El Paititi
IMAGINARIO, REALIDAD Y UTOPIA ANDINA
Por
Fernando
Jorge Soto Roland
Profesor
en Historia
Director
de la Expedición Vilcabamba 1998
Dedicado
a Greg Deyermenjian;
amigo,
confesor y parte indispensable
de
esta obsesión que compartimos desde
hace
años.
PROLOGO
Niebla, selva, pantanos y meandros. Aislamiento y
lejanía; amenazas impensadas nacidas desde el seno de alguna tribu con escaso o
nulo contacto con la “civilización”. Víboras, insectos y precipicios sin
par que caen desde y hacia matorrales de exuberante follaje, escondiendo miles
de secretos inconfesables que el entorno, salvajemente natural, se niega a
revelar.
Colonos detenidos en el tiempo. Economías de
subsistencia alejadas del consumo. Avanzada humana que pretende generar
seguridad levantando casas de barro y paja; chozas a las que llaman comunidades
y que más parecen lunares de raquítico antropocentrismo que refugios seguros
para el citadino que se arriesga a horadar aquel vasto océano vegetal, conocido
alguna vez con el nombre de “Infierno Verde”.
Distancias.
Dilatación geográfica. Espesura, sombras; humedad y falta de perspectiva. La
fuerza del machete es la que abre senderos, desbastando muros de ramas y
árboles centenarios. Y, a cada paso, la incertidumbre y el replanteo de estar
haciendo lo correcto.
Al mismo tiempo, adrenalina y el potencial descubrimiento de algo
que nadie ha visto en siglos.
“Un poco más adelante. Un kilómetro más, un metro... Allí
puede que se encuentre”.
Como en los juegos de azar, a los que no puede resistirse el
apostador empedernido, la búsqueda infatigable —de lo que muchos creen es una
quimera— impulsa hacia delante, renueva el espíritu dentro de un cuerpo
agotado; vence las trabas de la mediocridad. Exalta el sueño, promueve la aventura
romántica y le da sentido —legitimidad— a la vida.
Este es
el escenario del mito, de la leyenda; y en su centro —como presidiendo un
esquema heliocéntrico— está el Paititi, la “ciudad perdida” del folklore andino
que más energía y recursos ha movilizado desde los días de Francisco Pizarro,
conquistador del Perú.
EXPLORANDO LOS SENDEROS DE LA UTOPIA
“(...)
Matando en sí mismo el vagabundo,
es como el
hombre ha refinado su esclavitud
y se ha
enfeudado a los fantasmas”.
E.M. Cioran, Adiós a
la Filosofía,
Ed. Alianza, Bs As, 1994, pág. 137.
“El
que no sale nunca de su tierra
vive
lleno de prejuicios”.
Carlos
Goldoni
No hay caminos hacia el Paititi; si por camino
entendemos una ruta normalizada que evita el extravío y facilita el
desplazamiento por un itinerario espacial preciso, determinado o determinable.
Y si no hay caminos, no hay viaje; ya que éste es posible
únicamente cuando existen los primeros.
Tener un
camino significa disponer de un destino establecido, una ruta
normalizada que evita el extravío y conduce, sin error, con confianza y
seguridad, a un lugar público y conocido por otros con antelación. No hay
viajeros hacia el Paititi, sólo exploradores y aventureros, que son sus
contrafiguras.
El Paititi exige exploración. Su búsqueda no se mueve
por trayectos seguros. Se opone a la rutina, al “re-corrido”, a las
conductas normadas. Genera inseguridad, ansiedad; que son variables más propias
de los que siguen senderos que de los que recorren rutas.
Es el
explorador el que abre camino por primera vez, inaugurando itinerarios
insólitos que se nutren de las contingencias, del peligro y del exotismo. Ir
tras la huellas del Paititi implica, pues, seguir rumbos nuevos, desconocidos u
olvidados hace mucho tiempo.
