NOVELA
| |
y la Escalinata
de los Sabios Por Fernando J. Soto Roland | |
PRÓLOGO
Isla de Quíos,
Grecia.
1955
No
debería estar ahí, pero ya era tarde para arrepentirse. Imposible volver el
tiempo atrás. Tendría que haberlo pensado antes y rechazar el ofrecimiento que
le hiciera el Museo de Atenas, hacía menos de una semana. Pero el curador lo
conocía desde hacía años y sabía de su “debilidad” por las antigüedades
perdidas. Además, estaba en deuda con aquel anciano ya que en su juventud lo
había ayudado, permitiéndole tener acceso directo al depósito de objetos
minoicos y moverse por el museo como si fuera su propia casa. Desde entonces,
sentía que le debía algo. No sólo un gran aprecio personal. El viejo había
contribuido a su formación profesional. Por ese motivo estaba ahí, saldando una
antigua deuda moral. Y si algo le disgustaba a Indiana Jones era tener deudas de
ese tipo.
Rodeado por un terreno árido y escabroso, con cerros y valles
testigos de historias milenarias, Indy observaba, desde el borde de un risco,
las tres carpas que conformaban el pequeño campamento de los arqueólogos
turcos.
Ellos
tampoco deberían estar ahí. No tenían autorización oficial del gobierno y dadas
las tensiones políticas entre Atenas y Ankara, jamás se las hubieran otorgado.
Legalmente hablando, eran meros saqueadores de antigüedades. Pero, ¿quién iba a
impedirles que se movieran por la ínsula sin problema alguno, cuando la
presencia del Estado griego era prácticamente inexistente? ¿El coronel Stavros? No era creíble. Ese
tipo no tenía los recursos suficientes para combatir el saqueo de sitios
arqueológicos, ni la voluntad para hacerlo. Estaba demasiado preocupado por su
negocio de contrabando. Era un corrupto, a cargo de un destacamento policial que
más parecía un pesebre que una dependencia pública. Indy sospechaba que conocía
la presencia de los turcos en Quíos y
que, con seguridad, había recibido una buena suma de dinero por mirar hacia el
costado. No podía contar con el coronel, ni con los tres soldados, inoperantes,
que tenía en el destacamento, y que pasaban el día bebiendo vino y comiendo
aceitunas al otro lado de la isla.
Estaba solo. Con su látigo, su Webley Mark VI en la cartuchera, la
roída cazadora de cuero y su adorado sombrero fedora de fieltro, que constituían
—casi— sus amuletos de la buena suerte. ¿Bastaría eso para recuperar la pieza de
arte que los turcos le habían quitado? ¿Cómo era posible que un hombre como él
—entrado en años y a sólo cuatro Julios de cumplir los sesenta— estuviera
todavía corriendo por el mundo detrás de reliquias y objetos arqueológicos que,
a la postre, terminaban en las vitrinas de algún museo? Nadie que conociera su
pasión por la profesión podría entenderlo. Quizás los turcos. Sí; ellos sí lo
entenderían. Estaban tan locos y comprometidos como él. Ellos no dudarían en
fusilarlo a sangre fría. En cambio Indy… sólo lo haría en defensa
propia.
Miró
su reloj de pulsera. Las agujas marcaban las dos y media de la madrugada. Tenía
que actuar con rapidez. Si su informante local no le había mentido, en cuatro
horas más un barco pesquero turco cruzaría el angosto estrecho que separaba a
Quíos de Turquía para sacar al Doctor Mohamed Kemul y las estatuillas con
destino inapropiado.
Eso
no podía pasar. No debía suceder. Los
objetos pertenecían a Grecia y allí tenían que quedarse. Por otro lado, no eran
piezas comunes y corrientes. Como tantas otras, eran únicas y representaban
parte de los elementos artísticos fundacionales de la cultura occidental; además
de ser de lo más extrañas Representaban a la diosa Perséfone, “La que Destruye la Luz”, y sus siete
Erinias, seres mitológicos que, bajo las ordenes de “la señora de los
infiernos”, escupían muerte y destrucción vengando toda trasgresión moral, en
especial los crímenes cometidos sobre familiares. Eso decían los griegos
antiguos. En eso creían.
—¿Se
de cuenta, Doctor Jones? Con ellas completaremos una perdida colección de arte
clásico y podremos comprender mejor sus cosmovisiones y mitos —había sentenciado
el curador del Museo ateniense, antes de indicarle el lugar del supuesto
hallazgo, hecho accidentalmente por un campesino de Quíos—. El poder simbólico
de esas estatuillas es enorme aún para mucha gente. Vaya a la isla y tráigalas
por mí. Sólo en usted confío.
Pero
esa cuota de confianza resultó ser insuficiente. El secretario privado del
anciano estaba más interesado en el dinero que en las vitrinas y vendió la
información. Nada menos que a los turcos. “¡Maldito bastardo!”, pensó Indy para
sus adentros.
El
responsable directo del robo, Mohamed Kemul, era colega de Jones, aunque mucho
más joven, nacionalista y menos escrupuloso que él. Un oscuro arqueólogo que
pretendía con el robo escalar posiciones dentro de su mundillo académico. Poner
en evidencia la inoperancia de los griegos tenía un sabor muy especial y sería
generosamente recompensado en su país de origen. Estaba acompañado por cuatro
hombres e Indy sabía que todos portaban armas de fuego. Sólo dos días atrás, le
habían disparado. Por casualidad salvó su vida. De encontrarlo fisgoneando el
campamento, lo matarían sin miramientos. Y esa vez, de seguro, no fallarían.
Tenía que actuar con sigilo.
Se
ajustó el fedora y con sumo cuidado se deslizó por la ladera polvorienta del
cerro hasta alcanzar la parte trasera de la última carpa. La más
alejada.
Los
turcos charlaban sentados en el borde de la playa, a menos de cincuenta metros
de distancia. Kemul daba risotadas secundado por los demás. De seguro contaban
chiste soeces, de esos que los hombres relatan cuando están sin compañía
femenina.
Era
el momento justo.
Agazapado, rodeó la carpa. Corrió la lona que servía de puerta e
ingresó en ella. La claridad de la fogata exterior le permitió ver bastante bien
en el interior. Con seguridad, el fogón servía también para guiar al barco que
vendría a recogerlos.
Dio
un rápido vistazo.
Una
mesa de campaña. Un catre. Varios bultos amontonados a un costado y, sobre la
izquierda de la tienda, una caja de madera de regulares dimensiones. Se dirigió
a ella y la abrió.
Ahí
estaban. Perséfone y sus Erinias, todas protegidas por
aserrín.
Eran
estatuillas de terracota color claro; perfectamente moldeadas y con débiles
colores pintados en las vestimentas de las divinidades. Éstas no tenían nada de
bellas. Exhibían garras enormes —que según la mitología eran de bronce— y sus
rostros eran horrorosos. Pero lo más llamativo de todo era sus cabellos: manojos
de serpientes entrelazadas. Por algo el vulgo las conocía con el nombre de “Furias”.
Las
observó por unos segundos. Debían medir unos veinte centímetros cada una. Eran
manuables. Fáciles de llevar. Las recogió y con delicadeza las fue metiendo, una
a una, en el bolso que le cruzaba el pecho.
No
podía resultar más fácil.
Las
risotadas de Kemul reverberaban en el aire.
Entonces, justo cuando estaba apunto de girar y salir del lugar,
“el piso se hundió bajo sus pies”, como rezaba el dicho
popular.
—¿Acaso pensó que iba a dejarlo andar solo por la isla, Doctor
Jones?
La
voz del coronel Stavros, a sus espaldas, lo sobresaltó. Estaba armado. Portaba
una Máuser 9 milímetros y le apuntaba
directo a la cabeza.
La
mirada de Indy centelló de rabia.
—Haga
el favor de entregarme lo que acaba de sacar de la caja —dijo el militar— y
también su arma, por favor.
—Cerdo corrupto… —masculló Jones, moviendo apenas los
labios.
—¿Qué
dijo?
—¡Que
es un cerdo! —respondió con un grito, fuera toda previsión.
La
sorpresa de sentir semejante alarido en una situación tan comprometida,
desconcertó al coronel. Y ese segundo de duda fue suficiente.
La
pierna derecha de Indy salió catapultada hacia delante con una potencia pasmosa,
impactando de lleno en la ingle del griego. Seguidamente, y aprovechando la
inclinación del cuerpo, le zampó un puñetazo en la base del cráneo, dejándolo
desparramado contra el piso de la carpa. Ahora sólo le quedaba una opción: correr.
Alertados por el alarido, Kemul y sus hombres amartillaron los
revólveres y salieron hechos unas saetas hacia el campamento. Todos tenían
revólveres cargados y sabían cómo disparar.
—¡Allá! —gritó el turco, señalando una sombra trepando por la
ladera rocosa del cerro. Miró al interior de la tienda. La caja estaba abierta y
Stavros inconciente—. ¡Disparen! —volvió a ladrar—. ¡Disparen, maldita
sea!
Una
seguidilla de tiros retumbó en el valle costero. Las balas empezaron a llover a
centímetros de Indy, partiendo piedras y levantando peligrosos hongos de polvo
junto a sus zapatos. De no ser por la noche, le hubieran dado,
pensó.
Siguió corriendo. Las zancadas que daba no parecían agitarlo. El
temor y la adrenalina eran el mejor combustible que su cuerpo podía generar. Y
los proyectiles seguían dando muy cerca de él.
“No
son muchos”, meditó. “Tengo que enfrentarlos”. Y tomando posición detrás de una
gran piedra, desenfundó la Webley.
Verificó que estuviera cargada y respondió al ataque con una puntería soberbia.
También en eso corría con ventaja: desde hacía horas se movía en la oscuridad y
sin el acostumbramiento de la luz de una fogata, podía divisar con mayor
claridad a sus oponentes.
Gatilló tres veces. Dos de los asistentes de Kemul se desplomaron
al instante con sendas balas en sus cuerpos.
El
turco se irritó a punto de estallar.
—¡No
creo que le queden muchas municiones, Jones! —gritó, alardeando de un poder que
sabía estaba perdiendo, mientras se protegía detrás de una gran piedra—. ¡Voy a
matarlo, maldito perro!
Indy
volteó la cabeza y miró hacia arriba. Todavía le quedaban unos cien metros por
subir hasta la cima. No podía dejar su posición de francotirador. Pero también
era conciente que Kemul tenía razón. ¿Cuánto tiempo podía seguir resistiendo
desde ese lugar? Todavía quedaban tres de ellos. Con seguridad ya estarían
organizando un movimiento de pinzas. Caer en las manos de Kemul era sólo
cuestión de tiempo. Tenía que pensar algo rápido. Y como pensar en voz alta era
muchas veces una solución práctica, decidió responder, aún a costa de revelar su
ubicación.
—¡Kemul! —gritó desde las sombras—. ¡Si insiste con este juego voy
a destruir las estatuillas y todos perderemos! ¡Nadie recibirá
nada!
—No
esté tan seguro de eso, Doctor Jones —respondió el turco entre risas—. ¡Usted sí
va a recibir una buena lluvia de tiros!
“¡Imbécil!”, se dijo Indy a sí mismo.
Nadie le creería semejante estupidez. Ya le había ocurrido eso hacía años en
Palestina, cuando recuperara de manos de los nazis el Arca de la
Alianza[1]. Era evidente que la amenaza de arruinar el material
arqueológico no funcionaba.
Y de
pronto, otro balazo. Esta vez al lado de su sombrero de fieltro. Se le
acercaban.
—¡Jones!¡Podemos esperar hasta el amanecer y en ese caso sabe que
lleva las de perder! —exclamó Kemul—. O, si lo prefiere, entréguese con las
estatuillas y charlaremos las condiciones.
Con
sólo tres balas en el tambor de la Webley no tenía muchas opciones. El
turco actuaba con racionalidad y él ya no podía seguir corriendo hacia
arriba.
—¡Mierda! —profirió y se paró con las manos
alzadas.
Mohamed Kemul era un individuo delgado, alto, con un rostro afilado
de ojos pequeños y negros por encima de una boca carnosa, enmarcada por una
barba candado. Su mirada era penetrante, incisiva, y a pesar de haber recuperado
las estatuillas no evidenciaba rictus alguno de alegría. Observaba a Indiana
Jones con odio indisimulado. Lo habían maniatado a un poste enterrado en la
arena. Por lo demás, a los dos asistentes sobrevivientes se le había sumado un
coronel Stavros, recuperado y deseoso de venganza.
—Te
dejaré a este perro aquí, Stavros, para que hagas con él lo que quieras, una vez
que nos hayamos ido—dijo el turco, manipulando las piezas de terracota con
respeto y cuidado profesional—. No quiero cargar con otra muerte en mi
conciencia. Cumple tu parte y te recompensaremos convenientemente como
siempre.
—No
te preocupes. Yo me encargaré de que no vuelvan a encontrarlo —respondió el
militar, clavándole a Jones las pupilas.
Quince minutos después, la luz de un reflector se prendió y apagó
intermitentemente tres veces, desde el interior del Egeo. El barco de rescate
estaba cerca.
Los
hombres de Kemul acondicionaron un bote de goma inflable sobre la
costa.
—No
olvides destruir toda huella del campamento —volvió a sugerir Kemul y
dirigiéndose a Indy le dijo: —No me guarde rencor, Doctor Jones. Aproveche los
minutos que le quedan para encomendar su alma al infierno.
Y sin
más, giró sobre sus talones, se encaminó al bote; subió y ordenó a sus hombres
que empezaran a remar. Pocos segundos después los tres traficantes se perdieron
en la oscuridad del mar.
—¡Nos
hemos quedado solos, finalmente! —exclamó Stavros con sorna.
—Si
hubiera luna llena lo invitaría a bailar —respondió Indy con mayor
sarcasmo.
—¡Estúpido americano! ¡Se cree chistoso! ¡Sepa, señor, que soy un
hombre muy rencoroso!
—Eso
está mal visto por la Iglesia Ortodoxa, coronel —continuó
espoleándolo.
—No
se preocupe, Jones. Soy ateo.
Y
levantando el brazo, amartilló la Máuser.
Una
vez más, los reflejos de Indy fueron más veloces.
Desde
hacía más de una hora venía moviendo el poste contra el que lo habían atado por
la espalda. La arena cedía segundo a segundo y el pilote estaba listo para ser
levantado.
Sin
meditarlo demasiado, y afilando la puntería, Indy se reincorporó de golpe e
inclinó hacia delante. El peso del poste se depositó de llenó sobre su espalda y
cayó muy fuerte, pasando por sobre su cabeza, hasta impactar en la de
Stavros.
El
soldado lanzó un alarido de dolor y se llevó las manos a la frente. Un hilo de
sangre se deslizó desde el borde de su cuero cabelludo. Pero no alcanzó a darse
cuenta de lo que sucedía. Un Indy Jones violento y con la necesidad de salvar su
pellejo, le propinó un puntapié en el estómago, echándolo al suelo. Después,
bastó una segunda patada en la mejilla para que el arqueólogo respirara
aliviado.
Perséfone y la Erinias iban de camino a Turquía.
Estaban perdidas.
Pero
Indy había preservado su pellejo.
|
1
EL PRÍNCIPE
CIUDAD DEL VATICANO,
ITALIA.
1955
Una semana después…
Angelo Pazzini apiló los expedientes que acaba de firmar y los puso dentro de la bandeja de
madera que tenía en el lado izquierdo de su escritorio. Ese era el lugar en
donde se tenía depositar la documentación que debía “Salir” del despacho. Se
arrellanó en el señorial sillón de felpa donde apoyaba su gordo trasero y
respiró con cierta agitación. No era sencillo mover los ciento diez kilos que
pensaba. Y ni qué hablar desplazarse por la oficina vistiendo la fastidiosa toga
roja, propia de los cardenales. Siempre creyó que a los setenta años de edad iba
a acostumbrarse a sus vestiduras. Debía reconocer que se había equivocado.
Aunque la vejez y la jerarquía traía sus compensaciones. Ya no tenía la
necesidad de ir y venir constantemente al despacho del Santo Padre (a menos que
él lo llamara en persona), ni verificar a diario el estado del depósito. Su
rutina había cambiado. Para todo eso —y mucho más— estaba el Padre Massone, su
secretario personal y “perrito faldero”; un obediente sacerdote que provenía de
la nobleza romana —“cuna de oro”— y que por sus contactos familiares había
podido entrar en el riñón mismo de la Iglesia Católica como asistente-funcionario de uno de los
príncipes cardenalicios menos conocido pero más influyente de la Santa Sede
Vaticana.
De
cara redonda y prominente papada, el Cardenal Pazzini se movía como una foca
fuera del agua; zarandeando su mole corporal —de un metro noventa de estatura—
de izquierda a derecha, al tiempo que exhibía —escondido por detrás de las
vestiduras oficiales— un abdomen abultado que todas las noches alimentaba con
manjares principescos, en tanto daba las últimas indicaciones referidas a la
administración de las instituciones de caridad que tenía a su cargo en
África.
Pazzini era un hombre práctico, expeditivo y directo. Por momentos,
sínico. Un tipo inteligente, de gran formación cultural, pero capaz de vomitar
los juicios más duros y menos diplomáticos, cuando se enfadaba con sus
subordinados. Cumplía una función destacada y temía perderla. En medio de
aquella jungla de ostias y rezos a Dios, eran muchos los que deseaban tener sus
aposentos, a dos puertas de la del Papa. Por eso, para muchos, Pazzini no era un
sujeto simpático. Ultraconservador y enemigo de la modernidad, constituía la
persona indicada para tener las llaves y ser el encargado del Archivo y Depósito General del Vaticano;
el arcano más recóndito que la Iglesia Católica protegía
celosamente.
Los
tesoros que allí se apiñaban eran inimaginables. Para muchos historiadores,
conocer su contenido —retenido en catacumbas desde hacía siglos— permitiría
reescribir la historia en base a documentación y hechos reales que nadie hasta
entonces podía certificar. Pero aquella mañana de lunes, cuando todo parecía
volver a inaugurar una jornada sembrada de tediosa rutina, el Padre Massone
entró en la principesca oficina; jadeante, con sus manos entrelazadas y la
cabeza gacha.
—Permiso, Su Eminencia —dijo titubeante.
Pazzini levantó la vista con cierto sobresalto. Massone nunca
entraba antes de golpear y esperar su consentimiento.
—¿Qué
sucede, Padre? —lo increpó frunciendo el entrecejo por encima de la armazón de
sus anteojos de nácar—. ¿Por qué no llama antes de ingresar? ¿Acaso ha cambiado
el protocolo?...
—Disculpe, Su Eminencia, pero ha ocurrido algo
terrible.
El
Cardenal le clavó sus fríos ojos celestes.
—¿Qué
pasó? —inquirió con voz grave.
—El
lote XXIV, Excelencia…
—¿Qué
pasa con el lote XXIV, Padre?
—Fue
saqueado…
—¡¿Cómo dice?!
—Lo
que acaba de oír, señor. Ha sido robado.
—Pero… ¿cómo pudieron entrar?
—No
lo sabemos, estamos investigándolo. La guardia de seguridad atrapó a uno de los
ladrones.
Pazzini se puso de pie.
—¿Qué
se llevaron? —preguntó.
—Aún
no hicimos un arqueo, Excelencia —respondió Massone con temor—, pero todo parece
indicar no fueron muchas pinturas además de…
—…
¿libros?
—Documentación confidencial, según creo,
Eminencia.
La
yugular del cardenal se infló como si alguien la llenara de aire desde el
interior de su panza. Se quitó las gafas y las tiró sobre el escritorio.
Controló el insulto que luchaba por salir de su boca e
inquirió:
—¿Cuántas personas están involucradas en el
arqueo?
—Sólo
dos, señor, como indican las reglas. El Padre Rucci y yo.
—¡Qué
nadie más ingrese al depósito! ¿Entendió, Padre?... ¡Nadie!
—Como
usted ordenes, Excelencia.
—Y
comuníquese urgente con el Conde Foscari. Dígale que quiero
verlo.
—No
está en Roma, señor.
—¿Ah,
no?... ¿Y en dónde diablos está ahora?
—Viajó a Estambul, señor.
—Ubíquelo de inmediato. Quiero que regrese al Vaticano cuanto
antes. Y mantengan a buen cuidado al pillo sin hacer la
denuncia
—Como
usted mande, Eminencia.
—Ah,
Mario, otra cosa más… —agregó con tono condescendiente y bajando la voz—. Ni una
sola palabra de esto al Santo Padre, ¿comprendió? Yo me encargaré de hablar con
él cuando lo crea conveniente. No deseamos interferir en su misión pastoral con
nimiedades, ¿verdad?
—No,
señor.
—Muy
bien, hijo mío —sentenció forzando una sonrisa—. Por ultimo—agregó—, convoque
una reunión urgente, para mañana a la noche, con todos los miembros del
“grupo”.
Massone palideció.
—¿Qué
le sucede, Padre? —preguntó Pazzini al notarlo.
—Es
que estoy asombrado, Excelencia. No se convoca a “Los Coleccionistas” desde hace más de
ocho años.
—¿Coleccionistas?... ¡No es ése el modo de
hablar de un funcionario de la Iglesia!
—¡Le
ruego me dispense, Eminencia! —respondió avergonzado—. Sucede
que…
—¡No
me pida perdón! ¡Sólo controle su léxico! ¡No olvide quién es
usted!
—Sí,
mi Cardenal.
—Ahora, vaya. Cumpla con lo que le pido y dígale al Padre Rucci que
quiero un informe exhaustivo de lo que se llevaron, en tres horas sobre mi
escritorio.
Massone hizo una pequeña reverencia y salió disparado del
despacho.
Pazzini caminó lentamente hasta el ventanal que daba ala Plaza de
San Pedro y observó la cúpula de la catedral. Parecía un hombre controlado, pero
por dentro una ansiedad terrible aumentaba a cada segundo. En todos los años que
llevaba como cardenal, nunca había sentido tanta presión sobre su cabeza, ni la
necesidad de reunir a “Los
Coleccionistas” con tanta
premura.
|
2
UNA RARA OBSESIÓN
Estambul,
República de Turquía.
Atestado de mercaderes y transeúntes; embebido en olor a comidas,
incienso y transpiración humana, aquel callejón mal ventilado —a tres cuadras de
la mezquita de Santa Sofía— era un perfecto resumen de todo lo que se podía ver
en la ciudad. Vendedores y compradores, ladrones y prostitutas, comidas
tradicionales, especias venidas del Lejano oriente, alfombras, vajillas,
cerámicas, vestimentas y obras de arte robadas en distintas partes del
mundo.
Estambul seguía siendo, después de quince siglos, el lugar ideal de
encuentros y transacciones del Oriente Cercano; un espacio milenario en el que
la historia tomaba forma en cada piedra, en cada construcción y todos los
rostros. Allí era posible toparse con árabes, con antiguos descendientes de
otomanos; griegos y europeos occidentales, muchos de ellos con antecesores en la
zona desde los días de las cruzadas; también agentes soviéticos y americanos,
terroristas y gente común. Incluso con Indiana Jones.
—¡El
paraíso del contrabando! —argumentó Indy frotándose la barbilla, desde la
tambaleante mesa de café en la que bebía una taza de esa fuerte infusión
tradicional—. ¡Hacía tiempo que no pisaba estas tierras!—Exclamó entusiasmado,
mirando con simpática sonrisa a su compañero de tertulia, Andreas Papadopulos,
sentado a su lado.
—Lamento que sea por motivos de trabajo,
Indy—respondió.
El
arqueólogo terminó de definir su mohín en el rostro; mostró una blanca dentadura
y sacudió la cabeza afirmativamente. Acto seguido le dio un largo sorbo a la
taza hasta que la borra de café quedó a la vista en la base del
recipiente.
—Es
irónico —agregó después—. Me pasé la vida viajando por el mundo y todavía no sé
qué significa ser “turista”.
—“Una degradación del viajero”, compañero
—sentenció Papadopulos, remedando una antigua frase que Indy solía repetir de
vez en cuando.
El
griego tenía la misma edad que Jones y vivía en Estambul desde su más tierna
infancia. Su padre, mercader como él, había instalado un negocio de compra y
venta de antigüedades en el Cuerno de Oro y criado a su familia en un clima de
tolerancia religiosa y cultural que le permitió a Andreas sentirse griego y
turco al mismo tiempo; ajeno a los conflictos que los respectivos estados
pudieran haber tenido a lo largo del tiempo. su vida en Estambul era placentera.
No carecía de nada que pudiera necesitar. Tenía una casa cómoda, un local más
que conocido, un importante capital invertido en objetos antiguos y, aunque el
no le hubiera dado mujer e hijos, Papadopulos disfrutaba del cariño de un
verdadero ejército de amigos, distribuidos por toda la ciudad; muchos de ellos
criados gracias a su generosidad y bien de gente. “Nunca pude ver a un
menesterosos y dejar de ayudarlo”, decía casi con resignación. Esa era la causa
por la que muchos hombre y mujeres de veinte a treinta años solían llamarlo
“padre” y estaban remanentemente atentos a las necesidades del viejo. Ellos
constituían sus más preciados contactos. Eran sus ojos, siempre vigilantes por
encontrar objetos nuevos para introducir en el mercado de tiestos antiguos.
Papadopulos era un tipo respetado y querido. Todos sabían que, llegado el caso,
podía recibir su ayuda y que jamás encontrarían en él a un delator. Por eso los
principales traficantes del Cercano oriente habían tenido, en algún momento,
contactos y negocios con él. Ese era su principal patrimonio e intentaba
conservarlo, respetando los códigos no escritos de los bajos fondos y la
hipocresía de los más importantes museos del mundo. Necesitaba ser así. Requería
de sus amigos y circunstanciales socios. Él ya no podía salir en búsqueda de
“materia prima”. Un infarto cerebral, hacía seis años, lo había dejado
parcialmente incapacitado. Caminaba con mucha dificultad. Apenas movía el brazo
derecho, pero su cerebro —aún afectado— y su capacidad para hacer dinero, se
mantenían como nunca.
Si
Indy quería recuperar las estatuillas griegas, Andreas era la persona indicada a
quien recurrir. Y lo demostró sin moverse demasiado, sentado plácidamente en una
mesa de café, cuando con su barbilla señaló el portón de hierro que, a media
cuadra de distancia, se abrió de golpe.
—Ahí
sale tu amiguito, obsérvalo —dijo sin alterar para nada su tono de
voz.
Indy
giró el cuerpo sobre la banqueta en la que estaba y dirigió la mirada hacia el
hombre alto y de barba candado que acababa de atravesar el portón y tomaba por
la calle de mercado, sorteando a las decenas de puestos y tiendas que allí se
levantaban.
—Anda
—agregó el griego—. Ve. Tu café ya está pago.
Indiana se acomodó el bolso en el hombro y le extendió la mano con
firmeza.
—Te
debo una—dijo sonriendo—. Muchas gracias.
—Cuídate y que Alá te acompañe.
Jones
apuró el tranco en dirección del sujeto.
Mohamed Kemul avanzaba con paso veloz. Tenía puesta una vestimenta
claramente occidental: chaqueta, pantalones y camisa blanca. No sospechaba nada.
Se sentía seguro en su territorio. Para sus adentros, imaginaba que el doctor
Jones ya estaba muerto en Quíos. Ni se le cruzó por la mente que lo tenía a
pocos pasos por detrás de él.
Caminaron por espacio de quince minutos. Las callejuelas se
volvieron tortuosas, angostas. Un verdadero laberinto de tiendas y casuchas de
ladrillo venidas a menos. El número de personas no menguaba, todo lo contrario.
A medida que pasaba el tiempo, más y más mercaderes desplegaban sus negocios por
calles y veredas, sembrándolos con regateos y discusiones a cada metro. Un
verdadero mar de voces. Un retumbar de gritos y risas, precios e insultos. Pero
nada de eso le impedía a Indy quitar sus ojos del arqueólogo
turco.
Transcurrido un tiempo, Kemul se detuvo a platicar con dos extraños
sujetos, de muy mal aspecto, en un esquina. No parecían ser ciudadanos
respetables. Vestían sucias túnicas orientales y sandalias de cuero muy
gastadas. Sus rostros metían miedo. Ambos exhibían profundas cicatrices en la
cara. Indy se escondió en un zaguán sin dejar de prestar
atención.
“¿Eran esos tipos los comparadores?”, se preguntó a sí
mismo.
Kemul
sacó algo de su bolsillo y se lo entregó al sujeto más alto.
“¿Perséfone y la Erinias?”... No. Eran
demasiado grandes para llevarlas dentro de una chaqueta.
Indy
levantó la cabeza por encima de la muchedumbre para ver mejor.
No
eran las piezas de Quíos. Aparentemente, Kemul entregaba un simple papel. Una
tarjeta, quizás.
Los
dos individuos la miraron y el alto se la guardó. Se veían recelosos. Claramente
esos tipos temían algo. Oteaban el escenario como si fueran niños a punto de
copiarse en un examen. Estaban nerviosos. No así Kemul que, muy serio y
circunspecto, afirmaba algo con la cabeza. Acto seguido, sin darles la mano,
volteó y se marchó.
