El fantasma
victoriano
Aproximación histórica a la creencia popular. Profesor Fernando Jorge Soto Roland Profesor en Historia por la Universidad Nacional de Mar del Plata |
Siempre me ha sorprendido la fluctuante
capacidad para creer en historias fantásticas que muchas personas poseen en la
actualidad. Basta con organizar una reunión frente a un fogón —en cualquier
noche de invierno o de verano— para advertir cómo, inexorablemente, la
conversación deriva hacia temas que meten miedo y que,
generalmente, tienen como protagonistas a fantasmas de distintas
especies.
En circunstancias como ésas, el viento deja
de ser viento para convertirse en susurros o lamentos; las sombras nocturnas se
vuelven misteriosamente significativas, denotando presencias no expuestas que
alimentan la sugestión y agigantan la imaginación. El mismísimo recuerdo se ve
alterado, y acontecimientos del pasado personal —mal definidos por la memoria—
encuentran en aquel contexto nocturno un catalizador que los reinterpreta,
entablando ocultas relaciones, antes no tenidas en
cuenta.
La noche y los fantasmas se llevan bien. Es
un binomio que ha logrado mantenerse en buenos términos durante siglos en el
imaginario de la cultura occidental, sustentando así una abundante literatura
que, aún hoy, sigue publicándose con gran éxito editorial.
Los fantasmas nos seducen, nos interesan, nos
inquietan. No es posible la neutralidad o la absoluta indiferencia cuando
alguien instala el tema en una mesa de discusión. Se les puede reverenciar,
temer o rechazar, pero nunca hacerlos a un lado sin algún comentario irónico,
escéptico o crédulo.
La creencia en la existencia de fantasmas es
un hecho generalizado que se fija prácticamente en todas las sociedades de la
Tierra. Leyendas, cuentos populares, rumores y folklore referidos a ellos,
testimonian —directa o indirectamente— el interés que los hombres tienen
respecto de lo que sucede más allá de la muerte; al tiempo que explicitan la
propensión de una época determinada a seleccionar respuestas, entre un
repertorio cultural particular, en consonancia con las demandas de una situación
concreta.
Occidente ha tenido con las muy variadas
entidades intangibles de su imaginario una relación que se
advierte cualitativamente cambiante en momentos determinados de su historia; y
múltiples han sido los factores que se conjugaron para que los fantasmas sean
hoy lo que la literatura muestra y mucha gente sostiene que son. Por todo ello,
podemos decir sin temor a equivocarnos, que la experiencia temerosa ante
los fantasmas —así cómo la conceptualización, atributos y cualidades que
de ellos se ha tenido— estuvo, y está, social, cultural e históricamente
determinada.
Cada cultura ha inventado sus propios
fantasmas, y occidente no ha sido la excepción a la regla. Pero la historia del
fantasma occidental es singular es singular en un aspecto: el haber estado
ligada al proceso de individuación, tan propio de nuestras
sociedades.
Los fantasmas nos hablan de nosotros mismos.
Sus apariciones son nuestros propios reflejos. Nos muestran, desde un ángulo
original, cómo hemos elaborado en los últimos quinientos años nuestra identidad,
nuestro exacerbado individualismo; y de qué manera se entretejieron variables
culturales, psicológicas y sociales en la construcción de la cosmovisión
antropocéntrica que ha hecho de Occidente lo que hoy
es.
Definir qué es un fantasma depende del
espacio y del tiempo. Depende del lugar que cada persona se adjudica a sí misma
dentro del universo. Por ello, una Historia de los Fantasmas nos obliga a
recorrer los senderos —ya exitosamente transitados— de otras historias, como la
del cuerpo, la de la muerte o la de la lectura. Significa, también, dejar
abierta una puerta al estudio de los sistemas de valores y sus cambios (que
desde el siglo XVIII indican una progresiva secularización y un olvido de los
deberes y normas trascendentes, para centrarse únicamente en la condición
inmanente del ser humano).
En muchos casos, el fantasma nos recuerda el
sentido y el deber que los hombres hemos olvidado. Nos reflejan los problemas
existenciales propios de una sociedad impregnada del más hondo materialismo.
El fantasma oculta y revela muchas cosas al mismo tiempo.
El discurso histórico sobre las apariciones
—en ocasiones controlado, tergiversado o utilizado en beneficio de sectores
particulares— revela una suerte de actitud imperialista que tornó a la imagen
tradicional del fantasma en un producto de exportación a distintas partes del
mundo; modificando imaginarios no europeos y creando una falsa idea de
homogeneidad planetaria en la creencia.
La actitud aculturadora de Europa, tan
pujante —desde el siglo XVI— sobre islas y continentes lejanos, alteró muchas
estructuras fabricadas de la realidad; y así, los fantasmas locales o
regionales, no pudieron resistirse a cambiar sus comportamientos,
caracteres y status.
Los fantasmas, asimismo, pueden ser variables
interesantísimas a la hora de reflejar las modificaciones en las sensibilidades
colectivas, relacionadas con instituciones sociales muy caras del universo
burgués (en especial del siglo XIX), tales como: la familia, el amor, la muerte
romántica, el secreto y el individualismo.
Banderas
visibles del antirracionalismo, los fantasmas —apareciendo y
desapareciendo— denuncian
insatisfactorias concepciones del mundo, inseguridades y muchas esperanzas, no
del todo creídas.
