PERCY
HARRISON FAWCETT
Y SU
DELIRANTE UNIVERSO ESOTÉRICO
Por
INTRODUCCIÓN
La representación literaria y científica de la Amazonía,
durante la segunda mitad del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX,
estuvo marcada por un rasgo particular y dominante, propio de la óptica
imperialista en la que había nacido: la de la alteridad más absoluta.
A ese universo diferente, alterno, donde nada se parecía a lo previamente conocido, y en el
que todo se revelaba como desmesurado, salvaje, misterioso y críptico, es al
que dirigió sus botas uno de los personajes mas conspicuos de la historia del
expansionismo europeo: el coronel Percy Harrison Fawcett.
Este famoso explorador inglés, que desapareciera
devorado por la jungla en mayo de 1925 y que desatara una búsqueda implacable a
lo largo de las décadas sucesivas, es a quien más se lo ha asociado con el
mundo del esoterismo, la magia, el espiritismo y las supersticiones amazónicas;
que él mismo se encargó ―entre otras muchas cosas― de recopilar y volcar en su
libro (póstumo) A Través de la Selva
Amazónica.[1]
La personalidad de Fawcett es compleja. En ella se
combinan el racionalismo y la ciencia junto a las creencias y teorías más
delirantes que puedan haberse generado en la transición del siglo XIX al XX.
Romántico, obstinado, exigente. Abierto a las experiencias místicas mientras
calculaba, fríamente, con su teodolito distancias y alturas o fijaba límites
entre países y descubría geografías inexploradas hasta ese momento. Sus apuntes
son un amasijo de datos, anécdotas y aventuras en las que no escasean las
exageraciones, incluso las mentiras. Es que en el gremio de los exploradores, como en el de los pescadores amateurs o profesionales, las
hipérboles más rimbombantes son muy comunes; máxime en una época en la que era
necesario “estar allí” para comprobar
lo dicho (y lo visto). No fueron
escasos los debates que se generaron por tal motivo, ni las acusaciones de
deshonestidad, por parte de los miembros de tal corporación.
En el discurso de Fawcett, y en el que se derivó del
suyo hasta hoy en día, podemos encontrar un listado de temas que siguen
alimentando especialmente a los acólitos de la denominada Nueva Era (New Age); quienes, armados con
argumentos en absoluto comprobables, mezclan una serie de conceptos, a priori
considerados verdaderos, con el afán
de transmitir una imagen del mundo y de la realidad histórica que muy lejos
están de los parámetros heredados de la modernidad, de la ciencia e incluso del
sentido común. Se conforma así un imaginario (que Fawcett adquirió y después
difundió, directa o indirectamente) en que energías misteriosas, estatuillas
esotéricas, atlantes, teosofía, sectas, extraterrestres, civilizaciones
antediluvianas perdidas, intraterrestres, ciudades subterráneas, espiritismo,
ruinas misteriosas, tesoros y extrañas criaturas derivadas de un evolucionismo
mal entendido, se entremezclan creando un clima de aventura y misterio del que
difícilmente podemos quedar ajenos.
Y la forma en que la Percy Harrison Fawcett murió
contribuye, y mucho, a seguir alimentado esos delirios neo-románticos que
tantos libros venden.
El coronel, simplemente, desapareció. Y no en cualquier
lado, ni por causa de una decisión prosaica tomada por algún gobierno dictatorial
en su contra. No. Fawcett desapareció en el Amazonas. En el corazón de lo que
él llamaba “el infierno verde”. En el
seno mismo de lo extraño. Y como si eso fuera poco: buscando una ciudad perdida
a la que llamaba Z.
En el presente trabajo trataremos de entender el origen,
contexto histórico, influencias y derivaciones de su pensamiento esotérico de
Fawcett, así como sus contribuciones a la construcción de una representación de
la Amazonía llena misterio y, fundamentalmente, escenario ideal de la aventura,
tanto espiritual como física.
FJSR
Buenos
Aires, mayo 2013
FAWCETT Y EL ESPACIO
DE LA ALTERIDAD
Con la desaparición de Percy H. Fawcett en el Amazonas,
la barbarie pareció devorarse a la civilización. Y lo que antes fuera el “Paraíso Terrenal”, del que hablaban los
primeros sacerdotes de la conquista durante el siglo XVI, devino en un “Infierno” húmedo, salvaje y verde, capaz
de fagocitarse sin sentimiento de culpa alguno a uno de los hijos dilectos del Progreso.
Tal vez por ese motivo, después de su desaparición,
empezara a correr el rumor de que el arriesgado coronel británico no había
muerto. Por el contrario, seguía vivo gobernando desde el interior del
Amazonas, como rey, a la ciudad y a los indios que lo habían secuestrado. El Progreso occidental no
podía dejar de imponerse. Y así, al menos en el plano de lo imaginario, lo
consiguió.
La representación de la selva amazónica, que Fawcett junto
con otros viajeros y exploradores se encargaron de difundir, fue alimentada,
promocionada y vendida, con mayor éxito que la literatura de viaje, por las
películas etnográficas y de ficción que, desde la década de 1920, se pusieron
de moda, invadiendo las “variedades” (cortos) que se proyectaban antes del film
principal en todos los cines, hasta la década de 1950.[2]
Con estas proyecciones, en las que realidad y ficción se
entremezclaban a veces con fines comerciales, no sólo se fortaleció la
identidad occidental (a través del contraste que estos filmes pretendían,
mostrando culturas exóticas) sino que se construyó un imaginario
selvático/amazónico que aún hoy en día perdura con tintes y elementos
definitorios tan precisos como estereotipados.[3]
Para eso estuvo el coronel. Para hacer de intermediario
entre un mundo y otro. Y si ha quedado en la memoria colectiva de tantos es
porque hizo muy bien los deberes.
Formado en la escuela de exploradores de la Royal Geographical Society de Londres
(RGS), bajo un programa de corte racista, eugenésico y claramente imperialista,
Fawcett no pudo obviar ese legado en sus comentarios y descripciones.[5]
Aún así, observamos algo interesante: en muchas oportunidades, el salvaje
amazónico se salva de un juicio aún más lapidario al rescatar ciertas
habilidades “misteriosas” practicadas
en sus tribus (capacidad para ablandar piedras, telepatía). Curiosamente,
aquello que es ajeno a lo humano (por imposible) es lo que los termina
humanizando.
La geografía amazónica de Percy H. Fawcett, recreada por
su “ilimitada imaginación”[6]
se termina convirtiendo en un útero cálido de infinitas posibilidades.
Encuadrada por la selva, todo allí dentro es posible. Aún lo quimérico: desde
el descubrimientos de ruinas, decenas de veces milenarias, pasando por tribus
primitivas, estancadas en una fase anterior a la del homo sapiens sapiens,
hasta llegar a la existencia de animales prehistóricos (extinguidos), cuyas
huellas cree encontrar el la región de las selvas del Madidi, en Bolivia.
