles y una fuerte infraestructura de servicios, en los que el Gran
Hotel Viena fue uno de los exponentes más destacados.
Con ellos, el barro
de la laguna y sus aguas salitrosas se volvieron soluciones terapéuticas y
sitios donde descansar, practicar el ocio, recuperarse o combatir la
enfermedades “de moda” de cada época.
El Gran
Viena es un subproducto de las relaciones entabladas por el hombre con
su entorno natural hasta convertirlo en un espacio domesticado, devenido en
costa y balneario.
Claro que en Miramar
esa domesticación siempre fue parcial y esporádica. El ruinoso estado del Hotel Viena es un claro ejemplo de
esa precariedad antropocéntrica a la hora de intervenir sobre la naturaleza. La
transformación del paisaje ha sido fugaz y aleatoria. A la larga, la naturaleza
terminó imponiéndose, modificando los discursos, el imaginario y las imágenes
(fotos y pinturas) de toda la región. También la cartografía de sus costas,
redibujada con cada inundación o corrimiento de la ribera como producto de las
sequías.
La apropiación de la
costa del Mar de Ansenuza —cuyo mojón es y ha sido el Gran
Hotel Viena— nunca fue total. Sus historias se entrelazan y confunden.
El devenir del hotel sin la laguna es incomprensible. La laguna sin el hotel es
pura geografía. La historia nace, justamente, de ese cruzamiento, de ese
encuentro entre ambas realidades.
Además, la
construcción de ramblas, piletas y muelles —visibles en las fotos más antiguas—
indican un intento por incorporar la laguna a la cultura y al ocio de las
vacaciones.
La laguna (y sus
hoteles convertidos en miradores) empezó a ser interpretada como espectáculo,
como simple placer y goce espiritual de su distante horizonte. Junto con el
placer físico del baño se perfila el poder idealista de la contemplación
romántica que incorpora nuevas prácticas sociales al turista, que perduran hasta
hoy. Actualmente nos paramos ante ese litoral repleto de ruinas y escombros de
un modo diferente, sintiendo una triste nostalgia, incluso en aquellos que no
conocimos al pueblo en sus días dorados.
La invención de la
playa y del balneario resultó ser un proceso largo, no lineal, no exento de
críticas y elogios.
¿Cómo la costa de Miramar devino en paisaje
turístico? ¿De qué manera el Gran Hotel Viena contribuyó en esa
construcción? De lo que no hay duda es que las prácticas del balnearismo en
Argentina se iniciaron a la vera de ríos y lagunas. Sólo después, hacia
principios del siglo XX, la costa marítima adscribiría a esa
práctica.
En la Argentina se
descubrió primero a la montaña como panorama. Sólo más tarde la costa
seguiría ese derrotero hacia la sensibilidad. Es ahí cuando el paisaje alcanzó
la forma que aún hoy reconocemos, es decir, el paisaje como una
construcción estético filosófica del territorio.[7] En un mundo que se industrializaba
rápidamente y en que lo urbano, como una mancha de aceite copaba espacios
tradicionalmente verdes, las ideas de “naturaleza” y “paisaje” se entrecruzaron hasta formar
un bloque indiferenciado en el que lo natural —lo salvaje— quedaba impregnado de
valores liberales, típicos de la burguesía triunfante. El “paisaje real”
—concebido como algo medido, controlado, racionalizado, humanizado— es
reemplazado por el “paisaje sublime”, que sacude y produce sorpresa,
estupor, en el alma y el turista empezó a buscar una comunión más original, más
pura con la naturaleza. Así pues, éste se hunde, se funde, en el medio
vital que recorre. De ahí la importancia que se le da no sólo a la percepción
visual, sino a la percepción interior, considerada como la victoria de la
expresión y del sentimiento sobre las normas y las leyes.
Así empezó el
disfrute.
