PERCY HARRISON FAWCETT
Sus expediciones, sus mentiras y El Mundo Perdido de Arthur Conan Doyle
Por
Fernando Jorge Soto Roland*
Así pues, con la intención de prestigiar a su país y mantener activa
la presencia británica en la región, Fawcett entró en relación con una selva misteriosa, que terminaría amando y en
la cual dejaría sus propios huesos.
Las crónicas de sus viajes (que escribiera en 1924, un año antes de
morir) se encuadran dentro de la denominada literatura
de supervivencia, inaugurada con las grandes exploraciones del siglo XVI y
que perdurará hasta bien entrado el siglo XX.
En este género, el explorador/escritor se convierte en el héroe de su
propio relato (igual que Edward Malone en la novela de Conan Doyle),
describiendo las penurias, peligros y sucesos extraños de los que fuera
testigo. A lo largo de las páginas de su libro, Fawcett hace desfilar los más
variados productos del imaginario, esos que van desde las ciudades perdidas a
las minas ocultas y de las tribus
“blancas” a
los monstruos. Así, el excéntrico explorador inglés, hace de la selva un
escenario en donde toda proporción, toda norma, queda desequilibrada. El “infierno emponzoñado”, como él la
denomina, es el símbolo mismo de la anarquía. Allí, la ley de los hombres y de la naturaleza no tienen cabida. Todo es
caos, desorden, nada es claro ni “ajustado a derecho”. Tanto la
esclavitud por deudas (sufrida por los indios, en pleno siglo XX) como los
actos de espantosa barbarie (cometidos impunemente por los empresarios del
caucho o fugitivos alejados de la civilización) denotan que esas selvas son
“otro mundo”; uno muy distinto del que Fawcett salía.
Tampoco la naturaleza se manifiesta de manera “normal”.
Las descripciones que hace de animales y plantas están empapadas de
exotismo y misterio. Serpientes, pirañas y cocodrilos (sic) co-protagonizan más
de una de sus desventuras a lo largo de la obra, y en todos los casos llaman la
atención por lo desproporcionado de sus dimensiones.
De todas las bestias que habitan el Amazonas, la anaconda gigante es, con seguridad, la que mayor cantidad de historias ha desatado y Fawcett fue uno
de los tantos que se encargaron de divulgarlas.
Según el propio explorador, él mismo fue testigo presencial de la
aparición de una anaconda que medía un total de 18 metros de largo. Un
verdadero monstruo que, al decir de los lugareños, no era el de mayor tamaño,
ya que afirmaban haber encontrado ejemplares de 23 metros, y aún de 40 metros
de longitud (por más que los zoólogos sostengan que dimensiones como esas sean
muy poco probables y que la exageración haya dotado a esos reptiles de una
monstruosidad dimensional que excede con creces los 9 metros científicamente
comprobados a la fecha).
Pero Fawcett
no se limita a la anaconda, va mucho más allá.
Su galería de monstruos incluye también a
un
“[...] Tiburón de agua dulce, enorme, pero sin dientes, de los que se
dice que ataca a los hombres y los traga, si tiene una oportunidad” [2].
Habla del Mipla,
“un gato negro de aspecto perruno y del tamaño de un sabueso”[3], de
“culebras e insectos aún ignorados por los hombres de ciencia y, en las selvas
del Madidi (Bolivia), de bestias misteriosas y enormes que han sido perturbadas
frecuentemente en los pantanos, posiblemente monstruos primitivos como aquellos
que se han informado en otras partes del continente” [4].
“Monstruos primitivos”. Aquí Fawcett pega un salto hacia la
credulidad más absoluta y se zambulle de lleno en el imaginario aborigen del
Amazonas (repleto de seres extraños y demonios descriptos como antediluvianos).
Él no los desecha, los incorpora a una realidad plausible cuando escribe la
siguiente pregunta retórica:
“[...]¿Por qué dudar, si quedan aún tantas cosas extrañas por descubrir
en este continente misterioso? ¿Por qué, si viven insectos, reptiles y pequeños
mamíferos todavía no clasificados, no podría existir una raza de monstruos
gigantes, remanentes de especies extinguidas, que viviesen en la seguridad de
las vastas áreas pantanosas aún no exploradas? En el Madidi, Bolivia, se han
descubierto grandes huellas, y los indios nos hablan de una criatura enorme,
descubierta a veces semisumergida en los pantanos” [5].
El párrafo anterior sintetiza, como pocos, el típico Mundo Perdido del que hablamos. Un
espacio inaccesible en el que el tiempo parece haberse detenido y los vestigios
del pasado se mantienen con vida, atentando todo razonamiento lógico y
evolucionista.
Al respecto, quisiera desarrollar una relación que encuentro sumamente
interesante y que probaría las íntimas conexiones existentes entre la novela de
aventuras y el espíritu de exploración.
Como ya hemos explicado anteriormente, Conan Doyle relata la
peripecias sufridas por un grupo de científicos en una expedición realizada a
una misteriosa y aislada meseta de la selva amazónica; en la que sobreviven
especies prehistóricas, extinguidas desde hace millones de años. A lo largo de
sus páginas se pueden detectar claramente los prejuicios de la época, el
imaginario imperante y el atractivo despertado por lo exótico en las
mentalidades victorianas. Es, en sí mismo, un compendio inmejorable de todas
las expediciones de ficción que se escribirían más tarde y una fuente de
inspiración para muchos exploradores de la vida real que, imitando al personaje
de la novela (el profesor George E. Challenger), se lanzaron en la búsqueda de cápsulas territoriales, detenidas en el
tiempo.
Fawcett fue
uno de ellos.
Escribe el malogrado explorador inglés:
“Ante nosotros se
levantaban las colinas Ricardo Franco, de cumbres lisas y misteriosas, y con
sus flancos cortados por profundas quebradas. Ni el tiempo ni el pie del hombre
habían desgastado esas cumbres. Estaban allí como un mundo perdido, pobladas de
selvas hasta sus cimas, y la imaginación podía concebir allí los últimos
vestigios de una Era desaparecida hacía ya mucho tiempo. Aislados de la lucha y
de las cambiantes condiciones, los monstruos de la aurora de la existencia humana
aún podían habitar esas alturas invariables, aprisionados y protegidos por
precipicios inaccesibles” [6].
Creo que no hay mejor ejemplo para reflejar el sentimiento de insularidad
que el párrafo anterior; pero por más que Fawcett se esfuerce en decirnos que
fueron sus experiencias exploratorias, y sus fotografías, las que inspiraran a
Arthur Conan Doyle a escribir su encantadora novela[7],
hay ciertas discordancias cronológicas, y paralelismos en las tramas de ambos
textos, que nos permiten sospechar que el sentido de la influencia fue
exactamente al revés: Conan Doyle fue el que incitó la imaginación de Fawcett
Conan Doyle publicó El Mundo Perdido en 1912 y Fawcett
escribió sus aventuras recién en 1924 (casi veinte años después de haber vivido
las experiencias de las que habla). Si se comparan ambos textos, se vuelve
evidente que el explorador inglés organizó todo su relato a partir del folletín
del Strand Magazine, emulando en
muchos aspectos al profesor Challenger. Fawcett es Challenger, y las
estribaciones de la meseta de Ricardo Franco (Serra do Roncador, Estado do Mato
Grosso, Brasil) no son otras que las de la fascinante Tierra de Maple White (nombre con el que Conan Doyle bautizó a su
mundo perdido).