Indy
podía ver su negra cabellera por entre la multitud. Decidió aguardar unos
segundos antes de reiniciar el seguimiento. Se sintió un
detective.
En
eso estaba cuando una mano pesada, llena de dedos enormes y uñas sucias, lo tomó
por el hombro derecho.
—Eh…
usted, ¿quién es y qué quiere?
“¡Maldición!”, profirió para sus adentros
al reconocer el rostro de quien retenía su marcha.
Era
uno de los interlocutores de Kemul. El tipo más bajo.
—¿Me
lo dice a mí? —inquirió Indy poniendo su mejor cara de tonto
Pero
no dejó que el otro respondiera. Le sacudió un cross con la izquierda, tan
fuerte que el turco salió despedido hacía atrás, cayendo de espaldas sobre uno
de los puestos callejeros.
“Es hora de apurar el trámite”, pensó y
se lanzó a la carrera detrás de Kemul. Fue cuando los hechos se sucedieron tan
rápido que no llegó a ser conciente de su respuesta.
Los mercaderes se hicieron a un lado. Un vacío se abrió delante
suyo y el otro turco, blandiendo un cuchillo y sus dientes podridos, se le
abalanzó sin más.
La
reacción fue instantánea. Le tomó la muñeca, la torció. Giró su cuerpo hasta
ponerse detrás del agresor y con un demoledor rodillazo en la cintura lo dejó
tirado en el suelo, retorciéndose de dolor. Una segunda patada en la cabeza le
quitó el sentido.
Indy
se agachó. Revolvió los bolsillos de su agresor y extrajo dos papeles pequeños.
No eran tarjetas personales. El primero, una foto blanco y negro de las
estatuillas colocadas sobre una mesa de mármol. El segundo, un manuscrito
desprolijo en el que se podía leer claramente:
TELL-AMARNE Nº 71
22:30 HORAS
SEA PUNTUAL.
MK
Los
comerciantes empezaron a acercarse, curiosos por tal acto de
pugilato.
—¡Un
simple ladrón! —aclaró Indy sonriendo—. No hay nada de qué
preocuparse.
Volvió a ponerle en el bolsillo las tarjetas y salió del lugar
caminando cada vez más rápido, ignorando los gritos de los mercaderes que
reclamaban hiciera una denuncia a la policía.
No
tenía tiempo para burocracia inútil.
Avanzó con rapidez.
Levantó la vista buscando a Kemul.
“¡Mierda!”….
Lo
había perdido.
Tell – Amarne Nº 71
Barrio del Norte, Estambul.
Tell-Amarne más que una calle era un callejón ubicado en un sector
popular de la antigua Constantinopla. Una zona poco frecuentada por la burguesía
comercial y repleta de edificios oscuros y húmedos, de tres y cuatro pisos.
Según se decía, hacía siglos muchos devotos cruzados, en camino a Tierra Santa,
habían levantado sus campamentos en esos lotes, hoy atestados de familias
pobres. Por eso, el número 71 de la calle Tell-Amarne no coincidía con el tipo
de construcción predominante. Era una casona muy vieja, pero señorial e
impactante para estar levantada en ese barrio marginal. Seguramente era el
resultado residual de un proceso de
decadencia que llevaba décadas. La última prueba material de que en esa zona,
alguna vez, los poderosos de la ciudad asentaban sus reales.
El Buick Sedan modelo 1954 dobló la
esquina, redujo la velocidad y detuvo el motor frente a la casona. Tenía patente
diplomática y tres fueron los hombres que bajaron de él con paso presuroso.
Estaban bien vestidos. Saco y corbata. Zapatos de charol y sombreros de fieltro
oscuros de buena calidad. Atravesaron la vereda y la puerta principal de la
casona se abrió de par en par. Un sujeto alto, vestido a la usanza oriental,
hizo las veces de anfitrión, dándoles la bienvenida y palpándolos de armas. No
era otro que uno de los agresores barbados que, pocas horas atrás, había atacado
a Jones en la calle.
Indy
podía ver perfectamente toda la escena escondido, desde la sombras de la
esquina. Las tarjetas no lo habían desorientado. Todo lo
contrario.
Una
vez que todos entraron en la casona, Indy apuró los trámites. Cruzó la calle,
tomó por la calleja lateral que rodeaba la construcción, alcanzó un pequeño
patio trasero, sacó su látigo, lo sacudió hacia arriba y enrolló en una farola
apagada del primer piso. Después hizo
fuerza con sus brazos y trepó hacia la ventana. La corrió sin dificultad e
ingresó en silencio.
No
bien puso sus pies en las baldosas de la habitación, las voces de la planta baja
llegaron hasta sus oídos. Plegó el látigo y caminó hacia el lugar de
reunión.
Mohamed Kemul dejó de apretarle la diestra a uno de los recién
llegados y con una sonrisa plena en la cara los invitó a pasar a un living
enorme, decorado al estilo victoriano.
—Adelante —dijo ceremonioso—. Pase. Permítame que les ofrezca algo
de beber.
De
los tres llegados sólo uno avanzó atildada y elegantemente, siguiéndolo a
Kemul.
Era
un hombre alto y delgado. Entrecano, de unos cincuenta años. Con pómulos
salientes y boca muy grande. Sus ojos verdes contrastaban con los del turco,
oscuros como la noche. A primera vista se advertían que ambos representaban dos
mundos distintos. Dos universos culturales, muchas veces antagónicos. Oriente y
Occidente se reunían en ese salón, sin armas a la vista, prestos a negociar
algo.
—Me
interesó mucho la fotografía que me mandó, Doctor Kemul —dijo el europeo,
rompiendo el hielo y tomado asiento en un mullido sillón
persa.
—Me
alegro que haya sido así. Como usted sabe hubo una pequeña complicación por la
mañana y la verdad es que, por un momento, creí que no íbamos a poder
reunirnos
—Algo
escuché al respecto. ¿Todo controlado, verdad?...
—No
se preocupe. Aparentemente fue una riña callejera.
—Mejor así.
—Bueno, y ahora, vayamos al grano. Ya me dijo que las estatuillas
le interesan, ¿no es así?
—Doctor, son fantásticas.
—Entonces…
—…
entonces ponga un precio. Me las quiero llevar.
Kemul
sonrió satisfecho.
—Me
encanta su ansiedad —dijo—. ¡Muy propio de un conocedor en el
tema!
—Adoro el arte clásico, especialmente el griego, doctor. La
colección que tengo es, sin dudas, una de las mejores del mundo y usted sabe
cómo es esto… una rara obsesión.
—Yo
diría una cara obsesión.
—El
dinero no es problema. ¿Cuánto quiere por ellas?
El
turco le dio un sorbo a su vaso y sin más preámbulos articuló con
claridad:
—Trescientos mil dólares por todo el lote.
—Muy
bien, trato hecho.
—Sí,
pero hay una exigencia adicional…
—¿A
qué se refiere?
—A la
forma de pago.
—¿En
que moneda la prefiere?
—No
quiero papel moneda, señor. Quiero diamantes.
—¿Diamantes?
—Sí.
—Eso
creo que se puede arreglar. El tema es que no tengo los diamantes aquí. Habría
que mandarlos a buscar.
—Si
usted me da su palabra de comprador, puedo esperar unos días.
—En
ese caso no habría problemas, doctor. Hoy mismo llamo por teléfono y en cuarenta
y ocho horas tiene la piedras en su poder.
—Y
usted las estatuas.
—¿Las
tiene aquí? —preguntó ansioso—. ¿Puedo verlas?
Kemul
dudó un segundo. Pero ese tipo le inspiraba confianza.
—Naturalmente —sentenció y se asomó al salón vecino—. Abdul,
tráelas —le ordenó a su esbirro más cercano.
Éste
atravesó la sala, miró de soslayo a los dos colaboradores del europeo y encaminó
sus pasos hacia la escalera de madera y mármol que conducía al primer piso. Indy
observó que el sujeto se le acercaba y se echó hacia atrás con sigilo, buscando
la puerta de la habitación por la que había entrado. Miró casi desesperado a un
lado y otro. El turco estaba muy cerca. Entonces, son pensarlo dos veces abrió
la puerta corrediza de un gran armario empotrado en una de las paredes y se
metió adentro.
Había
espacio suficiente para tres hombres más. Era un placard inmenso, lleno de
chaquetas y túnicas, prolijamente colgadas de una barra de bronce bruñido. En el
piso, un sinnúmero de cajas de zapatos. Tropezó con una al momento de cerrar la
puerta tras de sí.
“¡Maldita caja! ¿Por qué tendría que ser tan dura?”, maldijo para
sus adentros.
Fue
cuando oyó al turco ingresar en el recinto.
Contuvo la respiración y apretó sus puños con todas su fuerzas.
Debía estar preparado para cualquier cosa.
El
matón se acercó despreocupado al armario, tomó las manija y deslizó la puerta
hacia la derecha.
Indy
se pegó contra la pared, oculto por una media docena de camisas y miró hacia
abajo.
Una
mano nervudo entró en el guardarropa y, sin titubear, tomó la caja de madera
contra que Jones se había chocado.
“¡Oh, no!... ¡Estaba tan cerca! ¡Joder!”, protestó en silencio, en tanto
el bravucón apagaba la luz y regresaba con su patrón llevándose la
caja.
Cuando Kemul lo vio entrar, se le acercó y con fingido boato la
colocó sobre la mesa principal. El europeo acortó distancias y se puso detrás
del arqueólogo.
—¿Están ahí?—preguntó—. ¿En esa caja?
Kemul
asintió en silencio y extrajo la estatuilla más grande. Su invitado se la quitó
literalmente de las manos y, elevándola, la colocó cerca de la luz de la araña
de hierro que colgaba del cielorraso.
—¡Maravilloso. Kemul! ¡Maravilloso! —exclamó excitado de alegría—.
¡He aquí a la mismísima Perséfone, la esposa de Hermes, “El Conductor de Almas”!
¡Es fantástica! —y mirando en el interior de la caja volvió a proferir:—¡Y las
Erinias, “Las Cazadoras”! ¡Genial, doctor! ¡Son hermosas! Hizo usted un
excelente trabajo de recuperación. Déjeme que lo felicite
sinceramente.
—Muchas gracias —respondió Kemul sonriendo de oreja a oreja—. Sin
falta modestia, debo admitir que soy bueno en lo que hago.
—¿Bueno?... ¡Usted es un genio! ¡El mejor con el que me he
topado!... —Hizo un brevísimo silencio y acotó:—…
lamentablemente.
—¿Lamentablemente?...
Fue
una cuestión de segundos. Tan rápido resultó todo que Kemul no alcanzó a
entender el sentido del lamento. Para cuando su cerebro desentrañó el brusco
movimiento de brazos de su interlocutor, ya tenía clavada en la frente una
estrella de acero, perfectamente cincelada con símbolos japoneses. Un baño de
sangre muy espesa le cubrió el rostro y cayó bruces sin emitir
sonido.
Acto
seguido se escucharon como otros dos cuerpos se desplomaban en el hall de
ingreso. Abdul y un segundo guardaespaldas habían caído, también, bajo el filo
de unas estrellas ninjas del siglo XIV.
Con
Perséfone todavía en su mano izquierda, el europeo se acercó al cadáver de Kemul
y lo movió displicentemente con el pie. Había muerto al
instante.
—Te
lo dije, idiota —indicó con sorna—. Lo mío es una rara
obsesión.
Indy,
resguardado detrás de la baranda del primer piso, no salía de su
asombro.
“¿Quién diablos era ese
homicida?”.
—Comendatore —intervino un hombre
regordete y sombrero de fieltro marrón—, hay que salir de
aquí.
—Por
supuesto, Gino. Vayámonos de esta casa cuanto antes. Trae la caja con las
estatuillas al auto —dijo entregándole a la diosa griega de terracota que tanto
admiraba.
El
sujeto la volvió a guardar y cuando salían del salón principal hacia el hall de
entrada, otro de los secretarios del occidental entró agitado.
—Excelencia, lo acaban de llamar por teléfono al coche —anunció—.
Lo requieren de regreso en Roma cuanto antes.
—¿Quién llamó?
—Massone, señor.
—¿Massone?... En ese caso apuremos los trámites y no hagamos
esperar a nuestro buen Pazzini.
Cuando se hubieron ido, Indy se recostó contra una pared,
estupefacto.
—¿En
qué lío me he metido? —se preguntó.
Pero,
hasta el momento, no tenía
respuestas.
|
3
RELACIONES PELIGROSAS
Necesitaba ese café para mantenerse despierto. No había podido pegar
un ojo en toda la noche y las piernas le dolían. Demasiada tensión en pocas
horas. Por eso le dio un largo sorbo al contenido de la taza y apoyó los
antebrazos en el borde de la mesa, refregándose los ojos. Estaba cansado, pero
su apetito por saber más y más lo mantenía con las neuronas activas y desvelado.
El café ayudaría, sin dudas. Caso contrario, tomaría otro y otro
más.
De
repente, la puerta de la cocina se abrió y Andreas Papadopulos ingresó con paso
veloz. Eran las once de la mañana.
—Indy, ya tengo la información que buscabas —dijo entusiasmado—.
Fue más fácil de lo que pensé.
—Soy
todo oídos, cuéntame.
—La
policía está como loca. Ya encontraron el cadáver de Kemul y sus hombres en la
casona que mencionaste. Hasta ahora no tienen sospechosos. Todo parece que será
otro crimen sin resolver. Un oficial que conozco cree que todo el asunto tiene
que ver con el tráfico de antigüedades.
—Y
tiene razón.
—Sí,
pero no sospechan de nadie en particular.
—Debería hacer la denuncia.
—Te
repito que no es conveniente. No hagas nada. Tendrías que dar muchas
explicaciones y terminarías cargando con la culpa. Lo debes hacer es abandonar
el país cuanto antes y regresar a tu universidad.
—Posiblemente sea lo más conveniente.
—En
cuanto al sujeto que se llevó las estatuillas…
—…
¿averiguaste algo?
—Su
nombre es Lorenzo Salvatore Foscari. Italiano, cincuenta y tres años. Miembro
influyente de la vieja aristocracia de su país y fascista confeso. Fue miembro
de los Camisas Negras de Mussolini en
su juventud, durante la guerra, y tiene contacto directo con autoridades muy
altas. Incluso su auto porta patente diplomática en el exterior. Es un intocable. Además posee numerosas
empresas y fábricas en el norte de Italia y es reconocido como uno de los más
importantes coleccionistas de arte clásico. Pero, por sobre todas las cosas, se
lo conoce por ser un devoto católico practicante.
—¡Hipócrita!
—Los
hay en todas las religiones, Indiana. Según pude averiguar, partió hacia Roma
hoy temprano en un vuelo particular. Es un hombre poderoso y con
influencias.
—Además de ladrón y asesino.
—Eso
tendrías que probarlo en una corte…
Indy
se retorcía de impotencia y rabia.
—¿Y
quién corno es ese tal Pazzini que oí nombrar? —preguntó.
Papadopulos elevó sus cejas y lanzó un corto
suspiro.
—Aquí
las cosas se complican más, amigo mío.
—¿Por?
—Angelo Pazzini es su nombre completo —respondió.
—¿De
la mafia?
—No.
Es cardenal en el Vaticano.
—¿Vaticano?... ¿Qué hace el Vaticano mezclado en todo este
asunto?
—No
lo sé, ni quisiera saberlo—sentenció el griego—. Te sugiero que no sigas en
esto, Indy. Son todos peces muy gordos. Al fin de cuentas… son sólo unas
estatuillas más; y tú un simple profesor de arqueología. Regresa a las aulas
—aconsejó—. Educa a la nueva generación de profesionales en la materia y evita,
desde tu función docente, que en el futuro existan personas comos
estas.
Indy
se rascó la vieja cicatriz que tenía en la pera y miró a su amigo con una
sonrisa sarcástica.
—¿Sabes? —inquirió—. Jamás creí poder caratularte como lo hago en
este preciso instante…
—¿Ah
si? —rió Papadopulos—. ¿Y que carátula es la que me pones en la frente, amigo
mío? ¿La de gran
idealista?
—No.
La de idiota.
Y
ambos lanzaron fuertes carcajadas.
|
4
LOS COLECCIONISTAS
Roma
24 horas después.
Il
Vecchio Castello Foscanutto. Ése era el nombre primigenio de la heredad que Lorenzo Foscari
poseía en uno de los barrios más elegantes, exclusivos y retirados de la capital
itálica. Databa del siglo XIV y había sido la sede genética de su familia desde
tiempos inmemoriales. De todas las propiedades que tenía desperdigadas por el
mundo, el Castello era la que más
apreciaba. En él se había criado y pasado su adolescencia. Sus decenas de
cuartos y salones habían recibido alguna vez al mismísimo Duce y, desde entonces, su fascinación
por el ejercicio irrestricto del poder se había convertido en una de las metas a
conseguir en la vida. Siempre recordaba el fastuoso recibimiento que su padre
había organizado para el dictador y la simpatía que éste infundía a su paso,
saludando a cada uno de los sirvientes de la propiedad. Sin duda, ese día
resultó axial por lo que decidió, a la mañana siguiente, afiliarse a la Juventud
Fascista Italiana y, algo más tarde, a los Camici Neri del gran conductor de
masas.
Desde
ese castillo había incrementado su fortuna, diversificando sus actividades
empresariales hasta convertirse en uno de los industriales más poderosos del
país. Lo único malo era que por año, y a raíz de sus múltiples ocupaciones,
debía pasar fuera de su “nido” mucho más tiempo que el deseado. Por eso, ante la
sorpresiva convocatoria ordenada por Pazzini, no dudó un instante en proponer su
propiedad como lugar de reunión; aún yendo en contra de lo deseado por el
cardenal.
Il
castello volvía a convertirse en la sede de un
hecho histórico, por más secreto que éste fuera.
Pazzini fue el primero en llegar. Siempre puntual en exceso, el
príncipe de la Iglesia vestía de civil, con saco y corbata oscuros. De no ser
por su volumétrico tamaño, podría haber pasado desapercibido en pleno centro de
Roma, sin que nadie sospechara de su verdadera profesión (o vocación, como a él
le gusta decir). Lo acompañaba Massone, su secretario personal, también de
paisano y visiblemente neurasténico. Le transpiraban las palmas de las manos y,
de haber podido, se hubiera puesto a temblar como una hoja ante semejante
evento. Pero la mirada severa de su superior lo mantenía a raya y, ante
cualquier mínimo espasmo nervioso, el viejo cardenal le ladraba: “Massone, déjese de joder, hombre.
¡Compórtese!”.
Pero
ellos no eran los únicos.
Foscari, como ducho anfitrión, recibió con toda pompa a tres
miembros más de la secreta cofradía; llegados algo después, cuando promediaba la
tarde.
Venido especialmente desde Milán, Josef Reindhardt hizo acto de
presencia secundado por dos gruesos guardaespaldas. Conocía muy bien al Conde.
Trabajaba para él como director adjunto en una de sus fábricas del norte y
comulgaban, como era lógico, en cuestiones ideológicas. Reindhardt, alemán de
nacimiento, había sido un oficial de las SS del partido nazi, durante la Segunda
Guerra Mundial y responsable directo de la muerte de cientos de judíos en el
oriente europeo. Curiosamente no había cambiado su apellido. Tal era su
impunidad. Tras un par de años escondido en la Argentina, el llamado de la
Patria había sido más fuerte; aunque el destino quiso que fuera Italia —y no su
adorada Alemania— el sitio de residencia en donde encontrara la posibilidad de
hacer fortuna nuevamente. Pazzini y Foscari, irredentos anticomunistas como él,
lo habían ayudado. Como a tantos otros.
El
doctor Lépido Celinni provenía de Florencia. Había sido convocado a última hora.
Viajero empedernido y amante de todo lo referido al lejano oriente, se pasaba
buena parte del año trasladándose de un lugar a otro del mundo buscando sellos
antiguos, que eran su hobby y principal actividad. También él arrastraba un
pasado oscuro. Fascista hasta la médula y nacionalista fanático, había
participado —siendo joven— en las filas de la infantería alemana. Admiraba mucho
a Mussolini, pero mucho más a Hitler, a quien había visto en una reunión en
Nüremberg en 1941. El efecto de ese encuentro resultó imposible de describir con
palabras. Según él, “había caído bajo un
extraño poder hipnótico y por días no pudo sacarse de la cabeza la soberbia
personalidad de Führer”. No sólo admiraba a aquel líder. Lo amaba
profundamente.
Celinni era un tipo peligroso. Se comentaba que pertenecía a la
Mafia, pero como esa organización había tenido pésimas relaciones con la
dictadura italiana de los años veinte, treinta y cuarenta, la cuestión no
terminaba de zanjarse. Y él no desmentía ni afirmaba nada. Era un tumba en
cuestiones personales.
Finalmente, el último miembro era Sir John August, un gélido
londinense; editor de libros y revistas de ultraderecha que siempre había mirado
con buenos ojos el accionar del nazismo sobre Europa. Odiaba a los judíos y a
los comunistas. Estaba convencido de que Hitler había sido el único tapón capaz
de frenar el avance de la revolución socialista y, a pesar de haber alcanzando
el cargo de Oficial de Marina del Servicio Británico, siempre había jugado a dos
puntas, transformándose en uno de los doble-espías más destructivos que habían
soportado los aliados. Pero nada de eso pudo ser probado convenientemente, por
lo que siguió viviendo en Inglaterra sin mayores problemas.
No
cabía duda de algo: constituían un grupo selecto de intereses comunes. A
instancias de Pazzini, se autodenominaban “El Grupo”; un nombre ambiguo, que
podía llegar a confundir, pero que al cardenal le encantó desde el principio.
Sonaba bien. Le resultaba pomposo, señorial. Así lo creía y así lo impuso en
1945; por más que los rumores hablaran siempre de Los Coleccionistas.
Pazzini movió su cuerpo rechoncho hasta la cabecera de la mesa de
reunión en plena biblioteca y tomó asiento. Su respiración agitada se imponía al
ruido que producían las demás sillas al acomodarse. Cuando todas su hubieron
ubicado, se puso una pastilla de menta en la boca y esperó —como cuando daba
misa en su juventud— a que todos hicieran silencio. Recién entonces dio por
iniciada la reunión.
—Caballeros, la verdad es que no me es nada grato tener que
convocarlos hoy en este castillo, pero las circunstancias lo ameritan y hay que
actuar con premura para evitar riesgos —dijo—. Como todos ustedes saben bien,
hacía mucho tiempo que no llamaba a una reunión de este tipo y, seguramente, se
preguntarán el motivo de la misma. Cuando los convoqué la última vez no sólo
éramos mucho más jóvenes, sino que las circunstancias eran otras, quizás peores
a las actuales. Pero si queremos evitar que las cosas empeoren, y nos veamos
otra vez en la misma situación de entonces, debemos organizar fría y
detalladamente los pasos a seguir. Por primera vez en mucho tiempo estamos en
peligro. Corremos el riesgo de que todo lo que hicimos desde el final de la
guerra se vaya por la borda. Se los repito: la situación es complicada.—Saboreó
la pastilla y prosiguió con otro tono de voz—. Hace unos días ocurrió algo
terrible, nunca previsto. Un pequeño grupo comando, que tengo identificado,
entró en los depósitos vaticanos y se llevó un lote completo, el archivo XXIV…
además de una pieza artística que nos podrían comprometer seriamente ante la
comunidad internacional.
Lorenzo Foscari no salía de su asombro. Tenía los ojos abiertos de
par en par. Estupefacto.
—¿Cómo ha sido posible? —exclamó finalmente, con voz
entrecortada.
—No
lo sé —respondió Pazzini—, pero el hecho es que lo hicieron y el lote XXIV
desapareció.
Reinhardt se aflojó el cuello de la camisa. Empezaba a sentir
calor. Las sienes le estaban por estallar. Pero fue Sir August el que recriminó
con vehemencia al cardenal:
—¡No
puede entender cómo en su momento no destruyó toda esa
información!
—No
se hizo. Es todo. No puedo volver el tiempo atrás.
—¡Maldición! —ladró impotente el inglés.
—¿Quiénes son los responsables? —preguntó Lépido Celinni, más
calmo.
—Agentes del Mossad, el Servicio de Inteligencia
Israelí.
—¿Los
judíos? —agregó Reindhardt sorprendido.
—Sí.
—¡Sabía que esos cerdos iban a traer problemas! —volvió a exclamar
el alemán.
—Todos sabíamos eso —aseveró Foscari—. Pero ya es tarde para
lamentos. Atrapamos a uno de ellos pero ingirió una píldora de cianuro antes de
que pudiéramos sacarle gran cosa.
—¿Y
qué vamos a hacer?—preguntó Sir August, por completo alienado—. ¿Bombardear
Israel con misiles?
—No
sería una mala idea —respondió Pazzini con sarcasmo—, pero por el momento no
podemos.
—Hay
que recuperar ese lote como sea —exigió Foscari.
—A
eso apuntaba —dijo el cardenal.
—¡Será como declarar una nueva guerra! —advirtió
Celinni.
—Usted lo ha dicho—asentó el sacerdote—. Una guerra, pero secreta;
de la que nadie debe saber nada. Por eso los llamé. Para convenir cómo
organizamos nuestro ejército.
—No
será sencillo, cardenal —dijo August.
—Nadie dijo que lo fuera.
—¿Vamos a tener que alertar a todos camaradas y reubicarlos —agregó
Reindhardt?
—Es
posible.
—¡Es
demasiado riesgo, Pazzini! —clamó Foscari.
—Además de oneroso… —agregó Celinni.
—Por
la financiación de la operación no debemos preocuparnos—explicó el cardenal—.
Circunstancias como estas estaban previstas desde hace años. Hay dinero
suficiente para este tipo de contingencias.
—¿Para una reubicación total?
—Sí.
—De
todas formas, por más dinero que tengamos, las reubicaciones nos pondrán en
evidencia —replicó Foscari.
—Ese
es el principal problema. Por eso hay recuperar el lote antes de que salga de
Italia.
—¿Cómo sabe que sigue en Italia? —increpó Reindhardt
ofuscado.
—Es
lo más probable. No han tenido tiempo para moverlo. Tenemos socios en todos los
aeropuertos del país. Estuvieron advertidos desde el principio, especialmente
con la gente que sospechamos son del Mossad. Tenemos vigilado a uno. Sospecho
que estaba confabulado en el asunto.
—¿Quién es?
—Un
maldito periodista francés. Un cerdo liberal amigo de los judíos. Su nombre es
Philip Legrand.
—¡Yo
me encargaré de él! —exclamó Reindhardt.
—Muy
bien.
—¿Cuánto tiempo tengo?
—No
hay tiempo —dijo Pazzini.
—¡Cerdos judíos comunistas! —explotó Celinni.
—Lo
principal es mantener la calma —aconsejó el cura— y no volvernos locos. Hay que
actuar con precisión quirúrgica y estar alerta ante cualquier otra contingencia.
Señor Celinni, Sir August, ustedes se encargarán de mantener informados y en
estado de alerta a todos los camaradas, para una potencial reubicación
masiva.
Aceptaron sin más y pocos minutos después la reunión se dio por
terminada. Todos se dirigieron a la puerta, pero Pazzini demoró su salida hasta
tanto los demás se hubieran ido. Sólo recién tomó a Lorenzo Foscari por el brazo
y dijo:
—A
usted, querido amigo, le tengo una tarea muy específica.
—Ya
imagino para que lado apunta, cardenal—sonrió—. Dígame qué es lo que tengo que
recuperar del mercado negro de antigüedades.
—Una
plancha de madera pintada del siglo XVI. El Padre Massone le informará bien de
todo.
|
5
“BUON GIORNO. SIGNORE”
Roma, “La Ciudad Eterna”,
era una de las metrópolis favoritas de Indiana Jones. La vieja capital del
Imperio Romano de Occidente le fascinaba en más de un aspecto: por su historia
de luchas políticas en pos una República perdida; por sus restos arqueológicos y
capacidad ingeniera de sus constructores; por su comida y, sobre todas las
cosas, por sus hermosas mujeres de labios carnosos y bocas sugerentes. Conocía
Roma desde niño, cuando junto con su padre la recorriera por primera vez,
creyendo poder toparse en alguna de sus esquinas con un emperador o centurión de
renombrada fama militar. Adoraba su clima y muy especialmente sus atardeceres,
que era cuando, casi por arte de magia, la ciudad se volvía de color pastel
claro y la gente, ruidosa, salía a las calles a charlar, caminar o tomar algo.
Adoraba la fauna romana.
Gesticulante, simpática, abierta a los desconocidos, emprendedora. Era sencillo
darse cuenta porqué había sido el centro del mundo mediterráneo durante siglos.
Con sólo observar sus antiguas construcciones bastaba para
entenderlo.