La Amazonía es también el reducto en donde un
conocimiento milenario y olvidado, esotérico y perteneciente a una civilización
ultra-avanzada y desaparecida, espera ser
descubierto.
Y ya no es el oro (el vil metal) el
objetivo último de su búsqueda, sino las enseñanzas de ese pueblo misterioso,
conservadas en bibliotecas subterráneas con las cuales, los sucedáneos de
Fawcett, pretenden hoy en día probar sus delirios milenaristas.[7]
El legado del coronel británico ha sido duradero. Sus
fantásticas creencias, también sus exageraciones y mentiras (curiosamente las
más estrambóticas), perduran; alimentando el núcleo duro de variedades de
sectas que, como ya veremos, siguen empecinadas en conservar una imagen “maravillosa” de la Amazonía. Una
representación alternativa que se oponga a la monotonía desencantada del mundo contemporáneo,
casi por completo explorado.
Tal vez ahí resida el atractivo del libro de Fawcett.
Una mezcla de datos realistas, observaciones in situ y leyendas que, como en
las novelas de caballería de los siglo XV y XVI, nos permiten soñar con la
probable existencia de un planeta aún inacabado.
EL MAESTRO DEL
MISTERIO
El universo onírico de Percy Harrison Fawcett estuvo
influenciado no sólo por el contexto histórico en el que alcanzó la adultez,
sino por su propio entorno familiar, lecturas y experiencias personales. En él
quedan condensadas gran parte de las contradicciones de fines del siglo XIX y
principios del XX. Una época, sin duda, de transición; en la que se pasó del “encanto” al “desencanto”. De la modernidad
exultante a la modernidad criticada.
Siendo el propio Fawcett uno de los tantos vehículos de esa transformación
cosmovisional.
Su protagonismo en el peor de los procesos históricos
que viviera el hombre contemporáneo, la Primera Guerra Mundial (1914-1918), lo
convierte en testigo participante de una “época
interesante”. Porque nuestro explorador sí estuvo en las trincheras,
peleando por Inglaterra entre 1915 y el fin del conflicto, a cargo de una
batería de cien hombres en la zona vecina a Ploegsteery, al oeste de Bélgica.
Aunque acostumbrado a experimentar condiciones sórdidas
y difíciles en la selva, Fawcett no dejó de sorprenderse del despliegue de
locura y muerte durante la conflagración. La
guerra que iba a terminar con todas las guerras lo impactó hasta tal punto
que, aún haciéndose cargo de las responsabilidades que le cabían[8],
no dudó en llamarla el “Armagedón”.
Una carnicería de cuerpos y almas destruidos que, con seguridad, hizo se
replanteara gran parte del legado, por demás optimista, recibido del siglo que
lo viera nacer. Y los salvajes de la
selva, que él tan bien conocía, quedaron redimidos en la Gran Guerra porque,
como escribió, “el canibalismo al menos
proporciona un motivo razonable para matar a un hombre, lo cual es más de lo
que puede decirse de la guerra civilizada”.[9]
El hombre y su ciencia eran capaces de cualquier cosa.
Incluso la de destruir el concepto mismo de Progreso. En una de sus cartas
personales decía: “¡Civilización!
¡Dioses! Para ver lo que uno ha visto, el mundo es una absurdidad. Ha sido una
explosión demente de las más bajas emociones humanas”.[10]
Sus opiniones sobre la especie debieron cambiar y difícilmente pudo quitarse de
encima el decadentismo spengleriano,
que tanto éxito tuvo terminado el conflicto. Por todo esto no sería extraño que
buscara (conciente o inconscientemente), fuera del ámbito europeo y “civilizado”, el humanitarismo y el
conocimiento de otras épocas, proyectándolos a los pocos rincones vírgenes que
quedaban en todo el planeta: la Amazonía.
Encontrar esa civilización tan avanzada y perdida en
plena selva, era como volver al inicio. Empezar de nuevo. Reencontrar en el
pasado ese espíritu elevado, místico, que su propia época parecía haber
perdido. En alguna parte debía estar. Intacto. Puro. ¿Qué mejor sitio que en
esa Atlántida amazónica? ¿O entre las tribus aisladas? ¿O, quizás, en un mundo
escondido, intraterrestre, adorado por sectas y grupos de dudoso prestigio?
No era posible que aquello que volvía humana a la
humanidad se hubiera perdido indefectiblemente en aquellas sucias y maloliente
trincheras. Tenía que permanecer en algún “otro”
sitio. En un espacio prístino, aislado, y ajeno al derroche de maldad del mundo
externo. Fue así como Fawcett terminó por encapsularse en sus irrealidades
previas, creyéndose sus propias exageraciones.
Y no sólo eso: en 1925 salió en su búsqueda definitiva.
Regresar al su “infierno
verde” lo hacía sentir vivo, por eso, cuando lo recordaba apoltronado en el
living de su Inglaterra natal, no podía dejar de recrearlo mentalmente,
atribuyéndole cualidades maravillosas y regenerativas de las que, en su
momento, no había nunca pensado. Idealizaba la selva. La convertía en el
escenario de sus contingencias, romantizando
sus experiencias. Sazonándolas de misterio, intriga y peligros que, con la
distancia, se volvían más significativos y densos. Más atrayentes y
estimulantes. En una palabra: los convertía en la excusa perfecta para tomar
impulso y salir de nuevo en la próxima expedición.
La carga emotiva y literaria que Fawcett le dio a sus
escritos queda evidenciada en su libro póstumo. Allí, las historias y anécdotas
con las que adorna sus penalidades en la Amazonía, se convierten en el decorado
más atractivo de su singular prosa. El propio Fawcett termina convirtiéndose en
el protagonista de riesgos inimaginables para un inglés victoriano y en el
antihéroe de decenas de momentos que, aunque dramáticos, terminaron seguramente
exagerados para convertirse en la quintaesencia de lo que él buscaba: la
aventura.
Pero la aventura era también algo puramente intelectual.
Pasaba por su cabeza y no sólo por sus músculos. El escenario selvático y el
bagaje de ideas previas que Fawcett traía a cuestas eran el complemento
perfecto para el desarrollo de sus delirantes teorías, que la selva, la
distancia, el clima exótico del Amazonas y la tensión, exacerbaban.
El contexto generaba significado. Sumergido en la
floresta todo parecía posible. Allí, la modernidad racionalista flaqueaba.
Porque flaqueaba el hombre, sumido por la naturaleza desbocada. Y todo esto se
veía exacerbado por el hecho de que Fawcett se adentraba solo, o con muy pocas
personas, en el corazón de la jungla.[11]
Era enemigo de las expediciones multitudinarias. Como dijo el Geographical
Journal en setiembre de 1953: “ Fawcett
marcó el final de una era. Podría considerársele incluso el ultimo de los
exploradores que trabajaba en solitario (…). Él simboliza la heroica historia
de un hombre contra la selva.”[12]
Retrospectivamente sabemos que la selva le ganó la
partida. Que se lo tragó. Que desapareció en ella. Pero mucho antes de que ello
ocurriera, le había devorado el sentido crítico. Lo que posibilitó el
despliegue de las creencias que a continuación consignaremos.