Basta con comparar el párrafo citado
anteriormente —y escrito por P. H. Fawcett en 1924— con el siguiente, extraído
de la novela publicada en 1912:
“[...] Desde aquella altura me encontraba en situación ventajosa para
formarme una idea más exacta de la meseta que se alzaba en lo alto de los
montes rocosos. Saqué la impresión de que era extensísima; no pude distinguir
ni por el Este ni por el Oeste el final del panorama rocoso cubierto de
verde.[...] Una zona, quizás de la extensión del condado de Sussex, fue alzada
en bloque con todo su contenido viviente y cortada del resto del continente por
precipicios perpendiculares de una dureza que los hace resistentes a la erosión
que tiene lugar en todo el resto del continente. ¿Qué resultado se derivó de
ahí? El de que las leyes naturales quedaran en suspenso. Allí quedaron
neutralizados o alterados los distintos impedimentos y trabas que influyeron
por la lucha de la existencia en el ancho mundo. Sobreviven seres que de otro
modo habrían desaparecido ya[...]. Han sido conservados artificialmente gracias
a esas condiciones accidentales y extrañas” [pp. 50-51].
¿Quién es
quién?
¿Quién fue
primero, Fawcett o Doyle-Challenger?
El coronel Fawcett arribó a Bolivia en 1906, y fue recién en su
segunda expedición de 1908 en la
que pudo
observar las colinas de Ricardo Franco. Sus comentarios a Conan Doyle debieron
de haberse realizado entre ese año (ya en el mes de noviembre estaba en Buenos
Aires de regreso de la selva) y 1912, año de la publicación de la célebre
novela. No negamos (aunque no es un hecho comprobado[8])
que Conan Doyle se haya sentido atraído y motivado por los relatos del
explorador; especialmente por sus sugestivas fotos de la meseta, tal como el
propio Fawcett lo indica[9].
Lo que no es desatinado es suponer que, varios años más tarde,
el militar británico reacomodara sus recuerdos y apuntes al argumento
central de la taquillera novela de aventuras; y que en las expediciones
posteriores a 1912 buscara y encontrara los lugares y situaciones
que describiera Conan Doyle en la novela.
Así, la ficción y la realidad se mezclan, se entrecruzan y confunden.
La realidad alimentando la imaginación de un escritor, y ésta movilizando a un
explorador a seguir buscando ilusorios parajes, civilizaciones y razas[10].
Esta interrelación señala un aspecto de interés, al que muchos
historiadores de mentalidades le han
dedicado largas y debatibles páginas. Me refiero a los mecanismos por los
cuales situaciones, generadas en un
marco estrictamente literario, se transportan a la realidad histórica y pasan a
ser objetos de búsqueda, ya no por
personajes de ficción, sino por hombres de carne y hueso que, como P. H.
Fawcett, arriesgaron sus vidas en pos de maravillosas quimeras.
Por otro lado, el ejemplo analizado deja claramente al descubierto
aquella excelente máxima escrita por Jean Paul Sartre, en su libro La
Náusea, en la que dice que “todas
las aventuras se viven en el pasado”; revelando —como lo hace Fawcett— que
en todo relato de viaje la invención no queda nunca ausente.
Desde los días de Francisco Pizarro (siglo XVI), las inmensidades
sudamericanas han venido generando un imaginario movilizador. Una simple
palabra o frase bien armada fueron suficientes para catapultar a una expedición
en búsqueda de Dorados fantasmas
(sean éstos culturales o biológicos).
Ciertos escritores han sabido explotar muy bien la veta y, sin
proponérselo, contribuyeron al impulso romántico por explorar lo inexplorado.
Luis Córdova, un ensayista chileno que ha publicado varios artículos
interesantes por Internet, reconfirma lo que decimos cuando indica que:
“Poco después de la
publicación de la novela de Conan Doyle, un diario inglés informó que el yate
Delaware había partido desde Filadelfia, Estados Unidos, rumbo al río Amazonas.
La tripulación estaba compuesta por un osado grupo de exploradores que
pretendían recorrer a fondo este cauce y sus tributarios en interés de la
ciencia y la humanidad, buscando el mundo perdido de Conan Doyle, o alguna
evidencia física sobre su existencia. La expedición estaba encabezada por el
capitán Rowan y el profesor Farrable” [11].
Según se dice, el novelista británico al enterarse de semejante
aventura le dijo a su esposa: “Déjalos que vayan, si no encuentran la meseta con seguridad van a
encontrar alguna otra cosa de interés para la ciencia”.
Según algunos investigadores, Conan Doyle imaginó su mundo perdido en
la meseta de Roraima, una elevación de 2.772 metros, ubicada en donde confluyen
las fronteras de Venezuela, Brasil y Guayana[12].
En la novela se dan vagas referencias al sitio exacto en donde transcurre la
acción principal; así todo se dice claramente que avanzaron por el Amazonas y
que, desde Manaos, se desviaron por un tributario hacia el norte, llegando
finalmente ante las paredes verticales de la meseta. Es cierto que no hay
referencias directas a Roraima, aunque sí parece tratarse de ese lugar. La ruta
coincide, y en determinado momento Lord Roxton apunta: “Bien sea por aquí,
en el Mato Grosso, o aquí arriba, en este rincón, en el que coinciden tres
países, no me sorprendería nada(...)”.
Además, hay otros datos que nos permiten afianzar esta hipótesis.
Desde 1890, los conflictos limítrofes entre Venezuela y la Guayana
Británica (zona en donde se levanta Roraima) estaba en boca de la “gente culta
de Londres”, de la diplomacia y de unos cuantos exploradores. Hacia 1884, Evarard
Im Thurn consiguió ascender por primera vez al Roraima y regresó a Europa con
muestras y relatos de la famosa meseta, afirmando que había especies
desconocidas en la cima[13].
Estos comentarios llegaron a oídos de Conan Doyle ya que —como indica su biógrafo—
el
escritor
quedó vivamente impresionado por una charla que Thurn dio en Londres.
Hoy en día el tepuy de Roraima pertenece a Venezuela y su superficie
es bastante distinta a la descripta por Conan Doyle. En su cumbre no hay selvas
ni pantanos, sino un terreno rocoso donde escasean las plantas y los únicos
animales raros son los insectos[14].
Pero lo que pudo haber sucedido es una operación una tanto más
rebuscada, aunque muy común en los escritores de ficción: poner las
descripciones que Fawcett le hiciera (mostrándole las fotos) en un espacio
geográfico distinto. Es decir: transportar los contornos de las colinas de
Ricardo Franco (Serra do Roncador, Brasil) a suelo Venezolano (sitio donde se
levanta la meseta de Roraima).