El
vuelo desde Estambul —la otra capital del desaparecido imperio— resultó
relativamente corto y confortable. No estaba cansado. Siempre que podía dormía
durante el viaje y aquélla ocasión no la desperdició. Se relajó y descansó sin
culpas en el alma. Una mala opción, ya que tras el arribo y alojamiento en el
Hotel Medina —casi a medianoche— no pudo pegar un ojo.
Temprano por la mañana, pasadas apenas las ocho, se cambió y salió
a la calle. Decidió dejar en la maleta su revólver y el látigo. Pasearse como un
domador de leones por plena capital italiana no era una idea demasiado
atractiva, ni conveniente. La policía local lo hubiera detenido y no deseaba
quedar demorado en ninguna comisaría por averiguación de antecedentes. Por ende,
se calzó la cazadora de cuero —estaba fresco— y el consabido fedora de fieltro.
Recién entonces encaminó cansinamente sus pasos hacia la dirección que tenía en
mente, y le rondaba la cabeza desde su partida de Estambul.
El
domicilio en cuestión coincidía con una casa de departamentos pintada de
amarillo muy claro y tejas rojas; de tres pisos y docenas de macetas llenas de
flores en el frente. Una típica construcción mediterránea de fines de los años
cuarenta, a sólo seis cuadras del Coliseo.
Se
dirigió a la entrada y apretó el portero eléctrico con cierta
incertidumbre.
¿Lo reconocería?, pensó. Hacía tiempo que
no se encontraba con ese sujeto. Su último contacto databa de 1946 y, por
supuesto, de su paso por la Soborna, muchos años antes.
El
auricular del portero permaneció mudo. Tocó por segunda vez, con mayor
insistencia. Nada. Entonces, una hermosa joven abrió la puerta vidriada de la
planta baja. Tenía una escoba en la mano.
—Buon giorno, signore. ¿Necesita algo? ¿A
quién busca?
Su
italiano era perfecto, con acento del sur. Y los ojos cautivantemente
verdes.
—Estoy llamando al 3º C, pero no responde nadie —contestó Jones,
exhibiendo sus blancos dientes—. ¿Sabe usted si el señor está en
casa?
La
muchacha miró el panel eléctrico del portero, como buscado una respuesta en los
botoncillos que lo adornaban.
—¿3º
C?... Que yo sepa el signore no
salió. Seguro duerme…. ¿Es algo urgente lo suyo o puede pasar más tarde? Soy la
encargada del mantenimiento del edifico —aclaró.
—No…
no se preocupe, paso un poco más tarde —y giró la cabeza buscando un lugar donde
desayunar y hacer tiempo.
—Allá
enfrente tiene un lindo café —señaló la chica—. Sirven unos sándwiches
exquisitos. Además —agregó sonriendo y mirando hacia el tercer piso—, desde allí
puede ver cuando las cortinas del 3º C se abran. Son aquellas de color verde
oliva —marcó.
Indy
agradeció, cruzó la calle y pidió un café bien cargado, con un emparedado de
salami. Cinco minutos después, el camarero le trajo el pedido.
—Anuncian temperaturas más bien bajas para hoy —informó de manera
protocolar el empleado.
Indy
sonrió con diplomacia. Lo menos que deseaba era ponerse a hablar del clima. pero
no tenía porqué mostrarse desagradecido ante el gentil comentario y respondió lo
primero que se le cruzó por la mente.
—Habrá que encontrar la manera de entrar en
calor.
No
terminó de pronunciar la última letra de la frase cuando un monumental Cadillac Corona modelo 1951, color
negro, se detuvo frente a la casa de departamentos y descendieron dos hombres
corpulentos vistiendo chaquetillas de solapas anchas, corbatas oscuras y
sombreros de fieltro al tono. Avanzaron por la vereda y frenaron ante el portero
eléctrico que Indy hacía solo minutos acaba de tocar.
La
chica volvió a parecer, al cabo de unos segundos. “¡Qué lindos ojos tenía esa mujer!”,
pensó. Pero no pudo seguir haciendo un racconto de su geografía femenina. Algo
andaba mal.
De
pronto advirtió unos movimientos bruscos. Empujaban a la chica hacia el interior
del hall de entrada, ingresaban con ella y cerraban la puerta con violencia.
Pudo oír el ruido al otro lado de la calle. ¿Qué sucedía ahí?
Sin
pensarlo dos veces saltó como con resorte de la silla y cruzó en un santiamén
dando largas zancadas. La puerta estaba sin llave y el hall vacío. Entró.
Observó la fosa metálica del ascensor. La aguja señalaba el piso tercero. Llamó
el elevador.
¡Mierda! Lo habían trabado. Iba a tener
que subir por las escaleras.
Inició el ascenso.
Sin
un buen desayuno para reponer fuerzas, alcanzar el último piso resultó ser
agotadora. Parecía que esas escaleras no iban a terminar más.
El
departamento “C” tenía la puerta abierta de par en par y los sollozos de la
chica se escuchaban perfectamente. También su propio jadeo de
cansancio.
Se
acercó de prisa y entró.
Recién en ese segundo lo recordó: la Webley y el látigo estaban en la
habitación del Hotel Medina. Pensó en retroceder y pedir
ayuda.
Demasiado tarde.
Las
circunstancias lo arrastraron.
—¡Eh!... ¿Quién es este?
El
tono de voz del primer sujeto que alcanzó a ver era gruesa, casi gutural. De más
de metro noventa de alto, parecía un verdadero gigante bíblico parado por encima
de una muchacha asustada y tirada en el piso.
Un
gigante, sí; pero con la velocidad de un cowboy del lejano oeste
americano.
Levantó la Lüger 9 mm y
le disparó a Indy sin miramiento.
La
bala se incrustó en el marco de la puerta e Indy se echó a correr escalera
abajo.
¿Querías encontrar una manera para combatir
el frío? Ya la
encontraste.
Otro
disparo.
Venía
tras de sí gatillando como loco, bajando los peldaños de dos en dos. Indy
prácticamente no tocaba el suelo con sus zapatos. Saltaba de un descanso al otro
soportando la presión que cada caída le producía en los
meniscos.
Finalmente alcanzó el hall central de la planta
baja.
Un
disparo más…
…y
otro matón en la entrada misma del edificio.
Le
obstruía el paso. Pero, no tenía armas de fuego, sino dos estrellas de acero
manipulándolas en sus manos. Eran de origen ninjas. Artefactos
mortales.
Indy
frenó de golpe y se quedó mirándolo fijamente. No había distancia suficiente
para tirarle un golpe, pero sí para recibir el impacto de las estrellas
metálicas, que salieron despedidas hacia él directamente a la cabeza. Y como en
un paso de valet, una serie de movimientos se sucedieron en
segundos.
Indy
se agachó. Las fatales y puntiagudas estrella rozaron la copa de su sombrero y
terminaran incrustándose en algo duro. Jones oyó el golpe. Volteó la cabeza y
vio como el agresor que lo perseguía por la escalera se desplomaba en el suelo
chorreando sangre por la frente. Un par de estrellitas aceradas, estáticas y
bien clavadas en la cabeza, lo sacaron de este mundo.
Ahora sí podía reaccionar.
Apretó los puños; de dos pasos largos alcanzó al matón-ninja y con un golpe le partió la
nariz en dos. Salió corriendo hacia exterior. Desesperadamente alcanzó la calle
y…
…
justo al bajar el cordón un automóvil se le tiró encima a toda
velocidad.
Como
no era la primera vez que enfrentaba un auto de a pie, instintivamente dio un
salto para amortiguar un poco el impacto.
Dio
el pecho contra el parabrisas. Todo el aire de sus pulmones salió despedido y
antes de hacer nada, aferró sus uñas en el reborde que sobresalía por encima del
vidrio delantero del auto
Había
un tercer hombre. Y ahora estaban cara a cara, separados sólo por el
cristal.
El
conductor estaba más que sorprendido. Avanzó unos veinte metros y clavó los
frenos para quitarse a Indy de encima, como un perro se saca las
pulgas.
¡Mierda!...
Indiana Jones fue arrancado del capot y despedido mucho más allá,
con suma violencia.
Rodó
y rodó. Sintió que codos y rodillas raspaban contra el asfalto. Un ardor
profundo alertó su sistema nervioso y cuando el impulso concluyó, se vio a sí
mismo extendido sobre la calle, mareado y con poca capacidad de
reacción.
Entonces, la puerta del vehículo se cerró con fuerza. El conductor
extrajo de su sobaquera una pistola de alto calibre, caminó hacia él, levantó el
brazo y apuntó a la cabeza.
—¡Se
terminó! —gritó.
Pero
no alcanzó a jalar del gatillo. Un Impala
modelo 52, en muy mal estado, lo calzó con el paragolpes por las piernas y
elevó, tras una frenada brusquísima, como si fuera un muñeco de paja. Cuando la
gravedad hizo que cayera ya estaba muerto.
—¡Sube! —exclamó el conductor—. ¡Sube rápido!
Indy,
todavía mareado, distinguió un rostro conocido.
—¡¿Philip?!... —inquirió sorprendido en el
instante mismo en que, desde el hall del edificio, le empezaban a
disparar.
—¡Sube! ¡Vamos! ¡Sube, por Dios!
—¿Es
que nunca estás en tu casa?
—Afortunadamente… ¡no!
|
6
CONFLUENCIAS
—¡¿Qué
haces aquí?!
Philip Legrand no salía de su asombro. Observaba a Indy
sorprendido. No sabía qué pensar, ni decir; si reír, gritar o volver a preguntar
qué demonios hacía en ese lugar después de tantos años. Desviaba la mirada de
las calles y, aferrando fuerte el volante del Impala, se volvía hacia Jones, una
y otra vez, tratando de contextualizar aquel extraño encuentro. Movía la cabeza
negativamente, de un lado a otro, y sonreía. Era increíble que, en el peor
momento de su vida, Indy Jones hiciera acto de presencia como por arte de
magia.
Legrand no se consideraba “amigo” del arqueólogo; ni Indy de él.
Eran meros “conocidos” que habían coincidido en lugares comunes años atrás y
creían comulgar en algunos tópicos importantes; por ejemplo el anti-fascismo
acérrimo y la lucha contra el autoritarismo nacionalista de Hitler y Mussolini.
Philip había sufrido en carne propia el período de ocupación nazi en Francia y
si bien nunca se enlistó en la Resistencia, había colaborado
“independientemente” para debilitar “desde adentro” a la fuerza invasora. Tras
la guerra, y a causa de un contrato laboral con una revista de actualidad
política, vivía en Roma; tranquilo hasta ese momento.
—¿Me
quieres decir qué demonios te trae a este lugar, “Indiana”
Jones?
—Te
buscaba a ti —respondió frotándose los raspones que tenía en las
rodillas.
—¡Por
Dios, Indy! ¡No puedo creerlo! ¡Después de tanto tiempo! Pero… ¿para qué querías
verme?
—Por
el momento —respondió con sarcasmo—, para que me lleves al Hotel Medina a
recoger algunas cosas que, evidentemente, necesito.
Legrand giró la cara y lo miró con simpatía.
—Oye
—dijo—, ¿es ése el mismo sombrero de siempre?
El
paso por el hotel fue un trámite bastante rápido. Legrand no quería permanecer
en Roma un segundo más. Estaba atemorizado. Por lo tanto, Indy saldó su deuda,
recogió sus pertenencias y volvieron a subir al Impala.
—Charlaremos durante el viaje —anunció Philip—. Tengo que ir a ver
“ciertas cosas” a unos pocos
kilómetros de aquí.
—¿Adónde vamos?
—Al
puerto de Ostia…
—…
¿Ostia? ¿Qué hay en Ostia?
—Un
hangar que alquilo con apellido falso. Digamos que allí guardo cosas que pueden
comprometer a muchos…
—¿Se
relacionan con los “amiguitos” que te fueron a visitar?
—Sí.
Creo que sí —respondió frunciendo el cejo—. Pero… —titubeó—, aún no me dijiste a
qué has venido.
—Estoy buscando a un tipo y pensé que con tus contactos en Roma
podrías darme una mano.
—¿Quién es?
—Se
apellida Foscari. ¿Lo conoces?
—¿Foscari?... ¿El conde Lorenzo Salvatore Foscari? —repreguntó
pasmadísimo.
—Veo
que sí lo conoces.
Legrand aceleró el motor del auto y puso proa en dirección a la
ruta que conducía al puerto.
—Jones… —pronunció con voz grave—, ¿en qué andas esta
vez?
Indy
se quitó el fedora y lo tiró en el asiento trasero. Tenía
calor.
—Estoy tras unas estatuillas de origen griego—respondió—. Ese cerdo
las robó en Turquía
—¡Uf!... ¡Es capaz de cualquier cosa por
antigüedades!
—Me
consta—acotó recordando lo sucedido en la mansión de Estambul—. Y dime, ¿sabes
dónde lo puedo encontrar?
Legrand volvió a mirarlo sorprendido.
—Indy, no hace falta que lo busques. Él te encontró
primero.
—¿Que?...
—Los
matones del departamento...
—¿Qué
pasa con ellos?
—Puedes apostar que trabajan para tu querido
conde.
—¿Cómo?... ¿Para Foscari? ¡Si no me conoce!
Su
confusión era total. No sabía por dónde hilvanar las ideas, ni conectar los
cabos que se soltaban con cada paso que daba.
—A
ver… espera un segundo —dijo gesticulando con las manos, como si con ello
pudiera generar orden en un universo que se volvía caótico—. ¿Qué relación
tienes con Foscari? ¿Por qué quiere matarte?
Legrand fijó la atención en la carretera. Tardó en responder.
Finalmente, se limitó a decir:
—Cuando lleguemos a Ostia creo que podrás entenderlo todo,
compañero.
Ostia no era un puerto convencional. Más allá de sus antiquísimos
muelles —de los cuales centenares de expediciones punitivas habían zarpado en
pos de conquistas, siglos atrás— había una población nutrida de pescadores y
operadores comerciales que convertían el conglomerado en una ciudad
independiente, ajena al ajetreo y problemas propios de la capital. Aquí y allá
se observaban ruinas. Testimonios mudos de una gloria ida; que en muchas
ocasiones habían intentado reeditarla sin éxito, a un costo terrible de muerte y
sufrimiento. Carlomagno, algunos otros reyezuelos medievales, Carlos V, incluso
el mismísimo Duce, creyeron por momentos ser la nueva encarnación del Gran
Imperio. Pero se habían equivocado. El reloj de la historia no podía correr
hacia atrás.
A
ocho cuadras del muelle principal, la Compañía Rozzallinni & Gasques S.A.
se dedicaba al alquiler de hangares y depósitos. Desde hacia años Philip
Legrand tenía uno a nombre Lucio Lucerna, ubicado en un callejón aislado dentro
de un complejo de tinglados perfectamente acondicionados para guardar cualquier
cosa, desde autos antiguos hasta viejos guardarropas de grupos de
teatro.
El Impala entró por el callejón. Se detuvo.
Indy y Legrand descendieron. El francés abrió un portón metálico e
ingresaron.
Debía
tener unos quince metros de largo por cinco de ancho. Había anchos estantes de
acero empotrados en los muros y sobre ellos decenas de cajas con papeles
escritos y libros enmohecidos. También se observaban los repuestos de una moto y
el esqueleto de una bicicleta a medio armar. En el centro del predio, una mesa
con tres sillas.
—Esto
es como una caja de seguridad suiza, pero sin dinero ni riquezas —explicó
sonriendo Legrand—. Me resulta cómodo archivar mis cosas en un lugar tan
espacioso.
—Ya
veo… —respondió Jones, echando un vistazo—. Estoy acostumbrado a lugares como
este.
—Es
una buena forma de mantener los archivos fuera del alcance de indeseables.
Imagínate si los hubiera tenido en el departamento…
—¿Y
qué es lo que guardas aquí que tenga tanto valor?
—Testimonios, apuntes, documentos…. Muchas cosas,
Indy.
Legrand se desplazó hasta uno de los anaqueles. Corrió una pila de
diarios viejos a un costado y extrajo del fondo una caja de cartón, repleta de
papeles, que depositó sobre la mesa ruidosamente.
—Acá
adentro están algunas de las respuestas a tus dudas sobre Foscari. Pero antes,
necesito contarte algo para que entiendas la situación en todo su
contexto.
Indy
tomó asiento en una de las sillas. Estiró las piernas.
—Tengo todo el día —dijo y se relajó.
Entonces, Philip Legrand inició su relato.
—Hace
poco más de un año me puse en contacto con un grupo de sobrevivientes de los
campos de concentración nazis; todos ellos judíos italianos que hacia 1943
fueron deportados a Polonia por orden del gobierno fascista, para congraciarse
con Hitler; que ya por entonces exigía la “limpieza racial” de toda Europa. Fue
muy movilizador para mí hablar con esas personas. Conocía de las atrocidades
cometidas en esos sitios, pero nunca había tenido trato directo con sujetos que
habían sufrido ese infierno. Escucharlos relatar sus historias “en vivo” me
impulsó a investigar más el tema con la idea futura de publicar una serie de
artículos que reflejaran esos padecimientos y mantener fresca en la memoria de
todos aquellas monstruosidades. Nada original, pero necesitaba hacerlo. Fue así
como, todas las semanas, nos reuníamos en mi casa un grupo de ocho a nueve
personas; con las que entablé una sólida empatía. En realidad, me comprometí con
el tema y dediqué muchas horas a recoger sus testimonios. Me dieron fechas,
lugares, nombres, apellidos, descripciones y anécdotas espeluznantes… ¿Sabías
que obligaban a los padres violar a sus propios hijos?
—Sí
—respondió con los ojos llenos de furia.
—¡Dios! ¡Qué horror!... ¡Qué bestias!
—De
la peor calaña… Continúa.
—Una
tarde, una de las mujeres que integraban parte del grupo llegó a casa con un
ataque de nervios terrible. Temblaba como una hoja. Jamás vi a un ser humano
experimentar el terror en estado tan puro.
—¿Qué
le había sucedido?
—Media hora antes de llegar se había cruzado, en pleno centro de
Roma, al oficial nazi que la torturara en Treblinka y asesinara de un tiro en la
nuca a su marido. Recordaba perfectamente su rostro, su manera de andar, incluso
su nombre. Era el SS-Obersturmführer Josef Reindhardt.
—Hijo
de puta…
—Sí;
y lo peor de todo es que muchos más andan sueltos, comportándose como buenos
vecinos y contribuyentes.
—¿Qué
pasó, entonces?
—Me
puse a seguirle el rastro y lo encontré en Turín. Documenté todo. Armé una
pequeña carpeta, muy completa por cierto, y redacté un informe con la clara intensión de denunciarlo ante la
justicia. Pero sucedió algo, Indy.
“Unos
días antes de presentarme en los tribunales, un grupo de hombres jóvenes (de
entre treinta y treinta y cinco años) llegaron a mi casa y me ofrecieron sus
servicios para ampliar la “operación de
caza” (así la llamaron). Eran agentes de la Mossad israelí y querían que los
ayudara a operar desde Roma como contacto interno, para recuperar algo que
decían iba a permitir atrapar a todos los perros asesinos
nazis.
—Sigue…
—Tú y
yo sabemos, Indy, que siempre se sospechó que determinados miembros de la
Iglesia católica ayudaron a muchos SS a huir de Europa después de terminada la
guerra.
—También la Cruz Roja Internacional y elementos ultraconservadores
del gobierno de mi país —agregó Jones con cejo fruncido—. ¡Cerdos! Rescataron a
varios nazis para usarlos como científicos.
—Púes
bien, estos tipos del Mossad me dijeron que tenían buenos contactos dentro del
Vaticano y que era posible “sacar” de los Archivos Pontificios un lote de
documentos oficiales, ultrasecretos, en el figuraban los nombres de todos los
criminales de guerras que ayudaron a escapar, como también sus actuales nombres
falsos y lugar de residencia en distintas partes del mundo. Ese paquete de
documentos se lo conocía como “el lote XXIV”. Mi fusión era la de ocultarlo
durante un tiempo y más tarde remitirlos a Israel.
—¿Qué
pasó?
—Las
cosas no salieron del todo bien. El pequeño grupo comando (formado por tres
agentes) pudo entrar finalmente en los archivos y recatar los documentos; pero
uno de ellos fue capturado y no hemos sabido nada de él desde
entonces.
—¿Y
los otros dos?
—Tuvieron más suerte. Escaparon y regresaron rápidamente a su país.
Por otra parte, los contactos que esta gente tenía dentro de la Santa Sede se
borraron del mapa.
—¿Y
qué hay del lote?
—¿El
lote?... Es este que tienes enfrente tuyo, apoyado sobre la
mesa.
Indy
dio un respingo y se reincorporó de la silla.
—¡Vaya!—exclamó—. ¿En serio?
—Sí.
—Philip —dijo dirigiéndole de soslayo la mirada—, sí que estás en
problemas, compañero.
—Yo
generalizaría un poco más la frase, Jones—sonrió preocupado—: “estamos” en problemas.
—¡Joder! —explotó el arqueólogo, percatándose de que el plural
estaba bien aplicado—. ¿Es que nunca me podré quitar de encima a esa escoria
humana?
Legrand se apartó de la mesa e inició una cuidada caminata hacia
uno de los estantes más cercanos.
—Ah,
me olvidaba… hay algo más, Indiana —dijo—. Antes de marcharse, la gente del
Mossad me dejó también una pieza de arte medieval que encontraron en el
depósito. Dijeron que les llamó la atención porque tenía algunos símbolos y
palabras en hebreo; por lo tanto también la trajeron. Es una plancha de madera.
Muy hermosa y llamativa. La tengo aquí. Aguarda que la traigo.
Indy
permaneció unos minutos ojeando los documentos que había en la caja. Observó
informes con sellos pontificios, fotos, pequeños planos de ciudades y copias de
pasaportes falsos. A ojo de buen cubero, ahí debía haber un centenar,
aproximadamente, de jerarcas nazis identificados. Aquello era tan poderoso como
una bomba atómica.
—Acá
está —anunció Legrand transportando una plancha de madera, de metro y medio de
largo y completamente estampada con dibujos y extraños símbolos—. ¿Tú que
opinas? ¿Es algo importante?
Indy
volteó hacia el objeto con cierta displicencia. No esperaba nada impactante,
pero se equivocó.
Cuando sus pupilas interpretaron de un vistazo lo que Legrand tenía
entre manos, el corazón se le detuvo de golpe. Una ola de adrenalina le recorrió
todo el cuerpo y sus ojos brillaron como si estuvieran encendidos por una
misteriosa luz interior. Estaba pasmado.
—¡Oh,
Dios! —alcanzó a exclamar—. ¿Sabes lo que tienes ahí, Philip? —preguntó
atónito.
—No.
¿Qué demonios es esto?
—¡Nada más, ni nada menos—anunció con la respiración entrecortada—,
que La Escalinata de los
Sabios…!
|
7
LA ESCALINATA DE LOS SABIOS
Todo lo que tenía ante sus ojos coincidía con la leyenda que giraba
en torno de esa tabla pintada: el tamaño, el estilo de sus dibujos, el tipo de
letras utilizadas, incluso las “palabras de poder” que se reproducían en ciertos
sectores de la obra. Tenerla enfrente, tocarla, investigarla de manera directa,
era como ver y acariciar a un fantasma venido de otra dimensión. No era sencillo
bajar a la realidad algo que, hasta ese instante, pertenecía al difuso campo de
la mitología. Indy no esperaba ver algo como eso. Pero ahí estaba, anunciando
sus secretos y abriendo la posibilidad de probar con hechos que las viejas
leyendas pueden ser reales, tangibles; tan concretas como la mismísima caja de
cartón en la que estaban guardados los documentos del lote
XXIV.
—La
Escalinata de los Sabios data del siglo XVI —informó Indy—. Fue propiedad de la
orden cisterciense por muchísimo tiempo, aunque nunca se supo con certeza a cuál
de los muchos conventos que esos frailes tenían desperdigados por todo Europa.
Escritores y abades de siglos posteriores hicieron referencia a ella en sus
trabajos, pero ninguno tuvo el privilegio de tenerla ante sus ojos. Se
escribieron tratados muy sesudos especulando sobre el lugar en donde estaba.
Hubo teorías que sostenían que la tabla permanecía en un templo budista de la
India o, incluso, en el Tíbet. Pero no eran más que postulados falsos. Ahora sí
puedo afirmar, sin miedo a equivocarme, que la tabla estuvo guardada en algún
monasterio o abadía belga, hasta que los nazis la robaron después de la invasión
a ese país, en 1939
—¿Por
qué? —inquirió intrigado Legrand—. ¿Cómo sabes eso?
Indy
dirigió la atención de su compañero hasta el ángulo inferior izquierdo de la
tabla.
—Observa —dijo—. ¿Qué ves aquí estampado, muy
chiquito?
Legrand acercó su cara al tablón.
—¿Una
svástica?
—¡Bingo! —exclamó Indy—. Y un poco más abajo, más pequeño todavía,
¿alcanzas a leer lo que dice?
—Sí…
¿“Bélgica”?
—Así
es. Los nazis aplicaron este sello cuando se apropiaron de la tabla. De ese modo
pasó a ser parte del patrimonio cultural del Tercer Reich.
—Pero… ¿qué hacía entonces en un depósito del
Vaticano?
—No
lo sé. Pero dadas las circunstancias, no me sorprendería que haya sido dada en
forma de pago por pasaportes en blanco o salvoconductos para huir de Europa. ¿Te
das cuenta? Esta tabla constituye una prueba indiscutible de la complicidad que
existió, y existe, entre los criminales de guerra que se fugaron y algunos
representantes de la Santa Sede vaticana.
—¡Diablos! Si a esto le agregamos el lote XXIV…
—… se
podría llevar a juicio a mucha gente importante con sonata y
uniforme.
Indy
se alejó un par de pasos de la tabla y se quedó observándola unos
segundos.
La
Escalinata de los Sabios tenía la hermosa reproducción de una montaña
completamente hueca y cortada transversalmente —en el centro mismo de la
pintura— para que se pudiera ver el interior. Roquedales, arbustos y árboles
tupidos, tapizaban la superficie del cerro, escondiendo el recinto subterráneo
de miradas profanas. Además, en cada uno de los ángulos del dibujo existía un
círculo —una especie de almendra mística— en los que había escritas palabras en
hebreo; seguramente las que habían llamado la atención de los agentes del
Mossad.
—Son
términos que pertenecen al llamado Orden Sagrado Judío —explicó Indy—. De
acuerdo con la Cábala, resumen lo que un iniciado puede alcanzar tras subir por
la escalinata que le da nombre a la obra. Aquí dice claramente: “Malchut”,
“Iesod”, “Nisah”, “Geburah” y “Hhochmach”.
—¿Y
qué diablos significa eso? —intervino Legrand.
—Se
podrían traducir como “Reino”, “Fundamento”,“Victoria”, “Poder” y “Sabiduría”,
respectivamente—contestó—. Para los alquimistas medievales, tener conocimiento
directo de estas nociones permitiría abrir las puertas a lo que llamaban “Mundos
Superiores”, pudiendo así explicar y controlar todos los misterios del
mundo.
Legrand frunció los labios con incredulidad.
—¡Tonterías! —agregó.
—Tonterías o no, muchas generaciones creyeron en ello y buscaron la
escalinata, arriesgando incluso sus vidas.
—Lo
que indica que seguimos siendo animales menos racionales de lo que
pensamos.
—En
eso estoy totalmente de acuerdo —consintió Jones.
Legrand caminó hacia el tablón y se agachó para observarlo con
mayor detenimiento. En el interior de la montaña, albergándola como si fuera un
útero gigantesco, estaba dibujada en perfecta perspectiva, una escalera de siete
peldaños por la que ascendían tres diminutas siluetas humanas. Hacia el final de
la misma, un pórtico de dintel redondeado permitía el acceso a un recinto del se
desprendían en forma de abanico siete rayos de luz, fortísimos; y en ellos,
textos en latín que sintetizaban las condiciones que debían tener los hombres
que aspiraban alcanzar, más allá del dintel, el legendario Anfiteatro de la Sapiencia
Eterna.
Indy
tradujo cada una de las sagradas previsiones.
(I) ¡Lavaos, sed
puros!
(II) Estad con el
Señor que ha hecho todas las cosas y con los poderes que lo
sirven.
(III) Que las
oraciones y promesas sean dirigidas al Ser Primero y los himnos
inferiores.
(IV) Que si, por
casualidad, la petición hubiese sido primeramente dirigida a los inferiores, que
ésta sólo sea debida a la admiración delegada en el Ser
Primero
(V) Que la
reverencia y el temor sean los mensajeros que vuelan sin cesar hacia Dios y Él
hacia nosotros.
(VI) Que la feliz
obediencia sea con ellos, según la experiencia recibida.
(VII) Y utilizad
este poder que se te otorga en beneficio del universo.
Cuando terminó de leer dirigió sus ojos hacia los de Legrand. El
francés estaba parado a su lado con los brazos puestos en jarra y una actitud
claramente escéptica, que se notaba en una sonrisa socarrona dibujada en su
rostro.