ESPIRITISMO, FANTAMAS Y PROFECÍAS
Las exploraciones de Fawcett fueron mucho más allá del
reconocimiento de montaña, ríos y límites entre países. Sus variados intereses
esotéricos y sus místicas creencias lo condujeron a recorrer (y recopilar)
historias fantásticas, producto de las supersticiones y cosmovisiones locales.
Y, como era de esperar en una persona “abierta”
los fenómenos supernaturales (como se los denominaba entonces), no faltan en
sus escritos historias de fantasmas que, lejos de consignarlas como anécdotas
propias del folclore sudamericano, las toma como indicios ciertos de la
existencia de un Más Allá en contacto
permanente con el Más Acá.
Cual un moderno y acrítico Heródoto, generoso con los
relatos que recibía de la gente que encontraba en su camino, Fawcett consignó
el episodio de una casa encantada, en las cercanías del pueblo de Pelechuco, en
Bolivia. Según le contaran, en esa localidad vivía un funcionario de aduana
junto con su empleado indígena:
“El caso es que sorprendiendo al sirviente cometiendo
raterías, lo amarró, le pasó una cuerda debajo de los brazos y lo descolgó,
desde el puente de piedra frente a su casa, dejándolo justamente sobre la
catarata. Se cortó la cuerda y el indio cayó al rugiente torrente, que lo
arrastró hasta la catarata y se ahogó. Tres noches después, el funcionario
estaba sentado en su cabaña, con las puertas y ventanas cerradas, cuando una
piedra golpeó la muralla detrás de él y cayó al suelo. Se levantó alarmado, y
pensó que alguien había lanzado una piedra desde afuera contra la cabaña, pero
la piedra estaba allí sobre el piso, en el interior. ¿Cómo pudo haber entrado?
Entonces otra piedra, una grande, cayó con estrépito sobre la mesa, e
inmediatamente se oyó otro ruido de cosas que se hacen añicos a caer una
tercera en medio de su loza. Cogió el rifle listo para disparar a cualquier
movimiento que notara en la oscuridad. Pero apenas tuvo tiempo para volver la
cabeza, cuando una piedra lo golpeó en la frente. (…) El funcionario no pudo
seguir viviendo allí y durante tres meses quedó la choza desocupada, pero
durante ese período varios aldeanos temerarios bajaron a ella, para presenciar
por sí mismos el lanzamiento de piedras, ¡y lo vieron!(…) Entonces, la semana
pasada un calahuaya visitó Pelechuco y se le pidió que apaciguara al fantasma.
Quemó hierbas en el umbral y cantó ininteligibles mantras, después embolsó sus
honorarios y se marchó. Desde aquel día no arrojaron más piedras y el
funcionario está viviendo allí otra vez.”[13]
Esta historia, intrascendente en un libro que pretende
relatar exploraciones de carácter científico en Sudamérica, puede parece estar de
más en el texto. Pero no en el imaginario de Fawcett. Él mismo aclaró la
situación al escribir:
“No me sentí inclinado a descartar la historia (…)
como una mentira, pues ya había oído en otras partes sucesos similares. Parecen
genuinas visitas de ánimas o aparecidos, no muy escasos en las regiones
montañosas andinas.”[14]
Y para confirmar ese “hecho” presenta a continuación otro suceso extraño ocurrido esta
vez en Jauja:
“El vicario de jauja en el Perú central, me contó que
él fue llamado a ahuyentar un ánima que bombardeaba a un trabajador cholo y su
familia en los lindes de la ciudad. Todo había sido golpeado por las piedras y
una niñita tenía magulladuras en todo el cuerpo. Lo más extraño es que la
piedras lanzadas venían de una distancia considerable, pues eran de un tipo que
no se encontraba en una radio de muchas millas de Jauja. El vicario fracasó por
completo en poner fin a las pariciones. No sólo estaba atemorizado, sino que se
encontraba ante algo no reconocido ni previsto en su religión. Con el tiempo el
fantasma cesó sus actividades y la paz volvió a reinar en la choza. Jamás se
pudieron indicar las razones de este extraño suceso.”[15]
Lo más interesante del caso es que, a pesar de no
conocerse las razones de esos hechos, Fawcett daba por sentado que eran
fantasmas o ánimas las responsables de todo.
Años más tarde, en 1913, nuestro crédulo coronel relata
que, de paso por Santa Cruz de la Sierra (Bolivia), arrendó una casa a muy bajo precio,
en la que se alojó solo, ya que el resto del grupo que lo acompañaba había
preferido instalarse en un hotel, antes que en la casa. “Me alegré”, dice Fawcett, “de
la oportunidad de poner al día todo el trabajo geográfico.”[16]
Claro que, inmediatamente después de esa acotación, con la que busca mostrase
una persona racional y abocaba a asuntos concretos de la realidad material del
planeta, se despacha con una nueva historia de fantasmas en la que él mismo es
el protagonista.[17]
“Un arriero cesante se ofreció para cocinar, así el
actuaba en las dependencias de atrás, en tanto que yo colgué la hamaca en la
gran pieza delantera. El amoblado consistía en una mesa, dos sillas, un estante
para libros y una lámpara. No había catre, pero esto no me preocupó, pues en
las casas de estos lugares siempre se encontraban ganchos para colgar la
hamaca. La primera noche aseguré las puertas y ventanas de madera y el arriero
salió al fondo, a su cuarto. Me subí a mi hamaca y me acomodé para disfrutar de
un confortable descanso. Yacía quieto después de apagar la luz, esperando que
llegase el sueño, cuando sentí algo que frotaba el suelo. ¡Culebras!, pensé, y
rápidamente encendí la lámpara. No había nada, y creí que había sido el arriero
que se movía al otro lado de la puerta. En cuanto hube apagado otra vez la luz,
se reanudó de nuevo el mismo ruido, y un ave cruzó la pieza graznando
bulliciosamente. Volví a encender la luz, extrañado de que pudiese haber
entrado un pájaro, y otra vez no encontré nada. Al momento de apagar la luz por
segunda vez sentí un arrastrar de pies sobre el piso, como de una anciano
lisiado que avanzase trabajosamente en zapatillas de paño. Esto fue demasiado.
Encendí la luz y la dejé así.
“A la mañana siguiente se presentó el arriero, con
cara asustada.
―Lamento tener que abandonarlo, seño ―dijo―. No puedo
seguir aquí.
―¿Por qué no? ¿Qué sucede?