Escribe el protagonista Edward Malone, en El Mundo Perdido:
“Aquella noche
acampamos al pie mismo del despeñadero rocoso. El sitio resultaba salvaje y
desolado. Los acantilados que se alzaban encima de nosotros no eran
precisamente verticales, sino que cerca del borde superior estaban combados
hacia fuera, desafiando de ese modo toda posibilidad de escalarlos. No lejos de
nosotros se alzaba una roca altísima en forma de pináculo (...), y su parte
superior alcanzaba igual nivel que la meseta, aunque entre ambas se abren las
fauces de una enorme sima” [Pág. 108].
Las fotos dejadas por Percy H.
Fawcett concuerdan a la perfección con la descripción que acabo de transcribir.
Basta con observarlas para advertir que ahí están las paredes verticales y
combadas, la vegetación en la cumbre y lo más característico: la altísima roca
en forma de pináculo[15].
Los exploradores perdidos.
“(...)Metí mi
cabeza entre las cañas y descubrí un cráneo descarnado. Estaba allí todo el
esqueleto; pero la calavera se había desprendido y yacía algunos pies más próxima
al terreno libre. Eran los detalles de una tragedia ya vieja (...). Quedaban
las botas, y dentro de ellas los pies huesudos; haciéndonos ver con claridad
que se trataba de un europeo. Encontramos restos de un reloj de oro de Hudson
(New York) y una cadena de la que colgaba una pluma estilográfica. Había
también una pitillera de plata que tenía grabadas en la parte exterior las
iniciales J.C. de A.E.S. El estado del metal daba a entender que la catástrofe
era aún reciente (...). No cabe la menor duda de que son los restos de James
Colver, el compañero de nuestro antecesor por estas tierra, el explorador Maple
White” [Pág.113].
Las inquietudes y especulaciones que han despertado, y despiertan, las
expediciones perdidas son otras de
las constantes que se repiten dentro del imaginario de Occidente. Un
sentimiento recurrente que, no exento de
morbo, moviliza a la opinión pública y facilita, al ocasional escritor,
captar la atención de sus lectores a través de la romantización del drama, y su
posterior conversión en aventura. Y es que, generalmente, el escenario de la
“atrayente” pérdida no está en el ajetreado mundo urbano, en el que la mayoría
vivimos. Las expediciones no se pierden en las grandes metrópolis, sino en un
marco natural que suele tener como telón de fondo a la selva y la montaña;
sitios no controlados y en los que toda nuestra tecnología suele convertirse en
un adorno inoperante que, si bien ayuda, en muchos de los casos (reales o
literarios) termina convirtiéndose en el ajuar funerario de los audaces e
inconscientes exploradores.
Ya desde la época de la conquista de América se vienen registrando
historias sobre náufragos o huestes perdidas en las selvas, que han alimentado
las tramas de inolvidables novelas y películas. La narración de las penalidades
y sufrimientos de exploradores desaparecidos han dejado flotar mil y una
interpretación sobre la suerte corrida; y en torno a ellos se tejieron rumores
y leyendas que terminaron haciendo, de muchos incautos, verdaderos héroes. Así,
aquel que buscaba lo exótico, al desaparecer, se volvía, él mismo, en objeto
exótico de otros.
Enrique de Gandía, el brillante historiador argentino que analizara
con detenimiento los mitos y leyendas de la conquista americana, escribe:
“En
verdad ninguna fantasía humana podrá superar en belleza y en misterio el
hechizo que rodea el recuerdo de aquellos náufragos y conquistadores
[exploradores] olvidados, cuyas voces parecerían llegar desde el fondo de las
selvas sombrías y las costas heladas, hasta los oídos de sus hermanos que los
buscaban empeñosamente sin poderlos hallar” [16].
Hombres perdidos en tierras desconocidas. Una conjunción ideal para el
imaginario. Una oportunidad más para recrear emocionalmente la tragedia y
transformarla en objeto de indagación, especulación y búsqueda. Una constante
que adquirió mil rostros y personajes a lo largo del tiempo. Un incentivo
extraño a la curiosidad que nace del dolor.
El tópico del explorador perdido
despierta una singular atracción debido a las múltiples posibilidades que se
encierran en el acto mismo de desaparecer.
Quien desaparece no termina de morir del todo, y la agónica esperanza
de volver a encontrarlo con vida facilita el despliegue de toda una serie de
especulaciones que prolongan la presencia del desafortunado viajero más allá de
los límites normales del duelo.
Ante la dificultad de resolver el misterio, el explorador desaparecido abre una ventana a “otro mundo”, de lleno
imaginario. Un mundo caracterizado, fundamentalmente, por la distancia y el
aislamiento, en el cual es posible construir las más fantásticas hipótesis;
esas que van de la pura y sencilla muerte en manos de aborígenes y animales
salvajes, hasta la irresistible fantasía de imaginarlo siendo el rey de un
nuevo país en el que ejerce su fuerte personalidad de “hombre blanco”.
En el Amazonas y en el Orinoco subsistió largo tiempo la creencia de
que por aquellas regiones había españoles perdidos desde hacía muchos años.
Esta creencia se viene arrastrando aproximadamente a partir de 1528, cuando,
desde Venezuela empezó a divulgarse el rumor de que en lo profundo de las
selvas había cristianos perdidos. De igual modo, los naufragios en costas
americanas generaron comentarios semejantes, y la imaginación, que nunca olvidó
a aquellos desafortunados viajeros, los supuso con vida pero apartados del
mundo, lejos de la civilización y “barbarizados” por el entorno que los
devorara.
Se oyó decir también que estaban rodeados de riquezas en maravillosas
ciudades perdidas, reconstruyendo sociedades ideales y conservando los secretos
que tanto habían deseado desvelar. Irónico destino para un explorador y clara
mezcla de impotencia y de crítica al mundo del que provenían. Ambivalencia de
una situación límite que conserva en sí misma dos posibilidades, repetidas una
y otra vez en cientos de mitos y leyendas: la de recuperar el Paraíso
Perdido o la de ser prisionero en un infierno terrestre, húmedo, selvático
y controlado por celosos salvajes pertenecientes a razas desconocidas.
El explorador perdido pega
así un salto y sale del tiempo. Adquiere, de algún modo, cierto halo de
eternidad y su no presencia —producto de un fracaso— se convierte en
ejemplo, símbolo y modelo de futuros exploradores.
¿Pulsión de muerte? Es posible, ya que parece no existir mayor
impulso para un aventurero que el fracaso de una expedición anterior.
Deseo de una muerte romántica; ansias de perdurabilidad, que se
sostuvieron activas hasta bien entrado el siglo XX y que todavía se detectan en
los marginales exploradores que recorren las selvas en nuestros días.
Pero hay un aspecto que las expediciones y exploradores perdidos
revelan: la permanente existencia de fronteras abiertas hacia Terras Incógnitas.
Una y otra vez, los mismos argumentos se repiten en diarios de viajes
y novelas. Como en los viejos cuentos infantiles, que reiteran constantemente
hasta el cansancio idénticas situaciones (que no son lícitas modificar, a menos
que se pretenda quitarles el efecto emocional que éstas encierran), cuando se
hace referencia a personas desaparecidas en regiones alejadas de la
civilización, suele caerse en argumentaciones de este tipo:
“Imagine la superficie de la Tierra, reste los
océanos, los desiertos, las montañas y las regiones árticas. ¿Qué queda? Un 20
% aproximadamente. Habitamos una quinta parte del planeta y creemos que estamos
en todas partes, que no hay espacio para nadie más o que todo está
completamente explorado y conocido”.
