El Gran Hotel Viena
y el impacto de su tecnología
por
Fernando Jorge Soto Roland*
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PARTE 1
LA MISIÓN CIVILIZADORA
La
tecnología siempre fue motivo de orgullo para quien la posee. Desde la
antigüedad, pero muy especialmente a partir de mediados del siglo XVIII —cuando
Inglaterra diera los primeros y promisorios pasos hacia su industrialización—
las máquinas fueron sinónimo de poderío, ingenio y superioridad, tanto
económica, política como militar.
Con
el advenimiento de la modernidad y la expansión europea sobre todo el planeta,
el avance tecnológico sirvió para justificar el imperialismo y su proclamada «misión civilizadora», además de
representar el Progreso y convertirse
en un modelo a ser imitado por todos, en todas partes.
Exportalo, fue la excusa que esgrimieron los países desarrollados para
controlar las materias primas y los mercados de las regiones subdesarrolladas.
Importarlo, fue el sueño que las
oligarquías locales tuvieron para parecer un poco más «civilizadas» y adscribir a los intereses
y negocios de las principales potencias, sin pensar o preocuparse por la
dependencia que ello producía. De hecho, muchos terminaron convirtiéndose en
socios, gerentes y leales testaferros de aquellos que poseían (y proveían) la
tecnología.
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Su poder hipnótico fue enorme y al poco tiempo los países altamente tecnificados consiguieron no sólo imponer sus tornillos, poleas y motores de vapor, sino también sus gustos («buen gusto»), modas, valores, ideología e idiomas. La lengua española primero (siglo XVI), más tarde el francés (siglo XVII) y por último el inglés (siglos XVIII, XIX y XX), fueron los idiomas que marcaron el modo de decir las cosas importantes. Todo aquel que los hablara adhería, de una forma u otra, a la más genuina, verdadera y avanzada cultura. Nacieron neologismos y el mundo entero cambió. El eurocentrismo consiguió imponerse. Muchísimos se europeizaron, tanto en América, África como en Asia; y la tecnología fue una de las cuñas que facilitaron la apertura a ese proceso. Todos querían trenes, estaciones ferroviarias lujosas, barcos y fábricas con máquinas a vapor. Todos desearon la electricidad, la producción en serie, el dinero, poder y confort que el “Progreso” acarreaba. No todos lo lograron; y aquellos que a cambio de migajas hipotecaron su soberanía, pagaron un precio demasiado alto. En algunos casos, todavía lo siguen pagando. Pero no importó. La inmediatez de la riqueza y del poder que algunos pocos consiguieron —al asociarse con el imperio de turno— hicieron que se olvidaran de las generaciones por venir y de aquellos sectores que no disfrutaron de esas ventajas. La división internacional y social del trabajo se impuso. No sin resistencias, pero se impuso. Nuestro mundo actual es una herencia directa de todo eso. |
La tecnología subyuga, genera adherentes. Se convierte en la principal abanderada de la propaganda de aquel que la tiene. Representa la fuerza, la vitalidad y la inteligencia. Modifica vidas y, por sobre todas las cosas, genera asombro. Nuestra capacidad para asombrarnos es vencida constantemente por ella. Tal vez sea ese el motivo por el cual en todas la guiadas turísticas el avance tecnológico se convierta en el «as en la maga» que el guía profesional tiene para producir exclamaciones de sorpresa entre sus clientes/turistas; del mismo modo que las películas yanquis se encargan de exhibir en cada fotograma todo el obsceno arsenal de tecnología aplicada a la industria bélica. Y a este punto es a donde quería llegar: la guerra. |
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Nadie
puede hoy dudar de que los conflictos armados han sido importantes catalizadores
de innovación tecnológica. El arte de matar más rápido y eficientemente impulsa
a la creatividad, y la diferencia entre asombrar o no al enemigo se traduce en
victoria o derrota respectivamente.
