Serenos
Los guardianes de la noche, la memoria y la “Dama de blanco” del Cementerio de la Chacarita por Fernando Jorge Soto Roland | |
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Parte
1
Armados con velas,
faroles o linternas, según la época, los serenos son los depositarios de una
larga tradición en la que la imaginación, cebada por la noche, se transforma se
una factoría de historias inverosímiles, que sólo adquieren ese carácter cuando
el turno de trabajo termina al amanecer.
La oscuridad, el
silencio, la soledad y el miedo contextúan a este oficio. No es de extrañar
entonces que sus desconfiadas miradas estén teñidas de conspiraciones
imposibles, de misterios que transforman en realidad creencias populares y
supersticiones que, únicamente de noche y bajo la trémula luz de una linterna,
adquieren un status ontológico que sólo el sol puede borrar.
Los serenos se mueven
en un universo alternativo al común de los mortales. En principio, desempeñan
sus tareas rompiendo con la herencia evolutiva que nos ha convertido en animales
diurnos, pretendiendo, con la rudimentaria tecnología que les brinda una
lamparita y un par de pilas, combatir el desconcierto que a los humanos nos
producen los espacios oscuros. Sin luz. Es una lucha constante por erradicar el
“miedo a la oscuridad” y el “miedo en la oscuridad”, que es el más
común de sus temores.
Los serenos son los
guardianes de la noche que, finalizado su horario de trabajo, devienen
en trovadores de la oscuridad. En difusores convencidos de historias que
trascienden la creación individual y pasan a ser parte del acervo colectivo de
una comunidad. Sin saberlo, ellos solidifican temores y prejuicios, valores y
consejos que, enmascarados detrás de sus fantasmagóricas experiencia, mantienen
(o al menos intentan mantener) el orden moral de una localidad. En el fondo, sus
fábulas nocturnas pretenden dejar una enseñanza olvidada por la propia sociedad
que los contiene.
Traductores de
temáticas ancestrales (tales como la muerte, el olvido, la memoria, el amor y el
dolor), los serenos son personajes ideales a la vera de un fogón. Oradores
envidiados y sospechados. Expertos autodidactas en leyendas urbanas que empujan
la línea fronteriza que separa la realidad de la ficción, volviéndola endeble,
poco rigurosa y móvil.
Capaces de convivir
con esos dos mundos sin inconvenientes ni contradicciones, el serenazgo
naturaliza lo fantástico transformando el universo en algo maravilloso, casi
medieval, en donde todo resulta posible sin conflictos racionales, y en donde lo
material y lo inmaterial se dan la mano conviviendo sin
problemas.
Gremio de vigilantes
(no en vano se los conoce también como “vigilantes nocturnos”), los
serenos acechan a las sombras y éstas los acechan a ellos en cementerios,
grandes hoteles, hospitales, fábricas y escuelas, ruinas arqueológicas,
dependencias públicas y edificios modernos de última generación. Todos éstos
convertidos en verdaderas usinas de leyendas gracias a las intervenciones de los
personajes que nos ocupan.
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Proveniente del latín “serénum”, término que a su vez deriva
de “serum” (tarde, noche), la palabra sereno alude, según la Real
Academia Española, a los encargados de rondar por las noches con el objeto de
velar por la seguridad de vecinos y propiedades. Es por lo tanto,
etimológicamente, una actividad ligada a las penumbras. A esas horas en que los
contornos se desdibujan y la percepción se vuelve incierta, abriendo mil
interpretaciones capaces de romper o alterar la cosmovisión
dominante.
Como oficio, el de
sereno no requiere mucho más que resistencia al sueño y el manejo, más o menos
ducho de un arma de fuego, usada como elemento de intimidación, disuasión o
defensa. No se necesita un alto nivel educativo y es, por ende, un trabajo no
demasiado calificado. Ajeno a los paradigmas científicos que rigen nuestros
días, el serenazgo, en principio, conllevaría la condición de extrema
credulidad, volviéndose susceptible a interpretar ciertos “sucesos” de un
modo un tanto heterodoxo. De este modo, los serenos se acercan a la herejía, al
error, a una desviada lectura de la realidad según lo marca la ortodoxia, tanto
científica como religiosa. Pensemos en las interminables historias de fantasmas
que este gremio nos ha legado, y sigue legándonos a
diario.