Suena emocionante, atrayente; el mundo inacabado perdura de algún
modo. Los espacios en blanco de los mapas picanean la curiosidad y hacia ellos
continúan marchando expediciones, de las que, en muchos casos, jamás
recibiremos noticias. Los espacios en blanco (que existen) se
transforman, así, en verdaderos agujeros negros.
Una selva inmóvil y en movimiento a la vez; insumisa, barnizada de
musgos húmedos y con senderos desconocidos. Árboles gigantescos cubiertos de
lianas y espesura. Un universo nacido de las crónicas. Un lugar al cual sólo
los suicidas pueden desear encaminar sus botas; pero, como dijo André Malraux,
“nadie se mata sino para
existir”.
Esa fue la suerte que corrieron muchos exploradores que hoy
engrandecen los libros de geografía. Ese es el sendero que transforma a un
hombre en leyenda, tal como le ocurrió al hoy célebre explorador británico,
Percy Harrison Fawcett, conocido aventurero que recibiera de Conan Doyle, y su Mundo
Perdido, una tremenda influencia.
Mato Grosso, Brasil. Mayo
de 1925. Desde el campamento bautizado “Caballo
Muerto”, localizado a 11º 43’ Sur y 54º 35’ Oeste, tres hombres envían las últimas
cartas a sus familiares y se internan en plena jungla. A partir de entonces:
silencio. Jamás se supo nada de ellos. Desaparecieron mientras iban tras una
supuesta ciudad perdida. El coronel Percy H. Fawcett, su hijo Jack y un amigo
de éste, Raleigh Rimmell, entraron a formar parte de las estadísticas.
A partir de ese momento se desató desde Inglaterra, y otros países,
una verdadera fiebre por encontrar a Fawcett y los suyos. A la misteriosa
desaparición se le sumó un nuevo incentivo, casi deportivo: el de la
búsqueda. Hallar al militar británico podría significar encontrar también
la evanescente ciudad “Z”, que Fawcett pretendía localizar; y en pos de ambos
se organizaron, a lo largo de casi veintiséis años, costosas expediciones de
rescate (muchas de ellas financiadas por periódicos, que supieron detectar la
enorme veta comercial que despertaba la estampa del explorador perdido).
Personas respetables contaban historias fantásticas sobre el malogrado
explorador. Por ejemplo, un ingeniero francés dijo haber visto a Fawcett en la
región Minas Gerais, dos años después de su desaparición. Era como si la
antigua aventura de Henry Stanley, en su búsqueda de Livingstone[17],
volviera a reeditarse.
En 1928, la North American Newspaper Alliance (NANA) colocó al
comandante George Dyott al frente de una expedición en la que se pretendía
averiguar la suerte corrida por Fawcett. Tras internarse en la selva y alcanzar
una aldea de indios anaqua, Dyott llegó a la penosa conclusión de que el coronel
británico y su hijo habían sido asesinados por una tribu vecina, los kalapalos.
Como era de prever, la familia del militar se negó a aceptar tal
contundente y pesimista hipótesis. Rechazaron
las conclusiones de Dyott y continuaron proponiendo las más románticas
explicaciones acerca de la suerte corrida por su esfumado pariente. Según
éstas, Fawcett aún conservaba la vida en alguna parte de la selva, sugiriendo
posibilidades que iban más allá de todo sentido común.
En 1930, el periodista Albert de Winton siguió los pasos de Dyott
hasta alcanzar la propia aldea de los kalapalos. En el sitio, Winton reconfirmó
la opinión de su predecesor, quedando convencido de que Fawcett había sido
muerto por los aborígenes de la región. Por desgracia, jamás pudo debatir con
los testarudos familiares del coronel inglés: Winton no volvió a aparecer.
También a él la selva pareció tragárselo para siempre.
Dos años más tarde, en 1932, un suizo llamado Stefan Rattin regresó
del Mato Grosso diciendo que había encontrado a Fawcett prisionero de una
tribu, al norte del río Bamfin. Juró haber hablado con él y, para poder probar
que sus dichos eran ciertos, organizó una expedición a fin de ubicar
definitivamente al inglés perdido. Ingresó en la selva y nunca más volvió a
salir de ella.
Las desapariciones se acumulaban (Fawcett, Dyott, Rattin...) y junto
con ellas la fascinación por la región aumentó. El Mato Grosso se tragaba a la
gente. Eso era noticia. Y los periódicos colaboraron en hacer más grande el
misterio, o directamente en construirlo.
Se llegó a sostener que el coronel británico estaba prisionero de
ciertas tribus amazónicas pero impedido de abandonar sus aldeas. Brian Fawcett,
hijo sobreviviente del militar, escribió:
“He oído decir que los indios salvajes
gustan de mantener cautivo a un hombre blanco. Esto aumenta su prestigio ante
los ojos de las tribus vecinas y el prisionero, generalmente bien tratado pero
estrechamente vigilado, ocupa una posición similar a la de una mascota” [18].
El mundo al revés.
Así era conceptualizada la selva. En ella, hasta el más insigne
representante del Imperio Británico podía llegar a convertirse en un simple
trofeo de guerra o un objeto de diversión de seres humanos que encarnaban el
salvajismo más primitivo. Occidente creaba un nuevo mártir, un héroe detrás de
las “líneas enemigas”; un símbolo de fortaleza y no-resignación que, aún diez
años después de su desaparición, seguía siendo imaginado con vida y enviando crípticos mensajes desde la espesura.
Mensajes que sólo podían ser descifrados por la “inteligencia blanca” y en los
que se indicaban los caminos a seguir para el descubrimiento de la civilización
perdida que lo retenía. Así, cualquier objeto que se encontrara pudriéndose en
la humedad de la jungla era una pista. Brújulas, valijas o teodolitos oxidados
abrían puertas inesperadas tras los pasos de Fawcett.
En 1933 ya se hablaba de indios blancos descendientes de su hijo,
Jack; y en 1935 se pusieron en marcha dos fracasadas expediciones que
terminaron divulgando informes sobre esqueletos y cabezas reducidas. Pero
ninguna de estas exóticas noticias fueron nunca confirmadas. Recién en 1951 un
tal Orlando Vila Boas sostuvo haber escuchado de boca de un cacique kalapalo
que él había asesinado a Fawcett y sus compañeros. Incluso encontró los que
podían llegar a ser sus huesos. Pero guiados por un esperanzado romanticismo,
la esposa del coronel y su hijo, siguieron negando los hechos.
Brian Fawcett (que escribiera el epílogo del libro de su padre) supuso
en aquella oportunidad que sus amados familiares:
“Pueden haber penetrado la barrera de
tribus salvajes y haber alcanzado su objetivo [la ciudad perdida de “Z”]. Si
esto hubiese pasado realmente, y si es verdad que los últimos sobrevivientes de
las razas antiguas han protegido el refugio, rodeándose a sí mismos de fieras
salvajes ¿Qué esperanza habían tenido de regresar, divulgando con ello el
secreto conservado tal fielmente durante miles de años?” [19].
