martes, 21 de mayo de 2013


 

El Paititi

 

IMAGINARIO, REALIDAD Y UTOPIA ANDINA


 
            

Por

 

Fernando Jorge Soto Roland

Profesor en Historia

Director de la Expedición Vilcabamba 1998

 


 

Dedicado a Greg Deyermenjian;

amigo, confesor y parte indispensable

de esta obsesión que compartimos desde

hace años.

 

 

PROLOGO

 

Niebla, selva, pantanos y meandros. Aislamiento y lejanía; amenazas impensadas nacidas desde el seno de alguna tribu con escaso o nulo contacto con la “civilización”. Víboras, insectos y precipicios sin par que caen desde y hacia matorrales de exuberante follaje, escondiendo miles de secretos inconfesables que el entorno, salvajemente natural, se niega a revelar.

Colonos detenidos en el tiempo. Economías de subsistencia alejadas del consumo. Avanzada humana que pretende generar seguridad levantando casas de barro y paja; chozas a las que llaman comunidades y que más parecen lunares de raquítico antropocentrismo que refugios seguros para el citadino que se arriesga a horadar aquel vasto océano vegetal, conocido alguna vez con el nombre de “Infierno Verde”.

Distancias. Dilatación geográfica. Espesura, sombras; humedad y falta de perspectiva. La fuerza del machete es la que abre senderos, desbastando muros de ramas y árboles centenarios. Y, a cada paso, la incertidumbre y el replanteo de estar haciendo lo correcto.

Al mismo tiempo, adrenalina y el potencial descubrimiento de algo que nadie ha visto en siglos.

Un poco más adelante. Un kilómetro más, un metro... Allí puede que se encuentre”.

Como en los juegos de azar, a los que no puede resistirse el apostador empedernido, la búsqueda infatigable —de lo que muchos creen es una quimera— impulsa hacia delante, renueva el espíritu dentro de un cuerpo agotado; vence las trabas de la mediocridad. Exalta el sueño, promueve la aventura romántica y le da sentido —legitimidad— a la vida.

Este es el escenario del mito, de la leyenda; y en su centro —como presidiendo un esquema heliocéntrico— está el Paititi, la “ciudad perdida” del folklore andino que más energía y recursos ha movilizado desde los días de Francisco Pizarro, conquistador del Perú.

 

 

EXPLORANDO LOS SENDEROS DE LA UTOPIA


 

 

“(...) Matando en sí mismo el vagabundo,

es como el hombre ha refinado su esclavitud

y se ha enfeudado a los fantasmas”.

                                                     E.M. Cioran, Adiós a la Filosofía,

                                                     Ed. Alianza, Bs As, 1994, pág. 137.

 

 

“El que no sale nunca de su tierra

vive lleno de prejuicios”.

Carlos Goldoni

 

 

No hay caminos hacia el Paititi; si por camino entendemos una ruta normalizada que evita el extravío y facilita el desplazamiento por un itinerario espacial preciso, determinado o determinable. Y si no hay caminos, no hay viaje; ya que éste es posible únicamente cuando existen los primeros.

Tener un camino significa disponer de un destino establecido, una ruta normalizada que evita el extravío y conduce, sin error, con confianza y seguridad, a un lugar público y conocido por otros con antelación. No hay viajeros hacia el Paititi, sólo exploradores y aventureros, que son sus contrafiguras.

El Paititi exige exploración. Su búsqueda no se mueve por trayectos seguros. Se opone a la rutina, al “re-corrido”, a las conductas normadas. Genera inseguridad, ansiedad; que son variables más propias de los que siguen senderos que de los que recorren rutas.

Es el explorador el que abre camino por primera vez, inaugurando itinerarios insólitos que se nutren de las contingencias, del peligro y del exotismo. Ir tras la huellas del Paititi implica, pues, seguir rumbos nuevos, desconocidos u olvidados hace mucho tiempo.