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Claro que sería ésta
una lectura sesgada si no agregamos que la falta de una educación formal
prolongada no basta para explicar el fenómeno de la difusión de
“historias extrañas”. Muchas personas educadas, aún con títulos
otorgados por universidades de prestigio, creen a pie juntillas en cuestiones
referentes al “Más Allá” y demás tópicos esotéricos (ovnis, telepatía,
precognición, telequinesia, etc.) de los que carecemos –a pesar del tiempo
transcurrido- de pruebas irrefutables que certifiquen su existencia. Es una mera
cuestión de fe y, como tal, requiere de testimonios que la avalen. De testigos.
De profetas incomprendidos a los que inútilmente se los puede convencer de lo
contrario; al punto de acentuar sus convicciones cuanto más se los refuta o se
les pide una explicación racional.
Es más fácil creer
que pensar. Y este es un caso emblemático. Síntoma
de un cambio de época y refugio de la desazón y falta de confianza a una ciencia
que prometió el paraíso y, a la postre, trajo muy poco. Alguien dijo que el fin
del mundo no sobrevendría con una explosión, sino con una largo gemido. ¿No
serán las historias de serenos parte de ese lánguido sollozo, anunciando la
vuelta al pensamiento mágico de antaño y el fin de un positivismo engreído que
creyó poder explicarlo todo?
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Probablemente le estemos diciendo decir a los serenos más de lo que
dicen en realidad; pero vale la pena pensar unos minutos en el tema. De otro
modo quedaría sin explicación el motivo por el cual docenas de programas de
televisión con temática paranormal los tienen como principales protagonistas e
informantes.
En más de una ocasión sostuvimos que el contexto engendra significado. Que el ambiente y sus características morfológicas y físicas condicionan la manera de aprehender historias, rumores y leyendas; máxime cuanto estás tienen como actores a seres del “otro mundo”. El contexto de trabajo de los serenos es de por sí muy particular. La noche sigue siendo un territorio que no dominamos completamente. Un simple corte del fluido eléctrico bastaría para reconocer nuestra electrodependencia e incapacidad para lidiar covenientemente con las sombras. Tras la destrucción permanente de toda fuente de energía eléctrica nos bastaría apenas unos días para retrotraernos al siglo VIII. Volver al medioevo sin posibilidades de adaptación. Basta con observar el comportamiento de la gente cuando se corta la luz: las leyes se diluyen y el comportamiento antisocial se impone. El miedo desplaza todos los derivados de la luz artificial, y los serenos conocen a la perfección dicha situación. De alguna manera viven entre las sombras que engendran sus creencias y alimentan sus nutridas anécdotas. |
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Crípticas historias
emergen de las supuestas “raras” experiencias que los serenos viven. Pero ellos
mismos suelen ser tan crípticos como los relatos que cuentan y dicen
protagonizar. No es sencillo acceder a sus testimonios. Un mundo de temores y
sospechas se levanta, en principio, entre el entrevistador y el entrevistado,
conduciendo muchas veces a no poder consignar con todas las letras el nombre y
apellido de éstos.
Sostienen que no
quieren ser “escrachados”, ni correr el riesgo de perder el trabajo por
comentarios fuera de lugar o infidencias propias del oficio. Pretenden que el
anonimato los proteja y que las burla irónicas no los alcancen. La historia
queda así resguardada y flotando en un anodino limbo de incertidumbre. Tal vez
en esto último resida el encanto de sus relatos. En la incertidumbre. En la
vacilación que provocan. En la difícil tarea (por no decir imposible) de
confirmarlas sin ninguna duda.
Cuestión de fe. De
confianza.
Pero eso no basta, a
menos que se evite probar la existencia objetiva de esos hechos y se salte al
campo del simbolismo y de la historia de mentalidades, para empezar a
desentrañar el imaginario de la sociedad que los produce (que es donde debemos
bucear para darles el sentido que nos permita considerarlos partes del
patrimonio intangible de la sociedad).