El riesgo, la imprudencia y las exigencias extremas se
imbrican con la libertad —tan propia del trotamundo— para cumplir con el
anhelo de descubrir; de recorrer tierras postergadas. Y recién cuando la
presencia del explorador proyecta su sombra sobre el piso, a ese sitio ignoto
se le permite existir; generando la ilusión del ego triunfante y la narcisista
tentación de haber alcanzado la fama y la gloria. Curioso resultado éste, que se
actualiza cuando se sale en pos de la misteriosa “ciudad”, practicando
la trashumancia. Porque alcanzar el Paititi significa entregarse al nomadismo,
a la pasión por hurgar en una tierra que parece recién nacida, aunque no lo
sea.
Pero para lo que nosotros (exploradores) es un
sendero, para otros es un camino de regreso que conduce a la seguridad del
pasado, a la idealización de una época desaparecida hace ya más de
cuatrocientos años; un tiempo en el que un ahistórico y benévolo Inca gobernaba
el Tahuantinsuyu haciendo de la Tierra un paraíso, cuyo modelo —perdido durante
la Conquista— volvería a reeditarse en el futuro siempre promisorio de las
comunidades aborígenes, que observan la historia con la nostalgia y añoranza
propia de las utopías.
“El Inca regresará”, dicen. Nunca se fue. Permanece en
el Paititi, armándose, preparándose para asestarle a la intrusiva cultura
europea el golpe de gracia que la desplace del tablero, para implantar en las
costas, alturas y selvas del Perú, el antiguo culto a los antepasados, la justa
reciprocidad quechua, la felicidad plena que los rescate de las penurias y les
devuelva la esperanza de tener un reino propio, una dignidad reedificada, una
identidad sin contaminantes.
En esta espera se apoyó la leyenda del Paititi; y en ella se
siguen apoyando muchas comunidades andinas y amazónicas para mantener en alto
sus sueños reivindicativos y el anhelo de volver a instaurar el honor en un
pueblo vencido por las armas.
El Paititi es esperanza; por más que los “intelectuales de escritorio”
sigan negándole al pueblo quechua (y aymará) un horizonte propio, definiendo al
legendario emplazamiento como “la quimera de un pueblo frustrado”. El
mensaje milenarista persiste en el imaginario colectivo, consciente o
inconscientemente.
“En Paititi
viviremos tranquilos, honraremos a nuestros dioses, trabajaremos en común la
tierra, habrá alimentos y ropas para todos... Paititi es el perfume de nuestro
pueblo y de nuestras gentes, la esperanza del ombligo del mundo, la sonrisa de
los abatidos, la luz de bengala del día ya amanecido, el subsuelo que nutre el
suelo del pueblo quechua”[1].
El Paititi es y fue resistencia. Bajo su poderosa sombra se
organizaron rebeliones, conspiraciones y levantamientos contra el orden
colonial establecido, desde mediados del siglo XVI y todo a lo largo de los
siglos XVII y XVIII; más de cien años antes de Juan Santos Atahualpa o Túpac
Amaru II, que son dos de los rebeldes más famosos de la historiografía.
Pero el Paititi sigue tentando al futuro con el corazón y ya
no tanto con las armas. Su sola mención insufla valor, fuerza, orgullo y un
espíritu de resistencia que se encarna en el idioma —el runasimi,
quechua—, en los rituales y cultos residuales, en el arte y sus temas, en los
rumores y leyendas populares que todavía recorren valles altiplánicos, cumbres
y selvas tropicales del Antisuyu.
“El Inca volverá. Nunca se ha ido. Permanece en el
Paititi”.
EL INKARRI
“Todos se esfuerzan por
remediar la vida de todos (...).
La sociedad es un infierno de
salvadores”.
E.M.
Cioran, Adiós a la Filosofía,
Ed. Alianza, Bs As, 1994, pág. 9.
En la zona de Chinchero y Urubamba, en las picanterías
del Cusco y en borde de la ceja de selva, los lugareños y aborígenes creen que
el Paititi es el refugio de los últimos incas y que aún permanecen allí,
escondidos y alejados del mundo. Incluso sostienen que unos pocos privilegiados
han podido comunicarse con sus pobladores, aunque no conocen —ni desean
revelar— el sitio exacto en donde está emplazada lo que consideran es una llacta
(ciudad) de origen quechua.