El fantasma victoriano
Como dice Eric
Hobsbawm, el siglo XIX fue predominantemente burgués en sus hábitos,
ilusiones y sueños. El emprendimiento y la concreción de objetivos
personales se convirtieron en exultantes manifestaciones del propio valer, y el
individualismo no se dejó rogar. Así mismo, un férreo orden social —sumamente
jerarquizado— reglamentó los comportamientos, los gestos y el imaginario social;
haciendo de las apariencias el resorte necesario para elevar el status dentro de
una realidad en la que la competencia se convertía en un valor digno de ser
puesto en práctica-
Esta sociedad
burguesa, logró impregnar —con su cultura y forma de ver el mundo— a aquellos
sectores sociales que la combatieron duramente, imponiendo lo que se ha dado en
llamar un aburguesamiento tanto de los grupos aristocráticos como
de los sectores obreros.
Fue este mundo
burgués el que inventó la intimidad —que era su esencia—; reorganizó los
rituales domésticos —que calaron tan hondo que se los creyó existentes desde
siempre—; propuso una renovada dualidad entre la solidez de lo material y
la belleza del espíritu. Elevó la castidad y la represión del instinto a
un punto tal que la hipocresía no pudo dejar de surgir. El secreto, el pudor,
los prejuicios y la llamada moral victoriana, evidenciaron —con su
difusión— el éxito de esta clase hegemónica en muchos rincones del planeta. Y,
por supuesto, los fantasmas también se aburguesaron.
Desde ese
momento quedó enunciada la doctrina del movimiento; y ya no fue el hombre
externo —completo y reflexivo— lo que se puso en juego, sino que, en lo
sucesivo, se distinguiría al hombre interior, ése que en su intento por
comunicar su alma con la naturaleza exaltaría las dimensiones de lo infinito. El
genio romántico —a fuerza de querer franquear los límites de la razón común, y
permitir la intrusión de lo fastasmático— planteó la vacilación del
cerebro, y entrevió la locura (en la que muchas veces llegó a caer).
Imbuido de una
gran dosis de irracionalidad, y dotado de una capacidad excepcional para exaltar
el sentimiento, el romanticismo reinventó el concepto de fantasma,
otorgándole una serie de cualidades que —popularizadas desde entonces—
impactaron en el imaginario colectivo, dándonos una imagen hoy tradicional del
mismo.
De esta manera,
nació un género literario que alcanzó un sorprendente desarrollo entre mediados
del siglo XIX y principios del siglo XX: la “Ghost Story” que, junto a la novela
gótica (de anterior data), sustituyeron a “[...] las groseras
supersticiones por delicadas emociones artísticas”[2].
Asimismo, la
organización de nuevas disciplinas científicas orientadas al estudio del hombre
—tales como la antropología y el folklore— dirigieron sus arsenales
metodológicos hacia las sociedades “primitivas” de distintas partes del mundo,
rescatando del olvido mitos y leyendas populares que revelaban una relación con
la muerte (y con los muertos) que se creía perdida en el entorno occidental.
Este mundo de los espíritus encontró, pues, en la leudante burguesía
decimonónica un medio propicio donde arraigar, intentando conciliar las
contradictorias dosis de espiritualismo y materialismo que esta clase social
encarnaba.
El fenómeno
espiritista —conocido desde tiempos antiguos, e interpretado de diferentes
maneras según el entorno cultural— reapareció en el seno de la sociedad europea
que, imbuida de
Esta moda
—convertida en hobby para unos, y en profesión para otros—
modificó la manera en que los fantasmas eran conceptualizados; aunque,
básicamente, lo que cambió fue la forma en que los espectros se evidenciaban.
Desde entonces —y hasta las décadas de 1930-1950— las Almas en Pena
empezaron a ser visualizadas (sin que por ello las clásicas
manifestaciones auditivas desaparecieran por completo). Castillos, abadías y
hospitales, teatros y mansiones, empezaron a albergar figuras etéreas que
vagaban cual sonámbulos por los corredores, dejándose ver, e
incluso tocar. El materialismo se imponía más allá de la frontera
de la muerte, y la doctrina espírita no tardó en teorizar al
respecto.
Allan Kardec
(padre del espiritismo) y sus seguidores, sostuvieron que el ser humano estaba
conformado por tres elementos: el alma, el cuerpo y el periespíritu, que
unía a los dos primeros a manera de “mediador plástico” y que participaba de la
naturaleza de ambos. Por lo tanto, merced a este periespíritu, las almas de los
desaparecidos podían corporizarse y trasladarse de un plano a otro de la
existencia, conservando una “semi-materialidad” fluida, de color, visible
y palpable. Como puede observarse, el paradigma mecanicista —tan en boga por
aquellos días— se aplicaba incluso en el Más Allá.
Los avances de
la tecnología se pusieron a disposición de esta rejuvenecida “caza de
espectros” y fue la fotografía —desarrollada a mediados del siglo pasado
(XIX)— la que facilitó los medios para poder retratar a los
fantasmas.
El daguerrotipo [1839] y
posteriormente la máquina fotográfica [1851], produjeron un fuerte impacto en
las sensibilidades colectivas de occidente. Con ambos inventos, la memoria y el
recuerdo de los seres queridos pudieron trascender la muerte de una manera hasta
entonces inédita; y la posibilidad de reconocer —mediante las fotografías— el
aspecto físico de parientes y amigos muertos se alteró
cualitativamente.
El tiempo
quedaba atrapado en esas placas de acetato, y con ellas se robusteció aún más el
individualismo. Ahora el pasado tenía un rostro identificable. Un rostro que
denunciaba —en los vivos— el paso inexorable de los años, y guardaba —de los
muertos— un retrato fiel, al que sólo los muy ricos habían accedido en el pasado
(mediante la pintura / retrato y la escultura).