La leyenda de Fawcett estaba firme y resistió por décadas los embates
del racionalismo más
derrotista;
tanto así que, en 1996, se organizó otra expedición para recabar los datos que
se pudieran sobre el elusivo explorador inglés. Por supuesto que no se esperaba
encontrarlo con vida, pero aún así, sus huesos continuaron atrayendo a curiosos
y estimulando el imaginario de fines del siglo XX[20].
Más o menos por la misma fecha en que Brian Fawcett lanzaba la
esperanzada prórroga de encontrar con vida a su padre, un joven explorador
francés llamado Raymond Maufrais desaparecía en las selvas de la Guayana
Francesa..
Corría el mes de noviembre de 1950 cuando este ex - soldado y
deportista se internó solo en lo más desconocido de la selva septentrional de
América del Sur. Tenía como único acompañante a su perro, Bobby; y según el
escritor Barros Prado (que describe la desastrosa experiencia de Maufrais en su
libro):
“[...] el joven galo, de 24 años de edad,
había decidido lanzarse en busca de las civilizaciones prehistóricas seguro
(como todos los que lo hicieron antes que él) de hallar la tan codiciada
Atlántida de Platón y las famosas minas de Los Martirios y Araés, en cuya
existencia mucha gente de reconocida intelectualidad insiste en creer” [21].
Es posible que Maufrais se halla sentido atraído por la leyenda de
Fawcett y de su inalcanzable ciudad “Z”, pero lo cierto es que, contrariando
todo buen juicio se internó sin más guía que sus fantasías en una de las
regiones más duras del continente.
Meses más tarde, un indio encontró, en la zona de los ríos Tamaurí y
Onaguy, las pertenencias del francés. Una cámara de fotos, un saco, un sombrero
y un revelador diario de viajes en el que estaban consignadas las penurias que
sufriera. Éstas iban desde el cansancio físico y las durezas del ambiente,
hasta el hambre más terrible (Maufrais terminó por comerse a su propio perro).
La última anotación tenía fecha 13 de enero de 1950. Desde entonces la jungla
no devolvió nunca al inexperto explorador, aunque sí atrajo un buen número de
expediciones de rescate. La primera (de las ocho que organizara) fue la de su
padre, Edgar Maufrais, quien repitiendo el guión de la familia Fawcett, creía
que Raymond se encontraba prisionero de alguna tribu, en la zona fronteriza
entre Guayana y Brasil. Recién en 1955 regresó solo a Francia, sin éxito, pero
manteniendo la convicción de que su hijo aún estaba con los indios.
Pero, la
pregunta es: ¿Con qué indios?
Cuando los europeos se desplazaron por el mundo, en
momentos de la última gran expansión imperialista (fines del siglo pasado y
principios del XX), creando colonias y explorando regiones hasta entonces
intransitadas por occidentales, supieron recopilar extraños informes sobre
aborígenes de piel muy clara, habitando rincones que el sentido común jamás
hubiera considerado propicios para el desarrollo de comunidades blancas. El mito
del indio rubio se propagó como una mancha de aceite por los cinco continentes
y no tardaron en ser considerados los responsables de las más magníficas obras
arquitectónicas de la antigüedad. Ya sea
en África, Asia o América, la raza blanca se endosó todo aquel pasado
que, a ojos de un explorador europeo, resultaba admirable.
Las selvas
sudamericanas conservaron ese arraigado mito.
Cuenta Eduardo Barros Prado que hacia 1951 le llegaron noticias,
provenientes de cazadores, que habían sido avistados indios extraños, con todo
el aspecto de hombres blancos, en la cuenca del río Alto Sucundurí (Brasil).
Intrigado y con el deseo vehemente de comprobar la realidad de tal extraño
hallazgo decidió consultar al célebre Mariscal Rondón, el gran explorador
brasileño fundador del Servicio de Protección a los Indios (S.P.I.) de Brasil.
En la oportunidad Rondón le dijo:
“Mire, mi amigo, solamente en el estado de
Amazonas habrá todavía unas cincuenta tribus sin clasificar, además de las
doscientas treinta y cinco que mis ayudantes y yo hemos catalogado. Pero,
lamentablemente el SPI no puede respaldar un compromiso tan grande [asegurar o
negar la existencia de los indios blancos] por la carencia absoluta de recursos
para la investigación[22].
Han tenido que pasar cuarenta y siete años para reconocer, junto con
Rondón, que las partidas presupuestarias siguieron siendo exiguas. Esto lo
prueba una noticia publicada por el diario Clarín de Buenos Aires, con fecha 9
de junio de 1998, y titulada: “Encuentran
en la Amazonía una tribu desconocida”. El artículo, difundido por EFE y
France Press, refiere que
“Entre las plantas gigantescas, hundidas en
la humedad caliente de la selva, están las casas de una tribu que los blancos vieron por
primera vez la semana pasada.[...]En la frontera entre Brasil y Perú, un grupo
de antropólogos brasileños vio una docena de construcciones de 15 metros de
largo y personas que corrían. Habían encontrado un grupo aislado”.
La noticia no elude el lenguaje emocional. Repite adjetivos y describe
situaciones que podemos encontrar en cualquier novela o diario de viaje. Y si
lo hace es porque llama la atención de la gente. Se pretende rescatar la
alteridad cuando se describen a las plantas como “gigantes”, o cuando se dice
que las “casas están hundidas en la humedad caliente de la selva”. Lo
desmesurado, lo perdido, lo aislado, lo desconocido...¿Cuántos futuros
exploradores saldrán la próxima temporada en busca de esas “extrañas” gentes?
Pero esto no es todo, ya que repitiendo casi las mismas palabras de Rondón
en 1951, la Fundación Nacional del Indio de Brasil (Funai)
“[...] considera que existen en el país 55
grupos indígenas aislados, y que todos están en la Amazonía sin haber hecho
contacto con la civilización blanca’”[23].
Las tribus perdidas, las sociedades aisladas, parece que todavía son
posibles de encontrar y de seguir adornando desde la distancia, dejando abierto
el mito de los indios blancos, que durante tanto tiempo ha venido difundiéndose
de boca en boca por los senderos de las selvas; aunque hallarlos haya implicado
siempre emprender actos temerarios y contar con una indispensable cuota de
suerte. Pero volvamos a los testimonios recogidos por Eduardo Barros Prado a
mediados del siglo y tratemos de entrever qué características poseían (¿poseen?)
los miembros de la elusiva comunidad de indios rubios del Alto Sucundurí.
Cuenta un serengueiro (cauchero), llamado Deodoro Cavalcanti, que
hacia 1918 llegar a territorios de los extraños indios implicaba sortear
penalidades de distinto tipo. En principio, ríos tempestuosos y traicioneros
durante 16 días de navegación; después, sortear rápidos y saltos que ponían en
peligro a la embarcación y los tripulantes; y, por último, atravesar las
comarcas controladas por tribus de reconocida agresividad. Toda una iniciación
que culminaba al alcanzar el rancherío de los indios blancos, “que poseían todo el aspecto de los
europeos, pero que andaban completamente desnudos”. También dijo que se
convenció de que eran indios por su “promiscuidad
y modales primitivos”[24].
El serengueiro creyó que se había topado con los descendientes de los primeros
caucheros blancos que, desde hacía tres o cuatro generaciones, se habían
perdido y adaptado a la selva...”degenerándose”[25].
