ENSAYO
CASAS ENCANTADAS
Por
INTRODUCCIÓN
“La ambigüedad se mantiene
hasta el final de la aventura:
¿realidad o sueño? ¿verdad o
ilusión?”
Tzvetan Todorov, Introducción a
la Literatura Fantástica,
2006.
Según dice una antigua y ubicua tradición, cuando el
dolor, el sufrimiento, el miedo y la humillación se concentran en un lugar
determinado y el imaginario local, así como sus crónicas y testimonios, pueden
dar cuenta de todo ello, lo más probable es que esa comunidad lo termine
convirtiendo y etiquetando como un “lugar
encantado o embrujado”.
Así, pues, castillos, hospitales, abadías, mansiones,
hoteles, cementerios y campos de batallas, adquieren un status diferente y el
misterio se transforma en el componente más importante y definitorio del lugar.
Desde que nacemos historias de este tipo convocan
nuestro interés e imaginación; y tal vez sea el miedo a la muerte y a lo
desconocido lo que alimenta la atención y la atracción por esos temas. Antes,
transmitidos de boca en boca en torno a un fogón o a una sobremesa comunitaria.
Hoy, frente a la pantalla de una computadora conectada a Internet, reeditando
la vieja práctica, pero en una situación de individualismo total y absoluto.
Casi alienante.
Claro que el temor por esos “sitios encantados” es inversamente proporcional a su tamaño. Cuanto
más grandes, más raros. Cuanto más grandes, más miedo. Característica
ésta
que ha sido profusamente explotada por la literatura y después por el cine de
horror. Aunque hoy en día, los cultores del misterio, que son legiones en el
mundo de la televisión, parecen haber reorientado su atención a sitios más
pequeños (departamentos, complejos habitacionales de un solo ambiente, incluso
casas de familia de clase media y baja) en un intento por llevar ese horror tan
buscado a todos los sectores sociales (y ya no tan sólo a la aristocracia, que
parecía tener el monopolio, especialmente durante el período victoriano). Claro
que todo esto fue en detrimento de su impacto dramático; o al menos en un mayor
esfuerzo literario por implantar lo sobrenatural en espacios que, de por sí, no
“meten miedo”.
El escenario lo es todo. El contexto genera significado.
Ningún “paisaje” es neutro por
completo. Son el producto de nuestro propio imaginario. Una construcción
cultural. Por eso, los sitios abandonados, en ruinas, aislados e inmensos,
convocan a mayor cantidad de fantasmas; y todo esto se constituye en un
fenómeno cuyos tópicos ya los encontramos delineados en el mundo antiguo, en
donde griegos y romanos trazaron para occidente sus primeras y más perdurables
líneas argumentales.
Los fantasmas son entidades muy conservadoras, además de
poco viajeras. Suelen aferrarse a un lugar de manera permanente. Tan conservadores
son que se niegan a reconocer los cambios que se operan en sus escenarios
tradicionales, insistiendo atravesar puertas, ventanas y pasillos sellados (o ya
inexistente).
Una sociedad conservadora genera fantasmas
conservadores, por más que el profesor Louis Vax les atribuya también un rol
subversivo (que lo tienen) al momento de atentar contra el modelo
epistemológico vigente que tiene de la sociedad.
Los fantasmas y las casas encantadas son los paladines
de la lucha contra el racionalismo moderno y, tal vez, los primeros síntomas
(lejanos y tímidos) de una posmodernidad, hoy extendida en casi todos los
campos; y apoyada fundamentalmente en la irracionalidad y el rechazo a toda
explicación materialista.
Entonces, ¿qué se
esconde detrás de las “casas encantadas”? ¿Por qué una posición escéptica como
la nuestra encuentra tan fascinante el tema? ¿Qué se observa en las tradiciones
que refieren a esos inmuebles malditos? En otras palabras, ¿para qué
sirven? ¿Qué revelan? ¿Qué son?¿Qué las caracteriza?