Las lápidas de
los cementerios se adornaron con fotos (las típicas de forma oval); los álbumes
familiares se transformaron en espacios de la nostalgia, y el individuo
triunfante conservó de sí mismo —y de los otros— una imagen clara, diáfana y
palpable. Lo mismo sucedió con los fantasmas, que llevaron la relación con la
muerte a un plano más concreto, donde se descubrían las muertes propias (el
cambio de aspecto a través de los años) y las ajenas. Así se difundió un
renovado culto a los muertos y a los cementerios.
Las fotografías de supuestas
apariciones espectrales empezaron a acumularse, y a pesar de los fraudes
evidentes, un gran número de investigadores —y, por supuesto, la gente
común— mantuvieron y defendieron férreamente la validez de la prueba.
Incluso escritores que habían trasladado el tema al campo exclusivo de la
literatura, prologaban sus novelas y cuentos argumentando que los fenómenos
descriptos existían sin lugar a dudas; reconociendo que la ciencia y la
filosofía aún no los había esclarecido. Ejemplo de tal credulidad tardía fue
Sir Buldwer Lytton (1803-1873), quien con su obra, La Casa de los
Espíritus (1859), pretendió cerrar filas junto a los grupos
espiritistas.
Provistos de
fotografías, de testimonios denominados directos, y enmarcados por un
ámbito cultural que daba espacio a la creencia en fantasmas, hombres y mujeres
enrolados en diferentes grupos espiritualistas pusieron sus esfuerzos en tratar
de llevar el tema hacia el campo de la ciencia, alejándolo del ámbito de la
leyenda folklórica y la superstición. Médicos, matemáticos, físicos, escritores
de renombre y políticos de la era victoriana, propagaron decenas
de teorías a fin de explicar los casos denunciados de fantasmas. Muchos
de ellos lucharon, también, por desacreditar la temática, denunciando y
revelando notorios fraudes. Otros, mantuvieron una duda cautelosa, dejando sus
mentes abiertas a fenómenos que empezaban a ser denominados como
paranormales (más allá de la normalidad). Finalmente, un grupo no
reducido se transformó en fervientes defensores de la realidad objetiva
de los espíritus.
Denunciantes nocturnos
El “fantasma victoriano”,
exportado a distintas partes del mundo por los largos tentáculos de la
sociedad burguesa del siglo XIX, refleja —como tantos otros productos de esa
época— el entorno cultural que le dio origen.
Adoptados por
la poesía, la novelística y aún por la heterodoxa “ciencia informal”, los
relatos de aparecidos canalizaron la creciente necesidad de evasión a los
problemas cotidianos (la explotación del hombre, el hambre, el desamparo, la
soledad, el desempleo, et), que el
romanticismo supo con habilidad dejar plasmados en la literatura y otras
manifestaciones del arte. Los fantasmas disfrazaron tabúes burgueses, y
reflejaron al mismo tiempo una intención moralizante, que devino
en una muy particular pedagogía del miedo.
A quedar
desligados del Diablo, los fantasmas empezaron a teatralizar una escena dulce,
nostálgica —aunque no exenta de problemas— que encuentra sus raíces en una
manera nueva de conceptuar el sentido de familia y de
muerte.
Si tenemos que hacer referencia a una
institución exitosa, con una fuerte dosis de autoritarismo y epicentro de
valores morales tenidos por trascendentes, debemos hablar de la
familia (núcleo esencial del amor responsable en el universo del
burgués). Bastión y refugio de la intimidad, el “hogar dulce
hogar” se convertiría no sólo en una potente catapulta para el
individualismo, sino en el celoso guardián de los secretos
familiares, siempre peligrosos de ventilar.
Organizada
alrededor de un padre todopoderoso, los miembros de la familia —en
especial las mujeres— tenían sus vidas afectivas hipotecadas por “el bien
general del apellido”. Todo estaba reglado, controlado, medido. Pocas cosas
podían dejarse al azar. Los potentados debían casarse con potentados, caso
contrario el patrimonio y el prestigio de la estirpe quedaban mancillados social
y económicamente. Por lo tanto, ante el nunca deseado desliz amoroso de
alguien del grupo, las apariencias debían resguardarse, levantando un grueso
muro de silencio y secretos.
También la
presencia de un suicida, de un asesino o de un idiota en el árbol genealógico
del apellido, era más que suficiente para que se tendiera sobre ellos un
impermeable manto de olvido, resistente al chismorreo y el rumor.
Como alguien
escribió:
“Si bien
no toda familia es un asunto trágico, no cabe duda de que toda tragedia es un
asunto familiar” [4].
Y gran parte de
ello queda ejemplificado en las numerosas historias de fantasmas que tienen una
base argumental enraizada en dramas privados de ese tipo. Pasiones encontradas,
actos lujuriosos (escondidos o sublimados), ambiciones desmedidas (reales e
imaginarias), son lo que los fantasmas denuncian en sus rondas
nocturnas.
El “fantasma
victoriano” se convierte así en una doble amenaza.
Por un lado,
rompe con los límites racionales rígidos impuestos por las leyes positivas de la
naturaleza; consiguiendo crear un estado emocional que es capaz de alcanzar el
más sentido terror, por medio de extravagantes efectos de luz y escenas
extrañas[5].
Por otro lado,
tanto en la literatura como en la tradición oral, el fantasma decimonónico
irrumpe fracturando el secreto burgués, violando lo íntimo —lo no dicho—, al
hacer público los secretos inconfesables de una familia.