Esta es una de las bases residuales de un mito que viene
circulando en el Perú desde por lo menos el siglo XVIII y que postula —de igual
manera que el mesianismo andino del siglo XVI durante el Taki Onkoy—
la restitución imperial como elemento cohesionador de las masas indígenas.
Dentro de este esquema de utopía andina, la reforma moral y
la resistencia pasiva, comportaban una dimensión estrictamente religiosa, que
no dudó en tomar prestados elementos aportados por la evangelización y
aculturación española. Es así que vemos cómo, dentro de esa ideología rebelde,
se fueron mezclando mitos amazónicos, ideas incaístas, pensamiento cristiano y
teología joaquinista, en un interesante menjurje mágico, milenarista y
mesiánico[2].
Como señaló Alberto Flores Galindo, la capacidad de
resistencia de una cultura no se contrapone necesariamente con la
posibilidad de asimilar y recrear otros elementos culturales. Una cultura puede
pasar por diversas fases —a veces ambivalente— de momentos de retroceso frente
al embate occidental, a períodos de renacimiento y recuperación. Claro que
estos cambios son más difíciles de encontrar en culturas que, como la incaica,
estuvieron —o están— asediadas por fuerzas colonizadoras; ya que se ven en la
necesidad de esconderse y cubrirse.
Desde el siglo XVI, los hombres andinos debieron sentirse en
un territorio ocupado y para contrarrestar esa situación —ya inmodificable—
recurrieron a la utopía andina. Pero, ¿en qué consiste esa utopía? Sencillo: en
la mitificación del pasado. No es otra cosa que el intento de ubicar allí —no
en el futuro, como en el caso europeo— la ciudad ideal, el reino imposible de
la felicidad; es decir, la idealización del imperio incaico. La utopía andina
no se proyecta hacia delante, sino hacia atrás, inscribiéndose en una
concepción cíclica y mítica del tiempo.
El mito del Inkarrí es el más representativo al
respecto.
Vigente desde hace unos doscientos años, el relato hace
referencia al “Inca rey”, al gobernante que no sólo es gobernante, sino un ser
divino que opera como modelo y arquetipo dentro de una cosmovisión andina que
data de épocas precolombinas (incluso preincas, según algunos estudiosos)[3].
El Inkarrí encarna el mesianismo y es visto —y sentido— como un ordenador del
mundo, como un héroe fundador idéntico al primigenio Manco Cápac, que
restablecerá el orden que los españoles destruyeron tras la invasión del siglo
XVI. Este rey mesiánico, que por sus actos permitirá el regreso al tiempo
sagrado del Inca, ha sido interpretado como el equivalente al Cristo del
catolicismo, aún cuando arrastre muchos síntomas propios de una mentalidad
mítica precristiana.
Una de las versiones populares del Inkarrí que aún circula—y
que el Padre Javier Suescum transcribe en su libro— dice así:
“La tierra se hallaba poblada
por los ñaupas, seres dotados de extraordinarios poderes. Wiracocha, dios
creador, les anunció su deseo de legarles sus poderes, pero, ellos, soberbios,
le dijeron que tenía ya los suyos y no necesitaban otros. Wiracocha indignado
creo el sol y ordenó su salida y con su acción los ñaupas se deshidrataron y
sus músculos quedaron convertidos en carne resecas y adheridas a sus huesos. La
tierra, entre tanto, quedó inactiva. Luego para poblar la tierra crea a Inkarrí
y Qollari, un hombre y una mujer llenos de sabiduría.
“Ordenó al
primero que levantara un pueblo en el lugar en que cayera enhiesta la barra de
oro que a tal efecto le entregó. Inkarrí la arrojó una vez y cayó mal. La
segunda vez fue a caer oblicua entre las montañas altísimas. Y aquí se puso a
trabajar para levantar la ciudad. Wiracocha, indignado porque no había
observado su prescripción de que la barra estuviera vertical, decidió hacerle
notar su error y, para ello, permitió que los ñaupa, que odiaban a Inkarrí,
cobraran nueva vida. Los ñaupa decidieron exterminarle y le lanzaron enormes
rocas por las pendientes en dirección en que trabajaba. Inkarrí huyó asustado y
no se detuvo en su huída hasta llegar al lago Titicaca. Aquí, la tranquilidad
del sitio le hizo meditar en los acontecimientos. Y fue cuando recordó que la
barra no había caído vertical. Decidió regresar y llegando a Raya, montañas que
separan la región del altiplano de la región de Cusco, arrojó nuevamente la
barra. Esta vez fue a clavarse perpendicular en un valle fértil. Allí levantó Cusco
y se asentó. A sus hijos les envió a poblar diferentes regiones.
