Un Puente
Demasiado Lejos
Por
Fernando
Jorge Soto Roland
Profesor
en Historia
Director
de la Expedición Vilcabamba 1998
Ruinas de
Vilcabamba
Cuenca
Amazónica del Perú
30 de julio
de 1998
19:00
horas.
[Extracto
de mi Diario de Viaje personal].
Recostado plácidamente contra una gran roca pulida por
los siglos, observo el atardecer en la selva. A lo lejos, en el fondo del valle
y enmarcando el paisaje del que soy una parte más, la majestuosa cordillera de
Vilcabamba, escenario postrero de los últimos incas, adopta una tonalidad
azulina, recortándose contra el cielo celeste de un ocaso que todavía no ha
perdido su luminosidad.
Nuevos y misteriosos sonidos empiezan a inundar el ambiente.
Es la noche que se anuncia con sus seres invisibles, ocultos en las sombras de
la espesura y ajenos a nuestra presencia en el lugar. Es el momento del día en
el que se produce un “recambio vital” muy interesante: los silentes
animales diurnos dan paso al bullicio de los nocturnos; y la selva, calma hasta
entonces, cobra vida.
¡Qué felicidad estar en estas tierras!...
¡El sueño se ha hecho realidad!...
Después de trece largo años de imaginar, una y otra vez un
instante como este, estoy aquí; sumergido en el histórico escenario en el que
los incas resistieron por casi cuatro décadas la conquista europea. Un lugar en
el que la realidad y la leyenda se mezclan, recreando el marco propicio para la
imaginación y el más genuino sentimiento de finitud.
Las sombras se alargan y la noche termina por devorarse las
perspectivas. No hay luna, por lo que, sin nuestras linternas, no podríamos ver
nada. Un manto de estrellas infinito cubre el firmamento. Jamás las vi tan
grandes, tan brillantes. Es un espectáculo inenarrable en palabras. Hay que
estar aquí para poder experimentar esta sensación tan plena que ahora me
embarga.
Levanto la vista y observo a unos treinta metros, en un
descampado, la luz del fogón de nuestro campamento. Pacho, Eugenio, Juan Carlos
y “Coco” —mis compañeros de aventuras— se mueven de un lugar a otro, dando los
aprestos finales para una cena que ansío desde hace horas. Estoy cansado, las
piernas me duelen y las fatigas acumuladas en las dos últimas jornadas
parecieran haber caído de golpe sobre mis hombros.
Una ráfaga de brisa fresca me impacta en el rostro. La selva
me envuelve. Los fantasmas del pasado americano rondan las cercanías.
¡No puede haber en la vida un momento más hermoso que este!
La antigua capital del exilio
se levanta en medio de un valle absolutamente cubierto de árboles, plantas
trepadoras y lianas. Desde el lugar en donde acampamos es imposible ver
construcción alguna y, según nos comentara Pancho (nuestro guía), muchos
aventureros solitarios, que pretendían conocerla, seguían de largo sin
percatarse de que, a muy pocos metros, los muros de Vilcabamba luchaban contra
la humedad y las raíces.
Actualmente, en la zona
habitan dos familias campesinas, los Zaka Puma y los Wilka Puma,
sufridos colonos que, sustentados por una economía de subsistencia, pasan sus
días ignorando la relevancia simbólica de las construcciones, que conocen desde
siempre. Ninguno de sus miembros sabía algo sobre la historia del valle. Nunca
habían escuchado hablar de Manco Inca, de Sayri Túpac, Titu Cusi o Túpac Amaru.
El legado arquitectónico de los incas era para ellos un mero conjunto de “piedras”, sin valor alguno. Muy de vez
en cuándo se internaban en la arboleda, y si lo hacían era para “buscar tesoros”, para huaquear; es
decir, desenterrar piezas de cerámica, que sólo ocasionalmente podían ser
sucedidas por pequeños ídolos de oro y plata, que más tarde cambiaban por arroz
y otros productos.
Pero, a pesar de este “saqueo al pasado”, la actitud general de
los moradores es de respeto y temor. El nombre con el que hoy se conocen las
ruinas es “Espíritu Pampa”, la “Pampa
de los Espíritus” o “de los fantasmas”, ya que se asocian a ellas historias de
“aparecidos” (vistiendo indumentarias indias), extraños sonidos y
lamentos. Nadie se aventura por las ruinas, especialmente de noche.