No hablaban portugués ni holandés, sólo un dialecto selvático
desconocido. Vivían de la caza y de la agricultura; y habían mantenido una
actitud de total apatía frente a la comitiva de los caucheros recién llegados.
Su nudismo los acercaba a las bestias y la promiscuidad (que no detalla) era un
claro signo de salvajismo. Esa tribu sólo compartía un rasgo propio de lo
humano: era blanca. Pero eso no bastaba.
Deodoro regresó sano y salvo a la civilización y transmitió la
historia cuarenta (!) años después de vivida. Barros Prado, que fue quien la
recogió, trata de darle una explicación lógica sosteniendo que la hipótesis de
los europeos perdidos no termina de convencerlo ya que el lapso de 1877 (fecha
de ingreso de los primeros caucheros blancos a la zona del río Sucundurí) a
1918 (fecha del supuesto encuentro) es extremadamente corto para que “[...] aquella gente hubiese sufrido tan
grande transformación”[26].
Pero, si los indios blancos no son descendientes de europeos extraviados, ¿de
dónde provenían? Es aquí cuando el autor se deja llevar por la moda mística de
su tiempo y entreabre la posibilidad de acordar con Raymond Maufrais y Percy H.
Fawcett; quienes sostuvieron que los miembros de la extraña tribu serían los
restos de una raza blanca antiquísima que había poblado la Atlántida.
Este argumento, del que ya hemos hecho referencia en páginas
anteriores, posee una dosis peligrosamente oculta de racismo. Expliquemos,
brevemente, por qué.
Cuando, en el siglo pasado, el auge de la arqueología, y el interés
por las antiguas civilizaciones orientales o precolombinas, empujaron a los
estudiosos europeos a abandonar sus ciudades y trasladarse a los rincones más
extraños del planeta, para practicar in
situ sus investigaciones, se llevaron la gran sorpresa de toparse con
testimonios culturales que jamás habían imaginado. El régimen colonial les
abría las puertas a nuevos mercados, a más y variadas materias primas, pero
también a un pasado totalmente ignorado y que no encajaba con los prejuicios
del hombre culto, burgués y europeo de entonces.
Las ruinas egipcias, mayas e incaicas que salían a la superficie, tras
siglos de olvido, no parecían concordar con la situación social de los países
en las que se levantaban. Regiones pobres, dependientes, con un sistema
educativo deficiente o inexistente, como así también una tecnología por
completo importada de Europa, habían poseído en el pasado antecesores
maravillosamente creativos y con una disposición técnica que sus descendientes
contemporáneos habían perdido u olvidado.
¿Cómo era posible que “simples indios o negros” pudieran haber
construido obras de arquitectura e ingeniería tan fabulosas? ¿Cómo adjudicarles
a sociedades semisalvajes logros tan magníficos en el campo de las artes? No
cabía otra explicación que esta: sus constructores eran miembros de una raza
desaparecida, superior y, por supuesto, blanca.
Así, pues, fenicios y romanos, cartagineses y griegos, vikingos o
atlantes, habrían difundido sus legados culturales por todo el mundo,
enseñando, a los pobres salvajes, métodos y técnicas que luego éstos olvidarían
para siempre. Estas teorías difusionistas fueron muy convenientes para los
colonizadores europeos de los siglos XIX y XX, puesto que con ellas creaban un
precedente histórico para la ocupación y explotación imperialista. Si se fijaba
un origen extranjero (“blanco”) a los monumentos arqueológicos que se
encontraban, se legitimaba y justificaba la apropiación de ricas regiones del
planeta. “Nosotros, los blancos, hemos
estado primero aquí. Les hemos enseñado todo y ustedes lo perdieron. Aquí
estamos, nuevamente, para civilizarlos”. Ninguna sociedad cobriza o negra
era considerada capaz, por sí misma, de alcanzar un nivel de civilización y
progreso propio del hombre blanco. Racismo puro.
Por lo tanto, los rumores sobre “indios rubios” en las selvas
amazónicas venían a confirmar los postulados del imaginario racista que
analizamos ( por más que los mismos exploradores o arqueólogos no fueran
conscientes del arraigado prejuicio que cargaban).
Misioneros y censistas; cazadores y exploradores; aventureros y
contrabandistas, sean del grupo étnico que sean (indios, blancos, mestizos,
mulatos, negros), continúan (actualmente) denunciando avistamientos de indios
rubios que, como las sombras de la selva, pasan y desaparecen, sin saberse
nunca a dónde van.
Los hombres salvajes de los
bosques.
Pero no todas las tribus perdidas son blancas y rubias. También están
las negras y enanas (el otro extremo de la escala imaginaria de
la alteridad) o aquellas que conservan el más atávico de los primitivismos por
ser caníbales, violentas y completamente
peludas. Seres a mitad de camino entre la bestia y el hombre. El verdadero, y
tan buscado, “eslabón perdido”.
“Trepé, —escribe Edward Malone— pero
el árbol era enorme; miré hacia abajo y no pude distinguir ningún claro entre
las ramas. En una de estas, por la que estaba trepando, había un matojo tupido,
como de un arbusto parásito, agarrado a ella. Alargué mi cabeza apoyándola en
su borde, para ver lo que había del otro lado, y la sorpresa y el horro que me
produjo lo que descubrí estuvieron a punto de hacerme caer del árbol.
Una cara clavó su
mirada en la mía. El ser al que pertenecía estaba agazapado detrás del matojo,
y se había asomado a mirar al mismo tiempo. Era una cara humana, o, por lo
menos, mucho más humana que la de todos los monos que yo había visto en mi
vida. Alargada, blancuzca, la mandíbula inferior saliente, con un brillo de
pelambre cerdosa alrededor de la barbilla. Los ojos protegidos por cejas
espesas y largas, eran bestiales, feroces, y cuando abrió la boca, para
mascullar lo que parecía una maldición, me fijé en que tenía colmillos afilados
y curvos. Por un momento, leí en aquellos ojos malignos el odio y la agresión.
Pero un instante
después, los invadió como un relámpago de miedo incontenible. Hubo un crujido
de ramas rotas cuando se lanzó en zambullida frenética por entre la maraña del
follaje. Tuve la rápida visión de un cuerpo peludo, algo así como el de un
cerdo rojizo, y desapareció entre un remolino de hojas y ramas.(...) La
aparición de aquel mono-hombre me había producido tal sorpresa, que vacilé y
estuve a punto de emprender el descenso(...)” [pp. 161-162].
Las historias sobre hombres
salvajes se proyectan en el imaginario desde los más remotos tiempos. Su
presencia en la antigua Epopeya de Gilgamesh, bajo la figura de Enkkidu, un
semihumano que vive entre las bestias —datada en el segundo milenio antes de
Cristo—, es bastante sugerente. Por su parte, la Edad Media tampoco olvidó al
hombre salvaje de los bosques y lo representó de cientos de formas distintas
haciendo resaltar, en todos los casos, las características paradigmáticas de la
bestia con el objeto de confrontarla con el civilizado habitante de la ciudad[27].