“Muchos años
después Inkarrí decidió retirarse de Cusco, pasando por Qero, y se
internó en una ciudad llamada Paititi. Allí continúa viviendo, en compañía de
los descendientes de los muchos hombres y mujeres que se llevó consigo. Su paso
por Qero ha quedado perennizado por sus huellas que se ven en una roca, y por Las
marcas que dejaron sus posaderas y sus testículos cuando se sentó en otra
piedra a descansar.
“Inkarrí dijo,
al marchar, que volvería para empezar el nuevo tiempo... que se pondría a la
cabeza de su pueblo y lo conduciría hacia Paititi (...)” [4].
Creación, orden, cosmos. Más tarde, conquista española y
caos. El universo se subvierte pero renace la esperanza de un nuevo nacimiento,
de un nuevo orden, de una segunda creación. El círculo se cierra y el esquema
cíclico, mítico, se materializa denunciando una esquema milenario, antiguo[5].
Y el Paititi sigue estando en el centro de la escena.
“(...) Jamás el espíritu dubitativo fue pernicioso”.
E.M. Cioran, Adiós a la
Filosofía,
Ed.
Alianza, Bs As, 1994, pág. 8.
Es difícil tratar un tema del que ni siquiera hay
acuerdo respecto del origen y significado de la palabra que lo define.
Cualquiera que haya leído la bibliografía al respecto sabrá que no existe —a la
fecha— consenso en lo referido a la etimología del vocablo “Paititi”.
Claro que esto no impidió que se elaboraran alambicadas hipótesis que
pretendían más ajustar el termino a ideas preconcebidas que encontrar la verdad
del asunto. Lo cierto es que se ha dicho de todo.
Ojeando las crónicas y memorias de la época de la conquista,
o saltando de un ensayo contemporáneo a otro, observamos las diversas formas en
que se ha escrito la palabra que nos ocupa: “Paititi”, “Paitite”,
“Paykikin”, “Paiquiquin”, “Paitití” (con acento en la
última i), “Paí Titi” (separado) o “Pay Titi”.
Demasiadas variaciones para un toponímico del que en verdad desconocemos todo.
Lo que sí podemos afirmar, sin miedo a equivocarnos, es que
no procede del quechua. Así lo han sostenido reconocidos lingüistas. Por lo
tanto, la versión que más difusión tiene en el ambiente —y que dice que “Paykikin”
significa “como él”, “igual a él” o “como el
otro Cusco”— es totalmente forzada y alejada de la verdad. Por supuesto
que existen implícitas intenciones para abrazar este significado en particular
y que consisten en creer que el Paititi es una ciudad o ciudadela de origen
inca (cosa que tampoco es cierta, como veremos un poco más adelante).
En la década de 1950, el explorador alemán Hans Ertl llevó a
cabo una serie excavaciones en territorio boliviano, al norte de La Paz, en
cierto cerro que decía ser llamado por los indios locales como Paititi. Tras su
aventura exploratoria —demasiado cargada de inventos y fantasías, según nuestra
opinión— publicó un librito en 1954 en el que arriesga un significado original
al termino. Según Ertl, “Pai-titi” significa “Dos Colinas”
y servía “además para designar a una legendaria ciudad incaica ubicada en las
postrimerías orientales de los Andes”[6].
Si retrocedemos un poco más en el tiempo y consultamos
algunas crónicas del siglo XVII veremos que en una de ellas, escrita por el
Padre Diego Felipe de Alcaya, se arguye que la palabra Paititi deriva de dos
vocablos: “Titi”, que significa “plomo” y “Pay” que
significa “aquel”[7].
Pero eso no es todo.
En 1979, Gottfried Kirchner, otro explorador alemán, publicó
la crónica de sus aventuras por Colombia y cuando se refiere al término Paititi
dice que significa algo similar a “La Patria del Padre Tigre”[8].