―Hay bultos (fantasmas) en esta casa. Señor. Esto no
me agrada.
―Disparates, hombre ―dije, en son de mofa―. No hay
nada. Si usted no quiere pasar la noche solo, traiga sus cosas para acá. Hay
espacio de más para dos.
―Muy bien, señor. Si me deja dormir aquí, me quedaré.
Aquella noche el arriero se envolvió en su manta y se
acostó en un rincón, y yo, trepándome en mi hamaca, apagué la luz. En cuanto
estuvimos a obscuras, se sintió el ruido de un lbro que era lanzado a través de
la pieza, acompañado del revoloteo de sus hojas. Pareció estrellarse contra la
pared, encima de mí; pero al encender la luz no vi nada, excepto al arriero
enterrado en sus mantas. Apagué la luz y el pájaro volvió, seguido del anciano
en zapatillas. Después de esto dejé la luz encendida y cesaron los fantasmas.
En la tercera noche, la obscuridad fue saludada con
fuertes golpes en la pared y, después de esto, con un estallido de muebles.
Encendí la luz y, como de costumbre, no había nada que ver. Pero el arriero se
levantó, abrió la puerta y, sin decir palabra, huyó en la noche. Cerré, aseguré
la puerta de nuevo y me acosté, pero en cuanto hube apagado la luz, pareció que
se levantaba la mesa y que era arrojada con gran violencia sobre el suelo de
ladrillo, mientras volaban varios libros por el aire. Cuando encendí, nada se
veía alterado. Después volvió el ave y a continuación el anciano, que entró
acompañado del ruido de una puerta que se abría. Mi sistema nervioso estaba en
excelentes condiciones, pero, por lo que al día siguiente abandoné la casa,
para trasladarme al hotel.
Haciendo las averiguaciones respecto de la casa, supe
que nadie quería vivir en ella por su reputación. El bulto tenía fama de ser el
fantasma de alguno que había ocultado plata en las habitaciones, un tesoro que
nadie antes había la temeridad de buscar.”[18]
David Grann transcribe las memorias de un capitán que
estaba bajo las ordenes de Fawcett:
“Él y su oficial de informaciones se retiraban a una
sala oscura y colocaban las cuatro manos, aunque no los codos, sobre un
tablero. Fawcett preguntaba entonces al tablero, en voz alta, si la ubicación
del enemigo estaba confirmada, y si el desdichado tablero e deslizaba en la
dirección correcta, no sólo incluía la posición en el listado de ubicaciones
confirmadas, sino que a menudo ordenaba que se disparasen veinte ráfagas de
obuses del calibre 9,2 en el lugar en cuestión.”[19]
Pero todas estas acciones, basadas en creencias
irracionales y supersticiosas, son sólo la punta del iceberg.
A medida que releemos sus textos y analizamos fríamente
sus teorías, explicaciones y credos, se va prefigurando una manera de ver el
mundo muy particular. Una cosmovisión
fawciana que no siempre requería de la selva amazónica como escenario para
que la fantasía del esoterismo fuera el cristal a través del cual interpretaba
la realidad.
En el universo mental de Fawcett el espiritismo fue un
hecho cotidiano. A principios del siglo XX se convirtió en moda y el vuelco,
hacia ese credo, del mismísimo padre de Sherlock Holmes, Arthur Conan Doyle
(especialmente después de la muerte de su hijo en la Gran Guerra), ayudó a que
ese grupo aumentara su prestigio. Muchos de sus miembros, eminentes
intelectuales de la época, pretendieron alcanzar y explicar la existencia del
Más Allá a través de la razón. Y las sesiones espiritistas se convirtieron en
las supuestas pruebas de todo ello. Claro que había para todos los gustos. Desde
los delirantes convencidos a los estafadores que ganaron fortunas vendiendo
fotografías espectrales, en las que los espíritus de los muertos se
materializaban ante sus dolidos deudos.
Pero, ¿de dónde había sacado Fawcett esa inclinación?
Todo parece indicar que de su hermano mayor.
Edward Douglas Fawcett había nacido sólo un año antes
que Percy y si bien casi siempre a figurado como una simple nota a pie de
página en casi todas las biografías del explorador, Edward fue un hombre
reconocido y popular, especialmente en Inglaterra.
Teósofo, espiritista, budista, escalador y escritor de
novelas de aventuras, el primogénito de los Fawcett debió despertar profunda
empatía en su hermano menor y una influencia pocas veces señalada con
vehemencia.
En su libro, La
Ciudad Perdida de Z, David Grann traza el que es con seguridad el mejor y
más completo perfil de tan singular personaje, dejando entrever algunos
aspectos que aquí ampliaremos.
Los hermanos Fawcett no tuvieron una infancia feliz.
Frente a la imagen de un padre bebedor, jugador y proclive a las prostitutas
(vicios que lo llevaron a fundir la economía familiar) y una madre distante,
fría, autoritaria y frustrada, el mejor apoyo y referente que Percy debió haber
tenido fue Edward, su hermano mayor. Tal vez de allí provenga el cariño,
admiración y, a no dudarlo, gran parte de su manera de ver el mundo.
Edward había nacido en 1866, en Inglaterra, y siendo muy
joven, el entusiasta británico se convirtió al budismo en un viaje que hiciera
a Ceilán (hoy Sri Lanka), en 1890. Por aquel entonces, en medio de una sociedad
victoriana, rigurosa y pacata, la conversión de Edward fue interpretada como un
acto de rebeldía. El orientalismo estaba de moda, aunque algunas veces entrara
en contradicción con la política imperialista de Gran Bretaña. Pero el
occidente burgués y capitalista se la amañó para convertirlo en algo exótico,
extraño, misterioso y distante. Incluso peligroso, para ser usado a su favor y
justificar así la presencia occidental en sitios en los que tenía mucho que
ganar. En contraste con los valores de la Europa del desarrollo industrial, los
nuevos acólitos budistas pretendían hacer público (aunque no tan público) cierto grado de descontento y, al mismo
tiempo, construir una identidad cultural bien definida. Europa siempre se delimitó
a sí misma mirando de soslayo al “otro”
y Edward Fawcett no fue una excepción a esa compleja y a veces contradictoria
regla.
Tampoco lo fue Percy. Quien, siguiendo los pasos de su
hermano, también realizó la conversión e hizo propios los Cinco Preceptos del Budismo; además de toda una parafernalia de creencias
delirantes, gestadas en el seno de lo que se dio en llamar la Teosofía o
“Sabiduría de los Dioses”. Sociedad a la que Edward pertenecía desde hacia
tiempo, colaborando fervientemente con una de sus fundadoras: la desquiciada y
carismática Helena Petrovna Blavatsky.