El riesgo, la imprudencia y las exigencias extremas se imbrican con la libertad —tan propia del trotamundo— para cumplir con el anhelo de descubrir; de recorrer tierras postergadas. Y recién cuando la presencia del explorador proyecta su sombra sobre el piso, a ese sitio ignoto se le permite existir; generando la ilusión del ego triunfante y la narcisista tentación de haber alcanzado la fama y la gloria. Curioso resultado éste, que se actualiza cuando se sale en pos de la misteriosa “ciudad”, practicando la trashumancia. Porque alcanzar el Paititi significa entregarse al nomadismo, a la pasión por hurgar en una tierra que parece recién nacida, aunque no lo sea.

 

 

Pero para lo que nosotros (exploradores) es un sendero, para otros es un camino de regreso que conduce a la seguridad del pasado, a la idealización de una época desaparecida hace ya más de cuatrocientos años; un tiempo en el que un ahistórico y benévolo Inca gobernaba el Tahuantinsuyu haciendo de la Tierra un paraíso, cuyo modelo —perdido durante la Conquista— volvería a reeditarse en el futuro siempre promisorio de las comunidades aborígenes, que observan la historia con la nostalgia y añoranza propia de las utopías.

El Inca regresará”, dicen. Nunca se fue. Permanece en el Paititi, armándose, preparándose para asestarle a la intrusiva cultura europea el golpe de gracia que la desplace del tablero, para implantar en las costas, alturas y selvas del Perú, el antiguo culto a los antepasados, la justa reciprocidad quechua, la felicidad plena que los rescate de las penurias y les devuelva la esperanza de tener un reino propio, una dignidad reedificada, una identidad sin contaminantes.

En esta espera se apoyó la leyenda del Paititi; y en ella se siguen apoyando muchas comunidades andinas y amazónicas para mantener en alto sus sueños reivindicativos y el anhelo de volver a instaurar el honor en un pueblo vencido por las armas.

El Paititi es esperanza; por más que los “intelectuales de escritorio” sigan negándole al pueblo quechua (y aymará) un horizonte propio, definiendo al legendario emplazamiento como “la quimera de un pueblo frustrado”. El mensaje milenarista persiste en el imaginario colectivo, consciente o inconscientemente.

 

“En Paititi viviremos tranquilos, honraremos a nuestros dioses, trabajaremos en común la tierra, habrá alimentos y ropas para todos... Paititi es el perfume de nuestro pueblo y de nuestras gentes, la esperanza del ombligo del mundo, la sonrisa de los abatidos, la luz de bengala del día ya amanecido, el subsuelo que nutre el suelo del pueblo quechua”[1].

 

El Paititi es y fue resistencia. Bajo su poderosa sombra se organizaron rebeliones, conspiraciones y levantamientos contra el orden colonial establecido, desde mediados del siglo XVI y todo a lo largo de los siglos XVII y XVIII; más de cien años antes de Juan Santos Atahualpa o Túpac Amaru II, que son dos de los rebeldes más famosos de la historiografía.

Pero el Paititi sigue tentando al futuro con el corazón y ya no tanto con las armas. Su sola mención insufla valor, fuerza, orgullo y un espíritu de resistencia que se encarna en el idioma —el runasimi, quechua—, en los rituales y cultos residuales, en el arte y sus temas, en los rumores y leyendas populares que todavía recorren valles altiplánicos, cumbres y selvas tropicales del Antisuyu.

“El Inca volverá. Nunca se ha ido. Permanece en el Paititi”.

 


EL INKARRI
 

“Todos se esfuerzan por remediar la vida de todos (...).

La sociedad es un infierno de salvadores”.

                                                     E.M. Cioran, Adiós a la Filosofía,

                                                     Ed. Alianza, Bs As, 1994, pág. 9.

 

 

En la zona de Chinchero y Urubamba, en las picanterías del Cusco y en borde de la ceja de selva, los lugareños y aborígenes creen que el Paititi es el refugio de los últimos incas y que aún permanecen allí, escondidos y alejados del mundo. Incluso sostienen que unos pocos privilegiados han podido comunicarse con sus pobladores, aunque no conocen —ni desean revelar— el sitio exacto en donde está emplazada lo que consideran es una llacta (ciudad) de origen quechua.