Las apariciones
piden, denuncian, exigen. Desenmascaran una intimidad hipócrita, egoísta y
morbosa, que el grupo se ha cuidado muy bien de resguardar. Este es quizás el
motivo por el cual el concepto “fantasma” fue incorporado en algunas
escuelas de psicología nacidas a fines de principios del XX.
Un aliado fiel a todas las historias
de fantasmas ha sido —y es— el rumor.
Masivo, difuso,
susceptible de ser realimentado —dada la transmisión en cadena que lo
caracteriza—, el rumor crea siempre una disposición muy especial para que surja
la credulidad; ya que “conmueve y
golpea en algún punto vulnerable al receptor, disminuyendo la capacidad de
discriminación”[6] y haciendo de lo imposible algo
probable y verdadero.
Presente en
situaciones de crisis —ya sean, sociales o familiares—, la tradición oral
encuentra en el rumor un instrumento indispensable para la difusión y
tergiversación de historias en la que descargar incertidumbres, envidias, celos
e impotencia, producto de la angustia.
La mayoría de
las leyendas de fantasmas reflejan esta situación. Con ellas, los sentimientos
indefinidos recién nombrados se concretizan en temores que pueden ser
manipulados y, por lo tanto, capaces de ser exorcizados, enfrentados o
publicados.
El fantasma que vaga eternamente en el
universo material de sus antiguas posesiones, el que exige plegarias o
atenciones espirituales a sus deudos, el que denuncia sus propios crímenes con
lamentos y visiones espantosas, o el que manifiesta un dolor infinito por un
amor prohibido o no correspondido, recrea las ambigüedades y dramas privados que
la sociedad burguesa no pudo evitar que cayeran en el dominio del rumor. Por
esta causa, los mencionados relatos de fantasmas fueron siempre bien aceptados
por un público expectante de chismes e historias fantásticas.
El egoísmo
materialista del espectro que se niega a abandonar el plano mundano y carnal de
la existencia —y que queda ligado a los objetos personales que lo
individualizaron de los demás (casas, pianos, fincas, sillones, etc)— es un
claro síntoma de mentalidad burguesa. Una mentalidad que hizo de las cosas
materiales un símbolo de status e identidad personal, que ya la muerte no podía
disolver. El hecho de que se conserven relatos que hablan de espíritus vistiendo
sus indumentarias de costumbre —corbatas, broches, sombreros, uniformes o
tapados— es muy sintomático al respecto.
También un
sobrenatural lazo afectivo une al fantasma con sus seres queridos cuando éste
les advierte sobre peligros inminentes o demanda de ellos un recuerdo más
sincero y fuerte[7]. Este temor al olvido —combatido en
los cementerios por medio de la arquitectura y escultura funerarias— quedó
plasmado en suntuosos panteones familiares, en los que –tras la muerte— todos
volvían a reunirse.
Comúnmente, los rumores que circularon
—y circulan— en torno de las apariciones poseen un denominador común ya
tradicional: el dolor, la violencia y los actos vergonzantes —reprimidos y
castigados por la sociedad— son los que sujetan, a modo de invisibles amarras,
al espíritu a este mundo. No es de extrañar, pues, que las abadías, conventos e
iglesias sean las que conserven historias de este tipo de historias tan cargadas
de pecados y actos perversos.
La figura
fantasmal de la monja que camina sollozando solitaria, expiando la culpa de un
amor carnal prohibido por Dios, es ya clásico en las tradiciones de occidente; o
la del sacerdote que, tentando por las voluptuosidades de la señora local, debe
pagar su pecado vagando por la nave principal de su capilla, “en las neblinosas
noches de invierno”.
Damas de
todos los colores —la “Dama de Azul”, la “Dama de Gris”, la
“Dama de Blanco”, etc— ilustran el folklore de distintos rincones de
Europa y América; y en casi todos los casos refieren historias de supuestos
escándalos amorosos, seguidos de muerte. Tal es el caso del fantasma femenino
que recorre los pasillos del castillo Muncaster, en el centro occidental
de Inglaterra.
Al respecto,
cuentan los lugareños que hacia 1822 una criada tuvo la osadía de enamorarse
—¡y ser correspondida!— del propietario de la finca. El asesinato de la
pobre niña en manos de matones nunca fue resuelto, ni los culpables
identificados (lo que expresa el riesgo de alterar las rigurosos normas de
endogamia clasista de la época). Según el folklore local, el espectro de
la pobre infeliz continua reclamando justicia[8].
Interesar
observar cómo historias de este tipo —gestadas la mayoría durante el siglo XIX—
fueron transferidas a tiempos medievales, modernos, e incluso antiguos,
otorgándoles a viejas tradiciones y rumores sobre fantasmas un romanticismo que,
con toda seguridad, no tenían en sus orígenes. Así, pues, argumentos
esencialmente victorianos fueron endosados —anacrónicamente— a historias,
mansiones, castillos y parajes, supuestamente encantados. Conflictos, crímenes y
dramas personales del pasado remoto fueron absorbidos, reinterpretados y
tergiversados por el espíritu burgués de la Ghost Story y desde entonces,
monjes medievales, aristócratas poderosos del renacimiento o burgueses del siglo
XVII (y sus respectivas amantes), poblaron con sus fantasmas cientos de
cuentos.
El particular gusto inglés por los fantasmas
Es probable que no exista ningún
rincón del planeta —controlado y aculturado por occidente— que no contenga en su
acerbo folklórico historias de fantasmas que reflejen los conflictos y valores
arriba nombrados. Tradicionalmente ha sido Inglaterra la gestora más prolífica
en leyendas de este tipo, y por ello se han intentando interpretaciones de
distinto calibre a fin de explicar este gusto tan particular que los británicos
han tenido y tienen por los relatos fantasmales.