—¿Y
para qué crees que pintaron esta tabla? —preguntó.
Indy
se quedó callado unos segundos. Escudriñó la pintura por un rato y
respondió:
—A
ciencia cierta, no lo sé. Pero puede que sea una especie de mapa que indique el
lugar en el que está el cerro con la Escalinata de los
Sabios….
—¡Jones —exclamó Legrand—, has perdido el juicio,
compañero!
Pero
Indy no lo escuchó. La pregunta de Philip había resultado ser un disparador
interesante. ¿Para qué servía el
tablón?... O, ¿servía para algo?
¿Era en verdad un mapa, como había
arriesgado a responder? Quizás las respuestas estaban en el texto latino que
hacía las veces de base a toda la composición pictórica, a modo de epígrafe. Un
manuscritos de apretada caligrafía y rebuscados caracteres. Un mensaje críptico.
Se tomó unos cinco minutos para leerlo en su totalidad.
—“Populus meus in ligno suo interrogavit et baculuo ejes
annuntiavit” —repitió en voz alta.
—¿Qué
quiere decir eso? ¿Es latín verdad?
—Sí,
latín. Y traducido significa: “Mi pueblo
a su madero pregunta, y su palo responde”.
—“¡Que interesante!” —exclamó Legrand con sarcasmo—. ¡Vamos, Jones!
¿Qué es todo esta locura? ¡No entiendo nada!
—Rabdomancia, Philip. Este escrito habla sobre la
rabdomancia.
—¿Rabdomancia?
—Una
antigua forma de adivinación que se practicaba mediante pequeñas varas. “El madero o palo que responde”, que
aparece aquí citado, nos remite a eso.
—Amplíame un poco más el concepto, recuerda que soy un simple
periodista.
—La
rabdomancia era considerada un arte y una práctica que tuvo una gran difusión en
el siglo XVI, sobre todo en Alemania; y gozó de una enorme difusión en todo
Europa, incluso hasta nuestros días, aunque algo devaluada, claro. La
rabdomancia estuvo presente en todas las operaciones ocultistas, sin embargo con
el tiempo el procedimiento cambió, terminando en lo que hoy llamaríamos
“prospección de minas”, es decir, la búsqueda de yacimientos metalúrgicos o
exploración del subsuelo terrestre con el fin de descubrir fuentes minerales, e
incluso agua. El método era extremadamente simple —dijo entusiasmado—: se toma
una vara bifurcada de castaño, o cualquier otra madera; se la mantiene con ambas
manos, con la parte aguda de la bifurcación hacia delante, y se camina
lentamente sobre la tierra donde se hace la prospección. La vara gira, apuntando
hacia abajo, tan pronto pasa sobre un curso de agua subterráneo o sobre un
yacimiento minero, indicando su posición.
—¿Una
especie de varita mágica? —inquirió con incredulidad.
—La
vara, o el cetro, ha sido siempre un emblema de poder. La varita del mago y del
brujo, el báculo pastoral de los obispos, todo está relacionado con una misma
idea central. Son maderos que otorgan poder, que ordenan, controlan, manejan a
la naturaleza, a los elementos y a las criaturas tenebrosas de los infiernos…
según las leyendas.
—¡Otro delirio!
—He
visto gente que conoce muy bien la técnica.
—¿Ah,
sí?... ¡Qué de cosas que has visto tú, Jones!
—Te
sorprenderías…
—De
todos modos, ¿qué tiene que ver la rabdomancia, o como se llame, con esta
pintura?
—Creo
que este texto nos está sugiriendo que es la forma para encontrar el cerro y el
sitio en donde está escondida la Escalinata de los
Sabios.
|
8
TENER AMIGOS
Uno de los secretos del éxito en la vida era, sin lugar a dudas
—como había dicho Frank Sinatra en una reciente entrevista periodística—, tener
contactos y amigos en todos lados. “Si
deseas ser exitoso, tiene amigos. Si deseas ser muy exitoso, debes tener muchos
más”.
No
era una verdad de perogrullo. El ex-SS Josef Reindhardt lo sabía perfectamente;
igual que Foscari. Por eso habían desplegado una red de informantes y chismosos
por todo Roma con la intensión de encontrar a Legrand y el tablón extirpado del
Vaticano.
Tanto
en los bajos fondos, como entre los miembros de la policía local, el dinero
había circulado generosamente y algunos de los más altos jerarcas de las cúpulas
policiales engrosaron sus arcas por la entrega de datos que pudieran acercar a
Los Coleccionistas a los objetivos
prefijados.
Los
testigos del ataque en el departamento de Legrand, dieron sus testimonios.
Incluso la hermosa portera de ojos verdes fue quien ayudó a confeccionar un
identikit de Indy y el francés; y el camarero del bar de la esquina contribuyó a
aseverar los testimonios de la encargada de la limpieza. La imagen del “hombre del sombrero” —claramente
americano por su acento, según los testigos— pasó al papel y de ahí a todas las
oficinas de los pocos pero influyentes carabinieri italianos que trabajaban
para Reindhardt y Los Coleccionistas. El departamento de migraciones determinó
su identidad, revisando los ingresos provenientes del extranjero. En pocas
horas, el alemán sabía que un tal Henry
Jones Jr. era el tipo que había ayudado a Philip Legrand a salir con vida de
la emboscada.
Sólo
unas horas se tardó en rastrear la patente del Impala del periodista y el Hotel Medina,
en el que se alojaba el visitante. Ubicar el vehículo en el puerto de Ostia fue
el resultado final de una veloz investigación no-oficial, pero muy bien
remunerada.
No
cabía la menor duda: tener contactos era la clave del éxito.
El
Conde Foscari también hizo lo suyo. Sus amigotes en el submundo del trafico de
antigüedades fueron tajantes: “Ninguna
tabla pintada del siglo XVI entró en el circuito del mercado negro. Nada
parecido a eso ingresó o salió de Italia en los últimos dos meses”. Por
consiguiente, la tabla seguía en el país y no iba a ser difícil de encontrar.
Bastó un llamado telefónico de Reindhardt para convencer a Foscari por dónde
tenía que encarar la búsqueda.
La
intervención de ese tal doctor Henry
Jones era la punta del ovillo.
Hacia las siete de la mañana, Foscari y Reindhardt se habían
encontrado, junto con cinco matones más, en las inmediaciones de los hangares
pertenecientes a la Compañía Rozzallinni
& Gasques, en el puerto de Ostia. Estaban entusiasmados y ansiosos. La
cadena de favores y sobornos había resultado muy aceitada y veloz, generándoles
confianza y cierta altanería cuando pensaban en ello. Eran poderosos e
influyentes. Ningún periodista, auxiliado por un extranjero audaz u organismo de
espionaje judío, iba a interponerse en el camino por demasiado
tiempo.
Dejaron los autos en la entrada del complejo e ingresaron en él sin
ser vistos por el sereno que, por entonces, estaba realizando la última ronda de
su turno. Se dirigieron directamente al depósito en que el Impala se había
metido la tarde anterior. Desenfundaron sus pistolas y aguardaron a que
Reindhardt diera la orden de irrumpir en el predio.
Indy
y Legrand habían dormido allí. Tenían espacio suficiente y dos colchones viejos
en los que descansar. Las tensiones del día anterior habían hecho mella en los
cuerpos de ambos y el agotamiento no tardó en convertirse en un profundo sueño
reparador de casi ocho horas. Para las siete y media de esa mañana, seguían
tumbados en el piso.
Apenas sintieron la cortina metálica del depósito levantarse y
cuando abrieron sus ojos ya era tarde: siete sujetos armados los rodeaban por
los cuatro costados.
Foscari fue el primero en tomar la palabra. No hizo falta
introducción alguna.
—Quiero los documentos, ahora—dijo.
Su
tono de voz no evidenciaba rencor, ni odio. Era un tono hueco, monocorde, como
si saliera de una garganta sin alma.
—¡Foscari! —Exclamó Legrand, ya de pie—. Sabía que lo conocería
algún día. Y a usted también—expresó mirándolo a Reindhardt.
—Dénos los documentos, señor Legrand —repitió el
conde.
—Y la
tabla pintada —agregó el alemán.
—¿Usted cree que soy lo suficientemente idiota como para tener los
documentos aquí? —dijo el francés tratando de ganar tiempo.
—Sí
—contestó Reindhardt sin dudar y le propinó un fuerte trompada en la boca del
estómago. Legrand se encorvó y cayó de rodillas.
—¿Qué
nos dice usted, doctor Jones?—repreguntó Foscari a un Indy que apretaba las
mandíbulas conteniendo la rabia.
—No
sé de qué habla.
Tras
pronunciar la última sílaba, un golpe de karate en las costillas, lo colocó en
idéntica posición que su compañero. Con ambos de nuevo en el suelo, los cinco
matones se lanzaron a buscar por todo el depósito lo que habían ido a
buscar.
—Creo
haber oído su nombre en alguna parte, doctor —dijo Foscari—. Tengo entendido que
compartimos un mismo interés por las antigüedades, ¿no es así?
Indy
levantó la cara y le clavó la vista.
—No,
no es así. Nuestros intereses son muy diferentes —respondió.
—Es
posible. Pero oí hablar de usted en el mundillo de los traficantes. Claro que no
tenía el placer de conocerlo personalmente.
—¡Qué
pena!
—¿Pena?... Sí, es cierto. Una verdadera pena es que se haya
involucrado en un tema tan delicado como este. Si se hubiese quedado tranquilo
en su país, sin mezclarse con periodistas curiosos, su vida habría tendido otro
destino. En cuanto a usted, Philip —añadió mirando al francés con una sonrisa
perversa—, lamento que iniciara una investigación tan comprometida. Debería
haber escrito sobre otra cosa. Ahora le tendré que meter por el culo todo estos
papeles de mierda que tiene aquí archivados.
—No
tiene un léxico demasiado pulido para ser parte de la nobleza —ironizó
Indy.
En
eso, uno de los matones anunció lo inesperado:
—¡Acá
no hay nada de lo que buscamos, señor!
Reindhardt amartilló la pistola y clavó su caño en el cuello de
Legrand.
—¿Dónde está el lote? ¡Hable! —gritó.
—Ya
le dije que no lo tengo aquí.
El
alemán gruñó como un perro rabioso. Iba a dispararle.
—¡Josef, detente! —ordenó Foscari levantando su brazo izquierdo. Si
lo mataba los documentos nunca aparecerían y eso era potencialmente peligroso a
futuro—. Esa no es forma.
—Pero…
—Ya
encontraremos la manera de que hable.
Reindhardt retiró el arma.
Indy
observó al nazi. “Todos estaban cortados
por la misma tijera”, pensó. Impulsivos, irracionales, fanáticos. Una basura
hecha ser humano. En eso advirtió que aún tenía en la cartuchera su Webley Mark VI. Todo había resultado
demasiado rápido. No se la habían quitado. Pero era imposible que la
desenfundara en ese instante. Lo matarían sin miramiento.
—¿Revisaron bien todo? —preguntó Foscari a sus devotos
matones.
—No
hay nada aquí, señor —respondió uno.
—Muy
bien, Legrand —dijo el coleccionista—, espero que tenga compasión por su
compañero; porque voy a matarlo enfrente suyo si no colabora con nosotros —y
dicho eso, hizo el percutor hacia atrás y apuntó directo a la cabeza de
Indy.
—¡No
puede hacer eso! —gritó el francés.
—¡Sí
que puede! —retrucó Reindhardt, e imitó a su socio y patrón, exudando deseos por
asesinar.
Entonces, cuando todo el mundo parecía venirse abajo y el
fusilamiento del arqueólogo americano era prácticamente un hecho, el sereno de
Rozzallinni & Gasques S.A. se
asomó en el portón del depósito, empuñando su revólver.
—¡Ey, deténganse! —exclamó en un fuerte
italiano—. ¿Qué está pasando
acá?
A
partir de ese instante las cosas se empezaron a dar como en cámara lenta; como
en una función de valet. Una representación violenta y
sangrienta.
El primer disparo fue hecho por uno de los matones y el sereno, un
hombre ya viejo, se vio sacudido por el impacto de la bala, tirándolo hacia
atrás y cayendo muerto al piso.
Indy
reaccionó. Aprovechando la distracción, propinó una trompada al alemán, otra muy
fuerte a Foscari y desenfundó la Webley de la cartuchera y
disparó.
El
tiro fue certero. La cabeza de quien volteara al sereno, estalló en dos partes.
Los demás buscaron seguridad detrás de la mesa y contra las paredes del
depósito.
Legrand recogió la pistola de Reindhardt.
Un
segundo esbirro nazi lo tenía en la mira. Disparó.
Por
milímetros no le dio en el cuello. Hasta sintió a la bala rozarle la piel. Sin
más, levantó la mano y gatilló.
El
matón a sueldo recibió el plomo en el pecho.
—¡¡Philip, corre!! —aulló Indy, disparando
a diestra y siniestra—. ¡¡Salgamos de
aquí!!
Los
tres guardaespaldas que quedaban respondieron a la balacera sin suerte. Foscari
se reincorporaba con la mejilla dolorida y Reindhardt empezaba a dar gritos
desenfrenado por la ira.
—¡¡No dejen que se escapen!! ¡¡Mátelos!! ¡¡Maten a esos cerdos!!
Indy
y Legrand no habían terminado de cruzar el portón del depósito, a toda carrera y
en dirección al Impala, cuando escucharon una contraorden que les
calmó un poco lo ánimos.
Sólo
un poco.
—¡No! —ladró Foscari—. ¡Los necesitamos vivos! ¡Al menos a uno de ellos! ¡No disparen a matar!
—¡Mierda!
Indy
no controló el improperio, que salió de sus labios como si fuera un cañonazo de
rabia incontenida.
Las
cuatro cubiertas del Impala estaban pinchadas.
—¡A
los muelles! —sugirió Legrand, cubriendo la retaguardia—. ¡Vamos, no están
lejos!
Corrieron unos cien metros. La adrenalina y el temor a morir los
impulsaba hacia delante.
A
medio camino, Indy reconoció una silueta alargada que se mecía y podría
salvarles la vida.
—¡Hacia allá! —señaló—. ¡Hay
un lancha!
Saltaron dentro de ella hechos una furia. El bote, con motor fuera
de borda, hecho de madera y quilla de acero inoxidable, era de lo más
convencional. Se zarandeó con fuerza. No tenía las llaves. Era
obvio.
—¡Cúbrenos! —ladró Jones, mientras arrancaba de la parte inferior
del volante los cables de ignición.
Sólo
uno de los asesinos de Foscari corría en pos de ellos.
¿Dónde estaban los
demás?
Legrand vació su cargador, impidiendo que el matón avanzara y
cuando la última bala de la pistola recorrió el cañón, la lancha
arrancó.
Indy
aceleró y el bote salió avivado hacia delante a toda
velocidad.
El canal por el que iba la embarcación era angosto. No debería tener
más de veinte metros de ancho y se dirigía directamente al primer embalse del
puerto de Ostia.
A un
lado y otro del canal había largos muelles para la carga y descarga de
productos. Decenas de trabajadores se sorprendieron al ver pasar a la lancha a
tanta velocidad.
…y a
un Rambler Spirit Modelo 1954 ganar
potencia por la vereda derecha, paralela al canal.
Reindhardt iba al volante.
No le
quitaba los ojos al bote y aceleraba más, y más y más…
Indy
se percató de estaban siendo perseguidos. Le entregó la Webley a Legrand.
—¡Dispárale a ese auto! —dijo—. ¡A la gomas!
Pero
el periodista era un muy mal pandillero. No pudo darle uno solo de los tiros que
disparó.
Y el
Spirit ganaba velocidad, superándolos
por tierra firme.
Entonces, cuando estuvieron uno al lado de otro, Foscari les
retribuyó la atención.
—¡Agáchate! —explotó el francés.
Indy
obedeció. Los proyectiles rompieron el parabrisas de la lancha. Uno de ellos dio
en el volante, que se descascaró en un segmento, muy cerca de la mano derecha de
Jones, desestabilizando un poco la embarcación.
—¡Diablos! —exclamó mientras recuperaba el
control.
Cuando levantó la vista, el automóvil se les adelantaba a toda
marcha, hasta desaparecer en un recodo que daba el canal.
—¿Dónde es que van esos tipos? —se preguntó Legrand, al perderlos
de vista.
Bastaron poquísimo segundos para responder la
duda.
Cuando la lancha dobló, a escasos seis metros de la curva, un
puente de hierro, alto, atravesaba el canal de un lado a otro: y en la parte
superior, el Rambler ‘54 estacionado
y con todos sus ocupantes parapetados en el borde, esperando que la lancha
pasara por debajo.
Indy
no tuvo tiempo a nada. No podía frenar, ni dar un volantazo con la velocidad que
traía. Hubiera sido fatal.
—¡Abajo! ¡Contra el fondo! —exclamó y sujetando
como pudo el manubrio de la lancha, se echaron al piso del bote para evitar la
balacera que le caería de arriba.
Pero
no fueron balas lo que cayó, sino un matón de casi dos metros de altura que,
tras saltar la barandilla del puente, se desplomó en el centro de la lancha sin
hacerse daño alguno.
Inmediatamente agarró a quien tenía más cerca —Philip Legrand— y le
propinó un puñetazo con tanta fuerza que el francés quedó inconciente, a punto
de caer de la lancha.
El
grandullón giró sobre su eje sin perder tiempo y tomó a Indy por el cuello,
justo cuando esté giraba para soportar el ataque.
La
lancha no perdía velocidad con el paso de los segundos.
La
presión sobre la carótida fue terrible. Sabía que si esa bestia seguía apretando
moriría sin más.
Le
faltaba el aire,
Su
rostro estaba casi morado. No podía hacer nada, pero…
… de
pronto la mano se aflojó.
Jones
aprovechó el levísimo respiro y buscó con su rodilla derecha los testículos del
agresor.
¡Bingo!
El
hueso de la pierna se hundió en la zona de la ingle y el matón cayó al piso de
lancha, aullando de dolor.
¿Por qué no lo había terminado de
ahorcar?, se autocuestionó Indy.
Giró
para agarrar bien el volante y…
…
¡Por Dios santo! Ahí tenía la respuesta.
¡A menos de quince metros, el murallón de
contención del muelle III, se les venía encima!
Finalmente, tendría que dar el volantazo.
¡Maldición!
La
lancha giró. Se colocó de costado y siguió deslizándose por la fuerza de la
inercia.
El
lado de estribor impactó con las piedras que formaban el muelle. Un crujido
apocalíptico resonó en el puerto y la embarcación se quebró.
Sus
tres ocupantes salieron despedidos por el aire. El matón dio con el pecho en un
poste de amarre y quedó tendido sobre el piso.
Indy
y Philip ejecutaron un vuelo rasante sobre el pandillero y se desplomaron en la
grava del camino. Rodaron como trompos. Se rasparon todo, pero seguían con
vida.
Finalmente, la alocada carrera llegó a su fin.
Indy
se reincorporó. Legrand permanecía muy cerca suyo, inconciente. Estaba vivo.
Respiraba.
El
arqueólogo levantó la cabeza, el sonido de un auto lo alertó.
El Rambler Spirit se le acercaba a lo
lejos.
Trató
de levantar a su compañero. Demasiado pesado y él demasiado
cansado.
Tendría que dejarlo. Regresar más tarde por él.
—¡Maldición! —volvió a proferir y, ya sin municiones en la Webley,
se largó del sitio, buscando donde esconderse.
|
y la Escalinata
de los Sabios
Por Fernando J. Soto Roland
Segunda
parte
| |
9
LA NUEVA INQUISICIÓN
En tanto Legrand era conducido al castillo de Foscari, Indy desandó
la distancia que lo separaba del hangar. Ciertamente los trabajadores portuarios
habían dado aviso a la policía, por lo que tenía que llegar al escenario del
enfrentamiento antes que ellos.
El
cuerpo del sereno, tirado en el ingreso al depósito, ya se había terminado de
desangrar, dejando una espesa mancha de color carmesí todo a su alrededor. El
matón con el tiro en la cabeza yacía desparramado a unos metros, en idénticas
condiciones. No sintió culpa al verlo.
Indy
se asomó al depósito, pero no entró. Siguió al trote unos cuarenta metros más y,
colándose por el ventanal roto de otro hangar, se introdujo en
él.
—Está
abandonado desde hace tres años —le había dicho Legrand la noche anterior—.
Nadie lo visita desde entonces. Es un excelente lugar en donde esconder
provisionalmente los documentos y la tabla.
¿El francés había sospechado de la llegada de
Foscari?
Si
quería respuestas tenía que preguntárselo en persona; pero antes de ir a
rescatarlo de las garras asesinas de Los Coleccionistas, decidió recoger el
tablón y someterlo a un nuevo reconocimiento, para obtener otra opinión menos
apasionada que la propia.
La
única personalidad capaz de diagnosticar algo importante era el profesor Hugo
Guaschino, de la Universidad Romana de Humanidades; un anciano activo e
inteligente, abocado a la iconografía esotérica de Occidente, desde hacía más de
cincuenta años. Un viejo sabio en el que Indy confiaba
plenamente.
Por
completo ajeno al mercadeo ilegal de piezas de arte, ignorante del negro
universo del tráfico de antigüedades, Hugo Guaschino quedó fascinado ante el
tablón pintado del siglo XVI.
Preguntó dónde lo había conseguido, pero Indy no quiso involucrarlo
dándole detalles. Sólo le rogó que mantuviera absoluto silencio; que estudiara
en profundidad los íconos del tablón y que no le revelase a ¡nadie! la
existencia del mismo. Ya le daría las explicaciones pertinentes más
adelante.
—Tengo que irme ahora, profesor —anunció Jones—. Guarde la tabla y
esta caja con documentos —agregó, entregándole el lote XXIV—. Pero hay otra cosa
más que necesito de usted: información. ¿Dónde puedo hallar la propiedad del
conde Lorenzo Foscari?
Vecchio Castello Foscanutto
13 horas más tarde.
En lo más profundo de la mazmorra del castillo, casi emulando a un
película de horror británica clase B, Philip Legrand soportaba el dolor de la
tortura, atado de pies y manos a la mesa del Potro; una de las herramientas
medievales más terribles con la que se pretendía sacarle
información.
Tenía
los tobillos y las muñecas en carne viva. Las cuerdas, que se tensaban a cada
orden de Reindhardt, lo estaban
descoyunturando lentamente. Podía escuchar sus propias articulaciones
romperse de a poco. El dolor era indescriptible, pero su cuerpo ya se había
declarado en huelga y una insensibilidad nunca imaginada se estaba apoderando de
él. Pero el Potro no era todo. Le habían cortado el pelo y vertido alcohol sobre
la cabeza, para luego prendérsela fuego y quemar así el cabello de raíz. Era un
tormento que la Inquisición Papal había practicado desde el siglo XIII sobre los
llamados herejes y a Reindhardt le encantaba.
—¿Quiere seguir sufriendo? —preguntó el alemán, parapetado junto a
la mesa de torturas—. ¡No sea estúpido, francés! ¡Dígame dónde están los
documentos que le dieron los judíos!
Lorenzo Foscari observaba la tétrica escena sentado en una butaca
de madera, a pocos metros del interrogatorio. No lo disfrutaba como lo hacía
ex-oficial nazi. Para él la tortura era un método, no una práctica que le
produjera placer. No se consideraba sádico, pero —como su adorada Iglesia en el
pasado— seguía creyendo que el dolor bien aplicado salvaba almas y expiaba
culpas a los enemigos de su Dios.
Hacía
más de tres horas que fustigaban el cuerpo de Legrand; pero el periodista no
soltaba prenda. Y a esa altura del partido, no la soltaría.
—Creo
que es inútil —sostuvo Foscari poniéndose de pie—. Ya no dirá nada. No puede
decir nada. Habrá que esperar a que se recupere y seguir
mañana.
—Yo
sugeriría tenerlo un rato más —contrarrestó Reindhardt—. Va a confesar. Le
aseguro que este perro va a confesar todo.
—Josef, ¿acaso no ves? … Si lo sigues torturando vas a matarlo y
muerto no nos sirve de nada.
—Una
vez más…
—Te
hago personalmente responsable de esto. Si le pasa algo charlaremos en otros
términos —y dicho eso, subió la escalinata que conducía a la planta baja del
castillo.
El
alemán tomó el cuello de Legrand con rabia.
—¡Maldito, cerdo! ¿Dónde está ese puto lote con
documentos?
Legrand tosió. Un fino hilo de sangre y saliva le salió de la
comisura de los labios, cayendo sobre la mesa del potro.
Reindhardt volteó hacia el otro verdugo que lo
secundaba.
—Tráeme la jarra —ordenó.
El
bravucón obedeció con celeridad.
—Ey…
Legrand, ¿me oyes?... Sí, sé que escuchas, basura. Te daré algo de agua.
¿Quieres agua? ¿Estás sediento, no?
Legrand no respondió.
Reindhardt recogió la jarra con agua hirviendo y lentamente la
esparció sobre las expuestas axilas del prisionero.
Por
primera en media hora, Philip Legrand lanzó un alarido de dolor
inexpresable.
Lorenzo Foscari se recostó en su mullido sillón del escritorio y
marcó un número de teléfono.
—¿Cardenal?
—¿Cómo anda todo, Lorenzo? —respondió Pazzini desde su despacho en
el vaticano.
—Complicado, pero estamos encaminados.
—¿Ya
consiguieron rescatar los documentos?
—No,
aún no; pero estamos cerca.
—¿Y
el tablón?
—No
está en el mercado negro. Legrand debe tenerlo, a menos que los del Mossad se lo
hayan llevado.
—No
se lo llevaron. No pudieron haberlo sacado. No les dimos
tiempo.
—¿Y
el hombre que atraparon? ¿Qué dijo?
—Murió. No dijo nada.
—El
francés está resistiendo más de lo que imaginaba.
—Foscari, tenga mucho cuidado. Que no se le muera ese
hombre.
—Haré
lo posible. Pero si no confesó hasta ahora…
—Gradúe el tratamiento. Es la mejor manera.
—Eso
haremos.
—Foscari, ¿usted advierte lo importante que es rescatar ese lote,
verdad? No puede quedar perdido por ahí. Hay que recuperarlo.
—Comprendo todo perfectamente, Excelencia. De todos modos, en caso
de que el francés fallezca, tenemos a otro sujeto en la mira que, aparentemente,
conoce de todo este asunto.
—¿Quién ese tipo?
—Se
llama Jones y es un arqueólogo americano.
—¿Y
qué hace un arqueólogo metido en todo esto?
—Es
amigo de Legrand, según creo.
—Conde —la voz de Pazzini se volvió grave, preocupada—, trate de
que nadie más se involucre. Acá se están jugando muchas cosas importantes. Mi
futuro, el suyo y el de muchos camaradas.
—Le
repito que estoy poniendo todos mis recursos en encontrar la
solución.
—Eso
espero. Manténgame al tanto.
—Despreocúpese.
—Que
Dios lo bendiga.
—Igual a usted.
Colgó.
“Maldito gordo hipócrita”,
pensó.
La propiedad era tan grande que a Indy Jones no le costó demasiado
introducirse en ella subrepticiamente, a pesar de los guardias que la rondaban.
Conocía el paño. Había entrado y salido de lugares peores a lo largo de su
ajetreada existencia y un castillo de esas dimensiones tenía sus puntos ciegos,
que encontró fácilmente.
Ayudado por el látigo trepó varios paredones, recorrió un par de
cornisas y, finalmente, se había topado con un ventanal que tenía el cerrojo en
malas condiciones. Un recorrido muy parecido al hecho en Estambul, hacía pocos
días atrás.
El
castillo parecía desierto a esa hora. La mayor parte de sus pasillos estaban en
penumbras y no se oía que nadie hablara.
Avanzó con la Webley en la mano, presta a ser disparada si algo
sucedía. No quería correr riesgos. Estaba en el nido de la serpiente y si tenía
que matar, mataría para salvar su pellejo y el de Legrand.
La
decoración de la fortaleza era de lo más variada. Mezclaba varios estilos, pero
el que sobresalía era el Art Decó en muchas de sus habitaciones. En otras,
tapetes de la Edad Media, jarrones de origen chino, tabletas mesopotámicas
enmarcadas y colgadas de la pared, platería española del siglo XV y una nutrida
colección de armas de fuego de la guerra civil norteamericana, ocupaban
armoniosamente sus espacios interiores. Foscari sabía de eso. Pero de lo que más
sabía era de arte griego.
Cuando Indy abrió lentamente la pesada puerta de roble de una de
las estancias, se quedó boquiabierto. Ante sus ojos se desplegó la mayor
colección de cerámica minoica, micénica, espartana y helenística que jamás
hubiera visto en vitrinas privadas. Allí había por lo menos más de quinientas
estatuillas, todas cuidadosamente colocadas en muebles construidos especialmente
para ellas.
Indy
recorrió boquiabierto la habitación, inspeccionando las piezas que tenía más
cerca. Eran de una exquisita belleza y las exponía de tal modo que, desde una
sillón giratorio ubicado en el centro del “museo”, podían verse todas desde una
perspectiva perfectamente calculada.