Esta es una de las bases residuales de un mito que viene circulando en el Perú desde por lo menos el siglo XVIII y que postula —de igual manera que el mesianismo andino del siglo XVI durante el Taki Onkoy— la restitución imperial como elemento cohesionador de las masas indígenas.

Dentro de este esquema de utopía andina, la reforma moral y la resistencia pasiva, comportaban una dimensión estrictamente religiosa, que no dudó en tomar prestados elementos aportados por la evangelización y aculturación española. Es así que vemos cómo, dentro de esa ideología rebelde, se fueron mezclando mitos amazónicos, ideas incaístas, pensamiento cristiano y teología joaquinista, en un interesante menjurje mágico, milenarista y mesiánico[2].

Como señaló Alberto Flores Galindo, la capacidad de resistencia de una cultura no se contrapone necesariamente con la posibilidad de asimilar y recrear otros elementos culturales. Una cultura puede pasar por diversas fases —a veces ambivalente— de momentos de retroceso frente al embate occidental, a períodos de renacimiento y recuperación. Claro que estos cambios son más difíciles de encontrar en culturas que, como la incaica, estuvieron —o están— asediadas por fuerzas colonizadoras; ya que se ven en la necesidad de esconderse y cubrirse.

Desde el siglo XVI, los hombres andinos debieron sentirse en un territorio ocupado y para contrarrestar esa situación —ya inmodificable— recurrieron a la utopía andina. Pero, ¿en qué consiste esa utopía? Sencillo: en la mitificación del pasado. No es otra cosa que el intento de ubicar allí —no en el futuro, como en el caso europeo— la ciudad ideal, el reino imposible de la felicidad; es decir, la idealización del imperio incaico. La utopía andina no se proyecta hacia delante, sino hacia atrás, inscribiéndose en una concepción cíclica y mítica del tiempo.

El mito del Inkarrí es el más representativo al respecto.

Vigente desde hace unos doscientos años, el relato hace referencia al “Inca rey”, al gobernante que no sólo es gobernante, sino un ser divino que opera como modelo y arquetipo dentro de una cosmovisión andina que data de épocas precolombinas (incluso preincas, según algunos estudiosos)[3]. El Inkarrí encarna el mesianismo y es visto —y sentido— como un ordenador del mundo, como un héroe fundador idéntico al primigenio Manco Cápac, que restablecerá el orden que los españoles destruyeron tras la invasión del siglo XVI. Este rey mesiánico, que por sus actos permitirá el regreso al tiempo sagrado del Inca, ha sido interpretado como el equivalente al Cristo del catolicismo, aún cuando arrastre muchos síntomas propios de una mentalidad mítica precristiana.

Una de las versiones populares del Inkarrí que aún circula—y que el Padre Javier Suescum transcribe en su libro— dice así:

 

La tierra se hallaba poblada por los ñaupas, seres dotados de extraordinarios poderes. Wiracocha, dios creador, les anunció su deseo de legarles sus poderes, pero, ellos, soberbios, le dijeron que tenía ya los suyos y no necesitaban otros. Wiracocha indignado creo el sol y ordenó su salida y con su acción los ñaupas se deshidrataron y sus músculos quedaron convertidos en carne resecas y adheridas a sus huesos. La tierra, entre tanto, quedó inactiva. Luego para poblar la tierra crea a Inkarrí y Qollari, un hombre y una mujer llenos de sabiduría.

“Ordenó al primero que levantara un pueblo en el lugar en que cayera enhiesta la barra de oro que a tal efecto le entregó. Inkarrí la arrojó una vez y cayó mal. La segunda vez fue a caer oblicua entre las montañas altísimas. Y aquí se puso a trabajar para levantar la ciudad. Wiracocha, indignado porque no había observado su prescripción de que la barra estuviera vertical, decidió hacerle notar su error y, para ello, permitió que los ñaupa, que odiaban a Inkarrí, cobraran nueva vida. Los ñaupa decidieron exterminarle y le lanzaron enormes rocas por las pendientes en dirección en que trabajaba. Inkarrí huyó asustado y no se detuvo en su huída hasta llegar al lago Titicaca. Aquí, la tranquilidad del sitio le hizo meditar en los acontecimientos. Y fue cuando recordó que la barra no había caído vertical. Decidió regresar y llegando a Raya, montañas que separan la región del altiplano de la región de Cusco, arrojó nuevamente la barra. Esta vez fue a clavarse perpendicular en un valle fértil. Allí levantó Cusco y se asentó. A sus hijos les envió a poblar diferentes regiones.