Se ha dicho que
las apariciones del mundo anglosajón serían el necesario complemento de
maravillas de una sociedad regida por lo material y lo concreto; que Inglaterra,
al no conocer importantes procesos de brujería, buscó satisfacer en el mundo
fantástico del arte una carencia de hechos sorprendentes que la vida real no
ofrecía. Desde esta perspectiva, los fantasmas cumplirían una función evasiva de
un mundo que progresivamente se desencantaba tras el alud de pragmatismo del
siglo XVIII.
También se ha
insistido en atribuirle al paisaje inglés —con sus brumas y escenarios
grisáceos— el origen de estas historias de ultratumba. Tal como escribió H. P.
Lovecraft :
“La atmósfera [en todo relato] es siempre el elemento más importante, por cuanto
que el criterio final de autenticidad no reside en urdir la trama, sino en la
creación de una impresión determinada”[9].
Asimismo se ha
venido hablando del sentimentalismo inglés, que les llevaba a cultivar
tanto el temor como la tristeza, motivo por el cual pudieron —y supieron—
importar y reacondicionar relatos de fantasmas de otras latitudes, movidos por
el entusiasmo hacia lo exótico[10].
Tampoco se ha
descartado la ironía, la valentía o el carácter lúdico que todas estas historias
encierran, y que permitirían ampliar la explicación del por qué de esa tan
particular fantasmogénesis británica; sin por ello despreciar la no poca
producción alemana, francesa y norteamericana.
Lugares encantados
Todos los lugares poseen una doble
dimensión. Una real, que es en la que se vive y se trabaja. La otra imaginaria,
en la que se advierten las huellas de potencias infernales o celestes que
testimonian la presencia de los antepasados, de sus espíritus y recuerdos;
definiendo así un espacio propio, cargado de historia, afectos y emociones.
Visto de esta forma, un lugar es —en un cierto modo— una
invención[11].
Esto es lo que
llevado a que cosas que no han sido concebidas como fantásticas así lo parezcan;
por ejemplo faros, castillos, monasterios, abadías y mansiones.
“Los arquitectos, constructores de fortalezas, se han propuesto hacerlas
formidables y no encantadas” [12].
La tradición
oral y escrita informa acerca de miles de sitios con estas características;
sitios que van desde los ya mencionados —y construidos por el hombre— hasta
bosques, cruces de caminos,
El romanticismo
decimonónico retomó la posta y supo explotar su gusto por la soledad, por lo
vetusto y lo misterioso, poblando con fantasmas aquellos lugares que dieran
con el tipo. Así, jardines abandonados o moradas desiertas se hallaron a
disposición de los espíritus.
Enfrentándose a
una arqueología materialista por definición, el imaginario romántico hizo de las
ruinas sitios ideales donde poder elevarse y captar en concreto el
evanescente paso del tiempo y la brevedad de la vida humana. Se resistió a ver
sólo piedras —susceptibles de ser fechadas, medidas, catalogadas— y transformó
mentalmente a esos históricos monumentos en potenciales escenarios para tramas
misteriosas, protagonizadas por legiones fantasmales.
La Torre
de Londres vio aparecer entonces el alma en pena de Ana Bolena,
decapitada por su esposo en el siglo XVI; o el espectro de Sir Walter Raleigh,
injustamente condenado a prisión en el mismo siglo.
La Abadía
Newstead congregó entre sus muros una media docena de fantasmas. Por
ejemplo, el Temible Demonio Byron (supuesto tío del famoso escritor); una
anónima Dama Blanca, que camina pensativa por la casa y un Fraile
Negro, anunciador macabro de muertes cercanas. No podía faltar también el
espectro de un perro que corre por los jardines, ladrándole a la
luna.
Del mismo modo,
Watton Priory, un convento fundado en siglo VIII, pasó al acervo
folklórico inglés como un lugar poblado de lamentos y jardineros fantasmas. En
competencia con él, la Abadía Whitby sigue manteniendo una pequeña
congregación de monjas que, desde el Más Allá, continúan respetando los votos de
castidad que juraron en vida.
Historias
prototípicas como estas abundan no sólo en Inglaterra, sino también en Francia,
Alemania, España o Estados Unidos. De hecho no existe país que no posea sus
lugares encantados.
Puede que
cambie el escenario inmobiliario del drama, pero en esencia todas las historias
parecen ser variaciones de un mismo tema. Variaciones que, readaptadas al
espacio urbano e industrial, testimonian una necesidad muy enraizada en el
espíritu de los seres humanos.
Consecuentemente, ni las chimeneas humeantes del progreso, ni los
abarrotados barrios obreros de las surgentes ciudades industriales, desplazaron
del todo a los espectros de los muertos. Tampoco los espacios de sociabilización
burguesa —levantados en pleno corazón de la city— exorcizaron a sus legendarias
almas en pena. Así, el Teatro Royal —en Drury Lane, Londres—
comenzó a encerrar en sus palcos y plateas al espectro de un hombre desconocido,
vestido a la usanza del siglo XVIII, cuyas materializaciones siempre anunciaban
un éxito de taquilla.
Cada uno de los
muchos lugares encantados que acabamos de mencionar brevemente, son sólo una
escueta muestra —arbitraria— de los miles que existen desperdigados en las más
diversas geografías de Occidente[13].
La literatura nos ha acostumbrado a
pensar en los fantasmas como en entes individuales, solitarios, que aparecen
encantando mansiones y castillos; pero existen narraciones que refieren
apariciones en gran escala, es decir, un “gran espectáculo grupal de
espectros”. Generalmente, esta variedad folklórica está íntimamente relacionada
con acontecimientos históricos —perfectamente fechados e identificados— de
importancia regional o nacional.