Entonces, con el rabillo del ojo, creyó reconocer algo que
previamente había conocido en persona.
Volteó y allí estaban. Iluminadas por pequeños foquitos, desde
abajo, desprendían un señorío que casi llevaba a que se las
adorara.
No
eran otras que las estatuillas robadas en Estambul: Perséfone y la
Erinias.
Una
sonrisa torcida se dibujó en el rostro de Jones.
—¿Qué
hacen una niñas como ustedes en lugar como este? —susurró por lo bajo, al tiempo
que abría el bolso que le cruzaba el cuerpo, y las metía adentro con sumo
cuidado.
“La vida es mucho más sorprendente de lo que
se cree”, pensó, mientras retomaba el camino hacia la puerta que daba al
pasillo. Recién entonces oyó las voces de dos tipos que venían caminando por
él.
Uno
de ellos tenía un claro acento alemán.
Josef Reindhardt.
—Temprano nos volveremos a encargar del francés —dijo al momento de
pasar frente a la puerta—. Descansa bien, que mañana será un día
pesado.
No
bien se perdieron en un recodo del corredor, Indy salió y encaminó sus zapatos
en dirección contraria.
“El francés”. Philip debía estar
cerca.
Pocos
metros más adelante se topó con una desgastada escalera que bajaba a un primer
subsuelo y más allá otra, que seguía descendiendo hasta un segundo nivel por
debajo del nivel del piso: el sector de las mazmorras.
—¡Dios mío! ¿Qué te han hecho?
El
cuerpo lacerado de Legrand seguía sujeto a la mesa del potro.
Indy
corrió a su lado.
—¡Qué
animales!... —exclamó al observar el estado en el que habían dejado a su
compañero.
Le
tomó la cabeza con cuidado. El cuero cabelludo estaba
carbonizado.
No
podía concebir semejante vejamen a un ser humano.
—Philip… ¿me escuchas? Soy Indy. Tranquilo amigo, te sacaré de aquí
—y empezó a desatarle las muñecas. Pero enseguida se percató de algo que le
partió el alma en mil pedazos: Legrand no estaba en condiciones de ser
movilizado a ningún lado—. ¡Oh… Dios! —suspiró con impotencia.
Fue
cuando el francés murmuró algo. Inaudible.
Indy
se encorvó sobre él dándole aliento. No se había sentido tan miserable desde los
días en las trincheras, durante la Primer Guerra Mundial.
—Indy… —alcanzó a oír pegando la oreja en la boca de Legrand—.
Vete… vete de… aquí. Protege… todo. Ya no… no…
Los
ojos de Jones se llenaron de lágrimas. Una mezcla de pena, dolor, impotencia y
mucha, mucha rabia.
Eran
cercanas las tres de la mañana cuando Philip Legrand murió en los brazos de
quien ni siquiera consideraba su amigo
íntimo.
|
10
SÍMBOLOS
El profesor Hugo Guaschino estaba anonadado por el estado de furia
con el que Indiana Jones entró en su despacho de la universidad romana. Le
ofreció un café caliente y aguardó unos minutos hasta que el arqueólogo se fue
calmando. Recién entonces escuchó la historia con pasmo y, al mismo tiempo, el
deseo de Indy por no involucrarlo más en
lo que se anunciaba como una verdadera carnicería humana.
—¡Bajo ningún punto de vista voy a dejarlo solo en esta cruzada,
doctor Jones! —exclamó el anciano—. ¡Me sentiría ofendido! Comparto su desprecio
por esos tipos. ¿No recuerda que tuve que exiliarme en épocas del fascismo?... Y
no se preocupe por mi edad. Hasta puede considerarla una ventaja. Ya no tengo
nada mucho más por perder a mis ochenta y siete años. ¡Voy a colaborar con
usted, lo desee o no!
Indy
le regaló una cálida sonrisa de agradecimiento y terminó de beber su
café.
—Ya
hablaremos sobre ello, profesor —dijo—. Pero ahora —agregó mirando el tablón
pintado que descansaba apoyado sobre la pared más cercana—, ¿pudo averiguar algo
más?
A
Guaschino se le iluminaron las pupilas.
—¡Oh,
sí! Sus dibujos son muy interesantes. Los miré con detenimiento y debo
confesarle que todavía no salgo del asombro. ¡No todos los días uno se topa con
una cosa así!
—No
se vaya a creer… —murmuró Indy sin que el viejo lo oyera.
—En
principio, y esto de seguro usted ya lo sabe, el autor fue un alemán nacido en
Sajonia en 1560. Destacó como célebre teósofo y alquimista. Su nombre era Henri
Khunrath y desde muy joven se obsesionó por encontrar el místico Anfiteatro de
la Sapiencia Eterna, al que conduciría la Escalinata de los Sabios. Durante años
estudió el tema y hay registros de que escribió varios libros en los que daba
indicaciones de cómo se podía llegar a él.
—Pero
esos libros nunca se hallaron. Los quemó la Inquisición a principios del siglo
XVII —agregó Jones.
—Efectivamente, pero nuestro amigo se las arregló para dejar
plasmado, en códigos esotéricos, todos sus estudios y resultados. Los dibujó y
pintó en esta tabla de madera. Mire usted.—Guaschino caminó hasta la pintura con
un puntero de madrea en la mano—. Aquí tiene condensado mucho del conocimiento
esotérico de la época —continuó—. Por ejemplo, la escalera. Ella es un símbolo de
ascensión, de trascendencia, que representa claramente el acto de subir a planos
superiores. Pero no es una escalera cualquiera. Ella conduce a una puerta, que es esta que se ve iluminada
en el fondo y que, como toda puerta, representa el paso de un mundo profano a
otro sagrado. Lo mismo sucede con el umbral, que simboliza el traspaso de un
estado a otro. Un símbolo de esperanza, apertura y oportunidad. Como puede verse
todo remite más o menos a lo mismo. Por otro lado, la escalinata tiene siete
peldaños. No ocho, ni nueve, ni diez. ¡Siete! Y eso también es sintomático. El
número siete no es otra cosa que la suma del tres y el cuatro. El primero
representa el cielo. El segundo, la tierra. Resultado: siete, que es el número
del universo y del hombre integral.
—El
número cósmico, le decían.
—Así
es, Jones. El número cósmico, que aparece en muchas construcciones antiguas,
miles de años antes de que se pintara la tabla.
—¡Es
cierto! Los zigurat babilónicos
tenían siete niveles.
—Exactamente. A eso apuntaba el autor.
—¿En
qué parte? No veo nada aluda al Cercano Oriente.
El
viejo rió.
—¿Se
da cuenta? Khunrath hizo muy bien su trabajo. Venga. Acérquese. ¿Qué es lo que
ve e interpreta aquí, debajo de este árbol frondoso? —y lo señaló con el
puntero.
—¡No
lo había visto!
—Es
muy pequeño, doctor Jones. Muy pocos deben haber notado e desentrañado
correctamente este símbolo.
—¡Una
antigua letra del alfabeto mesopotámico!
—La
última letra del alfabeto, para ser más exactos. Lo que en mi opinión significa
que es “el fin del camino”.
—¡Diablos! ¡Yo tenía razón! ¡Es una mapa! —señaló acariciando la
pintura.
—Un
mapa muy particular, amigo mío. Observe.—Esta vez Guaschino sacó una lupa de su
bolsillo y la dirigió directamente hacia la silueta humana que parecía subiendo
la escalera.
Indy
aproximó su cara al cristal.
—¿Qué
tiene en la mano? —preguntó.
—Una
herradura —respondió el viejo—. Un símbolo de protección.
—Es
verdad. Todos los umbrales místicos, según la tradición, están custodiados por
poderes maléficos o sobrenaturales. No veo que el cuadro nos indique cuáles son,
pero sí hace referencia al talismán que podría vencerlos.—Dudó y repreguntó—:
¿Una simple herradura?
—No
tan simple, doctor Jones. Las herraduras simbolizan los cuernos de la Gran Diosa
Madre. Invertidos, pero cuernos al fin. Y en este caso en particular se refiere
a una herradura alquímica hecha de metales especiales que, según relatan los
libros esotéricos, sólo es posible encontrar únicamente en una mina cercana a
Basilea, Suiza.
—¡¡Bergkwerk!! —exclamó Indy.
—Correcto. La mina de Bergkwerk, al norte de
Berna.
Indy
se quedó en silencio. Frunció el entrecejo. Se acarició la barbilla. Finalmente
inquirió:
—¿Y
es posible entrar al anfiteatro sin la herradura?
—No.
Sería el fin del iniciado que lo intentara. La herradura es como una “llave”,
doctor. Además, claro está, de las condiciones morales que se exigen en el
cuadro; y que usted ya leyó.
Indy
volvió a sumirse en el mutismo.
Guaschino regresó a su escritorio. Dejó el puntero y la lupa sobre
una carpeta y con tono bajo agregó:
—De
todos modos, doctor Jones, no debe preocuparse demasiado. Estamos hablando de
asuntos hipotéticos…
Indy
esbozó una media sonrisa.
—Sí,
profesor —respondió—… hipotéticos.
|
11
SOCIOS
Ciudad del Vaticano.
Moviendo su pesado cuerpo de lobo marino, Angelo Pazzini buscó
reposo en el sillón cardenalicio y dio un resoplido al apoyar sus adiposidades
en un mullido almohadón. Eran pasadas las siete de la tarde. Todas las oficinas
de la Santa Sede ya estaban cerradas hasta el día siguiente. La Guardia Suiza
del Papa empezaba a relajarse más que de costumbre y la mayoría de las
dependencias tenían las luces apagadas. Sólo las de la oficina del cardenal
permanecían prendidas.
El
Padre Massone golpeó la puerta tímidamente, asomó la cabeza y esbozó una sonrisa
de cortesía.
—Su
Eminencia —dijo—, han llegado, señor.
Pazzini se acomodó como lo que era: un príncipe a punto de recibir
a sus súbditos.
—Hágalos pasar.
Foscari y Reindhardt ingresaron simulando aire altanero. Sabían que
Pazzini no estaba satisfecho.
—Cardenal… —saludó el alemán.
—Excelencia… —lo imitó Foscari.
El
viejo sacerdote los observó por encima de sus anteojos de lectura y los invitó a
sentarse frente a él con un leve ademán de manos. El doctor Lépido Celinni
apareció, desde la izquierda. Había estado consultado la biblioteca personal del
cardenal, durante las últimas dos horas.
—Ya
me enteré que el señor Legrand falleció —anunció Pazzini sin demostrar
sentimiento alguno.
—No
soportó la sesión. Murió por la noche. Nosotros ya no estábamos con él —explicó
Reindhardt.
—¿Y
pudieron sacarle algo, además de los pelos? —inquirió el
cardenal.
—No
—respondió Foscari—. Nada.
—Entonces, ¿ahora en qué parte del camino nos quedamos? ¿Cómo sigue
esto?
Foscari se ajustó el nudo de su corbata
inconscientemente.
—Tenemos que…
—…
Óigame, Conde —lo interrumpió el cura—. Usted sabe que el lote XXIV debe
aparecer. Tiene que ser recuperado, sí o sí. ¿Verdad?
—Sí,
su Eminencia; pero como le decía, lo que tenemos que hacer ahora es encontrar a
ese tal Jones. Estaba con el periodista y seguramente conoce dónde se esconden
los documentos y la tabla. Si hallamos a Jones, hallaremos lo que
buscamos.
Pazzini agarró una carpeta color azul que tenía a un costado del
escritorio y la abrió en la primera página.
—Estuve investigando a ese personaje —explicó—. Mandé a averiguar
quién es, qué hace, qué piensa y debo informarles que es un tipo de temer.—Leyó
en silencio los párrafos que introducían el informe—. Henry Jones Jr., más
conocido con el apodo de Indiana Jones. Es doctor en arqueología y profesor de
esa materia en el Marshall College de Connecticut, EE.UU.. Es una autoridad muy
reconocida en lo suyo. Aventurero, explorador, buscador de antigüedades y
especialista en temas esotéricos y leyendas. Ha recorrido todo el mundo. Habla
28 idiomas y tiene amigos y contactos en casi todos los países que alguna vez
visitó.
—Pues
ahora tiene uno menos —agregó Reindhardt tratando, infructuosamente, de ser
gracioso.
Pazzini hizo caso omiso al comentario y siguió.
—En
las décadas del treinta y del cuarenta le hizo la vida imposible al III Reich en
varias ocasiones. Fue profundamente odiado por los altos jerarcas del
nacionalsocialismo; por eso no me extraña que ayudara a Legrand y a sus amigos
judíos. Es un hombre con recursos. Hay que ubicarlo y “exonerarlo” una vez que
recuperemos lo que es nuestro, caballeros.
—Ya
puse gente abocada en su búsqueda, cardenal —dijo Foscari.
—También yo —interrumpió Celinni—. Todos los demás camaradas, al
enterarse del peligro que corren de ser puestos en evidencia, decidieron
colaborar en la búsqueda. Es sólo cuestión de horas. No podrá
escapar.
—Mejor así —señaló Reindhardt.
Pazzini se levantó del sillón.
—Conde Foscari, por favor, venga conmigo —dijo—. Deseo hablar a
solas con usted un segundo.
Caminaron hasta una puerta contigua y antes de cerrarla detrás de
él, Pazzini sugirió:
—Celinni, explíquele al camarada Reindhardt los pasos a
seguir.
Ingresaron en una segunda dependencia del despacho. Era mucho más
chica y con muchísimo más libros.
—Es
mi biblioteca personal —aclaró el cardenal al ver el asombro del italiano—. Se
irá conmigo cuando me jubile.
Foscari volvió sus ojos hacia el clérigo.
—¿Qué
es lo que quiere decirme?—preguntó. Nunca antes lo había apartado de esa
manera.
—Confío en usted, Conde. Lo reconozco como un nombre de
emprendimiento, inteligente y discreto.
—Mi
madre solía decirme lo mismo .
Pazzini sacudió sus mofletes tras una carcajada
corta.
—¡Una
mujer muy perspicaz debió haber sido! —exclamó.
—Lo
fue. Sí, señor.
—En
ese caso, y haciéndole honores a su progenitora, voy a comentarle algo que no
quiero salga de esta apretada habitación. No deseo que Reindhardt, ni Celinni,
ni Lord August estén al tanto de lo que le voy a contar. Esto es estrictamente
confidencial entre usted y yo. ¿Está de acuerdo?
Foscari asintió con la cabeza.
—¿Cómo sintetizarle todo? —repuso retóricamente el cardenal—. A ver si me entiende. Digamos que mi
preocupación por la desaparición del lote XXIV es alta, pero mucho más me
preocupa el robo de la tabla pintada. No solamente porque demostraría con hechos
la relación que he tenido con los camaradas escondidos, sino por el poder que se
esconde detrás de ese objeto de arte.
—¿Qué
clase de poder?
—Uno
altísimo, señor Foscari.
—¿Y
qué hacía en un depósito del Vaticano?
—¿Qué
pretende? ¿Qué me lo hubiera llevado a casa?... No. Se suponía que estaba en el
lugar más seguro del mundo y es ahí a donde lo archivaba después de
estudiarlo.
—¿Estudiar?... ¿Qué
cosa?
Pazzini metió su mano derecha en el bolsillo externo de su vestido
cardenalicio oficial y sacó un paquete de cigarrillos.
—¿Fuma? —ofreció.
—No,
gracias. Dejé hace tres años.
A
Foscari se lo veía ansioso. Quería dilucidar el misterio cuanto
antes.
Pazzini prendió con parsimonia un cigarrillo, lanzó una bocanada de
humo e inquirió:
—Dígame, ¿qué sabe usted de
alquimia?
|
12
DESORDEN EN EL ORDEN
Berna, Suiza.
24 horas después.
Hugo Guaschino dejó las llaves de su habitación en la recepción del
hotel y miró la hora por enésima vez.
—¿Tiene algún mensaje para mí? —preguntó al conserje, sin esperar
recibir una respuesta positiva.
El
empleado, rubio y engominado, verificó una serie de pequeños estantes y
sonriendo volvió a negar con la cabeza.
—Lamentablemente, no, señor.
El
viejo frunció la boca. Estaba preocupado. Venía fastidiando a la conserjería
desde la noche anterior. Indy no aparecía y el tiempo pasaba con una lentitud
que se le hacía insoportable. No había pegado los ojos en más de catorce horas
y, a su edad, el agotamiento empezaba a notarse en su andar cansino y decidido
resoplar.
La
presencia de Foscari en el hall del hotel pasó inadvertida para el anciano.
Jamás se lo había cruzado en su vida. No tenía porqué reconocer su rostro, ni su
porte. Estaba indefenso. Carecía de cualquier ventaja comparativa. Además, debía
reconocer que en los últimos años su capacidad de atención era extremadamente
selectiva. Sus colegas de la universidad le tomaban el pelo, burlándose por lo
distraído que se volvía año a año. El lo tomaba con simpatía. Se reía con ellos,
pero no tenía mucho de qué quejarse. La vejez había sido generosa con él. Con
algo más de ochenta años seguía físicamente muy activo y en su profesión se
destacaba por su prodigiosa memoria y capacidad para relacionar ideas. ¡Qué
importaba olvidar ciertos rostros! ¡Qué importaba pasar frente a un amigo sin
percatarse de su presencia si sus clases seguían siendo magistrales y el manejo
de la bibliografía mucho más amplio que cuando tenía veinte
años!
Pero
Foscari no era un amigo de Guaschino.
El
bien informado fascina italiano no había tardado en averiguar los contactos que
Indy entablara en los últimos días. Tampoco le resultó difícil verificar todos
los pasos fronterizos e informarse —por sus consabidos contactos— que un
americano, cuyos rasgos coincidían con los de Jones, había cruzado a Suiza a
bordo de un Sedán modelo 1939, cuyo
registro de propiedad estaba a nombre de un profesor romano. Todo coincidía a la
perfección y encontrar el vehículo en Berna fue de una sencillez meridiana. Y
junto con auto, el hotel en donde se hospedaban.
Cuando Guaschino, avanzando hacia la calle, pasó a su lado, Foscari
levantó disimuladamente la cabeza en dirección a la puerta giratoria de madera.
Lo señaló con un gesto y dos de sus matones tensaron los músculos, prestos a
entrar en acción. Tenían que actuar no bien el viejo pasara junto a ellos. La
misión era sencilla: secuestrarlo para rescatar el lote y la
pintura.
Guaschino se detuvo unos segundos. Revisó sus bolsillos. Hizo un
gesto de desagrado, pero de inmediato reinició la marcha hacia los hombres de
Foscari. En ese preciso instante, un botones ridículamente ataviado de rojo y un
logo dorado estampado en el pecho, giró la puerta velozmente y entró en el
hotel.
Los
bravucones hicieron caso omiso al muchacho. Tenían los ojos clavados en su
presa, que estaba a menos de dos metros de sus garras. Fue un craso error no
voltear para mirar al empleado.
Pisándole los talones al chico, Indy Jones atravesó el dintel del
edificio con paso veloz.
Los
grandullones le daban la espalda.
Tres
pasos después, Guaschino fue sobresaltado por cuatro manos nervudas, que lo
sujetaron con fuerza, zarandeándolo.
Entonces, Foscari fijó sus pupilas en las del recién llegado
arqueólogo.
“¡Mierda!”, farfulló sorprendido,
empezando a levantar su brazo derecho para alertar a sus
hombres.
Indy
reaccionó más rápido. Se abalanzó sobre ellos por detrás. Al primero lo golpeó
con un codo, tirándolo a un lado. Al otro, le zampó una soberana trompada en la
nuca, echándolo hacia delante, haciéndolo trastabillar hasta caer desparramado
en el piso embaldosado del hall. Recién entonces, tomó a Guaschino por el
antebrazo izquierdo y corrió de regreso a la puerta giratoria con el
viejo.
—¡Corra, profesor! —demandó con fuerza mientras salían a la
calle.
—¿Jones?... —inquirió turbado—. ¿Qué sucede?¿Por qué no me llamó
antes? ¿Por qué corremos de este
modo?
—Después se lo explicaré. Ahora corra hacia su
auto.
Ingresaron en el Sedán
1939 casi con desesperación. Indy del lado del conductor. Guaschino, en el
asiento del copiloto, seguía sin comprender nada.
—¡Deténgalos, idiotas! —gritó el conde Foscari—. ¡A los autos! ¡Qué
no escapen!
En
menos que canta un gallo, el grupo ascendió a dos Chevrolet 3100 modelo 1954. Los pusieron
en marcha y pisaron los aceleradores con frenesí.
Las
calles de Berna se vieron alteradas en poco tiempo. El consabido autocontrol
suizo, el medido y ordenado tránsito urbano, se desquició por una caravana de
autos que corrían desenfrenados por las arterias pulcras y perfectamente
pavimentadas. Los peatones vieron rota su tranquilidad cotidiana y muchas
conversaciones fueron aturdidas por el ruido de los pistones.
Indy
condujo por una calle muy recta desatendiendo los semáforos y los arrebatos
histéricos de los policías de tránsito, que no alcanzaban a comprender algo que
jamás habían visto: caos en las calles.
Foscari, a bordo del auto que seguía inmediatamente al de Jones,
apretaba el manubrio y volanteaba con fuerza, esquivando a los otros automóviles
sacudiendo de izquierda a derecha a los dos matones que lo acompañaban. Detrás
de él, el otro Chevrolet cerraba el desproporcionado desfile de velocidad con
parte de sus ocupantes asomados por las ventanillas y disparando a ciegas contra
el Sedán de Guaschino.
Las
balas perforaban ya el parabrisas trasero en varias partes. Los cristales
llovían sobre el asiento trasero e Indy no dejaba de girar la cabeza para
percatarse a qué distancia estaban sus agresores, desatendiendo el espejo
retrovisor.
—¡Nos
alcanzarán!¡Tienen motores más poderosos que el nuestro! —exclamó con
preocupación.
Guaschino miró al arqueólogo y sorprendido
respondió:
—Diga
conduciendo usted, doctor… Lo hace muy bien.
A
menos de cien metros por delante, la calle se angostaba un poco. Las aceras,
pulcras, reteniendo edificios barrocos antiguos y restaurados, se acercaban mutuamente
impidiendo que cualquier vehículo pudiera doblar en U. Más allá de la última
esquina, Indy observó los pilares de concreto que anunciaban el comienzo de un
puente.
Pisó
el acelerador a fondo. Ya no podía imprimirle más impulso. Si continuaba así iba
a fundir el motor. De todos modos, Foscari disponía de más caballos de fuerza.
En poco menos de doscientos metros estarían a la par.
—Usa
el lanza misiles portátil —ordenó el fascista y su copiloto buscó el arma en el
asiento trasero del auto—. Apúntale a las ruedas de atrás. ¡Hay que pararlos
como sea!
El
matón asomó el lanza misil por la ventanilla y manipuló el mecanismo que lo
activaba. Tenía la mira puesta en las llantas traseras. Entonces, gatilló… justo
en el instante en que el Chevrolet daba un leve barquinazo, desestabilizándose
por una irregularidad de la calle.
El
misil salió disparado en ángulo hacia abajo. Indy vio venir por el espejito
retrovisor la estela de gases que despedía.
—¡Joder! —gritó y empujó todo su cuerpo hacia delante, como si con
ello pudiera hacer que el Sedán fuera más rápido.
La
explosión se dio en el instante mismo en que Indy ponía toda la carrocería de su
vehículo sobre el piso del puente.
La
onda expansiva vino desde atrás.
El
Sedán se alzó por la cola impulsado por la bola de fuego, el humo y la energía
del estallido. Giró como una tortuga hacia delante. La caparazón metálica del
techo dio una vuelta de campana, rebotó en el pavimento y siguió su marcha hasta
terminar de dar un vuelco completo y caer violentamente sobre sus ruedas, en la
parte del puente que no se había desmoronado al río con la
explosión.
En el
trayecto, Indy y Guaschino, chocaron contra el techado del carro y regresaron
pesadamente a sus butacas cuando éste terminó de dar la vuelta
completa.
Una
brecha de destrucción los separaba ahora de Foscari; y el humo negro le impedía
al italiano ver más allá de su paragolpe delantero.
—Profesor, ¿está usted bien? —inquirió el arqueólogo preocupado por
la salud del viejo, en tanto se ajustaba el fedora al cráneo.
Guaschino, aún mareado y por completo desconcertado, respondió
palpándose la cadera y las piernas.
—Creo
que sí…
—¡Bien!— expresó Jones y volvió a pisar el
acelerador.
El
Sedán todavía funcionaba. Maltrecho, pero andaba.
En un
minuto dejaron atrás a los perseguidores y se perdieron en las calles de
Berna.
—¿Sabe algo, doctor Jones? —intervino el anciano sin dejar de mirar
hacia el frente.— Creo que será mejor que en el próximo paseo sea yo quien
conduzca.
|
14
“ALÓ”
En Alguna Parte
al oeste de Londres.
Sir
John August dispuso la lista mecanografiada sobre su escritorio y recorrió con
la vista cada uno de los apellidos que estaban allí consignados. La mayoría era
de origen alemán; pero también los había polacos, franceses, ucranianos e
italianos. Era un listado homogéneo sólo el lo ideológico. Todos tenían
aproximadamente la misma edad y cada uno de ellos había servido devotamente los
designios del Führer durante sus años en el poder sobre todo
Europa.
Condenados como “Criminales de Guerra” en los juicios de Nürenberg,
aquellos tipos constituían la elite de reos más buscados del mundo. Eran el
ejemplo más acabado de impunidad e injusticia que se tuviera memoria. Ninguno
había pagado por sus crímenes. Todos habían recibido la ayuda de instituciones y
personajes importantes para cambiar de identidad y ocultarse permanentemente;
hasta tanto las condiciones volviera a ser las de antes y el Nuevo Orden se
impusiera a nivel global. Hasta tanto eso ocurriera, el anonimato se convertía
en la más segura de las trincheras.
Por
eso mismo, ese listado que August manipulaba con parsimonia, se constituía en el
Talón de Aquiles de todo el grupo; puesto que era una copia resumida del
ignominioso Lote XXIV.
Sir
August jamás había imaginado tener que sacarlo de su caja de seguridad a tan
pocos años de terminada la segunda gran guerra. Todo estaba planeado para que
permaneciera fuera del alcance de organismos internacionales durante décadas;
pero aquel robo en el archivo del vaticano había desajustado el panorama y el
aristócrata británico tenía por delante
la pesada e indelegable tarea de comunicarse con cada uno de ellos para
organizar una reubicación masiva y mantener en secreto sus apodos falsos, sus
nuevas profesiones y países de residencia.
Levantó el tubo del teléfono y marcó y marcó el primer número que
parecía en la lista. Era una llamada de larga distancia a Paraguay; la primera
de las escalas en una serie de naciones que iban desde las latinoamericanas
hasta las del cercano Oriente, pasando por Argentina, Bolivia, Brasil, Turquía y
Arabia, Libia, Egipto e incluso Palestina.
No
era la primera vez que alzaba el teléfono esa noche. Hacía sólo dos horas, el
cardenal Pazzini lo había llamado directamente desde el Vaticano para
comunicarle que Indiana Jones y un acólito del arqueólogo —que no nombró— se
habían fugado en Suiza; y que la documentación seguía en manos del enemigo. El
clérigo no sugirió nada de forma directa.
—Dejo
todo en sus manos, Sir August —dijo con voz trémula, imitando al mismísimo
Poncio Pilatos—. Confío en que la decisión que tome sea la correcta. Buenas
noche y… que Dios lo bendiga, hermano.
En un
primer momento el inglés se quedó paralizado en su sillón, sin decir nada;
tratando de decidir qué hacer; aunque en su fuero interno sabía perfectamente
que la medida sería extrema. La llamada que tenía en curso con Paraguay en ese
preciso momento era la prueba inequívoca de que todo había cambiado. Se venían
tiempos difíciles.
—¿Herr Otto? —preguntó cuando del otro lado de la línea, doce mil
kilómetros de distancia, alguien dijo “aló”.
—Sí…
¿Quién habla? —respondió con un acento titubeante y macerado por un idioma que
se notaba no era el materno.
—John August.
—¿Sir August?
—El
mismo..
—¿Qué
es lo que sucede?
—Lo
que nadie de nosotros deseaba, Herr Otto. La “Operación Golondrina” se iniciará
en cuarenta y ocho horas
—Pero…
—Es
todo, camarada. Prepárese. Ya recibirá noticias específicas
nuestras.
Colgó.
Prendió un cigarrillo turco. Lo disfrutó por espacio de un minuto y
volvió a marcar el siguiente número de la
lista.
|
15
LA ORDEN MOLITOR
Habían conseguido dos caballos rozagantes de alquiler y en tanto
ascendían por un sendero de montaña, la campiña suiza, verde cual una mesa de
billar, iba quedando más y más abajo en el valle. El sol de la tarde, ya
avanzada, se reflejaba en los picos más altos y las nieves eternas refulgían con
sus rayos, convirtiendo sus cimas en faros naturales de inusitada
incandescencia. En pocas horas más caería la noche y tendrían que dejarse llevar
por las experimentadas bestias de carga.