Rusa de origen, esta mujer obesa y de profunda mirada,
transitó por cuanta actividad mistérica pueda uno imaginarse. Desde el
espiritismo con base en la doctrina de Allan Kardec, hasta la supuesta canalización de información procedente
de hermanos superiores que vivían en
lo alto del Tíbet, en lo profundo de las selvas e, incluso, en subterráneas
ciudades secretas, donde se conservaría el legado sapiencial de los antiguos
atlantes (raza, según la iluminada
rusa, de hombres superiores que habrían dado origen a todas las altas culturas
de la antigüedad, a un lado y otro del océano Atlántico).
Con base en estas ideas fundó en 1875 la Sociedad Teosófica, en la que se
nuclearon importantes personalidades en torno a teorías de difusionismo
cultural y de profunda raigambre racista. Todos ellos contribuyeron a
reescribir (sin pruebas y con un estilo libre sorprendente) la historia
completa de la humanidad (como lo hicieron, varías décadas más tarde, algunos
miembros del partido nazi de Alemania).
Este amasijo de incoherencias atrajo a miles de personas
insatisfechas. Y los hermanos Fawcett no se quedaron afuera. Detrás de las
locas teorías de Percy, respecto de la antigua historia de América y su ansiada
ciudad Z, se enmascara el legado de la rusa y sus acólitos; muchos de ellos
destacados escritores de la época, con los cuales Fawcett cultivó cierta
amistad. Ejemplo de ello es el caso de sir Arthur Conan Doyle (autor de El
Mundo Perdido, 1912) y sir Henry Rider Haggard (autor de la célebre novela Las Minas del rey Salomón, de 1885).
En las biografías de Fawcett siempre se hace mención a
esos contactos de alto nivel. Pero ninguna explica con certeza de dónde venían
esas amistades. Lo más probable es que se cultivaran a la sombra de charlas
sobre esoterismo, a las que su hermano, Edward Douglas, era afecto, y que Percy
H. fuera introducido por su pariente directo en ese universo de aberraciones
históricas e intelectuales.
Pero, si de ellas hablamos, planteemos brevemente en que
consistieron los delirios en los que nuestro explorador estrella basó su
búsqueda y sus teorías.
Fawcett tenía en mente una historia de Sudamérica muy
particular. Propia. Exclusiva. Y compartida con los locos que seguían (y
siguieron) sus destilados etílicos referidos al devenir cultural de esta parte
del mundo. Para él esa era una historia que aún faltaba escribir. Que estaba
perdida por causa de un inmenso cataclismo del que, de acuerdo con su
particular visión, daba cuenta la geología continental. Brasil, por ejemplo,
formaba parte de un gigantesco continente (“el
más antiguo de nuestro planeta”)[20]
cuya historia podía ser reconstruida a través de las tradiciones y mitos que
aún circulaban por sus selvas. Ese continente no era otra cosa que la
famosísima Atlántida de Platón y sus habitantes, que Fawcett denomina como “toltecas”, los responsables de su
poderoso desarrollo y sabiduría. “Seres
superiores que construyeron grandes ciudades y enormes templos en honor al sol,
que usaban papiros e instrumentos de hierro y eran diestros en artes
civilizadas, ni siquiera soñadas por las razas inferiores.”[21]
Esa gente también usaba escritura ideográfica y
jeroglífica y, en Brasil, eso se infería a partir de inscripciones que aún
existirían; y que serían parte de un alfabeto fonético que había reemplazado al
primero, “posiblemente por razones de
comunicación con nuestro Cercano Oriente.”[22]
Menuda mezcla realizaba el británico.
Pero sin datos, cualquier cosa era posible, incluso
especular respecto de un gran cataclismo que había cambiado la faz del planeta
y levantado Sudamérica, produciendo una
gradual degeneración entre los sobrevivientes. Algunos de los cuales fundaron
imperios
(como
el de los incas), en tanto que otros involucionaron hacia la barbarie más
abyecta (de las cual era factible encontrar pruebas entre las tribus actuales
del Amazonas).
Según Fawcett, los toltecas
se separaron y lucharon por su supervivencia, confiando en su educación y
sacerdotes, que terminaron transformándose en los guardianes de esas crónicas y
tradiciones. Un poco después, la mezcla se volvió más compleja, ya que
arribaron al continente pueblos polinesios y chinos. Los sobrevivientes, en
tanto, se aislaron del mudo exterior en ciudades levantadas en la selva y,
tiempo más tarde, tragadas por la vegetación.
“La conexión de la
Atlántida con regiones de lo que es actualmente Brasil ―dijo Fawcett― no debe ser mirada despreciativamente, y el creer en ello, con
confirmación científica o sin ella, depara explicaciones para muchos problemas
que de otra manera serían misterios insondable.”[23]
Uno de los temas más bizarros en el libro de Fawcett
está relacionado con la famosa estatuilla de basalto que aparentemente le
regalara el célebre escritor sir Henry Rider Haggard en 1922, tres años antes
de partir tras la ciudad perdida de Z.
De la mencionada estatuilla, que según el novelista
británico había sido traída del interior de la selva brasileña (aunque jamás
explicó cómo había llegado a su poder), no se conoce ninguna fotografía que sea
confiable. Sólo existe un dibujo que muestra a un posible sacerdote sosteniendo
una tabla con 14 símbolos que muchos especulan es de origen atlante. A nuestro
entender, este objeto (que desapareciera con Fawcett) sintetiza no sólo las
fantasías en las que el explorador estaba sumergido, sino también el
inconsistente modo con el que trataba de fundar sus descabelladas teorías
difusionistas.
En los primeros capítulos de A Través de la selva Amazónica, Fawcett nos revela el singular
método que aplicó para “hacer hablar a la
reliquia”: psicometría. Es decir, la facultad de “leer” qué se esconde detrás de una cosa con sólo tocarla.
Difícilmente hoy se podría conseguir sponsors para una expedición a partir de
una base tan endeble como delirante.
¿O sí sería
posible? Hay que reconocer que en el marco de la New Age muchas cosas que parecen imposibles se vuelven posibles. Por
ejemplo, los innumerables tours esotéricos que se organizan a selvas y montañas
en busca de “energías y contactos
espirituales con ociosas entidades extraplanetarias”, y por los cuales se
desembolsan miles de dólares. Legiones de resplandecidos
sabios llevan a meditar al Amazonas, a Machu Picchu o al Cerro Uritorco (en
Argentina), a otras tantas legiones de
incautos que buscan escapar de sus mediocres realidades entrando en
contacto con Hermanos Superiores
escondidos en ciudades subterráneas o que sobrevuelan el planeta en naves
espaciales invisibles. Hay para todos los gustos. Tal vez hasta el chupacabras
se termine convirtiendo en el nuevo mesías de todos ellos.