De
todas las guerras que la humanidad padeció, la Segunda Guerra Mundial es la que incubó
un mayor avance cuali y cuantitativo, alcanzando su cenit el 6 de agosto de
1945, cuando los EE.UU. tiraron la primer bomba atómica sobre la ciudad japonesa
de Hiroshima. Pero unos cinco o seis años antes el paradigma del avance
tecnológico estuvo representado por otro país: la Alemania nacionalsocialista de
Adolf Hitler. Tanto es así, tanto caló en el imaginario colectivo, que todavía
hoy en día hay gente que le atribuye al nazismo mayores progresos tecnológicos
de los que realmente alcanzó. ¿Acaso no se oyen a diario a los delirantes
cultores de las conspiraciones afirmar que los ovnis son en verdad un proyecto
secreto («proyectos negros», como les
dicen) de técnicos alemanes?
Si en
verdad es así (cosa que niego con fervor militante), de poco le sirvieron sus
«platos voladores» para conquistar el
mundo durante mil años. Apenas perduraron doce. Pero eso no fue excusa para que
la eficiencia alemana adoptara el ropaje de mito, hasta hoy
día.
En
nuestro país hay un hotel que simbolizó todo lo hemos venido diciendo: el Gran
Hotel Viena.
PARTE 2
DESCONFIANZA
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Como
se ha repetido hasta el hartazgo, el Gran Hotel Viena fue un
emprendimiento que siempre desentonó con el resto del pueblo, aún en los días en
que Miramar era un centro turístico importante dentro del contexto vacacional de
la provincia de Córdoba.
Comparado con los demás hoteles del lugar, “El
Viena” sobresalía en tamaño, estilo y confort. No había otro que lo
igualara. Todos quedaron chicos a su lado, especialmente por su grado de
autonomía y la alta tecnología que sus constructores le habían dado desde el
principio.
Los
inversores no escatimaron en gastos. Se contrataron a importantes empresas de la
época y, desde 1940 a 1945, le imprimieron un sello de calidad indeleble que
todavía es evidente, aún estando todo el edificio en ruinas tras la inundación
que asoló a Miramar entre 1977 y
1985.
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Nadie
puede permanecer ajeno a su raro señorío. No es posible obviarlo. Se hace notar;
y cuando se lo recorre por dentro, el asombro es una constante no sólo por la
solidez de su factura (capaz de resistir casi 30 años el abandono y la
desintegradora fuerza del aire salado de la laguna de Mar Chiquita), sino por
sus máquinas y los avanzados artilugios tecnológicos que encontramos en
él.
Ningún hotel de la región contaba con ascensores, usina propia,
calefacción central en todos sus sectores, aire acondicionado en la parte VIP,
dos cámaras frigoríficas para conservar alimentos, antena de onda corta y larga
para transmitir mensajes, telefonía, surtidores de combustible propios, una
cocina de última generación para su época, sin hablar de los colectivos, del
auto y de lancha que el hotel ponía a disposición de sus
huéspedes.
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Era como si el capital de origen alemán que le dio vida se hubiera invertido para trasladar a una remota zona del noreste cordobés parte de los avances tecnológicos de la industrialización y lo aplicara al sector turismo, acentuando los contrastes bien marcados que existían entre el desarrollo germano y el subdesarrollo de América Latina. El poder del «Progreso» europeo se materializaba en «El Viena» y ello acarreó, inevitablemente, no sólo la admiración de muchos, sino los celos y el rechazo de otros. Convengamos que un simple ascensor —o el sistema de aire acondicionado— en toda una región que desconocía dichos avances, era una rareza. Un «injerto exótico» que despertó más de un comentario y levantó muchas dudas (actualmente difíciles de captar en su cabal dimensión). |
¿Qué motivaba semejante erogación de dinero? ¿Qué se escondía detrás de los 25 millones de dólares que había costado levantar el hotel? ¿De dónde provenía esa fortuna? ¿Qué necesidad había para invertir tanto en un pueblito que no tenía más de 2600 habitantes hacia 1940? |