En las siguientes páginas trataremos de responder éstas
y otras cuestiones.
PARTE
1
ENCANTOS Y DESENCANTOS
“Los
fantasmas y los monstruos son
fáciles
de pintar porque nadie nunca los ha visto.”
Máxima
de un antiguo cuento chino
Pocas veces la razón se define claramente en este tipo
de historias. Es complicado, cuando no imposible, negar o admitir algo
rotundamente respecto de ellas; y son esas ideas inacabadas las que alimentan
el punto de partida de aquello que se ha dado en llamar “superstición” (es
decir, un exceso tremendo de credulidad).
En ocasiones, historias apócrifas se convierten en
materia prima de leyendas que tienen como fundamento sucesos tan falsos como
una moneda de madera, originando rumores que terminan “encantando” mansiones y palacios que, de hecho, jamás lo estuvieron
en el genuino imaginario del lugar. Pero a veces, esas mentiras, a fuerza de
repetirse una y otra vez, se terminan instalando en el discurso de la gente y
pasan a formar parte del acervo “histórico”
del edificio. El aspecto del mismo (su estructura, estilo, monumentalidad,
señorío) contribuye a que esos “dimes y
diretes” se acoplen, naturalizándose, a la historia del lugar.
Por lo general, las construcciones poco convencionales
atraen sucesos también poco convencionales. Y así, un palacio majestuoso, en
medio de un barrio de clase media trabajadora, en pleno corazón de la ciudad de
Buenos Aires, tal vez sea lo más exótico que los vecinos tengan a mano para
fantasear.
El Palacio Díaz
Vélez, en Barracas, es un claro ejemplo de lo que sostenemos, y su fantástica
historia combina, de un modo maravilloso, oligarquía clasista, dinero, muerte,
mentiras y, por supuesto, hipotéticos fantasmas.
Detengámonos unos minutos en él.
Como todas las viejas mansiones de fines del siglo XIX,
ésta, construida por un influyente terrateniente bonaerense, don Eustoquio (con
“o”) Díaz Vélez (h), despertó muchas suspicacias y rumores, entre otros motivos
a causa de la ingente cantidad de estatuas de leones que decoraban su
gigantesco parque perimetral.
Cuenta la leyenda que los animales estaban bajo el
cuidado de un mulato portugués, que trabajó para la familia durante algunos años,
y que se movían libremente por el parque de la casa, bajo la atenta mirada del
lusitano.
Los años pasaron. Los leones crecieron, igual que
Manuela (otra tradición la nombra como Mathilde), la hija de don Eustoquio,
quien alcanzando la mayoría de edad decidió comprometerse con un acaudalado
joven de la leudante oligarquía porteña, un tal Juan Aristóbulo Pittamiglio.
Como manda el protocolo, la familia organizó una
fastuosa fiesta en el palacio, a la que concurrieron miembros de la
aristocracia vernácula y europea. La reunión se llevó a cabo en completa
normalidad hasta que Nero, el león
macho, se escapó misteriosamente de la jaula.
Aristóbulo quiso hacer méritos y, con una red, pretendió
atrapar a la fiera. Pero no pudo. El león se abalanzó sobre él y lo mató.
Al dolor se le sumó la humillación de los cotilleos, que
corrieron como reguero de pólvora por toda la alta sociedad porteña. Eso fue
demasiado y la joven niña decidió quitarse la vida.
Destrozado, don Eustoquio se deshizo de los animales. El
macho (cuentan) fue muerto de un tiro en la cabeza proveído por su dueño, y
enterrado en alguna parte del parque. La hembra, por su parte, regalada a un
circo ambulante llamado Gran Circo Atlas.
Pero la obsesión de Eustoquio por los felino no cesó y (dicen que dicen) mandó a construir
estatuas de leones, que ubicó en toda la casa, en especial en aquellos lugares
que habían sido escenario del drama. Morboso el muchacho, ¿no?