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Las paradojas del agua
Mucho antes de que el
Gran Hotel Viena se construyera,
hubieron en Miramar varios emprendimientos hoteleros que constituyen lo que
podríamos llamar la “prehistoria
turística” de la región. Fue aquella una época de sacrificios y viajes que
semejaban verdaderas aventuras al fin del mundo. Llegar hasta las costas de la
Mar Chiquita significaba un reto a la audacia, y a la incomodidad. Fue un típico
tiempo de “pioneros” y, como tal, idealizado por el discurso localista hasta
convertir a esos primeros hombres en demiurgos del mundo por
venir.
¿Qué buscaban?
La posibilidad de
curar sus enfermedades de piel y de pulmón, dejándose acariciar por las aguas de
la diosa Ansenuza, del la misma forma que lo hiciera el joven príncipe indio de
la leyenda.
Fango y agua salada.
Ése era el grial sanador.
A poco de descubrirse
sus cualidades terapéuticas, hacia fines del siglo XIX, empezaron a instalarse a
orillas de la laguna casitas muy rudimentarias, habilitadas para recibir a
médicos y pacientes. La primera de la que se tenga referencia se levantó en
1903. Cinco años más tarde, 1908, un inmigrante de origen italiano construiría
el primer hotel de la región (Hotel Mar
Chiquita) y a partir de entonces se inició el largo camino que conduciría
hasta el Gran Viena, treinta años
después.
Como siempre, el
desarrollo de una región turística está íntimamente ligado con los medios de
comunicación. Por ello, cuando en 1912 el largo brazo del Progreso extiende las
vías del ferrocarril hasta la localidad de Balnearia, a sólo 12 kilómetros de
Miramar, el flujo de visitantes aumentó de manera considerable. Y si bien
todavía no podía hablarse de turismo de masas, el pueblo a orillas del “mar”
prosperó, atrayendo a una clientela de alto nivel económico, fundamentalmente
proveniente de Buenos Aires, Santa Fe y Córdoba (capital).
El pueblo creció y
prosperó. Se levantaron centros termales, restaurantes, paseos públicos y nuevos
hospedajes. Fue un proceso gradual, lento, persistente y muy próspero para
algunos. Las actividades hospitalarias desplazaron gradualmente a las
agrícola-ganaderas y Miramar se convirtió en una localidad orientada
exclusivamente al sector servicios.
Recién hacia 1939 el Gran Viena hará acto de presencia en
la historia de la villa costera. Habría que esperar a 1946 para que Argentina
entrara en la fase de turismo masivo, coincidente con la llegada de Juan D.
Perón a la presidencia de la Nación y la implementación del Estado
Bienestar.
En el caso concreto
del Viena, su edad dorada sobrevendría en la década de
1960, prolongándose hasta la subida del nivel de la laguna, iniciada a fines de
1977.[8]
La “vida de hotel” en las instalaciones del
Gran Viena cambió como cambió la
sociedad y la práctica del turismo a lo largo de los años que van de 1939 a 1980
(año en el que cerró definitivamente sus puertas). No sería lógico imaginar su
cotidianeidad como algo homogéneo. Muchas cosas cambiaron a lo largo del siglo
XX. Y lo hicieron a una velocidad sorprendente, desde la moda hasta las
prácticas sociales, pasando por la representación que la gente se hacía de la
vida en el balneario, frente al mar. Sus relaciones con él también se vieron
modificadas. Por ese motivo, diacrónicamente analizada, en la historia del Gran
Hotel Viena lo que prevalece es la heterogeneidad.
El hotel representa
un pequeño compendio de lo que significó fue “ir de vacaciones” a partir de 1939 y de
cómo una práctica de pocos se masificó hasta llegar a ser lo que el turismo es
actualmente.
Fueron ciertas
prácticas sociales las que, desde la década de 1930 aproximadamente,
construyeron el universo simbólico de lo que hoy llamamos “vacaciones” y dieron una nueva
definición a conceptos tales como “tiempo
libre”, ocio o veraneo. Esa construcción de nuevas
ideas y sentimientos tomó forma desde los hoteles y el Gran
Viena ocupó en ese proceso un rol fundacional, como tantos otros
establecimientos (la mayoría de ellos, actualmente, bajo las
aguas).