Claro que por entonces el mundo soportaba los efectos de la Segunda Guerra Mundial y el implacable expansionismo del III Reich que, merced a su aparato bélico altamente tecnificado, había extendido su influencia por todo el continente europeo. Para cualquier analista de aquellos días, el futuro iba a ser, indefectiblemente, nazi. Y fue en ese contexto cuando se operó un importante cambio en la sensibilidad social: la confianza que la tecnología había despertado desde el siglo XVIII, derivó en una clara desconfianza. Los avances técnicos no eran necesariamente «buenos», ni todos sus efectos benéficos para la humanidad. La tecnología se aplicaba también para el espionaje y en la destrucción de personas y ciudades. El Gran Hermano de George Orwell empezaba a mostrar sus extensas garras. Fue por lo tanto lógico que un hotel como «El Viena» —de origen alemán, distinto a todo y extraño en más de un sentido para la gente— terminara siendo el receptor de todos los rumores y su tecnología se convirtiera en fuente de sospechas, especialmente dado el alto grado de aislamiento que el edificio tuvo respecto del resto de la comunidad. |
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PARTE 3
UN MUNDO DE SENSACIONES
Según
reza un viejo aforismo del rumano E. M. Cioran, «Nuestras verdades coinciden con nuestras
sensaciones». Y si de sensaciones
se trata, el Gran Hotel Viena despertó muchísimas
a lo largo de los años. Esto se debió en gran parte a la escasa información que
el hotel dejaba escapar al exterior. Encapsulado en sí mismo, y con la casi la
totalidad de su documentación desaparecida, los vecinos de Miramar se dejaron
llevar, precisamente, por «sensaciones» que resultaron ser las
responsables de los muchos rumores que empezaron a correr en torno al
emprendimiento hotelero (la mayoría de ellos sin verificación
concreta).
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Eran «sensaciones» las que prejuzgaban y las
que despertaban resquemor por los supuestos
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¿Qué otra cosa se
guardaba en «El Viena»? ¿Acaso se
practicaban experimentos médicos prohibidos? ¿Era el hotel, en verdad, un centro
de rehabilitación para jerarcas nazis (Hitler incluido)? En el mundo de las conspiraciones todo es posible, y lo más
fantástico es que no se requieren de pruebas para que gente considere a muchos
delirios como verdades absolutas. Además, hay que considerar un factor de orden
cultural. Durante la décadas de 1940 y 1950, el cine y la literatura comercial
de ficción, puso de moda el estereotipo del «científico loco», un individuo
peligroso, inteligente pero algo demente que, resguardado de la vista de los
demás, jugaba a ser Dios, produciendo (hacia el final de la trama) un desastre
de proporciones gigantesca. Éstos eran
tipos de temer porque eran capaces de darle al avance tecnológico un giro
inmoral que, durante y después de la guerra, nadie dudaba podía hacerse
realidad. Hiroshima, Nagasaki y una Europa destruida eran la prueba palmaria de
todo eso.
La
ciencia, en vez de espantar a los monstruos, los creaba.
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PALABRAS FINALES
En
este brevísimo recorrido por la tecnología del Gran
Hotel Viena no quisimos únicamente nombrar, a modo de catálogo de
ferretería, los innegables avances técnicos que tuvo el edificio, sino esbozar
de qué manera éstos fueron interpretados, vistos y «sentidos» por muchos. Al mismo tiempo
dejamos entrever cómo el contexto político, filosófico y cultural de mediados
del siglo XX contribuyó a sobrevalorarlos en un marco general de sospechas,
producto de los celos que sentían sus competidores, la falta de información y la
siempre críptica actitud que tomaron sus propietarios. Cerrándose en sí mismo,
alimentaron con el silencio hipótesis un tanto paranoicas y, en algunos casos
extremos, francamente delirantes.
En
este sentido, la interesante conceptualización que se hizo de la tecnología del
hotel, mantuvo consonancia con el clima de la época y es un síntoma más de la
coyuntura que se vivía por entonces. Coyuntura que anunciaba un nuevo tiempo, en
el que la confianza que occidente había tenido por sus logros transmutaba en
desconfianza y convertía a la tecnología en una fuente más de
temor.
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Fernando Jorge Soto
Roland
diciembre de 2010
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