Años después, en 1927, tras su muerte, el palacio pasó a
manos de la famosa Casa Cuna y luego,
mucho más tarde, a la asociación VITRA, que dispone del predio hasta el día de
hoy.
La tradición oral empezó (como veremos no hace mucho) a
hablar de fantasmas en el palacio. La mansión trasmutó (era de esperarse) en
otra de las tanta casas encantadas de Buenos Aires; y cuenta la novel leyenda
que, aquellos que la habitaron tras la tragedia, experimentaron por las noche
extraños fenómenos: gritos de dolor, sollozos de mujer, inquietantes sonidos
semejantes a rugidos o lucha entre animales y sombras fugaces recorriendo las
dependencias; siempre acompañadas por los débiles deslices de garras sobre los
pisos de madera europea.
El drama parecía reeditarse todas las noches, como si
fuera una maldición. Manuela, sufriendo por el ingrato amor de su prometido, al
que amaba. Éste siendo devorado por el león. Y Nero (la bestia) buscando
infatigablemente a su víctima.
Pero, ¿qué hay de cierto detrás de toda esta historia?
¿Qué es lo que se esconde entre los pliegos de tan tremendo, exótico y cautivante
relato?
La respuesta es contundente.
Según la institución encargada de conservar y transmitir
la memoria del palacio (Comisión
Permanente de Homenaje al general don Eustoquio Díaz Vélez) no hay nada de
cierto en toda la historia que transcribimos.
Nunca hubo una hija. Eustaquio (h) engendró únicamente
varones (Carlos y Eugenio), por lo tanto jamás existió una mujer enamorada, ni
novio atacado por un gran gato africano en pleno corazón de Barracas. Además,
el propietario de la mansión nunca mató animal alguno, ni hubo leones
deambulando libremente por el parque. Por otro lado, Eustoquio (h) murió en
1910, no en 1927, razón por la cual le habría sido imposible asistir al drama,
fechado por el rumor en 1916.
El “desencanto”
no podría ser mayor.
Un absurdo tras otro. El propio título de Fonseca lo
indica sin pelos en la lengua. Una fantasía que alimenta más fantasías. Pero a
las casas encantadas nada de esto les preocupa. Todo lo contrario. Encuentran
en la exageración, en lo exótico, en los sucesos insólitos, su principal
alimento. Y si éstos refieren, solapadamente, arraigados temores de clase (como
el hecho de que sea una simple cocinera, un miembro de la servidumbre, el
enemigo interno, la causante del desastre) tanto mejor.
PARTE
2
FANTASMAS DEL PASADO
“Fue
entonces cuando me llegó otro sonido
que
me costó descifrar, un grito o sollozo
aterrorizado
que, espantado, me di cuenta
de
que procedía de un niño, de un crío pequeño.”
Susan
Hill, La Dama de Negro, 1983
Todos los lugares tienen una doble dimensión. Una “real”, que es en la que se vive, se
trabaja o se defiende de otros. Es ésta la dimensión del arquitecto, del
ingeniero, de los ocupantes de carne y hueso que viven en ese espacio material,
y cuyas paredes no pueden ser atravesadas por ninguna entidad extraña del Más
Allá. Es la dimensión inmanente de los inodoros, de los calefones que, como
bien dice el tango, encarnan el aspecto concreto, frío, matemático y
desangelado de ese sitio.
La tradición oral y escrita conserva miles de sitios con
estas características. Cualquier lector neófito en el tema se sorprendería de
ver por Internet el infinito número de lugares y casas encantadas que florecen
(y seguirán floreciendo) por todo el mundo. Casi no hay pueblo, comarca o gran
ciudad, que no los tenga. Van desde los ya mencionados, construidos por el hombre,
hasta aquellos que son producto de la naturaleza (bosques, cuevas, lagunas,
cerros, árboles y campos “embrujados”). Muchos son los cuentos infantiles de
origen medieval que testimonian lo dicho. Pero el romanticismo del siglo XIX
retomó esa posta y supo explotar su gusto por la soledad, lo vetusto y el
misterio. Pobló con fantasmas aquellos lugares que dieran con el tipo; y de ese
modo, los jardines abandonados o las moradas desérticas se hallaron a
disposición de los espíritus.