En un siglo
como el XIX, en donde el simbolismo nacionalista fue tan importante, no pudieron
dejar de circular leyendas respecto de batallas fantasmales,
vueltas a representar en fechas y momentos caros al incipiente sentimiento
—¿fanatismo?— nacional. Así, las guerras civiles —como la inglesa o
norteamericana, de las décadas de 1640 y 1860 respectivamente— se convirtieron
en un sugerente caldo de cultivo de muchos relatos populares de fantasmas[14].
Testimonios de
dolorosos enfrentamientos entre hermanos y símbolos de las contradicciones de
las recién gestadas identidades colectivas, las batallas de Naseby —celebrada el
14 de junio de 1645, en Northamponshire—, la de Martoon Moor —del mismo año— o
el choque armado en Edgehill —de 1642—, son ejemplos ya tradicionales de
batallas inglesas en las que ejércitos espectrales escenifican el combate, en
los antiguos escenarios del drama. De igual forma, en la localidad de Shiloh,
Tennesse, Estados Unidos, la tradición oral sostiene que el sonido de armas de
fuego, choques de sables, gritos y lamentos, se podían oír varios años después
de celebrado el cruel enfrentamiento de abril de 1862 (y en el que 24.000
personas perdieron la vida).
Daniel Granada
ha denominado a estos lugares como “sitios asombrados”, puesto que
“sorprenden a la gente con los
ruidos, voces y visiones con que las almas en pena se manifiestan”[15].
América del Sur
—y el área rioplatense en particular— no están exentas de leyendas de este tipo,
y un patrimonio intangible de ello son los versos siguientes, en los que José
Hernández pone en boca del gaucho Martín Fierro la creencia popular que hemos
tratado:
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“En distintas direcciones
se oyen rumores inciertos
son las almas de
los muertos
que nos piden oraciones”
[16].
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Un aspecto muy explotado por la
literatura del siglo XIX —y que reflejaba el sentimiento de terror que flotaba
en el ambiente— fue el del temor a ser enterrado vivo.
Posiblemente nunca como en esa centuria, la angustiante y morbosa fantasía de
despertarse en un féretro bajo tierra, impactó tanto el imaginario funerario de
una sociedad. Y aunque nunca se probó que accidentes de ese tipo hubieran sido
generalizados, los artículos periodísticos de la prensa amarilla difundieron el
rumor, otorgándole la asiduidad que jamás tuvo.
Así, puestos en
duda los diagnósticos médicos de los certificados de defunción, enfermedades
como la catalepsia —productora de un estado de aletargamiento e inmovilidad del
organismo, que se decía podía ser confundido con el óbito— agudizaron los
temores y, por qué no, el ingenio decimonónico.
Fue un
chambelán del zar de Rusia quien, inspirado en la obsesión de moda, lanzó al
mercado europeo —hacia fines del siglo XIX— un aparato sencillo y
eficiente.
“Era una caja herméticamente sellada con un
tubo largo colocado en un agujero abierto en la tapa del ataúd en el instante de
bajar éste a la tumba. Sobre el pecho del muerto se colocaba una bola de vidrio
unida a un resorte que a su vez estaba conectado a la caja sellada. Al menor
movimiento de la persona encerrada, el resorte abriría la tapa de la caja, de
modo que la luz y el aire penetrarían en el ataúd enterrado. Al mismo tiempo se
iniciaría una reacción en cadena digna de una novela de ciencia ficción. Una
bandera se alzaba a más de un metro por encima de la caja; una campana sonaba
durante treinta minutos; se encendía una bombilla eléctrica. El tubo, además de
permitirle la entrada de oxígeno, servía de megáfono para ampliar la voz
presuntamente débil del moribundo” [17].
El tema fue
tratado por ciertas publicaciones médicas y el parlamento inglés, por ejemplo,
estipuló como obligatoria una espera prudente entre la defunción y el entierro.
Incluso se aconsejó que a aquellos que no podían comprarse un féretro con
“sistema de alarma”, se les alquilara uno por un tiempo.
Como es de
imaginar, fantasías tan morbosas no pudieron dejar de tener su correlato
maravilloso, y numerosos relatos montaron tramas en las que el desesperado
fantasma del enterrado-vivo, reclamaba venganza o ayuda.
Muertes prematuras o violentas suelen
esconderse detrás de los relatos victorianos de fantasmas, en especial cuando
esos decesos impiden —o dejan inconclusos— rituales de especial significación
social, tales como el casamiento o el bautismo.
En muchas
localidades de Europa y América aún pueden escucharse historias de aparecidos en
las que sus protagonistas son cónyuges muertos en el día del casamiento, o niños
que atormentan a sus padres en reclamo de un sacramento que no alcanzaron a
recibir. Idéntica suerte podían seguir los excomulgados, los suicidas o los que
ahogaban en el mar. Toda una legión de infortunados a los que se les había
negado un descanso bienaventurado, pasaron a los folklores locales siendo así
aprovechados por el afán didáctico y moralizador de las instituciones
religiosas.
Hacia una nueva interpretación
“¿Ha tenido usted alguna vez, cuando creía
estar completamente despierto, la impresión intensa de ver a un ser viviente o
un objeto inanimado, de sentir su contacto o escuchar alguna voz, sin que hasta
donde pueda descubrir, esta impresión de debiera a ninguna causa física
exterior?”.
