El miedo y el
renacimiento de lo fantástico
Por Fernando Jorge Soto Roland Profesor en Historia |
Lo que llamamos mundo contemporáneo es un ciclo abierto,
inconcluso. Y, aunque para algunos analistas, sus profundas y veloces
modificaciones permiten hablar ya de una “Edad Nueva”, la transición está
todavía en marcha. Muchas corrientes de pensamiento y actitudes ante la vida —de
larga duración— permanecen vigentes, a veces en lucha con otra nuevas, haciendo
de la realidad cotidiana un todo confuso en donde los “grandes relatos”
ya no explican nada y las pasadas utopías dan paso a la desconfianza y al
pesimismo generalizado.
El ideal decimonónico de “Progreso” se ha diluido;
apareciendo un terreno libre al descontento, a la impotencia y al escepticismo,
que suelen manifestarse a través de comportamientos violentos y/o
espiritualistas, encapsulando soluciones de compromiso ingenuas, falsamente
optimistas, individualistas y profundamente irracionales[1].
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Un renovado fanatismo religioso —que sorprende—suplanta al
fanatismo político ideológico de décadas pasadas[2]. Propuestas milenaristas, exacerbado
materialismo y una New Age que promete salidas fáciles e individuales al dolor,
son algunas de las muchas máscaras que diagnostican un miedo profundo, impulsor
de una búsqueda desesperada de nuevos senderos; ya que los recorridos no son tan
seguros como se creía. Parecería observarse un retorno al pensamiento mágico de
antaño. El fetiche, arrumbado antes en el sótano, ocupa hoy su sitial junto a la
computadora de última generación, y denota con su presencia la falta de
confianza en el hombre y sus modernísimos recursos.
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El progreso
técnico no ha venido acompañado con adelantos morales y éticos, y la sociedad
actual lejos está de haber alcanzado ese mundo ideal soñado por algunos
optimistas del siglo XVIII. El hambre sigue matando a diario a miles de seres
humanos, el hombre no ha olvidado la guerra —como suponía Condorcet— y la
contaminación, nuevas enfermedades y un renovado racismo parecerían ser síntomas
de que la razón he dejado de ser un instrumento válido para controlar y entender
la realidad. Fundamentalismos de distinto signo renuevan una concepción
“maravillosa” del universo, en donde lo sobrenatural se convierte en
solución y regla del confuso mundo en que vivimos.
Espejos
lejanos
Los siglos XIV y XV constituyeron un tiempo
de transición, de cambios graduales y crisis de la cosmovisión medieval. Una
nueva etapa se inauguraba en occidente dando lugar a una época muchas veces
contradictoria, de tendencias y líneas espirituales, económicas y políticas,
diferentes; en donde lo viejo y lo nuevo se debatían un lugar. Lo viejo,
intentando eludir la realidad concreta, aspirando a una realización trascendente
y manteniendo la fragmentación del poder político, el privilegio y la jerarquía.
Lo nuevo, estimando más el mundo que el Más Allá, promovía el naturalismo, el
individualismo, la comprobación experimental y el poder político-económico del
nuevo estamento social de entonces: la burguesía.
A diferencia del Medioevo, un nuevo tipo de
acción caracterizó a la modernidad; una acción dirigida a satisfacer las
necesidades terrenales del hombre, así como al conocimiento y control de la
naturaleza. El arte plástico, la literatura y la filosofía del Renacimiento son
pruebas evidentes de esa tendencia.
El Hombre, apoyado en su renovado
espíritu de empresa y en el incipiente predominio de la razón, se sintió
confiado y creyó ser el centro del universo. Creó reglas universales, inauguró
un mundo racional y, durante los siglos XVII y XVIII, terminó exiliando al
milagro, lo extraordinario y lo sobrenatural al terreno de lo imposible.
Como es lógico, muchos siguieron defendiendo
los viejos ideales de contemplación, ascetismo y renunciación, advirtiéndose así
una clara reacción al cambio ,especialmente durante los siglos XVI y XVII. El
historiador francés Jean Delumeau explicó cómo antiguamente “lo nuevo” carecía
del prestigio que hoy tiene[3]. Por el contrario, novedad, angustia y
miedo iban juntos, de la mano. Basta observar el grabado de cobre hecho por
Durero en 1514, titulado “La Melancolía”, para advertir el drama de
aquella confrontación.