Esta traducción libre es la que más se acerca a la realizada por el Padre Juan
Carlos Polentini Wester que de —manera un tanto rápida— desentraña, en media
docena de renglones, el misterioso significado del vocablo remitiéndose a lo
escrito por otro religioso igual que él—el Padre Constantino Bayle[9]—
quien sostiene que “Paí- Titi” significa “Padre Tigre” o “Padre
Jaguar-Otorongo”[10].
Por su parte, el célebre historiador argentino Enrique de
Gandía agrega a esta laberíntica confusión un nuevo significado: “(...) “Pai”
es “monarca” y “titi”, contracción de Titicaca, o sea “Aquel
Monarca del Titicaca”[11].
Lo
cierto es que todo este andamiaje lingüístico es poco convincente y nada
seguro. Son manotazos de ahogado en medio de una niebla de ignorancia casi
absoluta. Lo único que podemos afirmar es que la traducción más famosa (aquella
que la hace derivar del quechua) es artificial y tendenciosa y que —como nos
dice el profesor Daniel Heredia— “lo más probable es que Paititi
pertenezca a un idioma desconocido de la región de la selva”
(¿tupí-guaraní?)[12].
c
TODOS LOS
SENDEROS CONDUCEN AL PAITITI
"Lo que debe ser, será".
Proverbio anónimo árabe.
“El problema no son los herejes,
sino los mediocres”.
Eugenio Rosalini
Co-director de
la
Expedición Vilcabamba
98
Desde los días de la conquista española al Perú (siglo
XVI), se ha venido hablando de ciudades y centros ceremoniales incas "perdidos" en las selvas amazónicas,
al Oriente del Cusco. Los descubrimientos de Machu Picchu (1911), El
Pajatén (1963), Vilcabamba "La Vieja" (1964), Mamería
(1979/80) y Gran Vilaya (1985), son pruebas efectivas de la penetración
e influencia de los incas en las planicies tropicales del Perú. Cuando se
consideran las leyendas que circulan sobre el Imperio Incaico, en las
provincias de Cusco y Madre de Dios, inevitablemente estamos de cara a la
leyenda del Paititi; e indiscutiblemente nos enfrentamos, al mismo tiempo, con
dos opiniones opuestas: que el Paititi es un producto originado por la
imaginación popular, tanto como por la antigua ambición española de encontrar
oro y tesoros; y los que defiende la existencia real del mismo.
Se ha escrito mucho sobre esta legendaria “ciudad. El rumor y los comentarios la
han cubierto de riquezas, de celosos aborígenes protectores, de alimañas que
impiden el acceso a sus ruinas, e incluso —como hemos visto— de incas
residuales que, en la actualidad, se mantendrían invictos de la influencia
occidental, conservando sus antiguas costumbres, ritos y organización político
- social.
Si bien todos estos románticos
ingredientes son propios del imaginario colectivo de las comunidades
andinas, no descartamos la existencia de construcciones incaicas levantadas en
la selva, mucho más adentro de lo que comúnmente se acepta. Hoy sabemos que los
constructores del Tahuantinsuyu tuvieron una presencia activa y casi permanente
en las junglas orientales, y que los lazos que unían costa/sierra/selva
tropical fueron más fuertes y constantes que lo imaginado por muchos
estudiosos.
Un sin fin de crónicas españolas —de los siglos XVI, XVII y
XVIII— nos informan sobre expediciones incaicas, orientadas hacia el Este, como
así también sobre la fundación de guarniciones, tambos y ciudadelas, en
territorios de tribus selváticas que mantenían cordiales relaciones diplomáticas
con el Inca. Muchos caminos empedrados se internan en la selva, y muchos más se
descubren a diario, obligándonos a re-escribir gran parte de la historia
expansionista del Tahuantinsuyu.
Tras una concienzuda lectura de dichas fuentes. Roberto Levillier
sostuvo hace años que dos son las regiones en las que se suele ubicar el tan
mentado Paititi.