Lo cierto es que, ya a principios del siglo XX, el mundo
académico había concluido que la estatuilla de Fawcett era falsa. Un burdo
fraude. Pero ese dictamen no amilanó al explorador. Por lo general, ese tipo de
juicios envalentonan a los “locos” a
seguir creyendo con más ahínco que antes en sus quimeras. Suelen argumentar que
detrás de esos dictámenes se esconden conspiraciones organizadas por la “ciencia oficial”, que se niega a revelar
la verdad a una humanidad que aún no está preparada para esas “grandes
verdades”. Como bien dice un refrán: el
que cree en conspiraciones no necesita pruebas de nada. Y eso creemos le
sucedió a Fawcett. No las necesitó en lo más mínimo. Estaba convencido.
Para principios de la década de 1920 ya tenía crecida y
asentada la teoría en su cabeza. No iba a cambiarla. No podía cambiarla. De haberlo hecho, se habría quedado en su casa con
su esposa Nina y sus hijos. Ya era demasiado tarde. El delirante difusionismo
atlante se lo había fagocitado y creía ver pruebas de ello por todos lados.
Cualquier comentario o rumor (por poco fiable que fuera) apuntalaba su onírica
búsqueda. Además, hay otro dato interesante que Hermes Leal rescata en Coronel Fawcett, a verdadeira história do
Indiana Jones, del que quisiéramos decir algo, puesto que no está
consignado en ninguno de los demás libros serios
sobre el tema y sí en algunas páginas esotéricas de Internet.
Según Leal, Fawcett y Nina Paterson (su esposa) estaban
convencidos de que su hijo Jack (nacido en Ceilán) era una especie de mesías o
avatar.
Poco tiempo después de contraer matrimonio, y mientras
Nina despedía a su marido en el puerto de Londres, quien salía en una nueva
expedición (corría el año 1903), fueron rodeados por cinco monjes budistas que
se presentaron como astrónomos y solicitaron hablar con ellos. Sorprendida, la
pareja británica escuchó a esos misteriosos y extraños personajes,
quienes
les dijeron que eran los “portadores de
una profecía” y que habían viajado desde la India únicamente para
comunicársela.[24] Entonces, esos magos les hablaron del niño que Nina
llevaba en su vientre (Jack) y que un
gran espíritu iba a renacer con ese hijo.
Uno de los monjes fue el más explícito cuando sentenció
mirándolo a Fawcett:
“El día 19 de mayo, día de la fiesta del
Buda, la señora dará a luz a un niño que será el padre de una nueva raza. Ese
niño, cuando crezca, irá a acompañarlo en un viaje por tierras lejanas del sur,
donde ambos desaparecerán juntos. Vuestro hijo volverá, por tanto, para
señorear una nueva civilización”.[25]
Desconozco de dónde extrajo el periodista H. Leal esta
historia (no hay una sola cita a pie de página en todo su libro), pero me
animaría a decir que (aún si fuera contada por Fawcett en documentos privados)
es por completo apócrifa. Tal vez fue imaginada retrospectivamente por Nina,
después de la desaparición en 1925, para darle sentido a un drama personal que,
seguramente, le costó mucho digerir. Claro que el tono de la historia no resulta descabellado en medio de toda la
construcción imaginaria que hemos venido explicitando hasta ahora.
Por lo visto, Nina Paterson no frenaba los delirios de
su esposo. Todo lo contrario. Los alentaba. Y siguió alentando, después de la
desaparición con vida de Fawcett.
Por ende, si Percy H. Fawcett esperaba encontrar en su
esposa un cable a tierra, estaba errando el camino. En ese sentido, ambos
(Percy y Nina) fueron los arquitectos de la trama que condujo al explorador a
su fin en la selva. Puede que se hayan potenciado mutuamente. No hay datos (al
menos hasta hoy) que muestren que Nina le haya “parado el carro”, bajándolo a la realidad. Ambos no concebían la
idea de lo imposible. La señora
Fawcett lo siguió por todo ese laberinto de ideas esotéricas, no dudando nunca
de su historia. Ni siquiera de la premonitoria que citamos más arriba. O de
otra historia parecida que, según contara el propio Fawcett, ocurriera a
principios de 1886 y en la cual un hombre, vistiendo traje budista (otra vez
los budistas) lo abordó para decirle algo importante y misterioso.
“El desconocido, alto y fuerte, traía una estatua
budista en los brazos. Se aproximó al entonces teniente, le entregó la imagen y
pidió que la guardara consigo, ara traerle suerte a él y su familia. Pidió que
la imagen fuese colocada sobre un manto
de seda amarilla y que nunca dejase que un extraño la tocara”.
Fawcett guardó la imagen y poco tiempo después, a
instancias de su hermano mayor, se convirtió al budismo, como dijimos más
arriba.
Se sentía un predestinado.
Un “elegido”. Un hombre capaz de
soportar los climas más duros y endémicos sin siquiera pescar una gripe. Un privilegiado al que, sectas budistas del
otro lado del mundo y novelistas tan crédulos como él, se le acercaban para
entregarle las piezas de un enorme rompecabezas, que supuestamente terminaría
redefiniendo la historia misma de la humanidad.
Fawcett estaba convencido de que en Z, su soñada ciudad
perdida, encontraría las respuestas a todas sus dudas. A la del origen
antediluviano de los pueblos americanos; a la procedencia atlante de su
enigmática estatuilla de piedra; a la suprema tarea que le tocaría desempeñar a
Jack, su hijo primogénito. Es que en el
origen estaban las soluciones; y sólo él se sentía capacitado para
concretar semejante proeza. Por eso no compartió su proyecto con nadie. Ni
siquiera hizo pública la ubicación real en donde él creía estaba emplazada la
ciudad de piedra.[26]
Temía a la competencia y no quería compartir con nadie esa gloria. Su ego era
tan grande como sus fantasías. Su seguridad tan monolítica como su fe.
LOCOS POR FAWCETT
La selva en la que desapareció Fawcett ya no es lo que
era. A casi ochenta año de su luctuosa desaparición, la Amazonía fue modificada
por la acción del hombre y muchas zonas, antes verdes florestas impenetrables,
son hoy campos dispuestos al ganado o al cultivo humano. El romanticismo de la
selva virgen permanece sólo intermitentemente en algunas zonas desperdigadas,
como si fueran lunares de vegetación prontos a ser extirpados por las máquinas.
Es triste. Triste y desconsolante advertir que muchas de
las descripciones que Fawcett hiciera en su libro sean lo único que queda de su
“infierno emponzoñado”. Pero no sólo
eso permanece. Su legado es muchísimo más profundo y duradero en otra áreas. En
el de la renovada cultura esotérica, por ejemplo; que ve en el explorador
inglés, no a un victoriano tardío, portador de un cosmovisión particularísima
(compartida por muchos de su coetáneos), sino a un “iniciado” en las secretas artes de un espiritualismo místico que
mezcla fantasmas, aventura, hermanos superiores, Apocalipsis antediluvianos,
tesoros malditos, reinos perdidos y demás yerbas.