René Huyghe en El Arte y el
Hombre, escribió:
“Si el abandono del sistema intelectual
propio de una cultura implica fatalmente un retorno a la naturaleza y a la
realidad [Renacimiento], no elaborado por el pensamiento, pronto se suscita la
incertidumbre, la inquietud y la angustia. El drama de una nueva conciencia
puesta al desnudo, con el misterio reencontrado del mundo, asusta (...)”[4].
Y ese temor se hace concreto en las figuras
del Diablo y las brujas, mucho más terroríficos que antes, a causa de la
omnipresente sensación de inseguridad.
Varios factores actuaron sobre la coyuntura
histórica de Europa Occidental, alentando y exacerbando la sensación de
fragilidad y temor. Activas desde el siglo XIV, la peste negra, las hambrunas y
malas cosechas, el repliegue de la agricultura, las revueltas campesinas y
urbanas, el peligro turco, el Gran Cisma (1378-1417) y la posterior Reforma
protestante, encausaron la imaginación angustiada del mundo europeo hacia una
lista de males, explicados y pensados —en gran medida— por las clases dirigentes
(la Iglesia y el estado). El juicio final, el hereje y el Anticristo, junto con
las brujas y el Demonio, se convirtieron en temas cotidianos.
La reacción no se dejó esperar, desembocando
en violencia física y psicológica. La Gran Caza de Brujas de los siglos XVI y
XVII, la Inquisición y la Reforma —tanto protestante como católica— desplegaron
un enorme abanico de teorías y prácticas extirpativas. También en América, en
esa misma época, el poder político de la colonia, organizaba y ponía en
funcionamiento las llamadas “visitas de extirpación de idolatrías”[5], tendientes a hacer desaparecer las
creencias y el panteón precolombino del Nuevo Mundo.
Demonólogos, tanto laicos como religiosos,
tuvieron un enorme éxito editorial. Obras como el Maleus Maleficarum
(El Martillo de las Brujas) de 1486; La Demonomanía de las Brujas,
escrita por Jean Bodin en 1580; Demonolatrie Libri Tres, de Nicolás Remy,
en 1595; o la Inconstancia de los Ángeles Malos y de los Demonios,
redactado por Pierre de Lancre, en 1612 —entre tantísimo otros textos— tuvieron
numerosas ediciones, apoyando así actitudes intolerantes y desembocando en
juicios sumarísimos, torturas y matanzas.
Un mundo inestable buscaba seguridad, en su
intento por abrazar y mantener una visión del mundo ya en crisis. Se debía
evitar el castigo divino, por las faltas cometidas. De ahí la necesidad de
objetivar la angustia en distintos chivos expiatorios, llámense judíos,
musulmanes, protestantes o idólatras americanos.
El miedo y la razón
Pero Los prodigios del Maligno no eran
interpretados ni vividos de la misma manera en todas partes.
El mundo urbano, concentrando en gran parte a la cultura letrada; y
el mundo rural, con sus tradiciones orales y supervivencias del paganismo
antiguo[6], reaccionaron de distinta manera ante
el amenazante cambio. Incluso, muchos historiadores se han preguntado si el
mundo rural realmente experimentó profundas inseguridades antes de ver
invadido su imaginario por la influencia aculturadora de las clases dirigentes y
urbanas de la sociedad.
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Es evidente que pestes y hambrunas, mercenarios desocupados y
guerras feudales crearon una clara
situación de inseguridad, y siempre fueron causantes de miedo. Incluso el mar, el lobo y las
tormentas —tan bien analizados por J. Delumeau en su libro— fueron peligros
objetivos que empequeñecían y desvalorizaban a un hombre que no controlaba
suficientemente bien a la naturaleza. También es cierto —y probado— que a muchos
de estos fenómenos se les dieron explicaciones sobrenaturales que no atentaban
ni destruían la coherencia de un universo en sí maravilloso. El encanto y la
magia eran la regla y se aceptaban sin conflictos aparentes; formaban parte de
la vida cotidiana. Genios buenos y malos —más tarde caratulados como demonios—;
talismanes, conjuros y adivinos no escandalizaban por su irrupción en el mundo
real. La actual vacilación entre una explicación natural y otra sobrenatural no
existía por aquel entonces[9]. Por lo tanto, genios, hadas, filtros
mágicos, metamorfosis, etc, traducían las flaquezas de la condición humana y el
deseo a superarlas por medio de poderes
superiores.