Surgieron así historias prototípicas, como las que
abundan en Inglaterra (“el país de las
fantasmas”). Pero no sólo en Inglaterra. Todas las naciones del mundo tienen sus casas encantadas. Las
tradiciones chinas, japonesas e hindúes (por citar escenarios más que
diferentes al nuestro) las conservan dentro de su imaginario social desde hace
siglos.
Por tanto, puede que cambie el plafón inmobiliario del
drama, pero en esencia todas las historias parecen ser variaciones sobre un
mismo y único tema, readaptado al espacio urbano e industrial de nuestro
occidente capitalista. De alguna manera, los lugares encantados son el
testimonio de una necesidad muy enraizada en el espíritu de los seres humanos.
Las mansiones con fantasmas viene entreteniendo nuestras
noches de fogón desde hace siglos. Me pregunto si los primeros cazadores
recolectores relataban historias de este tipo; y la verdad es que me extrañaría
mucho que no lo hayan hecho.
Por lo que sabemos, fueron los neandertales los primeros
en practicar enterramientos voluntarios con sus muertos, y en maquillar los
cadáveres con el color ocre de alguna piedras. La palidez, de seguro, les
despertaba la misma impresión que nos sigue despertando a nosotros. Seguimos
siendo, muy dentro nuestro, hombres prehistóricos, pero con tecnología digital.
¿Habrá habido cavernas encantadas? ¿Acaso las pinturas
rupestres no señalan una dirección al respecto? No lo sabemos a ciencia cierta.
Nunca lo sabremos. Sólo nos queda especular. Aunque en el campo de las casas
encantadas, sí conocemos un origen cronológico muy lejano. No tanto como para
irnos a la época de los primeros homo sapiens, pero sí (como dijimos en la
introducción) a la antigüedad clásica. A la historia de Grecia y de Roma.
Si bien es cierto que existen tablillas cuneiformes de
origen mesopotámico, con casi 4000 años de antigüedad, que hablan de “sombras” y “apariciones transparentes y errantes” asolando a los vivos, es el
cuarteto arriba nombrado el principal responsable de delinear los rasgos
típicos en un relato de casas encantadas. En sus textos (contenidos en el
género de cartas, informes y banquetes) aparecen muy temprano los ya remanidos ruidos extraños,
las cadenas que se arrastran en medio de la noche, los cuerpos insepultos que
reclaman atención y recuerdo, y, naturalmente, el héroe culto que ve sacudida
su cosmovisión, pero que es capaz de romper con los prejuicios del escéptico y
termina creyendo.
Sorprende mucho que una historia tan “clásica” (y repetida hasta el hartazgo
en centenares de películas de Hollywood) haya sido contada dos mil años atrás,
casi sin variaciones sustanciales.
El modelo se imponía y al parecer con mucho éxito. Tanto
que permanece vigente desde hace dos milenios.
También Valerio Máximo refiere en su libro sobre una
casa encantada, esta vez en la ciudad de Megara, donde un militar romano fuera
advertido por una aparición respecto de un crimen cometido a pocas cuadras de
distancia. En este caso la casa se transformó en una especie de oráculo
dispuesto a combatir los actos criminales de los vecinos. Otro lugar común en
cuentos y filmes posteriores.