“Muchos años después Inkarrí decidió retirarse de Cusco, pasando por Qero, y se internó en una ciudad llamada Paititi. Allí continúa viviendo, en compañía de los descendientes de los muchos hombres y mujeres que se llevó consigo. Su paso por Qero ha quedado perennizado por sus huellas que se ven en una roca, y por Las marcas que dejaron sus posaderas y sus testículos cuando se sentó en otra piedra a descansar.

“Inkarrí dijo, al marchar, que volvería para empezar el nuevo tiempo... que se pondría a la cabeza de su pueblo y lo conduciría hacia Paititi (...)” [4].

 

Creación, orden, cosmos. Más tarde, conquista española y caos. El universo se subvierte pero renace la esperanza de un nuevo nacimiento, de un nuevo orden, de una segunda creación. El círculo se cierra y el esquema cíclico, mítico, se materializa denunciando una esquema milenario, antiguo[5].

Y el Paititi sigue estando en el centro de la escena.



 
DIVERSIDAD DE APROXIMACIONES

 

 

“(...) Jamás el espíritu dubitativo fue pernicioso”.

                                E.M. Cioran, Adiós a la Filosofía,

                                                     Ed. Alianza, Bs As, 1994, pág. 8.

 

 

Es difícil tratar un tema del que ni siquiera hay acuerdo respecto del origen y significado de la palabra que lo define. Cualquiera que haya leído la bibliografía al respecto sabrá que no existe —a la fecha— consenso en lo referido a la etimología del vocablo “Paititi”. Claro que esto no impidió que se elaboraran alambicadas hipótesis que pretendían más ajustar el termino a ideas preconcebidas que encontrar la verdad del asunto. Lo cierto es que se ha dicho de todo.

Ojeando las crónicas y memorias de la época de la conquista, o saltando de un ensayo contemporáneo a otro, observamos las diversas formas en que se ha escrito la palabra que nos ocupa: “Paititi”, “Paitite”, “Paykikin”, “Paiquiquin”, “Paitití” (con acento en la última i), “Paí Titi” (separado) o “Pay Titi”. Demasiadas variaciones para un toponímico del que en verdad desconocemos todo.

Lo que sí podemos afirmar, sin miedo a equivocarnos, es que no procede del quechua. Así lo han sostenido reconocidos lingüistas. Por lo tanto, la versión que más difusión tiene en el ambiente —y que dice que “Paykikin” significa “como él”, “igual a él” o “como el otro Cusco”— es totalmente forzada y alejada de la verdad. Por supuesto que existen implícitas intenciones para abrazar este significado en particular y que consisten en creer que el Paititi es una ciudad o ciudadela de origen inca (cosa que tampoco es cierta, como veremos un poco más adelante).

En la década de 1950, el explorador alemán Hans Ertl llevó a cabo una serie excavaciones en territorio boliviano, al norte de La Paz, en cierto cerro que decía ser llamado por los indios locales como Paititi. Tras su aventura exploratoria —demasiado cargada de inventos y fantasías, según nuestra opinión— publicó un librito en 1954 en el que arriesga un significado original al termino. Según Ertl, “Pai-titi” significa “Dos Colinas” y servía “además para designar a una legendaria ciudad incaica ubicada en las postrimerías orientales de los Andes”[6].

Si retrocedemos un poco más en el tiempo y consultamos algunas crónicas del siglo XVII veremos que en una de ellas, escrita por el Padre Diego Felipe de Alcaya, se arguye que la palabra Paititi deriva de dos vocablos: “Titi”, que significa “plomo” y “Pay” que significa “aquel[7].

Pero eso no es todo.