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La ciudad, por el contrario, redescubría por aquel tiempo el legado
grecorromano y empezaba a acceder a un orden constante, objetivo e inmutable de
los fenómenos, dándole a lo sobrenatural un carácter insólito e insoportable.
Los prodigios —en los que la gente creía desde hacía siglos— aparecieron como
una ruptura y nació el horror. Dice Caillois que “el horror nace de la
revelación de lo imposible”; y desde entonces, espectros, fantasmas, íncubos
y súcubos, vampiros y brujas, poblaron el escenario de la noche, siendo todos
interpretados como manifestaciones ocultas de fuerzas resueltamente
malignas.
La construcción simbólica de la noche se alteró y lo antinatural
irrumpió fracturando el mundo real. La razón —no precisamente dormida—
engendró nuevos monstruos. Levantó fronteras,
y originó temor y rechazo en
donde antes no existían.
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Una época interesante
Oculto, latente, muchas veces exteriorizado
con violencia o inculcado desde las cúpulas dirigentes, el miedo siempre está
presente. Basta con leer un periódico, escuchar el discurso económico o las
orientaciones fluctuantes de la Bolsa, para observar y comprender la importancia
que posee esta “emoción-choque” en el comportamiento de una sociedad. Aunque no
sería correcto generalizar, como lo hace G. Ferrero cuando escribe que “toda
civilización es el producto de una larga lucha contra el miedo”[10].
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Ya sea por peligros reales o imaginarios, todos hemos tenido miedo
alguna vez. Comúnmente desencadenado por la sorpresa, el miedo nace por la toma
de conciencia ante un peligro que amenaza —de algún modo— nuestra conservación,
Nos traslada a un mundo de inseguridades e incertidumbres que, en la mayoría de
los casos, suelen traducirse en reacciones físicas, psíquicas y colectivas que
buscan restaurar el equilibrio perdido. Lo insólito, la novedad y la crisis de
normas, comportamientos y valores, producen esa duda generalizada que prolonga
la desorientación y la inadaptación. Y puesto que es imposible mantener el
equilibrio interno viviendo una angustia constante, surge la necesidad de
transformar, fragmentar y objetivar esa incertidumbre en miedos concretos,
encarnándolos en algo o en alguien; y brindar así una chance para
enfrentarlos.
Nadie pone en duda que vivimos una época de acelerados cambios. La
historia, dicen, parece estar debocada. Cosmovisiones seculares están mutando y
nada encuentra una justificación sólida. En ciertos círculos, que se amplían a
diario, el milagro, lo sobrenatural y lo fantástico vuelven a ser aceptados como
hechos cotidianos, dando por tierra con el legado racionalista del siglo
XVIII.
Recuerdo en este instante un antigua maldición china que dice:
“¡Ojalá te toque vivir una época interesante!”. Pocos dudaran hoy que, en
ese sentido, somos “malditamente afortunados”.
FJSR.- sotopaikikin@hotmail.comNoviembre de 2005
Referencias:
[1] Véase Días, Esther,
“¿Qué es la Posmodernidad?”, en Posmodernidad, Ed. Biblos,
1988.
[2] Véase Massuh, Víctor,
Agonías de la Razón, Ed. Sudamericana,
1994.
[3] Delumeau, Jean, El
Miedo en Occidente, Ed. Taurus, 1978.
[4] Huyghe, René, El
Arte y el Hombre, tomo II, Ed. Planeta, 1973.
[5] Duvoils, Pierre, La
destrucción de las Religiones Andinas, UNAM,
1977.
[6] Ginzburg, Carlo,
Historia Nocturna, Ed. Muchnik, 1991.
[7] Caillois, Roger,
Imágenes, imágenes. Ensayos sobre la función y los poderes de la
imaginación, Ed. Sudamericana, 1970.
[8] Le Goff, Jacques, Lo
Maravilloso en el Occidente Medieval, Ed. Gedisa,
1994.
[9] Véase Todorov, Tzetan,
Introducción a la Literatura Fantástica, Bs As,
1982.
[10] Citado por J. Delumeau,
op.cit.
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Fernando Jorge Soto Roland
Profesor en HistoriaNoviembre de 2005
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