Desde sus patios y
terrazas, así como desde otros ámbitos de socialización del complejo, se fueron
elaborando nuevos valores, ideas y prácticas, que son los que hoy ordenan los
comportamientos de los turistas, permitiendo interpretarlos y darle sentido a lo
que vemos y hacemos cada vez que vamos a la playa.
Nuevos y viejos goces
se asientan. El baño, el barro, las diversas operaciones terapéuticas y
naturalistas se incorporan a los hábitos del hotel y toda la infraestructura del
pueblo se vio así modificada. Si bien este proceso había comenzado años antes,
alcanza con el Gran Hotel Viena su momento más
claro y evidente en los ’60 y ‘70.
Aislado, aparte de
todo, el Viena y su “barrio alemán”, constituyó un universo
social distinto al resto del pueblo que, 20 manzanas más allá, desplegaba su
nuevo rol de balneario terapéutico de espaldas al gran hotel.
¿Quién le dio la espalda a
quién?
La actual
identificación de la sociedad con el edificio es el resultado de un proceso
reciente. El “cariño” y “orgullo” que el hotel despierta entre
los lugareños es un fenómeno posterior a las grandes inundaciones iniciadas a
fines de los ’70.
Sólo cuando más del
65 % del pueblo quedó anegado por las aguas del Mar de Ansenuza y el Gran
Viena se convirtió en un espectro, el hotel empezó a ser visto con ojos
complacientes y tenido en cuenta como mojón emblemático de la historia local. No
antes.
De ser casi un “cuerpo extraño”, un injerto
arquitectónico descontextualizado dentro de una realidad social que lo ignoraba,
la obra de Máximo Palhke pasó a ser el símbolo del Miramar.
Tras la Gran Inundación de los ’70, la
destrucción de casas y edificios costeros contribuyó a exaltar la presencia del
“gigante” en el horizonte urbano.
Hoy, vislumbrado desde cualquier parte de la costa, el Gran
Viena se impone en el paisaje como si reclamara —aún en ruinas— el lugar
que antes no tenía, ni quería tener.
Son las paradojas que
trajo el agua.
Una nueva forma de ser
El barro y los baños
en agua salada prefiguran el gusto por experiencias ociosas que incorporaron a
la playa nuevos escenarios para el entretenimiento y la distensión; sin dejar a
un lado el descanso de las charlas en los bares y confiterías, frente a los
fogones nocturnos o los medidos desenfrenos en las fiestas de
carnaval.
Hacia 1970, el Gran
Hotel Viena tenía frente al sector principal —no bien se cruzaba la
calle y casi sobre la franja costera— una pileta de natación (debemos recordar
que los ’70 fueron, en sus comienzos años de sequía, y los empresario privados
decidieron construir piscinas cerca de los hoteles ya que el mar se había
retirado más de 3 kilómetros). La ribera
se convirtió en un espacio donde practicar actividades de todo tipo:
recreativas, de esparcimiento y deportivas al aire libre, especialmente en una
época en la que el deporte era exaltado por sus virtudes espirituales y
patrióticas.
La instalación del
deporte durante las vacaciones (el picadito de fútbol, el voley playero, la
pelota paleta, el tenis, etc.) señala la intensión de agregar una práctica
productiva en otra improductiva (la del ocio vacacional). Como dijo Juan José
Sebrelli: “el ocio no puede ser libre
porque entonces mostraría la esclavitud del trabajo”.[10]
El Gran
Hotel Viena es un vástago más del período de entreguerras (1918-1939) y
como tal un ámbito de socialización muy diferente al de los señoriales
emprendimientos hoteleros de fines del siglo XIX y principios del XX (como el Eden
Hotel de La Falda o el Club Hotel de la Ventana, en la
provincia de Buenos Aires). En el Viena pueden rastrearse los signos
de una sociedad que se vuelve, con el paso del siglo, más y más distendida,
menos acartonada y profundamente individualista. Formalismos que surgen en una
época en la que el cuerpo se convierte en el lugar de la identidad personal. El
propio cuerpo se constituye en la realidad misma de la gente y con esto el
placer, el descanso y la relajación cobran un nueva dimensión. Desde entonces,
al cuerpo hay que cuidarlo, mimarlo, conservarlo joven y en buen estado. Deja de
ser un objeto de castigo, de pecado y martirio. El hedonismo inicia su
progresivo ascenso social y el cuerpo debe “soportar” —como mejor pueda— las
cargas que le impone el trabajo. Éste ya no se define como “bendición”, sino como “un mal necesario”. La verdadera vida no
es la del trabajo y los negocios. Las vacaciones ocupan su lugar y se convierte
en el único momento en el que el cuerpo se libera y desarrolla toda su
potencialidad. El tiempo libre del veraneo es el que libera al hombre. Lo sacan
del encorsetamiento de los horarios, de las obligaciones, de la tiranía de las
agujas del reloj, lanzándolo al ocio despreocupado que, hoteles como en Gran
Viena, hacían posible.