Esta pregunta,
hecha en 1882, marca un punto de inflexión en el tratamiento que los fantasmas
habían tenido hasta entonces.
Excluidos del ámbito científico por
considerarlos productos de afiebradas fantasías histéricas, los espectros habían
buscado un obligado exilio en la novelística, en la poesía y en el rumor local.
El racionalismo los desechaba y todo aquel que los tomara en serio corría el
riesgo de ser tachado de ignorante, oscurantista, y por lo tanto perder el
prestigio entre sus colegas, vecinos y amigos.
El todopoderoso
materialismo impregnaba las teorías que explicaban el funcionamiento del
universo y en ellas las apariciones no tenían un espacio reconocido, puesto que
atentaban contra las posturas mecanicistas tan en boga. Pero hacia la década de
1880 una poco convencional organización irrumpió en la escena: la Sociedad
para la Investigación Psíquica de Londres (SIP); germen de
futuras asociaciones del mismo tipo en Francia y EE.UU., y que derivarían en el
estudio de la hoy llamada Parapsicología.
Típico producto
de su tiempo, la SIP convocó en su seno a un heterogéneo grupo de
personalidades, derivadas de distintos sectores de la intelectualidad británica
—filósofos, físicos, médicos, escritores, etc—; quienes mezclaron sus
inquietudes y opiniones con las de reconocidos espiritistas de la época. De esta
hibridación tan particular surgió un grupo de individuos que libraron un tensa
batalla por oficializar la clase de fenómenos que empezaron a ser llamados
preternaturales. Pero, básicamente, lo que hicieron fue replantear —con un nuevo
lenguaje— el problema de la existencia de los fantasmas, enfrentándose al
bastión ortodoxo del materialismo mecanicista.
Sus fundadores,
William Barrett (1845-1926), Frederic Myers (1843-1901) y
Edmund Gurney (1847-1888), buscaron desacreditar las historias
fraudulentas, combatieron a los embaucadores —los médium— y trataron de
darle a sus proyectos de investigación una metodología guiada por la prudencia
en las apreciaciones, la honestidad intelectual e incluso el
escepticismo.
La primer
publicación sobre “Apariciones” hecha por la SIP fue editada en 1894 y conocida
bajo el título de Censo de Alucinaciones. Esta encuesta,
practicada en Inglaterra, recogió los testimonios de 17.000 personas a las que
se interrogó respecto de sus experiencias “alucinatorias”. Con esta
denominación —alucinaciones— la Sociedad pretendió crear un espacio
intelectual neutro donde incorporar hipótesis de muy variado tipo —aunque en el
fondo, su móvil último fuera probar objetivamente la posibilidad de
supervivencia del alma después d la muerte—.
Con la encuesta
hecha —y tras eliminar sueños y efectos inducidos por la ingestión de drogas— la
SIP conservó únicamente 1.700 casos (el 10%) que respondían a los fenómenos que
se sugieren en la pregunta que encabeza este apartado. De ellos, sólo 32 casos
(1,5%) quedaron sin interpretación racional, siendo suficientes para dejar
entreabierta la puerta que permitía el acceso a un universo fantasmal real[18].
El campo de lo
paranormal empezaba a construir un espacio propio, controvertido y con el
tiempo, bastante popular en ciertos ambientes[19].
El discurso parapsicológico introdujo
un nuevo concepto —heredado del racionalismo del siglo XVIII— a través del cual
las categorías de análisis —vigentes hasta las décadas de 1920 y 1930— se vieron
profundamente modificadas.
Ahora era
la mente, con sus insospechados poderes, la que pasaba a ocupar el
lugar que antes había tenido el alma, y los fantasmas se convirtieron en los
productos derivados de ciertas aptitudes naturales en el hombre
—tales como la telepatía, la precognición o la psicokinesia—[20].
El lenguaje
tradicional —aquel derivado de lo religioso— fue desplazado por nuevas
hipótesis, nacidas de un materialismo agnóstico que —si bien no negaba la
existencia de los fantasmas— les dio a los espectros soluciones teóricas más
acordes con el cientificismo que pretendía alcanzar. Fue una renovada moda
especulativa que puso el acento ya no en entidades independientes del testigo
—el fantasma tradicional— sino en el testigo mismo. Las materializaciones y
visiones pasaron a ser “proyecciones de la mente” de un ser vivo
sobre la conciencia de otro ser vivo. Una especie de “fax telepático” que
descartaba la posibilidad de un regreso desde el Más Allá y dejaba abierta la
problemática de la supervivencia a otra disciplinas. Quizás el título de
la encuesta mencionada denote un aspecto más del proceso de secularización, tan
difundido durante el siglo XIX.
Es imposible negar la importancia que
tuvieron la ciencia y la razón a lo largo de la centuria pasada (XIX), y si bien
la moda del ocultismo y lo desconocido adquirió enorme popularidad, no es menos
cierto que generalmente se mantuvo anclada en las regiones cuantitativamente
minoritarias de la cultura occidental. Pero desde allí contrastaron de tal
manera que sus heterogéneas explicaciones sobre el funcionamiento de la
naturaleza, no pudieron dejar de advertirse —y por lo tanto, pasaron a ser
duramente cuestionadas y combatidas—.
Fueron en los
sectores aristocráticos y de burgueses acomodados de la “derecha política” en
donde estos gustos esotéricos se afianzaron con más fuerza. Este hecho motivó
que los fantasmas —y demás manifestaciones paranormales— fueran rechazados por
los grupos obreros que, recientemente, se habían incorporado al ámbito del
conocimiento (la llamada “aristocracia obrera” de la que saldrían los
primeros sindicalitas de fuste)[21].