La primera, cercana al Cusco y en territorio de la República
del Perú, es la Meseta de Pantiacolla, una región montañosa y tropical que se
levanta dentro del Parque Nacional del Manú, y que ha tenido la extraña
condición de atraer a la mayor parte de las últimas expediciones. Esto es en
parte entendible dado el enorme potencial arqueológico que esta zona ha
demostrado tener. En ella se han encontrado caminos empedrados, rocas talladas
y ruinas incaicas; como así también enigmáticos petroglifos (grabados
abstractos, hechos en la pared de una saliente lítica), sobre los cuales muy
pocos especialistas se arriesgan a especular acerca de su significado, función
u origen.
La segunda región se encuentra en el departamento boliviano
de Pando, a unos 600 Km .
de distancia de Pantiacolla, remontando el río Madre de Dios (antiguo Amarumayo).
Se caracteriza por ser la zona menos poblada de Bolivia (sólo 38.000 habitantes
en un territorio cuya extensión es de casi 64.000 km2) y estar
prácticamente desvinculada del resto del país. De acuerdo con los testimonios
coloniales que describen detalladamente la ruta de penetración seguida por el
Inca Túpac Yupanqui hacia el año 1476, sabemos que los "Hijos del
Cusco", tras construir varias balsas, remontaron el río Amarumayo por lo
menos en dos oportunidades; consiguiendo por vía de la diplomacia levantar dos
fortificaciones en tierras de la etnia de los Musus, comarca que coincidiría con
los territorios ubicados al norte de la actual ciudad de Riberalta (Bolivia),
en la confluencia del río Madre de Dios con el Beni.
Lo cierto es que existieron dos Paititis.
Uno, conocido como la cultura del Gran Paititi
y que correspondería a la antigua etnia de los Musus, que fue anterior,
contemporáneo y confederado al Tahuantinsuyu incaico. Estaba formado por
muchas naciones selváticas (llamadas antis) y su fama llegó hasta
el propio Cusco, Paraguay, Bolivia y la zona del Río de la Plata. Las Sierras
de Parecis eran el centro neurálgico de este “imperio amazónico” y su poderoso
gobernante era denominado con el título de “Gran Paytiti”. Con este
fuerte “monarca” es con quien pactaron los incas, formando la
confederación antes nombrada, que duró hasta la llegada de los españoles en el
siglo XVI[13].
El otro “Paititi”, es el Paititi peruano; en
donde habitaron y gobernaron los incas después de la invasión ibérica. Esta
zona corresponde a la actual región de la meseta de Pantiacolla (y que en las
crónicas de Garcilazo de la Vega aparece con el nombre —hoy olvidado— de Abisca
o Habisca). En esta zona, muy poco explorada aún hoy en día, los
señores huidos del Cusco levantaron ciudadelas, tambos y fortificaciones para
proteger la retaguardia de aquellos dignatarios incas que siguieron la ruta
hacia el Paititi boliviano[14].
A pesar de existir
pruebas documentales que confirman lo antedicho, una larga tradición académica
(hoy cuestionada) considera poco probable la penetración incaica en lo profundo
de la selva, negando la existencia de culturas amazónicas desarrolladas,
capaces de recibir y, eventualmente, absorber a los Señores vencidos del Cusco.
Consideramos
que este prejuicio no se condice con los datos testimoniales recogidos en
crónicas, "noticias" e informes, recopilados a lo largo de los siglos
XVI y XVII por soldados, aventureros y misioneros; ni con los descubrimientos
recientes practicados en territorios de Perú y Bolivia (puestos de avanzada de
factura incaica y restos pertenecientes a la cultura de los Musus y Moxos).
El “Paititi”
fue real. Es real, existe; aunque no con las características mitológicas que
tanto el mesianismo como el deseo desenfrenado de riquezas materiales le han
otorgado a lo largo de los siglos.
¿Hay
algo detrás de las montañas?... Lo más probable es que así sea.
Las
futuras expediciones, seguramente, terminaran dándonos la razón.
PALABRAS
FINALES
“Concebir un pensamiento, un solo y único pensamiento,
pero que
hiciese pedazos el universo”.
E.M. Cioran, Adiós a la Filosofía , pág. 133.