—No
se preocupen —había dicho el propietario de las mismas, un granjero corpulento y
de nariz colorada—, ellos conocen el camino de memoria. Son caballos
experimentados. Han cruzado los Alpes prácticamente desde que nacieron. Los
guiarán sin problemas. Van a sortear el puesto de aduanas a más de diez
kilómetros por el Oeste y, una vez en suelo italiano, denles de tomar y comer
que regresaran solos a sus caballerizas.
El
andar de los equinos era lento, pero seguro. Sus grupas se movían a un lado y
otro, obligando a los jinetes a realizar un constante balanceo de izquierda a
derecha, muy semejante al acunamiento que disfrutaban los bebes. En tanto que
sus cabezas, de crines recortadas, subían y bajaban al ritmo de la
montaña.
El
profesor Guaschino dormitaba de a ratos. Había que reconocer que el viejo era un
hueso duro de roer. No cualquier hombre de su edad hubiera soportado el ajetreo
de las últimas horas. Pero decidió no quedarse en Berna. Deseaba regresar a su
país. Se sentía más seguro jugando de local. Tenía más recursos para enfrentar
la amenaza de ese grupo de nazis irredentos. Por lo demás, no tenían de qué
preocuparse. El lote de documentos y la pintura estaban a buen resguardo en una
caja de seguridad numerada en un banco suizo.
De
ese modo, libres de peso y cargando sólo con lo puesto, podían moverse con mayor
libertad. En lo referente al Sedán 1939, lo habían dejado estacionado muy lejos
de la granja en la que alquilaran los caballos. Todo indicaba que Foscari
disponía de un servicio de espionaje muy efectivo y que no tardaría en ubicar el
vehículo, de por sí muy reconocible por sus magullones, abolladuras e impactos
de bala en la carrocería.
—Hay
que saber desprenderse de las cosas que se quieren, doctor Jones —sentenció
Guaschino antes de abandonar su carro—. A mi edad, más que
todo.
Indy
no respondió, pero sabía que el viejo tenía razón. ¿Cuántas cosas que él había amado quedaron
atrás, en su largo camino de 56 años de edad?
Muchas; pero no se arrepentía de nada.
Soportaron el paso de la noche y el frío con hidalguía. Ya el
granjero había previsto unas frazadas para que se taparan los hombros y a la
madrugada siguiente, tras cumplir con el compromiso de darles de beber y comer,
soltaron a los caballos en la inmediaciones de un pueblito muy
pintoresco.
Les
dolía todo el cuerpo, la caderas especialmente; por lo que decidieron caminar un
poco y estirar los músculos, tullidos de tanto montar, antes de embarcarse en un
bus local con dirección a Milán.
Residencia de Lépido Celinni
A las afueras de Florencia, Italia.
Mientras esperaba que los demás miembros de su grupo se congregaran
en la sala principal de la casa, Celinni se calzó la caperuza color negro sobre
su cabeza y estiró las pocas arrugas que se le formaban en el pecho. Estaba
anhelante. Deseaba empezar con la reunión cuanto antes. Sir August lo había
llamado por teléfono hacía cinco horas para anunciarle que la Operación
Golondrina había comenzado y que todos los recursos de Los Coleccionistas debían ponerse a
disposición de los camaradas a reubicar. Era una tarea ingente que les
demandaría varios meses y, en cuyo proceso, seguramente muchos serían
descubiertos y puestos bajo rejas. Un sacrificio necesario, pensó. Siempre
alguien tenía que pagar el pato por los demás. De todos modos, estaba dispuesto
a hacer lo imposible por rescatar de las manos de la justicia a la mayor
cantidad posible de ex-camaradas en desgracia.
Pero
la reunión que había convocado en su mansión de campo se relacionaba sólo
tangencialmente con el asunto que Pazzini dirigía desde el Vaticano. De hecho,
el obeso cardenal no estaba al tanto de ella. Tampoco Reindhardt. Esos dos
estaban tramando algo en privado. Lo sospechaba. Casi podría decirse que tenía
certeza de ello. El lote XXIV no era lo único que les importaba rescatar. La
pieza de arte sustraída, de la que no habían dicho nada importante, era el eje
en el que giraban las preocupaciones de ambos. Pero no habían soltado bocado y a
Celinni no le gustaba que lo dejaran afuera. Por ese motivo, y sabiéndose
poseedor de cierta cuota de poder y técnicas misteriosas para recabar más datos,
el florentino estaba preparado para empezar con un ritual en el que sólo
participaba una vez cada dos años. Los neófitos del siglo XIX lo habían
bautizado con el pomposo y tenebroso nombre de Misa Negra. Así aparecía consignado en
varios libros de demonología. Pero ninguno de esos autores había participado
nunca en una ceremonia de ese tipo, por lo tanto, hablaban guiándose de
comentarios infundados; y eso, generalmente, llevaba a que exageraran algunas
cosas y desconocieran el resto.
La
Misa Negra ocupaba un lugar destacado en los relatos populares de brujería.
Parodia blasfema de la misa católica, era vista como una orgía de obscenidades
morales y físicas, cuyo objetivo último era adorar y contactarse con el Diablo.
Jules Michelet, el reconocido historiador del siglo XIX, la consideraba símbolo
de la rebelión campesina contra la iglesia; el desafío de la Naturaleza al cielo
cristiano. Quizás algo de eso había en los comienzos; pero Celinni estaba muy
lejos de aquellas intensiones. Para él, la ceremonia era algo concreto, más
elemental: una simple reunión de seguidores de un demonio físico y
real.
Siempre se había pensado que en los aquelarres[2] se celebraban ceremonias diabólicas, pero la misa negra como tal no se encontraba en
ningún relato coetáneo sobre brujería, y el término empezó a usarse recién el
siglo XIX, relacionado con el satanismo. Por ese motivo, para muchos no era otra
cosa que un invento literario, una fantasía producto del morbo burgués y por lo
tanto una falsedad histórica. Esa era la ventaja principal. Que todos creyeran
en su inexistencia. Mientras nadie sospechara que reuniones de ese tipo fueran
ciertas, los acólitos de las sombras estarían protegidos; en especial el doctor
Celinni, Máximo Maestre de la
denominada Orden Molitor; nombre que
recibía la congregación de hombres y mujeres reunidos en torno a una moderna
creencia de adoración a Satanás.
Celinni no era un brujo, sino un agiornado satanista.
Según
solía contarles a sus más allegados correligionarios del culto, había
descubierto su afición por lo esotérico en las barracas alemanas, que el
ejército nazi tuviera acantonadas a las afueras de Roma, en 1941. Tras la
finalización de la contienda, su interés por el poder de Satanás lo había
conducido al desierto de Libia. Allí, en las ruinas de una eremita medieval en
ruinas, en pleno desierto, se había iniciado de la mano de una viejo
berebere que conocía decenas de rituales
que provenían de las tres religiones monoteístas del mundo: la judía, la
católica y la islámica. Aislado de todo durante casi un año, y aprovechando el
necesario anonimato que la ocasión ameritaba, había sido iniciado en las más
antiguas invocaciones satánicas que se conocían. Y eran efectivas. Podía dar
claro testimonio de ello. Muy pocas veces tomaba una decisión sin consultar al
Maestro Negro; y eran esas reuniones anuales, que estaban a punto de iniciar,
las más propicias. En ellas, tras cánticos que remedaban el Padre Nuestro, pero
blasfemando contra el Hijo y la Madre de Dios, escupiendo sus imágenes y
eyaculándole en sus rostros, los acólitos de El Malo eran testigos de profecías
inquietantes, incluso de extrañas materializaciones ectoplasmáticas; a las que
todos recibían con fuertes letanías de sumisa alegría.
La Orden Molitor, así denominada en honor a
un famoso satanista británico de principios de siglo, estaba compuesta por una
docena de personalidades insignes de Florencia. Hasta el Presidente de la Cámara
de Comercio de la ciudad era uno de los miembros fundadores, junto con Celinni.
A ellos se les acoplaban otros hombres y mujeres de fortuna e influencias. No
era un grupo cualquiera. Lo conformaban la crema y la nata de la sociedad
florentina. En absoluto secreto, claro está.
—Ya
estamos listos, doctor —le anunciaron y Celinni alzó la mirada hacia el altar
que se levantaba en el centro de la habitación, toda tapizada de seda
roja.
A
cinco metros, sobre una plataforma muy pulida de mármol negro, el cuerpo de una
mujer desnuda se extendía, cual larga era. Sus pechos turgentes se movían al
ritmo de una respiración agitada. Apretaba los ojos con fuerza y se agarraba de
ambos lados del altar con las manos crispadas y los nudillos
blancos.
—Tomen sus posiciones —ordenó Celinni.
Caminó hacia la muchacha. Rodeó la mesa propiciatoria y, antes de
detenerse frente a su abdomen desnudo, tomó un cáliz negro y prendió, a un lado
y otro del cuerpo, dos cirios del mismo color. Uno de los doce participantes de
la reunión apagó la araña eléctrica de la habitación. Todo quedó a oscuras,
hasta que las velas generaron el acostumbramiento necesario. Recién entonces, la
ceremonia se dio por iniciada.
—¡Oh, Belcebú, Príncipe de los serafines, tú
que estás cerca de Lucifer y de los nueve coros de ángeles caídos, te
invocamos! —exclamó Celinni con los ojos cerrados, levantando la copa por
encima de su cabeza—. ¡Oh, Leviatán,
Señor del mismo orden, que tientas al pecado y contrarías la fe de los hijos de
Dios, te invocamos! ¡Oh, Astarot,
Balberit, Belias y Carreau, príncipes de la dureza, les rogamos canalicen
nuestros pedidos al Gran Malo, al único y todopoderoso señor de los
Infiernos!
Era
aquella una escena bizarra; primitiva. Cualquiera que la pudiera observar podría
haberse transportado a una de esas ceremonias que se describían en las actas
inquisitoriales del siglo XVII, cuando bajo tortura, los acusados de ser
herejes, eran atormentados hasta declarar todo tipo de delirio que les
sugirieran las morbosas fantasías de los sacerdotes del Santo Oficio. La única
gran diferencia era que ese ritual pagano se estaba desarrollando en la vida
real y no en la calenturienta cabeza de un monje sexualmente
reprimido.
Terminada de pronunciar la letanía invocatoria, Celinni inclinó el
cáliz negro y dejó chorrear sobre el cuerpo de la chica una sustancia espesa de
color carmesí. Era sangre. Sangre humana, producto de la colecta voluntaria que
cada uno de los presentes había ofrecido, tras sendos cortes en la palma de sus
manos izquierdas.
La
sangre derramada recorrió todo el abdomen; se introdujo por el ombligo, formando
un pequeño laguito poco profundo, y adoptó una forma irregular en tanto se
escurría hacia la zona púbica, mezclándose con el vello recortado que se asomaba
tímidamente por entre las piernas bien cerradas.
Celinni observó la mancha.
Una
extraña excitación le recorrió su bajo vientre y debió reconocer que estaba
teniendo una fuerte erección.
El
ritual exigía ahora que se profanara una hostia consagrada.
Desde
el auditórium, un sujeto con capucha avanzó hasta el altar. Extrajo el símbolo
de la eucaristía de su bolsillo. La mostró a todos y dijo, sin alterar su tono
de voz, ni melodramatizar:
—¡Éste es el cuerpo del “mal nacido”! ¡El que pervierte a los hombres de orgullo y
los somete al hipócrita sentido del amor eterno!
Extendió el brazo; mojó la hostia en la sangre y la depositó sobre
la frente de la chica, que respiraba más agitada. Acto seguido, Celinni, el
principal oficiante, se agachó y la escupió con todas sus
fuerzas.
—¡Oh, Gran Señor, guíanos!—gritó—. ¡Guíame hacia la verdad que necesito conocer,
y me es vedada! ¡Enséñame tu sendero
y pelearé por tus legiones, por tu nombre, por tu poder sobre la
Tierra!
Imperceptible al comienzo, una corriente de aire helado sacudió las
llamas de los cirios encendidos. Celinni lo advirtió y se quedó mirándolos
fijamente unos segundos. El resto de los presentes detuvieron la respiración y
justo cuando estaban a punto de retomarla, el cuerpo de la muchacha tendida
sobre el altar, empezó a elevarse muy lentamente; levitando, como si la
consistencia de sus huesos y músculos estuvieran hechos de
aire.
Celinni retrocedió dos pasos. Sus pupilas brillaban por la emoción.
Por segunda vez en toda su vida, era testigo de un acontecimiento que lo
perturbaba y alegraba al mismo tiempo. Se había convertido en un canal efectivo.
Finalmente lo había conseguido.
La
muchacha giró la cabeza hasta que su rostro, transfigurado en una mueca
retorcida, quedó dirigido hacia el de Celinni.
Sonrió con lascivia. Sacó la lengua. La pasó sobre sus labios,
humedeciéndolos. Entonces habló con voz ronca.
—Cerca y bien encaminados están del
pórtico tus enemigos. Conocen el poder de la escalinata. Caminan hacia ella.
Llegarán pronto. Detenerlos deberás en la montaña sagrada. Sólo así podrás
imponerte al resto de los tuyos y siendo yo tu guía las posibilidades están de
tu lado. ¡Apresúrate. Lépido! Vuelve a mi desierto y encuéntralos. Tienen las
llaves y abrirán el portón de la luz. ¡Debes evitarlo! ¡Debes impedir que la Luz
se derrame sobre las almas débiles para que yo pueda, al final de los tiempos,
imperar por encima de todos, como Amo y Señor! ¡Recuérdalo!¡En el desierto!¡En
la montaña escalonada está la clave!¡Sólo tú lo sabes, pero pronto otros lo
sabrán!¡Bríndame libaciones, honores y las más lujuriosas
fiestas!
Los
cirios se apagaron por completo.
Alguien, atemorizado, prendió la luz y para cuando las bombillas
eléctricas devolvieron la claridad al recinto, el cuerpo de la muchacha estaba
otra vez depositado sobre el frío mármol del altar.
Celinni no emitió ningún comentario. Se limitó a girar sobre sus
talones, encaminando sus pasos en dirección a su oficina, en la otra ala del
edificio. Pero antes de abandonar el recinto reclamó:
—Ya
lo oyeron: démosle lo que reclama por derecho.
En
esa oportunidad él no participó. La pista que le había dado la posesa ocupaba
toda su atención. El oráculo satánico funcionaba en la práctica. Tenía que
definir algunos de sus aspectos.
Por
lo tanto, únicamente el resto de los encapuchados participaron en la
orgía.
|
16
TELL-UGAIR
Ciudad de Bagdad, Irak.
3 días más tarde.
Apenas amaneció, la temperatura ya rondaba los 28ºC y para el
mediodía superaba los 45ºC. Era un calor seco, sofocante, sólo atemperado por
alguna que otra corriente de viento proveniente del Noroeste. El pronóstico no
era nada halagüeño. Se esperaba una ola de calor hacia la tarde que haría trepar
la escala mercurial hasta los cercanos 57ºC. Un verdadero infierno que aplastaba
a los forasteros no habituados a él, obligándolos a permanecer en los ambientes
ventilados de casas y hoteles.
Hugo
Guaschino apenas podía moverse. Recién cuando el sol empezaba a ponerse detrás
del desierto —o en la madrugada— se lo veía activo y con algo de entusiasmo. El
resto del día lo soportaba tendido en la cama de su habitación, debajo de un
ventilador de techo, del que ya conocía al detalle cada una de sus aspas. Estaba
arrepentido. No debería haber viajado a Irak. Ya era un anciano. No tenía que
haber insistido en ir con Jones a ese rincón del mundo. Si su intensión era
ayudar, se había equivocado. Más que una ayuda, era un
estorbo.
Indy,
por el contrario, hacía caso omiso a las altas temperaturas, yendo y viniendo
del Kashba —mercado central— al
hotelucho de mala muerte en el que se alojaban, buscando el atajo que le
permitiera desentrañar el misterio de la ubicación exacta del zigurat que trataba de identificar, en
la dilatada y desértica geografía irakí.
No
era un asunto sencillo. Irak poseía una veintena de yacimientos arqueológicos
con zigurats y explorarlos a todos les demandaría meses. Sólo quedaba un camino
poco convencional: recurrir a un experto en rabdomancia, la mística técnica de
encontrar cosas enterradas con una varilla de madera. Pero para ello, primero
tenía que identificar el zigurat correcto. Sin ello, no se podía hacer
nada.
Después de horas de darle vueltas al asunto, y cuando el profesor
Guaschino ya había bajado los brazos, Indy tuvo una de sus milagrosas
explosiones de intuitiva genialidad, al observar la herradura que estaba apoyada
sobre una mesa.
El
objeto se curvaba en una “U” perfecta. Poseía siete pequeños agujeros para
clavos todo a lo largo de su cara externa e intercalados, entre cada uno de los
hoyos, ya estaban perfectamente identificados seis símbolos cuneiformes de
origen sumerio.
Reconocía esa antiquísima y primigenia escritura, pero no sabía
leerla ni traducirla. Tenía que buscar a un experto en la materia. ¿Dónde? Sabía que muchos viejos
mercaderes de antigüedades en el kashba estaban acostumbrados a ella, ya
que solían traducir constantemente pequeñas piezas de cerámica, que llegaban a
sus manos. No fue difícil dar con el más reconocido de todos. Lo único malo
había sido que lo citara a una reunión en su casucha a las tres de la tarde: la
hora en que el sol caía sin misericordia sobre Irak.
A
menos de veinte cuadras del hotelucho, Indy se encontró con el experto. Era un
sujeto enjuto, vestido al estilo islámico y con una larga barba negra que
inspiraba muy poca confianza académica.
—No
es una frase —dijo entrecortadamente en inglés—. Es una palabra, pero está mal
escrita. Le falta una letra: la “S”.—Sólo le bastó una ojeada rápida para ser
tan concluyente—. Aquí dice “Kich”,
señor.
Indy
dio un respingo. Se mordió el labio superior y acarició su barba blanca, de casi
cuatro días.
—¡Kisch! —dijo
—Efectivamente.
—¡La
antigua capital del Rey Mesilim!
El
sujeto volvió a asentir.
Indy
se puso a andar por la habitación, atando cabos. Repentinamente se detuvo y miró
al hombre fijamente. Los ojos le flameaban de emoción.
—Necesito encontrar a alguien que sepa manejar a la perfección el
arte de la rabdomancia. ¿Conoce usted a alguien?
—Por
veinte dólares más puedo informarle también sobre eso.
Indy
extrajo un billete de esa denominación y lo sostuvo a centímetros de la mano del
irakí.
—¿Es
de confianza? —preguntó, impidiendo que los dedos del mercader tocaran el
dinero.
—Le
confiaría mi propia vida —sentenció—. Sobrevive haciendo esas cosas desde muy
joven. Es el mejor y más reconocido rabdomante del país. Las expediciones
arqueológicas francesas suelen contratarlo desde hace más de treinta años, para
encontrar agua en el desierto.
—¿Cuál es su nombre?
—Ibn-Basan. Es mi cuñado.
Entre
el 2800 y 2750 antes de Cristo, la antigua capital sumeria de Kisch había
oficiado como sede de poder del rey Mesilin, un lugal —gobernante— casi mitológico en
los albores de la historia de Mesopotamia. Como vicario de los dioses, Mesilin
había mandado a construir, durante su largo mandato, la torre escalonada con
siete pisos superpuestos más impresionante de su tiempo. Conocida como el
zigurat de Tell-Ugair, la estructura simbolizaba la montaña sagrada, centro del
universo de la cosmovisión sumeria y escenario de los rituales más
significativos de la sociedad. Según constaban en algunas pocas tablillas
cuneiforme, en los días de gloria del monarca solían ascender hacia la cima,
trepando los millones de ladrillos secados al sol, para alcanzar el santuario
superior en el que se adoraba a las principales deidades del panteón: Utu, el dios solar; Nanna, la luna e Innana, la diosa del amor y de la
fertilidad.
Pero
ya no quedaba mucho de todo eso. Los siglos, la falta de mantenimiento y las
sucesivas invasiones y guerras, que soportara la región, habían convertido a la
estructura en un romo cerro cubierto de arena, en el medio del desierto;
prácticamente inidentificable.
|
17
TRABAJO DE SUPERFICIE
Ibn-Basan era un hombre de mediana edad, unos diez años menor que
Indy, y sumamente simpático. Alto, de cara chupada y brillantes ojos marrones,
vestía una larga túnica blanca que le llegaba al piso y sandalias negras,
desgastadas de tanto caminar el desierto. Siempre sonreía; no paraba de hacerlo.
Se movía con seguridad y tenía amigos en todas las villas por las que pasaran,
camino del zigurat. Lo saludaban, lo invitan a beber, lo querían y respetaban.
Los veinte dólares que Indy había invertido para contactarse con él habían
valido la pena.
Cercana la medianoche, aprovechando el aire fresco del desierto y
tras una hora y media de cabalgata, Ibn-Basan e Indiana Jones se apearon de los
caballos y hundieron los pies en la arena. La planicie ondulada, libre de
arbustos, sólo estaba salpicada por dunas que subían y bajaban, como si fueran
parte de un océano congelado, iluminado por la la tenue luz de la luna en cuarto
menguante. No corría nada de viento y el desierto, dilatándose en todas
direcciones, se devoraba cada sonido que pudiera producirse. Era un lugar yermo,
en apariencia muerto; sin vegetación, ni seres humanos habitándolo. Un sitio de
incomparable belleza; inquietante y peligroso al mismo tiempo.
Al
levantar la vista, el firmamento, libre de cualquier fuente de luz artificial,
desplegaba un manto de estrellas de inusitado fulgor. Parecían candelas colgadas
del infinito, dibujando mil y una figuras imaginarias, que los astrónomos se
empecinaban en desacralizar llamándolas constelaciones.
Unos
cien metros por delante, el desierto se combaba hacia arriba, generando una
joroba redondeada que recortaba su silueta en el cielo de la noche. Era alta,
regular, desgastada. Los restos de un mundo desaparecido hacía tiempo. El
silente legado de una civilización ganada por el olvido, que se negaba a morir
del todo. Allí estaba la meta final que Indy venía buscando: Tell-Ugair, el
zigurat de la ciudad en ruinas de Kisch.
Jones
se quedó observándolo unos momentos, con los brazos puestos en jarra, tratando
de imaginar cómo había sido esa plaza hacía más de cuatro mil seiscientos años.
Recordó algunas de sus clases de arqueología en el Marshall Collage, cuando
intentaba transmitirle a sus alumnos la devoción y trabajo que se ocultaban
detrás de un aparentemente simple promontorio de ladrillos de barro superpuestos
en dirección a los dioses.
¡Qué
sociedad tan diferente a la suya! ¿Hasta qué punto estaba seguro de entenderla
cabalmente? ¿Cuánto de aporte personal existía en la reconstrucción intelectual
que los historiadores y arqueólogos hacían de esos sitios arqueológicos? ¿Los
interpretarían correctamente? Muchos pensaban que sí. Él, por el contrario,
dejaba abierta la puerta a la duda escéptica y a la posibilidad de reconocer,
como lo había dicho el famoso ateniense, que “sólo sé que no sé
nada”.
Ibn-Basan se paró a su lado. Esperó que Indy le prestara atención
y, tras una sonrisa de compromiso, levantó el brazo derecho y le mostró la vara
de abedul con la que iniciaría la esotérica prospección del
terreno.
—Tiene que decirme primero qué es lo que buscamos, doctor Jones
—señaló.
Indy
se acomodó el sombrero y volvió la vista a las ruinas.
—Una
entrada; un pasadizo. Algo que nos permita ingresar en el
zigurat.
Ibn-Basan movió la cabeza negativamente.
—Yo
no pienso ingresar en ninguna parte,
doctor —dijo—. Si descubrimos algo, tendrá que hacerlo solo. Mis honorarios
únicamente cubren “el trabajo de superficie” —señalo el irakí—. Además —agregó—,
que yo sepa estas construcciones no tienen cámaras excavadas en su interior,
como la pirámide de Egipto. ¿De qué clase de entrada me habla?
Indy
no andaba para clases magistrales. No pensaba explicarle cómo, ni porqué,
alquimistas del siglo XVII creían todo lo contrario a sus sentencias. Lo miró a
los ojos, sonrió y respondió con sarcasmo.
—Amigo, limítese, como usted mismo dijo, “al trabajo de
superficie”.
Hechos los preparativos necesarios, sólo restó observar cómo
Ibn-Basan desplegaba su arte.
Indy
desempacó del caballo una pala retráctil y le pidió al prospector que iniciara la tarea para la
que había sido contratado. Lo iba a seguir unos pocos pasos por detrás. No
quería distraerlo. Recién entonces el irakí agarró con ambas manos los extremos
de la rama en “Y”; puso el segmento más largo paralelo al suelo y extendió los
brazos hacia delante. Semejaba un motorista encima de una Harley & Davison invisible al ojo
humano.
Empezó a caminar muy despacio; primero todo alrededor de la base
del zigurat, que tenía aproximadamente unos ciento ochenta metros por cada lado.
Sólo más tarde inició una gradual ascenso hacia lo que quedaba de la
cumbre.
Avanzaba paso a paso, conteniendo la respiración por momentos y con
la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás. La vara de rabdomancia mantenía su
posición; y si se movía un poco era por andar mismo de Ibn-Basan. No se advertía
nada importante. Nada que impresionara a Indy sobremanera.
Así
transcurrieron las primeras horas; una a una. Lentamente; muy despacio. Con
hastío y un creciente escepticismo por parte del arqueólogo.
—La
rabdomancia es un arte perdido, casi olvidado —había sostenido Guaschino antes
de despedirlo en la puerta de la choza de barro en la que Ibn-Basan vivía y los
hospedaba—. Muy pocas son las personas que conocen sus técnicas. No se confíe
demasiado en este tipo, Jones. Todo lo hacen por dinero.
¿Había dado con la persona indicada o Ibn-Basan era una mero
charlatán de feria? Sólo los resultados concretos responderían sus dudas. Debía
seguir esperando. Ese era el único secreto en todo. ¡Lástima que la vida era tan
corta!¡Cuántas cosas se podrían entender al detalle si se pudiera vivir millones
de años!¡Cuántas menos abstracciones necesitaríamos para explicar el mundo!
Tendríamos una conciencia geológica más que histórica; y los 10.000 años de
civilización serían sólo segundos en el devenir de la vida del planeta. Pero,
¿qué animal podría soportar semejante martirologio? ¿El hombre? Seguro que uno
normal, no. Si algo producía el disfrute de las cosas era, justamente, la pronta
finitud de las mismas. Esa era una verdad sin discusión… ¿O se estaba
auto-convenciendo de ello para erradicar
la angustia inconciente que nacía ante la sombra omnipresente de la
muerte?
Cavilaba en eso, desordenadamente, cuando la voz del rabdomante lo
interrumpió con voz gruesa y clara:
—¡Aquí! —exclamó—. Observe, doctor Jones. Es en este
lugar.
La
rama de abedul se había empezado a mover. Subía y bajaba intermitentemente,
sostenida por las manos firmes del irakí.
La
punta temblaba como si estuviera siendo atraída y repelida por algo que se
ocultaba por debajo de la superficie de la arena.
Entonces, de un solo golpe, la rama prospectora adoptó una perfecta
posición vertical y su extremo más largo señaló un punto fijo y bien determinado
en el piso.
—Es
aquí —señaló Ibn-Basan.
—¿Está seguro? —inquirió Indy, antes de pensar en ponerse a
excavar.
—No
hay duda, doctor.
Y sin
más, Indiana Jones se puso a cavar con fuerza.
Despejada la arena y las pequeñas piedras que cubrían ese sector
del zigurat, Indy se topó con una gran laja cuadrangular de unos dos metros de
largo. No tenía ninguna inscripción. Sólo un orificio, del grosor de un dedo y
semejante a la cerradura de una puerta, interrumpía la superficie lisa de
roca.
—¿Es
ésta la entrada que buscaba? —inquirió Ibn-Basan asomándose por encima del
hombro de Jones.
—Creo
que sí —contestó—. Pero primero tenemos que sacar esta piedra para confirmarlo.
Observe su contextura. Es diferente al la del resto de la construcción, hecha
con ladrillos de barro secados al sol.—El irakí no respondió—. Deberíamos usar
la pala y moverla de su sitio.
Ibn-Basan mantuvo el silencio. Jones corrió la laja con gran
esfuerzo hacia un costado. Transpiró mucho, se fatigó por tener ayuda y volteó
para comprobar si su circunstancial compañero seguía detrás
suyo.
—¿Podría darme una mano, por favor? —preguntó con sensible
ironía.
Pero
el rabdomante, de pie, miraba el desierto y las dunas circundantes ajeno a la
pregunta, como si fuera un perro de vigilancia, alertado por
algo.