Finalmente, el texto de Flegón de Lidia, ubica la acción
en Etolia, en la que un tal Policrito (importante magistrado de los etolios)
muere, dejando a su esposa viviendo en la mansión que compartían. La mujer,
embarazada al momento de quedar viuda, da a luz a un bebe hermafrodita. Ante
semejante suceso, el pueblo se debatió en dos posturas: la de matarlo (junto
con la madre) o dejarlo vivir. Es entonces que el fantasma del padre aparece y,
sin poder mediar, lanza una maldición, llevándose a su hijo con él (lo devora).
Tiempo después, los etolios sufrieron una “gran
destrucción”.
Como vemos, “no hay nada nuevo bajo el sol”.
Ya todo estaba inventado.
PARTE
3
EL
NEGOCIO DEL MIEDO
“Lo
malo de que los hombres hayan
dejado
de creer en Dios
no
es que ya no crean en nada, sino que
están
dispuestos a creer en todo.”
Gilberto
K. Chesterton (1874-1936)
Si como el valiente filósofo Atenodoro de Atenas
quisiéramos alquilar o comprar una casa realmente encantada, deberíamos
asegurarnos de poder encontrar en ella toda una batería de fenómenos anómalos,
que los “especialistas” en estos
menesteres (es obvio que no nos referimos a los agentes inmobiliarios)
denominan “técnicamente” bajo el
pomposo rótulo de “actividad paranormal”.
En principio, habría que averiguar si la casa concentra fenómenos
lumínicos poco habituales. No nos referimos a cortes de luz programados
por la compañía eléctrica, sino a misteriosos destellos sin causa física
aparente; bolas de luz desplazándose por todos lados, como si estuvieran
guiadas por una inteligencia invisible e incorpórea (llamadas, en el mundillo
de los parapsicólogos, “orbs” y que
suelen ser interpretadas como plasmaciones de auras, espíritus, ángeles, seres
de energía, etc.); o informes siluetas luminosas atravesando paredes.
Si ha podido captar algo de todo esto, va por buen
camino.
Pero hay más.
En segundo lugar, el potencial comprador (o inquilino)
debería confirmar la presencia de fenómenos olfativos.
Como sabían bien los grandes demonólogos del siglo XVII,
las casas o lugares encantados no necesitan aromatizadores de ambiente. En
ellos lo más “común” es experimentar misteriosos
olores, agradables o desagradables, que anunciarían el carácter moral o sexual
de los espectros. Según los “expertos”,
las “entidades fantasmales” pueden
ser reconocidas por el olfato y, a partir de él, catalogarlas. Dicen que las
fragancias de flores indican la presencia de un fantasmas femenino o niños. Que
el aroma floral fresco sería la manifestación de un espíritu amigo. Que los
olores fuertes corresponderían a un hombre, y si son desagradables (olor a
podrido o a heces) se estaría en presencia de un espectro disgustado o enojado.
De todos, los fenómenos físicos, pueden resultar
los más confirmatorios (y aterradores). El desplazamiento de objetos, el
movimiento de muebles, los sacudones de las cortinas, las puertas y ventanas
que se abren y cierran solas, incluso la levitación, son alertas efectivas de
que entramos en una “haunted mansion”.
Unidos a éstos misterios tenemos los fenómenos
sonoros: “raps” (forma
elegante y esotérica de decir “ruidos”);
psicofonías (voces del más allá
captadas en cintas o grabadores digitales) y mimofonías (imitación de un ruido que en realidad no se produce por
el contacto de objetos materiales). También están los cambios de temperatura,
que constituyen otro indicador de que la casa esta “habitada”. Todo comprador o inquilino avezado en estas lides
debería saber que experimentar “zonas
frías” en un ambiente calefaccionado es un señal muy clara de activad
paranormal. Las bajas temperaturas, la muerte y los fantasmas se llevan muy
bien (tanto como con la noche y los lugares abandonados).
Dejamos para lo último a los dos fenómenos más traumáticos:
los “aportes”
y las “apariciones” propiamente dichas.
Si usted, después de experimentar todos o alguno de
estos fenómenos, sigue interesado en el inmueble, firme sin dudar el contrato
de alquiler o boleto de compra-venta porque, efectivamente, su casa está encantada.