De todos modos, la
libertad no es aún plena.
«No hay que confundir libertad con
libertinaje», argüían los más viejos. El Gran
Viena seguía regulando ciertos hábitos y conductas. Las recomendaciones
al silencio y respeto por el otro
obligan a acomodar dichos y gestos. Carteles publicitarios del hotel decían lo
siguiente:
«Si usted tiene la dicha de estar sano, considere que hay
otras personas que vienen enfermas a descansar. Evite hacer ruido».
«Hay personas que necesitan dormir la siesta porque
descansan mal de noche o por indicación médica: de 14 a 16 horas rogamos no
perturbar mi descanso».
«¿Acostumbra usted a levantarse temprano? Muy bien, pero
tenga en cuenta que hay otros huéspedes que, por prescripción médica, deben
prolongar las horas de descanso. Ayudemos también usted amablemente a mejorar su
salud, evitando los ruidos innecesarios. Muchas gracias».
Únicamente en el
barro de la laguna, en la playa o la pileta de natación, las normas parecerían
relajarse, soltando el cuerpo como pocas veces se veía décadas atrás. Claro que
la flexibilización de los antiguos formalismo no se dio de manera lineal ni
brusca. El comportamiento público y los tradicionales roles sociales se
resistieron a los “nuevos modos”. La
espontaneidad —hija del siglo XX— debería librar todavía muchas batallas, siendo
reprimida y criticada por los sectores más conservadores.
Pero la evolución de
las costumbres en pos de personas diferentes, dueñas de sus particularismos y
alejadas de lo previsible, ya había empezado y nada iba a interponerse en su
camino (ni siquiera los regimenes totalitarios que intentaron coartarla
resultaron eficientes moderadores del proceso),
El descanso, el cada
vez más presente tuteo, los juegos, los paseos y el distendimiento, constituirán
el telón de fondo de los veraneos y del nuevo estado de espíritu, propio de una
cultura y una industria (el turismo) orientadas al encuentro, la sonrisa y la
relajación.
La “vida del turista” en el Gran
Viena involucró, desde los años ‘50 y ’60, una capacidad novedosa en la
gente: la de aceptarse a sí mismo como ridícula.
Esto se advierte
especialmente en las actividades costeras y baños de fango. Las fotografías
muestran todo esto con claridad. La gente se burla de sí misma. La parodia
desacraliza los roles tradicionales y es posible “volver del ridículo”.[11]
Las vacaciones
demandaban ser consideradas un paréntesis en las actividades crudas de la vida,
especialmente después de los ’50, que fue cuando los medios masivos de
comunicación empezaron a alimentar y difundir la necesidad de esa sana
interrupción en la vida cotidiana.
La radio y la
televisión contribuyeron mucho en el proceso. Y así, a lo largo de los ’60, las
diferencias generacionales se volverían muy comunes, y caldo de conflicto
permanente entre viejos y jóvenes.
La llamada “Edad de Oro” del Gran
Viena (1960-1977) son los años de la irrupción feminista en occidente y
a pesar del conservadurismo propio de una Argentina signada por las dictaduras
militares y las democracias vigiladas, nuestro país fue también protagonista del
cambio. Las reivindicaciones igualitarias de las mujeres, la minifalda y la
evolución general de la vestimenta —que vio irrumpir el pantalón entre las
féminas— abren las puertas a unos ’70 repletos de productos unisex, maquillaje,
nuevos trajes de baño y, entre los hombres, el retroceso de las corbatas y la
bienvenida a la barba de militante
comprometido.