—¿Qué
sucede? —volvió a demandar Jones.
—¡Shhh…! —reclamó llevándose el dedo índice a sus labios—. No
estamos solos.
Indy
se reincorporó de un salto y desenfundó de la cartuchera la Webley Mark IV.
No
podía ver gran cosa. Las dunas y la noche resguardaban de su vista la presencia
de cualquier hombre que pudiera haber en la zona. Sólo la luna menguante podía
considerarse una aliada.
Entonces, repentinamente, sin que le dieran tiempo a nada, empezó
el tiroteo.
A
simple vista los agresores eran más de ocho; tal vez diez. Indy, agazapado tras
un derruido muro del zigurat, apenas podía asomarse. Los fusiles no dejaban de
escupir balas y con cada estallido, un fogonazo indicaba la posición que los
recién llegados tenían en el desierto colindante. Así fue como calculó el número
de tiradores, que desde las sombras lo sorprendieran a
balazos.
Ibn-Basan, echado a su lado y en estado de pánico, no entendía
absolutamente nada. Estaba pasmado. Nunca en su vida le habían
disparado.
—¡Por
Alá! —exclamó desesperado—. ¿Quiénes son estos tipos?
—No
tengo idea… aunque puedo sospecharlo.
El
musulmán no escuchó la respuesta. Una andanada de municiones golpeó muy cerca de
sus cabezas. La arena, impactada por ellas, los salpicaba. Era una lluvia seca
que anunciaba la llegada de algo más húmedo: mucha sangre. La de
ellos.
—¿Cómo vamos a salir de aquí? —sollozó, acurrucándose contra el
piso—. ¡Van a matarnos!
Ahora
el que no escuchaba era Indy. Trataba de hacer una composición de lugar. Ver qué
posibilitadas tenían de huir de ese sitio.
Asomó
la cabeza por breves segundos. Gatilló la Webley tres veces seguidas. Por un
instante los disparos del otro lado dejaron de oírse. Al rato, se reanudaron con
mayor virulencia.
A
menos de cuatro metros, la laja de piedra, impactada por numerosos municiones,
había dejado abierta la entrada a un hueco oscuro, que se sumergía en las
entrañas del zigurat. Tenía que alcanzarlo. Llegar a él. Fue cuando extendió
brazo y puso la Webley en manos de Ibn-Basan.
—Escúcheme con atención —dijo clavándole las pupilas—. Si nos
quedamos aquí en poco tiempo nos rodearan y no tendremos posibilidades de salir
con vida. Tenemos que correr un gran riesgo. Agarre mi revólver y cúbrame, sin
dejar de disparar contra las dunas de enfrente, hasta que yo pueda introducirme
por el hueco que descubrimos recién.
—¡Pero no se ve nada!
—¡Dispare sin apuntar! No importa. Sólo intente que ellos no tiren
por un rato, hasta tanto yo llegue al hueco. ¿Comprendió?
—Sí.
—Una
vez que esté allí, tíreme el arma. Yo la recogeré y lo cubriré para que me
alcance en el agujero.
El
rabdomante asintió con la cabeza.
—¡Ahora, dispáreles! —ladró; al tiempo que junto a la primer bala
que salía de su Webley, daba un salto y se lanzaba a cruzar “la zona de la
muerte” que lo separaba del foso.
La
agresión proveniente de las dunas cesó.
Indy
dio cinco grandes zancadas y se lanzó por el agujero, esperando encontrar una
superficie segura para apoyar los pies.
Tuvo
suerte.
Los
agresores reiniciaron el ataque. Más balas. Más estallidos.
—¡Basan!—exclamó Jones—. ¡Ahora!
Ibn-Basan, arriesgando su cabeza, se paró. Apuntó y lanzó el
revolver en dirección al hoyo.
Indy
levantó el brazo y manoteó el arma por la culata.
La
amartilló y empezó a disparar contra las sombras.
Poco
menos de diez segundos después, el cuerpo pesado del musulmán cayó encima suyo,
rodando ambos por el piso de una cámara totalmente a oscuras.
Lo
habían conseguido.
—¿Está bien? ¿Le han dado en alguna parte?
—No
lo creo. Me siento bien.
—¡Perfecto! —exclamó Indy y extrajo se su bolsillo un encendedor Zippo con una hoja de trébol verde
grabada en una de sus caras.
Ya
tenían una mini antorcha con la que guiarse.
—Alejémonos de la entrada. Es peligroso. Sígame. Por lo que atisbo
tenemos mucho por recorrer.
|
18
A LA LUZ DE UN TURBANTE
El conducto se ensanchaba a sólo pocos metros de la entrada.
Aumentaba también en altura. Se podía caminar sin estar encorvado, aún portando
sombrero. Las paredes, de adobes milenarios, eran compactas y se notaba que
habían sido perforadas con maestría, usando tecnología moderna, inexistente en
la época en la que el zigurat fuera construido. Era una excavación muy posterior
—en siglos— al renombrado rey Mesilim de Kisch.
La
temblequeante llama del Zippo iluminaba muy mal el pasadizo. Apenas se podía ver
pocos metros por delante. Indy avanzaba a paso veloz. Quería tomar distancia del
hueco por el que habían entrado. Sabía que en breve sus perseguidores los
imitarían. Ibn-Basan lo seguía pisándole los talones. No terminaba de entender
que era lo que estaba pasando. Lo que sí tenía claro era que los sujetos que los
habían agredido en el desierto no titubeaban a la hora de apretar los gatillos y
disparar a matar. Tenía que seguir al arqueólogo. No tenía
opción.
Caminaron por espacio de cinco minutos. Los pasillo subterráneos
parecían no tener fin. Era el trabajo de ingenieros excelentes que sabían lo que
hacían. No existían escombros en el piso y todo reflejaba una prolijidad
intencionada, muy organizada y limpia.
El
cuerpo metálico del encendedor empezaba a recalentarse y las yemas de los dedos
de Jones sufrían las consecuencias. Ya le costaba mantenerlo firme en la mano;
pero siguieron avanzando.
Diez
pasos adelante, el pasillo se bifurcaba, a derecha e
izquierda.
—¡Joder! —murmuró Indy rascándose la barbilla.
—¿Cuál recomienda, doctor Jones?
—Dadas las circunstancias cualquier camino es
bueno.
—Elija usted, amigo mío.
Indy
lo miró.
—Permítame el turbante.
—¿Cómo dice?
—El
turbante.
—¿Para qué lo quiere?
—Para
elegir mejor. Démelo, por favor.
Ibn-Basan se quitó el tocado y lo entregó
intrigado.
Indy
se agachó, levantó un pedazo de madera —seguramente el resto de una viga—,
enrolló la tela al mismo e improvisó una antorcha mucho más
poderosa.
El
irakí se quedó mirándolo en silencio. Indy le sonrió.
—Así
es mucho mejor, ¿no cree? —dijo y sin esperar respuesta reinició la marcha
tomando la bifurcación que tomaba hacia la derecha.
En
ese preciso instante, los ecos lejanos de gente entrando en los pasillos
llegaron a sus oídos.
—Apúrese, doctor. Ya están adentro.
Pero
no era posible seguir más allá. A dos metros de distancia, una roca lisa,
enorme, bloqueaba el paso.
—¡Por
Alá! —exclamó el rabdomante—. ¡No hay salida, doctor!
Indy
levantó la antorcha para ver mejor.
La
piedra, lisa en principio, no lo era tanto a medida que se acercaban a
ella.
—No
desesperes —aconsejó Jones, al tiempo que observaba cada centímetro del bloqueo
lítico.
La
pared presentaba una serie de incisiones muy desgastadas, apenas visibles con la
luz de la antorcha. Sólo moviendo la luz del fuego era posible ver ciertos
contornos, identificables únicamente a pocos centímetros de
distancia.
—Son
símbolos… —explicó Jones—. Sobrerrelieves…
—¡Doctor —reclamó Ibn-Basan con la voz quebrada—, esos tipos se nos
acercan! ¡Puedo oírlos avanzar!
Indy
no contestó. Estudiaba las figuras. Entonces, con la velocidad de un rayo, metió
la mano derecha en su bolso y extrajo la herradura.
¡Eureka!... Los símbolos eran
idénticos.
Sin
mediar palabra, Indy apretó con fuerza aquellos que coincidían con los de la
herradura.
Las
pequeñas porciones líticas presionadas se hundieron en la pared. Aquello era
parte de un artilugio mecánico increíble.
Indy
se hizo hacia atrás justo cuando desde el interior de la gran piedra, colándose
por los símbolos hundidos, poderosos rayos de luz compacta inundaban el pasillo,
encegueciéndolos a los dos.
Ibn-Basan dio un alarido de terror. Volteó sin pensar y salió
corriendo por el pasaje, embargado por el miedo.
Dos
segundos después, se escucharon seis disparos e Ibn-Basan caía abatido con tres
de ellos incrustados en el pecho.
Indy
respondió con la Webley. Sólo le
quedaba resistir y mantener su posición; pero un sonido seco y fuerte obligó al
arqueólogo a girar y observar como la gran piedra giraba sobre goznes
invisibles, abriendo un pórtico que hasta hacia segundos no
existía.
Se
acomodó el fedora y cruzó el dintel a toda velocidad. No había tiempo para
pensar. Debía actuar. Mantenerse en movimiento. Alejarse de los sujetos que se
le acercaban.
No
bien ingresó en el nuevo recinto, la roca se volvió a correr, taponando la
entrada; separándolo de sus perseguidores.
Lépido Celinni se detuvo sobre el cadáver de Ibn-Basan. Observó las
heridas mortales en su abdomen; amartilló su Smith & Wesson y con un gesto seco
ordenó a sus nueve esbirros a seguir adelante, sin sentir culpa por la nueva
muerte cargada sobre su conciencia.
Los
mercenarios que lo secundaban pertenecían a una tribu nómada que solía venderse
al mejor postor. Casi en estado de inanición, no dudaban en inclinar sus fusiles
a quien más pagaba. Y Celinni tenía con qué pagar.
Varios metros más adelante, se toparon con un pasillo bloqueado por
completo.
|
19
LA CÁMARA DE LAS
ESTATUAS
Una vez que la roca hubo bloqueado el paso de Celinni y sus
secuaces, Indy Jones se vio de pronto dentro de un recinto de lo más extraño,
iluminado por una fuente de energía desconocida, incandescente, que no dejaba un
solo rincón sin luz; obligando a que el arqueólogo tuviera que entrecerrar sus
párpados, hasta habituarse a la tremenda claridad.
Cuando eso ocurrió, al cabo de unos minutos, Indy fue testigo de
una escenografía recargada y bizarra que le cortó la
respiración.
Ante
él se levantaba una plataforma alargada con tres escalones no muy altos. Sobre
ellos, un altar construido con piedras planas y perfectamente redondas, unidas
entre sí; y, por encima de todo el complejo, una mesa lítica, rectangular, con
una tablilla de madera parada, llena de
inscripciones, cuyos textos —a la distancia— no podía
descifrar.
En la
cara frontal de la mesa, perpendicular al piso y tallada en la piedra, Indy
percibió la clara silueta de una herradura, apuntando sus picos hacia arriba.
Levantó la herradura metálica que aún sostenía la y las
comparó.
Eran
idénticas. Encajaban perfectamente una con otra.
Un
poco más atrás, a espaldas del altar, había tres inmensas estatuas de unos
cuatro metros de alto cada una. Representaban un trío monstruoso. Eran los
míticos protectores del lugar; deidades desconocidas emplazadas dos a cada lado
de la tablilla y una tercera —la más
grande— cubriendo el centro.
Estaban talladas en granito. Exhibían rostros con colmillos muy
largos y miradas furibundas que inspiraban un respeto reverencial. Además, por
lo que podía ver, no había ninguna salida visible del lugar. Era una cámara
hermética, en el más amplio sentido de la palabra.
Indy
dio una paso temeroso y alerta hacia delante. Afirmó su pie derecho sobre el
primer escalón y dejó que todo el peso de su cuerpo lo condujera hasta el
siguiente peldaño. Pero algo ocurrió antes. Otro extraño mecanismo entró en
funcionamiento y los acontecimientos se sucedieron con vertiginosa
velocidad.
El
escalón que pisaba se hundió, haciéndole perder el equilibrio y elevando la
grada siguiente casi hasta su rodilla. Un crujido descomunal inundó la cámara y
las dos estatuas laterales de granito se movieron sobre sus bases, perdieron
estabilidad y, como si fuera en cámara lenta, empezaron a derrumbarse hacia
delante.
Indy
giró sobre su eje y dio un salto, esquivando la mole que se le venía encima; que
cayó pesadamente contra el piso, partiéndose en mil pedazos a pocos centímetros
de su cuerpo. La otra escultura imitó el recorrido de la anterior. Indy volvió
dar otro brinco y la talla estalló muy cerca de sus pies.
Una
nube espesa de polvo cubrió todo. Cuando la sala se despejó un poco, Jones se
plantó frente al altar para observar cómo la tercer estatua crujía como si fuera
de papel y se abría en dos, dejando disponible —por detrás— un largo
túnel.
Había encontrado la salida.
De
dos zancadas llegó hasta la mesa, tomó la
tablilla, la metió en su bolso y encaminó sus pasos por el pasadizo
secreto.
¿A dónde conduciría?
Poco
tardó en encontrar la respuesta.
Tras
una corrida de más de cien metros y un giro hacia la derecha, Indy se topó con
una pared de adobes cerrándole el paso. Si aquello era una salida, la pared no
debería ser demasiado gruesa.
Eso
pensó.
Extrajo su revólver, lo cargó con nuevas balas, lo levantó y vació
el cargador contra el muro.
El
barro seco se resquebrajó y profundos orificios debilitaron la estructura. Acto
seguido, se acercó y le propinó con el hombro seis fuertes empellones. Al cabo
de terminar con el sexto, la pared se desplomó hacia fuera.
Indy
rodó por el polvo y los escombros. Cuando se reincorporó, el desierto nocturno
se extendía silente bajo las estrellas. Todo indicaba que había recorrido el
zigurat de un lado a otro.
Se
sacudió el polvo que lo ensuciaba y con mucho sigilo recuperó el caballo, que
seguía atado a la misma palmera en donde lo había dejado.
Montó
y se perdió en la oscuridad, a todo
galope.
|
19
LA CÁMARA DE LAS ESTATUAS
Una
vez que la roca hubo bloqueado el paso de Celinni y sus secuaces, Indy Jones se
vio de pronto dentro de un recinto de lo más extraño, iluminado por una fuente
de energía desconocida, incandescente, que no dejaba un solo rincón sin luz;
obligando a que el arqueólogo tuviera que entrecerrar sus párpados, hasta
habituarse a la tremenda claridad.
Cuando eso ocurrió, al cabo de unos minutos, Indy fue testigo de
una escenografía recargada y bizarra que le cortó la
respiración.
Ante
él se levantaba una plataforma alargada con tres escalones no muy altos. Sobre
ellos, un altar construido con piedras planas y perfectamente redondas, unidas
entre sí; y, por encima de todo el complejo, una mesa lítica, rectangular, con
una tablilla de madera parada, llena de
inscripciones, cuyos textos —a la distancia— no podía
descifrar.
En la
cara frontal de la mesa, perpendicular al piso y tallada en la piedra, Indy
percibió la clara silueta de una herradura, apuntando sus picos hacia arriba.
Levantó la herradura metálica que aún sostenía la y las
comparó.
Eran
idénticas. Encajaban perfectamente una con otra.
Un
poco más atrás, a espaldas del altar, había tres inmensas estatuas de unos
cuatro metros de alto cada una. Representaban un trío monstruoso. Eran los
míticos protectores del lugar; deidades desconocidas emplazadas dos a cada lado
de la tablilla y una tercera —la más
grande— cubriendo el centro.
Estaban talladas en granito. Exhibían rostros con colmillos muy
largos y miradas furibundas que inspiraban un respeto reverencial. Además, por
lo que podía ver, no había ninguna salida visible del lugar. Era una cámara
hermética, en el más amplio sentido de la palabra.
Indy
dio una paso temeroso y alerta hacia delante. Afirmó su pie derecho sobre el
primer escalón y dejó que todo el peso de su cuerpo lo condujera hasta el
siguiente peldaño. Pero algo ocurrió antes. Otro extraño mecanismo entró en
funcionamiento y los acontecimientos se sucedieron con vertiginosa
velocidad.
El
escalón que pisaba se hundió, haciéndole perder el equilibrio y elevando la
grada siguiente casi hasta su rodilla. Un crujido descomunal inundó la cámara y
las dos estatuas laterales de granito se movieron sobre sus bases, perdieron
estabilidad y, como si fuera en cámara lenta, empezaron a derrumbarse hacia
delante.
Indy
giró sobre su eje y dio un salto, esquivando la mole que se le venía encima; que
cayó pesadamente contra el piso, partiéndose en mil pedazos a pocos centímetros
de su cuerpo. La otra escultura imitó el recorrido de la anterior. Indy volvió
dar otro brinco y la talla estalló muy cerca de sus pies.
Una
nube espesa de polvo cubrió todo. Cuando la sala se despejó un poco, Jones se
plantó frente al altar para observar cómo la tercer estatua crujía como si fuera
de papel y se abría en dos, dejando disponible —por detrás— un largo
túnel.
Había encontrado la salida.
De
dos zancadas llegó hasta la mesa, tomó la
tablilla, la metió en su bolso y encaminó sus pasos por el pasadizo
secreto.
¿A dónde conduciría?
Poco
tardó en encontrar la respuesta.
Tras
una corrida de más de cien metros y un giro hacia la derecha, Indy se topó con
una pared de adobes cerrándole el paso. Si aquello era una salida, la pared no
debería ser demasiado gruesa.
Eso
pensó.
Extrajo su revólver, lo cargó con nuevas balas, lo levantó y vació
el cargador contra el muro.
El
barro seco se resquebrajó y profundos orificios debilitaron la estructura. Acto
seguido, se acercó y le propinó con el hombro seis fuertes empellones. Al cabo
de terminar con el sexto, la pared se desplomó hacia fuera.
Indy
rodó por el polvo y los escombros. Cuando se reincorporó, el desierto nocturno
se extendía silente bajo las estrellas. Todo indicaba que había recorrido el
zigurat de un lado a otro.
Se
sacudió el polvo que lo ensuciaba y con mucho sigilo recuperó el caballo, que
seguía atado a la misma palmera en donde lo había dejado.
Montó
y se perdió en la oscuridad, a todo
galope.
|
20
“TÚ TAMBIÉN, HIJO
MÍO”
“Si puedes leer estas palabras, que te llevarán
al recinto final en el que la Escalinata de los Sabios te eleve al más
esclarecido de los conocimientos, eres un elegido que ha sabido seguir el camino
correcto. Es ésta llave final, el corredor que te conducirá al Gran pórtico y de
ahí al Anfiteatro de la Sapiencia Eterna en el que comulgarás con el Ser Primero
como nunca nadie lo ha hecho antes. Eres un elegido, oh viajero; una verdadera
herramienta de la divinidad. Bienaventurado por arribar a este recinto y
merecido tienes conocer el lugar.
“A pasos de la Puerta de Los Leones, en
el recinto circular central, encontrarás a dos metros, el ingenio que te permita
llegar a lo que tanto has buscado.
“Sostén tus oraciones.
“Sed puro como el agua.
“Reverencia y teme a los mensajeros y,
por sobre todo, no convoques a los himnos inferiores, que podrían trastocar por
completo su esencia última”.
Terminó de leer la tablilla montado en el caballo, a pocos minutos
de llegar a la aldea en la que vivía la familia de Ibn-Basan y en donde el
profesor Guaschino lo esperaba.
El
texto era claro y escrito en latín. La directa alusión a la Puerta de los Leones
era una referencia inequívoca al antiguo emplazamiento griego de la edad del
bronce, conocido mundialmente como la ciudad de Micenas. Allí estaba la entrada
definitiva y final.
Micenas…
¿Quién lo hubiera pensado?
Había estado en ella hacía años; cuando era chico y recorría el mundo con su
padre, mucho ante de que su madre falleciera. Todavía recordaba el impacto que
le habían producido, a su curiosidad de infante, las enormes construcciones
megalíticas del sitio. Y la puerta… esa puerta era inolvidable; bella y
enigmática al mismo tiempo. Insondable y abierta a las interpretaciones más
variadas.
Micenas… ¡Qué ironía! Grecia volvía a
reclamar su presencia después de tantas vueltas.
El
resoplido sediento del caballo obligó a que Indy volviera en sí; y al levantar
la cabeza, observar la docena de casuchas, de adobe y paja, que se recortaban en
medio de un desierto cercado por la nocturnidad.
La
claridad era escasa. Sólo un fogón a medio prender destellaba en lo que parecía
ser la calle principal. A ambos lados de ésta, las viviendas permanecías a
oscuras. Parecían inhabitadas. Pero no era así. Todos dormían a esa temprana
hora de la madrugada.
¿Cómo encararía a la mujer del
rabdomante? ¿Qué le diría? ¿Cómo explicarle que su marido había muerto por una
cuestión que ni él mismo terminaba de entender por completo? Era una situación
de mierda. Horrible. Pero no tenía otro camino más que golpear la puerta, narrar
todo y así, fríamente, recoger a Guaschino y marcharse del
lugar.
Desensilló lentamente. Le dolía mucho el hombro derecho y estaba
tan sucio como un cerdo. Deseba pegarse un baño, descansar en su casa, relajarse
y recordar toda esa historia como si fuera el argumento de una película. Pero
las circunstancias no se lo permitían. Seguía en medio del desierto irakí,
cubierto de arena y polvo, cansado y perseguido por un grupo de nazis
nostálgicos que querían matarlo a toda costa. Peor imposible.
Pero
siempre se podía estar peor. Era una irónica ley de la vida.
No
bien se acercó a la cabaña de Ibn-Basan y golpeó la puerta de madera, Hugo
Guaschino la abrió, quedándose parado como estatua frente a
él.
—Profesor —expresó Jones, aliviado en parte por no toparse en
primera instancia con la viuda—, lo logré. Conseguí lo que buscábamos —agregó, y
una sonrisa ladeada le marcó la cicatriz que tenía en la barbilla—. Tengo
ubicado con exactitud el sitio.
Guaschino no movió un músculo y para cuando Indy amagó a sacar la
Webley Mark IV, la peor de sus
sospechas ya era un hecho.
—No
se mueva, Jones —anunció alguien por detrás suyo.
Era
una voz conocida, medida, casi elegante.
Indy
giró levemente la cara y con el rabillo del ojo distinguió quien
era.
Neutralizada por una fuerza armada de media docena de hombres, la
aldea irakí se mantenía en absoluto silencio y total inactividad. Cada familia
había sido obligada a permanecer en sus casas y nadie tenía autorización a
circular por las calles de arena. El poder de los fusiles era en verdad
convincente; máxime en una población de pastores desarmados que vivían en un
estado casi de subsistencia económica y sin los privilegios de los adelantos
técnicos de mediados de los años cincuenta. Podría decirse que el poder de
Lorenzo Foscari en ese rincón del mundo era total.
Cuando Indy reconoció el rostro del italiano no pudo contener un
bufido que mezclaba rabia e impotencia al mismo tiempo. Ese tipo era en verdad
persistente. Casi como él.
Sin
preámbulos ni saludos melodramáticos, Foscari le quitó la Webley de la
cartuchera y metió su otra mano en el bolso que colgaba a un costado de Jones,
extrayendo la tablilla. Entregó el revolver a uno de los esbirros que lo seguían
y se apartó un par de metros para leer con fluidez el texto en latín. No le
resultó para nada difícil. Conocía el idioma a la perfección. No de gusto era
uno de los coleccionistas de arte clásico más conocidos del mundo de las
antigüedades.
Cuando terminó de devorar cada uno de los renglones, una sonrisa
muy blanca le cruzó la cara. Dirigió la mirada a Indy y se le
acercó.
—Se
lo agradezco mucho, doctor Jones—dijo—. Yo no hubiera podido recuperar esto con
tan facilidad. Me alegro que lo haya hecho por mí.
Indy
iba a responderle, pero se oyó un disparo en el aire y el muro de adobe de la
casucha se vio salpicado por una andanada de balas, provenientes del
desierto.
Sin
meditarlo, se tiró encima del profesor Guaschino y ambos rodaron dentro de la
vivienda, protegiéndose de la balacera que estalló en toda la
aldea.
Celinni y sus tribu de mercenarios habían rodeado el
lugar.
Foscari buscó refugio detrás de un bebedero para animales hecho de
madera de palmera y desde esa posición, repelió el ataque con más tiros. Sus
hombres hicieron lo propio, desde el lugar en que se
encontraban.
Los
disparos eran secos y se podía escuchar con claridad cómo impactaban en los
techos y paredes de las chozas, o se incrustaban en la arena que dominaba todo
el lugar.
Por
espacio de media hora los agentes de Foscari mantuvieron sus posiciones. Celinni
no se quedaba atrás. Si el problemas se mantenía por más tiempo, amanecería sin
que se encontrara una solución y Foscari no desea que eso se convirtiera en una
guerra de trincheras.
Agazapado corrió hasta la vivienda más cercana. Dio un golpe a la
puerta de madera, entró y tomó por el cabello a una mujer entrada en años, una
vieja que gritó con el terror recorriéndole la vísceras.
Un
segundo después el guía que había contratado en Bagdad entró también, pisándole
los talones, trastabillando y quedando desparramado en el piso a su
lado.
—¡Dígale que hable con esos hombres en su idioma! —le ordenó
Foscari—. ¡Que los soborne! ¡Que les le pagaré el triple que el cerdo de
Celinni!
El
traductor cumplió. La anciana se asomó temblando en la puerta, de milagro no fue
alcanzada por una bala, que la estimuló a gritar muy fuerte la oferta del
italiano.
Un
minutos después los disparos cesaron.
¿Habría tenido efecto la artimaña?
Cinco
minutos más tarde, se oyó un improperio agudo y al rato, Lépido Celinni era
llevado desarmado y a los empujones, hasta la calle principal del
villorrio.
Foscari salió de la casucha.
—“Tú
también, hijo mío”… —ironizó mirándolo a los ojos—. Deberías elegir mejor a tus
aliados, Lépido. Mira en que situación embarazosa te encuentras ahora. Desarmado
por tus propios hombres, a merced de mi ira y con la traición sobre tu
conciencia. ¿Qué pretendías? ¿Abrirte del grupo y no ser castigado? ¿Salirte con
la tuya? Te juro que me sorprendió saber que eras tú el que andaba detrás de
Jones. Nunca lo había imaginado. Pero Bagdad tiene tantas bocas dispuestas a
hablar por un puñado de dólares que te sorprenderías. Eres un
idiota.
Y sin
más, apoyó el caño de su pistola en la frente del satanista y le voló la tapa de
los sesos.
Celinni se desplomó de espalda y la arena se encargó de absorber la
sangre que manó de su cráneo.
|
21
TRAMPAS ANTIGUAS
Península de Argólida, Grecia.
2 días después.
Imponente, pétrea, guerrera.
Así
demostraba haber sido Micenas en sus días de gloria. Un importante bastión
militar que desde el XIV antes de Cristo, y durante casi trescientos años, fuera
capaz de conquistar, por las armas y el comercio, lugares tan distantes de la
Grecia continental como Creta y Chipre. Silente, las ruinas eran sólo la sombra
de su antiguo poderío. Aún así, frente a ellas era posible reconstruir
mentalmente la sociedad conquistadora y violenta de su tiempo.
Construida al noroeste de la península de Argólida, Micenas era la
decana en una larga serie de ciudadelas, de la primera etapa de la historia
griega; y por ello constituía una yacimiento de primer orden a la hora de
conocer el origen cultural de los helenos. Aquea y dominada por un gobierno
militar aguerrido, era la prueba palpable de una época insegura, conflictiva y
de guerras permanentes, en la cual enfrentamientos, comercio y latrocinio se
mezclaban obligando a levantar ciclópeas murallas entorno a las viviendas y
palacios.
Cuando el arqueólogo alemán Heinrich Schlieman la descubriera a
fines del siglo XIX, había creído encontrar la legendaria capital del rey
Agamenón, héroe ficticio del poema épico escrito por Homero —La Ilíada— en el
siglo VIII antes de Cristo.
La
fortaleza, edificada sobre una colina aislada (acrópolis), adoptaba una
tonalidad dorada al atardecer. Los mortecinos rayos del sol impactaban contra
sus muros gigantescos, de cinco a catorce metros de espesos, como lo venía
haciendo desde hacía más de dos mil quinientos años; y sus torres y bastiones,
desgastados por la erosión, se revelaban inmutables, manteniendo el señorío de
una construcción que los poetas antiguos decían había sido hecha por
gigantes.
Y
gigantes eran en verdad los tres hombres armados que custodiaban los movimientos
de Indy Jones a medida que el grupo, comandado por Foscari y Reindhardt,
avanzaba por el camino de grava que conducía a la Puerta de los
Leones.