El principal problema en todos estos años es que,
guiados por la leyenda del Paititi, hemos estado buscando una “ciudad” y no un
conjunto desperdigado de ruinas —probablemente muy poco atractivas desde el
punto de vista arquitectónico—, que son las que nos permitirán certificar
fehacientemente la presencia de incas en regiones orientales del viejo
Tahuantinsuyu.
El espejismo romántico del Paititi literario nos ha impedido
ver el bosque detrás del árbol; y eso no sólo le quitó seriedad académica a un
tema digno de ser investigado, sino que encausó las pesquisas por terrenos
infructíferos y vanos. La impronta de Hiram Bingham ha sido profunda. Desde la
primera década del siglo XX, todos hemos soñado con toparnos con un segundo
Machu Picchu —sería hipócrita no admitirlo—, lo que condujo muchísimas veces al
sensacionalismo periodístico —hoy vía Internet— que anuncia cada tanto, con
“bombos y platillos”, el descubrimiento de una “ciudad perdida” o del tan
mentado El Dorado. De hecho, basta con hacer un seguimiento por los
diarios de los últimos veinte años para advertir cuántos “hallazgos maravillosos”
murieron en la tinta seca de los periódicos que los anunciaban.
Cuando estas cosas ocurren, entre las muchas que se me vienen
a la cabeza, dos sobresalen por encima del resto. La primera, es la evidente
falta de honestidad y afán de gloria que demuestran muchos de los actuales
exploradores; que son los mismos que critican retrospectivamente a los conquistadores
españoles por haber actualizado —hace 400 años— idénticos propósitos a los de
ellos.
La segunda cuestión tiene que ver con un refrán racionalista
del siglo XVIII que dice así:
“El decir de las estrellas
es un muy cierto decir
porque ninguno ha de ir
a preguntárselo a ellas”.
¿Qué es lo que se pretende, anunciando a los cuatro vientos,
falsedades de ese tipo? ¿Quince minutos de fama?... Quizás. Lo cierto es que
nadie —o muy, muy pocos[15]—
se toman el trabajo de ir a comprobar esos descubrimientos “in situ”.
La selva es demasiado extensa; demasiado húmeda, peligrosa e
incómoda. ¿Para qué verificar nada? Es más placentero aceptar lo leído, confiar
o esbozar una sonrisa escéptica que deje el tema en el mismo lugar que al
principio.
Lo que sucede es que, con cada Paititi que se rescata
anualmente de la selva, surgen inconvenientes que hacen que las tan codiciadas
y buscadas pruebas se pierdan, o estén irremediablemente escondidas a la
vista de los “no iniciados”. ¿Acaso es serio aceptar la existencia de tal o
cual “ruina maravillosa” observando únicamente una foto mal enfocada y
descontextualizada?...
El trabajo de campo y exploración exige mayores precisiones y
apoyo institucional. Claro que esto tampoco es sinónimo de honestidad absoluta.
Hay muchos casos en los que el afán por filmar un documental
atractivo,”aventurero” y de impacto en la teleaudiencia, ha hecho que
asociaciones de fama mundial y “National” cayeran en la trampa o fuesen
cómplices directos de la farsa.
Aún así, en el fondo de todo esto, se abre una puerta de
esperanza para los espíritus románticos. El hecho de que muchas extensiones
selváticas estén aún por explorar, abren las posibilidades a encontrara “algo”
siguiendo las crónica de la conquista, en las orientales latitudes del antiguo
Antisuyu incaico.
A lo mejor, en la próxima temporada, y cargando en la mochila
menos ego y más sinceridad y honestidad profesional, podamos toparnos con esas
ricas ruinas quechuas que nos certifiquen la existencia del Paititi real; sin
oro, sin plata ni seres mitológicos al acecho.
Alguien dijo una vez que toda exploración es, en definitiva,
la búsqueda de uno mismo. Estoy de acuerdo con ello. Además, como expresión
simbólica de la curiosidad humana —de los sueños y las ilusiones— toda
exploración es también tentación, fuente de inquietud, motivo de reflexión,
acicate del conocimiento. Explorar provoca el cambio inesperado, muestra lo
recóndito, se alimenta de la novedad, pues es cambio, movimiento, inquietud,
utopía. Como toda historia, la exploración tiene principio y fin, pero admite
prolongaciones, incluso modificaciones de finalidad. Nunca es fútil. En ella,
todo es posible... incluso el Paititi.