En 1979, Gottfried Kirchner, otro explorador alemán, publicó la crónica de sus aventuras por Colombia y cuando se refiere al término Paititi dice que significa algo similar a “La Patria del Padre Tigre[8]. Esta traducción libre es la que más se acerca a la realizada por el Padre Juan Carlos Polentini Wester que de —manera un tanto rápida— desentraña, en media docena de renglones, el misterioso significado del vocablo remitiéndose a lo escrito por otro religioso igual que él—el Padre Constantino Bayle[9]— quien sostiene que “Paí- Titi” significa “Padre Tigre” o “Padre Jaguar-Otorongo[10].

Por su parte, el célebre historiador argentino Enrique de Gandía agrega a esta laberíntica confusión un nuevo significado: “(...) “Pai” es “monarca” y “titi”, contracción de Titicaca, o sea “Aquel Monarca del Titicaca[11].

Lo cierto es que todo este andamiaje lingüístico es poco convincente y nada seguro. Son manotazos de ahogado en medio de una niebla de ignorancia casi absoluta. Lo único que podemos afirmar es que la traducción más famosa (aquella que la hace derivar del quechua) es artificial y tendenciosa y que —como nos dice el profesor Daniel Heredia— “lo más probable es que Paititi pertenezca a un idioma desconocido de la región de la selva” (¿tupí-guaraní?)[12].

 

c

 

 

 TODOS LOS SENDEROS CONDUCEN AL PAITITI

 

 

"Lo que debe ser, será".

                      Proverbio anónimo árabe.

“El problema no son los herejes,

 sino los mediocres”.

Eugenio Rosalini

Co-director de la

Expedición Vilcabamba 98

 

 

Desde los días de la conquista española al Perú (siglo XVI), se ha venido hablando de ciudades y centros ceremoniales incas "perdidos" en las selvas amazónicas, al Oriente del Cusco. Los descubrimientos de Machu Picchu (1911), El Pajatén (1963), Vilcabamba "La Vieja" (1964), Mamería (1979/80) y Gran Vilaya (1985), son pruebas efectivas de la penetración e influencia de los incas en las planicies tropicales del Perú. Cuando se consideran las leyendas que circulan sobre el Imperio Incaico, en las provincias de Cusco y Madre de Dios, inevitablemente estamos de cara a la leyenda del Paititi; e indiscutiblemente nos enfrentamos, al mismo tiempo, con dos opiniones opuestas: que el Paititi es un producto originado por la imaginación popular, tanto como por la antigua ambición española de encontrar oro y tesoros; y los que defiende la existencia real del mismo.

Se ha escrito mucho sobre esta legendaria “ciudad. El rumor y los comentarios la han cubierto de riquezas, de celosos aborígenes protectores, de alimañas que impiden el acceso a sus ruinas, e incluso —como hemos visto— de incas residuales que, en la actualidad, se mantendrían invictos de la influencia occidental, conservando sus antiguas costumbres, ritos y organización político - social.

Si bien todos estos románticos ingredientes son propios del imaginario colectivo de las comunidades andinas, no descartamos la existencia de construcciones incaicas levantadas en la selva, mucho más adentro de lo que comúnmente se acepta. Hoy sabemos que los constructores del Tahuantinsuyu tuvieron una presencia activa y casi permanente en las junglas orientales, y que los lazos que unían costa/sierra/selva tropical fueron más fuertes y constantes que lo imaginado por muchos estudiosos.

Un sin fin de crónicas españolas —de los siglos XVI, XVII y XVIII— nos informan sobre expediciones incaicas, orientadas hacia el Este, como así también sobre la fundación de guarniciones, tambos y ciudadelas, en territorios de tribus selváticas que mantenían cordiales relaciones diplomáticas con el Inca. Muchos caminos empedrados se internan en la selva, y muchos más se descubren a diario, obligándonos a re-escribir gran parte de la historia expansionista del Tahuantinsuyu.

Tras una concienzuda lectura de dichas fuentes. Roberto Levillier sostuvo hace años que dos son las regiones en las que se suele ubicar el tan mentado Paititi.

