martes, 21 de mayo de 2013


Un Puente Demasiado Lejos

 

 

Por

Fernando Jorge Soto Roland

Profesor en Historia

Director de la Expedición Vilcabamba 1998

 

 

 

Ruinas de Vilcabamba

Cuenca Amazónica del Perú

30 de julio de 1998

19:00 horas.

[Extracto de mi Diario de Viaje personal].

 

 

Recostado plácidamente contra una gran roca pulida por los siglos, observo el atardecer en la selva. A lo lejos, en el fondo del valle y enmarcando el paisaje del que soy una parte más, la majestuosa cordillera de Vilcabamba, escenario postrero de los últimos incas, adopta una tonalidad azulina, recortándose contra el cielo celeste de un ocaso que todavía no ha perdido su luminosidad.

Nuevos y misteriosos sonidos empiezan a inundar el ambiente. Es la noche que se anuncia con sus seres invisibles, ocultos en las sombras de la espesura y ajenos a nuestra presencia en el lugar. Es el momento del día en el que se produce un “recambio vital” muy interesante: los silentes animales diurnos dan paso al bullicio de los nocturnos; y la selva, calma hasta entonces, cobra vida.

¡Qué felicidad estar en estas tierras!...

¡El sueño se ha hecho realidad!...

Después de trece largo años de imaginar, una y otra vez un instante como este, estoy aquí; sumergido en el histórico escenario en el que los incas resistieron por casi cuatro décadas la conquista europea. Un lugar en el que la realidad y la leyenda se mezclan, recreando el marco propicio para la imaginación y el más genuino sentimiento de finitud.

Las sombras se alargan y la noche termina por devorarse las perspectivas. No hay luna, por lo que, sin nuestras linternas, no podríamos ver nada. Un manto de estrellas infinito cubre el firmamento. Jamás las vi tan grandes, tan brillantes. Es un espectáculo inenarrable en palabras. Hay que estar aquí para poder experimentar esta sensación tan plena que ahora me embarga.

Levanto la vista y observo a unos treinta metros, en un descampado, la luz del fogón de nuestro campamento. Pacho, Eugenio, Juan Carlos y “Coco” —mis compañeros de aventuras— se mueven de un lugar a otro, dando los aprestos finales para una cena que ansío desde hace horas. Estoy cansado, las piernas me duelen y las fatigas acumuladas en las dos últimas jornadas parecieran haber caído de golpe sobre mis hombros.

Una ráfaga de brisa fresca me impacta en el rostro. La selva me envuelve. Los fantasmas del pasado americano rondan las cercanías.

¡No puede haber en la vida un momento más hermoso que este!

La antigua capital del exilio se levanta en medio de un valle absolutamente cubierto de árboles, plantas trepadoras y lianas. Desde el lugar en donde acampamos es imposible ver construcción alguna y, según nos comentara Pancho (nuestro guía), muchos aventureros solitarios, que pretendían conocerla, seguían de largo sin percatarse de que, a muy pocos metros, los muros de Vilcabamba luchaban contra la humedad y las raíces.

Actualmente, en la zona habitan dos familias campesinas, los Zaka Puma y los Wilka Puma, sufridos colonos que, sustentados por una economía de subsistencia, pasan sus días ignorando la relevancia simbólica de las construcciones, que conocen desde siempre. Ninguno de sus miembros sabía algo sobre la historia del valle. Nunca habían escuchado hablar de Manco Inca, de Sayri Túpac, Titu Cusi o Túpac Amaru. El legado arquitectónico de los incas era para ellos un mero conjunto de “piedras”, sin valor alguno. Muy de vez en cuándo se internaban en la arboleda, y si lo hacían era para “buscar tesoros”, para huaquear; es decir, desenterrar piezas de cerámica, que sólo ocasionalmente podían ser sucedidas por pequeños ídolos de oro y plata, que más tarde cambiaban por arroz y otros productos.

Pero, a pesar de este “saqueo al pasado”, la actitud general de los moradores es de respeto y temor. El nombre con el que hoy se conocen las ruinas es “Espíritu Pampa”, la “Pampa de los Espíritus” o “de los fantasmas”, ya que se asocian a ellas historias de “aparecidos” (vistiendo indumentarias indias), extraños sonidos y lamentos. Nadie se aventura por las ruinas, especialmente de noche.

Creo que lo más probable es que estos relatos tenebrosos no hagan otra cosa que revelar, de un modo inconsciente, el sentimiento de pérdida por un mundo (el incaico), del que tanto los Zaka como los Wilka Puma son sus directos herederos. Y hasta podría llegar a pensarse que los “lamentos lúgubres” provenientes del “roquedal”, son el signo de la permanencia de un pueblo que se resiste a desaparecer o perder su digno prestigio. Todo, envuelto en forma de leyendas.