Fernando Jorge Soto Roland
Profesor en Historia
Director de la Expedición Vilcabamba
[1] Suescum, Javier M., Paititi,
el Perfume de los Pueblos, Editorial San Pablo, Madrid, 2000, pág. 110.
[2] Hoy
en día, a esta herencia milenarista quechua/ cristiana, se le agregan los
delirios —más acordes a nuestros tiempos— que refieren a la presencia en la
selva (en el Paititi) de antiguos miembros de la Atlántida o Lemuria, incluso
de entidades extraterrestres que, debido a lo tedioso que debe ser el espacio
exterior, no encuentran mejor cosa qué hacer que permanecer escondidos en las
selvas sudamericanas, abriendo “portales dimensionales” (¡) y vistiendo blancas
túnicas que (¡Oh ignorantes incrédulos!) revelan su místico origen alienígena
de pureza espiritual y buenas intenciones. Nota: los etílicos efectos de la
chicha, del ron o la ginebra —aunque escondidos detrás de seudónimos pomposos y
ridículos— se dejan ver en artículos y libros, productos de la tan mentada y
lucrativa New Age. Este enfoque esotérico y barato tiene gran prensa y su
influencia se advierte incluso en el discurso comercializado de muchos guías
turísticos del Cusco. Estimado lector: ¡manténgase alerta de esas tonterías!...
La única Hermandad Secreta (del color que sea)que busca este tipo de
cosas es la Hermandad de los Imbéciles.
[3] Hay análisis que sostienen
que la idea de Inca podría ser un arquetipo anterior a la cultura incaica. Ello
es lo que podría explicar la supervivencia que ha tenido en el pensamiento
andino.
[4]
Suescum, Javier M., op.cit. pp. 38-39. NOTA: Otra versión
—quizás más antigua— dice que, en Puquio (Ayacucho) Inkarrí fue, tras la
conquista española, martirizado por los europeos. Le cortaron la cabeza y la
enterraron en Cusco. Pero su cabeza estaba viva y su cuerpo ha vuelto a empezar
a crecer a partir de ella. Cuando el Inkarrí esté completo, el Inca volverá”.
[5] Véase: Eliade, Mircea, El
Mito del Eterno Retorno, Editorial Alianza, edición de 1979.
[6] Ertl, Hans, Paititi.
Tras las huellas de los Incas, Timun Mas, Barcelona, 1998, Pág. 9.
[7] “Aquel Plomo”
que abundaba en la selva, según el cronista español y que fuera denunciado por
los incas retirados en el oriente para que el Inca del Cuzco no les arrebatar
un territorio que, en verdad, era abundante no en plomo, sino en oro.
[8] Kirchner, Gottfried, La
Quimera de El Dorado. La Búsqueda del Mítico Tesoro de los Incas,
Editorial Tikal, 1996, pág. 53.
[9] Bayle, Constantino,
El Dorado Fantasma, Editorial Razón y Fe, Madrid, 1930, pág. 297.
[10] Polentini Wester, Juan
Carlos, El Paí Titi ¡Padre Otorongo!, Editorial salesiana, Perú,
1999, pág. 28.
[11] Gandía, Enrique de, Historia
crítica de los Mitos y Leyendas de la Conquista Americana, centro
Difusor del Libro, Buenos Aires, 1946, pág.228.
[12] Heredia, Daniel, Paititi;
su posible existencia y su probable ubicación, Separata de la “Revista
del Museo e Instituto Arqueológico”, Nº 13/14, Cuzco, 1951.
[13] Véase una de las obras
mejor documentadas al respecto: Levillier, Roberto, El Dorado, el
Paititi y las Amazonas, Editorial Emecé, 1975.
[14] Polentini Wester, Juan
Carlos, El Paí Titi ¡Padre Otorongo!, Editorial salesiana, Perú,
1999.
[15] El explorador
arqueológico Greg Deyermenjian es la excepción a la regla más admirable y el
experto más confiable y serio de todos los que tratan sobre el tema.
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