Bruce M. Hood plantea en su libro (Sobrenatural Por qué creemos en lo increíble, Ed. Sefirá, 2009) una
pregunta que resulta ser clave a la hora de tratar un tema como el que nos
convoca (casa encantadas): ¿podría usted
vivir en una casa donde alguna vez se cometió un crimen?
La respuesta por lo general es “no”; a tal punto que, en
ocasiones, en muchos lugares del mundo esas propiedades literalmente son
demolidas.
Hasta no hace mucho tiempo atrás, las casas con
historiales truculentos se devaluaban y dejaban de ser parte del negocio
inmobiliario; por tanto resultaba mucho más sencillo tirarlas abajo. Un
expediente por demás exagerado, pero dado que la gente se negaba a adquirirlas,
lo que implicaba una pérdida económica importante, algunos agentes
inmobiliarios empezaron a ocultar los sucesos que impregnaban esas paredes.
Pero la artimaña no duró mucho. Hubo quejas, juicios, y los gobiernos locales
debieron tomar carta en el asunto. En Estados Unidos, por ejemplo, las leyes de
divulgación de información varían dependiendo del estado. “En Massachusetts”, dice Hood, “si
uno no pregunta sobre la historia de la casa, no tienen que decírselo. En Oregon,
los vendedores no tienen que revelar nada, mientras que en Hawai los agentes
están legalmente obligados a poner de manifiesto cualquier cosa que pueda
afectar el valor de un inmueble, hasta los fantasmas”.
En Inglaterra ningún requisito obliga revelar el historial criminal o sobrenatural
de una casa a un potencial comprador; pero si el “boca a boca” se difunde sin contención alguna, el negocio puede terminarse.
Pero todo esto está cambiando. En los últimos tiempos
los agentes inmobiliarios están observando un sorprendente interés por adquirir
inmuebles en los que ocurrieron crímenes y suicidios.
¿A qué se debe
esto?
Puede que haya un móvil puramente económico puesto que
una “casa estigmatizada” puede bajar
su valor original en un 20% a un 40 % (nada malo si es la primera que una
pareja de recién casados adquiere).
¿Estamos,
entonces, frente al ocaso del miedo que generan las casas encantadas?
No lo creemos.
Basta con que caiga la noche para que todos nuestros
fantasmas internos se reactiven, despertando a los de afuera. No olvidemos
aquella definición que diera Ambrose Bierce (1842-1913) en su famoso Diccionario del Diablo: “Fantasma: signo exterior e invisible de un
temor interior”. Y temor/miedo tendremos siempre. De hecho vivimos en una
cultura atravesada por él. El miedo ha sido y es un enorme negocio, tanto
económico como político. Basta con observar un noticiero de televisión para
darse cuenta de eso, y observar (desde lo crematístico) las fortunas que
generan, especialmente en EE.UU., las llamadas “Houses of Shock”, sitios en los que la gente paga un promedio de 30
dólares para ser aterrorizada por unos pocos minutos. La revista Haunteworld informa que esta “industria del horror” produce 2 mil
millones de dólares por año. Y esto nos conecta con otra industria sin chimeneas: la del turismo.
Es el terror comercializado al más alto nivel.
Dramatizado. Puesto en escena.
Ya quedó en el pasado la inocencia del “tren fantasma” del Italpark (famoso
parque de diversiones de Buenos Aires). Lo que ahora se busca es adrenalina en
estado más puro; y se consigue a través de una vivencia aparentemente “más real”, apoyada en la tradición oral,
el imaginario colectivo, la leyenda urbana y también en alguna que otra historia
mal documentada o enigmática.
Observamos, pues, una renovada inclinación por
protagonizar en carne propia experiencias que antes se veían únicamente en
series de televisión, cuya temática paranormal impactaron fuertemente en el
concepto de realidad de muchos televidentes (y que empresas editoriales,
aprovechando el éxito, convertían en libros de corte pseudo científicos, en los
que hacían pasar fantasías por realidades).