Cuando de historias
de fantasmas se trata, no nos cabe la menor duda, los serenos constituyen la
punta de un ovillo que nos conduce a un universo cultural rico e interesante que
nos habla de aquellas cuestiones que, desde siempre, nos quitan el
sueño.
Parte
2
Damas de todos los
colores rondan por las noches en diversas partes del mundo. Hoteles, hospitales,
cementerios y castillos las tienen por conspicuas moradoras.[1]
Las hay etéreas y
gráciles, inmutables ante los sucesos y “testigos” que las rodean, como si
desearan expresar una histeria femenina, sobrenatural, aún después de muertas.
Pero también están las otras. Más concretas, corpóreas e interactivas, capaces,
según las leyendas, de asustar, e incluso atacar, a sus circunstanciales
espectadores.
Adoptan diversos
nombres según los países. Toman características locales y expresan, con su
eterno y agónico deambular, los problemas propios de una comunidad que,
normalmente, suelen ser problemas de carácter universal, adaptables a cualquier
contexto histórico y geográfico. En suma, revelan cuestiones propias de los
seres humanos, y no tanto de los fantasmas, que es el grupo al que estas damas
pertenecen. Espectros que protagonizan decenas de rumores e historias, en más
lugares de los que uno imagina.
Novias abandonadas en
el altar, viudas que no terminan de procesar nunca su duelo, maestras que
extienden sus responsabilidades docentes más allá de la vida biológica o
compungidas niñas de la alta sociedad que mueren en la flor de la vida,
alimentan el folklore, asustándonos cuando baja el sol, denunciando pecados,
reclamando atención o cumpliendo tareas y promesas inconclusas durante su paso
por la tierra.
Estos fantasmas son también la expresión de conflictos sociales y de
tabúes imposibles de ser exteriorizados directamente. Enuncian problemáticas y
temores que necesitan metamorfosearse en historias verosímiles, construidas
colectivamente. Por eso son importantes. Los fantasmas, en nuestro caso
concreto, las “damas de blanco”, dicen mucho más de lo que a primera
vista puede parecer.
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Hubo una época (allá por la década de 1960) en que los
“especialistas” en fenómenos paranormales sostenían que los cementerios
eran sitios inocuos, lugares carentes de manifestaciones fantasmales, sin
“actividad residual” y, menos que menos, almas en pena que interactuaran
con serenos y vigilantes nocturnos. Por entonces se preferían las mansiones
victorianas, los hoteles antiguos o los consabidos castillos medievales, por ser
éstos los más susceptibles a convertirse en los indispensables escenarios de
tragedias y dramas; que, como indica la costumbre, son necesarias para que se
generen fantasmas. No hay que olvidar una larga tradición que nos informa que
los asesinatos, accidentes, suicidios y muertes violentas de todo tipo, tienen
un efecto especialísimo (y misterioso) sobre el contexto del drama y el alma
del difunto; obligando, al primero, a quedar “encantado” y reduciendo, al
segundo, a ser un espíritu descarnado y deambulante que cruza, una y otra vez,
la línea que separa a los vivos de los muertos. De esta manera, lo fantástico se
convierte en una categoría maravillosa de la realidad. Una realidad en la que
todo es posible.[2]
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Pero, ¿por qué,
entonces, no sucedería lo mismo con los cementerios?
La respuesta se
desprende de un prejuicio nunca comprobado (y durante algún tiempo considerado
como algo “lógico” por los obispos de lo irracional). Según los
cazafantasmas de los ’60, al cementerio se llega hecho cadáver. El espíritu del
muerto ha quedado en otro lado (en el de la tragedia). Por ende, los camposantos
sólo serían un reservorio de generaciones de cuerpos más o menos olvidados.
Cuerpos secos. Vacíos.