No obstante, ese solapado respeto se ve muchas veces entorpecido por la lucha que constantemente libra esta gente contra los restos arqueológicos de la ciudad, que pierde construcciones y terreno ante el avance destructor de palos, picos y arados de mano. Las rudimentarias actividades agrícolas de la zona atentan contra la preservación del patrimonio arqueológico, especialmente en los sectores periféricos de las ruinas.

Prendo un cigarrillo, aspiro y disfruto de su sabor.

De pronto me viene a la cabeza una pregunta: ¿Cómo es que llegué hasta aquí?

Y en momentos de éxito es bueno recordar.

 

ab

 

En 1911 el profesor norteamericano Hiram Bingham arribó al Perú con un objetivo: descubrir las ruinas de la perdida ciudad de Vilcabamba “La Vieja”, la última capital de los incas, escondida en las selvas del oriente cusqueño. Había escuchado sobre ellas en un viaje previo y su veta romántica lo impulsó a organizar una expedición un año después.

Guiado por antiguas crónicas coloniales e informantes locales, Bingham tuvo suerte: encontró los restos de una antigua ciudadela quechua, hoy conocida con el nombre de Machu Picchu y su fama se disparó al cielo; convirtiéndose en uno de los más reconocidos exploradores del siglo XX. Posteriormente se supo que no había actuado de muy buena fe y que exportó a EE.UU. un cargamento —no autorizado por el gobierno peruano— de piezas arqueológicas, que dejaron de ser parte del patrimonio artístico de la república hermana. En el lenguaje corriente, Bingham era un huaquero, un mero ladrón de tumbas y vasijas precolombinas, pero con título universitario y el apoyo de importantes instituciones del Norte.

No dejó un buen recuerdo, pero sí la posibilidad de convertir a Machu Picchu en uno de los principales destinos turísticos de Sudamérica, con enormes réditos económicos para el departamento de Qosqo (toponimia correcta de la bellísima ciudad peruana).

Pero Bingham se había equivocado.

Por entonces no habían salido a la luz una serie de documentos coloniales, que probaban que Machu Picchu era en verdad una “hacienda privada” del noveno inca, el gran Pachacuti. Por ese, motivo el explorador yanqui erró al identificar las ruinas recién descubiertas con la ciudad perdida que buscaba.

Machu Picchu fue para Bingham Vilcabamba, y murió con esa creencia. Pero lo más sorprendente —e irónico al mismo tiempo— es que sí había encontrado la capital de la resistencia, pero a cuatro días del emplazamiento de las ruinas que lo hicieran famoso. El sitio era conocido por unos pocos colonos con el nombre de Espíritu Pampa y se hallaba totalmente cubierto por la jungla. Ese fue el motivo por el que Bingham no pudo ver ni calcular su verdadero tamaño y descartó que fueran las ruinas de la capital que perseguía. Como era de prever, catalogó el hallazgo —poco entusiasmado— y prosiguió viaje, no sin antes sacarse una foto junto a su guía, sobre un puente de factura incaica, semidestruido y cubierto de vegetación, en el corazón mismo de las ruinas.

Involuntariamente, esa fotografía fue la única que por décadas existió de la verdadera Vilcabamba y quedó archivada, sin pena ni gloria; hasta que, en la década de 1960, otros exploradores develaron el enigma y pusieron sobre el tapete el error cometido por el norteamericano. Aún así, la foto del puente sólo en escasísimas ocasiones apareció en los manuales de arqueología e historia incaica; siendo uno de los pocos ejemplos gráfico publicados hasta la fecha.

El 16 de marzo de 1986, cuatro meses antes de que emprendiera mi segundo viaje al Perú, recibí como regalo de cumpleaños un libro que me marcaría para siempre. Publicado en 1973 y corregido en su segunda edición de1983 por su autor, el célebre arqueólogo Federico Kauffmann Doig, el Manual de Arqueología Peruana reproducía en la página 693 la tan mentada fotografía a la que aludo.

Nunca supe bien porqué, pero desde el principio esa placa cautivó mi imaginación. La observaba cada vez que abría el libro, recorriéndola con una lupa, tratando de distinguir alguna emoción en los rostros de los dos personajes retratados en ella. Pero no era una toma de buena calidad. Los contornos se veían difusos, las sombras de los profusos árboles entorpecían el contrate de la escena e incluso al propio Hiram Bingham, portando su característico sombrero “Stetson” de explorador, no se le veía la cara.

No recuerdo en qué momento específico me juré a mí mismo sacarme algún día una foto en ese mismo lugar. Tuvieron que pasar trece años para que pudiera cumplir con ese cometido.

Ahora, tengo ese instante guardado en el rollo de la Asai Pentax que descansa a mi lado.

Me llaman a cenar.

 


FJSR


sotopaikikin@hotmail.com

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