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Las reglas internas
Según
me informara un ex-empleado que trabajó en el hotel durante la década de 1970,
el Gran Viena era caro y sus huéspedes
venían principalmente de la provincia de Buenos Aires y Santa
Fe.[12]
«No vi
muchos alemanes, aunque los había entre los pasajeros. Yo era un niño de 13 años
que trabajaba de botones, los autos pasaban a las cocheras pero no era esa la
sección que debía atender. Mi tarea era subir las valijas y entregar las llaves
de la habitación, aunque los coches sé que eran muy buenos y caros para la
época. También hay que tener en cuenta que, como niño, naturalizaba esa vivencia
y todo me parecía lo más normal del mundo. Sólo me preocupaba por mis asuntos,
que eran recoger la mayor cantidad de propinas y escaparme a la biblioteca del
hotel, aunque Sosa me encontraba y me retaba. En esos años el hotel estaba
regenteado por el Sr. Sosa, un emprendedor, más que empresario, que se instaló
con toda su familia y explotó comercialmente el lugar sin hacer la más mínima
inversión. Es más, se cree que uno de sus negocios era precisamente desprenderse
de objetos de valor del hotel. Tienes que pensar que después que muere el
ingeniero y se retiran los Kolomi, nadie se hizo cargo de nada. El hotel quedó
abandonado prácticamente, y a merced de estos oportunistas que siempre aparecen.
El edificio conservaba su fachada y el ala principal funcionando casi a pleno,
los salones estaban siendo utilizados y las habitaciones funcionaban plenamente.
A determinada hora de la tarde me encargaba de entregar y retirar las toallas de
los baños termales que estaban en funcionamiento, aunque algunos no lo hicieran
correctamente».[13]
Pero,
¿qué hacían los huéspedes una vez que se instalaban en el Gran
Hotel Viena? ¿En qué invertían su
tiempo?
Al
parecer había poco tiempo para aburrirse. Las actividades se regulaban de
acuerdo a la hora del día y constaban tanto de prácticas individuales como
grupales. La necesaria e insoslayable socialización en el hotel obligaba a que
sus huéspedes estuvieran al tanto de lo que los otros hacían, tanto para
compartir y divertirse, como para respetar el tiempo de los
demás.
Leyendo las indicaciones de su Reglamento Interno, podemos reconstruir
lo que debieron haber hecho la mayoría de las personas que lo habitaron
temporariamente.
No
bien arribaba (ya sea en ómnibus, desde el pueblo de Balnearia, o en automóvil
particular), el huésped estaba obligado a registrarse con nombre y apellido
completo, indicando el lugar de procedencia. Lamentablemente no nos queda a la
fecha ninguno de esos registros y por lo tanto nos resulta imposible conocer las
personalidades que visitaron el hotel (como de hecho sí es factible en el caso
del Eden Hotel de La
Falda).
El
horario de salida (check-out) era el
de las 11 horas. Caso contrario se cobraba el día completo. El precio de la
pensión diaria incluía desayuno, almuerzo y cena, sin bebidas. El menú no era a
la carta y el consumo del bar debía ser abonado al contado. El desayuno, después
de la 09:30 horas era considerado como extra, lo que indica que había que
levantarse temprano para poder disfrutar del mismo.
Si
comparamos los horarios con el de los hoteles actuales, las comidas y
refrigerios eran servidos con una media hora antelación:
Desayuno: desde las 7:30 a las 9:30 hs.
Almuerzo: a las 12:30
hs.
Merienda: de 16
a 17 hs.
Cena: a las 20
hs.
Una
vez en la recepción, el pasajero tenía que dejar un depósito en la
administración. En ese caso, la factura debía pagarse semanalmente. Pero si se
prefería evitar dicha erogación inicial, el hotel cobraba la estadía cada tres
días, no aceptándose el pago con cheques (aún existiendo en el edificio una
sucursal del Banco Nación).