Pero la tradición
oral (tan llena de elementos irracionales como la anterior) contradijo esta
tajante afirmación de la “academia paranormal”; y son los testimonios de serenos
y vigilantes de cementerios los que la refutaron. Ellos afirman, sin dudar la
mayor parte de la veces, que “cosas raras” ocurren en nuestras
necrópolis, especialmente por la noches. Y que esas rarezas son posibles porque,
si bien no es lo más común, ha habido crímenes y suicidios en los cementerios.
Esto habilitaría al alma de las víctimas a rondar por el lugar e identificarse
con él. Pero el lado morboso del asunto no se queda sólo en tragedias de ese
tipo. Hay otra, muy explotada por la imaginación: un accidente que, como
veremos, alimentó uno de los temores más extendidos (y exagerados) que tiene la
cultura occidental: el ser enterrados con vida.
De las muchas
historias protagonizadas por damas espectrales, abundantes y variopintas, de
carácter continental, nacional y hasta barrial, decidimos en este trabajo elegir
una muy poco conocida, de la que tuvimos noticia hace un mes en el cementerio
de la Chacarita de la ciudad de Buenos Aires. En aquella oportunidad, mientras
recorríamos un sector abandonado y aislado de la necrópolis porteña, conocimos a
un miembro del servicio de vigilancia que no tuvo inconvenientes en relatarnos,
escuetamente, una historia que concuerda con muchas de las que circulan en
distintas partes del mundo.
He aquí la
transcripción completa de esa escueta entrevista.
“Esto hace «miles de años» que está abandonado. Hace rato”, exageró un miembro
del servicio privado de vigilancia del cementerio de la Chacarita al verme
deambular por un sector apartado del camposanto. “No está permitido caminar
por acá. Es peligroso”, alertó no bien estuvo a mi lado. “Hay afanos y
saqueos. Gente que se esconde y queda dentro del cementerio después de que éste
cierra. Inclusive roban de día. Hace unos días a una viejita que traía flores.
No es conveniente que ande por acá”. Afanan de todo y no se puede
hacer gran cosa. Esto después de que cierra es tierra de nadie. Pero yo estoy en
el turno mañana. De noche no me quedo ni loco…”.
Entonces me animé a
preguntar por los consabidos fantasmas de la tradición oral.
“Sí que hay fantasmas”, respondió. “Los muchachos cuentan
que los ven caminando. Ven a alguien por delante de ellos y cuando con las
linternas los alumbran, desaparecen… Además, te llaman por tu nombre. En este
sector y en todos lados. En tierra mucho más. Por ejemplo, en el sector donde
está la tumba de los padres del gobernador Scioli hay una garita y, ahí, te
llaman por tu nombre. También ven pasar, entre las bóvedas, mantos negros,
sombras. Y después está una viuda que la enterraron viva, y más tarde falleció
acá adentro. Esa se pasea de blanco todas las noches. Aparece entre las dos y
tres de la mañana. Una hora. Todas las noches se pasea. Todos los días la ven.
Dicen que vos la ves y, de pronto, no la ves más y se te aparece al lado tuyo.
Le han sacado fotos, pero salen todas borrosas. Sólo el dibujo (silueta)
de la mujer. Pero adentro no se ve nada. Tiene los ojos brillantes como los
gatos. Pero ya ni miedo le tienen. Algunos la invitan a tomar mate: ¡Che, vení a
tomarte unos mates! ¡Haceme compañía!, le dicen… Pero acá los peligrosos son los
chorros, no los fantasmas. De noche afanan de todo, sobre todo bronce. A los
vivos hay que tenerles miedo”.[3]
En el universo
nocturno de los serenos de la Chacarita, los incidentes sobrenaturales que,
según los testimonios acontecen en el predio, se insertan (a la hora de
construir qué es lo real) en lo que Algirdas Greimas y Joseph Courtés
llaman “un acuerdo intersubjetivo”.[4] En ese pacto el
valor de la verdad queda condicionado por los discursos concordantes que los
serenos transmiten y retroalimentan noche tras noche. De este modo el rumor se
va consolidando y, pasado un tiempo, puede que se solidifique y convierta en una
leyenda, que la larga duración mantendrá vigente cada vez que el sol se
ponga detrás de los muros del cementerio. Pero para que el “acuerdo”
pueda concretarse deben darse una serie de condiciones en las que, “la forma
del relato”, el arte de narrar y de escuchar, como así también el contexto
de la narración, constituyen variables más que importantes a tener en
cuenta.