La primera, cercana al Cusco y en territorio de la República del Perú, es la Meseta de Pantiacolla, una región montañosa y tropical que se levanta dentro del Parque Nacional del Manú, y que ha tenido la extraña condición de atraer a la mayor parte de las últimas expediciones. Esto es en parte entendible dado el enorme potencial arqueológico que esta zona ha demostrado tener. En ella se han encontrado caminos empedrados, rocas talladas y ruinas incaicas; como así también enigmáticos petroglifos (grabados abstractos, hechos en la pared de una saliente lítica), sobre los cuales muy pocos especialistas se arriesgan a especular acerca de su significado, función u origen.

La segunda región se encuentra en el departamento boliviano de Pando, a unos 600 Km. de distancia de Pantiacolla, remontando el río Madre de Dios (antiguo Amarumayo). Se caracteriza por ser la zona menos poblada de Bolivia (sólo 38.000 habitantes en un territorio cuya extensión es de casi 64.000 km2) y estar prácticamente desvinculada del resto del país. De acuerdo con los testimonios coloniales que describen detalladamente la ruta de penetración seguida por el Inca Túpac Yupanqui hacia el año 1476, sabemos que los "Hijos del Cusco", tras construir varias balsas, remontaron el río Amarumayo por lo menos en dos oportunidades; consiguiendo por vía de la diplomacia levantar dos fortificaciones en tierras de la etnia de los Musus, comarca que coincidiría con los territorios ubicados al norte de la actual ciudad de Riberalta (Bolivia), en la confluencia del río Madre de Dios con el Beni.

Lo cierto es que existieron dos Paititis.

Uno, conocido como la cultura del Gran Paititi y que correspondería a la antigua etnia de los Musus, que fue anterior, contemporáneo y confederado al Tahuantinsuyu incaico. Estaba formado por muchas naciones selváticas (llamadas antis) y su fama llegó hasta el propio Cusco, Paraguay, Bolivia y la zona del Río de la Plata. Las Sierras de Parecis eran el centro neurálgico de este “imperio amazónico” y su poderoso gobernante era denominado con el título de “Gran Paytiti”. Con este fuerte “monarca” es con quien pactaron los incas, formando la confederación antes nombrada, que duró hasta la llegada de los españoles en el siglo XVI[13].

El otro “Paititi”, es el Paititi peruano; en donde habitaron y gobernaron los incas después de la invasión ibérica. Esta zona corresponde a la actual región de la meseta de Pantiacolla (y que en las crónicas de Garcilazo de la Vega aparece con el nombre —hoy olvidado— de Abisca o Habisca). En esta zona, muy poco explorada aún hoy en día, los señores huidos del Cusco levantaron ciudadelas, tambos y fortificaciones para proteger la retaguardia de aquellos dignatarios incas que siguieron la ruta hacia el Paititi boliviano[14].

 A pesar de existir pruebas documentales que confirman lo antedicho, una larga tradición académica (hoy cuestionada) considera poco probable la penetración incaica en lo profundo de la selva, negando la existencia de culturas amazónicas desarrolladas, capaces de recibir y, eventualmente, absorber a los Señores vencidos del Cusco.

Consideramos que este prejuicio no se condice con los datos testimoniales recogidos en crónicas, "noticias" e informes, recopilados a lo largo de los siglos XVI y XVII por soldados, aventureros y misioneros; ni con los descubrimientos recientes practicados en territorios de Perú y Bolivia (puestos de avanzada de factura incaica y restos pertenecientes a la cultura de los Musus y Moxos).

El “Paititi” fue real. Es real, existe; aunque no con las características mitológicas que tanto el mesianismo como el deseo desenfrenado de riquezas materiales le han otorgado a lo largo de los siglos.

¿Hay algo detrás de las montañas?... Lo más probable es que así sea.

Las futuras expediciones, seguramente, terminaran dándonos la razón.

 
 

PALABRAS FINALES

  

“Concebir un pensamiento, un solo y único pensamiento,

 pero que hiciese pedazos el universo”.

E.M. Cioran, Adiós a la Filosofía , pág. 133.