Instalados en sus cuartos, los visitantes podían solicitar el servicio de cubiertos en su propia
habitación, evitando bajar a los comedores de la planta baja. Era posible comer
a solas, pero se lo consideraba como un adicional extra, debiéndose pagar esa
comida aparte.
Toda
rotura, destrucción o pérdida de muebles y objetos ocasionados por los huéspedes
debían ser abonados por su valor íntegro y la Administración no se
responsabilizaba por las sustracciones de dinero o alhajas.
Como
ya hemos dicho antes, el descanso era “sagrado”. Se cuidaba mucho que los
visitantes disfrutaran del mismo sin inconvenientes.
El
hotel estatuía:
«Durante las horas de la siesta (13 a 15
horas) y desde las 22 hasta las 7 horas de la mañana, se pide encarecidamente la
observancia de un completo silencio en las galería, y accesos a las
habitaciones, estando en interés de cada huésped no hacer ruidos ni dar golpes
al cerrar las puertas y ventanas.»
No
debemos olvidar que el Gran Viena era una empresa orientada
al cuidado de la salud (lo que en la jerga se denominada un «hotel sanitario»).[14]
El
artículo 10º del Reglamento Interno
llama la atención. En él se hace referencia explícita a “no usar las toallas para secar las navajas u
hojas de afeitar; se les entregará, para tal fin, pequeñas toallitas
especiales.» Desconozco el motivo por el cual eran tan específicos en ese
asunto.
Por
otro lado, estaba estrictamente prohibido:
1.
«Introducir personas extrañas en las
habitaciones, sin previo aviso a la Administración;
2.
Sacar de los cuartos de baño y llevar al exterior, patio o playa, las
toallas pertenecientes al hotel;
3.
Llevar perros o cualquier otra clase de animales a las habitaciones;
4.
Conectar planchas, calentadores, ventiladores, aparatos de radio u otros
aparatos eléctricos en las habitaciones;
5.
Dejar la luz encendida al
abandonar las habitaciones.»
Finalmente se solicitaba que todos los reclamos pertinentes se
hicieran directamente en la Administración y que
«No serán admitidas personas afectadas de
enfermedades contagiosas.»[15]
Si
uno cumplía con todas estas indicaciones y requisitos, ya estaba listo para
disfrutar de una agradable y desproblematizada estadía, en la que era posible
llevar a cabo un número muy variado de saludables actividades
recreativas.
Pasatiempos
Siguiendo con nuestro propósito de recrear la vida cotidiana de los
huéspedes del Gran Viena, dedicaremos las líneas
que siguen a analizar los diferentes pasatiempos que consumían sus horas de
esparcimiento y descanso. Porque más allá de las actividades dedicadas a cuidar
de la salud, estaban las otras.
Durante la “Edad
Dorada”, los turistas disponían de una
rambla para recorrer el contorno costero del pueblo y los caminantes podían
estimular los sentidos de la vista, del olfato y el oído, incitando sensaciones
físicas que impulsaban al pensamiento, la reflexión y los recuerdos, de un modo
muy diferente al que lo hacemos actualmente (ante las ruinas). En vacaciones, y
ante una costa por entonces domesticada, el optimismo era seguramente lo que
prevalecía. La nostalgia no tenía, todavía, cabida en el imaginario
social.
La lectura solitaria representó,
seguramente, un hito importante en la vida del hotel. Leer en silencio y para sí
mismo implico también vivenciar una importante dosis de libertad. Ese ocio
intelectual le permitía al lector elegir un libro u otro, leer o simular que se
lee, hacer algo o no hacer nada. Dejar pasar el tiempo con el diario, libro o
revista en la mano es también parte importante de las vacaciones. No hay
obligaciones. Excepto la de pasarla bien.