Ningún “especialista”
conocido, que se jacte de ser un erudito en estos temas, dejó de lado al
explorador inglés a la hora de relacionarlo con esa milenaria sabiduría
escondida en lo profundo de la selva o, aún más, en un reino subterráneo al que muy pocos ha podido entrar. Nuestro
emblemático Fabio Zerpa no puedo quedar al margen y arriesgó, sin prueba alguna
(como era de esperarse), que Fawcett habría alcanzado la ciudad perdida y que “los Superiores que la habitan, como premio a
su coraje, tesón y autenticidad de objetivos, le habrían abierto sus puertas”.[27]
Y lo que es más: seguiría viviendo en ella, más allá del tiempo.[28]
El deseo de encontrar un espacio virgen, aislado, puro,
esencia inmaculada de la alteridad absoluta, más allá de las geografías
exploradas de nuestro planeta,
condujo a muchos (desde los días en que los conquistadores buscaban el Paraíso
Terrenal) a encontrar imaginariamente reservorios de pureza, sapiencia y
humanismo prístino, incluso debajo de la tierra. Y cuando la geografía física,
reconocida y explorada, resultó no ser tan maravillosa, entró en vigencia la
quimera de las dimensiones paralelas o portales interdimencionales, detrás de
los cuales no sólo se perpetúan “bibliotecas
secretas” sino Hermanos Superiores
que, más allá del bien y del mal, dirigen a escondidas los destinos conspirativos
de toda la humanidad.
¿Seguirá siendo Fawcett parte de ese cenáculo de
privilegiados y eternos dirigentes del mundo?
¿Con qué otros elegidos
estará compartiendo semejante misión?
Udo Óscar Luckner arribó al Brasil en 1968 buscando
datos acerca de la misteriosa desaparición de Fawcett. Estaba obsesionado con
el explorador y sus teorías sobre la Atlántida y por ese motivo se instaló en
la región de las Sierras del Roncador, al norte de Barra do Garças. Al poco tiempo develó “al
mundo” un experiencia personal sorprendente, que dejó a muchos con la boca
abierta (por lo incongruente) y a otros, convertidos en ciegos acólitos, que llegaron
a considerar a este risueño personaje de origen sueco como una especie de nuevo
Mesías.
Según el propio Luckner, mientras recorría las
mencionadas sierras brasileñas se topó
con
una entrada secreta a través de la cual tuvo acceso a “las profundidades de la tierra” y a una ciudad subterránea en la
encontró seres superiores, portadores de un gran avance espiritual y
tecnológico. Esta raza de misteriosos dirigentes sería la encargada de tutelar
el destino de los hombres e impartir sus sabias enseñanzas a través de
iluminados que, como él mismo, les servían de mensajeros.
Con tal objetivo, fundó un singular culto. Una secta
cuyo centro de operaciones era el Monasterio
Teúrgico de Roncador, al pie de dichos cerros, y cuya misión no sería otra
que la de difundir la esotérica sapiencia de los intraterrestres, con los que
(supuestamente) Fawcett habría entrado en contacto en 1925.[29]
El mundo está loco. Y como entre locos se retroalimentan
la locura, no puedo dejar de mencionar las disolutas teorías de J. J. Hurtak,
otro personaje de antología, fundador de la Academia
Para la Ciencia Futura, quien también considera que debajo de Roncador vive
una civilización subterránea “conectada
con la Atlántida, Lemuria y Mu”.
Son legión.
PALABRAS FINALES
Sin proponérselo, Percy Harrison Fawcett no sólo
arrastró a más de un centenar de exploradores en su búsqueda (muchos de los
cuales siguieron su misma “mala” suerte,
desapareciendo en la selva), sino a miles de aspirantes al status de “iniciados” o “iluminados” místicos, dispuestos a superar obstáculos físicos
(montañas, junglas, pantanos), metafísicos (portales dimensionales, Hermandades
Secretas dispuestas proteger misterios milenarios haciendo uso de la telepatía
y otros recursos parapsicológicos) e históricos (yendo a contracorriente de
todo lo que historiadores y arqueólogos han reconstruidos en el último siglo y
medio, a partir de investigaciones serias, pruebas concretas y deducciones
lógicas).
Con su misteriosa desaparición (que en realidad fue mucho menos misteriosa de lo que se
elucubró por décadas), Fawcett se convirtió en el centro de un universo repleto
de satélites, conformados por fantasmas, monstruos y razas “fuera de catálogo”,
estatuillas energéticas, espiritismo, teosofía, difícilmente creíbles, pero
emocionalmente interesantes a la hora de analizar la mentalidad de una época o
situación determinada (incluso la nuestra)
Las exageradas experiencias de Fawcett motivaron a
muchos. Excitaron a otros. Y terminaron sacando de la realidad a muchos más,
que todavía buscan imitarlo sin importarles terminar como él terminó.
En definitiva, una muerte así de romántica no deja de
ser una muerte envidiada.
FJSR
* Profesor en Historia por la Facultad de Humanidades de la UNMdP.
[1] Publicado por su hijo menor, Brian Fawcett, a partir de los apuntes
de su padre, en 1953. Véase: Fawcett, Percy Harrison, A Través de la Selva Amazónica, Editorial Rodas, Madrid, edición
1974.
[2] Véase el excelente ensayo de Oscar Guerín Martínez, Exploración,
ciencia y espectáculo. La cinematografía en la Amazonía en la primera mitad del
siglo XX. Disponible en Web: http://www.antropologiavisual.cl/o_guarin.html
[3] Si bien con África y las islas del Pacífico Sur pasó exactamente lo
mismo, será la Amazonía la que en América los congregue exitosamente.
[4] Al respecto véase: disponible en WEB: http://lasvocesdebabel.blogspot.com.ar/2013/04/percy-harrison-fawcett.html
[5] Véase: Grann, David, La
Ciudad Perdida de Z. La última expedición en busca de El Dorado, Editorial
Plaza Janes, Argentina, 2010, pp. 79-87.
[6] Así la calificó el reconocido antropólogo sueco Erland
Nordenskiöld, que había conocido a Fawcett en Bolivia. Citado por Rob Hawke, “The Making of legend: Colonel Fawcett in Bolivia (tesis, Universidad de
Esse, s.f), p.41. Y Citado por Grann,
David, op.cit. pág. 212.
[7] Como ejemplo de estas posturas véase en Web: http://www.grupoelron.org/fisicaastronomia/puertasdimensionales.htm
[8] Fawcett fue ascendido a Teniente Coronel en enero de 1916 y puesto
al mando de 600 hombres (citado por David Grann op.cit. pág. 201).
[9] Citado por D. Grann op.cit. pág. 204.
[10] Ibídem, pág. 206.
[11]
Si la razón occidental nació, como sostienen algunos autores, en el ágora de
las polis, la misma fue posible discutiendo y poniendo en duda (entre muchos)
los conceptos e ideas que se debatían.