Para el hombre salvaje su
ámbito es el bosque, la montaña o la selva, y mantiene con la naturaleza una
relación que en mucho se diferencia a la que el occidental tiene desde los
tiempos clásicos de Grecia y Roma. Él conservó un íntimo contacto con el reino
animal (cuyo destronamiento se inicia en el período Neolítico) sin dejar del
todo de pertenecer al universo de lo humano. Representa lo inculto y, por ello,
se lo suele ubicar en regiones poco conocidas o exploradas. Simboliza el
aspecto bestial del ser humano, su faceta irracional e indomable, motivo por la
cual lo transferimos fuera, con el objeto de poder combatirlo con mayor
facilidad.
Conan Doyle califica a sus mono-hombres salvajes de la siguiente
manera:
“(...) Diablos
cobrizos” [Pág.
192].
“(...) Aquello
brutos eran incapaces de correr lo que un hombre en terreno abierto” [Pág. 192]
“En la explanada,
junto al borde del despeñadero rocoso, se había reunido un grupo de aquellos
seres hirsutos, de pelo rojizo, muchos de ellos de enorme corpulencia, y todos
de aspecto horripilante. Delante de ellos, un grupito de indios eran unos
hombrecillos de miembros simétricos y cuya piel brillaba como bronce
pulimentado(...). Junto a ellos estaba un hombre blanco, alto delgado (...) [Pág. 195].
El hombre salvaje del que hablamos (el del imaginario), es, al mismo
tiempo, objeto de curiosidad y de legitimación para la tarea “civilizadora” del
hombre blanco y su ciencia.
Compleja y confusa, la imagen del salvaje
de los bosques, es encontrada en casi todos los continentes, y a pesar de
ser un producto típico de la imaginación humana, aguijoneó búsquedas verdaderas
hasta la actualidad. Como las ciudades perdidas, los monstruos o los tesoros
ocultos, el hombre salvaje encarna la
fuerza, la rareza, lo misterioso y lo secreto. Es otro claro ejemplo de que la
imaginación y la conducta se prestan mutuo apoyo, ejerciendo una acción
conjunta que arrastra a la vivencia de sucesos y lances extraños; en otras
palabras, a la aventura.
La explicación más popular sobre el origen de la creencia en los
hombres salvajes es que fue un vestigio de los tiempos paganos, el recuerdo
distante y distorsionado de una creencia anterior en tales dioses de la selva;
deidades que se ubicaban más allá de los límites cultivados.
Otra teoría afirma que estos seres
son en realidad las personificaciones del anhelo del hombre civilizado por
liberarse de las restricciones del mundo moderno. Algunos psicólogos y
sociólogos proponen que el recurrente mito del hombre salvaje es un símbolo de
nuestro lado reprimido o animal. En sí representa el lado oscuro de los
hombres.
“—(...) ¿Dónde están los profesores? ¿Y quién los persigue?
—Los monos-hombres. ¡Válgame Dios, y qué fieras!—exclamó lord
Roxton—. No alce la voz, porque tienen oído muy fino y ojos penetrantes. En
cierta ocasión caí prisionero de unos caníbales papúes, pero son unos señoritos
comparados con esa gentuza” [Pág. 187].
Finalmente, la última postura teórica sostiene que las leyendas se
inspiraron por el encuentro con un ser bípedo, peludo y semihumano real, pero
aún no identificado por la ciencia [28].
Es ésta la que a nosotros más nos interesa puesto que constituye la materia
prima indispensable del gran número de historias que originales novelistas y
exploradores han difundido con gran éxito.
“Los salvajes [...] no se conocen todavía; hay tribus cuya existencia
ni se sospecha. Tribus que [...]no viven cerca de los ríos navegables, sino que
se retiran más allá del alcance del hombre civilizado. En todo caso, cuando se
presume su existencia son temidos y evitados (por mi parte, yo siempre los he
buscado). Tal vez por esto, la etnología del continente (Americano)ha sido
basada sobre un concepto erróneo que trataré de rectificar[...]”[29].
Con estas presuntuosas palabras, Percy H. Fawcett nos introduce en
otra de sus extravagantes exploraciones por el Amazonas, mezclando, una vez
más, realidad y fantasía; y tomando, como base para su relato, la novela que al
parecer tanto le impactara: El Mundo Perdido, de Arthur Conan
Doyle.
Cuenta Fawcett que hacia 1913, mientras recorría las Sierras de
Parecis, en Bolivia, se topó, junto con su grupo, con un camino ancho que les
condujo hasta unas grandes cabañas, semejantes a colmenas. La tribu que las
habitaba era la de los Maxubis (aparentemente un pueblo sumiso y
pacífico, que Fawcett lo hace “descender” de una elevada civilización
—perdida— por el solo hecho de advertir en ellos un color de piel más claro que
el normal en los indios). Fueron los maxubis quienes les hablaron de otro grupo
aborigen, caníbal y violento, denominados los Maricoxis, y que habitaban “en una selva sin huellas” a pocos días
de camino.
El coronel inglés no pudo contener su curiosidad y encaminó sus pasos
hacia la tan temida comunidad. Cinco días después, según él, los encontró:
“Eran hombres grandes y velludos, de brazos extremadamente largos y con
frentes huidizas que empezaban en prominentes arcos superciliares; hombres en
realidad de un tipo muy primitivo y completamente desnudos” [30].
Y prosigue:
“[...] Sus guaridas eran primitivas, y en ellas se agazapaban los
salvajes de aspecto más ruin que había visto jamás. [...] Brutos con aspecto de
orangutanes, que parecían haber evolucionado muy poco sobre el nivel de las
bestias [...]. Eran horribles hombres-monos [...], para quienes el lenguaje
humano estaba más allá de sus facultades de comprensión” [31].
Y termina con
su galería prehistórica, diciendo:
“Antes de partir supe que [...] hacia el Este había otra tribu de
caníbales, los Arupi, y hacia el NE. otra más distante de gente pequeña y
oscura, cubierta de pelo, que ensartaban a sus víctimas en un bambú sobre el
fuego y una vez cocinadas les sacaban los trozos para comérselas [...]. Yo
había oído hablar antes de toda esta gente y ahora sé que las narraciones están
bien fundadas” [32].
Las descripciones de Fawcett son significativas porque, en muy pocas
líneas, condensan gran parte de los prejuicios racistas de su época (comunes en
la mayoría de los grandes exploradores del siglo pasado), combinándolos con
elementos de un imaginario que pueden rastrearse hasta bien entrada la edad
antigua y medieval. Sus primitivos aborígenes encarnan el atraso, el salvajismo
y la violencia que, a principios del siglo, solían atribuirse a los miembros de
las comunidades prehistóricas, de los albores de la humanidad.
Las características del rostro (alargado, huidizo, con fuertes arcos
superciliares), como también el aspecto tosco y velludo de los cuerpos
desnudos, nos alejan bastante del mito roussoniano del “Buen Salvaje” y
nos aproxima más a la estereotipada imagen que de los neandertales se tenía en
las últimas décadas del siglo XIX. Encorvados, semi-estúpidos y violentos por
naturaleza, los hombres-monos de Fawcett y Conan Doyle señalan no sólo
contrastes, sino límites bien precisos entre la modernidad del hombre blanco y
el salvajismo incivilizado del primitivo.