“El lector es el decide el ritmo, si desea
leer ininterrumpidamente o a intervalos, y permitir que la imaginación vuele y
haga las conexiones que desee. La lectura requiere de largos periodos de calma,
ya que a una velocidad agradable de 200 palabras por minuto, leer una novela
normal llevaría unas 15 horas”.[16]
Los
juegos de salón y las actividades al
aire libre constituyeron también parte del universo turístico del Gran
Viena. Los naipes, el dominó y el ajedrez congregaban a las personas en
torno a una mesa, generando discusiones y amistades en un entorno no siempre
distendido, en el que las normas exigían seguir ganando. “Jugar en serio” ya era un comportamiento
común en la segunda parte del siglo XX. El ocio puro, el “no hacer nada”, el “jugar por jugar” empezaba a ser
incomprendido por muchas personas.
El
hotel disponía en los años ’70 de un bowling, construido con aromática
madera de sándalo, en donde se deben haber organizado más de un campeonato de
verano. Las malas lenguas hablan también de un pabellón para el tiro al blanco en los sótanos del
edificio (aunque esto no está del todo certificado). Por las postales y fotos de
la época sabemos que la gente disfrutaba de paseos en botes y de esquí acuático.
La siesta, como ya hemos visto, era
sacrosanta en el Gran Viena. Una
verdadera Paz de Dios que, como en la Edad Media, constituía un
paréntesis que interrumpía cualquier cosa que se estuviera haciendo.
Natural pereza reparadora después del almuerzo, la
siesta puede ser vista como el paliativo necesario a un calor insoportable que
se volvía paisaje a partir de las dos de la tarde.
Los
juegos azar tampoco estuvieron
ausentes. ¿Quién no ha soñado alguna vez
con regresar a casa de las vacaciones teniendo todos los gastos compensados por
un batacazo en la ruleta? De seguro muchos lo hicieron en el Gran
Viena entre los años 1978 a 1980. Pocos tiempo antes de cerrar
definitivamente sus puertas, el hotel dispuso de un casino. Tras la crecida de la laguna y
la desaparición bajo las aguas del Hotel Copacabana —empresa que regenteaba el
primer casino de la provincia de Córdoba— la ruleta se trasladó al Gran
Viena y allí se mantuvo girando hasta que el mar inundó los sótanos y
debió cerrar definitivamente.
Palabras finales
EL Gran
Hotel Viena es hoy un mundo vacío. Ya no convoca huéspedes y sus
habitaciones, comedores, pasillos y patios carecen de la vida cotidiana que
intentamos recrear en este trabajo.
Los
antiguos veraneantes han envejecido o están muertos. Sus paredes y columnas
soportan como pueden el paso de los años, la humedad y el deterioro. Es una mera
sombra de lo que un día fue. Una ruina nostálgica, misteriosa e inquietante.
Sólo con el espíritu propio del romanticismo podemos seguir encontrando en él belleza.
Y la
tiene.
La
conserva, como conserva tantas preguntas sin respuestas, volviéndose críptico,
mudo, ante las tantas dudas que surgen cuando nos paramos frente a su estructura
herida.
Ya no
hay más huéspedes en el Viena. Sólo
curiosos visitantes que, guiados por especialistas locales, recorren parte de
sus instalaciones en menos de dos horas. El encanto de la vida, antes presente
cada mañana, en cada actividad desplegada, dio paso al encanto de la muerte y la
decadencia.+
La
natural fuerza de la laguna reclamó lo que nunca había dejado de ser suyo y la
costa, antes domesticada, se sublevó volviéndose arrolladoramente salvaje e
impiadosa. La inundación del ’77 no sólo se tragó más de la mitad del pueblo,
sino que también opacó el brillo del gran hotel.
Aún
así, sus restos, hoy revalorizados por muchos, anuncian esperanza. Una esperanza
agónica, pero siempre activa en cada acto de los habitantes del pueblo que, tras
el desastre de hace más de 20 años, supo sacar fuerzas y reconstruir gran parte
de lo que el agua se había llevado.
Miramar y el Gran Viena ya no son lo que antes
fueron. Pero la vida continúa y con cada vuelo rasante de flamenco sobres sus
costas, los sueños de un futuro mejor se reeditan.
Ojalá
que cuando ese futuro venturoso se concrete definitivamente el Gran Hotel Viena siga estando allí,
como testimonio de la omnipotencia, éxito, fracaso y recuperación del
hombre.