[12] Citado por David Grann, op.cit., pág.128
[13] Fawcett, P.H., op.cit, Pág. 244-245
[14] Ibídem, pág. 245.
[15] Ibídem, pág. 246.
[16] Ibídem, pág. 286.
[17] Nota: En la esquina formada por las calles
Charcas y Campero y con frente principal sobre la primera levántase una vieja
edificación que es conocida en el pueblo con la curiosa y sugestiva
denominación de "La Casa Santa". Construida al parecer hacia la
segunda mitad del siglo pasado, conserva hasta hoy lo más sustancial del estilo
característico de la antigua vivienda cruceña: Paredes lisas, alta techumbre,
puertas de cuatro manos, ventanas con balaústres de madera y espacioso porche
sostenido por columnas de ladrillo. Parte de su largo frente ha sido
"modernizado" ha pocos años, demoliéndose las columnas que sostenían
el porche y reduciendo este a la condición de un alero chato. A pesar del atentado,
queda en pie todavía una buena porción de su exterior primitivo.
Según refieren viejas consejas, esta casona tuvo la poco envidiable fortuna de que se adueñaran de su recinto bultos, fantasmas y seres de la otra vida, apenas su edificación fue terminada. Desde que se instalaron en ella los propietarios, dizque empezó una de ruidos, ayes y otras manifestaciones de lo sobrenatural, más tétricas aún, que obligaron a aquellos a abandonarla. Igual suerte corrieron inquilinos que vinieron sucesivamente.
Con el transcurso del tiempo la casona ganó fama de inhabitable, y ni el más guapetón de los cruceños de entonces fue osado de ir a aposentarse allí, por mucho que el canon de alquiler fuese disminuyendo, a medida que los ocupantes intrusos crecían en insolencia. A tales extremos llegó ésta que dieron en espantar aun por fuera de los muros de su sombrío habitáculo. En lo cerrado de la noche los vecinos oían sordos rechinos y confusos estridores, que suscitaban largos aullidos de perros en varias cuadras a la redonda. Más de un solitario viandante nocturno que pasó por la esquina sintió como algo le trababa los pies o, pero aún, alguien le tomaba por el cuello de la chaqueta y le sacudía hórridamente.
Llegó en eso a la ciudad un gringo de recia estampa, fornidos miembros y pinta de corajudo. Tomó la casa en alquiler y fue a ocuparla seguidamente, llevando consigo a un arriero cochabambino y un montón de valijas y petacas de ignoto contenido. Entre las razones que adujo para haberse decidido por la casa, cuya siniestra nombradía ignoraba, y no por el hotel sito en la plaza principal, fue la más convincente la de que en tal hotel abundaban los bebedores, bulliciosos y poco bien educados.
Tratábase nada menos que del coronel Percy H. Fawcett, del ejército inglés, en cuyas filas había servido a su patria en Asia y África, mostrando energía, suficiencia de conocimientos y valor a toda prueba. Retirado de aquél, hízose viajero y explorador en América, y hallándose en Bolivia el gobierno requirió sus servicios para ocuparle en las jornadas de demarcación de fronteras con el Brasil. Alboreaba la segunda década del siglo XX. Disponible en Web: Véase: http://www.soysantacruz.com.bo/Contenidos/1/Leyendas/Textos/B01-LaCasaSanta.asp
Según refieren viejas consejas, esta casona tuvo la poco envidiable fortuna de que se adueñaran de su recinto bultos, fantasmas y seres de la otra vida, apenas su edificación fue terminada. Desde que se instalaron en ella los propietarios, dizque empezó una de ruidos, ayes y otras manifestaciones de lo sobrenatural, más tétricas aún, que obligaron a aquellos a abandonarla. Igual suerte corrieron inquilinos que vinieron sucesivamente.
Con el transcurso del tiempo la casona ganó fama de inhabitable, y ni el más guapetón de los cruceños de entonces fue osado de ir a aposentarse allí, por mucho que el canon de alquiler fuese disminuyendo, a medida que los ocupantes intrusos crecían en insolencia. A tales extremos llegó ésta que dieron en espantar aun por fuera de los muros de su sombrío habitáculo. En lo cerrado de la noche los vecinos oían sordos rechinos y confusos estridores, que suscitaban largos aullidos de perros en varias cuadras a la redonda. Más de un solitario viandante nocturno que pasó por la esquina sintió como algo le trababa los pies o, pero aún, alguien le tomaba por el cuello de la chaqueta y le sacudía hórridamente.
Llegó en eso a la ciudad un gringo de recia estampa, fornidos miembros y pinta de corajudo. Tomó la casa en alquiler y fue a ocuparla seguidamente, llevando consigo a un arriero cochabambino y un montón de valijas y petacas de ignoto contenido. Entre las razones que adujo para haberse decidido por la casa, cuya siniestra nombradía ignoraba, y no por el hotel sito en la plaza principal, fue la más convincente la de que en tal hotel abundaban los bebedores, bulliciosos y poco bien educados.
Tratábase nada menos que del coronel Percy H. Fawcett, del ejército inglés, en cuyas filas había servido a su patria en Asia y África, mostrando energía, suficiencia de conocimientos y valor a toda prueba. Retirado de aquél, hízose viajero y explorador en América, y hallándose en Bolivia el gobierno requirió sus servicios para ocuparle en las jornadas de demarcación de fronteras con el Brasil. Alboreaba la segunda década del siglo XX. Disponible en Web: Véase: http://www.soysantacruz.com.bo/Contenidos/1/Leyendas/Textos/B01-LaCasaSanta.asp
[18] Ibídem, pág. 287-288.
[19] Grann, D. op.cit, pp. 207-208
[20] Fawcett, op.cit., Pág. 368.
[21] Ibídem, Pág. 369.
[22] Ibídem, op.cit., Pág. 369.
[23] Ibídem, op.cit., Pág. 32.
[24]
Véase: Leal, Hermes, Coronel Fawcett. A
verdadeira história do Indiana Jones, Geracaon Editorial, Sao Paulo,, 1997,
pp. 12-13.
[25] Ibídem, Pág. 14.
[26] En su libro brinda las coordenadas en donde él creía estaba Z, pero
eran falsas. Sólo una artimaña para despistar.
[27] Véase: Zerpa Fabio, Expedición
Fawcett la leyenda continúa. Disponible en Web: http://www.fabiozerpa.com.ar/ElQuintoHombre/art_2013/febrero_expedientes.html
[28] El mejor receptáculo virtual en donde todas las teorías más
delirantes sobre Fawcett quedan resumidas en una dirección de Internet llamada The Great Web of Percy Harrison Fawcett.
Disponible en Web: http://fets3.freetranslation.com/?Sequence=core&Language=English%2FSpanish&Url=www.phfawcettsweb.org
[29] Véase al respeto: http://www.akasico.wanadoo.es/akasico/html/carticulos/67618_3.html
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