¿Qué es lo que
explota, entonces este nuevo tipo de turismo, tan amigo de las casas y lugares
encantados?
Partamos de la base de que el objetivo primordial, tanto
de la propaganda como de las guías turísticas que se editan, es atraer
turistas. Los medios de comunicación que publicitan estas prácticas (y cobran
por ello) están obligados a mostrar siempre algo sorprendente. La gente quiere
morbo, experiencias fuertes, aventura, historias macabras de alto impacto,
miedo; y qué mejor que una mansión embrujada para conseguir todo eso.
Todo vale a la hora de vender. De eso viven comunidades
enteras.
El espectáculo debe continuar, convertido ahora en
anécdotas, historias y leyendas fantasmagórica. Por eso es lógico que muchos
las crean, quieran y sientan como verdaderas (tendencia más que acentuada desde
la segunda mitad del siglo XX).
PALABRAS
FINALES
Si tuviéramos que hacer un listado, mas o menos
completo, de todas las mansiones encantadas y sitios emblemáticos relacionados
con el tema, la tarea sería tan pesada como infructuosa y poco práctica. Son
tantos los lugares que existen con estas características desperdigados por el
mundo, que el catálogo sería tan o más grueso que el Diccionario Webster.
Pero esto no nos quita el sueño.
Los relatos de fantasmas (y los de sus escenarios)
tienen una particularidad: son por demás repetitivos. Y, como en toda
repetición, cuando se abusa de ella, aburre.
¿Cuántos ruidos de cadenas en la noche estamos dispuestos
a escuchar antes de cansarnos? ¿Cuántas descripciones de figuras etéreas,
caminando por pasillos o sótanos, podemos soportar sin perder el asombro?
¿Cuántas casonas victorianas, aisladas, tapadas por la niebla y con decoración
tenebrosa, pueden despertar nuestros temores más profundos?
No muchas.
Este ha sido el motivo por el cual omitimos llenar el
texto con ejemplos infinitos. Hemos leído mucha de producción publicada sobre
la temática y creemos que los detalles menores de cada uno de los casos divulgados
no son especialmente importantes cuando el abordaje que pretendimos hacer es
estructural e interpretativo.
Aquellos que busquen una historia de las casas
encantadas un tanto más positivista o
acontecimiental, le sugiero consultar
alguno de los libros que se citan en la bibliografía que hay al final de este
ensayo (en especial la muy completa Enciclopedia de los Fantasmas de Daniel
Cohen).
Los cuentos y leyendas sobre casas encantadas nacen, en
gran medida, de la noche, del aislamiento, de lo antiguo y del abandono, de los
miedos ancestrales y del inquietante misterio que produce todo lo sobrenatural,
todo aquello que rompe con las leyes de la “normalidad”.
Son también signos estéticos, que muchos escritores
supieron pintar con maestría, persiguiendo esa sensación de horror, de miedo
visceral, a todo aquello que está más allá de las explicaciones lógicas.
Pero también, detrás de las leyendas de las casas
encantadas, se esconden datos que, a la postre, terminan revelando un
determinado orden social, una identidad y toda una escala de valores.
Sus historias, truculentas, morbosas, siempre dicen más
de lo que aparentan. Expresan conflictos y sirven para ordenar el caos afectivo
y emocional de muchas personas (una especie de catarsis); al tiempo que aseguran
aspectos de la memoria colectiva.
Son el imaginario de una comunidad convertido en
ladrillos, en tejas, en senderos tenebrosos y pasillos alfombrados. Una
radiografía de sus fobias, aspiraciones, pulsiones, miedos y sueños.
Un patrimonio cultural intangible, rico y sugerente, que
creemos nos seguirá acompañando por mucho tiempo.
FJSR
Febrero
de 2012
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