Fernando Jorge Soto
Roland
Profesor en Historia
por la Universidad Nacional de Mar del Plata
Diciembre de 2009
Email: sotopaikikin@hotmail.com
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Investigación del Centro de estudios Históricos Arquitectónico-urbanos, Mar del
Plata, Facultad de Arquitectura Urbanismo y Diseño, Universidad nacional de Mar
del Plata, Nº 3, p.: 7-22.
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Notas:
[1]
BARRÁN, José Pedro (1990). Historia de la sensibilidad en
Uruguay, Tomo 2, Montevideo, Ediciones de la Banda
Oriental.
[2] WALLINGRE, Noemí (2007). Historia del Turismo Argentino,
Buenos Aires, Argentina, Ediciones Turísticas.
[3] Beyond the Sea (Charles
Trenet/ Jack Lawrence), canción interpretada por Bobby Darin, producida por
Ahmet Ertegun y Jerry Wexler. Arr.& Cond. By Richard Wess. Grabado: 24/12/1958. ATCO single
6158 (pop.6, RyB 15), en el álbum Bobby
Darin The Definitive Pop Collection.
[4] DELUMEAU, Jean (1989). El Miedo en Occidente, Madrid,
Editorial Taurus, Pág. 73.
[5]
ZAPATA, Mariana (2006). Memorias de la
Mar. Mira-Mar. Pacto Fundacional y Resurgir de un Pueblo, Córdoba,
Asociación Amigos del Patrimonio Histórico de Ansenuza Suquía Xanaes.
[6] Recordar que el pueblo de Miramar sufrió, desde 1977 a 1980, un
terrible inundación que dejó bajo el agua a una enorme parte del mismo.
Actualmente, los escombros de todas esas casa, hoteles y dependencias públicas,
jalonan la costa del balneario.
[7] Véase: ALIATA, F. y SILVESTRI G. (1994). El Paisaje en el Arte y en las
Ciencias, Bs As, CEAL.
[8]
Véase; SOTO
ROLAND, Fernando Jorge (2009). Gran Hotel
Viena, Buenos Aires, edición digital en http://letras-uruguay.espaciolatino.com/aaa/soto_fernando/gran_hotel_viena.htm
[9] La
mayoría de los empleados, especialmente los camareros, venían contratados
directamente de Buenos Aires.
[10] SEBRELLI, Juan José (1991), Mar
del Plata y el ocio represivo, 2º edición, Buenos aires, Tiempo
Contemporáneo.
[11] Por ejemplo el uso de sombreros de paja estilo “chino” entre las
mujeres a la hora del desayuno, con el objeto de evitar se alcanzadas por el
impiadoso sol del verano. Los mismos era provistos por el
hotel.
[12] Miguel A. Silles Ferrel se desempeñó como botones del Gran Viena.
Archivo del autor.
[13] Testimonio del 21 noviembre
2009. Archivo del autor
[14] El Gran
Hotel Viena no fue la excepción a la hora de exaltar los beneficios
terapéuticos de su emplazamiento y las virtudes del agua de la laguna y el fango
que sale de ella. De hecho, todo el pueblo de Miramar (Córdoba) basó su
desarrollo turístico en esas bases. Recordemos que la familia Palhke
—constructores del gran hotel— acudieron al sitio buscando las propiedades
curativas de la Mar Chiquita y que, junto a la habitaciones de primera clase,
levantaron un pabellón termalizado con médico, enfermera y masajista. La
propaganda aludía directamente a la cura del asma, otras infecciones
respiratorias y la psoriasis. Tanta era la confianza que se pretendía infundir
que el slogan de un cartel promocional del hotel decía: «¡Siempre volverá sano y
contento!».
[15] Una copia original del Reglamento Interno del hotel está en el
Museo de Sitio que funciona en el mismo edificio (en ruinas) del Gran
Viena.
[16] RYBCZYNSKI, Witold (1992). Esperando el Fin de Semana, Barcelona,
Emecé. Pág. 175.
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Fernando Jorge Soto
Roland
Profesor en Historia
por la Universidad Nacional de Mar del Plata
Diciembre de 2009
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