 

 

El principal problema en todos estos años es que, guiados por la leyenda del Paititi, hemos estado buscando una “ciudad” y no un conjunto desperdigado de ruinas —probablemente muy poco atractivas desde el punto de vista arquitectónico—, que son las que nos permitirán certificar fehacientemente la presencia de incas en regiones orientales del viejo Tahuantinsuyu.

El espejismo romántico del Paititi literario nos ha impedido ver el bosque detrás del árbol; y eso no sólo le quitó seriedad académica a un tema digno de ser investigado, sino que encausó las pesquisas por terrenos infructíferos y vanos. La impronta de Hiram Bingham ha sido profunda. Desde la primera década del siglo XX, todos hemos soñado con toparnos con un segundo Machu Picchu —sería hipócrita no admitirlo—, lo que condujo muchísimas veces al sensacionalismo periodístico —hoy vía Internet— que anuncia cada tanto, con “bombos y platillos”, el descubrimiento de una “ciudad perdida” o del tan mentado El Dorado. De hecho, basta con hacer un seguimiento por los diarios de los últimos veinte años para advertir cuántos “hallazgos maravillosos” murieron en la tinta seca de los periódicos que los anunciaban.

Cuando estas cosas ocurren, entre las muchas que se me vienen a la cabeza, dos sobresalen por encima del resto. La primera, es la evidente falta de honestidad y afán de gloria que demuestran muchos de los actuales exploradores; que son los mismos que critican retrospectivamente a los conquistadores españoles por haber actualizado —hace 400 años— idénticos propósitos a los de ellos.

La segunda cuestión tiene que ver con un refrán racionalista del siglo XVIII que dice así:

 

“El decir de las estrellas

es un muy cierto decir

porque ninguno ha de ir

a preguntárselo a ellas”.

 

¿Qué es lo que se pretende, anunciando a los cuatro vientos, falsedades de ese tipo? ¿Quince minutos de fama?... Quizás. Lo cierto es que nadie —o muy, muy pocos[15]— se toman el trabajo de ir a comprobar esos descubrimientos “in situ”.

La selva es demasiado extensa; demasiado húmeda, peligrosa e incómoda. ¿Para qué verificar nada? Es más placentero aceptar lo leído, confiar o esbozar una sonrisa escéptica que deje el tema en el mismo lugar que al principio.

Lo que sucede es que, con cada Paititi que se rescata anualmente de la selva, surgen inconvenientes que hacen que las tan codiciadas y buscadas pruebas se pierdan, o estén irremediablemente escondidas a la vista de los “no iniciados”. ¿Acaso es serio aceptar la existencia de tal o cual “ruina maravillosa” observando únicamente una foto mal enfocada y descontextualizada?...

El trabajo de campo y exploración exige mayores precisiones y apoyo institucional. Claro que esto tampoco es sinónimo de honestidad absoluta. Hay muchos casos en los que el afán por filmar un documental atractivo,”aventurero” y de impacto en la teleaudiencia, ha hecho que asociaciones de fama mundial y “National” cayeran en la trampa o fuesen cómplices directos de la farsa.

Aún así, en el fondo de todo esto, se abre una puerta de esperanza para los espíritus románticos. El hecho de que muchas extensiones selváticas estén aún por explorar, abren las posibilidades a encontrara “algo” siguiendo las crónica de la conquista, en las orientales latitudes del antiguo Antisuyu incaico.

A lo mejor, en la próxima temporada, y cargando en la mochila menos ego y más sinceridad y honestidad profesional, podamos toparnos con esas ricas ruinas quechuas que nos certifiquen la existencia del Paititi real; sin oro, sin plata ni seres mitológicos al acecho.

Alguien dijo una vez que toda exploración es, en definitiva, la búsqueda de uno mismo. Estoy de acuerdo con ello. Además, como expresión simbólica de la curiosidad humana —de los sueños y las ilusiones— toda exploración es también tentación, fuente de inquietud, motivo de reflexión, acicate del conocimiento. Explorar provoca el cambio inesperado, muestra lo recóndito, se alimenta de la novedad, pues es cambio, movimiento, inquietud, utopía. Como toda historia, la exploración tiene principio y fin, pero admite prolongaciones, incluso modificaciones de finalidad. Nunca es fútil. En ella, todo es posible... incluso el Paititi.