Creo que lo más probable es
que estos relatos tenebrosos no hagan otra cosa que revelar, de un modo
inconsciente, el sentimiento de pérdida por un mundo (el incaico), del que
tanto los Zaka como los Wilka Puma son sus directos herederos. Y hasta podría
llegar a pensarse que los “lamentos lúgubres” provenientes del “roquedal”, son el signo de la
permanencia de un pueblo que se resiste a desaparecer o perder su digno
prestigio. Todo, envuelto en forma de leyendas.
No obstante, ese solapado
respeto se ve muchas veces entorpecido por la lucha que constantemente libra
esta gente contra los restos arqueológicos de la ciudad, que pierde
construcciones y terreno ante el avance destructor de palos, picos y arados de
mano. Las rudimentarias actividades agrícolas de la zona atentan contra la
preservación del patrimonio arqueológico, especialmente en los sectores
periféricos de las ruinas.
Prendo un cigarrillo, aspiro y disfruto de su sabor.
De pronto me viene a la cabeza una pregunta: ¿Cómo es que
llegué hasta aquí?
Y en momentos de éxito es bueno recordar.
ab
En 1911 el profesor norteamericano Hiram Bingham arribó
al Perú con un objetivo: descubrir las ruinas de la perdida ciudad de
Vilcabamba “La Vieja”, la última capital de los incas, escondida en las selvas
del oriente cusqueño. Había escuchado sobre ellas en un viaje previo y su veta
romántica lo impulsó a organizar una expedición un año después.
No dejó un buen recuerdo, pero sí la posibilidad de convertir
a Machu Picchu en uno de los principales destinos turísticos de Sudamérica, con
enormes réditos económicos para el departamento de Qosqo (toponimia correcta de
la bellísima ciudad peruana).
Pero Bingham se había equivocado.
Por entonces no habían salido a la luz una serie de
documentos coloniales, que probaban que Machu Picchu era en verdad una
“hacienda privada” del noveno inca, el gran Pachacuti. Por ese, motivo el
explorador yanqui erró al identificar las ruinas recién descubiertas con la
ciudad perdida que buscaba.
Machu Picchu fue para Bingham Vilcabamba, y murió con esa
creencia. Pero lo más sorprendente —e irónico al mismo tiempo— es que sí había
encontrado la capital de la resistencia, pero a cuatro días del emplazamiento
de las ruinas que lo hicieran famoso. El sitio era conocido por unos pocos
colonos con el nombre de Espíritu Pampa y se hallaba totalmente cubierto
por la jungla. Ese fue el motivo por el que Bingham no pudo ver ni calcular su
verdadero tamaño y descartó que fueran las ruinas de la capital que perseguía.
Como era de prever, catalogó el hallazgo —poco entusiasmado— y prosiguió viaje,
no sin antes sacarse una foto junto a su guía, sobre un puente de factura
incaica, semidestruido y cubierto de vegetación, en el corazón mismo de las
ruinas.
El 16 de marzo de 1986, cuatro meses antes de que emprendiera
mi segundo viaje al Perú, recibí como regalo de cumpleaños un libro que me
marcaría para siempre. Publicado en 1973 y corregido en su segunda edición de1983
por su autor, el célebre arqueólogo Federico Kauffmann Doig, el Manual de
Arqueología Peruana reproducía en la página 693 la tan mentada
fotografía a la que aludo.
Nunca supe bien porqué, pero desde el principio esa placa
cautivó mi imaginación. La observaba cada vez que abría el libro, recorriéndola
con una lupa, tratando de distinguir alguna emoción en los rostros de los dos
personajes retratados en ella. Pero no era una toma de buena calidad. Los
contornos se veían difusos, las sombras de los profusos árboles entorpecían el
contrate de la escena e incluso al propio Hiram Bingham, portando su
característico sombrero “Stetson” de explorador, no se le veía la cara.
No recuerdo en qué
momento específico me juré a mí mismo sacarme algún día una foto en ese mismo
lugar. Tuvieron que pasar trece años para que pudiera cumplir con ese cometido.
Ahora, tengo ese instante guardado en el rollo de la Asai
Pentax que descansa a mi lado.
Me llaman a cenar.
FJSR
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