En primer lugar
habría que referir el extraordinario avance que la educación popular experimentó
desde mediados del siglo XIX y principios del XX. Miles de miembros de la clase
obrera tuvieron acceso a verdades intelectuales que pusieron sobre el tapete
certezas racionalistas, técnicas y teorías, que empezaban a ser puestas en dudas
por ciertos sectores disconformes de la burguesía desencantada.
En segundo
lugar, para el movimiento obrero alfabetizado la ciencia —enemiga de la
superstición— se convirtió en una bandera de emancipación mental, y no
titubearon en abrazar al socialismo científico propuesto por Carlos Marx,
medularmente materialista. En contextos como este, los fantasmas no tenían un
espacio reconocido y fueron muchos los que interpretaron la moda del espiritismo
y sus derivados como un intento solapado de la burguesía decadente por
reencausar a los trabajadores hacia la ignorancia y la credulidad.
Desde aquélla
lejana época en que la SIP fue fundada, hasta la actualidad, ha corrido mucha
agua bajo el puente. El complicado devenir de la historia del siglo XX llevó a
la creencia en fantasmas por caminos que el presente ensayo —por cuestiones de
espacio— no puede abarcar. Lo cierto es que el derrotero señalado por aquellos
primeros parapsicólogos marcó una huella profunda, y el subterfugio de
racionalizar con argumentos irracionales las aparentes manifestaciones
espectrales, se mantiene muy vigente.
La
fantasmogénesis contemporánea habla hoy de “disgregaciones
moleculares”, “ondas energéticas”, “materializaciones
psíquicas” o “mundos paralelos”. Es otro lenguaje, pero que —como
antaño— se ha difundido gracias a la literatura de divulgación, manteniendo al
imaginario colectivo en los límites del pensamiento mágico.
Patrimonios intangibles de una cultura
que oficialmente los niega, los fantasmas continúan entre nosotros, hermanados
con la noche, los sitios abandonados y las reuniones en torno a un fogón.
Mantienen viva la predilección por lo maravilloso y aprovechan los hendiduras
que desatiende la crítica científica para transformar una leyenda en un hecho
aparentemente histórico supuestamente real, pero que de cuya existencia objetiva
nunca tendremos prueba porque a ellos los llevamos dentro.
Profesor Fernando Jorge Soto Roland
Profesor en Historia por la Universidad Nacional de Mar del Plata
Extracto del libro Visitantes de
la Noche
Referencias:
[1] Huyghe, René, El Arte y el hombre, Editorial
Planeta, 1967, Tomo III, pág. 283.
[2] Vax, Louis, Arte y Literatura
Fantástica, Eudeba, Buenos Aires, 1963, pp.123-124.
[3] Nota: Ectoplasma:
supuesta sustancia que exudan los espíritus al momento de materializarse. Es de
color blanco y semeja una mucosidad.
[4] Véase, Perrot, Michelle, “Dramas y
conflictos familiares” en Historia de la Vida Privada,
Editorial Taurus, Tomo VII, Buenos Aires, 1985, 1990,
[5] Obras como las de Sheridan Le Fanu, M.
R. James, Rudyard Kipling, Vernon Lee o Henry James, son ejemplo de
ello.
[6] Pichón Riviere, Enrique y Pampliega de
Quiroga, Ana, Psicología de la vida cotidiana, Editorial Nueva
Visión, Buenos Aires, 1985, pág. 47.
[7] Esta actitud refleja la negación de la
muerte del otro, muy propia del romanticismo burgués y analizada por historiador
Philippe Ariés en su libro El Hombre ante la Muerte.
Op.cit.
[8] Véase, serie documental Los
Fantasmas de los castillos de Inglaterra, Trident Production in
Association with Hilltop Pictures, Telearning, 1995.
[9] Lovecraft, H. P., op.cit., pág. 11.
[10] Véase, Louis Vax,
op.cit.
[11] Augé, Marc, Los No Lugares.
Espacios del Anonimato. Una antropología de la sobremodernidad,
editorial Gedisa, Barcelona, 1994, pág. 84.
[12] Vax. Louise, op.cit., pág. 36.
[13] Véase el excelente trabajo de Daniel
Cohen, Enciclopedia de los Fantasmas, Edivisión, México,
1989.
[14] En realidad todas las guerras han
sido importantes catalizadores en la creencia popular en fantasmas. La muerte
está presente día a día y la angustia es un dato cotidiano.
[15] Granada, Daniel, op.cit., pág.
104.
[16] Hernández, José, El Gaucho Martín
Fierro, Editorial Kapeluz, Buenos Aires, 1970.
[17] Véase, Davis, Wave, La
serpiente y el Arco Iris. Historia secreta de la magia, los zombis y el
vudú, Emecé, Buenos Aires, 1986, pp. 145-146.
[18] Véase, Eysenck, Hans y Sargent, Carl, op.cit.
[19] Véase, Inglis, Brian, Fenómenos
paranormales, Editorial Tikal, España, 1994. Además se recomienda un
buen ensayo sobre el tema en Historia de los fenómenos paranormales en sus
años más fecundos, del mismo autor y editorial.
[20] Eysenck, Hans, op.cit., pp. 12-13.
[21] Véase, Hobsbawm, Eric, La Era
del Imperio, Editorial Labor, Barcelona,
1987.
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Profesor Fernando Jorge Soto Roland
Profesor en Historia por la Universidad Nacional de Mar del Plata
Extracto del libro Visitantes de la Noche
Profesor en Historia por la Universidad Nacional de Mar del Plata
Extracto del libro Visitantes de la Noche
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