La primera condición
que se observa es la necesaria mezcla de realidad y fantasía que el relato debe
tener. No basta referir al fantasma. En lo posible hay que darle un marco
geográfico e histórico (o pseudo-histórico) concreto, para que el efecto sea
contundente.
En otros lugares de
Buenos Aires, como en el cementerio de la Recoleta o la Iglesia de Santa
Felicitas del barrio de Barracas, las “damas de blanco” que allí
deambulan tienen nombre y apellido: Rufina Cambaceres, en el primer ejemplo
(afectada, según el relato, por un ataque de catalepsia y muerta en su ataúd
tras despertarse en la cripta donde habían depositado su cuerpo, en 1902); y
Felicitas Guerrero, en el segundo (asesinada por un celoso pretendiente en
1872). Estos datos precisos, tanto en la identidad, época y lugar de las
tragedias (fácilmente determinados en la narraciones más completas), tal vez
sean la clave del éxito para que hayan sobrevivido en la tradición oral porteña,
y sean repetidas día tras día por legiones de guías de turismo en sus tours
nocturnos (o de los otros).
La situación de la
ambigua “Viuda-Dama de Blanco” de la Chacarita es un tanto
diferente.
Ella es un ser
anónimo. Carece de prosapia. No tiene un linaje específico. No hay apellido de
renombre, ni apodo. No hay nada. Es sólo una mera presencia sin rostro. Una
figura, “un dibujo sin nada adentro” (cuentan los serenos),
idéntico a los que se pintan para representar y recordar a los
muertos-desaparecidos de la dictadura genocida de los años ´70. Posiblemente
éste sea el aspecto más importante, ya que puede relacionarse con los
denominados “tópicos de quiebre”[5], tan comunes en
muchas historias de fantasmas y que expresan los valores dislocados de una
sociedad; como la mentira, la violencia, la tortura y la mismísima violación de
los derechos humanos.
¿Es, acaso, la
viuda blanca, un solapado reclamo por la(s) identiad(es) perdida(s)? ¿Una
metáfora inconciente del intento de asesinato de la memoria, perpetrado
por los gobiernos militares y ciertos sectores civiles?
Tal vez.
No creo que sea ésa
una lectura descabellada, si el propósito del folklore es expresar,
espontáneamente, las características propias de la identidad de un grupo. Y la
falta de memoria ha sido (hasta hace muy poco) una nota esencial de los
argentinos. En este sentido, las apariciones espectrales en el cementerio,
constituirían una verdadera paradoja puesto que las necrópolis han sido (y son),
por excelencia, los espacios simbólicos más representativos de la preservación
de la memoria (individual y social). Por otra parte, en una época como la
nuestra, donde cada vez menos gente visita los cementerios, sería lógico suponer
que la “viuda blanca” no es más que un grito de culpas colectivas. Un
resabio de viejos rituales olvidados. Lo poco que queda de un culto a los
antepasados que, a través de una historia de fantasmas, reclama una urgente
actualización.
La soledad y el
olvido se transfiguran en damas espectrales. Por eso, en el relato del
vigilante, los serenos toman la posta y dicen con voz propia lo que en
definitiva ellas mismas reclaman: “Vení, haceme
compañía”.
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En un cementerio, en gran parte olvidado, una residente fantasmal
demanda un recuerdo cariñoso. Somos nosotros mismos luchando contra el miedo a
la nada y a la tendencia de no visitar más a nuestros muertos.[6]
Una condición
necesaria para que historias como la de la Dama de la Chacarita perdure
en el tiempo es su verosimilitud. El relato tiene que ser creíble. Pero
en una trama protagonizada por un fantasma, la empresa puede volverse un tanto
complicada. No es lo mismo crear verosimilitud con un relato que refiere a ratas
mutantes o cocodrilos en las alcantarillas (leyendas urbanas extendidas en
muchas partes) que construirla a partir de un alma en pena que, taciturna, vaga
por un cementerio. De todas maneras, los relatos de los serenos marchan en esa
dirección. Pretenden ser verosímiles; y el mencionado efecto se consigue por
medio de una serie de técnicas propias de la oralidad.