 

Fernando Jorge Soto Roland

Profesor en Historia

Director de la Expedición Vilcabamba


 

 

 

 

 

 



[1] Suescum, Javier M., Paititi, el Perfume de los Pueblos, Editorial San Pablo, Madrid, 2000, pág. 110.
[2] Hoy en día, a esta herencia milenarista quechua/ cristiana, se le agregan los delirios —más acordes a nuestros tiempos— que refieren a la presencia en la selva (en el Paititi) de antiguos miembros de la Atlántida o Lemuria, incluso de entidades extraterrestres que, debido a lo tedioso que debe ser el espacio exterior, no encuentran mejor cosa qué hacer que permanecer escondidos en las selvas sudamericanas, abriendo “portales dimensionales” (¡) y vistiendo blancas túnicas que (¡Oh ignorantes incrédulos!) revelan su místico origen alienígena de pureza espiritual y buenas intenciones. Nota: los etílicos efectos de la chicha, del ron o la ginebra —aunque escondidos detrás de seudónimos pomposos y ridículos— se dejan ver en artículos y libros, productos de la tan mentada y lucrativa New Age. Este enfoque esotérico y barato tiene gran prensa y su influencia se advierte incluso en el discurso comercializado de muchos guías turísticos del Cusco. Estimado lector: ¡manténgase alerta de esas tonterías!... La única Hermandad Secreta (del color que sea)que busca este tipo de cosas es la Hermandad de los Imbéciles.
[3] Hay análisis que sostienen que la idea de Inca podría ser un arquetipo anterior a la cultura incaica. Ello es lo que podría explicar la supervivencia que ha tenido en el pensamiento andino.
[4] Suescum, Javier M., op.cit. pp. 38-39. NOTA: Otra versión —quizás más antigua— dice que, en Puquio (Ayacucho) Inkarrí fue, tras la conquista española, martirizado por los europeos. Le cortaron la cabeza y la enterraron en Cusco. Pero su cabeza estaba viva y su cuerpo ha vuelto a empezar a crecer a partir de ella. Cuando el Inkarrí esté completo, el Inca volverá”.
[5] Véase: Eliade, Mircea, El Mito del Eterno Retorno, Editorial Alianza, edición de 1979.
[6] Ertl, Hans, Paititi. Tras las huellas de los Incas, Timun Mas, Barcelona, 1998, Pág. 9.
[7]Aquel Plomo” que abundaba en la selva, según el cronista español y que fuera denunciado por los incas retirados en el oriente para que el Inca del Cuzco no les arrebatar un territorio que, en verdad, era abundante no en plomo, sino en oro.
[8] Kirchner, Gottfried, La Quimera de El Dorado. La Búsqueda del Mítico Tesoro de los Incas, Editorial Tikal, 1996, pág. 53.
[9] Bayle, Constantino, El Dorado Fantasma, Editorial Razón y Fe, Madrid, 1930, pág. 297.
[10] Polentini Wester, Juan Carlos, El Paí Titi ¡Padre Otorongo!, Editorial salesiana, Perú, 1999, pág. 28.
[11] Gandía, Enrique de, Historia crítica de los Mitos y Leyendas de la Conquista Americana, centro Difusor del Libro, Buenos Aires, 1946, pág.228.
[12] Heredia, Daniel, Paititi; su posible existencia y su probable ubicación, Separata de la “Revista del Museo e Instituto Arqueológico”, Nº 13/14, Cuzco, 1951.
[13] Véase una de las obras mejor documentadas al respecto: Levillier, Roberto, El Dorado, el Paititi y las Amazonas, Editorial Emecé, 1975.
[14] Polentini Wester, Juan Carlos, El Paí Titi ¡Padre Otorongo!, Editorial salesiana, Perú, 1999.
[15] El explorador arqueológico Greg Deyermenjian es la excepción a la regla más admirable y el experto más confiable y serio de todos los que tratan sobre el tema.

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