“Yo les llamo
monos, pero es lo cierto que iban armados de garrotes y de piedras, y que
chapurreaban algunas palabras entre ellos (...). De modo que están mucho más
adelantados que todos los animales que yo he tenido ocasión de conocer, eso es
lo que son, los eslabones perdidos y ojala que no los hubiésemos
encontrado nunca”
[Pág. 187].
Por otra parte, la crónica del coronel inglés introduce un elemento,
repetido hasta el cansancio en las novelas de aventuras, y es el que hace
referencia a la convivencia —en un mismo tiempo— de individuos pertenecientes a
diferentes especies homínidas (cada una en su propio estadio evolutivo).
Nadie encontró, después de Fawcett, a los Maricoxis, ni volvieron a
reportarse hombres peludos en las Sierras de Parecis. Los elusivos “Yetis”
sudamericanos quedaron, pues, confinados al ámbito en el que siempre
estuvieron: el de la literatura de viajes, la novela y la imaginación
Pero las puertas permanecen abiertas. Seguirán descubriéndose viejos
sitios con nuevos ojos y a ellos continuaremos transfiriendo todos aquellos
aspectos, preciados o despreciados, de nuestra propia cultura. El imaginario se
adaptará a las circunstancias por venir, manteniendo siempre viva la posibilidad de que occidente siga soñando
con otros universos, con la diferencia, con lo ajeno; siendo, como el mismísimo
profesor Challenger y su grupo, los primeros en descubrir mundos perdidos que,
para bien o para mal, “finalmente pertenezcan sólo al hombre”(Conan
Doyle).
Fernando
Jorge Soto Roland
Profesor
en Historia
Director
de la Expedición Vilcabamba 1998
BIBLIOGRAFIA
· Barros Prado, Eduardo, La Atracción de la Selva,
Editorial del Sol, Buenos Aires, edición 1994 (primera edición de 1950).
· Bartra, Roger, El Salvaje Artificial, Ediciones
Destino, Barcelona, 1997
·
Cohen, Daniel, Enciclopedia de los Monstruos.
· De Gandía, Enrique, Historia Crítica de los Mitos y
Leyendas de la Conquista Americana, Centro Difusor del libro, 1946, pp.
251-252.
· Fawcett, Percy Harrison (edición 1974). A
Través de la Selva Amazónica, Madrid, Editorial Zigzag, Madrid.
· Hermes Leal (1996). Coronel Fawcett, A Verdadeira
História do Indiana Jones, Sao Paulo, Brasil, Editorial Geraçao.
* Profesor en Historia,
explorador.
[1] Fawcett, Percy Harrison (edición
1974). A Través de la Selva Amazónica, Madrid, Editorial Zigzag,
Madrid.
[2] Fawcett, P.H., op.cit., pág.177.
[3] Ibíd., Pág. 266.
[4] Ibíd., Pág. 266.
[5] Ibíd., pp. 177-178.
[6] Fawcett, P.H., op.cit. pág. 191.
[7] Ibíd., Pág. 192.
[8] Conan Doyle nunca reveló
de donde vino la inspiración para escribir El Mundo Perdido.
[9]
Respecto de la misteriosa meseta de Ricardo Franco y sus supuestos misterios “Eso
pensó Conan Doyle cuando más tarde en Londres, yo le mencioné esas
colinas y le mostré fotografías. Me habló de la idea para una novela en
la América del Sur central y buscaba información, que yo le proporcioné gustosamente.
El fruto en 1912 fue su Mundo Perdido, que apareció como folletín en el
Strand Magazine, y después en forma de libro, consiguiendo amplia
popularidad.” (P. H. Fawcett, A Través de la selva Amazónica, Ed. Zig-Zag,
Pág. 192).
[10] Véase: Hermes Leal (1996).
Coronel
Fawcett, A Verdadeira História do Indiana Jones, Sao Paulo, Brasil,
Editorial Geraçao.
[11] Córdova, Luis, Los
dinosaurios de Conan Doyle, Internet.
[12] Nota: los indios
de la Gran Sabana Venezolana llaman a estas inmensas mesetas de paredes verticales
con el nombre de tepuys, y las imaginan habitadas por misterios y
maravillas.
[13] Nota: El primer europeo
en ver Roraima fue el alemán Robert Hermann Schomburgk, quien escribió: “Me
quedé atónito al mirar el gigantesco paredón y, dominado por una sensación de
opresión casi angustiosa, mi corazón empezó a latir con violencia, como si
fuera amenazado por algún peligro oculto frente al cual mi fuerza diminuta era
impotente”. Schomburgk no pudo llegar a la cumbre. Tiempo después, en 1879,
el explorador y artista J. W. Boddam Whetman, dibujó una impactante postal de
la meseta/tepuy de Roraima.
[14] Hay casi un centenar de
tepuys al norte de Sudamérica y actualmente se los explota turisticamente.
Roraima sigue siendo, para la moderna industria de los viajes de aventura, el
Mundo Perdido que fuera hace un siglo en la imaginación de Conan Doyle.
[15] Véase foto: Fawcett,
P.H., A Través de la Selva Amazónica, pág. 226.
[16] De Gandía, Enrique, Historia
Crítica de los Mitos y Leyendas de la Conquista Americana, Centro Difusor
del libro, 1946, pp. 251-252.
[17]
NOTA: En el año 1871 el periódico norteamericano Herald le encomendó a su
periodista estrella, Henry Morton Stanley, que buscara y encontrara a un famoso
misionero británico, David Livingstone, desaparecido desde hacía años en el
centro inexplorado de África. La cobertura periodística fue espectacular y el
mundo entero siguió los pasos del rastreador. Stanley encontró a Livingstone el
10 de noviembre de 1871, en la aldea de Ujiji, a orillas del Lago Tanganika.
[18] Fawcett, Brian, op.cit., pág. 450.
[19] Ibíd, pág. 458.
[20] Leal. Hermes, Coronel
Fawcett. A verdadeira história do Indiana Jones, Gerçao Editorial, Sao Paulo,
Brasil, 1996.
[21] Barros Prado, Eduardo, La
Atracción de la Selva, Editorial del Sol, Buenos Aires, edición 1994 (primera
edición de 1950).
[22] Barros Prado, E.,
op.cit., pág. 54.
[23] Véase: Diario
Clarín, "Encuentran en la
Amazonía una tribu desconocida", Martes 9 de junio de 1998.
[24] Barros Prado, E.,
op.cit., pág. 56.
[25]
NOTA: Con el auge del caucho, desatado hacia la década de 1870, se produjeron
en Brasil importantes migraciones internas que llevaron a muchos blancos pobres
(descendientes de holandeses) a ingresar en el Amazonas. Se han registrado dos
grandes "entradas": una en 1877 y la
otra en 1904.
[26] Barros Prado, E., op.cit.
pág. 58.
[27] Véase: Bartra, Roger, El
Salvaje Artificial, Ediciones Destino, Barcelona, 1997
[28] Cohen, Daniel, op.cit., pp.17-18.
[29] Fawcett, P.H., op.cit., pág. 266.
[30] Ibíd, pág. 309.
[31] Ibíd, pág. 310.
[32] Ibíd, pág. 314.
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