En primer lugar,
haciendo referencia a que “todos” los empleados la han visto
“todas” las noches y “siempre” a la misma hora (“entre las dos
y tres de la madrugada”). En segundo lugar, contextualizando la aparición en
sectores específicos, reconocibles (“cerca de la tumba de los Scioli”),
del cementerio.[7] Y por último,
convirtiendo el “hecho” en algo que se ha vuelto de lo más común y al que
ya muy pocos le tienen miedo.
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El fantasma de la
Viuda Blanca se incorpora así a la realidad cotidiana. Se naturaliza. Borra las
fronteras que deberían existir entre lo real y lo irreal, entre la historia y la
ficción, que se mezclan en un pastiche creíble, alimentado por aspectos
culturales propios de un determinado sector socio-educativo, una difundida y
mediática “New Age” (que nos trae de vuelta un pensamiento mágico) y, por
supuesto, la necesidad de aferrarse a algo trascendente al alcance de la mano,
sin elucubraciones teológicas o demonológicas demasiado sutiles y
complicadas.
Hay mucho de
trasgresión en estas historias . De rebeldía al paradigma vigente. Y también una
matriz original (o unidad semántica básica) que algunos investigadores creen
encontrar en antiguas leyendas coloniales, como es el caso de “la
llorona”; que arrastran una enmascarada y larga tradición de misoginia que
hace que los fantasmas de blanco sean, precisamente,
damas.
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Horror antológico a ser enterrados vivos. Empecinamiento por ser
recordados. Exaltación de un individualismo censurado por el olvido. Miedo a la
muerte y un aparente odio/temor a las mujeres (vistas como brujas vengativas,
espectros solicitantes, sirenas libidinosas, etc.), son algunos de los tantos
aspectos que la Dama de Blanca de Chacarita trasunta a través de la voces,
muchas veces anónimas, de esos trovadores nocturnos que llamamos
serenos.
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FJSR
MAYO 2012
Buenos
Aires, Argentina,
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Notas:
|
[1] Véase: Soto Roland, Fernando Jorge, La Dama del Viena. La permanencia
de los fantasmas. El caso del Gran Hotel Viena. Disponible en Web: http://letras-uruguay.espaciolatino.com/aaa/soto_fernando/la_dama_del_viena.htm
[2] Véase: Soto Roland, Fernando Jorge, Casas encantadas. Disponible
en Web: http://www.monografias.com/trabajos91/casas-encantadas/casas-encantadas.shtml
[3]
Informante: vigilante diurno, sin datos, c. 40 años. Fecha: abril de 2012.
Lugar: cementerio de la Chacarita. Archivo oral del
autor.
[4]
Véase: Greimas, Algirdas y Courté, Joseph, Semiótica. Diccionario razonado de
la teoría del lenguaje, Editorial Gredos, 1982.
[5]
Véase: Terrón de Bellomo, Herminia y Angulo Villán, Florencia (directoras),
Fantasmas de Jujuy, Apóstrofe Ediciones, Jujuy, 2011, Pág.18.
[6] Véase: Soto Roland, Fernando Jorge, El Cementerio de la Chacarita.
Abandono, tumbas y fantasmas. Disponible en Web: http://letras-uruguay.espaciolatino.com/aaa/soto_fernando/el_cementerio_de_la_chacarita.htm
[7]
Nota: Hace unos años, un canal de televisión de Buenos Aires, pasó una filmación
de una supuesta “dama de Blanco” en la Chacarita, visitando la tumba del General
Juan D. Perón.
|
Fernando Jorge Soto
Roland
Profesor en Historia por la Facultad de Humanidades de la
Universidad Nacional de Mar del Plata.
Abril 2012
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