No
era común, ni estaba permitido, que hubiera gente en el yacimiento arqueológico
a esas horas. El Departamento de Antigüedades Griegas era celoso al respecto;
pero la fama de Foscari —como especialista y coleccionista de arte clásico— lo
precedía; de igual manera que sus dólares, para sobornar a los funcionarios que
hiciera falta. Nadie los molestaría, ni levantarían quejas. Micenas era de
ellos, al menos por veinticuatro horas. Era más que
suficiente.
—Deténgase aquí —ordenó el italiano.
—¿Esa
es la puerta? —inquirió Reindhardt.
Foscari asintió con la cabeza.
Indy
sostuvo al profesor Guaschino, agarrándolo por el antebrazo izquierdo. El viejo
mostraba señales de agotamiento. Octogenario como era, un viaje desde Bagdad en
avión privado, sin escalas, y una inmediata excursión por un terraplén que se
elevaba a cada paso, era demasiado.
—Aguante, profesor —le alentó Indy—. Ya llegamos.
Pero
Guaschino, extenuado, no pidió permiso y se apoyó sobre una gran roca a tomar
aire y descansar sus piernas.
Nadie
lo reprendió por semejante acto de independencia. Estaban extasiados ante el
primer ejemplar de escultura monumental en suelo griego.
La
Puerta de los Leones era una estructura simple, formada por un umbral, dos
columnas y un arquitrabe de piedra calcárea que exhibía sobre el dintel, a modo
de blasón, dos leones tallados, uno frente a otro, en acto de adoración a una
divinidad simbolizada por una columna de claro estilo cretense. Sus cuerpos
tensionados mostraban energía y un vigor digno de las fieras que los
mesopotámicos solían esculpir miles de años antes que esa puerta fuera
construida.
—Pocas veces una conexión entre culturas estuvo tanto tiempo a la
vista de todos de manera tan clara —masculló Guaschino mirando la disposición y
estilo de los felinos.
Esta
vez sí, Foscari le respondió.
—¿No
es increíble cómo todo va tomando sentido, profesor? Venimos desde la
mesopotamia hasta este sitio para corroborar con esa talla de piedra, y sus
formas, que estamos en el buen camino.
—Recuerde que los caminos sueles cortarse cuando uno menos lo
espera —agregó Indy.
—¡No
sea tan pesimista, Jones! —sonrió el italiano—. Usted es el “héroe” de toda esta
historia. Debería estar contento. Como suele decirse: “No podría haber hecho esto sin ti”
—ironizó—. Y ahora, señores, a buscar el recinto del que nos habla la tablilla
que “encontramos” en
Irak.
No
tardaron en encontrarlo.
A
sólo ciento cincuenta metros, después de atravesar el leonino pórtico, un dromo o corredor excavado en la ladera
de un cerro, conducía hasta otra puerta de forma trapezoidal que tenía un
perfecto triángulo como ventiluz por encima del dintel. Era una típica tumba
micénica, a la que los especialistas solían clasificar con el nombre de tholos. Una muestra de arquitectura
evolucionada. El resultado de siglos de experiencia, ensayo y
error.
El
corredor conducía a una habitación circular, cubierta por una cúpula de catorce
metros de altura y un diámetro de idénticas dimensiones. Estaba revestida por
grandes piedras cuadradas y —por lo que se podía observar— antiguamente pintada
con fuertes colores, de los que ya casi no quedaban más que meros
indicios.
—La
Cámara del Tesoro de Atreo —explicó Indy al atravesar la
puerta.
—¿Quién es ese? —inquirió Reindhardt, sorprendido por la perfecta
juntura de las piedras.
—El
mítico padre de Agamenón y Menelao —intervino Foscari, igual de
extasiado.
—Sí,
pero todos modos es una leyendas —aclaró Jones—. Esta construcción es
cuatrocientos años más antigua que la fecha en la que vivieron esos personajes.
No modifiquemos el pasado… como solía hacerlo su Führer —agregó, mirándolo a
Reindhardt con antipatía.
En
ese momento el sol alargó más las sombras y los esbirros del conde prendieron
sendas linternas apara ver mejor.
—Muy
bien, señores, aquí estamos —dijo Foscari contemplando la cúpula—. ¿Qué sugiere
que hagamos ahora? —le preguntó a Jones.
—¿No
puede hacerlo sin mí? —sonrió Indy.
Foscari levantó su arma y le apuntó a Guaschino a la
cabeza.
—Claro que sí—contestó—, pero no tengo ganas de pensar en este
momento. ¿Quiere que lo incentive dándole un tiro a otro de sus amigos? ¿Eso
serviría, doctor Jones?
¡Qué
maldito! ¡Qué ser despreciable era ese aristócrata italiano!, pensó Indy. El muy
cerdo conocía bien el paño. Sabía que los griegos antiguos solían instalar
trampas mecánicas muy ingeniosas en sus complejos arquitectónicos, especialmente
en los funerarios; y que muchos textos históricos hablaban de muertes terribles
como producto de las mismas. Púas envenenadas, rocas que se desprendían
aplastando gente, ingeniosos conductos de agua que ahogaban los profanadores,
eran algunas de las muchas técnicas helenas que se consignaban en los
documentos; y aunque sólo en contadas ocasiones los arqueólogos modernos habían
sido sorprendidos por esos artilugios mortales, el peligro siempre estaba
presente. Una vez más, las trampas del pasado se conjugaban para condicionar el
presente, ahuyentando a los indeseables de los sitios
sagrados.
Foscari ordenó que sus hombres salieran del tholos y, junto a Reindhardt, se
parapetó —arma en mano— en el marco de la puerta de piedra, dejando a Indy y
Guaschino en el centro de la cámara.
—Sírvanse —dijo arrojándoles una linterna—. Haga su trabajo,
doctor. Justifique las horas de vida que les regalé.
Foscari no bromeaba. Aunque su tono sonara risueño, la mirada del
italiano inspiraba temor. Indy conocía de su sangre fría. Había visto con sus
propios ojos cómo había asesinado al arqueólogo turco en Constantinopla. De
seguro no dudaría en jalar del gatillo, volándole la tapa de los sesos a
Guaschino. No había titubeado en Irak al matar a Ibn-Basan. No lo haría
ahora.
Tenía
que pensar con rapidez. Atar cabos. Recordar frases, unir indicios. Lo primero
que le vino a la memoria fueron las palabras de la tablilla que rescatara hacía
dos días: “A pasos de la Puerta de Los
Leones, en el recinto circular central, encontrarás a dos metros, el ingenio que
te permita llegar a lo que tanto has buscado”.
Ya
estaba en el recinto, pero….¿dos metros? ¿A dos metros de qué? ¿De donde? ¿De
profundidad?... Era imposible ponerse a cavar en el suelo del
tholos.
Tholos…
Sí,
por ahí podía develarse el enigma.
Un
tholos es una tumba.
En un
tumba hay muertos y los muertos… ¿dónde van los muertos?
¡Al
cielo!... ¡Sí, las almas se elevan!... Van al cielo.
Dirigió la linterna hacia arriba y recorrió con el as de su luz las
piedras cinceladas que se elevaban, justamente dos metros, del nivel del
piso.
Todas
eran lisas. Planas. Todas…. No. No todas. Había una, justo sobre el dintel de la
puerta, entre el marco superior y el triángulo que hacía las veces de tragaluz,
una roca que tenía tallado un ojo. Desgastado, casi invisible, pero ahí estaba.
Era un aojos místico, un símbolo de sabiduría. Una llave quizás al conocimiento
eterno que todos buscaban.
Foscari reconoció algo en el rostro del arqueólogo y avanzó un
paso.
Indy
atrajo al profesor Guaschino a su lado.
—Sujéteme unos segundos, por favor. Flexione las rodillas y apóyese
en la pared. Me pararé sólo un rato sobre sus piernas. Tengo que verificar algo.
¿Cree que podrá soportarme?
El
anciano lo miró frunciendo los labios. Por dentro aún se sentía de cuarenta
años.
—Hágalo —sentenció casi ofendido.
—Tenga cuidado con lo que hace, Jones —agregó Foscari—. Cualquier
movimiento extraño y son hombres muertos.
Indy
desatendió la amenaza. Colocó su pie derecho sobre la pierna de Guaschino y se
impulsó hacia arriba, iluminando la piedra en cuestión.
No
cabía duda. Era un ojo.
Lo
recorrió por los bordes. Sopló el polvo acumulado. Sintió al anciano gemir por
debajo suyo y cuando estaba a punto de bajar la vista para verificar el estado
de su colega, Guaschino se combó hacía adelante. Todo el peso de Jones fue a
parar contra el muro; pegó con el codo el centro del ojo y cayó pesadamente
desde lo alto
Entonces todo ocurrió.
El
umbral rectangular en el que Foscari y Reindhardt estaban parados, justo debajo
del marco de la puerta, se elevó de un saque, impulsado desde abajo,
catapultando a los dos reos dentro del tholos y bloqueando la entrada
herméticamente; separándolos de los seis hombreas armados que quedaron,
sorprendidos, en el exterior de la tumba.
Indy
no entendía lo que había pasado.
Foscari se reincorporó de un salto. Iluminó a su enemigo al rostro
y le apuntó la pistola directo a la nariz.
—¡Maldito! ¿Qué ha hecho?... ¡Voy a asesinarlo,
Jones!
Pero
un extraño ruido interrumpió el cordial monólogo que se estaba
iniciando.
Ambos, Foscari e Indy, buscaron con las linternas la fuente del
sonido.
Y la
encontraron.
Eran
dos orificios, de grueso calibre, que desde el centro mismo de la cúpula del
techo, expedían arena.
Mucha
arena.
Toneladas.
—¡Dios! —exclamó Guaschino—. ¡Vamos a morir todos
asfixiados!
En menos de cinco minutos la arena les llegó a las rodillas. Y
seguía subiendo.
Reindhardt había entrado en pánico. Golpeaba las paredes del tholos con desesperación. Gritaba en
alemán. Casi sollozaba. Foscari hacía lo propio. Tenía la cara roja, los pómulos
inyectados de sangre y las pupilas dilatadas por la escasa luz y el
horror.
Indy
sabía que era imposible frenar ese drenaje. Los agujeros por los cuales se
filtraba estaban a catorce metros de altura. Para cuando llegaran allá arriba,
sus pulmones estarían llenos de arena. Si no ocurría un milagro, iban a
morir.
Pero
Indy no creía en milagros. El destino lo construía uno mismo. Y si habían caído
en semejante trampa, seguramente tenía que existir una salida.
Fue
cuando volvió a repasar en su cabeza las pistas que lo habían llevado a ese
lugar de Grecia. La clave tenía estar en algún lado. De alguna forma debía
existir el modo de frenar la arena. No podía ser sólo una trampa mortal. No
después de recorrer medio mundo para llegar casi a la puerta de la
sapiencia.
Piensa…
Piensa… se dijo a sí mismo.
Y
como por arte de magia tres palabras estallaron frente a sus ojos. Tres palabras
que había traducido del latín en el tablón robado del Vaticano. La primer
consigna. La recomendación primigenia.
Tres
palabras que podían ser la clave de todo:
“Lavaos, sed puros”.
¿Qué
podía significar eso es semejante circunstancia? ¿Una simple metáfora
poética?
Lavaos… Sed puros…
¿Pero
con qué lavarse?... ¿Para qué?
La
arena aceleró su caída en menos tiempo del imaginado y a diez minutos de haberse
iniciado el proceso, los granos molidos ya llegaban hasta el dintel de
entrada.
Guaschino luchaba por subir, evitando el peso de la arena acumulada
en la parte inferior de su cuerpo. Todos hacían lo mismo. De hecho, subían junto
con ella, tratando de conservarse arriba, la ascendente superficie que se
elevaba más y más hacia la cúpula.
“Lavaos, sed
puros”…
¡Joder!, masculló Indy. ¿Con qué podía lavarse? No podía encontrar
respuesta. ¿Bastaría una friega en seco?...
En
eso tragó un poco de arena y tosió.
La
saliva se desprendió por entre sus labios, quedando colgada de un hilo líquido y
flemoso.
Fue
como un acto de iluminación budista.
Ahí
tenía lo que necesitaba. Su propio cuerpo segregaba la solución a
todo.
Abrió
las palmas de ambas manos y escupió copiosamente en ellas. Luego la refregó con
fuerza, limpiando los pliegues de sus dedos con el espumoso
elemento.
Ya
estaba limpio.
Se
arrastró hacia el ojo tallado, que ya casi estaba tapado. Extendió los dedos y
apoyó ambas palmas sobre el dibujo.
Era
puro. Y estaba limpio.
Debería bastar.
Y
bastó.
Repentinamente la arena dejó de salir por los orificios de la
cúpula.
—¿Qué
demonios es lo que hizo? —inquirió Foscari semienterrado casi hasta los
hombros.
—Solucionar problemas —respondió Jones, sonriendo con engreimiento
no disimulado.
Pero
los misterios de la cámara mortuoria no terminaban ahí.
Un
ruido seco, proveniente de los niveles más hondos del tholos, retumbó en el
recinto.
Al
principio no sintieron nada especial, pero dos minutos más tarde, la arena
adoptó la forma de embudo y empezó a chuparse todo hacia abajo. Era como estar
en el interior de un antiguo reloj de sílice.
El
primero en ser tragado fue Reindhardt, seguido de inmediato por Guaschino,
Foscari e Indy.
Estar dentro de un remolino de arena, sintiendo que se es succionado
hacia abajo, no era una de las sensaciones más agradables que Indy había
experimentado en su vida.
Trataba de no respirar y controlar su miedo de no salir nunca de
ahí. Pero su cuerpo le decía que estaban cayendo, y que tarde o temprano esa
caída tenía que terminar.
Sólo
era una cuestión de autocontrol.
¡Aguanta!, se dijo para sí. ¡Soporta un rato
más!
|
22
SAPIENCIA ABSOLUTA
Cuando se levantó del piso chorreando arena, vio al profesor
Guaschino tirado a su lado, semiinconsciente y respirando con dificultad. El
anciano tenía los ojos entrecerrados, los lagrimales sucios y su pecho subía y
bajaba rítmicamente, mientras trataba de recuperarse.
Indy
se le acercó. Le quitó un poco de arena de los labios y ayudó a que se sentara.
Recién entonces empezó a inhalar y exhalar con mayor
normalidad.
—Respire hondo. Tranquilícese. Ya pasó lo peor.
Y
dicho eso dirigió sus ojos hacia lugar en el que habían caído.
Reindhardt y Foscari le daban la espalda. No le prestaron la
acrecencia mínima atención. Ambos estaban anonadados por el espectáculo que se
desplegaba ante ellos. En aquel momento Indy tomó consciencia en dónde se
encontraban.
Era
un recinto enorme, iluminado por antorchas clavadas contra la pared. Losas
gigantescas, perfectamente pulidas cubrían el suelo. Eran de mármol de Carrara,
brillantes; y reflejaban la claridad de las llamas, triplicándola. Los muros, de
roca tallada sin limar, trepaban hasta los veinticinco o treinta metros y, allá
arriba, se combaban en un arco de medio punto formando una ojiva de estilo
gótico, que recordaba los techos de algunas iglesias medievales del siglo
XIII.
¿Qué era ese lugar?
¿Había llegado finalmente?
Sólo
una breve recorrida más con la vista y la gran duda que acosaba a Indy Jones fue
respondida.
A
pocos pasos por delante de él, una escalinata anchísima ascendía hasta una
puerta muy alta y cerrada, hecha de dura madera de ébano. Algo de claridad se
colaba por sus hendijas, generando finos ases de luces que semejaban los rayos
de un sol cálido tratando de colarse desde el otro lado.
Contó
y eran siete.
Siete
los peldaños.
Y
siete las palabras esculpidas en cada uno de ellos. Palabras en latín que
reproducían las condiciones que Jones había leído en el tablón pintado que
estaba depositado, a buen resguardo, en una caja fuerte de
Suiza.
No
cabía la menor duda: estaba ante la mismísima Escalinata de los
Sabios.
La
había encontrado.
Se
encontraba ante las puertas del
Anfiteatro de la Sapiencia Eterna.
En
ese instante, Reindhardt volteó hacia él. Tenía la cara iluminada, sonreía y sus
facciones eran las de un hombre enajenado, demente de poder. Dos metros más
adelante, Foscari también giró y miró a Jones. Esta vez Indy advirtió que el
italiano tenía un brillo extraño en su mirada. Si la de Reindhart irradiaba
locura, la de Foscari era una viva materialización de la más absoluta embriaguez
e irracionalismo.
El
italiano no tardó en apuntarle con su pistola, que evidentemente no había
perdido en el vórtice de arena.
—¿Cuántos siglos hace que la humanidad buscaba este lugar, doctor
Jones? —preguntó retórico, con tono melodramático—. ¿Cuántas almas quedaron en
el camino antes de alcanzar este umbral de misterio y conocimiento absoluto?...
¿Miles?... No, nunca hubo tanta gente ilustrada; pero sé que fueron
muchos.
Indy
no respondió. Estaba azorado. Su mente cavilaba alguna frase; algo qué decir
para frenar a ese loco. Pero sabía que no iba a ser escuchado. Foscari destilaba
entusiasmo. Se lo veía exultante. Se sentía un elegido. Un ser superior, casi un
maestro de la alquimia.
—Seré
el primero en develar sus secretos, doctor Jones. y, como le dije antes: todo gracias a usted. Merece ser testigo
de ello. Observe cómo adquiero el poder divino de la sapiencia. ¡Hasta redimiré a la humanidad de su pecado
original! ¡Cuando atraviese ese
portal, me retrotraeré al momento anterior a la Caída del
Paraíso!
Algo
de todo ese discurso tenia cierta lógica bíblica, pero sonaba como el parloteo
de un desequilibrado.
Entonces, Foscari trepó el primer peldaño.
—No
se lo recomiendo —alegó Indy con gravedad en su voz—. Puede ser muy peligroso
para todos.
—¡No
para mí! —respondió el conde y subió tres escalones más.
“Sostén tus oraciones.
“Sed puro como el
agua”.
Eso
sostenía el texto encontrado en Irak y Foscari no cumplía con ninguno de los dos
requisitos.
Indy
tembló por dentro.
¿Qué podría suceder si ese impuro abría la
puerta? Recordaba los furiosos fenómenos que se habían desatado, hacia
décadas, cuando los nazis habían destapado el Arca de la Alianza en aquella isla
del Mediterráneo[3]. De seguro esta vez no iba a tener tanta suerte.
Amagó
avanzar hacia la escalera, pero Reindhardt se le abalanzó encima; lo empujó
contra pared y con el antebrazo le presionó el cuello.
No
dejó que la furia que crecía se calmara. Sin esperar un segundo, lanzó un
rodillazo contra la ingle del alemán y cuando lo tuvo medio corvado delante
suyo, le aplastó los dos puños en la nuca, dejándolo desparramado en el
piso.
—¡Esto es por los viejos tiempos, nazi de mierda! —ladró encrespado de
rabia.
Levantó la vista.
Foscari estiraba el brazo para abrir el pórtico.
—¡No
lo haga! —volvió a exclamar Indy; y justo cuando empezaba a subir la escalinata,
el profesor Guaschino, haciendo un esfuerzo sobrehumano, se le interpuso en el
camino, frenándolo, al sujetarlo de la cazadora de cuero.
—¡No vaya,
Jones!... ¡No suba! —rogó el
anciano.
En
ese mismo instante, Foscari hizo crujir los goznes del portón.
Desde
la más remota antigüedad, los filósofos y sabios definían la eternidad como un
lugar sin tiempo; como un punto central desde donde se podía observar el pasado,
el presente y el futuro, conociendo lo sucedido, registrando lo que pasaba y
teniendo absoluta certeza de lo iba a ocurrir.
Eso
fue lo que Foscari experimentó al atravesar el umbral.
Una
niebla densa lo sumió casi en la más absoluta oscuridad y las luces de todo el
universo impactaron en sus ojos, encegueciéndolo. Pero la dolorosa sensación
duró muy poco. Segundos después de aquel flash de colores, su cuerpo se sintió
flotar en la nada. Era liviano. Grácil. Como una nube, sobrevolando por encima
de un paisaje que no reconocía.
De a
poco, sus pupilas fueron detectando figuras y contornos. Las veía desde arriba,
desde abajo, desde los costados. Todo al mismo tiempo. Un panóptico perfecto.
Omnisciente, divino.
La
masa corporal del italiano parecía haberse evaporado. Flotaba.
Le
costó, en principio, adaptarse a esa mirada totalizante. Pero a los pocos
segundos, las formas sombrías que volaban en círculo, se fueron aclarando hasta
tomar el aspecto de personas y paisaje, objetos e ideas.
Un
vórtice de sucesos pasados, de pensamientos y secretos insondables, se le hacían
claro ante los ojos y ante su mente, expansionada al infinito.
Vio
su parto y a su madre. Vio su primer libro y su primera estatuilla de colección.
Sintió el olor a gardenias del patio de la casa de su abuela y los rostros
felices de ciertos amigos, que había olvidado.
Volteó la cabeza para otro lado del círculo y alcanzó a divisar a
la única mujer que había amado, cuando tenía dieciocho años. Sus curvas. Su
boca. Escuchó su voz. Y su auto de la juventud. Hasta experimentó la sensación
del aceite corriéndole por dedos cuando, en una ocasión, se había roto el filtro
del motor, en un viaje a la playa.
Podía
ver todo.
Con
un pestañeo lo vio al Führer en su casa, en la intimidad y lo escuchó. Conoció
sus pensamientos más profundos, más privados. Y lo mismo pasó con César, y con
Napoleón, con Cristo y Mussolini.
Todos
los mapas del mundo se gravaron en su mente. Y entendió todas las tácticas y
estrategias desde el paleolítico hasta una guerra que desconocía y que, con
seguridad se libraría en el futuro.
Hacía
él quería ir. Y con sólo desearlo, el carrusel de imágenes giró y desde el
centro en el que se encontraba, vio aviones a chorro, y misiles poderoso
sobrevolar un golfo enorme, destruyendo la ciudad que hacía sólo días había
recorrido: Bagdad.
Y vio
a Jones. A Indiana Jones de niño viajando con un hombre alto, vestido de tweed y sombrero inglés. Era el padre de
ese cerdo. Se los veía felices, aunque distantes. El viejo tenía muchas cosas en
mente y se arrepentiría en el futuro de no dedicarle más tiempo al
pequeño.
Entonces, un entierro. Una madre que moría y un niño que
lloraba.
Los
paisaje de todos los tiempos brotaron de la nada. Vio como se formaban los Alpes
y los Andes y los Apeninos, incluso los Himalayas.
Y
siguió.
Aprendiendo.
Conociendo. Sintiéndose casi un Dios. Y de pronto, desde la nada,
del círculo exterior, una silueta.
Negra.
Espesa.
Que
se le acercaba, rompiendo con la experiencia que hasta ese instante había
sentido. No respondía a sus dudas. No era posible descifrarla ni
controlarla.
Se le
acercó más.
Y
más…
Y ya
a centímetros de su rostro, una cara que conocía muy bien cobró forma. Una forma
demoníaca, salvaje. Dispuesta a devorar el alma, el cuerpo y todo lo que pudiera
ser devorado.
Recién entonces la reconoció.
Lépido Celinni, convertido en un ser monstruoso, le cruzó el cuerpo
con una garra filosa que sobresalía de sus manos.
Era
el demonio mismo. La serpiente bíblica, que reclama una venganza que sólo en ese
sitio podía hacer realidad.
Indy
oyó el alarido y se le heló la sangre.
No
dejaba de mirar el pórtico, que explotaba con luces
fortísimas.
—¿Qué
fue eso, profesor? —le preguntó a Guaschino.
El
viejo lo hizo hacia atrás. No deseaba que el arqueólogo intentara siquiera subir
esos escalones.
—La
segunda Caída, doctor.
No
había terminado de pronunciar esa respuesta cuando una cabeza tronchada salió
despedida por la puerta, recorrió el aire a velocidad increíble, rebotó en los
siete peldaños y terminó depositándose en las puntas de los zapatos de
Indy.
Jones
bajó la vista.
—¡Dios! —exclamó, retrocediendo otro paso.
Era
la cabeza decapitada de Foscari. Babeante. Desencajada.
Monstruosa.
Algo
era evidente; el conde no reunía las condiciones para entrar en el Anfiteatro de
la Sapiencia Eterna.
Y de
pronto, las antorchas se apagaron y todo quedó sumido en la más absoluta
oscuridad.
Pero
Indiana Jones no sintió miedo.
Tenía
el alma en paz después de muchos días de jaleo.
El
amanecer de aquel nuevo día sorprendió a Indy de rodillas junto al cuerpo inerte
de Hugo Guaschino. El viejo no había soportado el ajetreo final y su corazón
dijo “basta” iniciada la madrugada. Murió en los brazos del arqueólogo sin decir
palabra y con una apenas dibujada sonrisa en sus labios. Tenía una mirada serena
y sabía que con su muerte silenciosa posponía, para un futuro incierto, la
potencial nueva búsqueda de la escalinata mística. Parte de los secretos se
morían con él. La otra parte quedaba resguardaba por la conciencia del doctor
Jones que, estaba seguro, la cuidaría con su propia vida. El hecho de no haberle
dado nunca el número de la cuenta y caja de seguridad del banco de Suiza, era lo
único que le permitía morir en paz. La plancha de madera pintada con la que se
iniciara todo estaba a buen resguardo. Nadie podría sacarla de ahí sin orden
judicial; y eso sólo podía ocurrir después de transcurridos ciento cincuenta
años. En verdad eran previsores esos banqueros suizos.
Cuando Guaschino dio el último suspiro, Indy apoyó su cabeza en la
tierra y observó por unos segundos el cielo anaranjado de la alborada. Estaba en
medio de un campo lleno de ruinas. Los suburbios de Micenas, a centenares de
metros del tholos y en una zona que
originariamente había congregado a los campesinos que alimentaban la antigua
capital. Algo los había trasladado a ese lugar. Algo que no recordaba; ya que
después del apagón, su conciencia se vio enturbiada por un mareo profundo que
olía a gardenias y pimpollos de
jazmines.
|
23
EPÍLOGO
Ciudad del Vaticano, Italia.
24 horas más tarde.
Sir John August se acomodó en el sillón del lujoso salón de
recepciones y prendió un cigarrillo, muy a pesar del cartelito que había sobre
el escritorio del Cardenal Pazzini y en el que podía leerse “Prohibido Fumar”.
Al
escuchar el ruido del encendedor, el obeso sacerdote levantó la vista del
expediente que ojeaba y lo miró fijamente. August creyó que lo iba a
reprender.
—No
se haga problema —sentenció Pazzini—. Tenemos otros problemas más importantes
por los que preocuparnos—. Señaló los tapices que adornaban las paredes de la
sala y agregó:—Dicen que el humo que es hace daño. ¡A cagar con el humo! Déme
uno. ¿Son rubios, verdad?
El
inglés extrajo la marquilla de tabaco ruso del bolsillo y le extendió uno a su
anfitrión.
—No
debería apoyar a la industria del enemigo, sir John… —bromeó Pazzini al detectar
el origen del cigarrillo.
—Si
fuera sólo por esto, no sería nada. Nuestros enemigos no son las tabacaleras
soviéticas, cardenal. Y eso usted lo sabe muy bien.
Pazzini se recostó en la butaca de felpa roja y apoyó las manos
sobre su abultado abdomen.
—Por
lo pronto la reubicación ha empezado
y eso, de por sí, ya es un logro. Sin el lote XXIV nadie tiene elementos para
encantarlos, ni seguir sus rastros. Y sin el tablón, mi participación en la
“Ruta de las Ratas” queda absolutamente limpia de todo pecado —río—. ¿Qué hará
usted?
—¿Yo?... Regresar a Londres, a mis tareas cotidianas y monitorear
que nuestros amigos terminen de instalarse en sus nuevas residencias. Ya con eso
tengo, al menos, dos años de trabajo pesado.
—Hágalo a conciencia, Sir John —dijo y le extendió la
mano.
El
inglés se puso de pie y apretó la diestra del cardenal.
—Eminencia, espero no verlo en mucho tiempo.
—Y yo
espero no verlo nunca más —respondió Pazzini con una amplia sonrisa—. Eso será
una señal de que todo marcha bien en nuestros asuntos, ¿no
cree?
August retiró su mano. Giró sobre los talones y salió del
despacho.
Angelo Pazzini se inclinó hacia el expediente que había leído; tomó
un sello y lo estampó en el ángulo superior derecho de la primera
hoja.
ARCHIVAR /
DESAPARECIDOS, decía.
Eran
los legajos personales de Lorenzo Foscari y de Josef
Reindhardt.
En
ese mismo instante, pero a kilómetros de distancia, Indiana Jones embarcaba en
el aeroplano que, desde Atenas, lo llevaría a Connecticut y a su cátedra de Arqueología Teórica en el Marshall
College. En el fondo no era otra cosa que un simple profesor.
FIN
|
No hay comentarios.:
Publicar un comentario